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MANUAL DE INSTRUCCIONES
Fried interrumpió mis pensamientos diciendo que lo que él tenía en la mano, la caja de Hanna, en la que había varias fichas correspondientes a los pasos que debía seguir, casi hacía sospechar que alguien creía tanto en los demás, en los hombres, que finalmente había abandonado a su propia hija con un catálogo de fichas para su aprendizaje. Es decir, había confiado tanto en los demás —como un loco, susurró Fried—, que había creído no sólo que alguien podría acompañarla, sino que también podría enseñarle cosas y hacer que progresara en los objetivos referentes a (y Fried fue leyendo en voz alta algunos de los objetivos a medida que hojeaba el catálogo): «HIGIENE, MOTRICIDAD FINA, REACCIONAR A ESTÍMULOS TÁCTILO-CINESTÉSICOS». A veces, dijo Fried, yo mismo aún no sé que la mejor manera de reaccionar a un puñetazo es con otro puñetazo, otras veces es fingir que no se tienen fuerzas para responder, «ADQUIRIR HÁBITOS EN LA MESA, REACCIONAR A INSTRUCCIONES GESTUALES Y VERBALES, REACCIONAR A LA SEXUALIDAD DE MANERA SOCIALMENTE ACEPTABLE, REALIZAR TRABAJOS CON MATERIAS METÁLICAS, CUIDAR DE ANIMALES», y el objetivo que viene a continuación es difícil, sí, ¿cuántos de nosotros lo conseguiremos?; y Fried leyó: «OCUPAR EL TIEMPO LIBRE DE MANERA ADECUADA», ¿usted lo consigue?, me preguntó Fried, yo sonreí con la pregunta, y sí, por supuesto, aquel método de aprendizaje y educación de personas con discapacidad intelectual me hacía pensar en cuántos de nosotros no tendríamos un problema mucho más leve, es verdad, pero ¿cuántos de nosotros, por ejemplo, sabríamos «OCUPAR EL TIEMPO LIBRE DE MANERA ADECUADA»? Sí, eso es cierto, pero seamos claros, dijo, ella no es como nosotros, y eso no es una tragedia para nosotros, es para ella. Nosotros podemos bromear con eso, ella no, porque simplemente no puede.
—Es un poco, y perdone la imagen —dijo Fried vuelto hacia mí, interrumpiendo mi razonamiento y como si pidiese disculpas al mismo padre de la niña por la grosería que iba a decir—, es como si hubiesen abandonado una máquina en medio de la calle, una máquina desconocida, inusual o por lo menos muy rara, es como si la hubiesen abandonado con el cuidado de haber dejado también un manual de instrucciones para que quien la recogiese, la máquina extraña, supiese qué hacer con ella, dónde ponerla en marcha, cómo sacar mayor rendimiento. Perdone la imagen —repitió Fried—, pero esto es un manual de instrucciones, incluso tiene dibujos —y, de hecho, tenía dibujos de dedos torpes apretando botones, de manos haciendo una fuerza excesiva para simplemente lavarse los dientes, una tarea no de fuerza, sino en cierta manera, de pericia, considerémoslo así, una tarea que requiere, si nos ponemos en la piel de alguien con dificultades motoras, una puntería muy particular. Bueno, dijo Fried, no sé quién la ha abandonado, no sé si quien la ha abandonado merece nuestro odio y nuestra venganza por haber cometido la canallada de abandonar a alguien demasiado débil para defenderse mínimamente, o merece nuestro agradecimiento.
¿Por qué merecería nuestro agradecimiento? —me dieron ganas de preguntarle, pero estábamos llegando a Berlín, a la estación.