UNA FAMILIA DE LUTO

Venía entonces del pueblo un caminito entre la viña, entre los olivares; bajaba y subía por los barrancos, se perdía en una revuelta y, de pronto, otra vez la alegría tan buena del camino. Si no fuese por el agua, pero, además, por los caminos, por los senderos, el campo tendría una inmovilidad y una confinación de angustia impasible de tullido. ¡Lo que promete una senda para los que viven en las soledades, aunque no hayan de caminarla, y quizá por eso! Aquel caminito pasaba el otero del pinar, y antes de precipitarse se quedaba parado. Ya no está. Se lo llevó el río de polvo de la carretera. Pues por allí apareció él una tarde, en un caballo blanco. Llevaba la cabeza desnuda; era muy rubio y el sol le encendía sus cabellos, alborotados por el viento que entraba del mar. ¡Cuántos años! Ellas lo veían desde ese viejo balcón. Y la madre les dijo a sus hijas: —¡Es rubio como vosotras; va de luto; parece vuestro hermano que viene de vacaciones!

Sigüenza la escuchaba emblandecido, mirando el arco del mar que se tendía desde el alcor de los pinos rojos del poniente a la Sierra Helada, de un rosa húmedo, que interna en las aguas la blancura diminuta de un faro. Allí, en el faro, parecía que acudiese, como imantada, toda la sensibilidad del paisaje y de la marina, y toda la emoción de un mundo maravilloso y de las ansiedades de la juventud de Sigüenza. Un barco de vela. Lejos, un vapor. No sabiendo qué decir, dijo:

—¿Y ya iban ustedes de luto?

—Ya llevábamos luto; entonces principiábamos. Nos recuerda usted, ¿verdad?

No; no las recordaba Sigüenza; pero el dulce Hablar de la señora le hace consentir en los recuerdos. La señora le habla ese castellano cuidadoso de extranjera que reside mucho tiempo en nuestro país, ese castellano de conjugaciones infantiles que se han quedado ya pulidas en su prosodia.

El horizonte, la costa, el pinar y las labranzas se quemaban en una luz de miel.

La señora es lisa, frágil, muy blanca. Pureza de blancura de las que han sido muy rubias y hermosas y trasparentan la vida del azul tierno de las venas. De luto señoril, con alpargatas. El sol de la viña, de los almendros y naranjos no ha podido tostar sus mejillas y sus manos de madre vieja, de sangre extranjera con hijos levantinos.

—¡Usted dice que se acuerda de nosotros, y entonces no nos hablamos!

Sigüenza tuvo que removerse del ocio de su voluntad y de su memoria. Debía ya incorporarse en presencia de sí mismo y del pasado. Pero es que en aquel tiempo atravesó esta comarca entre la animación y camaradería de los ingenieros jóvenes que venían a trazar los caminos y calcular las obras. Gozo de banderas y miras de las nivelaciones. Trípodes de teodolitos resplandecientes. Bullicio y obediencia de braceros, de operarios. Caravana de equipajes. Traían la promesa de una felicidad de mundo para los hidalgos y labradores de estos lugares escondidos. Todos les agasajaban y celebraban. Huertos y casas de señorío, donde les ofrecían frutas y refrigerios; viejas Parroquias con sus capellanes pobres en el pórtico, que les invitaban a ver todo lo mejor, tan guardado para todos; balcones y solanas con cactos y rosales, donde se asomaban las señoras, las hijas, las criadas para mirar a los forasteros... Todo lo recuerda Sigüenza, pero sin ahínco en los rasgos, como si aquello de realidades tranquilas del siglo XIX hubiera sucedido aturdidamente. Sigüenza tenía diez y seis años. ¡Diez y seis años en lo último del siglo XIX! ¡Lo que aun habría de ver, tener y gozar! ¡Qué exaltada confianza en sí mismo, es decir, en todo! Un caballo blanco. Sí que era verdad. Ese caballo blanco se lo enviaba, todas las tardes, un señor que se le había perdido un hijo, el único hijo. Nunca se supo su paradero. Sigüenza se alejaba para sentirse extraviado y sobrecogido en las soledades. Un atardecer le salió un pordiosero. «¡Será el hijo que vuelve!». Y se detuvo esperándolo. El caminante huyó brincando por una rambla.

...La señora se inclinó invitándole a pasar. Casón monástico y rudo. La bodega de criptas hondas con sus colosos murales, los combos toneles que dan su resonancia íntima y pausada, los lagares todavía morados, el olor seco de los racimos. Escaleras enyesadas, pasadizos y alcobas con el sol tendido en la desnudez. Casa grande, como convenía a tierras tan anchas que llegan a los montes lejanos. Casa de labor parada, sin gentes.

—Tengo un hijo bachiller que a veces ha de labrar y regar, y no puede; en seguida viene con un cansancio que se le oye el corazón. Se necesitan jornales, muchos jornales para esta heredad. Nos devora la finca. Todo lo que se ve desde los balcones es de nosotros, y todavía nos encogemos más mirándolo. Será menester venderla. Pero hemos ido conteniéndonos hasta que viniese la hija casada que se marchó al Senegal y ya llega pronto.

Habían pasado por todas las salas. Los muebles se quedaban muy solos y precarios en recintos tan grandes como en un muelle de estación. Imaginaba Sigüenza que de un momento a otro los amontonarían en un carro viejo, y la señora de luto y sus hijos, después de mirar toda la casona, entregarían las llaves a un comprador forastero, ya impaciente de que se marchasen. ¿Y no creerán que este hombre forastero pueda ser él, Sigüenza?

Ya principia Sigüenza a sentirse deseado y aborrecido por toda la familia de luto. Nadie más que la señora le va dando compañía, le cuenta los cultivos, las hanegadas de viña, de olivar y de almendros, las horas de riego... De seguro que los hijos se han refugiado en el comedor y están acechándole por los resquicios de la puerta entornada. Se les siente respirar junto a esa puerta recia, noble y labrada como un ropero arcaico.

La señora se la indica con un dedo pálido, casi azul.

—Pase usted. Está la enferma. Nos ha oído ya. Su pensamiento nos habrá seguido por toda la casa. Fue la primera en verle. Le dará usted compañía nada más un momento, porque se ahoga si habla mucho, y si no habla se aflige de que la compadezcan. —Y su dedo exangüe se tocó el corazón como un puñal en el costado de Nuestra Señora ya viejecita.

La hija enferma estaba postrada en un sillón largo, de rejilla, zancudo como una langosta descomunal. Los balcones, abiertos, tirantes de tan abiertos, para respirar con ansia. Sigüenza respiró muy de prisa. Ella se irguió sofocándose; luego se fue reclinando en sus almohadas blancas. Un temblor de párpados azulosos, una profundidad de ojos amargos y apasionados, mejillas huesudas, encendidas a ráfagas.

«¡Debe haber sido muy hermosa!». Y en seguida que lo pensó Sigüenza se dijo: «Lo mismo, lo mismo que si me refiriese a una mujer de un pasado ya remoto». Hay que referirse a un pasado en una criatura que casi no lo tiene. No habrá cumplido veinte años ni ya los cumplirá. Sabe que ha sido hermosa, y encima de la llama de la calentura le pasa el rubor sensitivo de su belleza devorada por la demacración y el rubor de estar enferma. Blancura planchada de cabezales, ropas negras sin gracia de pliegues, duras encima de la dureza de los huesos, como vendajes. Toda su feminidad le latía en la mirada de emoción de virgen y en sus cabellos, que semejaban vibrar en trenzas retorcidas.

—¿Qué trenzas tan negras, verdad? —sonríe la madre—. Todos rubios menos ella.

Ella levantó su mano, tocando primorosamente su cabellera, como si quisiese destrenzarla y desbordársela y envolverse en su sombra nazarena.

Los tres se sonrieron, y la enferma habló muy despacito, viéndosele su ahogo como si cada palabra le vendase la boca.

—Mi hermana Teresa, la que está en el Senegal, es la más rubia de todos: alta, muy hermosa, llena de salud. Más de cinco años sin vernos. Pero viene ya pronto.

La señora tendió su mano sobre la faz del paisaje que penetraba por los balcones, y su mano le pedía que se sosegara; le prometía que todo lo sabría Sigüenza sin que ella sufriese.

Y todo lo fue diciendo la señora con mucha dulzura, como si fuera feliz.

Su marido viajó mucho por el extranjero negociando sus vinos, los vinos gruesos, apretados y calientes de su tierra. Era corpulento y rojo, con unas manos muy grandes, que parecían crear el pan que partía y el idioma que pronunciaba a pedazos.

Los visitaba con frecuencia en Postchiawo.

—¡Mediodía, y no hay más claridad que la de la nieve! ¡Parecemos de piedra blanca hasta por dentro!

Encendida la lámpara familiar, se doraba la blancura del frío. El mercader español sentía una pueril animación. Su voz, su fortaleza, su risa, sus ademanes, soltaban el vaho de su comarca, tan ancha, llena de fruta y de sol.

La señora calló un momento.

—... Éramos tres hermanas. Casi siempre se casan antes la mayor y la pequeña. Yo no sé porqué tarda más la segundona. Me gustaba sentirme en medio de las dos. La mayor hacía de madre en la casa; la menor, de hija de todos. Pero mi padre siempre acudía a mí, la mediana, para todo lo suyo. Y yo fui la elegida del viajero.

Y a los pocos días de la boda apresuró él sus asuntos de vinos para volver a la casa levantina.

A ella le parecieron estos campos demasiado abiertos y alucinantes. Adquiría otros conceptos de la soledad y de la intimidad. Muchas leguas sin nadie y creía que la miraban desde todo el mundo.

—¡Aquellos olivares son nuestros; toda aquella planicie de almendros y el hondo segado, de nosotros, y la viña, toda la viña, hasta la ladera de las montañas, toda de nosotros! —se lo decía su marido gritando, un grito rojo, y con un ímpetu dominador de su brazo, su brazo que removía y cortaba la claridad como si lo estampase ruidosamente en la faz de un astro tierno.

Le costó mirarlo todo muchas veces para sentirse dueña de esas distancias. En su país la vista estaba dotada para las sensibilidades de las nieves prismáticas, del bosque tenebroso, del prado en zumo. Planos y masas verticales. Aquí sus ojos miraban como a través de piedras preciosas. Inmensidad cincelada. Lo primero que sintió fue miedo. «Debe de ser horrible sentirse aquí desgraciada». Y su marido se reía con tanto estrépito que ella se estremeció, y dijo, ya como una mujer española: «¡Que Dios no nos castigue!».

—Cada bancal es una cantera maciza. Mis jornaleros van murándolos con piedras que parecen de oro. Completamos la obra de Dios con voluntad, con faena y con dinero. Esta finca, plantada y mejorada por mí; esta finca, con su casalicio y sus bodegas, bien vale cincuenta mil duros, y no costó diez mil. ¡Ya tiene más de doce mil duros cada hijo!

...Los capítulos de la desgracia los pronunció la señora muy de prisa: la perdición del viñedo, la muerte del esposo, la muerte de una hija en la ciudad, muy cerca de la casa de Sigüenza... Todo lo decía tan suavemente, que Sigüenza se inclinaba mirándola más para adivinarla.

Luego se animó refiriendo la boda de Teresa con un ingeniero francés; su viaje al Senegal... Allí vive como una diosa. Blanca, muy rubia. La llevan en andas seis gigantes negros, desnudos. Así atraviesa las selvas olorosas, los lagos azules con los grandes lotos en flor. A veces se ha creído morir de la delicia de aquellos perfumes y se ha sentido contemplada por los ojos de las fieras. Es la diosa blanca. Traerá su lecho de pieles, sus cofres desbordando de plumajes, de semillas y aromas, de frutos con los viejos sabores del Paraíso, y amuletos y marfiles, todo para esta hermana. Seis años allí hundida. Faltan diez y nueve días para verla.

La hija enferma tuvo una tos pequeñita que le nacía en medio del pecho, y dijo con exactitud:

—Faltan diez y nueve días para llegar a Marsella, y veinticinco para tenerla. A la siguiente mañana cumplirá veintiséis años. Ya estará muchas horas contándolo todo y abriendo cajas y arquillas de su equipaje.

Sigüenza recogió sus palabras muy gozoso, como si le ofreciese el parabién de su felicidad. Los sufrimientos han ido trocándola en niña, y la vida, con dolor y todo, es tan buena, que le trae a la hermana después de seis años de peligros, y la hermana le feriará el mundo magnífico de aquellos países tan recónditos.

Hablaba la señora blanda, infantil, y así infantilizaba más a la enferma. Había que mitigarle la emoción de mujer postrada. Y si enmendaba o afirmaba lo que decía la madre, después sentíase su anhelo como si tuviese presencia corporal y los tres, ellas y Sigüenza, lo mirasen aguardando que pasara.

Sigüenza creía contemplar y escuchar este interior desde lejos. Desde lejos de sí mismo. Le acogían y se lo contaban todo por ser el que se apareció en el camino viejecito. Se veía con la conciencia de lo que había sentido sin sentirlo entonces. Actuaba proyectándose hacia atrás, precisamente cuando no lo supo. Se recordaba sin recuerdos. Era una contradicción de su lírica sustancial. Le faltaba coincidir consigo mismo. No asistir, no pertenecer al propio pasado, es una ausencia, un síncope de alma, imperdonable en Sigüenza, que vive a costa de la continuidad de su modelación íntima.

Claro que con haberse creído otro, en paz. Pero ¿en paz con otro, siendo y habiendo sido únicamente él?

Esforzose por atraerse alguna memoria de la que pudiese participar. Y preguntó:

—¿Me conocía la hija que murió en la ciudad, cerca de mi casa? ¿Supo ella dónde estaba mi casa?

Dobló la frente la señora. Semejaba que no quisiera regresar a esos días, pero que lo aceptara por obediencia y, arrepentido, Sigüenza le dijo:

—Es saber únicamente dónde vivió ella. Lo recordaré todo en seguida.

—¡Lo recordará en seguida! —repitió la madre—. Se la llevó un hermano de mi esposo que se llamaba Alejandro. Su casa era la última de una calle de las afueras, encima de una hondonada de almendros, frente al mar. Alejandro iba de luto, con pantalón ceñido, americana de terciopelo y junco de jinete.

Se iluminó en Sigüenza el recuerdo de ese hombre.

—Moreno, casi cetrino, corpulento, con unos ojos ardientes, que empujaban a quien le mirase. ¡Don Alejandro! ¡Es verdad: don Alejandro!

La señora se apresuró a decir:

—Y una vez aquella hija nos escribió (guarda Teresa sus cartas). «El hermanito rubio pasa muchas tardes bajo nuestros balcones, hacia la playa. Hoy le decía a un amigo que llevaba lentes de estudioso: “El bastón que siempre trae mi padre es de madera de violeta”. El amigo se reía; y él porfió: “De violeta, de laurel-violeta. ¡Deja olor riquísimo en la mano!”. Yo le sonreí, y él me vio y se sofocó mucho». Ya no nos habló más de usted.

Sigüenza se había quedado inmóvil, dentro de ese episodio tan diáfano, con la tristeza de no haberse apoderado de su fugacidad. Le acudieron unas palabras del Diario de Amiel: «En el jardín del alma cada sentimiento tiene un instante único de floración de gracia bien abierta. Cada astro, de noche, pasa una vez por el meridiano, sobre nosotros, y no brilla en ese lugar sino un momento. Sólo hay un instante cenital para cada pensamiento. Fijemos nuestro sentir en ese punto preciso y fugitivo...».

Se le apareció una espalda vestida de luto y una trenza rubia, lisa, como una luz que se enfriase. Dejaba en la boca y en los ojos de los vecinos una intención cuya perversidad le resaltó ahora:

—¡Aunque lleve todavía trenza..., Dios sabe!...

Se transparentaba el temblor de la vida de esa criatura. Y a su lado, siempre, aquel nombre, agitanado y ecuestre, de ojos llameantes y duros, de manos vigorosas, que crujían como si llevasen guantes de hierro, de sienes ya como la hoja del olivo. Tenía una mueca de dolor enfurecido. Las mujeres murmuraban:

—Pronto será ya viejo; y ella, ella, si no fuese por él sería un crío, y como está enferma aun parece menor...

Su piel, de una blancura de flores frágiles. Belleza quebradiza; el cabello de sol trenzado. Siempre de negro. En sus ojos, de un azul de lucecitas verdes, estaba él, y la encerrada con él. Los dos solos en aquella casa de las afueras, con el mar exaltando, de noche, su silencio. Salía cogida de la mano de don Alejandro, que no la dejaba de mirar; luego su brazo se le cenia vibrantemente a la cintura de virgen... Un vecino baldado siempre decía:

—¡La deshará!

Desde la Purísima ya no salió. Día de Reyes, muy temprano, fue su entierro. Detrás del coche iba ese hombre solo. Sus botas de jinete semejaban chafar la carcasa del mundo. Apareció la cabeza del tullido por una vidriera del cancel:

—¿Ataúd blanco? ¡Esa gente se piensa que nosotros...!

No había ya más gente que don Alejandro y el ataúd. Y aquella noche el caballero se acostó en la cama, todavía con las ropas estrujadas por la muerta; las recogió; se las subió; se las envolvió, y contemplándose en el espejo de ella se disparó una pistola en el paladar...

Sigüenza estuvo poseído por las imágenes de aquellos dos muertos. Siempre juntos. Los dos de luto: ella, con su trenza de luz descolorida; él, devorado por la brasa de su sangre. En aquellos días de entonces Sigüenza y sus amigos se sintieron traspasados de dolor y de ansiedad de pasión. Sigüenza se paraba junto a la casa, ya sin nadie. Y decía: «Entraban y se quedaban solos: sus únicos pasos, sus únicas voces, los únicos ruidos de sus ropas, sus únicas respiraciones ahí dentro. Ahí dentro nadie los ha visto sino después de morir. Nadie presintió su muerte. No la presentíamos por nuestra vida de apacible vulgaridad. Ellos iban rectamente y densamente a morir...». Sigüenza se recuerda acercándose al portal cerrado. Cogió el aldabón y llamó. La calle, solitaria, tenía un aire rojo desprendido de un crepúsculo de vendaval. Apareció la cabeza flácida del baldado, acechándole y riéndose. Sigüenza recostose en el quicio, como si aguardase que le abriesen, y llamó más. Ya no se burlaba el tullido. Se le hinchaban los ojos de recelo y de susto, y sin poder contenerse, derribándose, le avisó:

—¡No llame; no están! Mire la puerta sellada por el juez. No la toque. Los dos han caído el mismo día; él ha ido deshaciéndola. ¡Y yo aquí, sintiéndolo todo, clavado en mi estera! ¡No llame!

Y Sigüenza llamó otra vez. Así la casa resonaba a Sigüenza con ellos, con el último aliento de ellos, antes de que vinieran otros y pasaran por encima. Pero ese paralítico que la había deseado en la inmovilidad de su estera tenía razón: ya no estaban.

...Ahora Sigüenza miraba los muros enyesados, las viejas puertas labradas, una fotografía de la casita del químico entre los abetos de Postchiawo... Todo lo habría mirado la muerta.

La señora, la hija enferma; la heredad tan callada, el campo ya dormido, y en la costa se cerraba y se abría la lucecita fresca del faro.

Sigüenza prometió volver cuando Teresa llegase del Senegal.

—¡Nada más quedan diez y nueve días!

—Diez y nueve días, no. Diez y nueve para desembarcar en Marsella; veinticinco para tenerla ya con nosotros...