Calpe. Excursionismo

Al regreso, Sigüenza y Bardells pasan rápidamente por Calpe.

En el aire de Calpe se transparenta la gloria del Ifach como una sangre antigua. Pueblo callado. Pureza y quietud junto a la exaltación de las rocas encarnadas. Mar grande. Mar que desde la orilla tiene ya un aliento de navegación; mar sin bullicio democrático de verano. Calpe todo de lumbre ancha de verano sin jovialidad, en una íntima clausura. Cantonadas y callejones con calma de portal en un atardecer de invierno; calma que se queda respirando entre los aletazos y torbellinos del viento salobre. Pasos que siempre parecen venir de lejos subiendo una cuesta. Un viejecito de luto, de luto muy denso y mate en la cal azul de las sombras y en el yeso naranja de la pared con sol. Por el caño del calcañar le desborda la bayeta amarilla que le faja los nudos de los dolores de reuma. Viejo con antigüedad de marinero, marinero de escampavía; y ahora, en su blusa de luto, el sudor de traer un costalillo de hierba para la cabra recién parida, de sus nietos.

Calpe sin verano de gentes forasteras. Silencio. Una gaviota pasando por el horizonte. La llama de piedra del Ifach. Blancura de lonas y de casas como de obra de alfarería enjugándose en el bochorno de la tarde. Olor de barcos en el sol de la arena, de redes y de tiestos de alhábegas y geranios. Calpe sin colonia de veraneantes regocijados y orfeónicos. ¡Gracias a Dios, sin turismo!

A la salida del pueblo bajan del cabriolé porque se ha roto una correa de la jaca.

Sigüenza se llega, poco a poco, al umbral de un mesón para pedir agua. La familia, toda de negro, está rezando el rosario. ¡Cuánto luto en Calpe tan blanco!

Viene por la carretera un eclesiástico con esclavina, gorro de borla y sombrilla. Trae también un periódico de Valencia, desdoblado, y se aúpa las gafas de plata para saludar a Sigüenza.

Como Sigüenza le cree párroco de Calpe, el capellán se lo contradice:

—Párroco, pero no de aquí. Aquí soy forastero, un veraneante, un turista.

—Acababa de dar gracias a Dios porque el turismo no ha llegado todavía a Calpe. Un capellán no interrumpe las soledades.

Ya siguen juntos, paseando, mientras Bardells remienda el aparejo.

Sigüenza se sorprende de oírse a sí mismo:

—Yo bien sé que todo en este mundo, hasta lo que parece advenedizo, lo más reciente, hunde su raíz en edades muy viejas. También el turismo. Los griegos fueron turistas de Etruria, de Asiria, de Roma; turistas aprovechados y provechosos: vendían un ánfora y se dejaban una leyenda, un mito, un nombre de Dios, la claridad de una cultura.

El sacerdote pliega su diario de Valencia, levanta otra vez sus gafas, y volviéndose a Sigüenza le dice:

—¿Usted es catedrático?

—¿Yo?

Sigüenza principia a sentirse receloso de la oratoria de su pensamiento. Demasiado ancho. Es menester el ahínco de la precisión para que este hombre se acepte a sí mismo. Se afanará por las exactitudes. «En tiempos de Estrabón se juntaban los viajeros para subir al Etna. En el Proceso de Verres, De las Estatuas, Cicerón habla del Cupido de mármol de Praxiteles que había en Tespias, al cual deben los tespienses que las gentes extrañas los visiten. A lo último de ese mismo discurso, Marco Tulio, relatando el pillaje de Verres, nos dice la muchedumbre de curiosos que acudían a Siracusa para ver las maravillas del templo de Minerva: los cuadros de los muros, que representaban la caballería del Rey Agatocles; los retratos de los tiranos; las puertas de primorosas labores de oro y marfiles; las enormes picas de fresno»...

—¿Y no es usted catedrático?

—¿Yo? Yo soy un forastero, como usted.

Comprende Sigüenza los beneficios que a veces reportan los turistas, los romeros y peregrinos. En otro tiempo una peregrinación sería un espectáculo de caliente, de magnífica y andrajosa hermosura. El verdadero turismo origina una técnica de viaje y de curiosidad arqueológica. Pero junto al tronco de toda técnica se cría siempre la hierba borde de la afición. Son tiempos ahora de afición; es decir, de facilidad. Del turismo ha brotado el excursionismo. El pueblo más escondido, los campos más silenciosos, ya están a merced de un Ford bronquítico. Un día de fiesta, un automóvil de familia o de amigos, y ya la comarca que Sigüenza camino a pie o en jumento y que le acogió en toda su pureza se queda desgarrada de bulla de ciudad, delante de todos los ojos. Jarana, júbilo colectivo, emoción en mangas de camisa o con guardapolvo de dril. Facilidad y proselitismo. El veraneante que se aburre apetece el grupo; se origina la colonia; querencia inflamada de los lugares; prurito de mejorarlos. El campo se trueca en arrabal y patio, en un número de programa de festejos estivales. Si además hubiera ruinas, más o menos gloriosas, el excursionista aconsejará el derribo, el aprovechamiento y hasta las restauraciones. El excursionista se complace en una parcela de campo a costa del paisaje. Le agrada concretamente un sitio, y los ojos que ven con precisión, con limitación, un paisaje, se cansan pronto de mirarlo. De otra manera, también confinada, se sirve del paisaje el elegante y el deportista: para jugar en él separados de él. A la postre, en un fragmento del campo realizan el mito de sentirse dueños de la creación, sin importarles la creación; y de toda la Naturaleza, lo único que no tiene límite ni contorno que le inquiete son ellos. Muchas veces ha proclamado Sigüenza, con Somoza, que el paisaje natal, el nuestro, es el que nos mantiene la emoción y la comprensión de todo paisaje. Pero un paisaje para un lírico es el paisaje, la evocación de todos, con lo que puede poblarlo nuestra vida y con las regiones solitarias de nuestra vida. Un paisaje, y, entre todos, el nuestro, abre la mirada desde lo lineal, desde el rasgo más sutil, hasta la esencia del campo sin confines, y, al contrario del turista y del deportista, Sigüenza no sentirá más agobio de límites que los de sí mismo.

Pero el mal humor de Sigüenza no lo han traído las gentes contemporáneas. Boissier afirma que ya Horacio lo tuvo. Había momentos en que el poeta no podía resistir más la corte, la política, las visitas, los intelectuales, y se escondía en su granja. Roma entonces, socialmente, quizá se pareciese a España. Era de buen tono el veraneo, el entusiasmo embustero por el sosiego rural, por la Naturaleza, trasladando a ella los mismos gustos urbanos externos —y aquí no repudiamos los refinamientos personales y de hogar, sino los que prueban que de la Naturaleza únicamente se busca un fondo escénico—, con los mismos artificios de calle, de club, de hall de hotel. Simuladores apologistas de un deseo de soledad que escalan una cumbre por una actitud de elegancia...

El capellán le sonríe preguntándole:

—¿Vive usted en Calpe?

—Yo, no, señor.

—¿Entonces habrá venido en excursión? ¿Es usted un excursionista?

—Tampoco. El excursionista no tiene otro goce ni propósito que llegar a un punto concreto del mundo: valle o cumbre, árbol, peña, playa; y, desde allí, casi únicamente desde allí, mirar a la redonda y volver. Yo, no. Y si soy excursionista, para mí la excursión no consiste en llegar, sino en ir.

El cura y Bardells se reían porque Sigüenza se socarraba con lo que otros se alegran. Ya lo dijo el rabí Sem Tob:

El sol la sal aprieta,

a la pes emblandesçe,

la mexilla fase prieta,

el lienço en-blanquesçe.

Y arrancó la jaca con brioso portante.

A Sigüenza se le va quedando desaborido el corazón. Sequedades de noticias que le documentaron el goce del Ifach; menosprecio al dueño del monte insigne; enojos retóricos contra los excursionistas y veraneantes; ya nada le importa; nada de eso pertenece a la tarde ni a él; y Sigüenza, para serlo auténticamente, ha de sentirse continuado en su avidez y en su descuido. No ser por episodio, sino en substantividad y en fábula y objeto de sí mismo. Aquellas memorias y teorías del turismo con grito, con imprecación, no le parecían suyas, y como lo fueron, y porque lo fueron, le quedaban los malos dejos. Los hechos desgranados de un hombre se soltaban en seguida de su interés si el hombre no se exaltaba comunicándose esencialmente de su vida y de la tierra. Cada figura embebiéndose del fondo: una casa, un pueblo, un campo, el mar... Y ese fondo era menester que lo sintiese suyo, de Sigüenza, como si al mirarlo fuese pronunciándolo hasta con silencio en el humo azul de las lejanías (la inversa será un mirar inarticulado, el dolor de la mudez lírica); y por posesión de recuerdos o posesión primitiva, claro es que civilizadamente primitiva, sin la cultura al dictado de ningún texto abierto de propósito. Sigüenza siendo de verdad todo Sigüenza y de Sigüenza, sin ajo emocional. Ojos primitivos y conciencia vieja; es decir, actual. Abandonarse. Así pudo poseer Ifach: abandonándose con toda inclinación de sentimientos y recuerdos a las apariciones de su antiguo Ifach; horas de entonces anchas y culminantes encima de hoy, sin inmovilizarse a sí mismo.

Dentro del atardecer le tiembla desnudamente la vida.

Un fino olor de tarde ya cansada; una gracia de colores pálidos; un tacto, una respiración de paisaje que le estremece de delicias, delicias que contienen la inocencia y la sensualidad, la promesa imprecisa, la congoja de la brevedad de la vida; todo sucediéndose sin conceptos. Campo suyo en su sangre, de su sangre antes de que se cuajara en su cuerpo de Sigüenza y después que se parara en su carne ya muerta. Predestinada y tradicionalmente campo suyo, y eternamente.

Las tierras bajan desdoblándose, humedecidas de un color de rosas deshojadas del cielo. Cuestas de un ritmo agrario, infantil, de vides. Vides moscateles; las cepas dulces de la pasa. Masías blancas, y detrás, paredones crudos de los corrales; al lado, de cara al Mediodía, los riusraus, los secaderos de los racimos, de arcos ingenuos de cal, y el ciprés, tan ermitaño, el filo de silencio de toda la heredad, árbol donde crían y se recogen más pájaros.

A trechos, rodales de pinar renacidos de los viejos bosques mediterráneos; calveros y reposo de olivos, trenzados de años, y en sus copas arde la luz pura de plata de sus antiguos aceites. Algarrobos de medula encarnada y olorosa, que descuajan sus raíces corpulentas por los barrancos, dejando al aire las sogas y patas de su leña buscándose la vida. Higueras hinchadas de follaje carnal que rezuma de leche; almendros que tienen un rosal de miel dormido en las entrañas; y en los márgenes revientan las cuchillas de los cactos, las piteras de cortezones de púas, que pinchan estilizadamente el azul. Ya lejos, el Ifach, cada vez más arrodillado y solo, en medio de las aguas, y Calpe arremolinándose más en la orilla. Sube su campanario como un grito de piedra. La torre de la parroquia es el rasgo fisionómico diferencial de cada pueblo. Campanario y cielo nuestro, cielo empapando la veleta, refrescándola de lumbre. Campanario son también las voladas de palomas, de golondrinas, de vencejos, desde las casas al filo de la cúpula, y hasta los gorriones de tapias y ejidos, que se suben allí a descansar para mirarlo todo, temblando en el gozo de la brisa que cruje. En sus anchos virajes, los cuervos y las águilas orientan sus itinerarios por las torres, y por ellas cotejan y distinguen la geografía de los hombres. Campanarios de formas siempre emocionadas de altitud. Lo más alto del pueblo, ellos; y para sentir bien las distancias y mostrarse serenamente a la redonda de los términos se dejan desnudas las sienes. Pero el campanario de Calpe, no. Encima del mar, frente a los peñascales de púrpura, en la cercanía de la desgarradura del barranco de Mascarat, no quiere las exaltaciones invocadoras de los otros campanarios; no puede ser la aspiración de predominio y de síntesis del pueblo. Ha crecido blanco, liso, y viéndose arriba, juzgó demasiada para él la sede de Naturaleza que le corresponde, y tuvo el acierto de sencillez de cubrirse con un bonete rural de yeso.