A LAS CINCO TE HINCO
—Viajemos en la Nave del Recuerdo —dijo Woody Woodpecker.
También iban Pablo Morsa y Pepe Gallinazo.
Agar fue a pasar la página, pero Mamá Pepita apareció por la puerta del cuarto. Tenía los ojos hundidos, como si hubiera llorado todo el tiempo. Siempre parecía haber llorado. Pero en realidad estaba en la cocina. «Pelando cebollas», decía.
—Mamá... ¿Y siempre pelas cebollas?
—¡Cállate! —dijo. Y agregó después—. Vé y busca aceite Sensat en la bodega—. Y le tendió las monedas y la botella.
—Después voy al parque —dijo él.
Los gritos del parque lo ponían ansioso. Le cortaban la respiración. Lo hacían sudar.
—¿Está muy impaciente el niño por ir al parque?— cantó Mamá Pepita.
Lo pensó dos veces. Si respondía que sí, Mamá diría: ¡Ah! Entonces te quedas en casa.
Mejor era no responder.
—Bien —dijo Mamá— ¿qué esperas? ¡Andando!
Tenía que cruzar entonces el parque con la botella de aceite.
Le resultaba duro cruzar el ruedo de Chicos Malos.
Comenzó a caminar con las nalgas apretadas, conteniendo el aliento.
—¡El niño de los mandados, mírenlo... ahí va!
—Gallo, tráeme un cartucho de galleticas... ¿quieres?
—Gallo, en mi casa solicitan una colocada. Buen sueldo y comida abundante.
Risas.
—Gallo, ¿es verdad que en tu casa te amarran a la pata de la mesa?
Algo se le atravesó en la garganta. Sintió que el pene se le encogía.
—¡Eh, Gallo... ahora nos íbamos a bañar al Río Cantarranas! ¿Vienes?
Risas.
Se volvió. Estaba frenético, pero trató de aparentar calma.
—Está bien —dijo—. Está bien. Ahora vuelvo por aquí.
Y entonces, con las manos vacías.
—Oh ¡que gallo más guapo! Y con la botellita y todo.
Risas.
—¡A que te rompo esa botella!
—¡A que no!
—¡A que sí!
—¡A que sí, va, va!
—¡A que no eres hombre!
Coro de voces indignadas. Una gota de sudor resbaló por su frente y quedó colgando de su nariz. Silencio.
—Lo que has dicho, gallo...
—Por menos que eso se matan los hombres, gallo.
—¡Coñoooó!
Peligro. Sabía que había dicho algo grave. Irreparable. Recordó la orden de Papá Lorenzo aquel día que vino magullado y con el ojo descompuesto de un trompón.
«Ojo por ojo».
El Hueso avanzó hacia él. Las piernas le temblaban y pensó echar a correr. Pero de inmediato comprendió que entonces jamás volvería a mirar de frente a los Chicos Malos. Si se contradecía, también tendría que resistir las risas de burla para siempre. Risas de burla que escuchaba por las noches, envuelto en una sábana sobre un charco de sudor.
Si comenzaba la pelea, iba a perder. Sabía que iba a perder.
—¿Qué dijiste, gallo? —quiso saber El Hueso avanzando hacia él. Hablaba con calma, como el que está acostumbrado al peligro.
—No... no dije —balbuceó.
—¡Ahora resulta que no dijo! —exclamó el Hueso—. Ven acá, gallo, ¿a ti nunca te han aplicado un correctivo?
Y le estrujó la solapa de la camisa.
La voz de Mamá Pepita se escuchó entonces desde la puerta.
—¡Qué haces! —gritó— ¡Directo te he dicho!
—¡Déjalo Hueso! —dijo el coro—. Deja el niño...
—Te cojo a la vuelta, niño —advirtió el Hueso—. Prepárate.
—Suéltame.
La voz de Mamá Pepita lo había salvado. Se alisó la solapa.
—¿Se creen muy bravos, no? Porque voy de mandados, ¿no?
Siguió el rumbo. El sol quemó duro sobre su cabeza. Desde el banco del parque, los Chicos Malos volvieron a gritarle:
—¡Cenicienta!
—¡Hijos de puta! —masculló, sorbiéndose los mocos y el agua salada que corría por sus mejillas.
La señora de Pomponio volvió a gritarle desde la verja:
—¡Alza la cabeza! ¿Es que quiere ser jorobado cuando mayor?
—¡Ande a que la pisen! pensó a gritos. Pateó una piedra con fuerza.
Recordó entonces la película «El Hombre Quieto», de John Wayne. Todos se burlaban de él porque era un hombre tranquilo. Se burlaban. Se burlaban. Se burlaban. Hasta que un día, John Wayne dio un piñazo. Uno solo.
Y mató a un tipo. Tenía una mano derecha prohibida.
Llegó a la bodega y apoyó los codos en el mostrador.
—Una botella de aceite —dijo.
—¡Miren quien está aquí! —exclamó el bodeguero—. El incendiario. ¿Es verdad que quemaste la casa de los Páez?
—Sensat —dijo él—. Aceite Sensat.
El bodeguero fue por el pedido. Agar lo miró con odio.
«Odio a todo el mundo —pensó—. Estoy contra los indios, pero también contra los cowboys. No tengo madre ni padre. Una india llamada Pocahontas me encontró en el bosque y me crió».
—Son diecisiete centavos —dijo el bodeguero.
Pagó. Tomó la botella de aceite Sensat.
«Para sus comidas, Sensat».
Pero también estaba el aceite Oliveite.
Y recordó el slogan:
«El aceite Oliveite es un deleite».
Lo anunciaba Tongolele. Una vedette de la televisión. Tetona ella.
—¡Qué tetas, Dios mío! ¡Qué tetas!
Y le temblaban.
—Eso es artificial —aseguraba Mamá Pepita durante los programas.
Papá Lorenzo la miraba de reojo y decía:
—¡Jé!
Quedaban tres centavos. Pensó que debía comprar cigarros.
—Sé que fumas —decía abuela Agata— Sé que fumas con los mataperros en el parque. Y sé más. Sé que a veces los robas del Mini Max.
—El que no fuma es pájaro —dijo él.
—¡Desgraciado! Vas a hundir a tu padre más de lo que está. Vas a largar a tu madre paralítica de una trombosis coronaria. Nos va a enterrar a todos, hijo. Y vas a parar en gánster. Gánster. Gánster.
«Me gusta la idea. Me gustaría ser alguien así como Viosil Libios. El Hombre más Vil del Mundo. Todos le pegaban de niño. Creció en medio de los golpes. Y rodando y rodando se hizo hombre. Y un día recogía manzanas en el huerto de su padre.
—¡Recógelas!
—No puedo. Me siento mal. Oh h h...
—¡Recógelas!
—No puedo. Me siento mal. O h h h...
—¡Recógelas!»
Y ese fue el final. Viosil clavó el azadón en el pecho de su padre y después pateó a su madre en la cabeza, y se robó un dinero que había bajo una maceta. Luego sacó pasaje para Chicago.
Y después vino lo del banco. ¡Para él no había nada más fácil que un buen asalto! Primero se desconectan los timbres y después se pide serenito que lo echen todo en las alforjas.
—¡Polizontes! —gritó el Hueso de repente— ¡Estamos fritos!
Viosil lo miró asqueado. Apagó lentamente el cigarro con el pie.
—¿Estás nervioso, Hueso? Eres una vaca. No quiero pendejos en mi banda, Hueso...
—¡No Viosil, no!
—Lo siento, Hueso...
«¡KAPOW! ¡KAPOW! ¡KAPOW! ¡KAPOW!»
El sol caía duro. El Hueso había muerto. Los polizontes se evaporaron en el aire.
Con el vuelto compró tres cigarros Royal, que guardaría para después, cuando estuviera en el placer de romerillos, mirando las nubes e imaginando nuevas venganzas.
En el camino de regreso, decidió cortar por el Callejón del Jorobado, para evitar el ruedo de Chicos Malos.