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UNA PESADILLA

Una de esas noches tuve una pesadilla. Es difícil decir exactamente cuántas personas eran. Entre quince y veinte niños con trisomía 21.

Habían sido avisados repetidamente de que no fueran a aquel sitio. Una prohibición que rompieron de repente, entrando en aquella pequeña zona del terreno, apartando algunas frutas ya podridas y empezando, cada uno con su pala, a cavar.

Sus gestos eran vigorosos, acertados. Quien los viera —y yo los estaba viendo, desde dónde no lo sé—, quien los viese, entonces, se admiraría por el hecho de que aquellas caras extrañas, casi idénticas, tuviesen, en definitiva, tras de sí, en su base, un cuerpo capaz de movimientos tan exactos.

En menos de media hora el agujero empezó a ganar forma. Con palas y azadas, el grupo de niños y niñas con trisomía 21, emitiendo pequeños gritos de contento, iba retirando la tierra a un ritmo fuera de lo común. Recuerdo haber pensado que era increíble que hubiesen tenido fuerza para romper la primera barrera de cemento, la que cubría el espacio que hace muchos años les fue prohibido, pero recuerdo, justo a continuación, haber pensado que, incluso así, en aquellas condiciones, con los indicios de que todo pasaba en un sueño, no sería posible que rompieran la barrera de suelo de cemento y, por tanto, intenté convencerme de que no, de que era simplemente tierra lo que habían roto primero.

El hecho es que, en el agujero —que abrían con sus movimientos absolutamente enérgicos— ya se hacía visible el pináculo, una cruz, y poco tiempo después asomaba a la superficie la cúpula de una iglesia de la que emanaba, al principio, una luz tenue.

Siguieron excavando como si tuviesen poco tiempo para revelar lo que estaba a punto de revelarse —y sus caras parecían no denotar esfuerzo alguno. En todos aquellos movimientos había prisa y daba la sensación de que intentaban hacerlo todo antes de que los descubrieran.

La tierra siguió brotando en cantidades ingentes y, a medida que la iglesia se iba revelando a mis ojos y sobre todo a los ojos del grupo —yo seguía observando, escondido, sin decir nada, con una expectación enorme—, el día iba perdiendo parte de su fuerza y, al mismo tiempo que iba oscureciendo, la luz que venía del interior de la iglesia iba adquiriendo, con una sincronización rara, la fuerza que la luz del sol dejaba escapar.

Los niños con trisomía 21 —siempre veía su cara, su sonrisa— parecían eufóricos. La iglesia ya estaba prácticamente toda a la vista. Varios montones de tierra mostraban la dimensión poco común del trabajo hecho por aquel grupo. Recuerdo haber pensado que semejante cantidad de trabajo, semejante cantidad de esfuerzo ininterrumpido, sólo había sido posible debido, por un lado, a la expectativa que ellos mismos se habían creado durante años sobre aquel espacio y, por otro, a un cierto miedo de que en cualquier momento los descubrieran antes de poder contemplar lo que estaban desenterrando.

Mientras tanto llegó definitivamente la noche y la oscuridad exterior permitía que la luz procedente de la iglesia adquiriese una dimensión central. Por fin, la iglesia estaba completamente a la vista y de ella se desprendía una belleza extraña —como si aquello llegase a un nivel que implicara no sólo a los ojos, sino a una necesidad de esfuerzo de inteligencia.

La iglesia tendría —desde su base hasta la cruz, que fue el primer elemento en ser desenterrado— una altura de 30 metros y un diámetro de 7,8 metros aproximadamente —y ésas eran, por tanto, las dimensiones extraordinarias del agujero que el grupo había cavado en pocas horas.

El brillo de la fachada exterior de la iglesia y la luz constante que venía del interior hicieron que el grupo, como cualquier grupo de niños entusiasmado con un descubrimiento de aquellas dimensiones, descendiera, con mayor o menor dificultad, hasta abajo —unos dándose codazos para tocar la estatuilla más atractiva, otros apoyando la cabeza en el cristal y mirando hacia dentro, otros, también, rodeando el edificio en busca de otra puerta de entrada por la parte de atrás.

Y, precedido por una música cautivadora procedente del interior del edificio —lo que aumentó aún más la curiosidad y la excitación de los niños—, sucedió que, de pronto —y en ese momento hubiera tenido sentido no poder soportar más seguir siendo espectador y haber despertado—, y entonces, sucedió que se oyó un ruido enorme, un ruido monstruoso, incalificable, un ruido que parecía venir de algo informe a lo que jamás podríamos ponerle nombre; y ese ruido era el ruido de la tierra que rodeaba la cueva ya desmoronándose; como si, de repente, una inclinación de aquel espacio condujese toda la tierra amontonada hacia aquel centro. Y en pocos segundos todo acabó: el ruido brutal de la tierra que regresaba al sitio del que la extrajeron se confundía con una u otra voz —a veces gritando, a veces como si se riera. Así, la iglesia fue engullida de nuevo. Y, entonces, dejé de escuchar, por fin, la voz de los niños.

Una niña está perdida en el siglo XX
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