Prólogo

Este libro es el de una juventud completamente consagrada a la montaña.

Mientras residía en Marsella, soñaba siempre con ascensiones. Todos los inviernos esperaba la llegada del mes de julio con impaciencia, y por fin llegaba el día de emprender la marcha hacia Ailefroide o Chamonix. Pasaba algunos días en las cumbres, y después me tocaba esperar un año más, así que, un día, decidí vivir en la montaña y me hice guía.

Entre otras muchas, dos ascensiones han cristalizado estos sueños de juventud: la Barre des Écrins, durante mi adolescencia, y la cara norte de las Grandes Jorasses por el Espolón Walker, cuando tenía veinte años.

En 1945, descendiendo de esa montaña, y liberado de mis deseos de aficionado, la atracción de las tierras altas siguió en mí otros derroteros: tomé posesión de mi oficio de guía. Dejé la École Nationale de Ski et d’Alpinisme (ENSA)[1], en la cual era instructor, y parecía que tomaba completamente las riendas de mi vida.

Un sueño realizado engendra otro sueño; después del Espolón Walker de las Grandes Jorasses, quise escalar las otras caras norte: Drus, Badile, Cervino, Cima Grande, Eiger. Recuerdo que cuando esas paredes eran vírgenes, yo era un niño, y cuando tuve la edad de escalarlas, quise subirlas todas. Pero no me bastaba con esto: me hice guía para escalarlas ejerciendo mi profesión. ¡Exigente juventud que no se conforma con términos medios!

En los Écrins tenía el alma de un boy-scout; en las Grandes Jorasses, y durante los cuatro años que pasé en el Centre-École de Jeunesse et Montagne[2], en la École Militaire de Haute Montagne y en la École Nationale de Ski et d’Alpinisme[3], era un muchacho entusiasta; el oficio de guía me ha ayudado a convertirme en un hombre.

La profesión de guía es una de las más hermosas que existen, porque el hombre la ejerce sobre la tierra que aún permanece virgen.

En nuestros días, pocas cosas siguen siendo como eran; ya no existe ni la noche, ni el frío, ni el viento, ni las estrellas. Todo se ha neutralizado. ¿Dónde está el ritmo de la vida? ¡Todo va tan aprisa y hace tanto ruido! El hombre con prisa ignora la hierba de los caminos, su color, su olor, sus reflejos cuando el viento la acaricia.

Qué curioso es el encuentro entre la naturaleza humana y los relieves del planeta: hombres en completo silencio. ¿Una fuerte pendiente de nieve dura como un cristal? La escalan y rubrican su trabajo: una huella irreal. ¿Una roca hermosa como un obelisco? Destruyen la ley de la gravedad y se ganan el derecho de pasar por cualquier parte. No persiguen una aventura; solamente viven, hacen su trabajo. En el verano se levantan todos los días de madrugada para interrogar al cielo y al viento. El día anterior estaban inquietos: largas nubes rayaban el oeste. Temían que la noche se estropeara: la Vía Láctea brillaba con excesiva crudeza, el frío se hacía esperar. Pero el viento del norte se ha levantado; el cielo y la nieve están en condiciones; el guía puede despertar a su cliente y salir. En ese momento una cuerda une a dos seres con una sola vida; el guía se ata a un desconocido que va a convertirse en un amigo: cuando dos hombres comparten lo bueno y lo malo, dejan de ser desconocidos.

Con la repetición inevitable de las mismas ascensiones, el trabajo podría hacerse fastidioso, pero el guía no es sólo una máquina de escalar rocas y pendientes de hielo, de conocer el tiempo y el itinerario. El guía no escala para él mismo: abre las puertas de sus montañas como el jardinero las verjas de su parque. La altitud es un marco maravilloso para un trabajo, escalar le procura un placer que nunca le cansa, pero sobre todo le satisface la felicidad de aquél a quien acompaña. Sabe que determinada excursión es particularmente interesante, que en tal lugar se goza de una magnífica vista, que cierta arista de hielo es bella como un encaje; no dice nada, pero la sonrisa de su compañero al descubrirlo es su recompensa. Si el guía no pensara conseguir más placer que el de su propia escalada, quedaría defraudado y se cansaría pronto de la montaña. No; tras escalar cinco, diez o veinte veces la misma fisura o la misma placa, vuelve a sentirse contento al encontrársela. Pero su felicidad proviene de un sentimiento más profundo: su parentesco con la montaña y con los elementos, como el campesino con su tierra o el artesano con la materia que trabaja. Si el segundo de cuerda duda, el guía le devuelve la confianza; si la tormenta se presenta repentinamente, conoce sus secretos: su instinto le dirige, su responsabilidad aumenta sus fuerzas y conduce nuevamente a su cordada hasta el refugio. Le gusta la dificultad, pero odia el peligro, esos dos conceptos tan diferentes. A veces muere, alcanzado por el rayo, los desprendimientos de piedras o los aludes; eso también forma parte de su oficio; pero mientras vive, lucha para guiar su cordada.

Entre los nativos de Chamonix o de los otros valles de la montaña, el oficio de guía suele pasar de padres a hijos. Pero ¡yo soy marsellés! Sin embargo, fue en mi Provenza natal, en las colinas de la Sainte-Baume o del Luberon, o en las Calanques, junto al mar, donde nació en mí el amor al viento y a los grandes espacios, a las estrellas y a las borrascas, a las flores y a los bosques, al olor y al sabor de todas esas cosas.

En 1950, estaba con la expedición francesa, en el Himalaya, al pie de los gigantes de la tierra. Decidimos ascender el Annapurna, íbamos guiados por el mismo anhelo que en los Écrins o en las Jorasses, y después de un dulce temor, al hallarnos frente a estos gigantescos y misteriosos macizos, penetramos en sus secretos. Caminábamos, descubríamos, explorábamos y, todas las noches nos dormíamos, felices, bajo el cielo de Asia. En el Himalaya encendimos hogueras en el bosque y levantamos campamentos en los valles o en los glaciares; en los Alpes pasamos los atardeceres y las noches en refugios. Las noches que se pasan en la montaña se cuentan entre los recuerdos más hermosos de la vida de un alpinista; pero lo que nunca se olvida son los vivacs a la intemperie, bajo las estrellas.

Para realizar la ascensión de las grandes caras norte, los primeros escaladores debieron emplear dos, tres o cuatro días, y pasar por lo menos una noche aferrados a la pared. Actualmente, a pesar de que se conoce bien el itinerario, resulta frecuente todavía vivaquear en alguna de ellas, lo que no es ningún inconveniente. Al final de la jornada, el alpinista busca un rellano, coloca su mochila en el lugar idóneo, introduce un clavo y se ancla a él; después del duro y acrobático esfuerzo de la ascensión, medita como lo haría un poeta, pero integrándose más que éste en la vida de la montaña. El hombre que vivaquea liga su propia carne a la carne de la montaña. Sobre su lecho de piedra, adosado a la gran muralla, frente al familiar vacío, ve, hacia su izquierda, cómo se oculta el sol en el horizonte, mientras el cielo extiende en la parte opuesta su manto de estrellas. Primero permanece en vela, luego se duerme, si puede; se despierta, observa el cielo, se vuelve a dormir. Luego acecha: hacia su derecha debe volver el sol. Un gran viaje bajo los diamantes esparcidos. Aquél que sólo ha hecho ascensiones con buen tiempo, saliendo siempre de los refugios, sin vivaquear nunca, conoce el esplendor de la montaña, aunque ignora su misterio durante la noche, en la profundidad del cielo. Conozco a muchachos entusiastas que huyen de la ciudad los fines de semana para ir a los bosques de Fontainebleau o a las Calanques; el domingo escalan, pero el sábado por la noche vivaquean, para disfrutar de la naturaleza y del universo.

Algunos alpinistas se sienten orgullosos de haber realizado todas sus ascensiones sin vivac. ¡No saben lo que se pierden! Lo mismo que aquellos a los que sólo les gustan las ascensiones sobre roca, o sobre hielo, o únicamente las aristas o las paredes. No, no hay que rechazar ninguna de las mil y una maravillas que la montaña nos brinda, ni limitar o apartarse de nada. Tener sed, tener hambre, poder ir muy deprisa, saber también avanzar lentamente o incluso detenerse a meditar. ¡Vivir!

Entre las grandes caras norte hay algunas donde, gracias al conocimiento que se tiene del itinerario y a los clavos que han ido dejando los escaladores, ya no es necesario vivaquear como lo fue durante la primera ascensión. Un ejemplo es la cara norte de la Cima Grande di Lavaredo. Escalando esta pared, más de una vez he pensado en los primeros ascensionistas, aferrados durante la noche a la vertical y blanca piedra que, huyendo por encima de ellos, alcanza el cielo. Naturalmente, se puede hacer un vivac por el gusto de vivaquear, como se puede escalar por escalar, pero creo que ésta no es nuestra vocación. No nos basta con ser espectadores o máquinas de escalar. Debemos formar parte de la noche y de la montaña, más que ser testigos. Las estrellas, cosidas en el cielo, centellean: el montañero puede contemplarlas, pero no debe olvidar que tienen vida, y también que le pertenecen un poco: de ellas depende su suerte. Si brillan, se siente feliz. Si relucen con demasiada crudeza, la duda se apodera de él; se acerca una tempestad. Si las nubes las ocultan, nevará al amanecer. Mientras en el valle la electricidad las ha suplantado definitivamente, allí arriba los dorados cristales son algo así como un poco de su carne que se estremece.

En el momento en que escribo estas líneas, siento deseos de respirar un instante el aire de la noche. Es invierno; hace frío. Encajonadas entre dos hileras de casas, festoneando los tejados de mi estrecha calle, las estrellas parecen deslizarse lentamente, a medida que avanzo. «Hace frío», me digo; buena señal, la nieve se helará. Es una tontería, estoy en París, en la calle de los Grands-Augustins. Sin embargo, mi calle desemboca en un paseo, y en el centro de la gran ciudad, el Sena y los árboles, la noche y el silencio, tienen algo que recuerda a la naturaleza.

Es tarde, es pronto. Hace frío. Es la hora en que se sale a la terraza del refugio para interrogar al cielo, al viento, a la nieve. Las noches muy frías anuncian los días hermosos. Es la hora de salir. La hora en que el alpinista enciende su linterna…

Y el sueño se apodera de mí.