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LA MULTITUD, FINALMENTE
No obstante, estaba claro que no podían quedarse allí. Poco tiempo después, Vitrius empezó a dar señales de que la presencia de aquellos dos empezaba a incomodarlo. Estaba habituado al aislamiento; un día con compañía, sin interrupciones, bastaba para irritarlo. Hanna también era incapaz de seguir allí, con aquella falta de espacio. Empezaría a romper cosas.
Así que Marius empezó a prepararse para la despedida. Vitrius añadió, sólo por delicadeza, que podían quedarse allí un poco más, que sentía el aire exterior pesado y confuso, dijo. Y que él, por su parte, seguiría con sus números. He avanzado bastante, exclamó, refiriéndose a la serie de números. Después, con un movimiento rápido, introdujo el pequeño objeto de Hanna en el bolsillo de la chaqueta de Marius.
—Nada —dijo Vitrius—. Ninguna conexión.
Se despidieron. Marius bajó por la parte exterior de las escaleras, esta vez sintiendo más el cuerpo, temblando a cada paso, indispuesto. Marius le pidió a Hanna unos segundos, necesitaba recuperarse. Hanna se sentó en el escalón de la puerta de un edificio a esperar a Marius que, en poco tiempo, se recuperó —y, entonces, de nuevo se pusieron en marcha. Sin embargo, ahora, Marius no tenía ni idea de adónde podía ir; por primera vez, no sabía qué hacer y sólo sabía que tenía que seguir andando, sin parar, intentando no mirar a los lados, no parecer que estaba huyendo, a veces forzando a Hanna a caminar más rápido, pero por encima de la rapidez estaba la necesidad de no parar y de tomar una decisión en cada cruce, sin vacilar. Incluso aunque no supiera dónde se encontraba, no tenía que dudar ni un segundo —no debía parecer perdido, y avanzar.
Y caminaron tanto que acabaron sin saber dónde estaban. Marius miraba alrededor y no reconocía mínimamente las calles, los edificios, y hasta la cara de la gente, por un evidente contagio no racional, le parecía extraña, como si no perteneciera a aquella ciudad. Marius bromeó consigo mismo —estaba absolutamente perdido, no tenía la más mínima idea de en qué punto de la ciudad se hallaba, si en la parte norte, sur, este..., nada. Sólo un cartel en una pared le llamó la atención, ¡Bonita familia Stamm, bonita familia Stamm!, pensó; con todo, lo importante era que estaba perdido y en aquellos instantes se acordó de los impresionantes microscopios de Agam y de cómo éste le había enseñado, en la primera visita que le hizo, el mapa de la ciudad, de aquella ciudad, dibujada en un área no mayor que un milímetro cuadrado, y de cómo él se sintió primero perdido, y después con una fuerza enorme cuando vio —dentro de un cuarto minúsculo, mirando por un microscopio potentísimo y teniendo un plano general de toda la ciudad— dónde estaba la casa de Agam y, después, cuando, a partir de ahí, sin dejar de mirar por el microscopio, fue siguiendo, con un ojo, las indicaciones de Agam: ahora gire a la izquierda, avance un poco, está viendo un cruce, ¿a que sí? Avance un poco más y sólo en el otro cruce... ¿lo ve? Y sí, Marius respondía que sí sin levantar la vista de la lente, y el ojo por allí avanzaba, por el mapa de la ciudad; y un único ojo podía ver, en un único momento, toda la ciudad; y cómo ahora, de hecho perdido en el espacio, se acordaba de aquel instante, qué útil le sería ahora aquella visión desde arriba, en ese momento en que se halla completamente perdido, enfilando ya una calle tan vieja que los edificios, claramente abandonados, estaban al borde de derrumbarse; los avisos se repetían, unos en la calle, a la altura de la cabeza, otros en los edificios mismos, en los pisos superiores, ¡CUIDADO! PELIGRO DE DERRUMBAMIENTO, y Marius sintió que de allí venía una enorme amenaza, de aquellos edificios que la gente había abandonado; de allí, sabía él, nunca lo había olvidado, de allí venía el peligro y el mal, de allí venía aquello que podría alcanzarlo y, por eso, sintiéndolo, Marius, instintivamente, apretó con más fuerza la mano de Hanna y no sabe si lo dijo o si sólo lo pensó: —Tenemos que salir de aquí rápidamente. Pero lo cierto es que los dos aceleraron, Marius tirando de Hanna, que se quejaba de su severidad; pero rápidamente, entonces, salieron de aquella calle y, después de un cruce, giraron a la izquierda y, para alivio de Marius, de repente, estaban, sin saber cómo, en una famosa calle peatonal, una de las más anchas de la ciudad. No obstante, la sensación de alivio se disipó enseguida sustituida por otra sensación: la de que alguien hablaba mucho a sus espaldas, al fondo. Marius volvió discretamente la cabeza hacia atrás y no quería creer lo que veía. Al final de la calle, cientos de personas, miles de personas avanzaban a gritos, diciendo consignas, rompiendo cristales, gritando eslóganes y caminando, a un ritmo firme, sin prisa pero sin pausa, avanzando precisamente en dirección a Marius y Hanna.
Marius miró alrededor y aterrado se dio cuenta de que la anchísima calle que tenía por delante estaba vacía, no se veía a nadie, las tiendas estaban cerradas, algunas con fuertes trancas a la vista, y nadie —no había nadie. Marius miró de nuevo hacia atrás a aquella terrible masa de personas que avanzaba en dirección a ellos. En los metros siguientes no había ningún cruce y volver atrás era algo que le parecía, en aquel momento, perfectamente inoportuno —sería un movimiento ostensible, un cambio brusco del sentido de la marcha; sintió que esa opción sería peligrosa, pero ni siquiera le dio tiempo a pensar en la decisión adecuada porque la masa enorme ya estaba allí mismo, y a un ritmo mucho más rápido ya pasaban a su lado —así fue como Marius lo sintió— primero una u otra persona, los que iban delante —y Marius se dio cuenta claramente de que se desviaban, de que no les interesaban: Hanna y Marius no eran importantes. Y, en aquellos primeros instantes, Marius se sintió aliviado, como si antes hubiese pensado que aquella masa de gente pudiese ir, específicamente, tras él —pero una vez más no hubo tiempo para pensar, pues la masa de manifestantes llegaba ahora, y prácticamente los engullía; los gritos eran ensordecedores, Marius no entendía nada y apretaba con más fuerza a Hanna; se había acercado más a ella, intentaba crear una defensa mínima contra los embates, involuntarios, que empezaban a darse, los encontronazos que casi los hacían caerse pero que no iban dirigidos a ellos, sólo eran consecuencia de la masa cada vez más compacta de personas y de la velocidad con que todos avanzaban. Sin un mínimo de tiempo para pensar, los dos intentaron entonces acompañar el ritmo de avance de la gente, era lo más seguro, acompañar, andar al mismo ritmo, como si hubiesen estado allí desde el principio, en medio de todo aquello. Algunas personas mayores, pocas; casi todos jóvenes, muchachos, muchachas. Unos lanzaban piedras a los cristales de las tiendas que aparecían por delante, los más exaltados daban patadas a las puertas, una, dos, tres, y seguían; otros se quedaban atrás, lateralmente, no avanzaban hasta que destruían por completo un escaparate o la puerta de una tienda; por detrás, Marius pudo ver aquello con el rabillo del ojo, ya había cosas incendiadas, y los gritos de excitación eran aún más aterradores ahora que estaban dentro, en medio. Se encontraban ya en la parte de la calle donde los cruces volvían a aparecer y cada cruce era como otra puerta de entrada: grupos de personas se unían lateralmente a la enorme masa; otros pequeños grupos venían de calles más estrechas y también se unían a la masa de personas, y las manos de Marius y Hanna, que siempre habían estado apretadísimas —los dos de manera diferente, estaban asustados—, las manos empezaron, entonces, lentamente, como a relajarse, reduciendo la fuerza y la tensión entre ambas, como si a medida que avanzaban en medio de aquella multitud los dos empezasen a sentirse integrados en ella, perdiendo el miedo, y a cada paso ajustando cada vez más el tono de la marcha, como cogiendo el ritmo de aquella danza violenta, pero a pesar de todo ordenada, que avanzaba, en conjunto, hacia un único sitio, con un objetivo claro, sin vacilaciones. Y durante unos instantes, Marius se sintió extrañamente bien, sintió una ligereza enorme, un apagamiento individual que lo ponía tan eufórico que le daban ganas de gritar de alegría y, poco a poco, su pensamiento se fue concentrando en las piernas, en sus pasos, en el ruido brutal que miles y miles de piernas y zapatos hacían, un ruido que lentamente se volvió para él lo más importante, ya casi no oía los gritos, no podía oírlos porque estaban en medio, ahora sentía que estaban exactamente en medio de aquella enorme masa, en medio de un ruido tremendo que hacía que se sintiera como si desapareciera, como si ya no estuviese allí su cuerpo, sino sólo el resto, lo que desde fuera se puede ver de su cuerpo; y sus piernas y sus pasos eran ahora revitalizantes, con cada paso recuperaba las fuerzas, y casi sintió pena por no poder agradecérselo a todas aquellas personas, una a una, y entonces se concentró en sus piernas, sintiendo su firmeza, la manera en que podían acompañar el ritmo de la masa de gente que avanzaba; y, casi sin sentirlo, su mano empezó a distenderse, ya casi no sentía la mano de la persona que él tenía la sensación de que estaba a su lado, aunque ya ni mentalmente la visualizase; y la mano, sintió Marius, de repente estaba libre, sin agarrar nada, sin ser agarrada por nadie; y allí estaba él, solo, con las dos manos libres, con las dos manos disponibles, en medio de una enorme masa de gente que no paraba de avanzar y que gritaba algo, algo que él no comprendía, ¿qué palabras eran?, pero que ya sentía como suyas, sentía como indispensables, y sí, eso era lo que había que gritar; y allí, en medio, sintió por primera vez que podía hacer lo que quisiese con las manos, levantar una o las dos, gritar, cerrar el puño con rabia como hacían muchos a su lado, podía hacerlo todo, a partir de ese momento, pero ahora lo que había que hacer era gritar, y no parar, en ninguna situación, no parar.