Capítulo 1

Petra despertó con la primera luz del sol manando a través de sus cortinas andrajosas, pintando patrones dorados sobre la cama y las sucias, y principalmente desnudas paredes. Durante un momento, los patrones dorados de sol transformaron la habitación convirtiéndola en algo tranquilo y alegre. Eso simplemente puso a Petra un poco triste mientras yacía en su cama, parpadeando lentamente, su cabello oscuro esparcido al azar sobre la almohada, porque sabía que no era una imagen auténtica. Aun así, fue un momento agradable. En ese momento, antes de que empezara el desagradable bullicio de la mañana, intentó disfrutarlo.

Se oyeron pasos callados fuera de la no-del-todo cerrada puerta de su habitación. Una sombra se movió en la penumbra del pasillo. Petra sonrió muy ligeramente.

—Petra —susurró la voz de una chica—. Me dejé a Beatrice en tu habitación. ¿Puedo entrar a cogerla?

Petra suspiró y rodó de costado, apoyándose en el codo.

—Sí, entra. En silencio, por favor.

—Lo sé —replicó la chica, todavía cuchicheando. Abrió la puerta lentamente, intentando evitar que ésta rechinara pero rechinó aún más. La sonrisa triste de Petra se hizo un poco más amplia mientras observaba. La niña tenía el cabello dorado y rasgos pálidos, a pesar de sus mejillas y la nariz bronceadas. Lentamente, se arrastró al interior de la habitación, explorando el suelo, con ojos serios. Había ropa de muñeca esparcida sobre el entarimado desnudo a los pies de la cama. La chica espió un poco y sus ojos se abrieron. Se agachó, desapareció tras el pie de la cama y reapareció un momento después con una pequeña muñeca manchada de barro aferrada contra su pecho.

—Estaba preocupada por ella —susurró la chica, bajando la mirada a la muñeca entre sus brazos—. No le gusta estar sola de noche. Quiere dormir conmigo. La olvidé después de que estuviéramos jugando anoche, pero intenté enviarle pensamientos felices porque no podía volver a por ella de noche. Le dije en mis pensamientos que todo iría bien y que no tuviera miedo, y que volvería a por ella por la mañana. Además funcionó, ¿ves? Todavía está feliz. —La chica dio la vuelta a la muñeca, mostrando a Petra la gran sonrisa cosida en la cara de la muñeca.

Petra asintió con la cabeza, divertida.

—Es feliz porque su mamá la quiere mucho. ¿De qué tendría que preocuparse? Sin embargo, será mejor que la lleves a tu habitación antes de que tu madre te oiga. Si sabe que ya estamos despiertas…

—Puedo ser realmente silenciosa —declaró la chica gravemente—. Mira.

Con exagerado cuidado, la chica comenzó a salir a hurtadillas fuera de la habitación, alzando los pies como si estuviera pisando minas. Petra no puedo evitar sonreírle. En la puerta, la chica se detuvo y se giró.

—¿Esta noche otra vez, Petra? ¿Antes de luces fuera? Tú serás Astra esta vez y el señor Bobkins puede ser Treus. Yo seré la Bruja Marsh, ¿vale?

Petra sacudió la cabeza, más como muestra de diversión que como negación.

—¿No te cansas de esa historia, Iz?

La chica sacudió su propia cabeza vigorosamente.

—Antes de luces fuera —dijo de nuevo, haciendo que Petra lo prometiera. Un momento después se había ido, y fue, desde luego, notablemente silenciosa mientras se arrastraba de vuelta a su propia habitación. Desde abajo, Petra podía oír traqueteos y refunfuños en la cocina. No pasaría mucho antes de que Phyllis llamara a Petra e Izzy, anunciando a gritos el comienzo del día. Si pasaba eso, las cosas empezarían mal, a Phyllis le gustaba adherirse a un horario, y si tenía que llamar a las dos chicas para que bajaran, eso era señal de que ya irían retrasadas todo el día. Phyllis odiaba holgazanear, como ella lo llamaba. Odiaba los vagabundeos, que era como ella llamaba a cuando Izzy jugaba o exploraba. Phyllis no era la madre de Petra, no era su abuela, que había muerto hacía años. Phyllis ni siquiera era una bruja. Era, sin embargo, la esposa del abuelo de Petra, y era, a pesar de todas las apariencias, la madre de Izzy.

Suspirando, Petra sacó las piernas de la cama y cruzó el suelo hasta su armario, disfrutando de los últimos minutos de quietud y de las brillantes monedas de luz del sol que se esparcían alegremente a través de las andrajosas cortinas, como si cayeran sobre un hogar feliz y una chica feliz. Petra no era una chica muy feliz. Aun cuando escogía la ropa, los sueños de la noche rodeaban su cabeza, oscuros y zumbones, como una nube de moscas. Tenía el sueño casi cada noche ahora, y la cuestión era que casi se estaba acostumbrando a él. Ni siquiera era un sueño en realidad, sino un recuerdo reproducido una y otra vez, como una burla. En él, Petra veía a su propia madre, su madre biológica, a la que nunca había conocido. La madre del sueño sonreía, y era la misma sonrisa triste que la propia Petra lucía con frecuencia cuanto miraba a su hermanastra Izzy.

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En el sueño, Petra oía su propia voz gritar «¡Lo siento, mamá!» y cada vez, la Petra del sueño intentaba ahogar a la Petra del recuerdo para cortar esa declaración, para anularla. Como siempre, no podía, y cuando la voz de la Petra del recuerdo sonaba, la figura de su madre se desintegraba. Se colapsaba como una escultura de agua, salpicando sobre sí misma y derramándose sobre el suelo, trazando un curso hasta la ondeante charca verdosa de la cual Petra sabía que nunca reaparecería. La Petra del sueño intentaba gritar de angustia y desesperación, pero no podía emitir ningún sonido. En el sueño, saliendo de la oscuridad, otra voz hablaba en vez de eso. Era engañosa y enloquecedora. Petra intentaba no escucharla. Era una voz muerta. Pero se hacía difícil no oírla. Algunas veces, de hecho, Petra la oía incluso cuando estaba despierta. La oía en la trastienda de su propia mente, como si fuera una parte de ella. Petra tenía miedo de las cosas que decía la voz oscura. No porque no estuviera de acuerdo con ella, sino porque parte de ella… una parte secreta y profundamente enterrada… lo estaba.

Petra suspiró, recogió su ropa, y recorrió el pasillo hacia el baño.

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—Tenemos un día muy ocupado ante nosotras, chicas —dijo Phyllis bruscamente cuando Petra e Izzy entraron en la cocina—. Cinco minutos más haraganeando y no habríais tenido tiempo de desayunar. Sois conscientes de que no apruebo la pereza.

—Lo siento, madre —dijo Izzy cumplidoramente, trepando a una silla ante la mesa. Petra se sentó junto a ella y miró su plato; un trozo de tostada seca, cortada por la mitad, y un pegote de yogurt natural. Phyllis era una inquebrantable creyente en las comidas sanas. Su propia figura de palo era testimonio de ello, y estaba ferozmente orgullosa de su forma física. Silenciosamente, Petra añoró los desayunos en el Gran Comedor, las salchichas, los panqueques y los arenques frescos. Se recordó a sí misma que aquellos días estaban oficialmente acabados. La graduación había sido una semana antes. Ni Phyllis ni Izzy habían asistido, por supuesto, pero el abuelo de Petra había estado allí, llevando su único traje bueno marrón, que probablemente había estado de moda en algún momento a mitad del siglo pasado. Era difícil decir si se había sentido orgulloso de Petra cuando ésta aceptó su diploma del director Merlinus, pero al menos había estado allí, con sus cejas pobladas fruncidas en algo semejante a un cumplido ceño de aprobación.

Phyllis interrumpió los pensamientos de Petra con su voz zumbona y estridente.

—Tu abuelo ha pedido que le acompañes al campo sur esta mañana, Petra, no le hagas esperar. Izabella, ya sabes qué día es hoy, asumo.

Izzy miró a Petra, con los ojos muy abiertos. Petra formó con la boca la palabra «cabras».

—Cabras —respondió Izzy, hundida—. Las cabras no. Por favor.

—Ya hemos pasado por esto, Izabella —cantó Phyllis condescendientemente—. Si no recortamos sus cuernos, las bestias se harán daño a sí mismas. Es por su propio bien, como bien sabes. No quiero una palabra más al respecto.

Izzy tenía miedo de su madre, pero se excitó.

—Pero sangran cuando lo hago. ¡No quiero hacerles daño! Que lo haga Petra. Ella siempre puede hacerlo sin herirlas.

Phyllis se encrespó y fulminó a Petra con la mirada durante un momento.

—Eso es porque Petra es una insolente practicante de lo antinatural. No tendremos nada de esa infernal brujería en esta casa, como bien sabes. Fuera lo que fuera lo que tu hermana escogió hacer en esa horrible escuela es asunto enteramente suyo, pero esos días se han acabado, y a buenas horas. Ya es hora de que tu hermana encuentre algo útil que hacer con su vida. No permitiré ese tipo de cosas bajo mi techo, y su abuelo está completamente de acuerdo conmigo.

—Pero Madre —dijo Izzy, empujando su plato a un lado—. Me asustan las cabras.

—Eso es porque eres una simple, Izabella —dijo su madre prosaicamente—. Y es mi deber obligarte a superar ese defecto. Ya es bastante malo que hayas nacido así. No te mimaré animando tu estupidez natural. Lo he pasado bastante mal encontrando un lugar en la vida para ti. ¿Te gustaría que la Granja Correccional Percival Sunnyton te rechazara porque careces del juicio suficiente para manejar una sierra? —Izzy no respondió. Bajó la mirada a su pecho, haciendo un puchero con el labio. Finalmente, sacudió la cabeza.

—Es enteramente posible —dijo Phyllis jovialmente, retirando el desayuno apenas tocado de Izzy y dejando ruidosamente el plato en el fregadero—. Sólo piensa en la desilusión que serías para mí y para tu padrastro. Después de todo lo que hemos hecho por ti. El señor Sunnyton no paga mucho, pero es lo mejor que podemos esperar, y desde luego no es que no nos vayan a venir bien los ingresos. Y como bien sabes, es en realidad tu única oportunidad en la vida. Después de todo, ¿para qué otras cosas vale una cosita lerda como tú?

Petra se enfureció pero no dijo nada. Sabía por experiencia que defender a Izzy solo empeoraba las cosas. En vez de eso, captó la mirada de Izzy cuando Phyllis se dio la vuelta. Permitió que una sonrisa curvara la comisura de sus labios y alzó la muñeca ligeramente. Izzy miró a Petra, con los labios todavía fruncidos, y entonces vio la pequeña vara de madera sobresaliendo muy ligeramente por la manga del vestido de trabajo de Petra. Izzy sonrió inmediatamente y se cubrió la boca con las manos. Sacudió la cabeza de lado a lado, advirtiendo a Petra, pero sus ojos centelleaban alentadoramente. Subrepticiamente, Petra alzó el brazo, fingiendo estirarse. Al otro lado de la cocina, Phyllis extendió la mano hacia el grifo del fregadero, con intención de empezar a fregar los platos de la mañana. De repente, de la base del grifo salió un chorro de agua, como si de éste hubiera surgido un escape. Phyllis balbuceó y retrocedió torpemente mientras el agua la golpeaba directamente en la cara. Izzy amortiguó la risa entre las manos mientas Petra bajaba el brazo, deslizando su varita de vuelta a la manga. Desde la puerta tras ella llegó el sonido de alguien aclarándose la garganta. Petra e Izzy saltaron culpablemente y se giraron.

—El trabajo espera —dijo el abuelo de Petra desde la entrada, mirándola atentamente, sin sonreír. Iba vestido con sus viejos pantalones llenos de rozaduras y una camisa gruesa. Su cabeza en su mayor parte calva estaba roja por el sol.

—Warren —escupió Phyllis furiosamente—. Este fregadero está fallando otra vez. ¿Cómo se supone que voy a trabajar con herramientas tan defectuosas? Como si Izabella no fuera suficiente. ¡Creía que habías arreglado esta fuga!

—Parece que algunas fugas son peores que otras —dijo el abuelo de Petra, con los ojos todavía sobre Petra—. Cada cosa a su tiempo, mujer. Lo arreglaré a la vuelta. Vamos, Petra.

Cuando Petra se levantaba de la mesa, escondió en la palma un trozo de tostada que quedaba de su plato. Rodeó la mesa, pasando la tostada a Izzy. La chica menor la cogió y sonrió, mordiendo una esquinita.

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—Me alegro de que lleves tu palo contigo —dijo el abuelo de Petra con mordacidad mientras el carro rebotaba sobre el camino lleno de baches empujado por el único y viejo caballo de la granja. En la parte de atrás del carro, herramientas de granja y bolsas de fertilizantes rebotaban y rechinaban.

—No es un palo, abuelo —dijo Petra cansinamente—. Es una varita. Llámala como lo que es.

—No deberías acicatear a la mujer de la casa —masculló el abuelo—. Eso no hace las cosas más fáciles para nadie.

Petra suspiró. Habían tenido esta conversación muchas veces antes.

—¿Y qué hay de ti? Eres tú el que me pide que venga contigo para que pueda sacar con magia las rocas del campo y reparar las vallas ¿Y si averigua eso?

—No lo hará —respondió el abuelo tranquilamente—. Yo no lo contaré porque aprecio mucho tu ayuda, y tú no lo contarás porque esta es la única válvula de escape para tus habilidades.

—¿Mis habilidades? —dijo Petra, mirándole fijamente—. ¿Y qué hay de ti? ¿Has olvidado completamente quién eres?

—Sólo porque seas mi nieta eso no es excusa para ser insolente —dijo el viejo impasiblemente, haciendo chasquear las riendas. Petra sabía lo bastante del pasado de su abuelo para saber que él se oponía testarudamente incluso a discutirlo. Al contrario que otras parejas de antecedentes mágicos mixtos, Phyllis había descubierto la auténtica identidad mágica de Warren Morganstern muy pronto, y la había desaprobado vigorosamente, tanto es así que para acceder al matrimonio, Phyllis había insistido en que su prometido mago renunciara a su magia y rompiera su propia varita.

—He hecho mi elección —siguió el abuelo de Petras después de unos minutos de silencio—. Puede que no la entiendas, pero no necesitas hacerlo. Pronto te irás y no tendrás que volver a pensar en mí o en Phyllis nunca más. De hecho, considerándolo todo, me sorprende que hayas vuelto aquí, ahora que tu escolarización ha acabado y eres mayor de edad.

Petra no respondió a eso. La verdad era que no sabía por qué había vuelto. Siempre había asumido que, una vez fuera mayor de edad, nunca volvería a poner un pie en la casa en la que había crecido, y adiós muy buenas. Y aun así, una vez llegó y pasó su graduación, casi sin comprenderlo, Petra se había encontrado volviendo a la cama estrecha en la fría y yerma habitación que había conocido toda su vida. Quería marcharse, quería romper con todo y encontrar una nueva vida, y aun así, por razones que no entendía del todo, cada día se encontraba todavía allí. Tal vez fuera Izzy. Petra siempre se había ocupado de ella tanto como podía. La chica era ciertamente simple, como Phyllis le recordaba cada día, pero no era estúpida. Su inocencia resultaba secretamente deliciosa para Petra, que aprovechaba cada rara oportunidad para jugar con la niña, fugazmente y sin el conocimiento de Phyllis, antes de lo que Izzy llamaba «luces fuera» cada noche. Izzy era la única persona con la que Petra podía hablar de magia, aunque tenían que mantenerlo como un secreto juramentado. Izzy adoraba las historias de Petra sobre la escuela de magia, con clases de levitación, vuelos de escoba, y convertir cosas en otras cosas. Se deleitaba con las historias de Petra sobre la obra mágica, El Triunvirato, en la cual Petra había tenido un papel durante su último año de escuela. Durante sus fugaces momentos libres, Petra e Izzy caminaban alrededor del pequeño lago al borde de la propiedad. Allí, ocultas de la casa por una arboleda, Petra hacía pequeñas demostraciones de magia para Izzy, levitando sus muñecas y haciéndolas bailar, o transfigurando guijarros en diminutas mariposas cuando Izzy los lanzaba al aire. Una vez, Petra e Izzy estaban sentadas en el borde del pequeño embarcadero balanceando las piernas y observando a las libélulas tejer patrones sobre las ondeantes olas y estaban hablando de la misteriosa herencia mágica de Petra.

—¿De dónde vienes, Petra? —preguntó Izzy, levantando la mirada hacia ella y guiñando los ojos al sol de la tarde.

—No lo sé en realidad —había respondido Petra—. A tu padrastro… no le gusta hablar de ello.

—¿Es papá Warren un mago?

Petra se encogió ligeramente de hombros y miró hacia el agua.

—Desearía ser una bruja, como tú —dijo Izzy, inclinándose hacia atrás sobre sus manitas regordetas—. Pero no lo soy, ¿verdad?

Petra se giró y sonrió a su hermanastra.

—Yo no estaría tan segura, Iz. La forma en que puedes enviar pensamientos a tus muñecas. Es una especie de brujería, ¿no crees?

Izzy arrugó la cara pensativamente. Finalmente, dijo:

—Es un poco brujería, pero no realmente. Aunque no soy una auténtica muddle tampoco.

Hacía mucho que Petra había dejado de corregir a Izzy sobre terminología mágica. Sacudió la cabeza.

—No, no eres una auténtica muddle tampoco, Izz. Hay demasiada magia en ti para eso.

—Estoy justo en el medio —dijo Izzy firmemente, sentándose erguida de nuevo—. Atascada entre ser una bruja y una muddle. Eso no es tan malo, ¿verdad?

—Supongo que eso te convierte en una bruddle entonces, ¿no? —dijo Petra, con una sonrisa torcida.

—Soy una bruddle —estuvo de acuerdo Izzy—. Una bruddle rarita.

Petra sacudió la cabeza, riendo, y empujó a Izz, como si fuera a tirarla al lago.

Juntas, las dos chicas forcejearon y rieron juguetonamente mientras el sol bajaba sobre el lago, bruñendo su superficie, convirtiéndolo lentamente en oro.

—Phyllis se ha estado quejando de las arañas —dijo el abuelo de Petra, frenando el carro de un tirón y sacando a Petra de su ensueño.

—¿El qué? —preguntó ella, parpadeando.

—Arañas —repitió su abuelo, bajando al camino de tierra—. Abajo en el embarcadero. Ya sabes que le gusta tomar el té allí por las tardes. Estaba pensando que tal vez podrías limpiarlo para ella.

Petra entrecerró los ojos hacia su abuelo.

—¿Cómo sabes que estaba pensando en el embarcadero?

Warren Morganstern miró fijamente a su nieta.

—Yo no sé tal cosa. Phyllis lo mencionó antes esta misma mañana, eso es todo. No vayas a hacer correr el rumor de que soy una especie de mentalista o nunca me libraré de él.

Esa era su idea de una broma, pero Petra no sonrió. El hecho era que ella sabía que su abuelo no podía negar completamente su sangre mágica, aunque hubiera roto su varita en dos pedazos y los hubiera quemado en el fogón (y menudo fuego colorido había sido ese). La varita no hace al mago más de lo que un sobre hace a la carta. Warren Morganstern podía desde luego leer mentes, al menos de forma vaga y embotada, y esta habilidad parecía sólo haberse incrementado ahora que se negaba cualquier otra expresión de su naturaleza mágica. Petra no creía que lo supiera ni siquiera él mismo, pero ella había visto su habilidad en acción en incontables ocasiones. Era como cuando había vuelto de los campos con un ramillete de flores silvestres para Phyllis precisamente los días en que ella estaba más brusca e irritable, las flores la enfriaban justo lo suficiente para hacer la tarde soportable. Eran los pequeños comentarios que hacía al dependiente en el mercado, quien tenía tendencia a meter el pulgar en la balanza de los pedidos de todo el mundo, pero nunca en los del abuelo. Era la sincronización de las pocas palabras de alabanza o afecto rígido que ofrecía a Izzy o incluso a la propia Petra; raras, pero siempre cuando más se las necesitaba y apreciaba. El abuelo no era un hombre de corazón fuerte, pero no era mezquino. Y aun así, a pesar de Phyllis y su propia renuncia voluntaria, era un mago.

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—¿No tienes algún tipo de spray insecticida para matar arañas? —se quejó Petra, bajando del carro y sacando su varita de la manga—. La ferretería tiene pasillos llenos de ese tipo de cosas, ¿no?

—Tu sistema es más limpio —replicó su abuelo, saliendo al campo—. Por no mencionar más barato.

Petra suspiró y siguió a su abuelo. Todavía estaban a la vista de la casa, cerca de la cima de la colina con vistas a la granja entera. Al menos la mañana le permitiría algunos pequeños placeres, levitando rocas que habían quedado al descubierto por el arado del abuelo. Ya había una pila sustancial de ellas en la base del árbol grande y nudoso del centro del campo… el «Árbol de los Deseos», como lo llamaba Izzy sin ninguna razón en particular. Phyllis había asumido que Warren y Petra extraían las piedras a mano, y era tan egocéntrica que no le había dedicado un segundo pensamiento. Eso era bueno, ya que si hubiera prestado más atención, había visto que algunas de las piedras de la pila habrían sido más exactamente descritas como enormes rocas. Muchas de ellas eran demasiado pesadas para que incluso un hombre en forma pudiera levantarlas, y mucho menos un huesudo anciano de setenta años y una adolescente.

Warren señaló, y Petra vio una cúpula lisa de piedra marrón que sobresalía ligeramente de la tierra labrada. Tenía una grieta brillando donde la caña del arado la había marcado, y Petra pensó por un momento que parecía la calavera de una víctima de asesinato enterrada. El pensamiento no la desalentó, como sabía que debería haber hecho. Apuntó su varita y la agitó. La roca se arrancó de la tierra con una especie de sonido húmedo y desgarrado y flotó en el aire, girando lentamente, con trozos de tierra húmeda cayendo de ella. Petra la miró fijamente. No era una calavera, y comprendió, curiosamente, que se sentía un poco decepcionada.

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No había ninguna tumba oficial para los padres de Petra, no por lo que a ella concernía. Ahora sabía que estaban, de hecho, enterrados en alguna parte, pero eso no constituía una tumba. No realmente. Por una sola razón, no estaban enterrados juntos, como debían marido y mujer. Su madre, que había muerto al dar a luz a Petra, estaba enterrada en algún sórdido cementerio olvidado de Londres. Petra ni siquiera sabía el nombre de éste, y nunca había estado allí. No quería ir tampoco. No quería ver el nombre de su madre grabado sobre una de las muchas lápidas, apiñada con docenas de otras, inclinadas y agrietadas, como dientes podridos. Su padre, por otro lado, estaba enterrado en una catacumba anónima bajo la prisión mágica que había sido su último y trágico hogar. Sólo recientemente Petra había averiguado esto, en su último curso de escuela, el día de su cumpleaños. Su padre había sido asesinado mientras era prisionero, una venganza equivocada tomada por los guardias por «proteger» a los villanos a los que su padre ni siquiera podía dar nombre. Nadie había reclamado su cuerpo, y este simplemente había sido echado al laberinto de cuevas bajo la prisión, junto con otros presos olvidados que murieron dentro de esas horribles paredes. Petra no podía soportar pensar en ello; sus padres, utilizados y manipulados, aplastados hasta la muerte por los engranajes de una batalla que ellos ni siquiera entendían, e instantáneamente olvidados por ambos bandos de esa batalla, inmediatamente pisoteados mientras la guerra proseguía, insensata y estúpidamente. En el fondo, Petra odiaba a ambos bandos.

Así pues, había hecho su propia tumba para sus padres. Hacía años y años, cuando era muy pequeña, Petra había encontrado una pequeña hondonada en el bosque que separaba la granja del pequeño lago, y allí, su pequeña mente infantil había decidido que haría la tumba. Entonces no había entendido lo que significaba una tumba. Sólo sabía que sus padres estaban muertos, y a la gente muerta se le hacía monumentos de piedra, como tótems, para ayudar a los demás a recordarles. Sabía que los monumentos de sus padres debían estar juntos, así podrían consolarse el uno al otro en la muerte. Sin pensar en ello, Petra había movido algunas piedras para las tumbas, apilándolas cuidadosamente, sin siquiera tocarlas. La joven Petra estaba familiarizada con la magia incluso entonces, y la necesitó para dar forma a los monumentos de sus padres, sin decirle nunca a nadie lo que estaba haciendo. La magia de Petra tendía a molestar a la gente, aunque ella no entendía por qué. Después de todo, la abuela y el abuelo eran mágicos. Les había visto usar magia montones de veces en la granja y en la casa, había observado como el abuelo podía hacer que el interior del viejo mirador del lago al final del embarcadero se hiciera mucho más grande por dentro que por fuera, así podían celebrar fiestas dentro si querían. Y aun así la magia de Petra parecía asustar a sus abuelos por alguna razón. Como consecuencia de ello, Petra había aprendido a no utilizarla delante de ellos. Usaba las manos para cargar los cubos de leche del establo a la casa, en vez de hacerlos flotar, lo cual era mucho más divertido. Cerraba las cortinas de la sala tirando del cordón, en vez de simplemente pensar que se cerraran. Y definitivamente no utilizaba sus pensamientos para matar las ratas del sótano, aun cuando la asustaban mucho, con sus ojos relucientes en la oscuridad, escurriéndose entre los sacos de arpillera de patatas y remolachas. Petra nunca olvidaría la cara blanca de su abuela cuando había subido del sótano una mañana, el día después de que Petra hubiera comprendido que podía matar a las ratas con el pensamiento. Su abuela simplemente había cogido a Petra de la mano, la había conducido fuera hasta el álamo, arrancado una vara larga, y azotado a Petra en una mano vigorosamente; cinco golpes punzantes, uno por cada rata muerta en el suelo del sótano. Petra sabía que su abuela tenía casi tanto miedo a las ratas como ella misma, y aun así la cara blanca de su abuela y la delgada línea roja de su boca le decían a Petra que, en ese momento, inexplicablemente, su abuela tenía incluso más miedo de la chiquilla que lloraba delante de ella.

Así, en secreto, la pequeña Petra había sacado las piedras de la tierra para la tumba de sus padres, sin varita, simplemente señalando con los dedos de su manita. Levitándolas sin esfuerzo, había apilado las piedras, haciendo que encajaran perfectamente juntas, hasta que hubo dos pilas, dos montículos de piedras, cada uno ligeramente más alto que la pequeña que los había hecho. La pequeña Petra se sintió un poco mejor entonces. La tumba parecía correcta y justa. Cuandoquiera que Petra se sentía particularmente solitaria o temerosa, acudía a hurtadillas a la tumba provisional. Incluso antes de que su abuela hubiera muerto, antes de que la magia desapareciera de la granja y la horrible Phyllis hubiera ido a vivir con ellos, incluso antes de que el mirador se hubiera separado del extremo del embarcadero y hundido en el lago, incapaz de sostenerse por sí mismo sin la magia del abuelo. Petra acudía furtivamente a la hondonada del bosque. Incontables veces, a lo largo de sus años de niñez, Petra acudiría, con frecuencia a escondidas en medio de la noche. Se sentaría en un gran árbol caído ante los montículos de piedra, y hablaría con ellos, sus padres perdidos hacía tanto tiempo, a los que nunca había conocido, cuyas caras ni siquiera reconocería.

Petra era mucho más alta que los montículos de piedra ahora, pero todavía iba algunas veces, como había hecho ahora. Todavía se sentaba en el viejo árbol caído, que largo tiempo atrás se había convertido en un amasijo de flores silvestres y hierba azotada por el viento. Incluso todavía, a veces hablaba con sus padres, pero raramente en voz alta ya.

Al contrario que la pequeña Petra que había construido las tumbas, la Petra mayor sabía que sus padres ya no podían oírla. Y también al contrario que la pequeña Petra que había construido las tumbas, la Petra mayor sabía el aspecto que tenían sus largamente desaparecidos padres. Había visto sus caras docenas de veces durante el año anterior, suficientes para tenerlas grabadas en la memoria. Les había visto mirarla desde las aguas de una charca mágica secreta, sus caras tristes pero amorosas, y en la charca habían estado juntos. Esa era una parte importante del recuerdo. Había estado juntos en la misteriosa charca, y Petra tenía la secreta sensación de que era a causa de la tumba que ella había construido; los montículos de piedra habían unido a sus padres en la muerte, y se alegraba de ello. En el reflejo verdoso de la charca, Petra había visto que sus padres habían sido gente bien parecida, si bien simples; de buen corazón, pero ingenuos. Petra no los odiaba por eso. Nadie odia a un conejo porque sea demasiado simple para evitar meterse en una trampa. Uno compadece al conejo, y odia a los asesinos que pusieron la trampa, que estaban dispuestos a aprovecharse de la humilde candidez del conejo, y sin más razón aparte de utilizar y matar.

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Petra se sentó delante de las tumbas, pensando en las caras de sus padres, imaginando que podía verlas en las mismas rocas de sus montículos funerarios. Las piedras apiñadas nunca se habían separado o soltado. De hecho, una red de enredaderas florecientes había crecido sobre los montículos, fortaleciéndolos y haciéndolos hermosos. Petra ya no podía recordar si había hecho que crecieran las enredaderas allí utilizando magia, pero creía que era probable. Nunca había tenido que colocar flores en las tumbas de sus padres, porque las enredaderas siempre florecían cuando ella quería; flores oscuras con filamentos amarillos, exuberantes y vibrantes, hermosamente fragantes. Incluso en el más crudo invierno, cuando el resto del bosque era un tablero negro y blando de esterilidad, las enredaderas podían tener flores siempre que Petra lo deseaba. No siempre hacía que ocurriera, pero a veces lo sentía correcto. Algunas veces lo sentía necesario.

Mientras el sol de la tarde se filtraba a través de los árboles, pintando patrones en movimiento sobre las tumbas, Petra no hizo que las enredaderas florecieran. No sabía si lo volvería a hacer alguna vez. Había visto las caras de sus padres muertos en el agua, y había hecho la elección de no arrastrarlos fuera de esa agua, no traerlos de vuelta al mundo de los vivos. Tal vez la misma promesa de su retorno había sido una mentira. Petra intentaba convencerse a sí misma de que había sido simplemente un truco malvado, que ninguna magia podría traer verdaderamente a sus padres de vuelta, a pesar de lo mucho que ella lo deseara. Pero había visto a su madre saliendo de esa charca, la había visto allí de pie, sólida y real, su cara sonriendo con amor, observando a Petra. Todavía la veía casi cada noche en sus sueños, y observaba ese último momento cuando ella, la Petra del sueño, escogía denegar ese retorno. Había parecido lo más valiente y correcto en ese momento… negarse su más profundo deseo para salvar la vida de otro. Incluso ahora, cuando Petra miraba abstraída a la tumba secreta de sus padres, sabía que había hecho la elección correcta. ¿Pero por qué, entonces, se sentía tan, tan perdida? ¿Por qué luchaba con tan aplastante y hechizante sensación de pérdida? ¿Por qué, por encima de todo, sentía el horrible peso del miedo de que, de algún modo, de alguna manera monumental, hubiera fallado a sus padres perdidos hacía tanto tiempo?

El viento sopló, arremolinando hojas muertas a través de la hierba alta y suspirando una nota aguda en la canopia de los árboles, en las mismas enredaderas que abrazaban las tumbas gemelas. Petra miró fijamente a las tumbas, sus grandes ojos azules y chispeantes, sin ver, perdidos en el sueño y las palabras enloquecedoras de la voz en lo más profundo de su mente.

No hizo que las flores rojas florecieran.

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Esa tarde, después de fregar los platos de la cena y limpiar la cocina con ayuda de Izzy, Petra anunció que se iba a dar un paseo al lago.

—Como quieras —replicó Phyllis indiferente, las comisuras de sus labios cerradas alrededor de un par de alfileres mientras recogía el ruedo de uno de los vestidos de Izzy—. No olvides barrer el pórtico antes de irte a la cama durante el resto de la noche. Que yo no vea ese desastre de tierra que tú y tu abuelo dejasteis en la puerta cuando salisteis esta mañana.

Petra apretó los labios pero no respondió. La puerta mosquitera dio un golpe cuando se marchó, saliendo a la rojiza luz de la tarde. Un momento después, se oyó un discurso y el golpe de la mosquitera de nuevo cuando Izzy salió corriendo, siguiendo a Petra. Petra sonrió un poco, ralentizando el paso sin mirar atrás. Izzy la alcanzó e igualó su paso, pisando alegremente sobre los parches de brezo.

—¿Tu madre sabe que vienes conmigo? —preguntó Petra después de un momento.

Izzy asintió con la cabeza.

—No me necesita hasta que haya acabado el ruedo de mi nuevo vestido de trabajo. Quiere que me lo pruebe antes de que acabe la noche. Cree que es su única oportunidad de arreglarlo antes de que me marche a casa del señor Sunnyton la próxima semana. Pero no se hará de noche hasta dentro de otra hora, así que dijo que podía venir si nos apresurábamos en volver. Y dijo que te dijera que no me dejaras acercarme al embarcadero porque me caeré porque soy una torpe y un taburete de dos patas y nado como un guijarro.

Petra sintió el calor subirle a las mejillas otra vez, pero solo bajó la mirada hacia Izzy y le alborotó el cabello. Por razones que Petra no podía ni comenzar a entender, Izzy amaba a su madre, lisa y llanamente, sin cuestión. Confiaba en todo lo que Phyllis decía, incluso cuando era insultante y degradante para Izzy. Por supuesto, era cierto que Izzy no era particularmente lista. Había nacido con un defecto que Petra no entendía, excepto porque hacía a Izzy más lenta para captar las cosas que los demás niños de su edad. Por otro lado, sin embargo, el mismo «defecto» parecía dotar a Izzy de una hermosa dulzura y disposición simple. La muchacha era incansablemente leal, confiada y afectuosa, incluso con Phyllis, cuando ésta lo permitía. De algún modo, fracasaba totalmente al ver que su propia madre apenas la aprobaba, y que incluso se avergonzaba de ella. Raramente Phyllis permitía a Izzy acompañarla al pueblo, y cuando lo hacía, a Izzy se le prohibía hablar, y se le ordenaba caminar inmediatamente detrás de Phyllis, permaneciendo «fuera del paso y fuera de problemas».

—¿Te alegra empezar a trabajar en la granja del señor Sunnyton la semana que viene? —preguntó Petra ligeramente.

Izzy soltó un enorme suspiro.

—Sí, supongo. ¿Pero, y si es realmente duro?

Petra se encogió de hombros y no dijo nada.

—Madre dice que sólo tengo que quedarme allí durante la semana. Eso significa que puedo volver a casa sábados y domingos, y ver a todo el mundo y tener tiempo para escabullirme un poco. Madre dice que el señor Sunnyton no permite que nadie se escabulla del trabajo de la granja, ni siquiera antes de que se haga de noche. ¿Crees que es cierto?

Petra caminaba, mirando a la hierba alta que bordeaba el sendero.

—Imagino que habrá algo de tiempo para escabullirse, Iz. Puedes tener algo de tiempo para ti misma, pero debes ser lista al respecto. Tal vez después de la cena, como hacemos aquí a veces.

Izzy consideró eso. Después de un rato, sonrió un poco.

—Si fuera una bruja, empezaría la escuela en vez de ir a la Granja Correccional del señor Sunnyton, ¿verdad?

Petra asintió con la cabeza, sin sonreír.

—Eso sería maravilloso —se entusiasmó Izzy—. Podría conseguir mi propia varita mágica y aprender a hacer cosas asombrosas. Madre cree que no le gusta la magia, pero si yo fuera una bruja, lo vería de otro modo, creo. Vería lo agradable que es tener una hija mágica que pueda ayudarla en la granja. Aprendería todo tipo de modos nuevos de hacer que pasaran cosas con magia, así ella no tendría que trabajar tan duro. Eso la haría feliz, ¿no crees?

Petra soltó un profundo suspiro.

—Probablemente tengas razón, Iz.

—Sin embargo, madre dice que la escuela no es en absoluto tan genial —dijo Izzy, saltando sobre la raíz de un árbol—. Especialmente para alguien como yo. Dice que debería alegrarme de no tener que ir, porque vería lo diferente que soy de las otras chicas y chicos.

Petra apretó los labios firmemente. Finalmente, justo cuando las dos rodeaban la extensión de árboles, dijo:

—¿Entonces no debería dejarte subir al embarcadero conmigo?

—No, creo que está bien —replicó Izzy, inclinando la cabeza en una caricatura pensativa—. Me quedaré a la mitad, como siempre. Tú me echarás un ojo. Madre no lo sabrá.

Mientras se aproximaban al embarcadero, el lago permanecía silencioso, liso y vidrioso, reflejando el cielo rojo como un enorme espejo. Petra se detuvo en los escalones que bajaban al embarcadero.

—Voy a matar a las arañas, Iz —dijo, volviéndose para mirar a la chica—. ¿Eso te molestará?

—Ugh, no —respondió Izzy con un estremecimiento—. Las odio. Se sientan ahí en medio de sus telas mirándome mientras paso a su lado, saltando arriba y abajo cuando el viento sopla, como si desearan que yo fuera lo bastante pequeña para quedar atrapada en su red y así poder cogerme. Odio las arañas.

—Las arañas no son malas, Iz —dijo Petra perezosamente, pisando sobre la madera combada del viejo embarcadero—. No están interesadas en ti. Cogen un montón de otros bichos que son mucho peores. Los moquitos desean picarte, pero hay muchos menos de ellos, porque las arañas se los comen.

Izzy se estremeció y se abrazó a sí misma, dando el primer paso sobre el embarcadero.

—No me importan cuando no puedo verlas, como las de afuera en el campo. Sólo no me gustan las de aquí. Me miran.

Petra sacó su varita y dedicó una sonrisa ladeada a su hermanastra.

—No te mirarán mucho más. Esto sólo llevará unos minutos. ¿Por qué no te quedas ahí atrás y no miras, vale Iz?

Izzy asintió fervorosamente y se dio la vuelta. Casi instantáneamente, se distrajo con una extensión de rocas blancas cerca de la orilla. Empezó levantarlas del suelo y tirarlas al lago, formando entrelazados patrones de anillos de ondas sobre la superficie lisa.

Petra suspiró y apuntó su varita. Ya no era capaz de pensar simplemente en las arañas y matarlas, como había hecho de pequeña. Por aquel entonces, como con las ratas, había podido ver directamente en las mentes de las diminutas criaturas, encontrar esa única chispa de vida, como una vela en una caverna, y simplemente apagarla. Siempre había sido buena entendiendo como funcionaban los cuerpos y como arreglarlos. A causa de eso, a lo largo de su vida en la granja, casi nadie había enfermado particularmente o había resultado seriamente herido. El abuelo trabajaba más duro de lo que un hombre de su edad debería, y aun así cada mañana despertaba fresco y ágil, sin ninguna dolencia persistente. No había artritis ni en sus articulaciones ni en las de Phyllis, ni huesos quebradizos o corazones o pulmones débiles. Cuando Petra era pequeña, había trabajado secretamente en los cuerpos de los adultos sin ni siquiera intentarlo realmente. Asumía que era simplemente tarea de los niños mantener a los adultos, mirarlos a hurtadillas desde el otro lado de la habitación, encontrar las debilidades, y animar cuidadosamente a sus cuerpos a repararlas. Si al menos la pequeña Petra hubiera entendido la naturaleza del cáncer, podría haber podido salvar la vida de su abuela. Había visto la oscuridad allí, creciendo en el interior del cuerpo de su abuela, pero no podía entrar en ella, no podía averiguar lo que era o si era bueno o malo. La abuela finalmente acudió a los médicos, pero ni ella ni el abuelo habían contado a la pequeña Petra que el cáncer era lo que se la estaba comiendo. Pronto, la abuela murió, y su cuerpo entero se había vuelto oscuro para Petra. La pequeña se sintió de algún modo responsable de ello, pero no mucho. Era una chica notablemente pragmática, e incluso en mitad de su pena, había sentido algo de furia contra sus abuelos. ¿Por qué no habían hablado a Petra de la enfermedad de la abuela para que pudiera intentar arreglarlo? Parecía demasiado egoísta y destructivo haberlo mantenido en secreto. Y luego, gradualmente, Petra empezó a entender que sus abuelos no sabían nada de sus talentos especiales. No tenían ni idead de que podía ver dentro de ellos y ayudar a sus cuerpos. Y entonces, a la zaga de esa comprensión, se le ocurrió a la pequeña Petra que tal vez sería mejor que no lo supieran. Tal vez eso sólo les asustaría, como tanta de la otra magia de Petra. Por primera vez, Petra empezó a entender por qué su magia podía preocupar a otros. Después de todo, podía utilizar la mente para entrar dentro de sus cuerpos y ayudarles, tal vez temieran que decidiera usar las mismas habilidades para hacerles daño. Como hacía con las ratas. Pero, por supuesto, Petra sabía en su corazón que ella nunca haría eso a la gente que le importaba. ¿Por qué iban a preocuparse por eso? ¿Qué había hecho Petra para hacerles temer que pudiera hacerlo?

De cualquier manera, la pequeña Petra decidió que sería mejor no hablarles de esta clase especial de magia; la magia de dentro-del-cuerpo. Como la levitación y el mover cosas con la mente, empezó a hacerlo cada vez menos. Y lentamente, con el paso del tiempo, empezó a olvidar como hacer esas cosas totalmente. Empezó a perder fuerza en los músculos mentales secretos que hacían que ocurriera la magia. Ahora, simplemente aliviaba las articulaciones y músculos de su abuelo, y se ocupaba de que Phyllis no tuviera dolores fuertes en los dedos y rodillas, donde era propensa al reumatismo. Petra no hacía eso porque le importara Phyllis, sino porque, por razones que no llegaba ni a suponer, le importaba a su abuelo.

Petra ya no podía pensar simplemente en las arañas del embarcadero y matarlas, como hacía cuando era pequeña. Ahora, tenía que utilizar su varita, pero incluso así, no tenía que pronunciar las maldiciones en voz alta. Poca gente sabía esto. Petra había aprendido a mantener muchas de sus habilidades en secreto, incluso para sus amigos y profesores de la escuela. Era bastante buena lanzando hechizos sólo con sus pensamientos, aun cuando necesitaba la varita para hacer que ocurrieran. Lentamente, Petra paseó a lo largo del embarcadero, apuntando la varita hacia las telarañas que festoneaban los pilares y produciendo diminutos, casi imperceptibles, destellos verdes. Las arañas caían muertas de sus redes, con las patas tiesas y encogidas. Como el abuelo había insinuado, había un gran número de ellas. Para cuando Petra alcanzó el final del embarcadero, donde el viejo mirador había estado adjunto una vez, los tablones maltratados por el clima estaban cubiertos de arañas sin vida.

—¿Están todas muertas? —gritó Izzy, todavía negándose a mirar hacia el embarcadero desde su posición en la costa rocosa—. No quiero verlas.

—Están muertas —respondió Petras—. Podrás subir en un minuto.

Volvió sobre sus pasos a lo largo del embarcadero, pisando sobre las arañas muertas y apuntando la varita. En la base del embarcadero, se dio la vuelta y apuntó con la varita de nuevo. Sin una palabra, un chorro de aire empezó a soplar desde la punta de ésta. Petra lo utilizó para empujar los diminutos cadáveres hacia el final del embarcadero, pensando bastante morbosamente que las patas encogidas las hacían parecer diminutos rastrojos negros y marrones. La piel de Petra se erizó un poco a la vista de ello, pero sólo un poco.

Para cuando alcanzó el extremo del embarcadero, el sol se había hundido completamente bajo el horizonte, pintando el cielo de un brillante y ardiente rojo y convirtiendo el lago en un espejo de sangre. Petra agitó la varita, enviando la nube de arañas muertas a resbalar por el borde del embarcadero y al agua. Las observó golpear la superficie, donde flotaron y después, lentamente, empezaron a hundirse.

Mientras las arañas bajaban a las oscuras profundidades, algo más pareció alzarse hacia la superficie, brillando tenuemente, casi resplandeciendo, siempre demasiado débil.

La cara de Petra no cambió, pero su corazón se detuvo durante un largo momento, y después empezó a palpitar, luchando por atrapar a sus pensamientos que corrían a toda velocidad. Tenía que ser un truco de la luz, o simplemente su propia imaginación hiperactiva. Llevaba soñando ese sueño ya tanto tiempo que éste se filtraba incluso en sus horas de vigilia. Eso tenía que ser. Simplemente no había modo de que pudiera estar viendo realmente una forma que parecía estar ascendiendo, a la deriva justo bajo la superficie del agua tintada por la puesta del sol. Era una cara. Petra la reconoció, por supuesto. Casi pudo convencerse a sí misma de que era meramente un truco de la luz, simplemente una extraña complejidad de crepúsculos y sombras bajo la superficie del agua, producida por la débil silueta del olvidado mirador que yacía muerto en el fondo del lago directamente bajo ella.

Pero no era eso. Era la madre de Petra. Su cara alzaba la mirada hacia Petra, justo como había hecho desde la charca verdosamente ondeante durante su último año escolar. Petra había creído que nunca vería esa cara de nuevo, aparte de en sus sueños, pero aquí estaba, fantasmalmente débil, casi perdida entre las sombras de las profundidades.

Fueron las arañas, pensó Petra de repente, su corazón martilleaba, su cara todavía estaba en blanco mientras miraba hacia abajo con los ojos abiertos del par en par. ¡Las arañas! Las maté y las envié al agua, justo como se suponía que tenía que hacer en la cámara de la charca. Sólo que entonces, la muerte se suponía que había de ser un asesinato, un sacrificio humano. «Sangre por sangre», había dicho la voz en lo más profundo. «Ese es el único modo de cumplir cabalmente los requerimientos y traer equilibrio. Ese es el único modo de traer a tus padres de vuelta». Las arañas no había sido suficiente para cumplir el trato, pero sí para producir el más débil y trémulo de los reflejos.

—¿Qué ves? —dijo Izzy de repente, su voz llegaba directamente de detrás de Petra. Petra jadeó y se dio la vuelta, comprendiendo que no había tomado aliento desde hacía varios segundos. Izzy se detuvo de repente en medio del embarcadero, con los ojos muy abiertos—. ¿Qué? ¿Qué pasa, Petra?

Petra obligó a su voz a sonar normal.

—Nada. Sólo estaba mirando. Todavía se puede ver el mirador ahí abajo cuando la luz es la adecuada. Es… un poco espeluznante.

—Genial —dijo Izzy, avanzando de nuevo para unirse a Petra al final de embarcadero—. Me gusta lo espeluznante. Déjame ver.

Cuando las chicas miraron abajo, la luz había cambiado ligeramente. Petra quedó aliviada al ver que la trémula imagen de la cara de su madre había desaparecido.

Si estuvo alguna vez realmente allí, dijo parte de la mente de Petra. Lo imaginaste. No fue real. Nunca fue real. Pero la voz no tenía ningún poder. Petra sabía lo que había visto. Le sorprendía que esa voz fantasmal en lo más profundo de su mente permaneciera silenciosa ahora, pero tenía la sensación de que estaba allí no obstante, alerta, observando, esperando.

—Lo veo —susurró Izzy, señalando tentativamente—. Ahí abajo. Está todavía ahí, aunque creíamos que había desaparecido. ¿Ves?

Petra asintió lentamente. Igualando el susurro conspirador de Izzy, dijo:

—Lo veo, Izzy. Todavía puedo verlo.