Capítulo 3

Aquella noche tuve una experiencia singular; otros la llamarían un sueño, porque sólo conocen esta calificación insuficiente para todas las vivencias del ser humano mientras el cuerpo dormita.

Como siempre, antes de dormirme junté las manos para «poner la izquierda sobre la derecha», como decía el barón.

En el transcurso de los años fui comprendiendo poco a poco la utilidad de esta medida. Puede ser que cualquier otra colocación de las manos sirva para el mismo fin, siempre que vaya acompañada de la idea de que el cuerpo queda atado.

Desde que aquella primera noche me acosté de esta manera en casa del barón, me desperté siempre por la mañana con la sensación de haber recorrido un largo trecho de camino durante el sueño, y cada vez se me quitaba un peso de encima cuando veía que yacía en la cama desnudo y no llevaba los zapatos polvorientos —como en el orfanato—, por lo que no debía temer que me pegaran; sin embargo, nunca pude recordar durante el día adonde había caminado en sueños. Aquella noche se me cayó la venda de los ojos por primera vez.

El hecho de que el tornero Mutschelknaus me hubiera tratado poco antes de forma tan notable como a un adulto pudo ser la causa secreta de que un Yo dormido en mi interior hasta entonces —tal vez aquel «Christopher»— se despertara con plena conciencia y comenzase a ver y oír.

Soñé primero —así empezó— que estaba enterrado en vida y no podía mover manos ni pies; no obstante, de pronto, un aliento poderoso me invadió el pecho e hizo saltar la tapa del ataúd; y salí a un camino solitario y blanco que era aún más terrible que el ataúd del que procedía, sabía que jamás tendría fin. Sentí nostalgia de mi ataúd y en seguida lo vi delante de mí, atravesado en el camino.

Era blando al tacto, como la carne, y tenía brazos, piernas y pies como un cadáver. Cuando me metí en él, advertí que no proyectaba ninguna sombra, y al mirar, indeciso, hacia mi propio cuerpo, comprobé que no lo tenía; entonces me llevé la mano a los ojos, pero no tenía ojos, y cuando quise mirarme las manos, no vi ninguna mano.

Cuando la tapa del ataúd se cerró lentamente sobre mí, sentí que mis pensamientos y sensaciones de peregrino por el camino blanco habían sido las de un hombre muy viejo, por más que aún no encorvado; entonces, al cerrarse la tapa del ataúd, desaparecieron como se volatiliza el vapor del agua, dejando como poso el modo de pensar medio ciego y medio sordo propio del cerebro de un adolescente que pasaba por la vida como un extraño y que no era otro que yo.

Cuando la tapa se hubo cerrado del todo, me desperté en mi cama. Es decir, creí que me despertaba.

Aún era oscuro, pero sentí por el narcotizante perfume del saúco que entraba en la estancia por la ventana abierta, que el primer aliento de la inminente mañana ya surgía de la tierra y que ya era hora de que saliera a apagar los faroles de la ciudad. Cogí mi pértiga y bajé a tientas la escalera. Entonces, cuando había cumplido con mi deber, crucé el puente de estacas y subí a una montaña; conocía cada piedra del camino y, con todo, no podía recordar haber estado jamás aquí.

Flores alpinas, lino silvestre y aromática valeriana crecían en los altos prados empapados de rocío y todavía verdinegros bajo el brumoso resplandor del aire.

Entonces el cielo se entreabrió al borde de la lejanía y la sangre vivificante del amanecer fluyó entre las nubes.

Centelleantes escarabajos azules y grandes moscas con alas de cristal surgieron súbitamente de la tierra con un zumbido, como despertados por una llamada mágica, y permanecieron flotando en el aire a la altura de un hombre, todos con la cabeza vuelta hacia el sol naciente.

Un estremecimiento de la más profunda emoción me recorrió los miembros al ver, sentir y comprender esta oración muda y grandiosa de las criaturas.

Di la vuelta y regresé a la ciudad. Mi sombra, gigantesca, con los pies unidos inseparablemente a los míos, se deslizaba delante de mí.

¡La sombra, el vínculo que nos une a la tierra, el fantasma negro que sale de nosotros y delata a la muerte que habita en nuestro interior cuando una luz ilumina nuestro cuerpo!

Las calles yacían en una claridad cegadora cuando me adentré en ellas.

Los niños acudían, bulliciosos, a la escuela. «¿Por qué no cantan: “¡Taubenschlag, Taubenschlag, Taubenschlag! ¡Tarará Taubenschlag!”? —Se me ocurrió pensar—. ¿Acaso no me ven? ¿Les resulto tan extraño que ya no me reconocen? Sí, siempre he sido un extraño para ellos», pensé de repente con horror, ¡porque nunca he sido un niño!

«Ni siquiera en la inclusa, cuando era muy pequeño. Nunca he sabido jugar como ellos, por lo menos siempre jugaba mecánicamente con mi cuerpo, sin el menor deseo de hacerlo; en mí habita un hombre muy viejo, ¡y sólo mi cuerpo parece joven! ¡Es posible que el maestro tornero lo haya adivinado y por eso me habló ayer como a un adulto!».

Me asusté de improviso: «Ayer era una noche de invierno, ¿cómo puede ser hoy una mañana de estío? ¿Duermo, soy sonámbulo?».

Miré hacia los faroles: estaban apagados… ¿Quién si no yo podía haberlos apagado? Así pues, ¡aún tenía cuerpo cuando los apagué! ¡Pero quizá ahora estoy muerto y en realidad no soñé que yacía en el ataúd, sino que lo viví!

Quise comprobarlo, así que me acerqué a un colegial y le pregunté: «¿Me conoces?». No me contestó y corrió a través de mí como si estuviera hecho de aire.

«De modo que estoy muerto —constaté con ecuanimidad—. En tal caso debo llevar corriendo a casa la pértiga, antes de que me pudra», me sugirió el sentido del deber, y subí a casa de mi padre adoptivo.

En su aposento se me cayó la vara de la mano e hice mucho ruido.

El barón lo oyó —estaba sentado en su butaca—, se volvió y dijo:

—¡Vaya, por fin has llegado!

Me alegré de que se fijara en mí, pues de ello deduje que no podía estar muerto.

El barón tenía al aspecto de siempre y llevaba la misma levita con la anticuada chorrera de encaje color de mora que solía lucir en casa los días festivos, pero había algo en él que se me antojó incomprensiblemente extraño. ¿Sería su bocio? No. El tamaño de éste no era mayor ni menor que de costumbre.

Dejé vagar mi mirada por la estancia… Tampoco aquí había cambiado nada. No faltaba ningún objeto ni había ninguno nuevo. La Cena de Leonardo da Vinci, el único adorno de la habitación, pendía de la pared, como siempre. Todo estaba en el mismo lugar. ¡Un momento! ¿No estaba ayer el busto de yeso verde de Dante, con su rostro astuto y severo, a la izquierda del estante? ¿Lo ha cambiado alguien de sitio? ¡Ahora está a la derecha! El barón advirtió mi mirada y sonrió.

—¿Has estado en la montaña? —empezó, señalando las flores de mi bolsillo, que yo había arrancado mientras volvía.

Balbucí una excusa, pero él la rechazó con gesto amistoso:

—Ya sé que es muy bonito allí arriba; yo también voy con frecuencia. Has ido muchas veces, pero siempre lo has olvidado; el cerebro joven no retiene nada, la sangre es aún demasiado caliente y arrastra consigo al recuerdo. ¿Te ha cansado la caminata?

—La de la montaña, no; pero sí caminar por el… por el camino blanco —respondí, inseguro de que también supiera esto.

—¡Sí, sí, el camino blanco! —murmuró, pensativo—, casi nadie puede soportarlo; sólo aquel que ha nacido para caminar. Te adopté (aquel día, en la inclusa) porque noté esto en ti. A la mayoría de personas las asusta más el camino que la tumba. Prefieren volver a yacer en el ataúd porque piensan que esto será la muerte y que en ella tendrán sosiego; en realidad, ese ataúd es la carne, la vida.

¡El hecho de que uno nazca en la tierra no es otra cosa que ser enterrado en vida! Es mejor aprender a caminar por el camino blanco. Sólo que no se debe pensar en el fin del camino, pues entonces no se resiste, ya que no tiene fin; es infinito. El sol que brilla en la montaña es eterno. La eternidad y lo infinito son dos cosas distintas. Sólo para aquel que busca la eternidad en lo infinito son lo infinito y la eternidad una sola cosa. La caminata por el camino blanco tiene que emprenderse por el gusto de caminar, por el placer de caminar y no para cambiar un descanso temporal por otro.

»El sosiego, no el descanso, está solamente en el sol de las montañas. Permanece en silencio y todo gira alrededor de él. Ya su precursora, el alba, irradia eternidad; por eso la adoran los escarabajos y moscas, que se mantienen inmóvilesen el aire hasta que sale el sol. Por esto tú tampoco te has cansado cuando subías a la montaña.

»¿Has visto —preguntó de repente, mirándome con atención—, has visto el sol?

—No, padre; he dado media vuelta antes de que saliera. —Asintió, satisfecho.

—Esto es bueno. De lo contrario, ya no tendríamos nada que ver el uno con el otro —añadió en voz baja—. ¿Y tu sombra te precedía por el valle?

—Sí, naturalmente…

Pasó por alto mi asombrada respuesta.

—Quien mira hacia el sol —continuó— ya sólo quiere la eternidad. No sirve para caminar. Son los santos de la Iglesia. Cuando un santo cruza al otro lado, pierde tanto este mundo como el otro. Y otra cosa todavía peor: el mundo le pierde a él; ¡se queda huérfano! Ya sabes qué significa ser un niño de la inclusa, pues ¡no prepares para otros el destino de no tener padre ni madre! ¡Camina! Enciende faroles hasta que el sol quiera salir.

—¡Sí! —balbucí, pensando con horror en el temible camino blanco.

—¿Sabes qué significa el hecho de que hayas vuelto a colocarte en el ataúd?

—No, padre.

—Significa que durante un tiempo tendrás que seguir compartiendo el destino de los sepultados en vida.

—¿Te refieres al maestro tornero Mutschelknaus? —quise indagar puerilmente.

—No conozco a ningún maestro tornero de este nombre; aún no se ha hecho visible.

—¿Y tampoco a su esposa ni a… Ofelia? —pregunté, notando que me ruborizaba.

—No. A Ofelia tampoco.

«¡Es extraño! —pensé—. Viven al lado y tiene que encontrarse con ellos todos los días».

Callamos un rato y de pronto grité con voz lastimera:

—¡Pero esto es espantoso! ¡Estar sepultado en vida!

—Nada es espantoso, hijo mío, si se hace por la propia alma. También yo estoy a veces sepultado en vida. Con frecuencia me he encontrado en la tierra con personas que, sumidas en la miseria, la aflicción y la necesidad, se quejan con amargura de la injusticia del destino. Muchas de ellas han buscado consuelo en aquellas doctrinas venidas de Asia (la doctrina del karma o de la compensación), que afirma: a ningún ser puede visitarle un sufrimiento cuya semilla no haya plantado en una existencia anterior; otros buscan consuelo en el dogma de la inescrutabilidad de la voluntad de Dios; pero ni los unos ni los otros han hallado consuelo.

»A estas personas les he encendido una luz e insinuado una idea —sonrió casi torvamente, pero con la afabilidad acostumbrada—, sugiriéndola con tanta delicadeza ¡que han creído haberla tenido ellos mismos! Les he formulado la siguiente pregunta: «¿Cargarías con la cruz de soñar esta noche, tan claramente como si fuese realidad, que vivirás mil años de una pobreza sin precedentes, si yo te diera ahora la seguridad de que a la mañana siguiente encontrarías como recompensa al despertarte un saco lleno de oro ante tu puerta?».

»¡Sí, naturalmente!», era siempre la respuesta. «¡Entonces no te lamentes de tu destino! ¿Sabes acaso si este sueño angustioso, llamado vida terrenal (que dura como mucho setenta años), no lo has elegido tú mismo con la esperanza de encontrar algo mucho más espléndido que un saco de miserable dinero cuando te despiertes?». La verdad es que quien tiene como motivo a un «Dios de voluntad inescrutable», puede verlo convertido un día en un diablo maligno.

»Da menos importancia a la vida y tómate más en serio los sueños; así te irá todo mucho mejor; así el sueño será el conductor, en vez de permanecer como ahora envuelto en los jirones de los recuerdos diarios, como un loco arlequinado.

»¡Escucha, hijo mío! No existe ningún espacio vacío. En esta frase se oculta el secreto que deben descubrir todos aquellos que quieran dejar de ser un animal corruptible para convertirse en una conciencia inmortal. Sólo es preciso no emplear el sentido de las palabras únicamente para la naturaleza exterior, pues entonces permanece uno prisionero de la tierra; hay que usarlo como una llave que abre el mundo espiritual; ¡darle una interpretación nueva! Escucha: uno quiere caminar, pero la tierra sujeta fuertemente sus pies. ¿Qué ocurrirá si su voluntad de caminar no desfallece? Su espíritu creador (la fuerza original que le fue insuflada al principio de todo) encontrará otros caminos por los que pueda avanzar y lo que hay en él que no necesita pies para caminar avanzará, a pesar de la tierra y a pesar de los obstáculos.

»La voluntad creadora, la herencia divina que hay en el hombre, es una fuerza que aspira; esta aspiración (¡entiéndelo en el sentido figurado!) crearía un espacio vacío en el espacio de las causas si la expresión de la voluntad no acudiera por fin a llenarlo. Imagínate a un enfermo que quiere sanar; mientras recurra a medicamentos, paralizará a aquella fuerza espiritual que cura mejor y más de prisa que todos los fármacos. Es como cuando uno quiere aprender a escribir con la mano izquierda: si siempre usa la derecha, no aprenderá nunca a usar la izquierda. Cada suceso que aparece en nuestra vida tiene un fin; no existe nada carente de sentido; una enfermedad contraída por el hombre le encomienda una tarea: ahuyéntame con la fuerza del espíritu para que la fuerza del espíritu se fortalezca y vuelva a dominar a la materia que fue antes del «pecado original». Quien no quiera esto y se contente con los «medicamentos» no ha comprendido el sentido de la vida; continúa siendo un niño que hace novillos en la escuela. En cambio, quien no deja de dar órdenes con el bastón de mando del espíritu, rechazando el arma burda que sólo empuña el mercenario, resucitará siempre una y otra vez; ¡por muchas veces que la muerte le derribe, al final acabará siendo rey! Por eso el hombre no debe detenerse nunca en el camino hacia la meta que se ha fijado; del mismo modo que el sueño sólo significa un breve descanso, así ocurre con la muerte. No se comienza un trabajo para abandonarlo, sino para terminarlo; una obra comenzada, por insignificante que parezca, se pudre si se deja a medio hacer y envenena la voluntad, como un cadáver sin enterrar infecta el aire de toda una casa.

»Sólo vivimos para el perfeccionamiento de nuestra alma; quien no pierde de vista esta meta y piensa en ella y la siente en su interior siempre que empieza o decide algo, no tardará en sentir una serenidad especial, desconocida hasta ahora, y su destino cambiará de una manera incomprensible. Aquél que obra como si fuera inmortal (no para conseguir sus deseos, esto es sólo una meta para ciegos espirituales, sino para construir el templo de su alma) verá llegar el día, aunque tarde miles de años, en que podrá decir: quiero algo y se hace, lo que yo mando, sucede, y ya no necesitará tiempo para madurar paulatinamente.

«Entonces habrá llegado el momento en que terminará el largo camino de todas las peregrinaciones. Entonces podrás mirar al sol de frente sin quemarte los ojos.

«Entonces podrás decir: he encontrado una meta porque no he buscado ninguna.

«Entonces los santos serán pobres en conocimientos a tu lado, porque no sabrán lo que tú sabes: ¡que la eternidad y el sosiego pueden ser lo mismo que la peregrinación y el infinito!

* * *

Las últimas palabras escaparon con mucho a mis dotes de comprensión; hasta mucho después, cuando mi sangre se había enfriado y mi cuerpo era el de un hombre, no se tornaron claras y vivas.

Entonces las oí con oídos sordos; veía sólo al barón Jocher y, de improviso, como a la luz de un relámpago, comprendí qué era lo que se me antojaba tan extraño en él… algo singular: el bocio aparecía en el lado derecho del cuello, y no en el izquierdo, donde estaba siempre.

Aunque esto ahora me parezca casi ridículo, entonces me inspiró un terror inmenso. El aposento, el barón, el busto de Dante sobre la repisa, yo mismo… todo se convirtió para mí durante unos segundos en un fantasma tan espectral e irreal que una angustia insondable me paralizó el corazón.

Con esto concluyó mi experiencia de aquella noche.

Casi en seguida me desperté en mi cama temblando de miedo. La luz del día se filtraba a través de los visillos. Corrí a la ventana: ¡fuera lucía una clara mañana invernal! Fui a la habitación contigua: allí estaba el barón, sentado ante su escritorio, leyendo, vestido con su bata de costumbre.

—Hoy has dormido hasta tarde, mi querido muchacho —me dijo sonriendo cuando me vio en el umbral, aún en camisón, mientras el frío interior me hacía castañetear los dientes—. He tenido que ir a apagar los faroles de la ciudad en tu lugar. Otra vez, después de muchos, muchos años. Pero… ¿qué te ocurre?

Una mirada rápida a su cuello y el último resto de temor se disipó en mi sangre: el bocio volvía a estar a la izquierda como siempre y el busto de Dante también estaba en el lugar acostumbrado. En un segundo, la vida de la tierra había absorbido el mundo de los sueños; un eco en los oídos, como si la tapa del ataúd se cerrara… y todo quedó olvidado.

Con gran apresuramiento relaté lo ocurrido a mi padre adoptivo. Sólo callé el encuentro con el maestro tornero.

Una sola vez pregunté como de paso:

—¿Conoces al señor Mutschelknaus?

—Naturalmente —fue la alegre respuesta—, vive abajo. ¡Por otra parte, es un pobre diablo!

—¿Y a su hija, la… la señorita Ofelia?

—También conozco a Ofelia —dijo el barón, serio de repente, dirigiéndome una mirada larga y casi triste—, también a ella la conozco.

Pasé de prisa al otro tema, porque notaba que el rubor cubría mis mejillas:

—¿Por qué tenías en mi sueño el… el cuello izquierdo en el otro lado, papá?

El barón reflexionó largo rato y luego empezó, buscando las palabras, como si le costara adaptarse a mi comprensión todavía poco desarrollada:

—Verás, muchacho: para explicarlo con claridad tendría que pronunciar durante toda una semana una conferencia muy compleja que, aun así, no lograrías comprender. Deberás contentarte con algunas frases y consignas que voy a sugerirte. ¿Llegarán hasta tu cerebro? Sólo la vida imparte la enseñanza auténtica, y aun mejor, el sueño.

»Por esto aprender a soñar es el primer grado de la sabiduría. La vida exterior da la inteligencia; la sabiduría fluye del sueño. Si se trata de «soñar» despierto, decimos: «¡Ah, he tenido una idea!», o: «Se me ha encendido una luz», y si es un sueño durante el sueño… en este caso aprendemos por medio de símiles en imágenes. Todo el arte verdadero procede también del reino de los sueños, así como el don del ingenio. Los seres humanos hablan con palabras; el sueño, con imágenes vivas. El hecho de que adopten sucesos del día ha inducido a muchos a creer que los sueños carecen de sentido. ¡Y así es cuando no se les concede ninguna atención! Entonces el órgano soñador se atrofia como se atrofia un miembro olvidado y enmudece un valioso guía… El puente que conduce a otra vida mucho más valiosa que la terrena se derrumba. El sueño es el sendero entre la vigilia y la somnolencia; también es el sendero entre la vida y la muerte.

»No debes considerarme un gran sabio o algo similar, hijo mío, porque mi otro yo te ha dicho esta noche muchas cosas que pueden parecerte prodigiosas. Todavía no he llegado tan lejos como para poder afirmar que él y yo somos la misma persona.

»Es cierto que me siento un poco más a gusto en el reino de los sueños que muchos otros, pues allí me hice visible y permanente, por así decirlo, pero aún tengo que cerrar aquí los ojos cuando quiero abrirlos en el más allá, y viceversa.

Hay personas que ya no necesitan hacerlo, pero son muy muy pocas.

»¿Recuerdas que no podías verte y no tenías cuerpo ni manos ni ojos cuando en el camino blanco te acostaste de nuevo en el ataúd? ¡Pero el colegial tampoco podía verte! ¡Incluso caminó a través de ti como si estuvieras hecho de aire!

»¿Sabes por qué ocurrió? ¡No llevaste contigo al más allá el recuerdo de las formas de tu cuerpo terrenal! El que sabe hacerlo (como yo lo he aprendido) puede verse a sí mismo en el más allá, ¡construirse en el país de los sueños un segundo cuerpo que después es incluso perceptible para los demás, por muy extraño que pueda parecerte ahora! Se consigue por medio de métodos —señaló la Cena de Leonardo da Vinci y sonrió, satisfecho— que te enseñaré cuando tu cuerpo sea maduro y ya no tenga que permanecer sujeto. Quien los conoce es capaz de crear un fantasma. En muchas personas esta facultad de «hacerse visible en otro reino» surge por sí misma y sin orden. Pero casi siempre sólo cobra vida en el más allá una parte de ellas, la mayoría de las veces la mano, que entonces lleva a cabo los actos más insensatos (porque la cabeza ya no interviene), y la gente que presencia los efectos se santigua y habla del fantasma del diablo. Tú pensarás: ¿cómo puede hacer algo una mano sin que su dueño lo sepa? ¿Aún no has visto nunca cómo la cola cortada de un lagarto parece revolverse con terribles dolores mientras el lagarto permanece indiferente a su lado? ¡Es algo muy parecido!

»El otro reino es igualmente real, o «irreal» —añadió casi para sus adentros—, que el de la tierra. Cada uno de ellos es sólo una mitad, y únicamente juntos pueden formar un todo. Ya conoces la historia de Sigfrido: su espada se partió en dos pedazos; el taimado enano Alberico no pudo soldarlos porque era un gusano de la tierra, pero Sigfrido lo consiguió.

»La espada de Sigfrido es un símbolo de aquella doble vida. El modo de unirla para que sea de una sola pieza es un secreto que es preciso conocer si se quiere ser un caballero.

»El otro reino es todavía más real que este de la tierra.

Uno es reflejo del otro o, mejor dicho: el terrenal es un reflejo del «más allá», y no al revés; lo que en el más allá está a la derecha —se señaló el bocio—, aquí está a la izquierda.

«¿Comprendes ahora?

»Aquel otro era, pues, mi otro yo. Lo que te dijo, acabo de saberlo ahora de tus labios; no procedía de sus conocimientos y aun menos de los míos: ¡procedía de los tuyos!

»Sí, sí, querido muchacho: no me mires con tanto asombro, ¡procedía de los tuyos! O, mejor aún —continuó, acariciando mis cabellos con la mano—, ¡del… del Christopher que hay en ti! Lo que yo pueda decirte (un ser humano a otro) va de una boca humana a un oído humano y cae en el olvido cuando el cerebro se pudre; el único diálogo del que puedes aprender es el diálogo contigo mismo. Y el que mantuviste con mi otro yo era… un diálogo contigo mismo. Lo que pueda decirte una persona es a la vez demasiado poco y muchísimo. Unas veces llega demasiado pronto y otras demasiado tarde, siempre en un momento en que tu alma está dormida. Y ahora, querido muchacho —se volvió de nuevo hacia el escritorio—, vístete; no querrás pasearte el día entero en camisón.