A LAS DOS MI RELOJ
—¡Arriba!
Mamá Pepita lo despertó bruscamente. Amaneció fuera de las sábanas, con las piernas abiertas y todo saliéndole por debajo del calzoncillo.
Sintió bochorno.
Antes no le importaba y hasta se exhibía. Pero ahora, con esos pelos ahí, había dejado atrás la inocencia. Lo sabía.
—Volviste a orinar anoche fuera de la taza, ¿eh? —reprochó Mamá Pepita— Después una se sienta y se moja toda, ¿eh?, pero eso al niño no le importa, ¿eh? ¡Le importa él, él, él!—
Lo zarandeó por el hombro.
—«No fui yo. No fui yo» ¡Oh!, ¡que boba soy, mi madre! Si fui yo misma.
Lo miró con dura expresión.
—Acaba de levantarte de una vez —dijo, y volvió las espaldas encogidas.
«Ahora comienza el día. Levántate y busca los zapatos. Y con unas ganas horribles de escupir que tienes. Saliva seca. Pasta blanca como la baba de un caballo. Como si hubieras corrido mucho durante la noche».
«Levántate. Ponte el pantalón».
«No quiero un pantalón ancho. La ropa me baila como un barril. Me gustan bien ajustados, como los que usa Red Ryder o El Jinete Fantasma».
«Me gusta el Jinete Fantasma. Pero me gusta más Bat Masterson. Aunque pienso que me hubiera gustado igual ser el hijo de Bat y tener un gran perro para defenderme. Y cuando alguien me viniera con guaperías...»
—¡Ahora Rintin...!
—¿Qué estás diciendo? —gritó Mamá Pepita desde la cocina—. Acaba de levantarte te he dicho. Tienes que llevar la cantina a casa de tu abuela. Y después vas a buscarme aceite «Sensat». Y después...
«Cómo me envidiarían. ¡Dios mío, cómo me envidiarían!». Papá Lorenzo asomó su cabeza por la puerta del baño.
—Voy a entrar— advirtió. Para que nadie entrara.
Era bien distinto cuando Agar estaba adentro, sentado en la taza o bajo la ducha, y cualquiera entraba y él tenía que volverse un ovillo y sentirse pinchado por miles de alfileres.
«Papá Lorenzo guarda misterios. Los dientes que tiene son falsos, pero se cuida bien de que nadie lo sepa. Ahora es gordo y calvo, pero antes fue flaco».
«Antes —dice Abuela Agata—, tu padre soñaba con la Rusia».
Cayó preso por la Rusia. Le dieron un tiro en la canilla por la Rusia. Tenía obsesión, ¿entiendes? Por ahí tengo la foto de la huelga del 40. Flaco y esmirriado. Envuelto en una bandera roja, con los ojos clavados en el cielo y el dedo empinado para arriba: San Gregorio anunciando el evangelio. «¡La Rusia está allí, en el Cielo»!.
Desde afuera lo escuchó hacer gárgaras.
—Es un monstruo —pensó—. Así, acabado de levantar, es horrible. Pero es más horrible cuando pega. Entonces quisiera matarlo. Aunque un día me las va a pagar todas juntas.
—Ey, Gallos —dicen los Chicos Malos en el parque—. ¿Quién de aquí no ha pensado matar a su padre aunque fuera una vez?
«Lo mataré. ¡Lo mataré! Lo juro por... (¿por quién voy a jurar?) No puedo jurar por Dios. No creo».
Un día quise persignarme para probar que me pasaba. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, andaba yo diciendo, cuando Papá Lorenzo salió detrás de las adelfas con la faja doblada.
—¡Amén! —dijo. Y con la misma me agarró por la espalda con el cinto.
—No quiero verte más haciendo eso —advirtió después—. Grábatelo en la memoria.
Odia a Dios. Se caga en Dios a menudo.
—¡Cuando lo vean, me avisan! —dice— Me gustaría conocer al cabrón que inventó esto.
—¡Perdónalo Señor!— grita Abuela Agata desde el humo de los calderos.
No. No puedo jurar por Dios. Aunque tampoco por mi madre. Es fácil jurar por la madre y no cumplir.
—Que se muera mi madre que no fui yo, señora Caritina —dije el día que rompí los cristales de la quincalla. Y después volví corriendo a casa y Mamá Pepita estaba detrás de los cacharros, vivita y coleando, como siempre.
—¿Dónde estabas, mataperro?
Jurar es estúpido. Nunca pasa nada. Aunque Papá Lorenzo tiene un sistema para jurar. Se trata de Stalin.
—Ven acá; ¿tú cogiste el dinero de la cómoda?
—No.
—¿Te atreverías a jurarlo por el padrecito Stalin?
Y entonces va al Clóset de los Recuerdos y trae el retrato de Stalin y lo pone sobre la cama.
«No puedes jurar en vano por mí», parece decir Stalin.
—¡Jura!— ordena Papá Lorenzo.
Al principio yo confesaba. Pero ahora los Chicos Malos se ríen cuando les hago el cuento.
—Gallo, ¡qué ridículo es tu padre!
Así que ya no me importa. Juro en vano por Stalin, aunque a veces lo descubra mirándome con odio desde su marco.
—Ayer soñé que me caía de un precipicio —dijo.
Papá Lorenzo lo miró sin hablar desde la taza del desayuno. Mamá Pepita fue por las galletas. Hubiera querido que Papá dijera: «¿Si?»
—¿Y como fue todo? Dímelo. Cuéntamelo. Detalle por detalle.
Pero Papá Lorenzo comentó:
—Todo el mundo sueña. Eso no tiene importancia. Alcánzame la azucarera, anda.
¡Recórcholis! Tengo que largarme de esta casa. Un día hice un mapa para fugarme. El cuarto, la sala, la cocina y el pasillo hacia el baño. Alguien había dejado una ventana abierta. Entonces me largué. Me perdí en un reparto de gente rica, y al final me recogió una familia de dinero. Me quisieron adoptar. Me pusieron «Viernes», porque era un viernes el día de la pira. ¡Como me querían! Piscina y todo. Como en aquella película de.. de... (¿Cómo se llama el narizón ese?) ¡David Niven! «El Incomparable Godfrey.» Y Niven termina casándose con Bette Davis.
¡Diantre! ¿Me recogería alguien? Aunque después todo fue horrible. Papá Lorenzo encontró el mapa con los signos indicadores. Estuvo riendo largo rato con el plano entre las manos.
—¡Un mapa para fugarse! ¡Juar, juar, juar!— La barriga le temblaba. Colorado de risa. Se puso serio de buenas a primeras y dijo:
—No hacía falta...
Fue hasta la puerta y la abrió.
—¡Vete! —dijo—. ¿Quieres irte, verdad? ¡Vete!
Yo temblaba en la mesa. Papá Lorenzo apuntaba con su dedo al horizonte y Mamá Pepita rezongaba en la cocina. Al final, Mamá fue hasta la puerta y la cerró.
—¡Déjalo en paz! —dijo, cansada— Deja en paz al cabrón chiquillo...
—¡Tú no te metas aquí! —rugió Papá Lorenzo—. Tú eres quien lo has desgraciado.
Cruzaron improperios en voz alta durante largo rato. Finalmente, Mamá Pepita volvió las espaldas encogidas y salió sollozando hacia El Baúl de Las Fotos de La Infancia. Allí se puso a revolver fotos viejas.
«Esta era yo a los quince... —murmuraba— ¿O fue a los dieciséis?».
Manoseó las fotos, mirándolas largamente, hasta que pareció olvidar una pena clavada. Se levantó después:
—¡Qué casita esta, Dios mío!— exclamó entonces. Y volvió con la misma a la cocina.
Agar veía a Mamá Pepita trajinar con las fotos de la infancia, y escuchaba a Papá Lorenzo rebuscar en el Clóset de los Recuerdos.
—Tú harías bien en quemar todo ese clóset— aconsejaba Abuela Agata— Un día vienen, registran, y vamos a tener que llevarte ropa limpia a la Prisión del Príncipe.
Pero Papá Lorenzo no respondió. La miró con odio desde El Clóset de los Recuerdos y sacó bruscamente un libro desde el fondo de un baúl.
—Y usted, señora... ¿sabe quién es éste?—. Y enseñó el libro, con un búho en la portada.
—No me importa —dijo Abuela Agata rechazándolo con la mano.
—¡Es el príncipe Kropotkine! —dijo Papá Lorenzo con voz irritada y cansada—. ¿Y éste?
—Mucho menos— respondió Abuela Agata ligeramente nerviosa.
—¡Bujarin! ¡El Benjamín de la Revolución de Octubre!
—Muy conocidos en sus casas— apuntó Abuela Agata con dignidad—. Jehová es mucho más grande que todos ellos.
—Señora... —dijo entonces Papá Lorenzo con tono grave—, no quiero ver yo lo que le pase a usted cuando irrumpa el tren de la Revolución en esta isla de corcho.
—¡Ya me cuidaré de no parar hasta Australia! —rió Abuela Agata.
—Un gran tren de dinamita, con la estrella de Lenin y Stalin para pinchar a los viejos comerciantes de cantinas...
—De mis cantinas te alimentas tú; no lo olvides—. Y Abuela Agata hizo el recordatorio meneando lentamente su dedo de bruja.
—¡Bah! —exclamó Papá Lorenzo, recogiendo a Bujarin y compañía y volviéndolos a acomodar en el Clóset de los Recuerdos—. ¡La Humanidad es una cabrona!
Apuró la taza de café con leche. Papá Lorenzo hojeaba el periódico y reservaba los muñequitos para el final. Viendo su barriga desbordarse ampliamente sobre el cinto, Agar recordó a Perita, el enemigo más gordo de Dick Tracy, que había muerto devorado por una barracuda en una piscina de Chicago.
Después recordó a Abuela Agata, envuelta en el humo de los calderos, repitiendo aquella cantinela de siempre: «Extraño. Tu padre es extraño. Primero recogía votos, organizaba huelgas y andaba en reuniones que siempre terminaban a balazos. ¡A mí misma me convenció para que le diera el voto a la candidatura Popular! ¡Pero ahora resulta que es Rotario! ¡Es comunista y es Rotario Internacional! Cuestión de táctica, dice. ¿Táctica? ¡No entiendo nada!».
Papá Lorenzo metió la nariz en las historietas del Diario Nacional.
—A este pueblo le gusta leer muñequitos —comentó en voz baja.
Desde la cocina, Mamá Pepita dejó caer los cacharros con estrépito.