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Madrid 20 de abril de 2011

Oxford, 18 de abril de 2011

Estimada señorita Calpe:

Me pongo nuevamente en contacto con usted, como fundador y presidente de ANEX, para confirmarle que finalmente hemos decidido que sea usted la directora y máximo responsable en España del proyecto Menkaura.

Como apasionado de las antigüedades me congratula que sea usted, con su experiencia, conocimientos y profesionalidad, la que lidere este proyecto que estoy convencido será uno de los más importantes trabajos arqueológicos de los últimos 80 años. Es usted perfectamente consciente de lo complicado que ha sido poner en marcha este proyecto, de la gran cantidad de gente y administraciones implicadas, y de la responsabilidad que ello conlleva. Por ello únicamente le pido que saque lo mejor de usted misma y se haga un sitio en la historia, haciendo de su trabajo un motivo de orgullo para todos nosotros.

Le deseo mucha suerte.

Ronald Greenwood,
Presidente de Antiques & Excavations Foundation

PATRICIA Calpe soltó el papel sobre la mesita del salón y se dejó caer a plomo sobre el sofá. Si bien es cierto que entendía que una noticia así era para comunicarla en persona, la carta era inequívoca aunque ella no acabara de creérselo. Lo de Alejandría fue distinto, en aquella ocasión no dirigía ella el proyecto. Sin embargo esto era como un sueño hecho realidad. La directora del proyecto Menkaura, o Salvar al Faraón, como algunos lo llamaban; de todos los arqueólogos del mundo iba ser ella la encargada de buscar y sacar a la luz ni más ni menos que el sarcófago del todopoderoso Menkaura. Más conocido por su nombre griego, Mykerinos o Micerinos, fue el sexto faraón del la IV dinastía del Imperio Antiguo de Egipto, y propietario de una de las tres pirámides que conforman la única de las siete maravillas del mundo antiguo que aún existe. Según Heródoto, considerado el padre de la historiografía, fue hijo de Kefrén y sobrino de Keops, Jafra y Jufu respectivamente en sus nombres egipcios, aunque actualmente se da por sentado que Micerinos era en realidad nieto y no sobrino de Keops. Este último, hijo y sucesor de Snefru, el primer monarca de la IV dinastía, fue el primer rey que construyó su complejo funerario en la meseta de Gizéh. Tuvo dos hijos que le sucedieron alternativamente a su muerte, Djedefra y Kefrén. El menor de los dos, Kefrén, al igual que su padre y a diferencia de su hermano, decidió construirse su complejo funerario nuevamente en Gizéh. Su sucesor fue el hijo de Djedefra, Nebka, quien tras morir cedió el trono a su primo Micerinos, el hijo de Kefrén, que al igual que su padre y abuelo volvió a decantarse por Gizéh a la hora de construir su lugar de reposo eterno. Se trataba sin duda de un personaje importantísimo para cualquier arqueólogo y para todo historiador especializado en esa cultura y época. Pero lo que hacía más excitante el proyecto de la búsqueda de su sarcófago era la curiosa historia de su desaparición.

Poco más de un año después de la entrada de Howard Vyse en la pirámide de Micerinos, y del consiguiente descubrimiento de su magnífico sarcófago de basalto, se embarcó en el mercante Beatrice rumbo a Inglaterra, al Museo Británico de Londres. Junto al sarcófago se piensa que también iba parte de su ajuar funerario y dos esfinges de granito rosa adquiridas por el zar Nicolás II, quien encargó al propio Vyse la supervisión de las medidas de seguridad y su traslado, sufragando de su bolsillo gran parte del viaje. Restos del ataúd de madera también encontrados en la cámara funeraria de la pirámide fueron enviados previamente en otro barco, y actualmente se encuentran en el British Museum. La goleta Beatrice, una vez que partió del puerto de Alejandría el 30 de septiembre de 1838, realizó sendas escalas en los puertos de Latakia (Siria) y Livorno (Italia), que eran puertos habituales de embarque hacia museos europeos de todo tipo de antigüedades procedentes de Asia Menor y Etruscas, lo que sugiere que seguramente siguió embarcando más antigüedades. De camino a Gibraltar, última escala antes de llegar a Londres, debió pasar por una terrible tormenta que le obligó a buscar refugio en algún puerto cercano. Desgraciadamente no consiguió llegar a ninguno, y naufragó en las costas próximas a Cartagena.

Toda esa historia se la sabía ya Patricia de memoria. Desde que participó en el proyecto de búsqueda del antiguo faro de Alejandría, sus preferencias se habían decantado claramente hacia la arqueología submarina. Patricia era de las que hacían suya esa verdad no escrita entre los arqueólogos que dice que cuanto más difícil es un descubrimiento más excitante y reconfortante resulta. El estar bajo el agua, en lugar de bajo tierra, le da al descubrimiento ese toque de dificultad y emoción que tanto apasionaban a Patricia. Pero sin duda fue el trabajar junto a Franck Goddio, uno de los arqueólogos submarinos más prestigiosos del mundo y patrocinador de la excavación, lo que despertó en Patricia esa pasión por la arqueología submarina. Fueron muchos los objetos encontrados durante las sucesivas campañas que se llevaron a cabo; no sólo restos del faro y del antiguo puerto de Alejandría, el verdadero objetivo de la excavación, sino toda clase utensilios de cerámica, joyas y estatuas, como bien se pudo comprobar en la exposición que Patricia misma se encargó de organizar en Madrid en el otoño de 2008. Pero lo que más llamó la atención al público en general fue el hallazgo de una vasija de barro, anterior al año 50 de nuestra era, con la que bien podría tratarse de la primera referencia a Jesucristo. La inscripción en griego que contiene, Dia Chrstou o Goistais, se puede interpretar como Cristo el Mago, y eso hace de ella un auténtico enigma. Fue encontrada en uno de los yacimientos situados en la zona oriental del Portus Magnus de Alejandría, concretamente dentro de un templo situado cerca de la isla de Antirhodos, muy cerca de la costa, precisamente en la zona en la que trabajaba Patricia.

Poco después de ese momento Ronald Greenwood se puso por primera vez en contacto con Patricia para proponerle formar parte del proyecto Menkaura. De 69 años de edad, soltero, católico y perteneciente a la alta aristocracia inglesa, el señor Greenwood era un millonario obsesionado con las antigüedades y con todo lo relacionado con el Antiguo Egipto, aunque también le interesaba el mundo mesopotámico. Amasó una gran fortuna gracias a multitud de empresas que fue creando a lo largo de los años, todas relacionadas con la construcción, la siderurgia y el textil. Una fortuna que desde hacía unos pocos años le había permitido dedicar todos sus esfuerzos a su gran pasión, la arqueología. Habitual de las casas de subastas, había creado una fundación dedicada a la adquisición, conservación y difusión de antigüedades y piezas arqueológicas, sin ningún ánimo de lucro y con la única intención de contribuir en la preservación del legado egipcio. En pocos años desde su creación había patrocinado más de 10 excavaciones arqueológicas en Egipto, concretamente en el valle de los reyes y en Saqqara, cerca de El Cairo. Con el proyecto Menkaura pretendía devolver el sarcófago perdido del mítico faraón a su pirámide —de donde nunca debió salir—, y para ello quería contar con Patricia. Algunos miembros de su directiva no estaban de acuerdo con él. Estimaban demasiado cortas la edad y la experiencia de Patricia para dirigir el proyecto, aunque sin desmerecer su mérito. No obstante el multimillonario inglés estaba convencido de ello y puso todo su ímpetu en conseguir su objetivo.

Patricia aún recordaba la primera conversación telefónica que tuvo con Ronald Greenwood, cuando le propuso formar parte del proyecto.

***

—Le agradezco mucho sus palabras señor Greenwood.

—Llámeme Ronald —le cortó el multimillonario inglés.

—Gracias Ronald, puede usted también llamarme Patricia.

—Mejor.

—Como le decía Ronald, me alegro mucho que esté tan al tanto de mi carrera profesional. No es fácil abrirse un hueco en esta profesión y que le conozcan a una; mucha gente muy preparada se queda en el camino y es un verdadero honor que alguien que tanto ama a Egipto y que tanto ha hecho por él sepa tanto de mí.

—No sea tan modesta Patricia, es una usted una egiptóloga muy preparada, como avala su carrera profesional, y no ha sido casual que me haya puesto en contacto con usted.

—¿Y puedo preguntarle qué es lo que puedo hacer por usted?

—¿Qué le parece Patricia si nos tuteamos? —le preguntó el señor Greenwood haciéndose rogar.

—Por mí perfecto.

—Bien, en ese caso Patricia, ¿qué sabes acerca de la suerte que corrió el sarcófago de Micerinos que Richard William Howard Vyse encontró en su pirámide en el año 1837?

—Pues más bien poco, que al parecer era una maravilla y que se perdió definitivamente en el mar cuando se hundió el barco que lo transportaba a Inglaterra.

—Sí y no —respondió Ronald—. Efectivamente todas las fuentes indican que se trataba de una obra maestra, como la mayoría de sarcófagos reales de los que tenemos conocimiento. Y también es cierto que desapareció junto al barco que lo transportaba, el Beatrice, pero no definitivamente. Verá…

Ronald le contó los pormenores del viaje del Beatrice hasta su hundimiento frente a las costas de Cartagena.

—En los últimos 40 años —prosiguió— han sido varias las teorías acerca del destino final del Beatrice, hasta que apareció en una subasta un informe de un agente de la compañía de seguros Lloyd’s Register of Shippings, contratada para asegurar el viaje del navío, en el que se indicaba que aunque se perdió la totalidad de la carga del buque, la tripulación del Beatrice al completo consiguió llegar a tierra sana y salva, a pocas millas de la ciudad de Cartagena. Este es un dato muy importante, ya que todos los archivos de la Lloyd’s entre 1800 y 1850 se quemaron por los bombardeos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, lo que privó a los investigadores de obtener datos sobre el naufragio y, sobre todo, de conocer el manifiesto de carga del buque. A raíz de este hallazgo nos pusimos a investigar hasta dar con la sorprendente realidad: el barco se encuentra perfectamente localizado a pocos metros de profundidad en la bahía de Cartagena, discreta y constantemente vigilado por la Armada Española.

—¡Pero eso es fantástico! —intervino Patricia, que escuchaba la historia con toda atención.

—Te equivocas Patricia, existe un grave conflicto de intereses. Las leyes británicas consideran suelo inglés cualquier buque suyo hundido, independientemente de a quién pertenezcan esas aguas, quedando por tanto sujeto al derecho de inviolabilidad e inmunidad.

—Es que perdóneme que le diga —respondió Patricia evitando adrede tutearle— los británicos son muy suyos.

—Por otro lado —prosiguió Ronald haciendo oídos sordos del comentario molesto pero cierto de Patricia— Egipto reclama por derecho propio aquello que, con toda razón, considera de su patrimonio histórico. No hay que olvidar que en aquella época fueron expoliadas muchas de las obras que hoy podemos ver repartidas por diversos museos del mundo. En Egipto no había una legislación rigurosa que controlase su patrimonio histórico, y las normas vigentes eran esquivadas con cierta facilidad mediante la correspondiente compensación económica. Podríamos entrar aquí en la discusión acerca de si los británicos nos hemos dedicado a expoliar todas las antigüedades que hemos podido o de si gracias a nosotros se han conservado para uso y disfrute de la humanidad, pero no son la situación ni el momento adecuados para ello. Dejémoslo en que Egipto quiere ejercer un derecho legítimo, que entra en conflicto con los intereses británicos. Y no olvidemos que el barco está hundido en aguas españolas, por lo que se trata de su territorio y, por tanto, reclama su derecho legítimo sobre el mismo y su carga.

—¡Pero hace bien poco que el gobierno español ha reclamado a la empresa estadounidense Odyssey que le devuelva el cargamento de oro y plata que rescató de un barco español, La Mercedes creo recordar, hundido por los ingleses frente a las costas de Portugal a comienzos del siglo XIX, lo que sin duda fue un acto criminal y cobarde! ¡Y alegaba para ello que el derecho internacional le asistía! —exclamó Patricia con vehemencia—. Por esa misma razón el cargamento le pertenecería a Inglaterra y España no podría reclamar nada, ¿no?

—Ya, pero se trataba de un barco de guerra —respondió Ronald— y en aquella ocasión murieron muchas personas por un acto de guerra. Es un caso distinto, los navíos de guerra se consideran suelo del país al que pertenecen (más o menos como las leyes británicas consideran a todos sus barcos), y el Beatrice era un barco mercante.

—Entiendo, ¿pero entonces no hay nada que hacer?

—Paciencia amiga mía. Ya en la época de la II República una misión inglesa del Museo Británico solicitó buscarlo, aunque el gobierno español le denegó el permiso. Posteriormente, en 1984, el gobierno español hizo un primer intento por llegar a un acuerdo e intentar rescatar el barco, pero tuvo que renunciar por motivos políticos. Y hubo otro más reciente en 1995, tras el descubrimiento por la zona de cerámica inglesa y bloques de arenisca del mismo tipo de los que utilizaban los egipcios, que fracasó más que nada por motivos económicos. Ten en cuenta que un rescate marino de estas características conlleva un gasto enorme, incluso para países como España o Inglaterra. No obstante fue a raíz de este intento cuando presumiblemente y según cierta información que la Armada Española se niega a confirmar, sus buceadores localizaron el pecio.

—¡Pero es una vergüenza que por intereses políticos, la desidia, el egoísmo y la eterna búsqueda de una rentabilidad paralicen algo tan importante y tan en nuestra mano en los tiempos que corren! —interrumpió Patricia.

—Tienes razón, aunque no olvides que Egipto no es un país rico precisamente. En cualquier caso —Ronald quiso evitar que Patricia le volviera a interrumpir—, la historia no acaba ahí. Las excelentes relaciones entre España y Egipto de los últimos años, que han facilitado la participación de arqueólogos españoles en numerosas excavaciones, algunas de las cuales tú, Patricia, conoces muy bien, eran propicias para realizar un nuevo intento. Desde hace dos años he estado en conversaciones con representantes de los tres gobiernos implicados, y finalmente he conseguido llegar a un acuerdo. A falta de una última reunión que tendrá lugar en El Cairo el mes que viene, y si todo va bien, el proyecto Menkaura de búsqueda y rescate del Beatrice será una realidad, y ANEX será la encargada de llevarlo a cabo. Es ahí donde entras tú, Patricia; quiero que seas tú la que dirija el proyecto.

Patricia permaneció en silencio durante unos segundos. No se podía creer lo que estaba oyendo. Aún estaba tratando de asimilar toda la información que Ronald Greenwood, el presidente de ANEX, le acababa de contar. Aquel ofrecimiento excedía todas sus expectativas, y por un momento no supo qué decir.

—¿Estás ahí Patricia?

—Sí, sí, perdóneme señor Greenwood, esto… Ronald, es que aún no me acabo de creer lo que acaba de ofrecerme.

—Para ser sincero debo decirte que mi preferencia por ti es de momento sólo mía, aún no gozas de la aprobación del consejo de administración, y por supuesto debo someterte a aprobación con todas las partes implicadas. No obstante considero que tu experiencia y profesionalidad están más que contrastadas, por lo que si aceptas no creo que haya ningún problema.

—¡Por supuesto que acepto! —gritó Patricia.

—Perfecto, me alegro mucho, no esperaba menos.

—Y dime Ronald, ¿qué es lo que esperas encontrar en ese barco en el caso de que finalmente lo encontremos? ¿Qué pasa si no hay ningún sarcófago, o no lo encontramos?

—Créeme Patricia, el barco está ahí abajo y lo vamos a encontrar, te lo puedo asegurar. Ten en cuenta además que el sarcófago es de basalto y no de granito, y que por tanto contiene una gran cantidad de hierro en forma de piroxeno[1] y olivino[2], perfectamente detectables por los sónares actuales.

—Ya Ronald, pero tampoco es que haya muchas pruebas acerca de que el sarcófago fuera efectivamente embarcado en ese barco. No son más que especulaciones o relatos de dudosa veracidad.

—No Patricia, hay una carta.

—¿Una carta?

—Sí, una carta de Howard Vyse a su mujer Frances un mes y medio antes de zarpar de Alejandría, en la que le habla de los grandes tesoros que lleva el barco, además del sarcófago. La adquirí también en una casa de subastas, y nuestros expertos han certificado su autenticidad. Gracias a ella pude convencer a los distintos gobiernos para que dieran luz verde al proyecto.

—¡Pero Ronald, eso es fantástico!

—No sólo eso Patricia, es un documento de gran valor histórico que cederé al Museo Británico cuando todo esto acabe.

—¿Y a qué crees que se referirá con eso de grandes tesoros?

—No lo sé, eso me lo tendrás que decir tú.

***

Patricia recordaba aquella primera conversación con Ronald Greenwood como uno de los momentos más apasionantes de su vida, aunque no se permitiera a si misma dejarse llevar por la excitación del momento. Debía ser prudente y esperar al desenlace final del asunto. La carta que acababa de leer no sólo era la confirmación del que sin duda iba a ser el mejor trabajo de su vida, sino que suponía el fin de esa alegría contenida. Pero aún mejor, aquello era la guinda a una carrera profesional por la que había luchado con todas sus fuerzas, y que comenzó cuando se licenció en Geografía e Historia en la Universidad complutense de Madrid, y posteriormente se doctoró en egiptología en La Sorbona de París, gracias a su tesis sobre la reina Hatshepsut de la XVIII dinastía. Pelirroja, de enormes ojos verdes y 1,73 metros de altura, nació en el seno de una familia humilde en 1972. Pronto destacó en los estudios, y ya en su pubertad empezó a tener clara su pasión por la historia en general y por el mundo egipcio en particular. Cuando veraneaba con su familia en Gandía se dedicaba a leer y a hacer tumbas en la arena en lugar de castillos, en las que escondía todo tipo de objetos como si de auténticos faraones se tratara. Su rápido y espigado crecimiento —a los 12 años ya era más alta que cualquiera de sus compañeros de clase— hizo que tuviera poco éxito con los chicos, lo que le dio más tiempo para dedicarse a los estudios. Ya en el instituto su desarrollo como mujer fue total y se convirtió en la chica atractiva que era ahora, a pesar de lo cual no tuvo demasiado éxito en el amor. Finalizados sus estudios se preparó unas oposiciones para ayudante de biblioteca, que aprobó dos años después. Entró a trabajar en la Biblioteca Nacional de España, lo que le permitió tener un contacto continuo con su gran pasión, los libros, y un acceso fácil a multitud de tesoros que allí hay. Trabajó un tiempo en el servicio de Manuscritos e Incunables, lo que le facilitó tener un trato continuo con multitud de investigadores, que a la postre resultó ser determinante en su carrera profesional como arqueóloga. Allí conoció a un profesor de la Universidad Autónoma de Madrid que lideraba un grupo de trabajo de investigación, formado por algunos de sus alumnos, relacionado con el estudio de los posibles métodos de construcción de las pirámides utilizados por los antiguos egipcios. A diferencia de lo que mucha gente cree, las pirámides no fueron construidas por esclavos ni nada parecido, sino por los propios egipcios. Éstos aprovechaban la época de crecida del Nilo, en la que sus tierras se inundaban y era imposible trabajarlas, para acudir de forma voluntaria a la construcción de estos templos funerarios. El faraón era un Dios viviente en la tierra, del que dependía el bienestar de todos sus súbditos. Asegurarse un descanso eterno era fundamental para que todo funcionara bien, por lo que todos contribuían devotamente en esta tarea. Todo estaba perfectamente organizado; cocineros, médicos, alfareros, peluqueros, albañiles, arquitectos, todos contribuían en lo que mejor sabían, y en la mayoría de los casos estaban mejor alimentados y vestidos que cuando volvían a sus hogares a trabajar sus tierras.

El caso es que el profesor, con el que Patricia entabló una gran amistad fruto del trato y apoyo continuos derivado de su trabajo en la biblioteca, sugirió a la bibliotecaria que realizara un máster en egiptología que él mismo iba a impartir. A la finalización del mismo quedó tan impresionado por las dotes y conocimientos de Patricia que le propuso participar en las excavaciones de Heracleopolis Magna, que comenzarían un mes después y buscaban rescatar el templo del dios local Herisef, una necrópolis y un cementerio del III Periodo Intermedio. Ese fue su primer trabajo como egiptóloga, y a partir de ahí se dedicó en exclusiva a esta ocupación. Desde entonces participó en multitud de proyectos, y poco a poco se fue haciendo un nombre en la profesión. Un nombre que ahora, con la dirección del proyecto Menkaura, iba a tener un reconocimiento internacional definitivo. No se imaginaba lo que el futuro iba a depararle tan sólo unos pocos meses más tarde.