Cima Grande di Lavaredo
Las Dolomitas han sido esculpidas por la erosión. Pero más bien parece que hayan surgido de la tierra. Mezcla fantástica y brutal; de la deliciosa maleza parecen nacer estos tubos de órgano petrificados. No hay glaciares intermedios; hay pocos neveros; el clima es demasiado suave y las paredes excesivamente verticales para que la nieve pueda engancharse y mantenerse.
Muchas veces se han comparado las Dolomitas con los Alpes occidentales. Las montañas, como las flores, son tan diferentes como la tierra que las da. Sería como comparar la genciana y la edelweiss. Cada macizo tiene su forma y sus colores, cada roca su textura y su olor a piedra. Los placeres que la montaña nos ofrece son variados y cambian cada día; a nosotros nos corresponde comprenderlos, y no limitarlos. No hay que ir al Cervino con la esperanza de hacer una interesante escalada de roca; su encanto es otro: está en su historia y en su elegancia. En las Dolomitas es casi siempre inútil llevar un piolet en la mano; es mejor hacer un pacto con el espantoso vacío, que será nuestro compañero más cercano en la ascensión de un spigolo o de una gran pared. En otras partes las paredes son abruptas y a veces muy empinadas; aquí son geométricamente verticales y algunas, no menos geométricamente, forman desplomes. ¿Qué puede hacer el alpinista ante semejantes paredes? El hombre es igual en todos los sitios; tan sensible al ensueño de la maleza y al secreto de los bosques como a la llamada de las murallas, sean de hielo inmaculado o de piedra roja. «Allí donde hay voluntad, hay un camino…», esta frase es tan cierta en Cortina d’Ampezzo como en Chamonix, o en Bolzano como en Courmayeur. Los escaladores de aquí llevan pantalones de pana, los de Zermatt calzones de paño grueso. Pero la pasta humana es la misma.
Las Dolomitas necesitan la bondad del sol. Sin él están sosas, apagadas, apáticas, a veces de un gris sucio y otras de un amarillo desteñido. Pero basta un rayo de sol para darles vida; bajo el efecto bienhechor del calor se estremecen, se colorean, y a pesar de ser verticales se vuelven muy atractivas. De ese derroche de luz, únicamente se mantienen aparte las caras norte. El reflejo de la claridad que las rodea las reviste de un ligero y suave tinte, pero permanecen incorruptibles y conservan, en su soledad, una verdadera grandeza.
La cara norte de la Cima Grande di Lavaredo es una de las más ilustres y de las más clásicas de todas las grandes caras norte de las Dolomitas. Algunas son más altas o más difíciles, pero a causa de su nombre, de su situación, de su historia, o de la personalidad de sus primeros ascensionistas, es la pared más deseada y más escalada.
En la práctica del alpinismo, una parte importante del placer proviene del descubrimiento. Por eso, sin duda, todos los alpinistas sueñan con el Himalaya; también por eso yo he deseado conocer siempre nuevos macizos y realizar ascensiones lejos de Chamonix, donde resido casi todo el año. Hacía mucho tiempo que las Dolomitas ejercían su atracción sobre mí y tenía que ceder a ella. A principios de julio del año 1948, mi mujer, Jean Deudon, y yo vinimos a este país de luz, pero, desgraciadamente, no encontramos en él más que lluvia, lo mismo que en todas partes. Las rocas tienen un color de fiesta fracasada. Entre dos chaparrones escalamos las Torres de Sella, luego nos dirigimos hacia la Cima Grande, tal como habíamos proyectado; tenemos tantas ganas de verla como de escalarla. Aprovechando una escampada, hacia el final de la tarde subimos al refugio Longérés. Está desierto, oscuro y triste; sólo se encuentran allí el guarda y algunas chicas del servicio.
Mientras comemos la minestrone[11], una constante y fina lluvia empieza a caer de nuevo; ahora ya estamos acostumbrados a este ruido regular. Pero de pronto, un gran estruendo nos hace asomarnos al exterior. Unos bloques grandes como las torres de Notre-Dame se desprenden de la pared de la Cima Grande, ruedan, rebotan, estallan, surcan la pedrera, arrastran tras ellos un oleaje de piedras y ruedan largo rato todavía por la pendiente hasta el fondo del thalweg. Está oscurísimo; no se ve ni el cielo, ni las estrellas, ni siquiera la cumbre de la Cima Grande; las nubes, hinchadas, pesadas, cansadas, ejercen su peso sobre el planeta. El estrépito es enorme, a pesar de esta húmeda atmósfera que ahoga los ruidos. Las Tre Cime di Lavaredo no se nos presentan bajo su mejor aspecto. Pero hacía tiempo que no había visto una caída de piedras tan importante, y sobre todo me he dado cuenta de que éste no es el verdadero rostro de estas luminosas montañas.
Al día siguiente el tiempo mejora un poco; ya no llueve. «Vamos a echar un vistazo», me dice Jean. Poco a poco, bajo un tímido sol, las Tre Cime cobran vida.
En la Forcella, nos detenemos, estupefactos; de perfil, alineadas, las caras norte de las Tre Cime, nos aniquilan con sus desplomes y sus vertiginosas placas. Avanzamos por este santuario de esbeltas cimas y pedregal yacente. Después de la lluvia de la noche, el agua que se ha filtrado a través de las murallas calcáreas resurge a lo largo de las grandes placas, que parecen sangrar una sangre gris y negra. Ni siquiera con buen tiempo sería posible escalar. Pero para quitarnos cualquier remordimiento se pone a llover de nuevo. Triste verano el de 1948.
La Cima Grande, y en particular su cara norte, no sería tan hermosa ni tan fascinante si no formara parte de la trinidad de las Tre Cime. Si estuviera sola perdería mucho. Cualquiera de ellas —incluso la Grande— no sería más que un enorme y triste bloque sin las otras. ¿Cómo podría existir así? El atractivo de la vertiente norte de las Tre Cime es el de las líneas sencillas. Las verticales paredes norte emergen de la pedrera horizontal, en un contraste sin rodeos. Como si el gigante que las ha creado hubiera tenido a su disposición un bloque de piedra informe colocado sobre la cresta, y con un certero hachazo hubiera tallado, rigurosamente alineada, la pared norte; luego, encontrando su obra demasiado tosca todavía, hubiera tallado con dos nuevos y discretos golpes las brechas profundas de ambos lados de la Grande, dándonos así tres cumbres que rivalizan en elegancia y pureza. La piedra desprendida ha colmado la parte alta del Val de Rimbon y ha formado el Pian da Rin, introduciendo esta línea llana como para intensificar la verticalidad de las paredes. En el suelo, los pedazos; de pie, la montaña vivaz. A decir verdad, es la obra del mar y del tiempo, para disfrute de los alpinistas.
La cara norte de la Cima Grande ha sido durante mucho tiempo el problema de las Dolomitas, y la fecha de su conquista coincide con la conquista de las cara norte de todos los Alpes, comprendida entre 1931 (cara norte del Cervino) y 1938 (Walker y Eiger). Entre otros, hay un nombre especialmente ligado a esta pared: el de Emilio Comici. Nacido en Trieste y montañero por adopción, ha sido el primero en creer en la cara norte de la Cima Grande. Bajito, ágil, musculoso, soñador y romántico, ha sido uno de los grandes escaladores de las Dolomitas. A su nombre hay que asociar el de los hermanos Dimai de Cortina.
La Cima Grande di Lavaredo no tiene más que 2998 metros de altitud, y la altura de su cara norte es sólo de quinientos cincuenta metros, pero los doscientos veinte primeros son rigurosamente desplomados y el resto es vertical. ¿Es posible escalar una placa regularmente desplomada de doscientos veinte metros? El hombre disponía de su voluntad, pero tuvo que crear una técnica para esta clase de ejercicio: la técnica de la escalada artificial. Gracias a una sucesión casi continua de clavos penosamente colocados, a los cuales se confiaba por completo, el escalador pudo elevarse.
Después de muchas tentativas, Emilio Comici y los hermanos Dimai lograron escalar la formidable pared los días 13 y 14 de agosto de 1933. Una vez resuelto, este problema sería la clave para conquistar las otras murallas. Al mismo tiempo, aunque había perdido su misterio, la Cima Grande seguía ejerciendo su fascinación, que la primera ascensión había aumentado. Incluso ahora, de entre las grandes paredes, es la más perseguida y más escalada, tanto por la juventud romántica y entusiasta como por los alpinistas consumados, que vienen a buscar en ella un ambiente maravilloso, un poco patético y una especie de consagración. También yo, como los otros, sentía ese hechizo, y mi viaje con Jean Deudon no había hecho más que acrecentarlo.
A finales de esta temporada de 1949, subo hacia el refugio Longérés para reunirme con Gino Soldà. Es uno de los mejores escaladores de las Dolomitas, pero ante todo es un hombre muy simpático. Me recuerda a Henri Moulin, compañero de mi primera ascensión a la Barre des Écrins; es fuerte y bueno como él. Tiene cuarenta años y una sólida experiencia de guía, pero conserva aún el entusiasmo de un muchacho. Ha realizado las mejores ascensiones de las Dolomitas; lo que para otros sería una hazaña, para él resulta algo natural: sus excepcionales facultades físicas y su decisión le han permitido lograrlo sin esfuerzo. Pero a mi entender, sus mejores cualidades son su alegría y su buen corazón. Me presenta a dos compañeros, que vendrán con nosotros a la cara norte de la Grande: Mazzetta, un joven guía de Auronzo, y Roland Stern, un estudiante austriaco.
Siempre me acordaré de esta velada. Primero fuimos a dar una vuelta hasta el refugio de las Tre Cime, para ver una vez más la gran pared y pasearnos sólo por el placer de caminar por la montaña. Parece que estamos en las vacaciones del colegio. Soldà es guía, como yo. Nuestro trabajo es para nosotros, el más bonito del mundo, pero hoy, sin preocupaciones ni responsabilidades, corremos, saltamos y mañana escalaremos como colegiales. Nos sentimos como si tuviéramos veinte años. Ahora, en el refugio Longérés, contemplamos la noche, que desciende lentamente. Las últimas horas del día son patéticas en las Dolomitas. El sol juega a un juego terrible con las grandes fachadas de piedra; la roca, que vive solamente por él, adquiere fugitivos colores que uno querría retener, mientras el sol huye, zozobra y cae en la trampa del horizonte. En las paredes se establece entonces un silencio de abandono, luego de misterio, mientras empiezan ruidos familiares de la tierra: el zumbido de los insectos, el tintineo de los cencerros, el murmullo del viento, van dejándose escuchar. Las luces de Auronzo y de Misurina responden, confidencialmente, a las estrellas que se encienden en el cielo. El frío vuelve. Los hombres ya no hablan, pero sienten entre ellos una hermandad nacida de su amor común por las cosas de la montaña. Y más tarde, ante la sopa, Soldà nos comunica su alegría.
A las siete y media de la mañana, nos hallamos al pie de la pared. Aunque hemos salido tarde ex profeso, todavía es demasiado temprano; estamos a 14 de septiembre y la caliza de la Cima Grande está fría como el mármol de la barra de un bar. El sol sale demasiado hacia el sur para que sus rayos tangenciales puedan calentar un poco la pared. La noche ha sido fresca; arriba, en la chimenea, encontraremos verglás.
Me produce cierta emoción encordarme con Soldà y verle empezar a trepar. Ya ha escalado una vez la cara norte con Gervasutti y es una suerte para mí estar hoy en su compañía. Siempre doy tanta importancia a mi compañero de cuerda como a la ascensión que realizamos. Enseguida entramos en materia; una travesía hacia la izquierda nos proyecta en mitad del vacío y la pared se hunde bajo nuestros pies. No es necesario volver la cabeza para divisar la pedrera; está allá, entre nuestras piernas.
Ver escalar a Soldà es un recreo para la vista. No se aferra a la roca, sino que la roza, la toca apenas con la punta de los dedos y la punta de los pies. Sin dudar, sin movimientos bruscos, parece no avanzar, pues sus gestos no expresan ningún esfuerzo. ¡Tiene mucho estilo! Me hace pensar en James Couttet, en una gran prueba de descenso; se le ve pasar, seguro sobre sus esquís, tranquilo, realizando los movimientos justos, nunca desequilibrado. Uno piensa, ¡no avanza!, pero al mirar el cronómetro se ve que lleva un segundo de ventaja. Desde allí arriba, Soldà me llama. Está en la reunión: «Ven».
Al verle trepar, la escalada me ha parecido sencilla. Intento hacerlo como él, pero no tengo la costumbre de escalar en esta roca y con este vacío. ¡Es endiabladamente impresionante! Tampoco estoy acostumbrado a escalar de segundo, y la cuerda que llevo delante, más que ayudar me estorba. Pero, poco a poco, a medida que me elevo, el malestar desaparece. Al contrario, del gran vacío emerge una alegría desconocida para mí, una alegría que no pueden proporcionar las paredes graníticas, empinadas, pero no verticales en tantos centenares de metros. Y esta alegría nace de un modo especial de la forma de la pared que escalamos. Además de su belleza y de su historia, éste es el mayor encanto de la cara norte de la Cima Grande; es tan uniformemente lisa que se pierde de vista, sin huecos ni protuberancias, formando un desplome regular e ininterrumpido. Civetta, Marmolada, Sassolungo, Brenta Alta, todas las otras grandes paredes están surcadas por chimeneas y canales, adornadas de espolones y de aristas, mientras que la cara norte de la Cima Grande carece de relieve, como un mar en calma. Hacia arriba, hacia abajo, a la derecha y a la izquierda, la mirada errante se pierde. Y si se provoca la caída de una piedra, ésta se hunde en la pedrera, sin detenerse, sin rebotar, a lo largo de la profunda pared ligeramente cóncava como la bóveda de una catedral.
Cuando a Gino se le acaba la cuerda, es a mí a quien le toca subir y, cuando llego junto a él, vuelve a emprender la ascensión. Por debajo de nosotros, Mazzetta y Stern realizan la misma maniobra. Somos cuatro hombres de tres nacionalidades distintas, reunidos en un país de piedra por una misma pasión. Pero qué lenguaje tan curioso es el nuestro: casi el de los sordomudos.
La roca no siempre es excelente: una caliza poco compacta, muy estratificada, bastante quebradiza, que se deshace como terrones de azúcar. Las reuniones sólo son minúsculos rellanos, donde, pegados a la pared, podemos sujetarnos, apoyados sobre la mitad delantera del pie. Sólo hay un lujo: una escama ligeramente despegada en la cual es posible sentarse con las piernas colgando. La vía está jalonada de pitones. Hay demasiados, y Soldà sólo utiliza los que cree oportuno. Esto ocurre en todas las escaladas artificiales, tanto en la Cima Grande de las Dolomitas, como en el Piz Badile de los Alpes occidentales. Ésta es también la razón por la que, aunque sean extremadamente difíciles en el momento de conquistarse, se convierten luego, paulatinamente, en una especie de escalera, «devaluándose» mucho más aprisa que las ascensiones de «alta montaña», como la cara norte del Cervino.
Los guías de Chamonix están acostumbrados a pisar el hielo; viendo subir a Soldà y Mazzetta, podría decirse que los de las Dolomitas están acostumbrados a pisar el vacío. Durante toda la ascensión no sucede nada: ni tormentas, ni resbalones, ni golpetazos. Sólo este descubrimiento: unos hombres interpretan un ballet fantástico sobre un escenario de piedra vertical; están como en casa, ésta es su vocación.
El espantoso vacío ya no es un estorbo bajo mis pies, sino un agradable compañero. La lejana pedrera, que se enmarca entre mis piernas, forma parte de mi universo familiar. La tensión del comienzo me ha abandonado. Ahora tengo la impresión de haberme quitado una penosa coraza. Gino está contento, y de vez en cuando canta, mientras escala. ¡Si supiera lo feliz que me siento por estar aquí! Hace unos meses, en Vicenza, le pregunté un día: «¿Cómo es posible escalar una pared rigurosamente desplomada durante doscientos veinte metros?». Gino me respondió riendo: «Ya lo verás». Ahora, al llegar a lo alto de las placas amarillas, me dice bromeando: «Si dejas caer una piedra, no sólo no toca la pared, sino que se estrella en la pedrera, más de veinte metros por debajo de la muralla».
Es verdad: hace un momento lo he comprobado. Y me maravillo de que ni por un instante se le ocurra pensar: «Si nos caemos nos sucederá lo mismo que a la piedra». Lo sabe, pero esa idea morbosa no se le pasa por la cabeza. Por eso me gusta tanto estar con él. No somos aventureros ni jugamos con la muerte. No nos gusta tener miedo. Nos gusta la vida y nuestra profesión.
Más arriba, la pared cambia de inclinación: de extraplomada se convierte en vertical. Paso de primero hasta la altura de gran travesía donde Gino me releva para permitirme hacer fotos, y sigue en cabeza hasta la cumbre, en la que volvemos a encontrar el sol. Esta ascensión tiene un perfume de finales de estación; el otoño se acerca. Felizmente, Gino nos comunica su alegría una vez más. Luego, desencordados, bajamos corriendo por la vía normal; hoy no tenemos que vivaquear. Es en nuestro interior donde brillan las estrellas.