Epílogo

Cuando Gustav Meyrink publicó en 1921 su novela El dominico blanco, había vivido ya la mayor parte de su agitada existencia. Entre su nacimiento (ilegítimo) como Gustav Meyer el 19 de enero de 1868 a la una y media de la tarde en Viena, en el hotel Blauer Bock, de la Mariahilfer Strasse, y su muerte el 4 de diciembre de 1932 en Starnberg, Himbselstrasse 7, se desarrolló una vida rica en aventuras espirituales y biográficas. Su madre, a quien no quería, mejor dicho, a quien odiaba, era la bailarina bávara de la corte Maria Wilhelmine Adelheit Meyer; su padre, el ministro württemburgués Karl, barón Varnbüler von und zu Hemmingen. Sus estudios le llevaron a Munich, Hamburgo y Praga, donde fundó el banco Meyer y Morgenstern. Contrajo el primer matrimonio, por cierto infeliz, en 1892 con Hedwig Aloisia Certl. (La antipática Aglaja de El dominico blanco se llama «en realidad» Aloisia. A Meyrink le gustaban estos desahogos.) Por el contrario, el segundo matrimonio fue muy feliz. Se casó en 1905 con Philomena Bernt, quien le sobrevivió muchas décadas y murió poco antes de cumplir noventa y tres años, el 14 de octubre de 1966 en Percha.

A principios de siglo, Meyrink disputó en Praga con unos oficiales austríacos que organizaron una campaña difamatoria contra el intruso elegante e independiente, tanto en el sentido intelectual como social.

Al final lograron causar estragos en su vida económica, secundados por Olic, el inspector de policía de Praga. (Tanto la casta de oficiales como la policía fueron objeto en lo sucesivo de un odio literario: los resultados se encuentran en Wunderhorn y El Golem). Después de estos incidentes vivió Meyrink en Viena, donde se convirtió en redactor de la revista El Querido Agustín. Dos años después, en 1906, se trasladó a Baviera. Su camino está reflejado en los relatos Des deutschen Spiessers Wunderhorn (El cuerno prodigioso del burgués alemán, 1913) y las grandes novelas El Golem (1915), Das gruñe Gesicht (El rostro verde, 1916), La noche de Walpurgis (1917) y El dominico blanco (1921), además de los siete relatos de El murciélago (1916). Estas obras marcan los puntos esenciales de su vida creativa. Durante los once años siguientes a la aparición de El dominico blanco escribió aún una serie de trabajos esotéricos y el fragmento de una novela postuma que no se publicó en forma de libro hasta 1973 con el título Das Haus zur letzten Latern (La casa del último farol). En 1921 publicó también Meyrink la serie Novelas y libros de magia (Sri Ramakríshna, de Karl Vogl; Eliphas Levi, de R. A. Laars, y Dhoula Bel, de P. B. Randolph), como también el tratado teórico An der Grenze des Jenseits (En la frontera del Más Allá). Sin embargo, en años posteriores la vitalidad de Meyrink se vio mermada por la enfermedad y esto incidió en su obra. También contribuyó a ello la decadencia de la época, que él sintió con más intensidad que otros. La muerte de su hijo Harro, que en 1932 se quitó la vida a causa de una grave lesión, apagó la existencia terrena de Gustav Meyrink.

La novela El dominico blanco está construida de modo que cada capítulo sobre filosofía oculta va siempre precedido de uno en el cual se desarrolla la acción. Hasta el final del libro no predominan los pasajes trascendentales y el lector debe estar avisado sobre esto, si quiere comprender bien a Meyrink. Porque al autor no le preocupa el estilo ni los efectos literarios. Sus libros son ante todo erupciones espirituales de una existencia vivida y comprometida en el umbral entre el «aquí» y el «más allá», entre las dimensiones del ser, y a esto pertenece también la eliminación de fronteras. A Meyrink le gusta con frecuencia espetar preguntas para negar en seguida la respuesta con un giro irónico. «¿Será quizá el tal Christopher Taubenschlag algo así como un Yo separado de mi persona? ¿Una forma fantástica pasajera, con vida independiente, engendrada y nacida en mi interior sin que yo lo supiera, como dicen que sucede a las personas que a veces creen ver apariciones e incluso conversan con ellas?». Al final, después de larga reflexión, todo queda abierto y la respuesta sólo crea distancia: «Pero ¡para qué tales consideraciones que nada importan a los extraños!». Los personajes principales son el anciano barón Bartholomáus von Jocher, farolero honorario, y el niño de la inclusa (más tarde reconocido como hijo carnal), Christopher Taubenschlag: «Cada persona es un Taubenschlag, pero no todas son un Christopher». Los nombres son simbólicos: Jocher, el «enlace», que domina el yoga (la misma raíz lingüística), y Taubenschlag, que sugiere una idea taoísta de la iniciación en la que las palomas desempeñan un papel. También es simbólica la profesión de Jocher: «¡Camina! Enciende faroles hasta la llegada del sol». Y en un punto central se insinúa el secreto de los Jocher: «En nuestra familia, la estirpe de los barones Von Jocher, hemos heredado la leyenda de que nuestro primer antepasado, el farolero Christopher Jocher, vino de Oriente y de allí trajo consigo el secreto de conjurar con una especie de gesticulación de los dedos a los fantasmas de los muertos y hacerlos obedecer para toda clase de propósitos. Un documento que poseo dice que era miembro de una orden antiquísima que se llamaba Chi-kiai», lo cual significa «la separación del cadáver», y en otro lugar dice:

«… Kieu-kiai, que es “la separación de las espadas”. En él se cuentan cosas que pueden sonar muy extrañas a sus oídos; con ayuda del arte de dar vida espiritual a manos y dedos, algunos miembros de la Orden han desaparecido de sus tumbas junto con su cadáver, y otros, en cambio, se han convertido en espadas mientras estaban bajo tierra». En el capítulo «El libro rojo minio», quizá el más importante de toda la novela, se enseñan prácticas mágicas reveladas por el primer antepasado al último de su estirpe. Meyrink poseía un profundo conocimiento de estas cosas. Trabajos del orientalista austríaco August Pfitzmaier le condujeron por este camino: Las enseñanzas del Tao sobre el hombre verdadero y los inmortales (Viena, 1870), La separación del cadáver y de las espadas, una contribución al conocimiento de la doctrina del Tao (Viena, 1870). y Sobre algunos temas de la doctrina del Tao (Viena, 1875). Sebottendorf también parece haber influido en él.

En el último término de la novela está la figura que le ha dado el título: «Por la ciudad circula la leyenda de que un monje dominico, Raimundo de Penyafort, construyó la iglesia de Santa María con las limosnas recibidas de donantes anónimos de todos los países. Sobre el altar se lee la inscripción: “Flos florum… Así seré al parecer dentro de trescientos años”. Han clavado encima una tabla coloreada, pero se cae una y otra vez. Todos los años en la misma fiesta de la Virgen María. Dicen que en ciertas noches de luna nueva, cuando está tan oscuro que no se ve la mano delante de los ojos, la iglesia proyecta una sombra blanca sobre la plaza negra, y que es la figura del dominico blanco Penyafort».

Se adoptan muchos símbolos anteriores: El «Hermafrodita» de El Golem: «Lo femenino, que aquí en la tierra está separado del hombre, debe penetrar en él, debe fundirse con él; sólo entonces se calman los anhelos de la carne». O «el camino blanco»: «¡Sí, sí, el camino blanco! —murmuró, pensativo—, casi nadie puede soportarlo. Sólo aquel que ha nacido para peregrinar… La mayoría de seres humanos temen más al camino blanco que a la tumba… La cuestión es no pensar en el final del camino, pues de otro modo no se soporta, porque no tiene final. Es interminable. El sol de la montaña es eterno. La eternidad y el infinito son dos cosas diferentes». El mismo tema del infinito en el relato El relojero: «También debía haberme descrito el camino que conduce a él, pero aunque yo no lo hubiera visto, mis pies parecían conocerlo con exactitud: me llevaron fuera de la ciudad por los caminos blancos que cruzaban prados fragantes de verano en dirección al infinito».

Meyrink descarta con dureza el mediumnismo y el espiritismo. Es su enemigo declarado: «Se acerca la hora en que la doctrina del mediumnismo invadirá la humanidad como un hálito de peste; lo presiento con fuerza». Detrás de ello aparece la temible cabeza de medusa, símil de toda corrupción y depravación moral: «Sólo quien odia y teme al mismo tiempo a la medusa, igual que ella te odia y teme a ti, podrá conseguirlo (el Chi-kiai, la separación del cadáver); ella misma realiza en él lo que quisiera evitar. Cuando llegue la hora, se abalanzará sobre ti con furia tan ilimitada con el fin de quemarte hasta el último átomo, que destruirá en ti su propio reflejo y de este modo se conseguirá lo que el hombre jamás podría hacer con sus propias fuerzas: matará a un pedazo de sí misma y te traerá la vida eterna; se convertirá en el escorpión que se muerde a sí mismo. Entonces tiene lugar la gran transformación: ¡la vida ya no engendra a la muerte, sino la muerte a la vida!». En los dos últimos capítulos se produce esta transformación. Christopher se incorpora a la comunidad de los despiertos:

«Extiendo los brazos: manos invisibles cogen las mías en el “apretón” de la Orden, incorporándome a una cadena viviente que alcanza el infinito».

En el alma de Meyrink existen ciertas singularidades que se hacen notar. Uno se espanta, por ejemplo, al advertir una y otra vez el encendido odio hacia su madre: donde está más claro es en el relato El maestro Leonhard. Si este odio tiene como raíz el amor frustrado del adolescente privado del calor de la casa paterna y enviado de un lado a otro, es algo sobre lo cual sólo podemos hacer conjeturas. En cualquier caso, es un componente esencial para toda interpretación de Meyrink. «Puede no ser bueno —dice Max Pulver en 1953 en sus Recuerdos de una época europea— que sea así, pero la realidad del odio hacia la madre es un hecho. El dolor de esta experiencia da una mayor profundidad a la víctima, pero la madurez se le hace extremadamente difícil, imposible en la vida, y tal vez en la obra alcanza la redención cuando el creador está acompañado de su ángel». La cuestión es ahora saber hasta qué punto alcanzó Meyrink esta redención o hasta qué punto se quedó en el atrio del templo, sin llegar al sagrario; se trata de una cuestión crucial en toda su existencia. Es posible que en la vida exagerase este odio: «Pisó el límite extremo del peligro interior, la pérdida de sí mismo parecía consumada e irreversible. Sin embargo, siempre se apartaba, del mismo modo que había sabido apartarse de su madre, aunque diese la impresión de perecer, como tal vez había perecido en un tiempo para su madre». Al final explica este problema una y otra vez sobre tres planos: primero sobre el plano de su existencia biográfica. En el segundo plano (en el que se encuentra también El maestro Leonhard), el odio queda fijado literariamente. Pero hay todavía un tercer plano, el último y más alto, sobre cuyo horizonte se yergue la «cabeza de medusa». Aquí el estado traumático del alma se eleva a lo metafísico. El odio se mezcla con todos los temores de un alma atormentada, probablemente exacerbado por sentimientos de culpa conscientes e inconscientes, y un «hálito de peste» amenaza con destruirlo y aniquilarlo todo. «La cabeza de medusa», tal como aparece en El dominico blanco, es terrorífica: «Una expresión destructora e implacable, muy leve, apenas visible, pero tanto más pavorosa por su mismo disimulo, asoma en los labios delgados y exangües, de comisuras curvadas hacia arriba como tenues líneas. Los dientes blancos brillan a través de la piel fina como la seda; una horrible sonrisa de los huesos». Meyrink luchó durante toda su vida con esta «cabeza de medusa». Quizá fue para él un símbolo arquetípico cuya aparición en pleno día, procedente del subconsciente colectivo, le infundía temor. Pero si aparecía, se entablaba una lucha espiritual a vida o muerte. El lector intuye la delgadez de la capa en la que se mueve el luchador visionario: y el horror que le invade es su reacción.

Pero también otros temores agitan el alma de Meyrink. La herencia de los antepasados le reclama, por encima de la generación viva de los padres. Y como aquí también están divididos sus sentimientos, la unión con los abuelos no le trae la separación que puede convertirse en redención. O, como lo formularía el psicólogo Leopold Szondi: surgen «alucinaciones» que pueden proceder tanto del subconsciente personal (Freud), como del colectivo (Jung), pero también del «familiar». Szondi fue el primero en indicar el papel de esta «herencia», pasada por alto en los otros sistemas de psicología profunda. Sin embargo, precisamente de esta capa parecen surgir las figuras de El dominico blanco que dan al «invisible» que hace escribir su diario una estructura formada por los componentes de toda la serie de antepasados, que se inicia con el tatarabuelo y termina con Christopher: «Debes convertirte en la copa de un árbol que envía a la luz las fuerzas de la oscuridad. Pero tú serás yo y yo seré tú cuando haya terminado el crecimiento del árbol». Por eso se podría añadir sobre la existencia de Christopher, vista como un conjunto, la frase: «El ser humano no puede sustraerse a su herencia, ya que está obligado a vivir en una atmósfera muy determinada, yo diría, heredada…». No debe olvidarse a este respecto que estos vínculos psicológicos fueron elevados por Meyrink a la categoría de magia y esoterismo.

Hay también otras cosas con base psicológica en la obra del autor: el hecho notable de que nunca consiguió una figura femenina pictórica de vida. Ni Angelina, Miriam y Rosina en El Golem, ni Eva en El rostro verde, ni la Polyxena de La noche de Walpurguis. Y tampoco Aglaja-Aloisia y la pálida Ofelia en El dominico blanco. Lo cual parece estar en contradicción con la esfera privada: todo indica que Meyrink fue muy feliz durante las décadas de su segundo matrimonio.

Como está demostrado, Meyrink sufrió un acoso triple: primero el de las dificultades cotidianas que le causó su nacimiento como hijo ilegítimo de un ministro de estado noble y una actriz burguesa. De ahí también la crónica tendencia a la agresión y de ahí, probablemente, su constante odio hacia todos… no sólo hacia la madre. Por ejemplo, en Praga fue descalificado como «incapaz de dar satisfacción» en un asunto de honor, a causa de su origen. El golpe hizo mella en él, y Meyrink no lo olvidó nunca. Tampoco fue, pues, un simple gesto su negativa a aceptar el ingreso ofrecido (en todo caso, no antes de 1919) en el seno de la familia Varnbüler. En segundo lugar estuvo el acoso del subconsciente. En una persona no creadora se habría producido una huida hacia la neurosis; en Meyrink, sus ataques fueron lentos y productivos. Cuando vencía, cuando su ángel bueno, como dice Pulver, le acompañaba, seguía una aclaración y una clarificación. Por el contrario, cuando se quedaba atascado en la lucha, el plano se desplazaba una vez más: el forcejeo se descarga en visiones que podrían calificarse de pesadilla metafísica. Meyrink era muy propenso a esta pesadilla: de ahí su constante búsqueda de la «separación», en que la forma, la envoltura, no es siquiera decisiva. En El dominico blanco se llama, simbólicamente, «separación» (del cadáver y de la espada) y va envuelto en ropajes taoístas. En otros lugares son envolturas budistas, cabalísticas u otras. El hecho de que también conociera (como demuestra el final de la novela) «separaciones» rosacrucianas (formación de la «cadena» de manos auxiliares, unidas por la idea de la sucesión de antepasados vueltos a la vida), puede remontarse al tiempo en que Meyrink perteneció a la Royal Ordo of the Sat B’hai: una etapa de su peregrinación constante por el camino blanco para hallar la separación de los rostros que le acosaban y del semblante siempre presente y amenazador de la medusa.

Serán necesarios análisis todavía más profundos para clasificar bien la obra completa de Meyrink. Si en 1945 era un «escritor casi olvidado», la situación empezó a cambiar fundamentalmente una década después, en que aparecieron las primeras publicaciones sobre Meyrink (Marga E. Thierfelder, 1953; Eduard Frank, 1957; W. R. van Buskirk 1957; Siegfried Schodel, 1965; Manfred Lube, 1970; Helga Abret, 1975). Algunos filósofos se fijaron en su obra: por ejemplo, Ernst Bloch en El principio de la esperanza, vol. I, p. 423, y Gershom Scholem en el anuario Éranos de 1953 y en sus memorias de juventud, De Berlín a Jerusalén (1977). Las primeras reimpresiones de El Golem, después de 1945, las publicó Rascher en Suiza (1946) y la Freitag Verlag de Munich (1946). List publicó el Wunderhorn (El cuerno maravilloso, 1948); la Avalun Verlag H. Schwab, El dominico blanco y Der Engel vom westlichen Fenster (El ángel de la ventana occidental, 1958). Más tarde llegaron las Obras completas en un solo volumen, de la Langen Miiller Verlag: primero La noche de Walpurguis (1968 y 1977), después Des deutschen Spiessers Wunderhorn (El cuerno maravilloso del burgués alemán, 1970), El Golem (1972 y 1976), La casa del último farol (1973), El ángel de la ventana de occidente (1975) y, por último, El dominico blanco. Pero también se demostró interés en el extranjero. En Francia, las editoriales La Colombe y Retz y la Édition Marabout publicaron Le Golem, Le dominicain blanc, La nuit de Walpurguis, Le visage vert y L’Ánge a la fenêtre d’occident. Por su parte, la editorial L’Herne de París publicó en 1976 un grueso volumen, Cahier Meyrink, que representó un gran éxito para el autor. En Norteamérica se sacó el mismo año al mercado The Golem (Dover Publications, Inc., Nueva York); en Italia, en 1966 Il Golem (Bompiani, Milán), y en 1976 Il cardinale Napellus, una selección de los Murciélagos (F. M. Ricci, Parma-Milán). Así pues, está justificada la afirmación de que el interés por los libros de Meyrink aumenta sin cesar.

EDUARD FRANK.