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Roma
31 de agosto de 2011. En la actualidad
LA llamada de Lucciano Perigglia el día anterior le había complacido. Desde su despacho de la organización en la Via Isonzo, muy cerca de los jardines de Villa Borghese, había decidido que ya era el momento de dar el siguiente paso. Las circunstancias eran muy complejas. Después de tantos años en los que el problema parecía resuelto, la situación ahora había dado un giro inesperado, y la organización no podía permitir echar a perder lo que sus antecesores habían solucionado con tanta efectividad hacía ciento setenta años. Y menos aún él, que gozaba del gran privilegio de ser el Gran Maestre de la misma. Los archivos que tantas horas había empleado en estudiar no daban lugar a dudas del peligro que se avecinaba, por lo que había que actuar. La prepotencia y el egoísmo de las potencias no habían bastado para evitar aquel peligro, como él siempre había confiado, y ahora la rapidez y la contundencia de sus decisiones eran precisas para poner fin de una vez por todas a ese asunto. Todo estaba planeado, pero aún necesitaba algo de tiempo. Ahí entraba Lucciano Perigglia, o Lucho, como a él mismo le gustaba que lo llamasen; debía ganar tiempo hasta que Osyguos estuviera listo. Aquel hombre de nombre tan enigmático había demostrado su valía en los poco más de dos años que llevaba en la Orden, y estaba convencido de que era la persona más apropiada para ese trabajo. Por motivos de seguridad de la propia Orden no lo conocía personalmente al no llevar aún en ella cinco años; eran tiempos difíciles, toda precaución era poca, sobre todo después de la caída del anterior Gran Maestre, y desde hacía unos años se vieron obligados a tomar una serie de medidas para su supervivencia, como aquella. Las fuerzas de seguridad al servicio de los gobernantes oligarcas de la sociedad actual les consideraban unos terroristas, o como a él más le molestaba que les llamaran, una secta. ¡Qué sabrá esa panda de infieles indignos!; ahí fuera, en el mundo real, se estaba librando desde hacía siglos una batalla brutal entre el bien y el mal, y no parecían darse cuenta. En lugar de estarles agradecidos por su defensa del bien les perseguían como a ratas, pero no podrían con ellos. No les movía ni el dinero ni el poder, sólo la Fe, algo que en los tiempos que corren parece escasear. Por eso era tan importante aquella misión que había encomendado al implacable y efectivo Osyguos, por eso había que evitar que se desvelara el secreto que albergaba la bodega de aquel barco. Frío, calculador y decidido, Osyguos se había convertido en su más firme valedor, era el futuro. Aún recordaba aquel trabajo de Jerusalén hacía ya dos años, poco después de su ingreso en la orden. Por aquella época surgió un grupo radical musulmán, llamado Allāhu Akbar, que empezó a amenazar con matar a todo peregrino cristiano que osara visitar el Santo Sepulcro. Según ellos había que sacar a todos los infieles de lo que para los musulmanes es su tercer lugar santo después de La Meca y Medina, Jerusalén. Ello provocó una gran inseguridad y preocupación en el mundo cristiano, por lo que la Orden decidió actuar. Osyguos se encargó del tema a petición del propio Gran Maestre. A las pocas semanas, tras una oportuna y anónima llamada telefónica a las autoridades judías, el principal cabecilla del grupo radical, Abdel Aziz, y sus colaboradores más cercanos aparecieron en el desierto desnudos, maniatados, encapuchados y con capirotes sobre sus cabezas, mientras sus mujeres e hijos eran amordazados y atados en sus propias casas, y la sede clandestina del grupo en Jerusalén ardía como la yesca. Era un claro aviso de lo que podía sucederles si continuaban hostigando a los peregrinos cristianos, y gracias a ello las amenazas cesaron. Un trabajo fino sin duda, que demostró su valía, su efectividad y su compromiso, y del que Osyguos jamás dio más detalles acerca de su puesta en marcha y ejecución. Simplemente se ajustó al guión, según sus propias palabras, de lo que le habían pedido, claridad, contundencia y ausencia de sangre. A raíz de aquello Osyguos empezó a ser uno de los principales valedores de la Orden, y el encargo del trabajo que estaba a punto de comenzar constituía una demostración de ello. Ahora tendría ocasión de demostrar una vez más su compromiso para con la Orden; no podía fallar, y para ello necesitaba a aquel mafioso de Lucho. Cogió su teléfono codificado, con distorsionador de voz, y marcó su número.
—¿Sí, dígame?, Lucho al habla.
—Es hora de dar el siguiente paso.
—¡Ah, es usted!, estoy impaciente por continuar. Dígame qué es lo que…
—Hay que evitar que el contenido de ese barco salga a la luz —le cortó el Gran Maestre—, y entorpecer la operación de rescate cuanto sea posible, al menos durante un tiempo. Osyguos está en camino, y él sabrá cómo actuar cuando se haga cargo de la situación. Mientras tanto haga usted lo que sea necesario para ganar tiempo.
—Entendido señor. ¿Qué quiere que haga con la chica?
—De momento limítese a hacer lo que le he dicho y manténgame totalmente informado acerca de todo cuanto acontezca.
—Descuide señor —respondió Lucciano, aunque el Gran Maestre ya había colgado.
Menudo pájaro, ¡quién se creerá que es para hablarme así!, pensó el siciliano mientras guardaba su teléfono apoyado en una barandilla a escasos cincuenta metros del Mercy, que se preparaba para una nueva salida en busca de su tesoro. Allí estaba Patricia, en cubierta, revisando el equipo antes de zarpar, con un pantalón corto y una camiseta ajustada de tirantes que le marcaba ostensiblemente sus firmes y redondeados pechos. Tú y yo algún día tendremos unas palabras, pensaba Lucciano mirando a Patricia mientras apuraba la última calada de su cigarrillo antes de tirarlo al agua. Muy pronto.
Sentado en su escritorio, el Gran Maestre se guardó el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó de un cajón una carpeta con un amplio dossier. La abrió y cogió entre sus manos la fotografía de Patricia que encabezaba el amplio fajo de folios que contenía. Se la acercó a los ojos y la miró detenidamente. Llevamos más de mil años luchando por el bien de la humanidad, y en esa ocasión, señorita, Los Caballeros de Cristo tampoco van a fallar, no bajo mi mandato.