Cara norte de las Grandes Jorasses. Espolón Central

Dos años después de nuestra ascensión por la vía directa al Espolón Norte de la Punta Walker, las Grandes Jorasses me han proporcionado otra satisfacción. Es principio de temporada. Junto a Jean Franco dirijo el stage de chef de course (curso de guía) en la École Nationale de Ski et d’Alpinisme. El oficio de guía está reglamentado, lo que es sin duda algo normal. Hay que empezar por ser aspirante, después seguir durante un mes un curso nacional. Todos los días, durante las ascensiones, se puntúa la capacidad de los cursillistas sobre el hielo y sobre la roca, su capacidad para seguir el itinerario, su seguridad, su decisión, su sangre fría, etc. Este año, el nivel de los cursillistas es muy elevado. Acabamos de realizar ascensiones muy importantes: el Mont Blanc por la Sentinelle Rouge y por la vía Major, la travesía de las Aiguilles du Diable, la cara norte del Pain de Sucre, la Dent du Réquin por la vía Mayer-Dibona, la arista norte de la Aiguille de Leschaux. La energía y la capacidad de los cursillistas me incitan a poner en práctica otro de mis proyectos: llevar un equipo del curso de guías al Espolón Central de las Grandes Jorasses por la vía de los Alemanes. Este itinerario sólo ha sido realizado cuatro veces en el año 1935, y nunca por franceses[9]. Para nosotros está todavía lleno de misterio.

Así, el 4 de julio de 1947, después de estar calculando durante más de un mes lo que me comprometía a hacer, tomé la decisión. Los que atacamos la gran cara norte somos siete, repartidos en tres cordadas: Georges Michel y yo; Vergez y Muller; Lachenal, Bréchut y Revel. Yo guío la primera cordada, Vergez conduce la segunda y Lachenal la tercera.

A las cinco, pasamos la rimaya; a las siete estamos en la primera torre, y a las ocho en la segunda. A lo largo de toda la ascensión tomo un gran número de precauciones; durante más de doscientos metros de desnivel, formamos una única cordada de siete con la finalidad de limitar al máximo los riesgos. A pesar de la desventaja del número, desembocamos en la cresta cimera, en la Punta Michel Croz, el 4 de julio, a las diez de la noche, mientras las cordadas precedentes, bastante más ligeras, se habían visto obligadas a vivaquear en la pared mientras subían. Es de noche, pero en la vertiente italiana hay luna.

Aquel día experimenté, durante toda la ascensión, una de las alegrías más puras de mi profesión, la del compañerismo del oficio de guía. Poco después de nuestro regreso cogí el libro de Conrad, Youth, y leí esta frase, que lo mismo puede aplicarse al mar y a los marinos que a la montaña y a los guías, o futuros guías, como lo éramos entonces nosotros: «El lazo poderoso del mar nos unía a los cinco, y también este compañerismo del oficio que el entusiasmo —por vivo que sea— por el yatching, los cruceros o cualquier cosa de este tipo, no puede hacer nacer, porque todo eso no son más que diversiones de la vida, mientras que lo otro es la vida misma».

Pero poco después, cuando nos sentamos para vivaquear sobre una cómoda terraza de la vertiente sur, que es la vertiente italiana, un enorme bloque se desprende de la cresta cimera, diez metros por encima, nos golpea en la espalda, hiere a Muller y nos precipita en el vacío al cursillista que se halla a mi izquierda, Georges Michel, y a mí. Sin saber cómo ni por qué, me encuentro diez metros más abajo, empotrado en una chimenea, en perfecta posición de escalada: en oposición. No me he dado cuenta de nada, pero los reflejos se deben haber puesto en juego: durante la caída he debido utilizar los brazos para frenarme.

Mis compañeros me llaman, les respondo. Me lanzan una cuerda. Me ato. Me duelen mucho las rodillas y el pecho: tengo la rótula, el pie izquierdo y una costilla rotos. Desde arriba tiran de la cuerda para ayudarme a reunirme con ellos. Al mismo tiempo les oigo llamar en la noche: «¡Michel…! ¡Michel…!». Michel no responde y pienso: «Está muerto».

Después de una noche penosísima y un dificultoso descenso, encontramos al futuro guía Georges Michel, quinientos metros más abajo, tendido sobre el glaciar, con una expresión de felicidad en el rostro. La mañana del día que atacamos el espolón, me había dicho: «¡Gaston, hacer la cara norte de las Grandes Jorasses es el sueño de toda mi vida». Y había añadido, riendo: «Después, me puedo morir».

La cadena del Mont Blanc es fronteriza, pero la alta montaña no es una barrera, sino un lazo entre los hombres. Es imposible describir la abnegación con la que los guías de Courmayeur han salido a socorrernos, y la espontaneidad con que ellos y sus compatriotas nos han ayudado. Es consolador comprobar que este compañerismo del oficio, alegremente experimentado durante la ascensión, ha tenido, desgraciadamente, ocasión de manifestarse poco después, más allá de las fronteras: guías de Chamonix, o guías de Courmayeur, todos son de la misma familia. Muchas veces pienso en este salvamento cuando realizo ascensiones por la vertiente italiana del Mont Blanc. No se trata de un recuerdo, sino de un profundo compañerismo.