VII. El Imperio francés en 1812
El Imperio cubría entonces 750 000 kilómetros cuadrados, poblados aproximadamente por cuarenta y cuatro millones de habitantes y dividido en ciento treinta departamentos, sin incluir a Iliria. A los ciento dos departamentos comprendidos en las fronteras naturales legadas por la República, Napoleón había añadido al norte nueve departamentos holandeses y cuatro alemanes, al sur uno suizo y catorce italianos. Como las anexiones recientes no habían sido del todo asimiladas, excepto en el caso de Piamonte y Liguria, anexadas temprano, el sistema napoleónico de gobierno sólo funcionó normalmente dentro del marco de las fronteras naturales.
El gobierno autoritario
La edad y el éxito habían transformado poco a poco la persona y las costumbres del Emperador. Después de Tilsit, apenas puede reconocerse al hombre de Brumario, anguloso e «iracundo», en los rasgos de la máscara romana que la serenidad ha distendido. Hacia 1810, su rostro se vuelve tosco, el cutis plomizo, el cuerpo bajo y grueso. Sobre la fisonomía moral se advierte la influencia de la omnipotencia: la confianza en sí mismo linda con la infatuación, el culto de la fuerza y del éxito se convierte en cinismo. Al mismo tiempo, se siente cada vez más solitario, y cada día siente menor ilusión por la perpetuidad de su obra: «No reino más que por el temor que inspiro»; ¿y qué sentimiento causará su muerte? «Se dirá: ¡Uf!»… El ardor y la lucidez de su espíritu no han decaído, mas su actividad se ha vuelto ordenada. A las 8 cuando más tarde está en su gabinete y no interrumpe su trabajo sino para desajamar, solo, en unos minutos, y una o dos veces por semana para pasear o ir de cacería; a las 6, come con los suyos; después de un momento de conversación vuelve a sus tareas, para acostarse entre nueve y diez.
El carácter personal de su gobierno se acentúa sin cesar. La intervención de las asambleas disminuye poco a poco; en 1807 el Tribunado fue incluso suprimido. La influencia de los ministros mengua parejamente; Chaptal, Talleyrand, Fouché, fueron sucesivamente descartados en beneficio de personajes de segundo rango como Cretet, Champagny, Maret, Savary. En provincia la centralización progresa a medida que los grandes prefectos del Consulado desaparecen y que el orden se restaura, sin alcanzar empero la perfección a causa de la lentitud de las comunicaciones.
En la historia administrativa del Emperador, la reorganización judicial es la que tiene más importancia. En 1808, el personal fue depurado por primera vez. El Código de procedimiento civil fue terminado en 1806, el Código de comercio en 1807, en 1808 el de instrucción criminal, el Código penal en 1810. Estos códigos indican mejor la reacción que el Código civil; la marca y la argolla de los delincuentes reaparecieron en ellos. Finalmente, en 1810, el aparato judicial, modificado una vez más, tomó la forma que conserva todavía, y el personal sufrió una nueva depuración. La preocupación esencial había sido reforzar la represión: ‘los fiscales’ (magistrature debout) o ‘ministerio público’ (parquet), que no es inamovible, recibió su organización definitiva; el código de instrucción criminal había suprimido el jurado de acusación (jury d’accusation) y hecho el sumario completamente secreto.
Sin embargo, Napoleón dejó libre curso a la represión administrativa que ejercían los prefectos y sobre todo la policía, por vía de detención arbitraria y de residencia forzosa. Finalmente, en 1810, las prisiones políticas fueron restablecidas; las órdenes de aprehensión arbitrarias (lettres de cachet) debían ser expedidas por el Consejo privado del Emperador, pero rara vez se le consultó. En suma, Francia vivió bajo el régimen de la ley de sospechosos. Napoleón, sin embargo, moderó su aplicación, al comprender que el terror sería tolerado si no afectaba más que a un pequeño número de personas y que por lo mismo sería más eficaz. En 1814, se calculaba en dos mil quinientos el número de prisioneros políticos. Los que podían ser leídos o escuchados eran especialmente vigilados. En el Instituto, el curso de ciencias morales y políticas fue suprimido desde 1803. En cada salón de clase la policía tenía sus espías. Los abogados, a los que el Emperador odiaba, fueron obligados a solicitar su inscripción en la lista de los miembros de su profesión y no recibieron un director y una comisión de disciplina sino en 1810. Napoleón odiaba apenas menos «la cosa impresa, porque es un llamado a la opinión». A partir de 1805, los periódicos tuvieron que someter sus cuentas a la policía y ceder la tercera parte de sus beneficios para pagar a los delegados encargados de vigilarlos. En 1810, se decidió no dejar más que un periódico por departamento y cuatro en París; uno fue el Moniteur officiel; los otros tres, quitados a sus propietarios, fueron puestos en acciones, de las cuales tomó la policía la tercera parte. Además, la censura fue oficialmente restablecida. En París fue confiada a un director de imprenta y a censores imperiales; en provincia, a los prefectos. Impresores y libreros habían sido obligados a solicitar un permiso revocable. Los teatros no eran menos vigilados. Su organización fue reglamentada por el Estado; en 1812, en Moscú, Napoleón decretó la del Teatro Francés.
En definitiva, no quedó nada de las libertades públicas, como no fuera la libertad de conciencia, siempre y cuando no se atacara a los cultos reconocidos, no se hiciera profesión de ateísmo o no se fuera adicto a la «Pequeña Iglesia». Este despotismo no asombró casi a los franceses, apenas salidos del Antiguo Régimen y de la tormenta revolucionaria. Pero inspiró amargas reflexiones a la burguesía.
La Hacienda y la economía nacional
El dinero es el nervio de la guerra, y el ejemplo de Luis XVI enseñaba que una crisis de la Hacienda pública puede ser mortal para el gobierno. Por ello Napoleón la administró con extrema atención. Disminuyó el impuesto directo y preparó una repartición racional de la contribución sobre las tierras al emprender la organización del catastro. En cambio, aumentó los derechos sobre las bebidas, restableció el impuesto de la sal y el monopolio del tabaco, multiplicó los derechos de consumo. Finalmente, cargó en la cuenta de los presupuestos locales una parte de los gastos del Estado —gastos del culto, catastro, canales, hospicio, así como la mitad de la asignación de los prefectos—, aunque en definitiva el impuesto indirecto aumentó a causa de los suplementos proporcionales (centimes additionels). Las cargas de ios franceses aumentaron, pues, en beneficio de la guerra, que absorbió del 50 al 60 por ciento de los ingresos. Sin embargo, a pesar de las reformas de 1806, la Tesorería no estuvo jamás desahogada y retrasaba constantemente una parte de los pagos. De vez en cuando, se liquidaba el atraso distribuyendo títulos de renta. Los proveedores conservaron pues mucha influencia porque no podía prescindirse de sus adelantos. Es que el empréstito no era posible y tal fue, más todavía que antes de 1789, la diferencia esencial entre las finanzas de Francia y las de Inglaterra. Se desconfiaba del ahorro porque no se creía en la duración del régimen y porque las finanzas del Emperador eran un misterio. Esto era cierto, pues éste tenía tesoros particulares de los que sólo él disponía: la dotación anual que como jefe del Estado le correspondía (lista civil), la dotación de la corona, el patrimonio real, y sobre todo, el Tesoro del Ejército, creado en 1806, para ingresar en caja las indemnizaciones de guerra (743 millones hasta 1810). Este año, el Patrimonio extraordinario reunió el Tesoro del Ejército y el producto de las tierras y beneficios que Napoleón se había reservado en los países vasallos. Empleó estos recursos en sostener la renta, en auxiliar la industria, en desahogar la Tesorería, y sobre todo en recompensar a sus adictos. La guerra, además de alimentar a sus soldados, le reportó pues mucho dinero. En vísperas de la expedición a Rusia, parece que dijo: «Esto será también en interés de mi Hacienda. ¿Acaso no la he restablecido por medio de la guerra?». Sin embargo, no dejó de preocuparse por aumentar el poder contributivo del país estimulando la producción según los principios del mercantilismo. Los progresos de la reglamentación fueron menores de lo que se ha dicho. La marca, restablecida para varios artículos, quedó como facultativa. Consideraciones de orden público o fiscal explican la reglamentación de la panadería y el matadero, la disposición de practicar ciertos cultivos como la remolacha, la ley sobre las minas que, en 1810, quedaron propiedad del Estado, el cual las concedió en explotación, salvo en el Sarre. Pero sobre todo se intervino contra los obreros: la prohibición de la huelga y de las cofradías fue confirmada, la libreta restablecida; en los tribunales de trabajo (conseils de prud’hommes), creados en 1806, los obreros no estuvieron representados. Aparte algunas excepciones, el capitalismo naciente dictó su ley: hizo mantener la reglamentación de la mano de obra e impidió restablecer las corporaciones, que lo hubieran entorpecido. Fue pues la protección la que se mantuvo en primer plano, pero la guerra y el bloqueo hicieron mucho más a este respecto que las medidas específicas. La agricultura no fue favorecida, ya que Napoleón no quería que el pan se encareciera. La industria, por el contrario, fue protegida por medio de exposiciones, pedidos y anticipos, y estímulo a los inventores. Se trabajó en los canales; se abrieron las carreteras del Cenis y el Simplón y las que bordeaban el Rin o desembocaban en él. Es preciso observar, sin embargo, que las obras públicas fueron acometidas ante todo por razones militares que impusieron la apertura de carreteras nuevas, las construcciones de Cherburgo y Amberes, o por afán de prestigio y deseo de proporcionar trabajo al pueblo, lo cual explica el embellecimiento de París: muelles, puentes, abertura de calles, el Mercado (Halles), la Alhóndiga y la Bolsa, la columna de Vendôme y el Arco de Triunfo.
El progreso agrícola fue muy lento; los de la industria más sensibles, sobre todo para el algodón y los productos químicos. Los instrumentos de trabajo mejoraron en algunas regiones, aunque modestamente; incluso para el algodón el tomo de hilar no había desaparecido; la metalurgia permanecía en la etapa de fundición con leña; las máquinas de vapor eran escasas. La concentración de las empresas no se manifiesta más que en la hilandería bajo la forma de manufacturas. Por el contrario, la concentración comercial se hacía perceptible; los grandes negociantes se multiplicaban: a Oberkampf, Bauwens y Richard-Lenoir, que habían comenzado, el primero antes de 1789, los otros dos bajo el Directorio, vinieron a añadirse Ternaux, Dollfus-Mieg, Japy, Peugeot, Cockerill, a la vez negociantes y fabricantes, creadores de manufacturas y capataces de trabajo a destajo. La conquista y el bloqueo entregaron a Francia el mercado continental y sobre todo le entregaron Italia; se estima en 750 millones el aumento de sus reservas en metálico. Estrasburgo y Lyon prosperaron como cabeceras de tráfico por tierra. La derrota trágica fue la ruina total de los puertos. Por lo que Marsella y Burdeos se convirtieron en fortalezas del realismo.
Sin introducir muchas novedades, logró Napoleón mantener una actividad suficiente para sostener la guerra —tal era su fin esencial— y también contentar al pueblo y a la burguesía.
El gobierno de los espíritus
No era bastante prohibir toda crítica y satisfacer los intereses, sino que Napoleón quería también captarse los espíritus. Contaba en primer lugar con el clero católico y no le escatimó beneficios: tomó a sus expensas a treinta mil capellanes, a los canónigos y los grandes seminarios; obligó a las comunas a hospedar al clero parroquial, a pagar a los vicarios y a sostener las iglesias; organizó las fábricas de parroquia y les confirió el monopolio de las pompas fúnebres. La Iglesia fue sensible también a los honores oficiales y a la exención del servicio militar. La enseñanza religiosa fue restablecida en las escuelas públicas y el obispo autorizado para controlarla. Portalis, el director de cultos, hubiera de buena gana hecho todavía más, pero Napoleón limitó su celo y se negó, por ejemplo, a hacer obligatoria la observancia del domingo. Fue también él quien contuvo los progresos de las congregaciones y las sometió a permiso en 1804. Sólo se aprovecharon los Lazaristas, los Padres del Espíritu Santo y las Misiones extranjeras a causa de su influencia exterior, y los Hermanos de la Doctrina Cristiana y de San Sulpicio, como cuerpos dedicados a la enseñanza. Las religiosas fueron mucho mejor tratadas porque Napoleón juzgaba provechoso dejar en sus manos los hospitales y hospicios así como la educación de las niñas. Nombró a su madre protectora de las hospitalarias.
El éxito de esta política fue comprometido por la ruptura con Pío VII, que secuestrado en 1809, fue llevado prisionero a Savona, luego a Fontainebleau. La aplicación del Concordato se paralizó. En 1811, los obispos, reunidos en concilio nacional e instigados por el Emperador en persona, admitieron que en ausencia del Papa la investidura fuera conferida por el metropolitano, pero reservaron la aprobación a Pío VII y el convenio no se llevó a cabo. Una nueva tentativa en 1813 no tuvo mejor éxito. El papa fue enviado de nuevo a Roma en 1814, y en el ínterin el clero volvió poco a poco a la oposición declarada; las congregaciones fueron disueltas, los pequeños seminarios cerrados y los seminaristas enviados al regimiento. El realismo pudo así renovar su alianza con los católicos. Pero la población apenas se conmovió, pues el culto no fue interrumpido.
La fidelidad de los protestantes e israelitas jamás fue puesta en duda. Estos últimos procuraron sin embargo inquietudes a Napoleón porque se dudaba que la ley mosaica fuera compatible con el derecho público y porque, en el Este, se quejaban abiertamente de «la usura judía». En cuanto una asamblea admitió el matrimonio civil y el servicio militar, el culto israelita fue oficialmente organizado en 1808, pero a expensas de sus fieles, a la vez que otro decreto, válido por diez años, anulaba o acortaba las deudas activas. En 1810, los judíos fueron además obligados a elegirse un nombre de familia. Pese a sus reservas, esta legislación fue considerada como favorable a los interesados, y valió a Napoleón la simpatía de las comunidades judías de toda Europa y las maldiciones de sus enemigos.
Intervino igualmente en la masonería, de la cual su hermano José se convirtió en gran maestre. En 1814 había un millar de logias; una gran parte del personal civil y militar figuraba en ellas y sucedía lo mismo en los Estados vasallos, de suerte que la masonería era considerada en todas partes como uno de los pilares del orden napoleónico.
La formación de la juventud procuró más quebraderos de cabeza porque su solución dependía de los recursos financieros. Los liceos no prosperaron porque su disciplina militar disgustaba y el clero los veía con malos ojos. Dos soluciones se ofrecían: cerrar los liceos, lo que hubiera satisfecho a Portalis y al cardenal Fesch, arzobispo de Lyon y tío del Emperador, o suprimir las escuelas particulares que les hacían competencia, lo que hubiera convenido a Fourcroy, director de educación, y al partido filosófico. Napoleón hubiera preferido el monopolio, pero como no tenía dinero ni el personal necesario, adoptó un término medio: en 1806, decidió crear una corporación, llamada Universidad, que gozaría del monopolio, pero autorizaría la apertura de escuelas particulares a cambio del pago de una renta fija. La organización de esta institución no fue determinada sino en 1808, y como en el ínterin la influencia de la Iglesia se había acrecentado, fue Fontanes el que obtuvo el puesto de gran maestre, al cual quedaron subordinados los rectores. La enseñanza fue dividida en tres grados; primaria, secundaria y superior; el primero quedó en manos de las municipalidades, pero el maestro tenía que solicitar un diploma al rector; los liceos y colegios formaron el segundo y se crearon las primeras facultades de letras, ciencias y teología. El monopolio existía teóricamente, pues en las escuelas particulares los grados universitarios no debían ser otorgados antes de 1815; la inspección fue ilusoria; la renta misma no fue pagada con exactitud y los seminarios estaban exentos de ella. Sin embargo, Napoleón había organizado definitivamente la educación pública, y la Iglesia no se lo perdonó porque le impidió con ello imponer la suya. Por otro lado, en 1811, reñido con la Iglesia, Napoleón exigió que en las ciudades donde existía un liceo o un colegio los educandos de las escuelas particulares siguiesen allí los cursos, y no dejó subsistir más que un pequeño seminario por departamento. En los liceos, el latín y el griego recobraron su importancia en detrimento de la filosofía, la historia, las lenguas vivas y las ciencias experimentales. No obstante, la literatura nacional y las matemáticas conservaron el lugar que la Revolución les había asignado, y sus grandes instituciones de investigación científica subsistieron fuera de la Universidad.
La vida intelectual
Por estos medios, Napoleón alcanzaba en parte el fin que se proponía: un catecismo imperial enseñó a los fieles la sumisión al Príncipe y la Universidad formó funcionarios competentes. Pero el Emperador quería también dirigir la literatura y el pensamiento, así como las artes, estimulándolos por medio de premios decenales, que fueron distribuidos por primera vez en 1810. En esto, el fracaso fue completo porque no poseía nada original que enseñar a los franceses. Los que lo siguieron hasta el fin defendían en su persona la nación y la Revolución; los demás no podían tomar en serio su legitimidad. El despotismo no podía sino adormecer la vida intelectual, pero en la medida en que ésta ha continuado, la tradición y las ideas del siglo XVIII han quedado como sus polos opuestos.
El positivismo racionalista de los ideólogos que representaban dichas ideas fue eclipsado por el renacimiento católico, por el incremento del misticismo heterodoxo, del que Lyon y Alsacia eran los centros principales, y por la filosofía espiritualista, a la que Maine de Biran daba de nuevo importancia. Era un síntoma importante de la moda intelectual que la contrarrevolución tuviera ahora grandes escritores: Chateaubriand, Maistre y Bonald. Sin embargo, las ciencias continuaban progresando. En las matemáticas, la física y la química, Francia, con Laplace y Mongo, Gay Lussac y Thénard, entre otros muchos, conservaba un lugar de primera categoría; sus naturalistas, Lamarck, Cuvier, Geoffroy Saint-Hilaire, gozaban de una brillante supremacía.
La literatura que tenía la preferencia de Napoleón permanecía fiel a las reglas clásicas y contaba algunos autores elegantes como el poeta Delille. Pero por una parte los grandes escritores, Chateaubriand, Maistre, Madame de Staël, formaron filas en la oposición, y por otro Jado no había que hacerse ilusiones: la dispersión de la aristocracia, el decaimiento de los estudios, el advenimiento de nuevos ricos poco cultivados sólo podían acentuar la declinación del clasicismo. El romanticismo triunfaba en Alemania e Inglaterra, y por varios indicios se podía presentir que iba a penetrar en Francia. Los poemas del seudo-Ossián gozaban de una popularidad inusitada; los acontecimientos de la época, exaltando la imaginación, creaban un «clima» romántico, y los que no podían aprovecharlos para la acción mostraban, como el René de Chateaubriand, el hastío del inadaptado, el disgusto mezclado de cólera y orgullo. Aunque la libertad hubiera sido proclamada por la Revolución, las costumbres estaban lejos de haberse adaptado a ella sobre todo en lo que concierne a la mujer. Después de la Atala de Chateaubriand, víctima de la pasión en conflicto con el deber, la Delfina y la Corina de Madame de Staël habían acabado no menos tristemente porque los prejuicios sociales —decía el autor—, les habían negado el derecho a la felicidad. Los relatos de los emigrados y de los soldados propagaban el gusto por el exotismo, y Chateaubriand contribuyó a ello con su Itinerario de París a Jerusalén y con sus Mártires. En fin, el contacto con las literaturas extranjeras se volvía más íntimo, y a este respecto el papel de Madame de Staël fue inigualable, ya que su libro, Sobre Alemania, reveló a los franceses el romanticismo alemán. La tradición se defendía mejor en el terreno de las artes plásticas. Napoleón era muy aficionado a ellas, y construyendo o comprando mucho las favoreció en gran manera. Encontró su teórico en Quatremère de Quincy. Percier y Fontaine en el Louvre, Gondouin, que erigió la columna Vendôme, Chalgrin, que comenzó el Arco de Triunfo, permanecieron fieles a la tradición. David no abandonó su primer estilo y pintó las Sabinas. En el arte decorativo, el estilo Imperio, rico y pesado, de inspiración egipcia y etrusca, también siguió en vigor al finalizar el siglo XVIII. Sin embargo, el arte estaba lejos de ser uniforme. El alejandrinismo, puesto de moda en el siglo precedente, reaccionó contra la línea firme y tendida de la pintura davidiana con Girodet y Prud’hon, así como en las obras del escultor italiano Canova, por quien Napoleón sentía una marcada predilección. En el arte decorativo, el alejandrinismo siguió reinando al lado del estilo Imperio. El realismo se imponía también en el retrato, en el que Gérard, y sobre todo David, fueron incomparables. En fin, los temas que Girodet tomaba de Ossián o de Chateaubriand, los que se sacaban de la historia contemporánea —la consagración de David, las batallas de Gros, los soldados de Géricault— inspiraban obras que eran ya románticas por la variedad, el movimiento y el colorido.
Por lo que se refiere a la música, una vez abandonada la renovación revolucionaria, la ópera y la melodía reinaron de nuevo sin disputa. Los principales compositores eran ya franceses, como Méhul, ya italianos, como Spontini: José y La Vestal son de 1807. Boïeldieu rehabilitaba la ópera cómica; Cherubini, el maestro de Berlioz, era ya romántico, pero gustaba poco. Pero la fama de todos ellos palidecía frente a la de Beethoven.
La evolución social y la opinión pública
Cuando Napoleón se dio cuenta de que la sujeción de los espíritus era incompleta, acentuó sin cesar el carácter jerárquico y corporativo de su política social. Nuevas corporaciones —la Universidad, el colegio de abogados— vinieron a añadirse a las que ya había organizado; hubiera restablecido de buena gana los gremios de artesanos y los terrazgos perpetuos para reforzar la autoridad de los notables sobre los obreros y campesinos. La multiplicación de los funcionarios y de los oficiales tejía vínculos de subordinación. Finalmente, en 1808, creó una nobleza imperial volviendo cada título hereditario a condición de que se le asociara un mayorazgo inalienable. Entre los notables, mantuvo el espíritu de sumisión mediante la distribución de cargos cortesanos, cada vez más numerosos, mediante gratificaciones, pensiones y dotaciones, becas, y también condecoraciones, de suerte que a la Legión de Honor se añadieron la Corona de Hierro de Italia, los tres Toisones de oro y la orden de la Reunión.
Para la nueva legitimidad el beneficio de esta política fue ilusorio. La nobleza imperial no fue más que una camarilla de cortesanos que no prestó ningún apoyo a su creador. Su reconciliación con la rancia aristocracia fue sólo aparente. Napoleón mismo no se sentía a sus anchas con los resellados y los despreciaba: «Les he abierto mis antecámaras y se han atropellado para entrar», decía. Pero era muy distinto lo que ocurría en el país. Los ex nobles aguardaban calladamente la hora del desquite y lo preparaban insinuándose en las funciones públicas y restableciendo como mejor podían su influencia social; el Tercer estado los vigilaba con desconfianza. La acción de Napoleón sobre la sociedad no fue verdaderamente eficaz más que en la proporción en que fortificó el ascendiente de la burguesía. Pero a medida que se volvió más poderosa, más se apartó de él porque la privaba de toda libertad y no la consultaba. Así, la monarquía constitucional inspiraba sentimientos nostálgicos y el parlamentarismo inglés se puso de moda. La oposición de Chateaubriand y de Madame de Staël; la más discreta de Roger Collard y de Guizot en la Sorbona; las murmuraciones de salón, las de la casa de Madame de Récamier, no ponían en peligro al régimen. Pero después de la derrota la traición de Talleyrand hallará connivencias y complicidades. Este descontento no halló ningún eco en el pueblo. Hasta fines de 1812, el servicio militar lo conmovió menos de lo que se ha dicho; el bloqueo apenas le afectaba desde el momento que tenía trabajo y que el pan no era caro; las contribuciones indirectas reunidas en una sola administración (droits réunis) suscitaron oposiciones, pero eran mucho menos onerosas que antes de 1789. Campesinos y obreros llevaban la misma vida que en otros tiempos, un poco menos ruda tal vez, pues el número de pequeños propietarios había aumentado y los salarios se mantuvieron o se elevaron. En todo caso, la población creció en un millón cuatrocientas mil almas a despecho de la guerra, y la nación nunca dio prueba de mayor vitalidad. La crisis de 1811, y en 1812 la carestía del pan, interrumpieron la sucesión de los años felices. Napoleón reprimió implacablemente los disturbios, pero hizo compras considerables de granos y restableció el máximum. No parece que la desgracia le haya restado consideración: el pueblo no suponía siquiera que se le pudiera reemplazar por los Borbones, de los que ignoraba hasta la existencia.
En los países anexados antes de 1804, Bélgica, Renania, Ginebra, Piamonte, Liguria, la aristocracia y la burguesía alimentaban los mismos agravios que en Francia. Se quejaban además de que no se les dieran bastantes cargos en las funciones públicas. Sin embargo, la población aumentaba; apreciaba el orden y la actividad de la administración; la economía progresaba, favorecida por el bloqueo. La burguesía, como en Francia, era la que sacaba el mayor beneficio del régimen y la que le era más adicta. Entre los nuevos departamentos y los antiguos, la diferencia esencial fue que, en los primeros, los bienes nacionales habían sido vendidos tardíamente y el campesino pobre sacó con ello menos ventajas que en los segundos, y que, por otra parte, las cargas señoriales de la tierra fueron declaradas redimibles y no suprimidas sin indemnización; es igualmente notorio que la ruptura con el papa hizo en los nuevos departamentos más impresión que en los antiguos. A pesar de todas las reservas, hay que reconocer que los países anexados no hicieron nada por sustraerse a la dominación del Emperador.
La influencia francesa
Por vasto que fuera el Imperio francés, era sin embargo sólo el núcleo del Gran Imperio. En los países vasallos Napoleón trabajó obstinadamente por implantar su sistema de gobierno a fin de que una burocracia eficaz le procurara dinero y hombres y que la burguesía y el pueblo quedasen bajo su dominio por medio de la introducción del Código civil, es decir, de los principios de 1789. En los reinos de Italia y Westfalia la asimilación fue más completa. En Nápoles, Roma, Iliria, había progresado mucho en 1812. Los Estados alemanes permanecían a la zaga. Baviera, Wurtemberg, Baden, habían adoptado el aparato gubernamental y administrativo; en los grandes ducados de Berg y Francfort la transformación no se había realizado aún; en el de Wurzburgo y en Sajonia no había cambiado nada. Y sobre todo, la reforma social era imperfecta; incluso en Baden, donde se había adoptado el Código civil, la nobleza conservaba privilegios y los derechos señoriales subsistían. En el gran ducado de Varsovia, organizado a la francesa, se había abolido la servidumbre, pero el campesino seguía siendo terrazguero del noble. Para la reforma napoleónica y para la influencia de Francia el escollo fue que, como tuviera necesidad de la aristocracia para constituir una administración y una corte en los países vasallos, y obligado también a tratar con miramientos a los soberanos, el Emperador no pudo modificar la estructura social agraria de la manera radical que en Francia había ligado el Tercer estado a la Revolución. Sin embargo, hay que reconocer que Napoleón difundió por todas partes las nociones de igualdad civil e incluso de constitución, que creó las condiciones de una economía moderna cuyos inicios, por otra parte, el bloqueo protegió y marcó así con profunda huella todos los países vasallos, sin contar con que su ejemplo, dígase lo que se diga, no dejó de influir en la renovación de Prusia. La guerra no basta para explicar esta política, pues para arrastrar el continente a ella no era necesario imponerle el Código civil. Se trataba, lisa y llanamente, de agregar a la unidad política la unidad administrativa y social como marco de una civilización europea de inspiración clásica y francesa. Al lado de los idiomas nacionales, que Napoleón no pensó desarraigar, el francés debía llegar a ser la lengua universal, y no hay duda que quiso hacer de París la capital intelectual, artística y mundana del Imperio de la misma manera que era ya su capital política; se esforzaba por convertirla en el museo del mundo llevando allí las obras maestras de que despojaba a los países conquistados.
Y sin embargo, el Emperador contribuyó más que nadie a romper la unidad europea en perjuicio de la influencia francesa al avivar por todas partes los sentimientos nacionales. En Santa Elena, se imaginará a sí mismo como protector de las nacionalidades oprimidas después de él por la Santa Alianza. Es cierto que, aunque no realizó la unidad territorial de Italia y Alemania, simplificó prodigiosamente su mapa; por primera vez desde el siglo XIV, agrupó una parte de los yugoeslavos en el seno de Iliria; es cierto también que por sus reformas creó en los países vasallos la condición indispensable al florecimiento de la unidad política. Empero, aunque varios pueblos puedan contarlo, a este respecto, entre sus padrinos, Napoleón desconfiaba en el fondo de las nacionalidades, pues con su natural aspiración a la independencia, tendían a arruinar la unidad imperial. Mas la conquista francesa no podía dejar de llamarlos a la vida, puesto que la dominación extranjera ha sido siempre el mejor reactivo. Comparadas con sus beneficios, las cargas del régimen —indemnizaciones de guerra, requisiciones y pillajes de las tropas, impuestos desmedidos, intereses lesionados, tradiciones rotas, prejuicios contrariados— parecieron exorbitantes. No es un azar que el ardor patriótico se manifestara tan fuertemente en la Alemania de 1813, puesto que desde 1811 estaba hundida por el Gran Ejército.
La reacción política de las nacionalidades no fue lo peor para la influencia francesa. En cada una de ellas se vio aumentar el número de los que, desafiando a los amos del momento, rechazaban esta cultura francesa que desde Luis XIV ejercía una atracción universal, para adherirse celosamente a la lengua, la cultura, el pasado que les eran propios. El cosmopolitismo europeo, de marca francesa, recibió un golpe fatal, y en Alemania el romanticismo, erigido en filosofía política, al considerar a la nación como un ser viviente, engendrado como los otros por la acción inconsciente de una fuerza vital, fue la negación de las ideas francesas y revolucionarias que, al fundar la nación sobre el consentimiento voluntario de sus miembros, concilian los derechos de la comunidad con los del individuo.