IV. Del 9 de termidor al 18 de brumario
Los miembros de los comités no pensaban cambiar de sistema por el hecho de que se hubiera proscrito a Robespierre, y esperaban conservar el poder. Pero la mayoría de la Convención, aunque estaba de acuerdo en la necesidad de mantener la dictadura a fin de aplastar cómodamente a Jacobinos y sans-culottes, estaba resuelta a ejercerla ella misma.
Desmembramiento del gobierno revolucionario
Así, desde el 11 de termidor la Convención decidió que los comités serían renovados cada mes en una cuarta parte y que ningún miembro podría ser reelegido sino después de un mes de intervalo. El 17 de fructidor (24 de agosto), el Comité de Salud Pública fue reducido a la guerra y la diplomacia. La ley de pradial había sido abrogada; las ejecuciones se espaciaron y las prisiones comenzaron a vaciarse. El gobierno revolucionario perdió así sus tres atributos esenciales: la estabilidad, la concentración de los poderes y la «fuerza coactiva». Simultáneamente, los colegas de Robespierre fueron expulsados de los comités y desde el 12 de fructidor se propuso encausar a varios de ellos.
La Llanura no consintió en ello en seguida. A ningún precio quería caer de nuevo bajo el yugo de los terroristas y ordenó procesos resonantes que condujeron al patíbulo a Carrier, Fouquier-Tinville y Lebon. Pero temía también el triunfo de la contrarrevolución. Los emigrados y los refractarios continuaron siendo merecedores de la pena de muerte y los sacerdotes constitucionales presenciaron la supresión del presupuesto de cultos y la separación de la Iglesia y del Estado el 18 de septiembre de 1794. La política del Centro, dirigida por Merlin de Duai, Cambacérès, Sieyès, Reubell, habría sido conceder la amnistía a los hombres del año II, con excepción de aquellos a los que se reconociera culpables de actos ilegales, a fin de reconciliar a todos los «patriotas de 1789».
Como en 1793, la decisión fue impuesta desde afuera. Los realistas, ayudados por Tallien y Fréron, terroristas tránsfugas, organizaron a los «petimetres»,[10] a la «juventud dorada», en la que muy pronto pulularon los desertores y los emigrados en bandas armadas que se hicieron dueñas de las calles; y en los salones que volvían a abrirse, la Cabarrus, convertida en Madame Tallien, dio el tono a las «maravillosas».[11] Muchos Convencionales, engañados, cedieron poco a poco a la reacción. Desorganizados y privados del apoyo del gobierno, los sans-culottes se hallaron en posición desventajosa. El 11 de noviembre, sus adversarios se dirigieron a cerrar el club de los Jacobinos; el 2 de diciembre, setenta y ocho Girondinos recuperaron su lugar en la Convención. Desde febrero, el Terror blanco se iniciaba en Lyon y en el Sureste con matanzas.
La política adoptada en el Oeste por los termidorianos precipitó los acontecimientos. En la Vandea, Charette y Stofflet resistían todavía, y en el norte del Loira los «chuanes» asolaban el campo desde el estío precedente. El Comité se imaginó que restablecería el orden concediendo la libertad a los refractarios, con cuyos jefes determinó, de febrero a mayo, unas «pacificaciones» que no preveían siquiera el desarme de los rebeldes. En consecuencia, no se podía rehusar a los demás franceses el restablecimiento del culto; por lo tanto, fue autorizado en privado el 21 de febrero de 1795; después, el 30 de mayo, la Convención consintió en devolver las iglesias siempre y cuando los sacerdotes hicieran acto de sumisión a las leyes. Grégoire reorganizó la Iglesia constitucional; cierto número de eclesiásticos romanos se sometieron, mientras que otros prefirieron continuar ejerciendo ilegalmente y en secreto. En ese momento, como la crisis económica agitaba de nuevo al pueblo, la Asamblea no rehusaba nada a los reaccionarios.
El derrumbe del asignado
«¡A los terroristas!», tal era el santo y seña de los Termidorianos. Pero el horror de la sangre vertida no era lo único que los inspiraba; éste disimulaba un movimiento de reacción política y social que confiere al período su principal interés. Los «notables» habían sido profundamente humillados al perder el monopolio de las funciones públicas que la Constituyente les había conferido y al ver que ocupaban cargos en las administraciones locales artesanos y tenderos, incluso obreros. Hombres de negocios y proveedores de guerra, puestos bajo tutela o eliminados por la economía dirigida, suspiraban por los beneficios que les proporcionaría el retorno de la libertad.
La Llanura compartía los sentimientos de la burguesía, de la cual había salido. Comenzó por devolver la libertad al comercio de importación; después pretextó que ésta quedaría sin efecto mientras el máximum subsistiera. Aunque éste era abiertamente violado desde que no se tenía ya miedo, seguía aplicándose a las requisiciones. Nadie se dio cuenta de que si se suprimía el máximum, apoyo del asignado, la República quedaría sin recursos. El 4 de nivoso del año III (24 de diciembre de 1794) el máximum desapareció, y en el curso de las semanas siguientes la estructura económica constituida por el Comité de Salud Pública corrió la misma suerte que la estructura política. Sólo se mantuvieron provisionalmente las requisiciones de granos para los mercados y, por desconfianza hacia ios proveedores, se conservaron las agencias encargadas de abastecer a los ejércitos.
Poco importaba. El alza de los precios fue vertiginosa; ésta condenó al Estado a la inflación incontenible, y la corriente infernal no se detuvo va. El asignado valía aún 31 por ciento en termidor; desde germinal del año III estaba a 2 por ciento. A la carestía se añadió la escasez, pues la cosecha del año II fue insuficiente, y el campesino no quería ser pagado sino en metálico. Se vio, pues, cómo la reglamentación municipal se volvía, paradójicamente, cada vez más rigurosa a medida que la libertad se hacía, en teoría, más completa. Y a pesar de todo, en el mismo París, en los últimos días de marzo, faltó el pan.
Los sans-culottes habían asistido sin decir palabra a la proscripción de los diputados Montañeses, y algunos de ellos, como Babeuf, habían incluso al principio hecho coro con los reaccionarios. El hambre, por última vez, los puso de nuevo en movimiento.
Las jornadas de germinal y pradial
El motín del hambre tomó necesariamente apariencia política. Con la Convención, la constitución de 1793 estaba amenazada; su suerte no dejaba indiferentes a los insurrectos, quienes tomaron como contraseña pan y constitución; de salir victoriosos, habrían evidentemente devuelto el poder a los Montañeses. Pero carecían enteramente de organización. La Comuna había sido suprimida y los sans-culottes expulsados de los comités de vigilancia y del estado mayor de la guardia nacional; sus clubes cerrados, sus jefes diezmados. La jornada del 12 de germinal del año III (1.º de abril de 1795) no consistió más que en manifestaciones confusas de un pueblo que padecía, amenazador pero impotente. Pero, sin embargo, fue suficiente para provocar la deportación sin juicio de Collot, Billaud y Barère. Seis semanas más tarde la acción popular se desencadenó de nuevo, no menos desordenada, pero más violenta.
El 1.º de pradial (20 de mayo), la Convención fue invadida y el diputado Féraud asesinado. Los comités disponían de algunas tropas y de guardias nacionales de los barrios ricos, que permanecieron sin embargo inactivos, esperando probablemente que los Montañeses se comprometieran por algunas proposiciones. Fue lo que ocurrió, en efecto, al anochecer; inmediatamente la fuerza armada hizo evacuar la sala y doce diputados fueron detenidos. Al día siguiente, el pueblo volvió a la carga; se le calmó con promesas mientras acudían los refuerzos; el 4, el barrio de San Antonio, sitiado, desprovisto de pan y municiones, se rindió sin combatir. Estas jornadas marcan verdaderamente el final de la Revolución; el resorte popular se halló roto en ellas por el ejército que, obediente al gobierno, había quebrantado el pacto tácito que desde 1789 lo unía a los sans-culottes. El pueblo no se moverá ya sino hasta 1830.
El Terror blanco
Una comisión militar pronunció numerosas condenas a muerte, especialmente contra seis Montañeses, «los mártires de pradial»; los Jacobinos fueron aprisionados en masa, entre ellos muchos diputados. El mismo Carnot estuvo a punto de serlo. En provincia también siguieron sus pasos y algunos terroristas fueron guillotinados. Sin embargo, el Terror blanco fue sangriento sobre todo en el Sureste. En Bourg y Lons-le-Saulnier, en Lyon, Montbrison y Saint-Étienne, en Marsella y Tarascón, las prisiones quedaron vacías por las matanzas. Como los sans-culottes de Tolón se habían sublevado, una comisión militar se encargó de ellos. Por todas partes los homicidios individuales se multiplicaron. Se iba a la caza del patriota como a la de la perdiz.
La Llanura se alarmó. Incluso La Marsellesa estaba ahora proscrita, y los nuevos terroristas no guardaban secreta su simpatía por la monarquía. Se mencionaba a sus cómplices, como Boissy d’Anglas, en la Convención y los comités; sin embargo, éstos no habían llegado a un actierdo. Unos querían volver a la constitución de 1791, revisándola, y restablecer a Luis XVII, que seguía prisionero en el Temple. Pero el niño murió el 8 de junio, y el conde de Provenza, convertido en Luis XVIII, publicó un manifiesto favorable al Antiguo Régimen. Los monárquicos constitucionales se resignaron desde entonces a un entendimiento con los republicanos. Los absolutistas, por el contrario, prepararon una nueva guerra civil con la ayuda de Inglaterra. En París trabajaba una «agencia real»; el príncipe de Condé compró la ayuda de Pichegru, que estaba a la cabeza del ejército del Rin. A principios de pradial, los chuanes tomaron de nuevo las armas cuando se anunció que una expedición arribaba por fin de Inglaterra. Este nuevo asalto consolidaría la República.
Los Termidorianos y la coalición
Desde hacía varios meses, los Termidorianos se habían aprovechado del impulso dado a los ejércitos por el Comité del año II. Pichegru había conquistado Holanda, la que se constituyó en una República Bátava, y Jourdan, una vez que rechazó a los austriacos al otro lado del Rin, concentró cerca de Coblenza los ejércitos del Rin y del Mosela que habían ocupado el Palatinado. Pero en la primavera fue preciso suspender la lucha. Al dislocar el gobierno revolucionario, los Termidorianos se habían privado de los medios de proseguirla. Poco a poco las obras de guerra habían sido abandonadas; el derrumbe del asignado y la escasez dejaban a los negociados impotentes, y por las mismas razones los proveedores, a los cuales se recurría cada vez más, no quedaron mejor parados. La miseria de los soldados se volvió tan lastimosa como la de los civiles, y desertaron en masa.
Incapaces de imponer la paz general, los Termidorianos tuvieron al menos la suerte de ver cómo la coalición se dislocaba y cómo varias potencias aceptaban negociar separadamente. La Toscana fue la primera en ceder, en enero de 1795. Con Prusia las negociaciones fueron más largas. No habiendo logrado triunfar sobre los polacos, Federico Guillermo II tuvo que abandonar a los rusos la tarea de aniquilarlos. Como Catalina II preparaba con Austria una tercera repartición que lo despojaría, o lo reduciría a la parte mínima, Federico había llevado, en octubre de 1794, sus tropas detrás del Rin y abierto las negociaciones en Basilea con Barthélemy, representante de Francia en Suiza. Al determinar sus condiciones, los Termidorianos se vieron obligados a orientar, de manera decisiva, la política exterior de la República.
Se daban cuenta de que al reclamar las «fronteras naturales» corrían el riesgo de prolongar indefinidamente la guerra, por lo que el Comité se había abstenido de manifestarse públicamente. Pero los contrarrevolucionarios se pronunciaban ruidosamente en favor de los «antiguos límites», ya que no podían dejar de hacerlo para beneficiar a sus aliados extranjeros. Los republicanos, en número creciente, procedieron por tanto a afiliarse detrás de Sieyès y Reubell, anexionistas resueltos, de modo que la cuestión de las «fronteras naturales» se convirtió en la piedra de toque de los partidos, por largo tiempo.
Como el Comité se renovaba parcialmente cada mes, su opinión fue vacilante durante mucho tiempo. Sin embargo, desde el principio decidió asegurar el porvenir exigiendo que Prusia aceptase de antemano la cesión de la orilla izquierda del Rin si la República ganaba al Imperio, quedando convenido que los príncipes laicos desposeídos recibirían indemnizaciones a expensas de la Iglesia católica. El rey, por su parte, pretendió que se dejara a los demás Estados de Alemania del Norte entrar con él en la neutralidad y teniéndolos bajo su dirección hacerla respetar, lo que si bien equivalía a cortar el Imperio en dos, impedía el acceso de los ejércitos franceses a una parte de éste. El tratado de Basilea se concluyó finalmente sobre estas bases la noche del 4 al 5 de abril de 1795.
Este tratado entrañó la capitulación de los holandeses, que habían resistido cuanto pudieron a las exigencias de Sieyès y Reubell. El 16 de mayo, la paz de La Haya les quitó Flandes, Maestricht y Venloo, y les impuso la alianza francesa así como un ejército de ocupación. Tuvieron además que entregar 100 millones de florines que sirvieron sobre todo al Directorio: así se comenzó a hacer la guerra a expensas de los países conquistados. España, a su vez, firmó la paz en Basilea, el 22 de julio, sin más pérdida que su parte de Santo Domingo, en cuanto Moncey alcanzó el Ebro. Había llegado el momento de zanjar la cuestión de los límites. Thugut, el canciller austriaco, tal vez se hubiera resignado a negociar si se le hubiese devuelto Bélgica y si Prusia le hubiera asegurado la Alemania del Sur tomándola bajo su protección; pero para conceder su ayuda, Federico Guillermo exigía que Francia renunciara al Rin.
Cuando menos Thugut no podía poner la República en peligro, pero los ingleses eligieron este momento para desembarcar, en la península de Quiberon, a partir del 23 de junio, un ejército formado por emigrados y prisioneros franceses. Hoche había tomado la delantera al reducir a los chuanes a la impotencia. Cerró la entrada de la península con una trinchera, y después, en la noche del 20 de julio, derrotó a sus adversarios. Millares de prisioneros cayeron en sus manos, entre los cuales había 718 emigrados que las comisiones militares mandaron fusilar. Charette había tomado de nuevo las armas, pero el conde de Artois, desembarcado en la isla de Yeu, no le prestó ningún socorro y partió sin tardanza.
La Constitución del año III y el 13 de vendimiario
El peligro había reanimado el sentimiento republicano. El gobierno hizo tocar de nuevo La Marsellesa, dejó a los sans-culottes dar caza a los «cuellos negros» y puso en libertad a parte de los Jacobinos. El convenio de los realistas constitucionales y de la Llanura, patrocinado por Madame de Staël y por su amigo Benjamin Constant, ambos otra vez en París, no fue desmentido, y aseguró el voto de la Constitución del año III, que fue terminada el 22 de agosto.
Ésta se propuso dos fines. En primer lugar, suprimir la democracia política, y con ello la democracia social. El sufragio universal desapareció. Una contribución directa cualquiera bastó para ser ciudadano activo, pero para ser elector era necesario ser propietario o locatario de una tierra o una casa de valor variable, según las localidades. En manos de estos electores, aproximadamente veinte mil, el predominio de los «notables» pareció asegurado. La otra preocupación fue proteger la libertad contra cualquier dictadura. El Cuerpo legislativo fue dividido en dos cámaras: los Ancianos y los Quinientos. El ejecutivo fue confiado a un Directorio de cinco miembros elegidos por los Ancianos entre los candidatos propuestos por los Quinientos. Cada año, la tercera parte de los diputados y un director veían expirar su cargo. Con los dos poderes así divididos y sin autoridad recíproca se suponía que el poder del Estado, reducido al mínimo, no podría nunca volverse dictatorial y amenazar la libertad. Por otra parte, la descentralización fue restablecida: se concedió solamente al Directorio el nombramiento de Comisarios cerca de cada administración para vigilarla y estimularla. El distrito fue suprimido y las municipalidades, directamente subordinadas a la administración departamental, reducida a cinco miembros, fueron más independientes. Además, en las comunas que tenían menos de 5 000 habitantes no subsistió más que un agente municipal, y los agentes de cantón reunidos en la cabecera de distrito constituyeron una municipalidad colectiva que, de hecho, no tuvo apenas autoridad y dejó a cada uno de aquéllos amo incontrolado de su comuna. En conjunto, puede decirse que la Constitución del año III había dispuesto todo para que el trabajo legislativo fuera lo más lento y el poder ejecutivo lo más débil posible, lo que, en plena guerra extranjera y civil, era verdaderamente una locura.
El pueblo fue invitado a ratificar la Constitución y a proceder a las elecciones. El triunfo de los realistas parecía seguro. Los franceses no deseaban volver al Antiguo Régimen, pero como la inflación estaba en todo su apogeo, sufrían y consideraban a la Convención responsable de ella. En consecuencia, los Termidorianos, que habían reprochado a los Montañeses haber impuesto su dictadura, se dieron a la tarea de perpetuar la suya: el 5 de fructidor (22 de agosto) decidieron que las dos terceras partes de los diputados fueran elegidas entre los Convencionales, y los Montañeses que estaban arrestados fueron excluidos. Esto fue la ruptura entre monárquicos y republicanos, y en París los primeros recurrieron a la insurrección. La Convención alistó a los sans-culottes y encargó a Barras, cuyo ayudante principal fue Bonaparte, entonces sin cargo alguno, que organizara la defensa. El 13 de vendimiario del año IV (5 de octubre de 1795), después de un vivo combate, consiguieron el triunfo, lo que aseguró su fortuna. Los Jacobinos fueron recompensados con la amnistía, en tanto que los parientes de los emigrados fueron expulsados de los cargos públicos. La Llanura regresaba así a la política que había tenido su adhesión después de Termidor: la unión de los republicanos bajo la égida de la burguesía.
El brote de ardor revolucionario había reanimado el impulso conquistador. En septiembre, Jourdan y Pichegru habían recibido la orden de cruzar el Rin, y el 1.º de octubre Bélgica había, sido anexada. Pero Pichegru, con sus retardos calculados, dejó que Jourdan fuera rechazado; después, vencido él mismo, presenció cómo los austriacos reconquistaban una parte del Palatinado. Aunque la cuestión del Rin continuaba pendiente, la Convención inició la política de conquista. Al separarse el 26 de octubre de 1795, dejó al Directorio una terrible herencia: la bancarrota y la guerra.
La obra de la Convención
La Convención había adoptado sucesivamente políticas tan contradictorias que resulta difícil encontrarles un rasgo común. Sin embargo, tienen uno: la voluntad de confirmar, adaptando los medios a las circunstancias, la victoria del Tercer estado sobre los privilegiados, y en este sentido no hay siquiera ruptura entre la Constituyente y la Convención. Por salvar la Revolución de 1789, al mismo tiempo que la independencia e integridad de la patria, los Convencionales se hallaron de acuerdo para abolir la monarquía, consumar la ruina de la aristocracia, inaugurar un anticlericalismo tenaz y conducir victoriosamente la guerra tanto en el interior como en las fronteras.
Su obra positiva, durante el tiempo que subsistió, continuó o confirmó igualmente la de la Constituyente. Los Convencionales fortificaron la unidad nacional al discutir un primer proyecto de código civil, al poner las bases del sistema decimal de pesos y medidas, al imponer el uso oficial y la enseñanza de la lengua francesa. Y desde el punto de vista social, en resumidas cuentas, volvemos a encontrar la continuidad. Sin los Montañeses, seguramente la Convención tendría menos importancia en la tradición republicana. Si no tuvieron el privilegio de defender la democracia política, puesto que los Girondinos se declararon partidarios de ella y que Condorcet redactó el primer proyecto de constitución en 1793, admitieron sin embargo que el Estado tiene el derecho de intervenir para corregir la desigualdad de condiciones disminuyendo las grandes fortunas por medio de leyes de sucesión o por el impuesto y protegiendo al pobre por el derecho al trabajo, socorro en abundancia y la regulación del precio de las mercancías; crearon así una tradición de democracia social, aunque no socialista, que es uno de los orígenes del «radicalismo» francés. En su gran mayoría, la Convención, aun en este respecto, permaneció fiel al ideal de la Constituyente: ésta hubiera podido suscribir la Constitución del año III que confirmaba la primacía política y social de la burguesía. Finalmente, aunque la Constituyente había señalado la intención de reorganizar la educación, corresponde a la Convención el honor de haber realizado esta promesa, y en este respecto el período termidoriano fue particularmente fecundo, pues el Directorio casi no hizo más que aplicar sus leyes.
La Revolución y la vida intelectual
Conviene observar ante todo que aunque el odio al Antiguo Régimen había llevado a la multitud sublevada y a las autoridades responsables a cometer muchas destrucciones deplorables —incendio de archivos, demolición de monumentos y destrucción de estatuas, devastación de Saint-Denis y violación de las sepulturas reales— las asambleas, sin embargo, no dejaron de oponer al vandalismo un verdadero esfuerzo de preservación. Fue la Convención la que, por medio de su Comité de Instrucción pública y su Comisión Provisional de las Artes, fundó instituciones encargadas de la conservación de lo que aún subsiste del pasado: los Archivos nacionales, el museo del Louvre y los monumentos franceses.
Junto con el clero, las escuelas habían sido también cruelmente perjudicadas; la Convención misma suprimió las academias y las universidades y puso a la venta los bienes de los colegios; era por otra parte evidente que las perturbaciones civiles, la guerra y la inflación dificultaban los estudios de la generación que crecía, cuyo nivel cultural iba a resentirse de ello. Sin embargo, no deja de ser cierto que la organización de una educación nacional contó siempre entre las preocupaciones esenciales de las asambleas. Talleyrand en la Constituyente, Condorcet sobre todo, en 1792, en una relación célebre, señalaron sus principios; los Montañeses se empeñaron en fundar la escuela primaria obligatoria, gratuita y laica, se interesaron también en la creación de grandes instituciones científicas; los Termidorianos en fin —y particularmente Lakanal— realizaron la obra de conjunto.
Éstos confirmaron al principio los rasgos fijados por la Montaña a la enseñanza primaria; pero en el momento de separarse, el 25 de octubre de 1795, le asestaron un golpe fatal al suprimirle la obligatoriedad y la gratuidad y al quitar al maestro de escuela la asignación que le había prometido la República. La desconfianza que las clases populares inspiraban desde entonces a la burguesía tuvo algo que ver en ello, indudablemente, pero la miseria de la Hacienda explica que los Convencionales más deseosos de instruirlas hayan dejado la empresa para tiempos más favorables. La enseñanza secundaria, destinada a la burguesía, fue más favorecida, puesto que en principio no era gratuita. Debía impartirse en las escuelas centrales —una por departamento— que ofrecían a los alumnos cursos numerosos y variados entre los cuales podían elegir, de modo que estas escuelas tenían a la vez algo de nuestros liceos y de nuestras facultades. Al no admitir cursos en los que se impartieran los rudimentos, las escuelas centrales no aseguraban la continuidad con la escuela primaria y, además, no tenían internado. Ésta es la razón por la cual, a despecho de sus verdaderos méritos, no prosperaron más que imperfectamente bajo el Directorio; por añadidura, del mismo modo que la escuela pública elemental, fueron el blanco de la hostilidad del clero porque toda enseñanza religiosa estaba excluida en ellas. Como los revolucionarios no instituyeron el monopolio de la enseñanza, las escuelas libres, principalmente católicas, siguieron prosperando.
Aparte de tres escuelas de medicina, la Convención no creó tampoco una enseñanza superior propiamente dicha que acogiera, ni en provincia ni en París, a los jóvenes deseosos de prepararse en las carreras liberales y especialmente para la enseñanza, pues la Escuela Normal del año III tuvo una existencia temporal. El espíritu de los Enciclopedistas que los animaba guió sus esfuerzos principalmente hacia la investigación científica y técnica; organizaron el Museum, la comisión científica (Bureau des Longitudes) encargada de publicar cada año las Efemérides astronómicas y el Anuario, la enseñanza de la astronomía en el Observatorio, y crearon la Escuela de Artes y Oficios, la Escuela de Obras Públicas, que se convirtió luego en la Escuela Politécnica, y la Escuela de Lenguas Orientales. El Instituto de Francia fue considerado como el consejo director de la investigación. Las ciencias del hombre, por otra parte, no fueron tampoco olvidadas: una de las tres clases del Instituto fue reservada a las Ciencias morales y políticas; los autores de la reforma eran ideólogos, es decir, filósofos que se dedicaban al estudio positivo de la formación de las ideas y del lenguaje al mismo tiempo que de la moral y del derecho. El carácter original de estas instituciones consistió en volver la investigación doblemente fecunda al hacer del docto un maestro.
Indudablemente, la nueva educación intensificó el estudio de las ciencias exactas y experimentales. No sacrificó sin embargo las letras y las artes: el Instituto tuvo su clase de literatura y de bellas artes; en las escuelas centrales el latín y el griego conservaron un lugar, y la enseñanza del francés tuvo allí, por primera vez, el lugar que legítimamente le corresponde. Además, la Revolución sustituyó la educación basada en las lenguas muertas y la escolástica por una enseñanza que con el estudio de las ciencias, del francés y las lenguas vivas, de la historia y la filosofía, ponía al muchacho en contacto con la vida moderna y pretendía asegurar el progreso económico y social, conforme al pensamiento del siglo XVIII, cuyo anhelo supremo Condorcet, ya proscrito, recordaba en su Esbozo de un cuadro de los progresos del espíritu humano.
Durante la tempestad, la brillantez de la producción científica marca, esencialmente, la vida intelectual de Francia. En 1789, Lavoisier había publicado el tratado que sentaba los fundamentos de la química moderna; en 1796, Laplace dio su Exposición del sistema del universo; en 1799, Monge publicó su Tratado de geometría descriptiva; en el Museum, Lamarque inauguraba el transformismo y Cuvier comenzaba sus lecciones de anatomía comparada. Por requerimiento del Comité de Salud Pública, la ciencia aplicada había prestado grandes servicios a la defensa nacional. La Revolución, por el contrario, fue poco propicia a la literatura. Habían aparecido géneros nuevos, como el periodismo político, la elocuencia parlamentaria, pero los demás no habían aportado novedad alguna, y de las innumerables obras que las circunstancias habían inspirado a la poesía y al teatro no ha sobrevivido casi nada. La actitud artística fue más fecunda. Liberado del control de la academia, el salón se mostraba más animado. El arte de David triunfaba decididamente y seguía las normas de la inspiración romana, tan perceptible en los discursos y escritos de los revolucionarios. Sin embargo, la influencia alejandrina no dejó de persistir en el arte decorativo durante todo el período y se encuentra en Prud’hon, que ya brillaba. Por otra parte, los acontecimientos de la época habían restaurado los derechos del realismo imponiéndose a la imaginación de los artistas. David había pintado a Marat asesinado y dibujado el Juramento del juego de pelota. Igualmente la música, al seguir en todo, en la ópera y la romanza, la tradición del siglo XVIII, había interpretado, bajo los cuidados de Gossec, Méhul, Grétry, la exaltación cívica y patriótica en cantos típicos hasta entonces desconocidos, el más célebre de los cuales, al lado de La Marsellesa, es el Canto de la Partida de Méhul. Artistas y músicos habían estado, como los poetas, asociados a la obra de las asambleas. Ellos habían organizado especialmente las fiestas del 10 de agosto de 1793 y las del Ser Supremo. Los revolucionarios se esforzaron por que la poesía y el arte, reservados desde fines de la Edad Media a una élite social, se volvieran accesibles al pueblo contribuyendo así al progreso de la cultura en el seno de la nación entera. Si la tentativa no los sobrevivió, su esfuerzo sin embargo no ha sido del todo inútil.
Conviene añadir que el retiro de los Convencionales no señaló su fin, pues bajo un nuevo nombre, los Termidorianos permanecieron en el poder, y aunque el temor a la democracia fue cada vez mayor entre los del Directorio, éstos no abandonaron sino poco a poco las esperanzas del siglo XVIII.
La instalación del Directorio
Los Convencionales que siguieron en el poder —formando las dos terceras partes de los consejos— habían sido elegidos entre los más moderados. Sin embargo, eligieron directores a cinco regicidas,[12] y cuando Sieyès, a quien el rechazo de sus planes constitucionales había ofendido, rehusó tomar un cargo, llegaron hasta el punto de reemplazarlo por Carnot. Aunque los nuevos diputados fuesen en general monárquicos constitucionales, el Directorio no hizo sino prolongar el dominio de los Termidorianos. Sus mejores cabezas fueron Reubell y Carnot, ambos capaces e instruidos, trabajadores y autoritarios. Aunque Letourneur siguió a Carnot, y La Revellière-Lépeaux se adhirió a Reubell, la mayoría dependió de Barras. Su energía de antiguo oficial había salvado dos veces a los Termidorianos, pero ya estaba gastada; este aristócrata corrompido que traficaba con todo y se rodeaba de financieros inmorales y de mujeres galantes, Madame Tallien y Josefina de Beauharnais entre otras, no fue para el Directorio más que una fuente de descrédito.
La Constitución pretendía restablecer un régimen liberal en que el gobierno dependiera de la opinión pública. ¿Y qué deseaba ésta? Ante todo la paz en el interior y el exterior, la paz que volviera vanas las amenazas de la aristocracia, y con el retomo de la prosperidad, le procurara al fin las ventajas que había esperado obtener de la Revolución. Ahora que los campesinos estaban libres del feudalismo, se habían tranquilizado y no pensaban de manera distinta que la burguesía. Una vez alcanzada la victoria, el complejo revolucionario se disociaba: con el miedo se desvanecía el ardor combativo y el furor represivo; una lasitud general sucedía a la fiebre. Por otro lado, la tormenta había esclarecido las filas de los revolucionarios activos; la mayor parte de ellos estaba en el ejército y no podía votar. Para terminar la guerra civil era necesario acabar de una vez con el conflicto religioso y después de los cuidados materiales, la principal preocupación de la población pacífica era encontrarse unida de nuevo en la misma Iglesia. Para dominar a los refractarios, no se podía contar con sus obispos emigrados que vivían de subsidios del extranjero: había que ponerse de acuerdo con el papa. La paz exterior, por otra parte, no podía lograrse más que renunciando a las fronteras naturales. Sobre estos dos puntos, Carnot no tardó en pronunciarse por las concesiones, pero la mayoría de los republicanos no se atrevieron a ello. El anticlericalismo y la pasión de conquista no eran sus únicos motivos. Juzgaban que sus insinuaciones no harían más que envalentonar a la Iglesia romana y a la aristocracia europea, y que al licenciar el ejército privarían a la República de su más firme apoyo. Lo menos que podía ocurrir después era que fueran expulsados del poder, y ¿qué contendría entonces la contrarrevolución? No pudiendo satisfacer a la opinión pública, fueron condenados a violar su propia Constitución y a restablecer la dictadura.
Esta Constitución había creado todo lo contrario de un gobierno de guerra. El Director organizó bien su trabajo, creó una secretaría general y un ministerio de policía, hizo grandes esfuerzos por sanear la Hacienda pública y por reanimar la producción. Realizó una obra administrativa a la que no se hizo justicia porque sus efectos no podían manifestarse sino con el tiempo. Pero no tuvo ninguna influencia sobre los consejos y no disponía de la Tesorería, confiada a comisarios elegidos por el cuerpo legislativo. Su mayor trabajo consistió en organizar las administraciones locales, y en el Oeste ni siquiera lo logró; generalmente hostiles, éstas lo secundaron muy mal. Aunque hubiera sido de otro modo, lo esencial, que era el dinero, le hubiera faltado.
La moneda y la Hacienda pública
La historia del Directorio, como la del período termidoriano, fue dominada por la cuestión monetaria y financiera. Ramel, el nuevo ministro de Hacienda, recurrió en vano al empréstito incluso forzoso: la inflación continuó, y en cuatro meses aumentó en 16 000 millones. En febrero de 1796, el asignado de 100 libras valía apenas 5 sous, es decir, menos que los gastos de impresión, por lo que el día 19 dejó de fabricarse. Un mes después, se lo sustituyó por el mandato territorial; para garantizarlo, se vendió precipitadamente, sobre simple oferta y a vil precio, una gran parte de lo que quedaba de los bienes nacionales. Este derroche fue inútil; desde julio el mandato no costaba más que de 2 a 3 por ciento. Fue abandonado a su suerte, y esta vez se renunció a la moneda fiduciaria: a principios del año V, el 24 de septiembre de 1796, todos los impuestos fueron exigibles en numerario.
Se estaba lejos de pagarlos con exactitud, y por otro lado no hubieran podido sostener la guerra, de modo que la República se halló sin recursos. Desde el 18 de septiembre se anunció que la renta no sería pagada en efectivo más que en una cuarta parte y que las tres restantes estarían representadas por un bono reembolsable en la paz. En febrero de 1797, esa cuarta parte, a su vez, se representó por un bono. Tampoco fue posible asegurar el sueldo de los funcionarios. En febrero de 1796 las agencias encargadas de comprar por cuenta de la República habían sido finalmente suprimidas, y se regresó lisa y llanamente al sistema del Antiguo Régimen que concedía los suministros y transportes militares por contrato. A cambio, se cedieron bienes nacionales en Francia y en Bélgica o mandatos que ninguna caja podía pagar. De hecho, la inflación persistió, pues, bajo la forma de papeles de toda especie, casi sin valor salvo para adquirir bienes nacionales, y sobre los cuales se especuló desvergonzadamente y sin freno. Inevitablemente, proveedores y financieros, para imponer precios leoninos y obtener prioridad de pago, se dedicaron a corromper de arriba abajo al personal gubernamental y administrativo, con tanta mayor esperanza cuanto que éste no era remunerado.
Por lo que toca a los ejércitos, el remedio fue hacerlos vivir en país conquistado; desde 1796 la indemnización holandesa suministró los gastos de la campaña. La ruina de la Hacienda incitó así a la conquista, y como una parte del botín podía ser enviada al Directorio, el papel de los generales se acrecentó en igual proporción. En el interior la penuria hacía impotente la administración, mientras el enriquecimiento súbito de corruptores y corrompidos que exhibían un lujo insolente y se entregaban a todos los excesos ganaba al Directorio la reputación detestable que ha conservado; claro está que estos males son el precio de todos los gobiernos con Hacienda desfalcada. Puede imaginarse los sufrimientos y el resentimiento de rentistas, funcionarios y de las clases populares. Sobre todo el invierno de 1796 fue terrible por sus precios astronómicos y la escasez. Fue preciso mantener la reglamentación y la requisición para los granos, y en París las distribuciones a precio reducido. La crisis se atenuó solamente a partir de la cosecha de 1796, que fue excelente; en 1797 la libertad fue al fin restablecida. Pero el desorden persistió. Los mendigos y vagabundos pululaban desde 1795 y se sumaban a los chuanes para el pillaje. Los gendarmes, privados de caballos, no podían perseguirlos, y las «columnas móviles» de guardias nacionales que se ponían en su persecución no siempre los alcanzaban. Lejos de pacificar el país, el Directorio no pudo procurarle la seguridad elemental ni de persona ni de bienes.
Babeuf
El Directorio inició sus actividades en lo más recio de la crisis, durante el invierno de 1795-96. Todavía bajo la impresión del 13 de vendimiario, puso todo su empeño en reprimir las insurrecciones realistas. Charette y Stofflet fueron cogidos y fusilados; Pichegru, que había resultado sospechoso, tuvo que presentar su dimisión. Por el contrario, los demócratas fueron favorecidos: pudieron reagruparse en el Panthéon, recibieron subsidios para sus periódicos, y sobre todo obtuvieron numerosos puestos. Pero los Montañeses, declarados inelegibles, se mostraron irreconciliables, y por el intermediario de los sans-culottes, que no lo eran menos, se unieron con Babeuf, quien, favorable a la democracia del año II, la superaba sin embargo radicalmente, pues mientras que ésta no había nunca repudiado la propiedad individual, él en su Tribuno del pueblo predicaba abiertamente el comunismo; a él se debe que esta doctrina, que desde Platón habían adoptado tantos utopistas, arraigara por primera vez en la historia política.
El Directorio, alarmado, mandó a Bonaparte, general del ejército del interior, a cerrar el club. Babeuf fomentó desde entonces la «conspiración de los Iguales», en la que sus principales lugartenientes fueron Darthé, antiguo auxiliar de Lebon, y Buonarroti, un refugiado italiano. La miseria, que llegaba a su punto culminante, favoreció su propaganda. No es que los sans-culottes, ni tampoco la mayor parte de los conjurados, fueran realmente comunistas; el fin inmediato que los reunía era derribar el Directorio con el concurso del ejército, para restablecer la dictadura popular del año II, pero esta vez sin la interposición de una asamblea elegida. Traicionados por uno de los suyos, fueron arrestados el 10 de mayo. En la noche del 9 al 10 de septiembre sus amigos intentaron sublevar las tropas del campamento de Grenelle, pero una comisión militar mandó fusilar a varios de ellos. Babeuf y Darthé fueron condenados a muerte el 26 de mayo de 1797 en Vendôme, por la Suprema Corte de Justicia.
Carnot era el que había incitado a la represión sin misericordia. Como la izquierda resistía, el Directorio multiplicó las concesiones a la derecha. Las leyes contra los emigrados y los refractarios caducaron; se revocaron en parte las exclusiones pronunciadas por la Convención; la reglamentación del culto no fue observada, e incluso se consideró la posibilidad de un acuerdo con el papa. Los Jacobinos fueron implacablemente expulsados de las administraciones. Los monárquicos constitucionales se mostraron satisfechos, y Benjamin Constant pudo expresar su esperanza de que se constituiría una mayoría conservadora por la alianza de todos los «notables». Sin embargó, los absolutistas no se apaciguaban y en enero de 1707 iniciaron un complot que fracasó, y el Directorio se puso al corriente del designio secreto de sus nuevos aliados por medio de los papeles de que se apoderó y de las confesiones de los prisioneros.
La conspiración anglo-realista
En germinal del año V (marzo-abril de 1797) una tercera parte del cuerpo legislativo iba a ser renovada; los monárquicos constitucionales estaban seguros de poder conquistar a la mayoría y organizaron su propaganda electoral bajo la dirección de Dandré, un ex Constituyente. En octubre de 1796 se había fundado en Burdeos un «Instituto filantrópico» que arraigó en la mitad de los departamentos; el concurso del clero se había ganado por completo, así como el de las administraciones locales que dejaron expulsar a los Jacobinos de las asambleas electorales. El dinero fue proporcionado por Wickham, representante de Inglaterra en Suiza. Los jefes eran los únicos que indudablemente estaban enterados, pero con plena razón el Directorio denunció luego la conspiración «anglo-realista». El éxito de estas intrigas fue completo: sólo once Convencionales fueron reelegidos, y entre los nuevos diputados se contaron contrarrevolucionarios tan decididos como Imbert Colomès, el antiguo alcalde de Lyon. La nueva mayoría, dirigida por el club de Clichy, nombró a Pichegru presidente de los Quinientos y en el Directorio reemplazó a Letourneur por Barthélemy. Las leyes contra los refractarios fueron abrogadas y éstos entraron de nuevo en masa; los Quinientos votaron un proyecto de amnistía en favor de los emigrados, y en el Sureste el Terror blanco comenzó de nuevo. Cuando los republicanos intentaron reagruparse en los «círculos constitucionales», éstos fueron suprimidos.
Para orillar al Directorio a la dimisión, los «clicheanos» se le oponían sistemáticamente. Carnot no creía en el peligro y proponía, con Barthélemy, ganarse a la mayoría entregándoles los ministerios, pero hubiera necesitado el asentimiento de Barras, quien se decidió, por el contrario, a hacer causa común con Reubell y La Revellière. Los impacientes empezaron a pensar en un golpe de fuerza, puesto que toda revisión legal era imposible antes de 1803. Pichegru, a quien Barras amenazaba con denunciar por traidor, no quiso adelantarse, de modo que la iniciativa fue dejada al Directorio.
Para restablecer la dictadura, no podía el Directorio recurrir al pueblo como los Montañeses. Su único recurso era pues el ejército. Entre éste y la nación el abismo se ensanchaba. Aunque convertidos en soldados, los sans-culottes no habían dejado que sus convicciones se entibiaran, y puesto que los civiles ponían la Revolución en peligro, se declararon dispuestos a defenderla incluso contra los «abogados» de las asambleas, a quienes el oficio de las armas no inspiraba ningún respeto. Todo dependía, sin embargo, de sus generales. El Directorio no podía esperar nada de Moreau, pues en el ejército del Rin éste toleraba la propaganda realista y guardaba bajo llave documentos abrumadores para Pichegru, que había encontrado en los bagajes del enemigo. Pero Hoche y Bonaparte entraron en el juego, sobre todo el segundo, porque de la solución del conflicto dependía la existencia de la República y la suerte de las conquistas y la carrera de los conquistadores.
La guerra y la diplomacia
La guerra continental había recomenzado en la primavera. Carnot contaba con asestar en Alemania el golpe decisivo. Jourdan y Moreau, a la cabeza de los dos ejércitos del Sambre-Mosa y del Rin-Mosela, debían marchar sobre Viena. El papel del ejército de los Alpes y de Italia, confiados a Kellerman y Bonaparte, no debía ser sino accesorio. Pero no se tuvo apremio por pasar el Rin porque se esperaba el concurso de Prusia y una revolución en Alemania del Sur. Bonaparte fue el primero en entrar en campaña, a mediados de abril, y sus victorias fulminantes le ganaron en seguida la admiración. En cinco días los austriacos fueron separados de los piamonteses, y estos últimos, vencidos, se retiraron de la lucha. Mientras negociaban, cediendo Saboya y Niza, Bonaparte invadía el Milanesado, forzaba en Lodi el paso del Adda, y rechazando a Beaulieu del otro lado del Mincio, sitiaba Mantua. Los duques de Parma y Módena firmaron la paz, y el papa y el rey de Nápoles firmaron armisticios.
Para desviar al enemigo, los austriacos habían proseguido las hostilidades en Alemania. En el curso del verano, Jourdan y Moreau les hicieron retroceder hasta Baviera. Pero no se reunieron, y Moreau, lento y circunspecto, dejó al archiduque Carlos batir a Jourdan, que tuvo que cruzar de nuevo el Rin. Amenazado a su vez, se retiró. Victoriosos en Alemania, los austriacos multiplicaron los ataques contra Bonaparte. Derrotado en Castiglione, el 5 de agosto, Wurmser volvió a la carga en septiembre; ¡logró alcanzar Mantua, pero para quedar acorralado allí! En noviembre, Alvinczi estuvo a punto de conseguir la victoria, pero finalmente fue detenido en Arcola. Al tomar de nuevo la ofensiva en enero de 1797, fue derrotado en Rívoli. Mantua capituló, y después de haber impuesto la paz al Papa, que se vio obligado a abandonar la Romaña y las Marcas, Bonaparte expulsó al archiduque Carlos del Véneto; después atravesó los Alpes y llegó al pie del Semmering. Como Hoche y Moreau habían cruzado de nuevo el Rin, Thugut aceptó entrar en negociaciones.
El Directorio se había esforzado por controlar a sus generales, mediante el envío de «comisarios de los ejércitos», pero privados de la autoridad que el tribunal revolucionario confería implícitamente a los representantes en comisión, éstos no habían podido imponerse. Una vez pasada la frontera, los generales, que abastecían a sus tropas por medio de requisiciones forzosas y contribuciones de guerra y toleraban el pillaje sin olvidar sus propios intereses, se habían emancipado poco a poco. Tal había sido sobre todo el caso de Bonaparte, a quien sus victorias volvían invulnerable, y que era el único que vertía en el Tesoro un poco de dinero contante; mucho menos de lo que se ha dicho, sin embargo: unos quince millones solamente. Amenazado por la reacción y esperando poder apoyarse en los generales, el Directorio acababa de suprimir a los comisarios.
El Directorio había considerado siempre las conquistas italianas como un objeto de canje, y Bonaparte, entregado al principio a la pasión juvenil de la gloria y preocupado por deslumbrar a Josefina de Beauharnais, que había consentido en desposarse con él unos días antes de su partida, se había conformado con explotar el país. Pero poco a poco se le había visto hablar a los italianos de libertad e independencia. Por otra parte, no era el único que lo hacía. Del otro lado de los Alpes los Jacobinos soñaban con un estado unitario y los comisarios de los ejércitos les habían ayudado, a fines de 1796, a constituir una República Cispadana. El general veía ya en Italia una plaza de armas desde donde podría lanzarse hacia el Oriente. Estaba decidido a conservarla.
Mas le era preciso apresurarse. Militarmente, su situación era aventurada; políticamente, quería prevenir la intervención de los generales de Alemania y de Clarke, el enviado del Directorio. Así pues, hizo a los austriacos ofertas sorprendentes. O bien éstos cederían Bélgica y el Rin, tomando Dalmacia, Istria y Venecia, o bien abandonarían Bélgica y la Lombardía a cambio del estado veneciano entero, salvo las islas Jónicas reservadas a Francia. Los austriacos aceptaron naturalmente la segunda alternativa el 18 de abril, firmando los preliminares de Leoben. De regreso en Milán, Bonaparte organizó una República cisalpina y le reunió la Cispadana, la Romaña y las Marcas. De buenas a primeras había impuesto a la política de Francia una desviación fatal. Al sacrificar el Rin por Italia, mostraba que los intereses propios de la nación le importaban menos que sus sueños de grandeza personal. Y al entregar Venecia a Austria obligaba a la República a renegar de sus principios. Por otro lado, si la adquisición de las fronteras naturales era peligrosa, no era imposible defenderlas, a condición de no sobrepasarlas, y él acababa precisamente de infringir esta condición. El Directorio no se atrevió sin embargo a rehusar la paz, puesto que Bonaparte aseguraba que en el momento del tratado definitivo exigiría el Rin además de lo convenido. Pero, entre tanto, la maniobra realista abrió a Thugut nuevas perspectivas. Las negociaciones fueron suspendidas.
Por su parte, Inglaterra negociaba. A principios de 1796, la guerra naval le fue favorable; había obtenido de los Estados Unidos una concesión ventajosa; aunque el Directorio respondiera al bloqueo prohibiendo la entrada de mercancías inglesas, mediante lo que Napoleón llamará «el bloqueo continental», los neutrales no dejarían de introducir en Francia todo lo que los británicos juzgaran conveniente venderle. La situación cambió cuando el Directorio obtuvo la alianza de España, pues los ingleses se vieron obligados a evacuar Córcega y abandonar el Mediterráneo. En diciembre de 1796, la expedición de Hoche a Irlanda fracasó, pero en seguida se sublevó la isla; en febrero de 1797 el Banco de Londres suspendió el patrón oro, y de abril a junio la revuelta de los marineros inmovilizó la flota; Pitt juzgó que la paz era indispensable. Pedía solamente conservar el Cabo y Ceilán, arrebatados a los holandeses. El Directorio rehusó la proposición. Tal vez se hubiera salido con la suya si la situación interior de Francia no hubiera envalentonado a los ingleses y si Talleyrand, digno compadre de Barras, que acababa de conseguir se designara a aquél ministro de Negocios Extranjeros, no les hubiera asegurado que si se empeñaban en ello podrían conservar algo. La crisis interior mantenía pues la paz en suspenso, y en los consejos la mayoría lo señaló públicamente por sus ataques contra Bonaparte. En julio, Hoche mandó tropas sobre París; de Italia vino Augereau, que se encargó del golpe de Estado.
El 18 de fructidor del año V y el Tratado de Campo Formio
La noche del 17 al 18 de fructidor (del 3 al 4 de septiembre de 1797), los «triunviros» ordenaron el arresto de Carnot y Barthélemy, y Augereau cercó las Tullerías. Por la tarde y en los días siguientes, los diputados favorables votaron una serie de leyes, la más importante de las cuales es la del día 19. Cerca de doscientos diputados fueron excluidos y las elecciones locales anuladas en cuarenta y nueve departamentos. Sesenta y cinco individuos, entre los cuales había cincuenta y tres diputados y los dos directores, que fueron reemplazados por Merlin y François de Neufchâteau, fueron condenados, sin juicio previo, al destierro. De hecho, no se embarcó sino a diecisiete personas, pero en provincia algunos disturbios provocaron aproximadamente ciento sesenta ejecuciones. Las leyes contra los emigrados y sus parientes y contra los refractarios fueron restablecidas; además, el Directorio fue autorizado a deportar a los sacerdotes, fueren los que fuesen. Setenta y cinco periódicos habían sido suprimidos. Dueños de la situación, los «fructidorianos» hubieran podido revisar la Constitución, tal como lo deseaban Sieyès y Bonaparte. Mas no aprovecharon la ocasión, y así su golpe de Estado sólo les dio como fruto una autoridad provisional. En el exterior, ello trajo como consecuencia la ruptura de negociaciones con Inglaterra y dejó carta blanca a Bonaparte, quien al juzgar imposible emprender una campaña de invierno se contentó con insertar en el tratado de Campo Formio, firmado el 18 de octubre, la adhesión secreta de Austria a la cesión de la orilla izquierda del Rin (excepto la región de Colonia) que debía ser solicitada en un congreso de príncipes alemanes reunidos en Rastatt. La contrarrevolución estaba vencida una vez más, pero en el mar la guerra continuaba, y era inevitable que muy pronto se reanudara en el continente.