Capítulo 2

El día siguiente era sábado, y si bien Phyllis por lo general no observaba ninguna diferencia entre el fin de semana y cualquier otro día de la semana, se mostró incluso más brusca que de costumbre cuando Izzy y Petra bajaron las escaleras.

—Come mientras andas, Izabella —declaró Phyllis rotundamente, sin mirarla empujó un plato de tostadas frías hacia la muchacha—. No, no, no cojas el plato entero, lo romperás, coge sólo un trozo, y no hay tiempo para mermelada. Te pondrías hecha un asco de todos modos. Corre al granero y barre todos los establos, primera tarea. Lo quiero hecho para cuando Warren acabe con Bethel.

Petra apretó los labios. Bethel era la vaca lechera de la familia, y seguro que el abuelo ya estaba allí. Barrer los establos antes de que terminara de ordeñarla era imposible.

—Yo lo haré —declaró en voz alta Petra, arrebatando un trozo de tostada del plato y dirigiéndose hacia la puerta.

—Oh, no lo harás, señorita —dijo Phyllis bruscamente—. Sé cómo barres . Prefiero tenerte encerrada en el armario que ahí fuera donde alguien podría verte. Hoy tengo una tarea especial para ti.

—Pero madre —dijo Izzy—, si barrí el granero ayer.

—¿Y yo preparé la cena ayer, verdad? —contestó Phyllis, apilando cazuelas en una alacena alta y cerrando de golpe la puerta—. Pero con toda seguridad estarás gorroneando por aquí esta noche buscando cenar otra vez, ¿no es así? La vida es trabajo, Izabella. Si no sabes eso ya, entonces eres más lenta de lo que pensaba. ¡Ahora ve! —Los ojos de Phyllis relampaguearon cuando vociferó la última palabra, e Izzy giró sobre sus talones como un cachorro asustado, olvidándose incluso de coger un trozo de tostada seca. Cuando la puerta lateral chirrió y se cerró de golpe, Petra fulminó con la mirada a Phyllis a través de la mesa, entrecerrando los ojos y apretando y aflojando sus manos en puños.

—Oh, no empieces —dijo Phyllis, ignorándola y regresando al fregadero—. No es como si tuvieras algún interés en el asunto. Ni siquiera puedo imaginar por qué estás aún aquí, pero mientras no puedas encontrar nada útil que hacer con tu vida, me alegrará mantenerte ocupada. Lo menos que puedes hacer es ganarte tu propio sustento. Hoy irás al mercado y pedirás al señor Thurman del almacén crédito para comprar un nuevo baúl. Nada especial, ya sabes, sólo algo lo bastante grande para la ropa de trabajo de Izabella y algunas otras cosas indispensables. No la veré arrastrando esas tontas muñecas suyas con ella a la granja.

Petra sacudió la cabeza ligeramente, tenía tantas cosas que decir que no atinó a mencionar nada. Phyllis la ignoró.

No había ninguna posibilidad de que el señor Thurman fuera a ampliar más el crédito a los Morganstern, no importaba quién lo pidiera, y Phyllis lo sabía. Adquirir el baúl no era realmente la cuestión, de todos modos. El plan de Phyllis era sencillamente deshacerse de Petra por ese día. El señor Sunnyton, el dueño de la granja cercana, venía hoy para conocer y evaluar a Izzy. Era lo más cercano a una entrevista de trabajo que tenían los trabajadores de la granja, y Petra sabía que era más una subasta de ganado que una entrevista. La idea hizo que su sangre hirviera. Phyllis lo sabía, por supuesto, sabía que a Petra le sería imposible no interferir cuando llegara el momento. Así que había decidido enviar a Petra en una inútil diligencia, una que le llevaría la mayor parte del día.

—Ni pienses en ir a contarle esto a tu abuelo, querida —comentó Phyllis, como si leyera los pensamientos de Petra—. Está totalmente de acuerdo conmigo. Vete, ahora, antes de que decida hacerte llevar un saco de harina contigo.

Petra aún no se movía. Fulminaba con la mirada la parte de atrás de la cabeza de Phyllis, mientras su ardiente cólera se depositaba en el interior de un refulgente y pequeño horno de odio. Petra casi la saboreó. Esto la despabiló. No siempre sería así, pensó por millonésima vez. Algún día, las cosas cambiarían. Algún día, la balanza se equilibraría y por fin ganaría. Era la naturaleza del drama de la vida, ¿verdad? El bien siempre vencía al final. Era lo único que tenía a que aferrarse. Después de todo, el haber escogido el lado del bien en la Cámara Secreta le había costado su mayor deseo. Las fuerzas del bien se lo debían, ¿no? Le debían demasiado.

Petra tomó un profundo y mesurado aliento y se giró para abandonar la cocina. Cuando alcanzaba las escaleras, Phyllis la interceptó una vez más.

—Y Petra —dijo, inclinándose para encontrar los ojos de Petra a través de la entrada de la cocina, su mirada era implacable—. Caminarás hasta el mercado. ¿Me has entendido?

Petra sostuvo la mirada de Phyllis durante varios segundos, manteniendo su propia expresión totalmente en blanco. Ni asintió, ni negó con la cabeza, pero Phyllis había dejado las cosas muy claras: nada de magia. Finalmente, Petra apartó la mirada de Phyllis y a tropezones subió la escalera para coger su capa. Quizás Phyllis podía decirle qué hacer, pero que la condenaran si dejaba que la vieja murciélago le dijera cómo hacerlo.

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Diez minutos más tarde, Petra avanzaba por el estrecho sendero que rodeaba los bosques. Una vez estuvo fuera de la vista de la casa, se desvió de la senda, andando con rápidas zancadas a través de la hierba alta y adentrándose en la sombra de los árboles. Su cólera la seguía como un nubarrón, dejando un manto perceptible de frialdad tras su paso. La rabia era tan grande y sin límite que Petra apenas era consciente de ella.

Pasó los montículos de los monumentos a sus padres sin dedicarles siquiera una mirada, andando con paso brioso directamente hasta un árbol muy grande y nudoso. Era un árbol singularmente feo, retorcido, medio muerto, que vestía un abrigo parcial de corteza sobre el blanco hueso de su tronco. Un lado del tronco estaba cubierto de una densa hiedra rojiza. Petra ya había sacado su varita. Cuando se detuvo delante del árbol, apuntó la varita, trazándola hacia arriba en un lento arco.

La hiedra crujió. Se desenrolló sorprendentemente, creando primero una fisura, y luego un ancho boquete que se abrió como una cortina de teatro, revelando un espacio oscuro. El tronco del árbol era, de hecho, completamente hueco, como Petra había descubierto hacía mucho tiempo. Sus paredes interiores eran lisas y estaban muertas, su suelo estaba alfombrado con paja putrefacta. Había varios objetos escondidos en el interior, pero Petra ignoró la mayor parte de ellos. Había venido sólo a por una cosa, y se estiró a por ella eficientemente. Se alejó con el objeto en la mano, sosteniéndolo delante de ella: un palo de escoba. Era casi tan largo como ella era de alta, con una cola cuidadosamente recortada y ensartada. El mango estaba gastado. Como siempre, sintió como encajaba perfectamente en su mano. Mientras Petra dejaba que su mirada recorriera la longitud de la escoba, la hiedra detrás de ella se tejió cerrándose otra vez, escondiendo el interior del árbol hueco y los objetos que en él había. El manto frío de la rabia de Petra la envolvía, llenando el fondo de la hondonada como una bruma. Pareció que el aire se oscurecía muy ligeramente. Petra sonrió lentamente, pero la sonrisa de ninguna forma afectó a sus ojos.

Menos de un minuto después, una forma oscura pasó como un rayo por el bosque, atrayendo un abanico de hojas muertas y polvo arenoso tras su estela. Bajó en picado sobre el lago, compitiendo con su reflejo, y luego, con el aletear de una capa, desapareció.

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Petra se inclinó sobre su escoba, con los dientes ligeramente expuestos por el viento y los ojos entrecerrados. Volaba bajo, apenas metro y medio sobre la serpenteante línea de un arroyo, siguiendo sus curvas mientras éstas surcaban los campos. Con altos y rocosos bancos de arena y continuos árboles, era como volar por un túnel natural. Petra se inclinaba tomando agudas curvas, esquivando árboles caídos, y se balanceaba sobre abruptos lechos pantanosos y cantos rodados. Las libélulas revoloteaban por delante de ella, su zumbido apenas si se oía antes de perderse en la distancia que dejaba atrás. Era, en verdad, muy peligroso, pero no le importaba. Tocó con la barbilla el extremo de su escoba, obligándola a ir más rápido, sintiendo el azote del viento sobre su cabello y el chasquido de su capa mientras volaba. Al seguir la corriente hasta el pueblo estaba tomando el camino largo, pero volando reducía en horas el tiempo de su recorrido. Aun así, Petra sabía que esa no era la verdadera razón por la que había decidido volar, a pesar de las órdenes de Phyllis. Lo había hecho en parte por desafiar a Phyllis, por supuesto, pero sólo en parte. Interiormente, era como si intentara superar algo. Quizás era su rabia lo que intentaba superar, o quizás era la voz fantasmal en los recovecos de su mente. Petra siempre había insistido en intentar ser honesta consigo misma, y sabía que la voz estaba, de hecho, excepcionalmente tranquila después de lo de ayer. Lo que en verdad intentaba superar era el recuerdo de lo que había ocurrido el día anterior al final del embarcadero, cuando había enviado a las arañas muertas al agua.

Había pensado que todo se había acabado… que se había terminado con su último año escolar. Había hecho la elección correcta, había elegido el bien sobre sus más profundos deseos. Esa elección le había dejado un sentimiento de vacío total y abandono, y aun así, muy en el fondo, encontraba algo de consuelo en saber que la pesadilla se había terminado, y que había hecho lo correcto. Le entristecía saber que nunca vería otra vez el rostro de sus padres, ni siquiera en el fantasmal reflejo de la charca, pero eso también era una especie de liberación. Se había terminado. Podía intentar seguir adelante.

Pero ahora eso había cambiado. Su madre había aparecido una vez más, burlonamente, apenas visible sobre las ondulantes aguas del lago. Esta vez no había requerido ninguna mágica fuerza exterior o malévola que la manipulara. Nadie la controlaba o la tentaba.

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Por lo visto, Petra había conjurado completamente sola esa imagen efímera de su madre muerta. No sabía cómo era posible. Quizás siempre había tenido ese poder, pero nunca había sabido convocarlo hasta sus encuentros con el horrible ser llamado el Guardián. Quizás de algún modo había aprendido la habilidad de esa entidad, como por ósmosis, sin siquiera intentarlo. En realidad no importaba. El poder de convocar la imagen de sus padres estaba allí, dentro de ella. Eso, en sí mismo, no era de lo qué Petra huía. Era de la sospecha de que allí no era donde sus poderes terminaban. La última promesa del Guardián había sido mucho más que permitir que Petra viera simplemente breves vistazos de sus padres muertos; el Guardián le había prometido la restitución de los mismos.

Eso era imposible, por supuesto. Mirando en retrospectiva, Petra dudaba que hasta una entidad tan poderosa como el Guardián, cuyo origen se perdía en el tiempo y el espacio, cuyo dominio era el Vacío entre el mundo de los vivos y el de los muertos, pudiera en verdad devolver a sus amados padres a la vida. ¿Pero y si no fuera imposible? Incluso si había sólo una posibilidad entre cien… una posibilidad entre millones… era una oportunidad que no podría ser rechazada. Esto era lo que había impulsado a Petra a través de su último año escolar, lo que la había ayudado a colaborar ciegamente con los complots de aquellos que se proponían manipularla. Si la promesa es lo suficientemente tentadora, las probabilidades dejan de importar; cualquier posibilidad es una posibilidad digna de luchar por ella, o incluso de morir por ella. Si la promesa es lo suficientemente grandiosa, merecía casi cualquier precio.

Casi.

Y por eso Petra había decidido rechazarlo al final, ¿verdad? Porque el Guardián le había pedido que hiciera algo que ella no podía hacer: matar a una persona inocente. Había hecho la elección correcta. Había elegido el lado del bien.

Y mientras Petra pensaba esto, siguiendo el agitado curso del arroyo, revoloteando dentro y fuera de la luz del sol y la sombra, el dorado calor y frialdad de otoño, la voz en los escondrijos de su mente de repente habló otra vez. ¿De veras? dijo. ¿Realmente escogiste el lado del bien?

Los ojos le lagrimeaban mientras volaba. Por supuesto que había elegido el bien. Había decidido no matar. Había salvado a la chica que se suponía iba a ser su víctima. Había destruido la fuente de las manipulaciones que la habían engañado.

Hiciste esas cosas, admitió la voz. ¿Pero realmente las elegiste? Después de todo, hubo otro factor. Hubo un muchacho.

Sí, recordó Petra. James, su amigo. Él había llegado en el último momento. Él había revelado la fuente de aquellos que la habían manipulado, mostrándole su auténtica y espantosa fealdad. Había despertado sus sentidos justo a tiempo.

¿De veras?, preguntó la voz. Quizás. Pero quizás no. Quizás él fue sencillamente otra manipulación, sólo que en dirección contraria.

¿Otra manipulación? Petra nunca lo había pensado de esa forma. Sin embargo tenía algo de sentido. Si James nunca hubiera llegado, podría no haber escogido al final salvar a la muchacha. De hecho, podría haberla matado. Y si lo hubiera hecho, ella, Petra, podría estar en un lugar muy diferente hoy, ¿no?

La voz habló razonablemente, resonando en la parte posterior de su mente.

No importa donde estarías ahora. Tal vez el Guardián podría haber mantenido su promesa; después de todo, viste a tu madre de pie en el borde de la charca, ¿verdad? Pero una vez más, tal vez no. Nunca lo sabrás. Pero sabes una cosa: tú no hiciste esa elección. Fuiste interrumpida. Influyeron en ti. Al final, fuiste manipulada por ese chico, James, de la misma forma en que podría haberlo hecho el Guardián. Nunca sabrás que elección habrías hecho por ti misma. O cual sería el resultado de esa elección.

Era cierto. Era un pequeño detalle, y aun así, en cierto modo, era monumental. Esto cambiaba todo. Parte de Petra había odiado la elección que había hecho, pero al menos había tenido la satisfacción de saber que había sido su decisión, una que la definía, que la hacía buena, a pesar del mal que acechaba en su interior y que a veces sentía removerse. Había demostrado que podía desafiar ese mal; que podía contenerlo. ¿Pero y si no hubiera sido realmente su elección? ¿Y si la voz tenía razón? ¿Y si ella hubiera sido simplemente manipulada en dirección contraria? De ser así, entonces no habría sido una elección en absoluto, y mucho menos un momento que la definiera.

¿Y si ahora se le estaba dando la oportunidad de hacer una nueva elección pero sin manipulaciones exteriores? ¿Qué haría?

Petra parpadeó y miró a su alrededor. Sin darse cuenta había terminado deteniéndose por completo. Permaneció inmóvil en el cielo sobre el palo de su escoba, flotando en el aire sobre su propio reflejo. La superficie tembló a su alrededor, inconscientemente. El pelo le colgaba lacio sobre las mejillas. Escuchó.

Una vez más, la voz de la trastienda de su cabeza se había acallado.

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Tres horas después, Petra caminaba por el sendero que conducía a la casa. El sol era un diamante brillante en la despejada superficie del cielo, habiendo transformado la brumosa mañana en una tarde húmeda, sin viento. Petra había escondido su escoba otra vez en el árbol hueco y ahora caminaba vigorosamente hacia la casa con la capa colgando sobre su hombro, el cabello atado en una cola de caballo balanceándose con el viento.

Al final, el señor Thurman, dueño de Tratos y Acuerdos Thurman, les había concedido el crédito necesario para comprar un pequeño pero robusto baúl de segunda mano. A principios del verano, Petra se había dado cuenta de que aquel viejo y pintoresco solterón de toda la vida estaba colado por ella, aunque era demasiado tímido como para decir nada. La idea de usar los afectos del señor Thurman como moneda de cambio le parecía vagamente repugnante, y sin embargo, había decidido demostrarle a Phyllis que, en definitiva, no la había enviado a un recado inútil. No había hecho falta demasiado. Simplemente convenció al señor Thurman con alguna tontería sobre la belleza de los atardeceres otoñales y cuánto adoraba las flores silvestres, sonriendo perezosamente y mirando con los ojos muy abiertos al viejo. Para cuando mencionó el asunto del baúl de Izzy, el señor Thurman estaba bastante sonrojado. Le había ofrecido el baúl a crédito antes de que ella tuviera que pedírselo. Prometió que el abuelo Warren iría a recoger el baúl al día siguiente y le deseó una buena tarde al señor Thurman. Se sentía un poco culpable por lo fácil que le había resultado conseguir del señor Thurman lo que deseaba, pero sólo un poco. Fue dando saltitos de vuelta al arroyo donde había ocultado su escoba.

Llegaba aproximadamente con dos horas de antelación del mercado, pero Petra sabía que Phyllis no diría nada. Después de todo, la camioneta blanca del señor Sunnyton estaba aún aparcada en el desgastado camino de entrada, cerca de la casa; la «entrevista» con Izzy todavía no había concluido. Phyllis no mencionaría la magia en presencia del señor Sunnyton, más de lo que soltaría una ventosidad, y por las mismas razones. Con esa certeza firmemente asentada en su mente, Petra avanzó hasta la sombra del porche. Extendió la mano hacia la puerta, y entonces se quedó congelada donde estaba.

Dentro se alzaban voces. Resonaban pasillo abajo y a través de la puerta mosquitera. Lo primero que oyó Petra fue a Izzy sollozando.

—Es bastante joven y enfermiza —decía la voz de un hombre sobre el sonido del llanto de Izzy—. Y un poco, ejem, excitable.

—En absoluto —declaró Phyllis con rotundidad, como si se tratase de una orden para Izzy—. Está perfectamente preparada para el trabajo de granja. Después de todo, es de lo único de lo que habla últimamente.

Izzy tomó un rápido aliento. Luchando por controlar su voz, dijo:

—He cambiado de idea. No quiero ir. Quiero quedarme en casa contigo y con papá Warren. Aún no estoy preparada.

—Tonterías —ladró Phyllis—. El señor Sunnyton te ofrece una oportunidad de oro. Si la granja te necesita ahora, entonces te irás con él hoy mismo y no se hable más. Después de todo, no hay razón para que pases una semana dando vueltas por aquí si tienes oportunidad de trabajar en la granja desde ahora mismo. Warren puede llevarte tus cosas dentro de poco.

A través de la malla de la puerta, Petra pudo distinguir la figura de Percival Sunnyton de pie en la entrada de la sala, de espaldas a Petra. Era bajito y regordete, aunque iba pulcramente vestido con sombrero y abrigo blancos. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su pantalón mientras se mecía impacientemente sobre los talones. Hizo como que miraba el reloj.

—En realidad, tal vez éste no sea un buen momento —dijo—. No hay ninguna necesidad de que la chica venga hoy si no está preparada. Probablemente haya más oportunidades el próximo año si la chica es incapaz de acudir ahora.

—Eso no será necesario —declaró Phyllis fríamente, y Petra supo que estaba observando a Izzy con aquella mirada dura e implacable, ordenándole guardar silencio.

Esta vez, sin embargo, la mirada no funcionó. Al parecer, Izzy no había entendido realmente cómo sería la vida en la granja hasta que había visto el resplandor impersonal de este hombrecillo gordinflón, de brillantes ojos y nombre engañosamente amable. En una extraña muestra de desafío, Izzy alzó la voz.

—¡Pero yo no quiero! —gimió—. ¡Tengo miedo de ir! ¡No me obligues, madre!

Phyllis decidió adoptar una nueva táctica. Chasqueó la lengua despectivamente y le habló al hombre del abrigo y sombrero blancos.

—Es terca, como puedes ver, pero eso es lo que la hará tan buena trabajadora. Una vez se acostumbre a tu granja, ya no querrá marcharse.

Se rio un poco, como si compartiera una broma.

—¡No! —gritó Izzy, ahora completamente entregada a aquel último recurso, el desafío directo—. ¡No quiero ir, y no puedes obligarme!

—¡Ya es suficiente! —ordenó Phyllis, con su voz resonando como un martillo sobre hierro. Se oyó una sonora bofetada, seguida de una serie de pasos inestables. El leve golpe que escuchó Petra fue el sonido del trasero de Izzy cayendo con fuerza sobre el sofá de la sala. El señor Sunnyton miró hacia otro lado… no por horror, sino con una especie de distraída propiedad, como si estuviera permitiendo a Phyllis algo de cortés privacidad mientras ella atendía a un asunto necesario.

Petra estaba atravesando la puerta y recorriendo a zancadas el pasillo antes de saber incluso lo que tenía intención de hacer. Para cuando la puerta mosquitera se cerró de golpe tras ella, había empujado a un lado al gordinflón y se aproximaba a Phyllis, con ojos resplandecientes. Phyllis apenas parpadeó, pero sus ojos se lanzaron hacia abajo durante un fugaz segundo. Está comprobando si llevo la varita en la mano, pensó Petra. Y de hecho, así era; la vara de madera sobresalía intencionadamente de su puño, apuntando al suelo. Ni siquiera era consciente de haberla sacado de su bolsillo.

—He vuelto, madre —gruñó Petra, hablando a través de los dientes apretados, convirtiendo la última palabra en un insulto—. Justo a tiempo, por lo que parece.

Sin apartar la mirada de Phyllis, Petra extendió la mano izquierda hacia Izzy, que estaba sentada bastante aturdida en el sofá, con una mano en la mejilla.

—Así que, aquí estas —replicó Phyllis, recomponiéndose—. E interrumpiendo groseramente asuntos que no te incumben. ¿Por qué no te comportas como una buena chica y le preparas al señor Sunnyton un poco de té?

—¡Eeh! —tartamudeó Sunnyton nerviosamente—. ¡Eeh, no! No, gracias, eso no será…

—No creo que Izzy esté lista para marcharse hoy —dijo Petra lentamente, manoseando su varita con la mano derecha, la izquierda aún tendida hacia Izzy.

Los labios de Phyllis casi desaparecieron mientras su rostro se endurecía.

—No creo que eso sea algo que debas decidir.

—No, no lo es —replicó Petra llanamente, entornando los ojos—. Es decisión de Izzy. Y creo que ya lo ha hecho.

—Mirad —intervino Sunnyton, retrocediendo a través de la puerta de la sala—. Dejaré que lo decidáis vosotras las damas. Sentíos libres de llamar…

—Izabella se irá ahora —declaró Phyllis, imponiéndose. Sunnyton se detuvo impotente en el marco de la puerta, obviamente perdido. Phyllis continuó, sin apartar la mirada de los ojos de Petra—. Ella no sabe lo que le conviene. Es tonta. Por tanto, sin su madre para tomar tales decisiones por ella, es una completa inútil.

A pesar de lo que pudiera parecer, Petra hacía un gran esfuerzo por controlar su furia. Era una tarea difícil, suficiente como para requerir toda su concentración. La varita parecía vibrar en su mano. Tras ella, Percival Sunnyton se estremeció. La habitación parecía de repente estar enfriándose bastante. Su respiración le salía de la nariz con un vapor blanco. Avanzó un poco más hacia el pasillo. Petra no podía obligarse a hablar. En cambio, rompió el contacto con la mirada acerada de Phyllis y miró a Izzy. Izzy simplemente miraba a la mano extendida de Petra, aferrándose aún la mejilla que Phyllis había golpeado con su propia manita.

—Ven conmigo Izzy —dijo Petra llanamente—. Vayamos… a corretear un poco.

—¡No hará tal cosa! —ordenó Phyllis, su voz casi vibrando. Se movió para interponerse entre Izzy y Petra.

El aire se volvió gris alrededor de ellas. Frondas de escarcha se extendieron sobre las esquinas de la ventana de la sala, propagándose a la velocidad del rayo. La varita de Petra temblaba en su mano. Phyllis no parecía ser consciente del cambio de atmósfera de la habitación. Su cara se había puesto pálida, con vivas manchas rojas en las mejillas. Levantó el brazo para apartar de un golpe la mano extendida de Petra. Sunnyton jadeó, como si fuera a hacer una advertencia, pero ninguna palabra brotó de su boca. Petra estaba segura de que sería incapaz de controlar su respuesta si Phyllis la tocaba.

Y entonces otra voz habló desde la puerta, dejando congelada a Phyllis en el lugar. El corazón de Petra saltó ante su sonido. Era el abuelo Warren.

—Si la chica no está lista para marcharse, no tiene por qué hacerlo —dijo. Su voz no fue ni alta ni exigente, aun así estaba cargada de una cierta gravedad. Petra no recordaba haber oído hablar a su abuelo con tan queda ferocidad.

Los ojos de Phyllis se desviaron en su dirección, su ceja se disparó hacia arriba. En el umbral, Percival Sunnyton se giró rápidamente, mirando al hombre más alto y más mayor que había tras él.

—¡Ajá! —El hombre regordete forzó una risa—. ¡Usted debe ser el guardián de esta chica, el señor Morganstern! ¡Sí, sí, claro que lo es! ¡De ninguna manera tenemos intención de presionar a la jovencita! Me limitaré a seguir mi camino y esperaré a verla la próxima semana, suponiendo que aún tengamos un acuerdo. ¡Yo mismo encontraré la salida, gracias, y buenas tardes!

Las últimas palabras de Sunnyton resonaron desde el porche mientras éste virtualmente huía de la casa, sujetándose el sombrero blanco sobre la cabeza como si algún fantasma caprichoso estuviera intentando arrebatárselo. Un momento después, el motor de su camioneta blanca volvió a la vida con un rugido y retrocedió velozmente a lo largo del camino, girando ansiosamente de lado a lado. Nadie se había movido en la sala. Petra bajó la mirada a la varita que sostenía en la mano. Ésta aún apuntaba hacia el suelo; en la alfombra, junto a su pie derecho, un pequeño cráter negro humeaba ligeramente.

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—¡Iba a hacer que me fuera con ese hombre! —proclamó Izzy, con las lágrimas todavía secándose en sus mejillas.

Petra y ella habían abandonado la casa poco después del incidente, dejando al abuelo Warren y a Phyllis mirándose fríamente el uno al otro a través de la sala. Petra se internó a propósito en la neblina de la tarde, impulsada por su rabia, simplemente poniendo tanta distancia como era posible. Izzy trotaba para mantenerle el paso, todavía firmemente asida a la mano de Petra, con las mejillas coloradas. La actitud de la chica acerca de la «entrevista» parecía oscilar entre la tristeza herida a una tentativa furia. Petra nunca había visto a Izzy hablando de aquella manera.

—¿Cómo pudo madre hacerme esto a mí? ¡Ni siquiera me escuchaba! ¡Apenas conoce a ese horrible hombre, pero iba a obligarme a marcharme con él en su camioneta! ¿Y sabes qué más? ¡No iba a poder volver para nada a casa los fines de semana! ¡Madre dice que sería mejor que empezara a pensar en la granja como mi hogar! ¡Dijo que sería más fácil si volvía a casa sólo una vez al mes! ¡Y dice que ni siquiera puedo llevarme mis muñecas! ¿Qué harían ellas sin mí? ¡Me echarían de menos!

—Todo irá bien Iz —dijo Petra automáticamente, sin apenas escucharse a sí misma.

—¡No, no irá bien! —Izzy rompió a llorar de repente, retirando su mano de la de Petra y deteniéndose a mirarla—. ¡Tú no has oído lo que decían allí dentro! ¡Aunque no tenga que marcharme hoy, aun tendré que ir la semana que viene! ¡Empiezo a pensar que a madre ni siquiera le importa si no vuelvo nunca más! Empiezo a pensar que…

Izzy calló bruscamente y aparecieron lágrimas en sus ojos, deslizándose inmediatamente por sus mejillas. Apretó los labios con fuerza, intentando evitar que temblaran.

Petra hincó una rodilla en el sendero, arrastrando a la chiquilla a un abrazo, odiándose a sí misma por ofrecer tan magro consuelo.

—¡Chsss! —dijo entre el cabello de la niña.

Izzy se apartó sin embargo, con lágrimas corriendo libremente por sus mejillas. Miró a los hombros de Petra, aparentemente decidida a encarar una verdad que había estado negando durante años.

—Empiezo a pensar… que madre ni siquiera me echaría de menos… —Su voz se interrumpió cuando sollozó, pero cerró los ojos con fuerza, obligándose a continuar, a acabar el pensamiento—. No creo que le importe siquiera. Creo que quiere que me vaya.

Finalmente, se desplomó de nuevo contra Petra y permitiendo que la chica mayor la abrazara Izzy lloró; enormes sollozos descorazonadores, sollozos que rompían sobre los hombros de Petra como olas en el océano. Petra simplemente la abrazó y le acarició el cabello. Siempre había asumido que Izzy desconocía completamente el desdén que sentía su madre hacia ella, pero ahora veía que la joven lo había sabido todo el tiempo, muy adentro, en una secreta cámara enterrada en su joven corazón. Izzy había sido capaz de engañarse a sí misma sobre su madre durante once años, pero hoy ese engaño se había derrumbado. Phyllis, con su propia mano, había derribado aquella ilusión tan cuidadosamente edificada. Había sido sencillo. Sólo había hecho falta una única bofetada. En realidad, no había sido una gran bofetada; la marca en la mejilla de Izzy ya se había desvanecido. Pero había sido suficiente, y de algún modo Petra sabía qué, para Izzy, no había vuelta atrás.

—Si fuera una bruja todo sería más sencillo —barbotó Izzy repentinamente contra el hombro de Petra, con aliento cálido y feroz—. Si fuera una bruja, podría cambiar cosas. Podría hacerme más lista. Podría hacer que madre me quisiera. Pero no soy una bruja. Ni siquiera soy una auténtica muddle. Soy una bruddle.

Izzy se apartó de Petra de nuevo y miró hacia la cima de la colina cubierta de hierba, con los ojos aún llenos de lágrimas.

—Sólo soy una bruddle. Estoy atrapada en el medio y no puedo hacer nada bien. Tal vez madre tenga razón. Tal vez soy una inútil. Tal vez fuera mejor para todo el mundo que me marchara para siempre. Para siempre jamás.

Petra miró hacia la cima, siguiendo la mirada de Izzy. Allí, apostado como un centinela, en lo alto de la colina, estaba el árbol solitario del campo de su abuelo; el árbol al que Izzy siempre había llamado Árbol de los Deseos.

—¿Qué estás haciendo, Izzy? —preguntó Petra, con voz tan leve como un susurro.

Izzy contestó simplemente, con voz llana, sin apartar sus ojos de aquel enorme y retorcido árbol:

—Pido un deseo —dijo con su carita pálida y grave—. Eso es todo. Sólo estoy pidiendo un deseo.

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