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Génova

2 de diciembre de 1838

ANDREA Comoro tenía una cita con Alessio Bertoldi al mediodía de aquel día. Ya habían pasado 50 días desde que el primero provocara el hundimiento del Beatrice, y era el momento de cobrar el resto del dinero convenido. El trato pasaba por dejar transcurrir un tiempo prudencial para asegurarse que nadie sospechara de él, y así evitar que pudieran seguirle y relacionarle con la Orden. Él estaba convencido de su trabajo, y por tanto seguro de que nadie le relacionaría con el hundimiento. Después de que éste se produjera se dirigió a varios puertos en busca de trabajo. Empezó por Barcelona, luego Marsella y finalmente Génova, pero en ninguno de ellos hizo demasiados esfuerzos para enrolarse en ningún barco. No iba a necesitar trabajo durante una larga temporada después de que le pagaran lo que le debían, algo que estaba a punto de producirse. Andrea no conocía personalmente a Alessio Bertoldi, ni menos aún sabía, para su desgracia, de quien se trataba. A él le contrataron para un trabajo muy especial y altamente remunerado, sin especificar ni dar a conocer la identidad de los pagadores; no sabía por tanto que iba a trabajar para la Orden de los Caballeros de Cristo, ni mucho menos aún que la persona con la que iba a reunirse ese día en Génova era ni más ni menos que el número dos de la organización.

La fundación de los Caballeros de Cristo se remontaba al año 1523, después de que fracasara la llamada Dieta de Worms de 1521, una asamblea de los príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico que fue presidida por el emperador Carlos V. Con ella se intentaban cerrar las diferencias entre católicos y reformistas para poder hacer frente a la amenaza turca de aquella época, por lo que contó con la asistencia de Martín Lutero, previa entrega de un salvoconducto que aseguraba su integridad física, para que se detractase de sus tesis en las que criticaba a la Iglesia. Lejos de hacerlo defendió enérgicamente su Reforma Protestante aún a costa de su propia vida, lo que le proporcionó el reconocimiento de muchos seguidores y la animadversión de numerosos católicos, algunos de los cuales se organizaron clandestinamente para defender a su manera las doctrinas de la Iglesia Católica. Así, dos años más tarde Wilfredo de Spínola fundó formalmente la orden de los Electos Caballeros de Cristo, cuya primera misión fue intentar dar caza al hereje de Lutero, cosa que no consiguieron gracias a la protección, entre otros, del príncipe alemán Federico el Sabio. Posteriormente la Orden acortó su nombre perdiendo la primera palabra, con el fin de parecerse más al nombre original de los Caballeros Templarios, auténticos inspiradores de la orden. A pesar de ello su estructura estaba perfectamente diseñada desde el principio. Al mando se encontraba el Gran Maestre o Prior, asesorado y asistido por el Mayordomo, que además de segundo al mando era el encargado de la administración de los caudales. A continuación le seguían los doce Prelados o Caballeros, cada uno de los cuales estaba al mando de una rama independiente de la organización, también llamada Pilar. A cada Prelado se le asignaba el nombre de uno de los apóstoles de Cristo, de modo que no fuera público su verdadero nombre. Estas doce ramas de la organización actuaban de manera totalmente independiente las unas de las otras, aunque por razones de necesidad podían colaborar en momentos puntuales. Luego venían los Hermanos que eran los auténticos soldados de la organización, y finalmente estaban los colaboradores esporádicos, verdaderos profesionales a los que se acudía de manera puntual para ciertos trabajos difíciles o altamente especializados, y que podían llegar a convertirse en Hermanos de la organización si demostraban su devoción, compromiso y valía. Desde hacía unos años la estructura había sufrido una variación, dados los problemas de seguridad a los que se enfrentaban en los últimos tiempos. Ahora los Hermanos ya no existían como tales, sino que se habían dividido en dos clases, los Devotos y los Deudos. Los primeros eran miembros con cinco años o más en la organización, y tenían el derecho de conocer la identidad y tratar personalmente con su Prelado y con el Gran Maestre. Por eso se les llamaba también Miembros de Derecho. Los Deudos sólo conocían personalmente a otros Hermanos, ya fueran Devotos o Deudos, de su mismo Pilar. Por su parte el Gran Maestre, a la muerte de su antecesor, era elegido por los Prelados de entre todos los Devotos, lógicamente de los más veteranos, y al Mayordomo lo nombraba directamente el Gran Maestre también de entre los Devotos. A la muerte de un Prelado, eran los otros once quienes elegían a su sucesor de entre un grupo de candidatos formado por un miembro de cada uno de los doce pilares propuesto por el Gran Maestre, quien no tenía derecho a voto.

Alessio Bertoldi era el Mayordomo de la Orden, y aunque no era nada habitual que él en persona hiciera un pago a un colaborador, en esa ocasión y dada la importancia de la misión quería conocer todos los detalles para asegurarse de que todo había salido como aquel hombre aseguraba. La reunión, celebrada discretamente en la basílica de la Santissima Annunziata, fue breve y plenamente satisfactoria para Alessio Bertoldi. Felicitó a Andrea Comoro por su trabajo, le pago y abandonó el lugar para dirigirse al otro extremo de la plaza donde le esperaba un hombre, no sin antes indicarle que esperara unos minutos antes de salir él también de allí.

—Pietro, hay que atar todos los cabos, ya sabes lo que hay que hacer. Le he dicho que espere unos minutos antes de salir.

—Descuide, déjelo en mis manos.

Alessio Bertoldi abandonó la plaza. Andrea Comoro ya no volvería a trabajar para ellos. Ni para nadie más.