Capítulo 6

Como antes, trotan los niños detrás de mí cuando recorro las calles con la cabeza alta, orgulloso del cargo honorario de los Von Jocher, ahora que sé que el abuelo es también el mío; pero su estribillo burlón: «Taubenschlag, Taubenschlag, Taubenschlag», suena más débil; la mayoría de ellos se contenta con dar palmadas rítmicas o sólo canturrear: «Tarará».

¡Incluso los adultos! Se quitan el sombrero para agradecer mi saludo, cuando antes sólo inclinaban la cabeza, y si me ven acercarme a la tumba de mi madre, a donde voy todos los días, juntan las cabezas a mis espaldas y murmuran entre sí; por la pequeña ciudad ha corrido la voz de que soy hijo carnal del barón Von Jocher ¡y no sólo su hijo adoptivo!

La señora Aglaja hace una reverencia como ante una procesión cada vez que nos encontramos ¡y aprovecha cualquier ocasión para dirigirme la palabra y preguntar cómo me encuentro!

Cuando va con Ofelia, siempre las esquivo para que ninguno de los dos tengamos que ruborizarnos ante la actitud deferente de la anciana.

El maestro tornero Mutschelknaus se pone rígido cuando me ve; si cree que no ha sido visto, corre a esconderse en su cueva como un ratón asustado.

Noto que sufre muchísimo de que sea precisamente yo, que me he convertido para él en un ser sobrenatural, quien comparta su secreto nocturno.

Sólo le he visitado una vez en su taller, con la intención de decirle que en realidad no tiene por qué avergonzarse ante mí, pero no me atrevo a volver por segunda vez.

Quería decirle que le tengo en gran estima porque se sacrifica de este modo por su familia.

Quería emplear las palabras de mi padre al efecto de que «todo oficio es noble si el alma lo considera digno de ser continuado después de la muerte» y en mi corazón me alegraba por anticipado de la impresión liberadora que le causarían, pero no he tenido ocasión de decirlas.

Arrancó una cortina de la ventana y la tiró sobre al ataúd para que yo no viera los conejos; entonces extendió los brazos, inclinó el torso hasta formar un ángulo recto y permaneció en esta posición china, con la cara dirigida hacia el suelo, sin mirarme y murmurando sin cesar como una letanía las palabras sin sentido:

—Alteza serenísima e ilustrísima, señor barón digno y sublime…

Salí corriendo como si me hubieran echado un cubo de agua, porque todo lo que pude tartamudear era absurdo. Por mucho que deseara decirlo a mi modo, todo lo que acudía a mis labios sonaba a soberbio, a «digno»; la palabra más sencilla y escueta rebotaba en su aura de esclavo y volvía para herirme como una flecha, envenenada con el regusto de la condescendencia.

Incluso mi muda retirada me abrumó con la sensación de haberme portado con manifiesta altanería.

* * *

El director de escena París es el único de los adultos que no ha cambiado su actitud hacia mí.

El temor sordo que me inspira es aún mayor que antes; emana de él una influencia paralizadora contra la que me siento impotente. Temo que se oculta en el bajo y en la sonoridad autoritaria de su voz. Quiero convencerme a mí mismo de que soy un necio al pensar esto y que no necesito asustarme si me interpela de repente a gritos. Por otra parte, ¡qué importaría si lo hiciera! No obstante, cada vez que le oigo declamar arriba, en el aposento de Ofelia, la profunda vibración de su voz me hace temblar y me invade un temor misterioso; ¡me siento tan débil y pequeño con mi tono de voz vergonzosamente alto y agudo!

No sirve de nada que intente tranquilizarme diciéndome que no sabe, ni puede saber, que Ofelia y yo nos amamos y que sólo es por casualidad que el necio comediante me dirija por la calle miradas tan pérfidas; puedo repetirme esto tantas veces como quiera… pero no consigo librarme de la humillante sensación de que me tiene fascinado y de que sólo finjo valor cuando me obligo a veces a mirarle fijamente a los ojos. Es un miedo cobarde de mí mismo y nada más.

Deseo a menudo que me carraspeara con descaro como antes para tener así ocasión de iniciar una pelea; pero ya no lo hace; me acecha. Creo que se reserva el bajo para el momento oportuno y tiemblo interiormente al pensar que puede cogerme desprevenido.

También Ofelia está indefensa en sus manos. Lo sé, aunque nunca hablamos de ello.

Cuando nos vemos en secreto a orillas del río, en el pequeño jardín delantero de nuestra casa, y abrazados en la bienaventuranza del amor, nos hablamos en un tierno murmullo, nos estremecemos de horror cada vez que algo se mueve cerca de nosotros, y ambos sabemos del otro que es el temor constante de ese hombre lo que aguza nuestros oídos de forma tan poco natural.

Ni siquiera nos atrevemos a pronunciar su nombre.

Evitamos con angustia cualquier tema que pudiera conducirnos a él.

Es una fatalidad que tenga que encontrarle a diario, aunque procure salir de mi casa más tarde o más temprano.

Me imagino a mí mismo como un pájaro en torno al cual describe una serpiente círculos cada vez más estrechos.

Él parece husmear en ello una especie de presagio y se abandona a la certera sensación de acercarse de día en día un poco más a su objetivo. Lo veo en los maliciosos destellos de sus ojos pequeños y malignos.

¿Cuál debe de ser su objetivo? Creo que ni él mismo lo sabe con exactitud, y yo no puedo siquiera imaginarlo.

Para él es todavía un problema y esto me tranquiliza; ¿por qué, si no, estaría siempre mordiéndose el labio inferior y absorto en sus cavilaciones cuando yo paso por su lado a toda prisa?

Tampoco me mira ya con fijeza; sabe que ha dejado de ser necesario; su alma tiene igualmente a la mía en su poder.

* * *

Por la noche no puede espiarnos, pero aun así he ideado un plan para no tener que sentir siempre esta angustia.

Debajo del puente de estacas hay un viejo bote medio embarrancado en la arena; hoy me lo he llevado y amarrado en las proximidades de nuestro jardín.

Cuando la luna se esconda tras las nubes, quiero remar con Ofelia hasta la otra orilla; entonces nos dejaremos arrastrar lentamente río abajo en torno a la ciudad.

¡El río es demasiado ancho para que alguien pueda vernos y, menos aún, reconocernos!

* * *

Me he deslizado en la habitación que separa mi dormitorio del de mi padre y cuento los latidos de mi corazón en espera de que pronto suenen diez campanadas en la torre de la iglesia de Nuestra Señora y en seguida otra —la duodécima—, cuando alerta y jubiloso: «Ahora, ahora baja Ofelia al jardín».

El tiempo se me antoja inmovilizado y en mi impaciencia inicio un juego singular con mi corazón, en el cual mis ideas se confunden poco a poco como en un sueño.

Le digo que lata más aprisa para que también se acelere el reloj de la torre. Me parece completamente natural que uno tenga que seguir al otro. ¿Acaso mi corazón no es también un reloj?, me pregunto para mis adentros. ¿Y por qué no habría de ser más potente que el de la torre, que sólo es un metal muerto y no carne y sangre viva como el mío?

¿Por qué no habría de poder mandar al tiempo?

Y como para afirmar que tengo razón, se me ocurre de repente una frase de un poema que un día me leyó mi padre: «Las cosas proceden del corazón, en él han nacido y a él obedecen…».

Hasta ahora no había comprendido el tremendo sentido encerrado en estas palabras que entonces pasaron zumbando por mis oídos. Comprendo su significado y me invade un profundo temor; mi corazón, mi propio corazón no me obedece cuando le grito: ¡late más aprisa! ¡En mí vive, por consiguiente, alguien que es más fuerte que yo, que me prescribe el tiempo y mi destino!

¡De él, pues, proceden las cosas!

Me inspiro miedo a mí mismo.

«Si fuese un hechicero y tuviera poder sobre todo cuanto acontece, me conocería únicamente a mí mismo y sólo tendría un poco de poder sobre mi corazón», intuyo de improviso y con claridad.

Y un segundo pensamiento no solicitado interrumpe al primero y dice:

«¿Te acuerdas de un determinado lugar en un libro que leíste hace años en la inclusa? ¿Acaso no decía: “A menudo, cuando muere alguien, los relojes se detienen”? Así es: el moribundo confunde en la agonía los latidos de su lento corazón con los de un reloj; el miedo de su cuerpo, al que el alma quiere abandonar, musita: “Cuando aquel reloj se detenga, estaré muerto”, y como obedeciendo a una orden mágica, el reloj se detiene cuando el corazón late por última vez. Si pende un reloj en el aposento de un hombre en quien está pensando el moribundo, será este reloj el que obedezca ciegamente las palabras inspiradas por la angustia de la muerte, pues adondequiera que vayan los pensamientos de un moribundo, allí va él como una sombra».

¡De modo que es el miedo a lo que mi corazón obedece! ¡Es aún más poderoso que el corazón! ¡Si consiguiera vencerlo, tendría poder sobre todas las cosas que proceden del corazón, sobre el destino y el tiempo!

Y lucho conteniendo el aliento contra un súbito temor que se adueña de mí y quiere estrangularme porque he buceado en su guarida.

Soy demasiado débil para dominarlo, ya que ignoro dónde y cómo asirlo; me suplanta, enseñoreándose de mi corazón, y lo presiona para obligarlo a formar mi destino según su voluntad y no la mía.

Intento tranquilizarme diciéndome a mí mismo: Mientras no esté con Ofelia, no la amenaza ningún peligro… pero soy demasiado débil para seguir el consejo de mi razón: no bajar hoy al jardín.

Lo rechazo en el mismo instante en que lo recibo. Veo las trampas que me tiende el corazón y, no obstante, caigo de pleno en ellas; mi nostalgia de Ofelia es más fuerte que cualquier razón.

Me asomo a la ventana y miro hacia el río para concentrarme y hacer acopio de ánimos, para armarme y enfrentarme al peligro que ahora presiento inevitable porque tengo miedo de él, pero la vista del agua caudalosa, muda, insensible e incontenible me horroriza de tal modo, que durante unos momentos no oigo el tañido del reloj de la torre.

La sorda sensación: «El río arrastra el destino del que ya no puedes escapar» casi me ha aturdido.

Entonces me despierta el sonido vibrante y metálico y el miedo y la opresión desaparecen como por ensalmo.

* * *

¡Ofelia!

Veo centellear en el jardín su vestido claro.

—Cariño mío, mi amadísimo amigo, ¡he temido tanto por ti durante todo el día!

«¡Y yo por ti, Ofelia!», quiero decir, pero ella me abraza y sus labios sellan los míos.

—¿Sabes que creo que hoy nos vemos por última vez, mi pobre y querido amigo?

—¡Por el amor de Dios! ¿Ha sucedido algo, Ofelia? Vamos, vamos rápidamente al bote, allí estaremos seguros.

—Sí, vamos. Allí quizá estemos seguros… de él.

¡De él! ¡Es la primera vez que le menciona! ¡Noto por el temblor de su mano lo ilimitado que debe de ser su miedo de «él»!

Quiero conducirla hacia el bote, pero ella se resiste un momento, como si no pudiera moverse de donde está.

—Ven, ven, Ofelia —la apremio—; no temas nada. Pronto estaremos en la otra orilla. La neblina…

—No temo nada, cariño mío. Sólo que… —se interrumpe.

—¿Qué te ocurre, Ofelia? —La rodeo con mis brazos—. ¿Ya no me amas, Ofelia?

—¡Ya sabes cuánto te amo, Christl mío! —dice con sencillez y guarda un largo silencio.

—¿No vamos al bote? —vuelvo a apremiarla, en un murmullo—. ¡Te deseo tanto!…

Con cuidado, se desase de mí, da un paso hacia el banco donde solemos sentarnos y lo acaricia, ensimismada.

—¿Qué te sucede, Ofelia? ¿Qué haces? ¿Tienes algún dolor? ¿Te he hecho daño?

—Sólo quiero… ¡sólo quiero despedirme de mi querido banco! ¿Recuerdas, cariño mío, que aquí nos besamos por primera vez?

—¿Quieres alejarte de mí? —exclamo, casi gritando—. ¡Por Dios, Ofelia, esto no puede ser! ¡Ha ocurrido algo y no me lo dices! ¿Acaso crees que podría vivir sin ti?

—¡No, tranquilízate, cariño mío, no ha ocurrido nada! —me consuela en voz baja e intenta sonreír, pero como la luna ilumina su rostro con claridad, veo que sus ojos están llenos de lágrimas—. ¡Ven, amigo mío, ven, tienes razón, vayamos al bote!

Con cada golpe de remo siento más ligero el corazón; cuanto más ancho es el trozo de río que nos separa de las casas oscuras, con sus ojos brillantes al acecho, tanto más seguros estamos del peligro.

Por fin surgen de la niebla los mimbrerales que bordean la ansiada orilla opuesta; el agua es apacible y poco profunda y nos deslizamos casi sin darnos cuenta bajo las ramas colgantes.

He dejado los remos y me siento en el banco junto a Ofelia. Nos abrazamos tiernamente.

—¿Por qué estabas tan triste, amor mío, por qué has dicho que querías despedirte del banco? ¿Verdad que nunca te alejarás de mí?

—¡Alguna vez tendrá que ocurrir, cariño mío! Y la hora se va acercando más y más. No, no, no te entristezcas ahora. Quizá falta mucho tiempo todavía. No pensemos en ello.

—Sé lo que quieres decir, Ofelia. —Las lágrimas me suben hasta la garganta y casi me la queman—. ¡Hablas de cuando irás a la capital para ser actriz, porque entonces no volveremos a vernos nunca más! ¿Crees que no pienso noche y día, lleno de horror, en cómo será todo entonces? Sé con seguridad que no podré soportar esta separación.

Pero tú misma has dicho que no deberás irte hasta dentro de un año, ¿verdad?

—Sí, hasta dentro de un año… no es probable.

—Y estoy seguro de que para esa fecha ya habré ideado algo para estar contigo en la capital. Se lo pediré siempre a mi padre; no dejaré de suplicarle hasta que me permita ir a estudiar allí. Y cuando sea independiente y ejerza una profesión, ¡nos casaremos y no nos separaremos jamás! ¿Acaso ya no me amas, Ofelia, que estás tan callada? —pregunto, angustiado.

Por su silencio adivino sus pensamientos y una punzada me atraviesa el corazón. Piensa que soy mucho más joven que ella y que todo esto sólo son castillos en el aire.

Yo también lo siento, pero no quiero… ¡no quiero pensar en que algún día tengamos que separarnos! Quiero embriagarme con la idea de que puedo convencerla y convencerme a mí mismo de la posibilidad de un milagro.

—¡Ofelia, escúchame!…

—¡Te lo ruego, te lo ruego, no hables ahora! —me suplica—. ¡Déjame soñar!

Continuamos, pues, muy juntos y abrazados y guardamos un largo silencio.

Es como si el bote estuviera inmóvil y las blancas y escarpadas márgenes de arena se deslizaran por nuestro lado bajo el fuerte resplandor de la luna.

De improviso, ella se estremece, como si despertara de un sueño.

Le cojo la mano para tranquilizarla, pues creo que la ha asustado algún ruido.

Entonces me pregunta:

—¿Quieres prometerme algo, amado Christl? —Busco palabras de protesta… quiero decirle que, si fuera necesario, me dejaría torturar por su causa.

—¿Quieres prometerme que… que me enterrarás bajo el banco del jardín cuando haya muerto?

—¡Ofelia!

—Sólo tú puedes enterrarme y sólo allí. ¿Me oyes? ¡Nadie puede estar presente y nadie debe saber dónde yazgo! ¿Me oyes? Ese banco me es muy querido. ¡Allí siempre me parecerá que te estoy esperando!

—¡Ofelia, te lo ruego, no hables así! ¿Por qué piensas ahora en la muerte? ¡Cuando te mueras, yo iré contigo! ¿Es que acaso intuyes…?

No me deja terminar la frase.

—Christl, cariño, no me hagas preguntas; ¡prométeme lo que te he pedido!

—Te lo prometo, Ofelia; te lo prometo solemnemente, aunque no puedo comprender qué quieres decir con ello.

—¡Gracias, gracias, mi amadísimo amigo! Ahora sé también que la cumplirás. Aprieta su mejilla contra la mía y noto que sus lágrimas resbalan por mi rostro.

—¡Estás llorando, Ofelia! ¿No quieres revelarme por qué eres tan desgraciada? ¡Quizá te han atormentado en tu casa! Te lo ruego, te lo ruego, Ofelia, ¡dímelo! ¡Estoy tan desolado cuando no dices nada, que no sé qué hacer!

—Sí, tienes razón, no lloraré más. Esto es tan hermoso, tan apacible y solemne, que parece un sueño. ¡Y soy enormemente feliz de estar contigo, cariño mío!

Nos besamos con avidez y pasión, hasta perder el sentido.

* * *

De repente veo el futuro lleno de alegre confianza. Sí, así será, todo se desarrollará tal como lo he imaginado en las noches silenciosas.

—¿Crees que te causará satisfacción —pregunto, secretamente celoso— tu carrera de actriz? ¿Encuentras realmente tan hermoso que la gente te aplauda y te tire flores al escenario? —Me arrodillo ante ella; tiene las manos enlazadas en la falda y contempla, pensativa, la superficie del agua que fluye a lo lejos.

—No he pensado ni una sola vez, Christl mío, en cómo será todo. Encuentro repugnante y feo aparecer ante el público y simular para él un entusiasmo o un tormento espiritual. Feo porque todo es fingido e indecente si en realidad pienso quitarme la máscara un minuto después y recibir agradecimiento por ello. Y que tenga que hacerlo noche tras noche y siempre a la misma hora se me antoja como una prostitución del alma.

—¡Entonces no debes hacerlo! —grito, sintiendo una gran decisión interna—. Mañana temprano quiero hablar con mi padre. Sé que te ayudará, ¡lo sé seguro! Su bondad es infinita, así como la ternura de su corazón. No permitirá que te obliguen…

—¡No, Christl, no lo hagas! —me interrumpe con voz tranquila y firme—. No te lo pido por mi madre, quien con ello vería destruidos todos sus vanidosos planes. No la quiero, ¡es algo que no puedo evitar!… Me avergüenzo de ella —añade en voz baja, volviendo la cara— y así será siempre entre nosotras… Pero quiero a mi… a mi padre adoptivo. ¿Por qué no puedo decir abiertamente que no es mi verdadero padre?

»Tú ya lo sabes, aunque nunca hayamos hablado de ello. A mí no me lo ha dicho nadie, pero lo sé; lo sentí aún siendo una niña. ¡Lo sentí con más claridad que si lo hubiera sabido! Él no intuye que no soy su hija. Yo sería más feliz si lo supiera, porque entonces tal vez no me amaría tanto y no sufriría tanto por mi causa.

»¡Oh, no sabes cuan a menudo, siendo niña, estuve a punto de decírselo! Pero entre él y yo se levanta un muro terrible, erigido por mi madre. Desde que tengo uso de razón, apenas he podido hablar dos palabras a solas con él, ni sentarme de niña en su falda, ni darle un beso. «¡Te ensuciarás, no le toques!», me decía siempre. Yo debía ser constantemente la bella princesa y él era el esclavo sucio y despreciable. Es un milagro que esta semilla horrible y venenosa no haya echado raíces en mi corazón. «¡Agradezco a Dios que no lo haya permitido!…». Pero otras veces pienso: si me hubiera convertido de verdad en semejante monstruo insensible y altanero, no me atormentaría esta indescriptible compasión que siento por él y guardo rencor al destino por haberme impedido serlo.

»Con frecuencia aprieto los labios al pensar que, a fin de crearlo, él ha trabajado hasta ensangrentarse las manos. Ayer mismo, mientras comíamos, me levanté de un salto de la mesa y bajé corriendo a su lado.

»Tenía el corazón tan henchido de emociones que creí poder decírselo todo esta vez. Quería rogarle:

«Échanos a las dos, a mi madre y a mí, como a perros extraños; no merecemos un trato mejor; ¡y a él, a ese infame y horrible chantajista que al parecer es mi verdadero padre, estrangúlale! ¡Mátale con tus fuertes y honradas manos de artesano!». Quería gritarle: «Odíame como sólo un hombre puede odiar para que yo sea libre por fin de esta terrible y ardiente compasión».

»Cuántos miles de veces he rezado: «Señor Dios que estás en los cielos, infunde odio en su corazón».

»Sin embargo creo que antes fluirá la corriente monte arriba que este corazón será capaz de odiar…

»Cuando ya tenía en la mano la manecilla de la puerta del taller, miré otra vez por la ventana. Estaba de pie ante la mesa y escribía en ella mi nombre con un trozo de yeso. ¡La única palabra que sabe escribir!

»Entonces el valor me abandonó. Para siempre.

»¡Sé que si hubiese entrado, habría sido inevitable que le hablara!

»Él habría balbucido, sin escucharme: «¡Mi señorita hija Ofelia!», como hace siempre que me ve, o me habría comprendido y… ¡y se habría vuelto loco!

»¿Entiendes ahora, cariño mío, por qué no puedes ayudarme?

»¿Debo hacer pedazos todas sus esperanzas? ¿Debo cargar con la culpa de que su pobre espíritu se suma en las tinieblas? No, sólo tengo una opción: ser lo que él anhela día y noche: una estrella luminosa a sus ojos, aunque a los míos sea mentalmente una ramera.

»¡No llores, mi amado y buen amigo! ¡No llores! ¿Te he hecho daño? ¡Acércate! Sé bueno otra vez. ¿Acaso me amarías más si pensara de otra manera? Te he asustado, mi pobre Christl. ¡Escucha: quizá no sea todo tan malo como lo he descrito! Quizá soy sólo una sentimental y lo veo todo desfigurado y aumentado. Cuando se declama el papel de Ofelia durante todo el día, algo permanece. Esto es lo infame de este miserable arte de la comedia, que nuestra alma se harta de él.

»Escucha: tal vez ocurra un milagro grande y hermoso y yo tenga un fracaso estruendoso en la capital; entonces todo se arreglaría de repente.

Se rió con fuerza y alegría y me secó las lágrimas a fuerza de besos, pero sólo fingía para consolarme y yo lo sabía demasiado bien para compartir su alborozo.

A mi profunda angustia por ella se suma una impresión que casi me destroza. Comprendo con gran dolor que no sólo es mayor que yo en años… no; yo soy un niño para ella.

Durante todo el tiempo en que nos hemos conocido y amado, ha guardado silencio sobre su pesar y su tortura. ¿Y yo? Yo me he desahogado en cada ocasión con mis insignificantes y pueriles preocupaciones.

Intuyo que la terrible conciencia de que su alma también es más madura y más vieja que la mía siega en secreto la raíz de todas mis esperanzas.

Ella debía sentir algo similar, pues por muy tiernos y cálidos que fueran sus besos y abrazos, me parecieron de improviso las caricias de una madre.

Le digo todas las palabras efusivas que se me ocurren, pero en mi cerebro se suceden los pensamientos, que adoptan las formas más aventureras: «¡Debo hacer algo! Solamente los actos pueden igualar nuestra edad. ¿Cómo puedo ayudarla? ¿Cómo puedo salvarla?».

Siento que surge en mi interior una sombra negra y espantosa, que algo informe atenaza mi corazón; suena en mis oídos el murmullo de cien voces sibilantes: ¡su padre adoptivo, el estúpido tornero, es la barrera! ¡Derríbala! ¡Acaba con él! ¿Quién lo ve? Cobarde, ¿por qué tienes miedo?

Ofelia me suelta las manos y se estremece. Veo que tiembla.

¿Ha adivinado mis pensamientos? Espero que diga algo, cualquier cosa que me facilite una indicación secreta de lo que debo hacer.

Todo espera en mí: el cerebro, el corazón, la sangre; el murmullo calla y espera en mis oídos. Espera y acecha con diabólica seguridad en la victoria.

Entonces dice ella —y oigo castañetear sus dientes por el frío interior—, o más bien susurra al decir:

—¡Quizá el ángel de la muerte se apiade de él!

La sombra negra que hay en mí se convierte de pronto en una llamarada atroz que me invade de pies a cabeza.

Me levanto de un salto y cojo los remos; como si el bote hubiera estado esperando esta señal, se desliza con rapidez cada vez mayor hacia el centro de la corriente y la orilla de la Hilera de Panaderos.

Los ojos ardientes de las casas vuelven a brillar en las tinieblas.

Con velocidad impetuosa, el río nos arrastra hacia la presa donde él abandona la ciudad. Remo con todas mis fuerzas para cruzar la corriente y llegar a nuestra casa.

Una espuma blanca bordea los costados del bote.

¡A cada golpe de remo se acrecienta mi salvaje determinación! El cuero de los remos cruje contra los escálamos: asesinato, asesinato, asesinato.

Entonces me acerco a una estaca del muelle y levanto a Ofelia, más ligera que una pluma en mis brazos.

Experimento una alegría salvaje e irrefrenable por ser de pronto un hombre en cuerpo y alma, y llevo a Ofelia a grandes pasos, bajo el resplandor de los faroles, hacia la oscuridad del pasaje.

Allí permanecemos mucho rato y nos besamos con pasión ardiente y devoradora. Ahora vuelve a ser mi amante y ya no la madre llena de ternura.

¡Un rumor a nuestras espaldas! No le hago caso: ¡qué me importa!

Entonces ella desaparece en el zaguán de la casa.

* * *

En el taller del tornero todavía hay luz. Brilla a través de las ventanas empañadas. El torno zumba.

Pongo la mano sobre la manecilla y la empujo hacia abajo con sigilo. Una minúscula franja de luz se enciende y apaga cuando vuelvo a cerrar la puerta.

Me acerco de puntillas a la ventana para ver dónde está el anciano.

Se halla encorvado sobre el torno, con un hierro centelleante en la mano, y por entre sus dedos vuelan virutas blancas, finas como el papel, hacia la penumbra de la habitación, donde se amontonan como serpientes muertas alrededor del ataúd. Un temblor espantoso me sacude de pronto las corvas de las rodillas. Me oigo silbar el aliento.

Tengo que apoyar el hombro contra la pared para no caer hacia adelante y romper el cristal de la ventana.

«¿He de convertirme realmente en un alevoso asesino? —resuena en mi pecho un estridente grito de congoja—. ¿Matar por la espalda al pobre anciano que, rebosante de cariño, ha entregado toda su vida, como un salvador, a mi Ofelia, a su Ofelia?».

Entonces el torno se detiene de improviso. El zumbido enmudece. Me envuelve un silencio sepulcral.

El tornero se ha enderezado y parece escuchar, con la cabeza medio vuelta; luego deja el escoplo y se acerca a la ventana con paso vacilante. Se acerca más y más. Con los ojos fijos en los míos.

Sé que no puede verme, porque estoy en la sombra y él está en la luz; pero, aunque supiera que me estaba viendo, yo ya no podría huir, porque todas mis fuerzas me han abandonado.

Se aproxima con lentitud a la ventana y mira fijamente hacia la oscuridad.

Apenas la anchura de una mano separa nuestros ojos y puedo ver todas las arrugas de su rostro.

Su expresión es de un cansancio infinito; de pronto se pasa la mano por la frente con un ademán lento y se mira los dedos con asombro y perplejidad a la vez, como si viera sangre en ellos y no supiera de donde procede.

Un ligero destello de alegría y esperanza ilumina de repente sus facciones e inclina la cabeza, paciente y sumiso como un mártir que espera el golpe mortal.

¡Comprendo lo que su espíritu quiere decirme!

Su cerebro embotado no entiende nada de lo que le ocurre. Su cuerpo es sólo el gesto de su alma, que susurra: «¡Libérame por el amor de mi querida hija!».

Ahora ya lo sé: ¡Tiene que ser así! ¡La propia muerte misericordiosa dirigirá mi mano!

¿Puedo ser menos que él en el amor a Ofelia?

Ahora siento hasta lo más hondo de mis entrañas lo que Ofelia ha de sufrir a diario bajo el tormento devorador de la compasión hacia él, el más digno de lástima de todos los desdichados; me corroe también a mí hasta que me siento arder como en una túnica de Neso…

¿Cómo podré llevarlo a cabo? No soy capaz de pensarlo siquiera.

¿Debo destrozarle el cráneo con aquel hierro?

¿Debo mirarle a los ojos vidriosos?

¿Debo arrastrar su cadáver por el pasaje y lanzarlo al agua? Y entonces, con las manos manchadas de sangre para toda la vida, ¿podré volver a besar y abrazar jamás a Ofelia?

Yo, un asesino alevoso, ¿deberé mirar a diario el rostro benévolo de mi queridísimo padre?

¡No! Siento que esto no podré hacerlo jamás. Lo espantoso tiene que ocurrir y yo lo llevaré a cabo, lo sé; pero me hundiré en el río con el cadáver del muerto. Me enderezo y me deslizo hacia la puerta, espero un poco antes de coger la manecilla, junto las manos y grito una súplica en mi corazón: «¡Señor misericordioso, dame fuerzas!».

Pero mis labios no pronuncian estas palabras. Sin que mi espíritu pueda ordenarles otra cosa, murmuran: —¡Señor, si es posible, aparta de mí este cáliz!

Entonces un sonido metálico hiende el silencio sepulcral y me arranca las palabras de la boca. El aire vibra, la tierra retiembla; el reloj de la iglesia de Nuestra Señora ha sonado con estruendo.

Es como si en la vida que me rodea y dentro de mí, la oscuridad se hubiera vuelto blanca.

Y desde una gran lejanía, desde las montañas que conozco por mis sueños, oigo la voz del dominico blanco que me confirmó y perdonó mis pecados (los pasados y los futuros), gritando mi nombre: ¡Christopher! ¡Christopher!

* * *

Una mano se ha posado con fuerza sobre mi hombro.

—¡Chico asesino!

Sé que es el bajo atronador del actor Paris que, apagado y contenido, resuena en mis oídos rebosante de amenaza y odio. Pero yo no me defiendo. Sin voluntad, me dejo arrastrar hacia el resplandor de los faroles.

—¡Chico asesino!

Veo que tiene espuma en los labios; la nariz hinchada, los mofletes fláccidos, el mentón húmedo de saliva… Todo respira en él triunfo y alegría diabólica.

—¡Chi-co a-se-si-no!

Me ha asido por el pecho y me sacude con cada sílaba que pronuncia como si fuera un hato de ropa vieja.

No se me ocurre siquiera ofrecer resistencia o desasirme y huir; estoy débil como un animalito moribundo.

Él lo atribuye a un sentimiento de culpa, lo leo en su expresión, pero ¿cómo podría decir una sola palabra? Tengo la lengua floja.

Aunque quisiera, no podría describirle la emoción que me embarga.

Lo oigo y lo veo todo: sus gritos, que suenan roncos en mis oídos, la espuma en su boca, los puños delante de mi cara, pero nada me impresiona; estoy petrificado, hipnotizado. Comprendo que lo sabe todo, que nos ha visto bajar del bote y besarnos, que ha adivinado mi intención de asesinar al anciano, «para robarle», como me grita.

No me defiendo; ni siquiera me asusta que conozca nuestro secreto.

Así debe sentirse un pájaro que en las fauces de una serpiente ha olvidado el temor.