Sigüenza y otros
Va destilándose el día por las bóvedas y vigas del pinar. Enebros y madroños maduros. Olor de germinaciones. Hilos de luces. Pasan las arañas por sus colgadas veredas; palpitan en el centro de sus ruedas de plata. Los aviones de las libélulas se tienden y vibran cogidos al temblor de una gramínea; se ve ondular su vida, ensortijada de verde, de rojo, de negro. Desaparecen y vuelven a la misma brizna. El cántico de un pájaro invisible traspasa la honda frescura del bosque. La inmensidad y la eternidad en su breve y encendida vida. El cántico de un avecita del cielo sumergió en un éxtasis de siglos a un santo anacoreta. Sigüenza, transido oyéndolo, se apasiona más por la tierra.
No hay ejemplo ni libro que le comunique el desvío del mundo de las gentes con tan claro goce como el animado sosiego de los pinares, ese sosiego que contiene el prurito de que se nos acabe. Menosprecio y renunciamiento de todo desde aquí; y aquí se quedó hace veinte años este pinar.
Se presentó un mántido de color translúcido de cebada. Puso las manos juntas y devotas. Oscilaba en las ballestas de sus zancos. Iba volviendo con remilgos la miniatura de su cabeza, y paró sus tallados ojos en los de Sigüenza; y esa mirada, sin soltarse de la mirada del hombre, le vigilaba también los dedos.
Sigüenza, por persuadirle y persuadirse de que era injusto tanto recelar, se acostó y cerró los párpados; pero cuando los abría, siempre le esperaba el mántido. Una desconfianza tan ruin tal vez inspira ruines designios. Sigüenza se le precipitó y no pudo cautivarlo. Mejor. Mejor; pero casi ¡qué lástima! Y levantose de allí para sentirse más solo.
Los pinos grandes estaban señalados por el hacha del mercader. De la llaga del tronco salía la goma en venas, con su telo y su pulso, y en gotas desnudas cristalizadas. Hace veinte años, los pinares de Aitana no eran mercadería, sino naturaleza y soledad. Los viejos pinares de Aitana van perdiendo sus techos; les entra más el sol, el sol crudo de los derribos. Nos lo explicamos diciendo: la carretera, la vida moderna; ¡la vida moderna que comenzó en 1914! ¡Esa vida moderna que ha internacionalizado hasta el Oriente! Pero ¿la vida moderna? ¿Oriente? Hiram, rey de Tiro, taló bosques del Líbano para que su amigo el rey de Judea labrase el templo del Señor. En 1574, un viajero contó veintiséis cedros excelsos. El último Baedeker de Siria y Palestina nos dice que del humus secular del monte insigne suben siete cedros venerables. No quedan más de su rango. Los que fueron gloria del Líbano pasaban de treinta metros de altitud. Hiram y Salomón cortaron miles de estos árboles. Y Sigüenza se complace en imaginar las armadías hasta los muelles de Jafa, y, desde allí, las caravanas que transportan los enormes troncos por wadis y sierras hasta los collados de Jerusalén. En cambio, le alborota que se vendan los pinos de Aitana y se los lleven a las aserrerías en camiones Ford o Berliet. Si le falta lógica forestal, pensemos que Sigüenza no estuvo mil años a. de J. C. en el Líbano, sino que está actualmente en su comarca.
Las frondas reciben y se envían la circulación de los aires de ruidos marineros de espumas, y huelen a pueblo, a reposo de hace veinte años. Se le acerca su pasado a Sigüenza respirando en la exactitud de su conciencia de ahora. Otra vez.
Sentirse claramente a sí mismo, ¿era sentirse a lo lejos, o en su actualidad? Pero sentirse en su actualidad, ¿no era sentirse a costa de entonces, de entonces, que iba cegado por el instante? Y al inferirse y extraerse de él, saciándose de su imagen desaparecida, ¿no alcanzaba una predisposición a la felicidad que no fue entonces, cuando pudo ser, ni es ahora, porque ya pasó, y sin realidades, y por no tenerlas, encontraba una fórmula de plenitud?
Así, el arte, para Sigüenza, es un estado de felicidad que se crea en nosotros sin motivos concretos de nuestra vida; es apoderarse de una parcela del espacio, de una hora, ya permanente por la gracia de una fórmula de belleza; es no perdernos del todo para nosotros; reacción y compensación de las realidades.
Salían dos peñas tajadas en aceros y rojos, en platas frías y azules, que se coronaban de cuervos. Flacos y mozones se holgaban en un corro de risas de hogueras pringosas. Se les oía un ruido de goznes y de faldón sacudido, un sorbo gangoso de su nariz de pico glacial. Colgándoles las patas, sosteniéndose con un aleteo corto, se pusieron a pastar el azul. Todavía el cielo, aquí, tiene episodios agrestes de paisajes antiguos; el de los pueblos de la Marina está ya casi expropiado.
Más cuesta arriba, quietud y silencio de Aitana en Sigüenza. Años y leguas en una contemplación estructurada, denominada y comprendida desde la última piedra del cabo Toix, que se comba en el mar, hasta la hoz de Confrides. Silencio y tiempo, y en el centro, un cigarrón frotaba sus élitros, tan humildes, tan frágiles, y eran como bronces que medían la quietud desnuda y eterna.
Cerca del collado se le ciñe a Sigüenza un aire de claridad, aire puro de roca, tan fino, que no da olor; y a mediodía va cayendo y deshojándose; y entonces sube un vaho de montaña. (Ayer descansó Sigüenza en el jardín de Orduña. Un creciente de luna iba escondiéndose detrás de este collado, enfriándole de oro los bordes; y cuando se apagaron las piedras, se apretó el silencio del atardecer. Todo desamparado, sin nadie: los caminos, las laderas, los huertos. Todo inmóvil: los follajes, los humos, la brisa; y en la intimidad del silencio, los nardos del jardín dieron su olor. Un soplo, una palabra, hubieran empabilado el aroma.) En el silencio suben rectos los olores; silencio hasta del aire, como en ese mediodía de Aitana.
A pesar del peligro y descrédito lírico de lo panorámico, no puede Sigüenza negarse al goce divagador sobre los mapas miniados y plásticos de los montes, de las porcelanas agronómicas, de las curvas azules. Flojo el cuadrante, suelta la rosa de nuestra óptica, se vuelve y revuelve por todos los rumbos hasta descarnar la angustia de nuestra ansia. Entonces dejan los ojos de planear para parpadear, prendiéndose de una referencia del mundo, y desde allí, desde esa demarcación, con libertad ya sometida, se principia siempre a saber que el paisaje no está poblado por dioses, sino individualmente por nosotros, con sensibilidad que responde de nosotros.
El mar. Toca el cielo en el mar y está siempre abriendo una frescura nueva de horizontes. Soledades azules, verticales, lisas para todas las avideces, soledades que de pronto se concretan rodeando la oruga de un barco. El mar fue la superficie de todas las exaltaciones de Sigüenza. El mar se ha quedado con todo su ayer de imágenes esparcidas. Cada imagen, una sombra veloz en las aguas; y en la sombra de cada deseo renunciado iba saliendo siempre la imagen de la nueva promesa.
La montaña. Estos lugares de la montaña que Sigüenza caminó tan prolijamente; la montaña le concentra y le disciplina. Cada fragmento del paisaje es un primer término suyo acotado. Soledad serena que nos recoge para esperar de nosotros; esperar a sabiendas de que ya somos lo que no tenemos más remedio que ser. Ya el tiempo se remonta hacia detrás, hacia después de nosotros. Y, diciéndoselo, le acuden como cogidos de la mano, textualmente, Cineas, ayo y valido de Pirro, y miss Betsy, profesora de inglés.
Cineas le dice al rey: —Si vencieres, ¡oh, Pirro!, a los romanos, ¿qué vendrá de tu victoria? El rey le contesta: —¡Ser mía toda Italia! —Y tuya Italia, ¿qué harás? —¡La Sicilia, tan rica, tan poblada, será mía! —Y ya que lo sea, ¿qué harás? —¿Qué haré? Se me depararán nuevas empresas de gloria; ¡será mía Cartago, será mía toda el África! —Y siendo ya tuyo todo eso, ¿qué harás? —¡Rescataré la Macedonia, impondremos nuestra ley a toda la Grecia! —¿Y después? —¿Después? Después, descansaremos. ¡Seré feliz! Y Cineas sonrió y le dijo: —¡Pues tenlo ya todo por pasado y descansa y sé feliz desde ahora!
En otro tiempo pensaba Sigüenza que el ayo de Pirro podía darlo todo por pasado y ser feliz; pero no Pirro.
Sin embargo, Plutarco añade que Cineas alcanzó con sus palabras más ciudades que su egregio discípulo con sus ejércitos. ¡Ahora, Sigüenza...!
Miss Betsy. Virginidad corpulenta vestida de sedas rancias. Sombrero de guirnaldas y frutas como un jarrón. Se alimentaba de naranjas, de moscateles, de mantequilla, de té. Sus pasos, largos, distantes; su paraguas, eclesiástico. Tan erizada de pudor como si fuese a quedarse desnuda de todas sus galas geórgicas hasta en el tranvía. Castamente viajó por Francia, Alemania, Italia, Grecia, Chipre y España. Castamente; es decir, sabiéndolo, sopesando el volumen de su castidad, y de sentirla tanto se le incorporaban los amores de sus alumnas. (La feminidad de la hija de Bonhom, ceñida de la mañana gloriosa de la sierra, evidenciaba la hermosura intacta de virgen con toda su capacidad de delicias.) Miss Betsy, soltera, dejaría en las mañanas de todos los países una impresión de pureza didáctica sin sexo. Sus ojos, repletos de gramáticas, contemplaron éticamente las inmaculadas espumas de los cantiles de Kouklia, la antigua Pafos. Los peligros de todas las civilizaciones fueron encogiéndose bajo los zapatos sin tacón de la profesora. ¿No codició Sigüenza el goce de ese mundo desconocido y desaprovechado? La profesora le dijo:
—El mundo mejor lo recorrí en una tarde. La finca de mi discípula de aquella época llegaba cerca de Epson-Downs. Salí en el cesto tirado por Tony, nuestro poney favorito; yo, toda de muselina blanca y con pamela de espigas y amapolas. Me sentía imprudentemente arrebatada por la primavera. Tony se precipitó a lo largo de un camino que terminaba en un cielo rosa. Olvidé mi profesorado, mi soledad, mi juventud. ¡Qué campos, qué horizontes! Nunca los vi en Europa ni en Asia. ¡Oh, mi poney, mi cesto y yo toda de blanco! Y después, nada; y después, la noche. Me horroricé. Había pasado la hora del té, la hora de la lección, y yo seguía perdiéndome en la tierra y en el cielo, ya negros y húmedos. Mi poney se había trasformado en un demonio que me secuestraba. Me puse a rezar, y se me apareció una lucecita. Recé más, y la lucecita se hizo grande. ¡Un farol, un hombre! ¡Milagro! Pero yo conocía ese farol y ese hombre. ¡Dios mío, yo había llegado bajo la luz y el saludo del jardinero de mi discípula! Y le pregunté: —¿Dónde estamos? ¿Dónde acaba usted de encontrarme? Y él se inclinó (servidor de buena crianza, no como en algunos países latinos), se inclinó diciendo: —Miss Betsy: estamos a la salida del Roman Road. ¡Y es que yo estuve toda la tarde dando vueltas y vueltas por la pista del Derby!
El episodio del ayo del rey de Epiro y el del aya inglesa no consolaban a Sigüenza de los fallidos propósitos de su vida. Y se desprendió de esas memorias y se dijo que sus «deseos habían sido sus hermanos», y que él era, legítimamente, auténticamente, ahora, Sigüenza, por haber sido entonces como fue. Sus limitaciones, sus renunciamientos, le habían constituido y conformado según era. ¿Renunciaría a sí mismo en su resultado actual por haber sido lo que no pudo?
Y con una dulce alegría subió a lo último del «Portellet de Sella», que resalta con una frescura encarnada. Parece que todas las noches la lanza de estrellas del Carro Mayor pase desollando la roca.