VI. La conquista imperial
(1804-1812)
La política exterior de Napoleón
Se han propuesto muchas interpretaciones a la política exterior de Napoleón, cada una de las cuales presenta un aspecto de la realidad, sin que ninguna logre agotarla. Unos no quieren ver en Napoleón sino al defensor de las fronteras naturales legadas por la Revolución; pero el mejor medio de conservarlas ¿era acaso sobrepasarlas y amenazar a todo el mundo? Para otros, su designio fue arrebatar a Inglaterra el dominio del mundo. Es verdad que su historia aparece como el último acto de la «segunda guerra de Cien Años» que había comenzado bajo el reinado de Luis XIV; pero si Napoleón no hubiera tenido otro propósito ¿no habría atribuido, como Vergennes, algún valor a la paz continental? Tal historiador le atribuye un proyecto constructivo: la restauración del Imperio romano; aunque es verdad que pretendió federar el mundo occidental, no lo hizo por el afán de resucitar el pasado. Se ha sostenido también que el espejismo oriental era la clave de todas sus acciones; seguramente nada habría gustado tanto al nuevo Alejandro como una cabalgata hacia Constantinopla y la India, pero en vano se busca un nexo entre esta quimera y la mayor parte de sus empresas. No cabe duda, finalmente, de que los reyes execraran en él al soldado de la Revolución; sin embargo, él no se conformó con defenderse.
No hay una explicación racional que reduzca a una unidad la política exterior de Napoleón: persiguió fines contradictorios, y únicamente da cuenta de ella su «ambición» si, en lugar de rebajarla al nivel del común de los hombres, consentimos en ver en ella el gusto por el peligro, la inclinación al ensueño y el impulso del temperamento.
Trafalgar
Durante dos años la guerra se arrastró. Los ingleses no la impulsaban mucho: como sus escuadras dominaban el mar, les bastaba agrupar los navíos mercantes en convoyes escoltados para protegerlos de los corsarios y traficar así cómodamente. Napoleón, más activo, carecía de dinero. En 1804 había restablecido las contribuciones indirectas que no eran más que un derecho moderado sobre las bebidas; Barbé-Marbois, ministro del Tesoro, recurría a los anticipos y a las obligaciones que el Banco descontaba al amparo de una inflación oculta. Holanda, España, Portugal, reconciliados con Francia, fueron puestos a contribución. Los puertos napolitanos y Hanóver fueron ocupados. Para hacer capitular al adversario esto no era suficiente.
Napoleón volvió pues al proyecto de desembarco y concentró el ejército en el campamento de Boloña. Se ha sostenido, e incluso él mismo lo dijo en 1805, que era para disfrazar sus proyectos continentales. En realidad, no cabe duda de que se propuso seriamente, reiteradas veces, franquear el estrecho. Inglaterra no tenía más que una milicia sin valor militar y habría sido seguramente fácil ocupar Londres: no era necesario más para tentar al Emperador. Sus enemigos lo advirtieron y un movimiento nacional se inició más vivamente aún que en 1789. Pitt, que había recuperado el poder, reforzó el ejercito y sobre todo la flota.
Acostumbrado al Mediterráneo, Napoleón tardó en darse cuenta de las dificultades que presenta la navegación en el Paso de Calais. A falta de navíos mercantes, había imaginado embarcar a sus soldados en barcazas análogas a las que circulan en los canales. Se construyeron a todo lo largo de las costas, y en 1804 se reunieron más de mil setecientas en Boloña y los puertos vecinos. No podían aventurarse en el mar más que con buen tiempo y no podían salir de puerto más de cien por marea; por tanto, el enemigo tendría tiempo de acudir. Para alejarlo, era preciso volver a la guerra de escuadras; como su superioridad era aplastante, no sólo en cuanto al número, sino también en la artillería, los equipos y el comando, no se podía confiar más que en la sorpresa, y a fin de cuentas gracias a ella fue como Bonaparte había llegado a Egipto y había vuelto de allí.
Un primer proyecto fue abandonado en 1804, pues Bruix y Latouche-Tréville habían muerto y Austria se mostraba amenazadora. Este último peligro pareció disiparse en seguida y, por otra parte, España declaró la guerra a Inglaterra. Napoleón volvió pues de nuevo a la empresa: las escuadras debían dirigirse a las Antillas, reunirse allí, y engañando de este modo al enemigo, volver a la Mancha. Sin embargo, prohibió a Ganteaume forzar el bloqueo de Brest, de manera que Villeneuve llegó solo a las islas con la escuadra de Tolón. Nelson se lanzó en su persecución. Al regreso, Villeneuve debía alcanzar la escuadra de Rochefort e ir a librar del bloqueo a Ganteaume. Habiéndose encontrado con Calder a la altura del cabo Finisterre, se refugió en el Ferrol, después en Cádiz, y allí juntamente con los españoles se dejó encerrar por Nelson. Podía permanecer allí sin inconveniente, pues en ese momento el Gran Ejército partía para Alemania. Pero Napoleón dio la orden de salir a toda costa para ir a atacar Nápoles. El 21 de octubre de 1805, mar adentro de Trafalgar, la escuadra franco-española fue aniquilada. Nelson había sido mortalmente herido; Villeneuve, hecho prisionero, y abrumado a insultos por el Emperador, se suicidó al entrar en Francia.
Inglaterra respiró. La coalición hacía por el momento imposible un desembarco, y en todo caso, Trafalgar aplazaba la prosecución de la guerra por tiempo indefinido. La guerra marítima, además, había terminado. Una consecuencia posterior fue que el ejército inglés pudiera llevar la guerra en suelo de España. Pero por el momento Inglaterra no pensaba en combatir en el continente, de suerte que en opinión de Napoleón, Trafalgar no fue más que un episodio penoso.
La ruptura de la paz de Amiens hacía posible ahora una coalición que Inglaterra tuvo el mayor interés en financiar. Sin embargo, no era fatal; por lo menos podía retardarse por medio de arreglos. Napoleón, por el contrario, hizo todo lo posible por precipitarla. El zar se sentía profundamente disgustado de que Addington hubiera evitado su mediación. Pero cuando formuló sus proposiciones, con la esperanza de apoderarse de Malta, vio cómo Francia las rechazaba, y el secuestro del duque de Enghien consumó la ruptura. Menos ambicioso que vanidoso, Alejandro se consideraba un nuevo Mesías y soñaba con una Europa donde la paz reinaría bajo su protección, de suerte que desde el primer momento Bonaparte se le presentó como un rival. Reñido con él, se volvió hacia Inglaterra. El acuerdo fue difícil: al gran proyecto de Alejandro, Pitt oponía exclusivamente una coalición con el fin de quitar a Francia Bélgica y el Rin. Hasta el 11 de abril de 1805 no se realizó la alianza; Suecia se había unido de antemano y Nápoles la imitó.
No podía sin embargo hacerse nada sin los alemanes. Los príncipes del Sur, temerosos de Austria, se hicieron partidarios de Napoleón. Prusia, a la que inquietaba la ocupación de Hanóver, rechazó los ofrecimientos de este último y acabó por concluir con Rusia un pacto defensivo, sin ir más lejos. En Austria, la guerra tenía partidarios, pero Francisco y Cobenzl resistieron durante mucho tiempo. La proclamación del Imperio en Francia comenzó a alarmarlos. Hasta entonces no había habido más que un Emperador, heredero de Roma y jefe teórico de la Cristiandad. Cuando Napoleón tuvo a bien intitularse emperador de los franceses, todo el mundo juzgó que anunciaba su fin al Sacro Imperio Romano Germánico. También Francisco II se proclamó emperador de Austria el 11 de agosto de 1804, con el fin de conservar un título igual por lo menos al de Napoleón. Al año siguiente, cuando cambiaba una vez más la constitución de Holanda, Napoleón hizo de la república italiana un Reino de Italia, se hizo coronar en Milán el 18 de mayo, y designó virrey a su hijastro Eugenio de Beauharnais. A partir de Carlomagno, los Emperadores habían sido siempre reyes de los lombardos o de Italia: no podía ya dudarse que Napoleón se consideraba su heredero. Poco después, se anexó Génova. Austria se vio expulsada de Alemania e Italia y no vaciló ya. Dio su adhesión a la coalición el 9 de agosto de 1805 y el 11 de septiembre invadió Baviera.
Después de la ruptura de la paz de Amiens, la formación de la coalición acabó de marcar el destino de Napoleón: no le quedó ya otra salida que la conquista del mundo.
El ejército de Napoleón
Napoleón había conservado la conscripción y el relevo: podían ser llamados los hombres de 20 a 25 años. La institución tomó su forma definitiva en 1805; Napoleón se aprovechó de la guerra para fijar el contingente por senadoconsulto y desposeyendo a los consejos locales, cuyos abusos eran notorios, encargó a prefectos y subprefectos la redacción de las listas, la elección de los conscriptos por sorteo y la asistencia al examen médico.
La clase no era nunca llamada en su totalidad; a pesar de lo cual el contingente iba creciendo, y desde 1805 se pidió un suplemento a las clases anteriores. En total, Napoleón no reclutó de 1800 a 1812 más que un millón cien mil hombres, incluso si se toman en cuenta los enormes llamamientos de 1812 y 1813 (más de un millón aún), la proporción en relación a los inscritos no supera al 36 por ciento. La carga inusitada se volvió poco a poco odiosa porque el rico la esquivaba y sobre todo porque no había paz, de suerte que el enganchado quedaba en servicio indefinidamente. Si bien fue preciso perseguir de continuo a los insumisos y a los desertores, la nación se sometió a la obligación mucho mejor de lo que se ha pretendido. Sólo hacia el final se volvió reacia, cuando, con la derrota, reapareció la leva en masa.
«Los conscriptos no tienen obligación de pasar más que ocho días en el depósito», escribe el Emperador en 1806. El ejército se recluta pues por una amalgama continua, cuyo principio se remonta a la Revolución. Al principio de cada campaña los reclutas, vestidos y armados de cualquier manera, parten para el frente, aprendiendo lo esencial sobre la marcha o una vez mezclados con los antiguos. Este combatiente improvisado, como el de la Revolución, conserva el mismo espíritu de independencia; sólo obedece de buen grado en el combate y se amotina con frecuencia. Napoleón lanzaba amenazas, pero en el fondo le importaba poco con tal que se combatiera bien. El ardor de sus soldados era también un legado de la Revolución, que había estimulado las energías individuales al proclamar la igualdad, cuyo símbolo era, en el ejército, el ascenso. La antigüedad y la instrucción casi no contaban; la audacia y la bravura eclipsaban todo. En una sociedad en la que Napoleón tendía a cuajar las jerarquías, el ejército ofrecía la mejor oportunidad a la juventud ambiciosa y él no cesó de estimular la atracción que ejercía multiplicando las condecoraciones y los cuerpos de élite con uniformes de gala seductores. Como resultado de este sistema, los oficiales no siempre estaban más enterados que sus hombres. Napoleón no se preocupó tampoco por formar oficiales de estado mayor, y Berthier, su general en jefe, no fue sino un ejecutor de órdenes. Todo dependía del genio, del jefe supremo. Cuando le faltaba un suplente, designaba a Davout, Lannes, Murat o Masséna; no era necesario que los lugartenientes capaces de altos mandos fueran numerosos.
En la organización de las armas las innovaciones fueron poco importantes y el material no sufrió ningún cambio. La caballería, gracias a los esfuerzos de la Convención y del Directorio, no tenía rival bajo la dirección de Murat y de una pléyade de caballeros intrépidos. La guardia fue organizada definitivamente en un cuerpo de ejército independiente; lo mismo que el cuerpo de ingenieros. Napoleón atribuía una gran importancia a la artillería, pero ésta no era suficiente: sólo contaba con doce piezas por división, hasta 1806, pues se carecía de fábricas, de atelaje y de medios de transporte para los pertrechos.
Los resortes de este ejército se distendieron poco a poco por la extensión de la conquista y la evolución del régimen hacia la aristocracia. Su carácter nacional se debilitó con la entrada de los anexados, vasallos y aliados, al grado que en 1812 los franceses de la antigua Francia figuraban en él en minoría. Los cuadros superiores se encumbraron, y una vez colmados de honores y dinero los mariscales desearon la paz. Si no hubiera dependido más que de Napoleón, el mal hubiera hecho progresos más rápidos todavía, pues intentó crear una élite militar de nobles y ricos en escuelas especiales. Sólo los hijos de oficiales acudieron a ellas; la nobleza y la alta burguesía no lo aceptaron. Por otra parte, a medida que los teatros de operaciones se multiplicaban, hubo que lamentar la imprevisión de Napoleón al no formar grandes jefes; Ney, Oudinot, Soult, se mostraron mediocres en el mando de los ejércitos. Finalmente, el ejército no tenía detrás de sí ninguna reserva organizada para ocupar sus conquistas y el efectivo combatiente iba disminuyendo. La guardia nacional fue utilizada en parte, sin ser verdaderamente incorporada al sistema.
En el Gran Ejército de 1805, no se mostraba aún ningún síntoma inquietante, mas la insuficiencia de la preparación material apareció en seguida. Napoleón tenía cuatrocientos mil hombres en pie de guerra y no podía asegurarles la paga. Carente de dinero, se veía obligado, como el Directorio, a pedir a los proveedores adelantos de todo lo que necesitaba el ejército, sin poder impedir las malversaciones, a pesar de que se ejercía un control minucioso. Le era, pues, imposible, en vista de la entrada en campaña, almacenar otra cosa que armas y pertrechos. Además, como la guerra debía sostener a la guerra se hacían requisiciones sobre la marcha. En vísperas de la partida, Napoleón desplegaba una actividad devoradora para hacer cocer el pan, puesto que los soldados debían de llevarlo consigo para alimentarse algunos días. Muchos pasaron el Rin en 1805 con un solo par de zapatos, y en 1806 partieron para Jena sin capotes. El sistema de guerra estaba en relación con esta penuria, pues se fundaba en parte sobre la rapidez del avance que los suministros no hubieran podido seguir. Napoleón confía en una victoria fulminante; poco importa pues que el ejército parta desprovisto. Así la victoria se vuelve cuestión de vida o muerte. Este método contribuyó mucho a hacer impopular la ocupación francesa, estimuló el hábito del pillaje y la indisciplina, y sobre todo aumentó desmesuradamente las bajas, pues aparte algunos grandes jefes, el personal de sanidad era mediocre y el material irrisorio. De 1801 a 1815, la antigua Francia perdió un millón de hombres, más de la mitad de los cuales fueron desaparecidos y entre éstos no todos murieron. Los muertos en campaña no constituyen más que una pequeña parte; el resto sucumbió en los hospitales o pereció de miseria y de frío.
Para la dirección de la guerra, Napoleón se basó en los principios de los teóricos del siglo XVIII y en la experiencia revolucionaria. Bajo el Directorio se había llegado a agrupar las divisiones en cuerpos de ejército; él los constituyó definitivamente y creó reservas de caballería y de artillería. Donde se manifiesta su genio es en el arte de desplazarlos. Se trata de disponerlos y de hacerlos avanzar de manera que el campo de operaciones quede completamente abarcado y el enemigo no pueda escabullirse, y que al mismo tiempo queden bastante próximos unos de otros para concentrarse en el momento de la batalla. El dispositivo afecta en conjunto el aspecto de un tresbolillo deformable, protegido por una cobertura que asegura el secreto y favorece la exploración. Las plazas fuertes sirven de punto de apoyo, pero no son nunca la meta de la acción, que se propone únicamente la destrucción del adversario. Ya en el campo de batalla, Napoleón, empeñando el combate en toda la línea, obliga al enemigo a agotar sus reservas y lo pone en desorden tanto por el fuego como por las amenazas dirigidas sobre sus flancos, todo ello conservando una masa de choque que, llegado el momento, asesta el golpe decisivo; después de lo cual, la persecución es implacable. La táctica de la infantería siguió siendo la misma que usó la Revolución: en la vanguardia, bandadas de tiradores; después, diezmado el enemigo, la carga de una segunda línea en columnas profundas. Sin embargo, se nota la tendencia de reducir el fuego para atacar en masa, por menosprecio del enemigo y porque los conscriptos eran cada vez más numerosos en las filas. De ello resultaron desengaños terribles, sobre todo cuando la infantería inglesa intervino.
Este método de guerra, por su rapidez imperiosa y el éxito de la victoria final, valió a Napoleón un prodigioso prestigio. Pero había sido concebido en función de la llanura del Po, teatro de sus primeras campañas, rodeada de un círculo de montañas, de extensión mediana, fértil y poblada, donde el enemigo no podía escapar y que el ejército podía recorrer sin agotarse. Cuando fue preciso abordar las llanuras ilimitadas del Norte, el enemigo se escapó, las marchas se volvieron agotadoras, el reavituallamiento se hizo imposible: faltaron al Emperador los medios materiales para adaptar su estrategia a las nuevas condiciones geográficas.
La campaña de 1805
Informado tardíamente sobre las intenciones de Austria, Napoleón había puesto en marcha el Gran Ejército, de Bolonia hacia el Rin, el 24 de agosto. Al regresar a París para improvisar la campaña, encontró su tesorería en quiebra y al Banco con el agua al cuello. Las operaciones de Ouvrard, el más grande especulador de la época, y sus cómplices eran en parte responsables de ello. Ai no pagar España el subsidio prometido porque el dinero de México ya no le llegaba, había ofrecido al Emperador su intervención. En Madrid, Ouvrard había abierto crédito al gobierno, colocado un empréstito y proporcionado trigo. Así, bien recibido, había obtenido no solamente la misión de hacer venir el dinero, sino también el monopolio del comercio de la América española con licencias en blanco. Un banquero de Amsterdam, Labouchère, se encargó de la ejecución: era yerno de Baring, rey de la plaza de Londres y amigo de Pitt, quien aceptó hacer transportar en sus fragatas un primer lote de monedas, de las cuales tenía necesidad el Banco de Inglaterra. Ingeniosa combinación, pero que exigía tiempo. Entretanto, Ouvrard se procuró fondos haciendo descontar por el Banco de Francia obligaciones del Tesoro español. Mientras Napoleón creía realizar un buen negocio ¡era él quien lo financiaba en beneficio de Pitt y los banqueros extranjeros! Al mismo tiempo, los proveedores, a los que Barbé-Marbois no pagaba, salían del mal paso mediante documentos suscritos en contrapartida de una deuda ficticia (effets de complaisance) que llevaban también al Banco con la connivencia de uno de los suyos, el regente Desprez, y del secretario de Barbé-Marbois, que por ello recibió un millón. En 1805, como las monedas tardaran, el valor de cambio español bajó de tal manera que Ouvrard se halló impotente para obtener algo de sus créditos, y como la guerra se anunciaba, el público, presa de pánico, corrió a cambiar sus billetes por metálico. Fue preciso limitar los reembolsos; algunos bancos quebraron, entre ellos el de Récamier; Vanlerberghe, el principal proveedor, suspendió el suministro. Así se explica, por una parte, la miseria del ejército y se entrevé el peligro que Austerlitz conjuró.
Felizmente para Napoleón, el ejército austriaco no estaba dispuesto y como la inflación hacía estragos allá también, partió más desprovisto aún que el francés. Por otra parte, Napoleón mandó ochenta mil hombres a Italia y al Tirol, mientras que en Alemania sólo dieron sesenta mil a Mack, so pretexto de que los rusos irían a reunírsele. No por ello dejó éste de aventurarse hasta la Selva Negra. El Gran Ejército, después de franquear el Rin en el Palatinado, pasó el Danubio detrás de Mack. Sorprendido antes de haber podido concentrarse, derrotado en varios encuentros y sitiado en Ulm, este último capituló el 15 de octubre con cuarenta y nueve mil hombres.
Kutusov, que llegaba al Inn, cruzó de nuevo precipitadamente el Danubio, y los franceses avanzaron en Moravia porque Murat había tomado los puentes de Viena. La situación de éstos se hizo peligrosa. Kutusov, reforzado por un segundo ejército ruso y tropas austriacas, disponía de ochenta y siete mil hombres contra setenta y tres mil. Como la neutralidad del principado de Anspach no había sido respetada, el rey de Prusia, ofendido, ocupó Hanóver, evacuado por Nápoles, y dio a los rusos la autorización para que pudieran atravesar Silesia; poco después prometió a Alejandro imponer su mediación e intervenir en caso de repulsa. Sólo una batalla decisiva podía salvar a Napoleón. Deseando que se le atacara, fingió temor y retrocedió. Los austro-rusos mordieron el anzuelo. El 2 de diciembre, en Austerlitz, al descender de la meseta de Pratzen se esforzaron por romper la derecha de los franceses comandada por Davout. Repentinamente, Napoleón, mandando a Soult al ataque de la meseta, partió en dos el ejército austro-ruso y atacó su izquierda por la retaguardia, derrotándolo completamente. Alejandro, furioso, se retiró y Austria negoció la paz.
Napoleón comenzó por aislarla imponiendo a Prusia un tratado de alianza; ésta recibió Hanóver a cambio de Neufchâtel y Anspach, cedida poco después a Baviera mediante el ducado de Berg que Napoleón regaló a Murat, esposo de su hermana Carolina. Después, el 26 de diciembre, firmó con Francisco II el tratado de Presburgo. Austria, expulsada a la vez de Alemania y de Italia, perdía el dominio veneciano y todas sus posesiones de Alemania del Sur, así como el Tirol.
El Gran Imperio
A su regreso, Napoleón puso en prisión a Ouvrard y encargó a Mollien que lo sustituyera y reorganizara la Tesorería. Pero éstas no eran sino fruslerías. En Alemania del Sur los trastornos se sucedían. Los territorios austriacos fueron distribuidos entre Baden, Wurtemberg y Baviera, que recibió especialmente el Tirol. Estos dos últimos Estados se transformaron en reinos soberanos. El 12 de julio de 1806, dieciséis príncipes declararon su separación del Sacro Imperio y formaron la Confederación del Rin bajo la protección de Napoleón. Luego se hizo una nueva distribución de territorio. Dalberg, por ejemplo, promovido a primado de Germania, tomó posesión de Francfort. Baden, Berg y Hesse-Darmstadt se transformaron en Grandes Ducados. Aproximadamente trescientos cincuenta señores —la Ritterschaft— que hasta entonces no habían dependido más que del Emperador, fueron mediatizados, es decir, que se volvieron súbditos de los Estados soberanos en que estaban enclavados sus dominios. No faltaba ya más que suprimir la dignidad imperial. Napoleón había dejado el Gran Ejército a las puertas de Austria, en manos de sus aliados alemanes, a expensas de éstos, por supuesto: Francisco, intimado para que abdicase, se decidió a ello el 6 de agosto de 1806, quedando únicamente como emperador de Austria.
En comparación, había sido un juego meter en cintura a Holanda: Luis se había convertido en su rey el 5 de junio. Los ingleses y los rusos habían desembarcado en Nápoles en vísperas de Austerlitz. La respuesta fue el célebre decreto del 27 de diciembre de 1805: «La dinastía de Nápoles ha cesado de reinar». Los rusos entraron en Corfú y los ingleses en Sicilia. La familia real los siguió y José fue entronizado en su lugar. Sin embargo, Napoleón se había preparado con ello una especie de primera guerra de España. La reina María Carolina fomentó una insurrección, sin desdeñar los servicios de bandidos profesionales como Fra Diávolo. Los ingleses les dieron la señal al desembarcar en Calabria un ejército que derrotó a los franceses en Maida. La insurrección se señaló por horrores espantosos; a pesar de haber sido despiadadamente reprimida, inmovilizó a cuarenta mil hombres. El cuerpo de ejército de Marmont fue derrotado en Dalmacia. Cuando Liorna y la Toscana fueron ocupadas, el papa quedó como único soberano independiente en Italia. Intimado a que cerrase sus Estados a los ingleses, se negó a hacerlo y Napoleón rompió definitivamente con él.
Así, la guerra de 1805 dio como resultado la aparición del Gran Imperio, cuyo núcleo, el Imperio francés, estaba rodeado por «Estados federativos». En primer lugar estaban los soberanos: José, Luis, Murat; después los vasallos sin ejército ni moneda: Elisa en Piombino, Berthier en Neufchâtel, Talleyrand en Benevento, Bernadotte en Pontecorvo; finalmente, los ducados, reducidos a simples rentas, seis en Nápoles y doce en Venecia, destinados a franceses. Los reyes quedaban como dignatarios del Imperio y miembros de la familia imperial cuyo estatuto, promulgado el 31 de marzo de 1806, confería a Napoleón la autoridad paternal sobre todos sus miembros, inclusive mayores de edad. Este «pacto de familia» se extendió a los aliados: Eugenio y Berthier desposaron a princesas bávaras; el heredero del gran duque de Baden a una Beauharnais; Jerónimo a Catalina de Wurtemberg. Aunque hijo de las circunstancias, el Gran Imperio era una encarnación de la idea romana que implicaba la dignidad imperial asumida por Napoleón. Éste llamaba a Carlomagno «su ilustre predecesor» y en su última carta al papa decía admirablemente: «Vos sois el Papa de Roma, pero yo soy su Emperador». El Gran Imperio parecía ya el embrión de una dominación universal.
Las campañas de 1806-1807 y los tratados de Tilsit
No todos los ingleses estaban convencidos de la imposibilidad de llegar a un arreglo. Pitt había muerto el 23 de enero de 1806, y Fox decidió negociar; Napoleón aceptó restituir Hanóver, que acababa de ceder a Prusia. Pero como Alejandro le ofreciera también un arreglo, Napoleón se apresuró a tratar con éste, ya que le era mucho más ventajoso aislar a Inglaterra que a Rusia. El viento cambió en seguida y es probable que Alejandro no se haya anticipado más que para arrastrar a Prusia a la coalición haciéndola temer encontrarse aislada. Como Dumouriez, Danton y Sieyès, Napoleón sólo deseaba el bien para ésta última, cuya alianza había buscado siempre a condición de que entrara en su sistema. Así, le mostró sus intenciones agravando el tratado firmado el día siguiente de Austerlitz y que Federico Guillermo III había cometido la imprudencia de no aceptar más que a revisión. La creación de la Confederación del Rin aumentó el descontento del rey. Cuando supo que Hanóver había sido prometido a los ingleses, movilizó las tropas y pidió ayuda al zar, que acto seguido se rehusó a ratificar el tratado concluido con Napoleón. Sabiendo finalmente a qué atenerse, éste partió para Alemania. Recibió un ultimátum prusiano el 7 de octubre en Bamberg; el 14, el ejército prusiano no existía ya.
Brunsvick, el vencido de Valmy, había empujado el ejército a Turingia en lugar de esperar a los rusos detrás del Elba. Fue atacado allí antes de ser concentrado. Franqueando el Frankenwald, ciento treinta mil franceses desembocaron en el valle del Saale y se apoderaron de los pasos principales: Davout en Kösen, el Emperador con el grueso del ejército, en Jena. Brunsvick con setenta mil hombres, marchaba hacia Davout, quien lo detuvo el 14 de octubre en Auerstaedt, en el mismo momento en que Napoleón, que no tenía frente a sí más que a Hohenlohe con cincuenta mil hombres, lo derrotaba en Jena. Los prusianos perdieron veintisiete mil hombres y casi todos sus cañones y les hicieron dieciocho mil prisioneros. Perseguidos por la caballería, los que habían escapado capitularon y los franceses se adelantaron sin dificultad hasta el Óder. Alemania Central y Sajonia, erigida en reino, entraron en la Confederación del Rin; Hesse-Cassel y el ducado de Brunsvick fueron confiscados y Prusia firmó la paz. Pero al saber que los rusos llegaban, Napoleón se retractó y decidió conservarla como rehén. La cautividad amenazaba ser larga, pues el 21 de noviembre el decreto de Berlín había instituido el bloqueo continental, lo que no anunciaba que la paz general estuviera próxima.
Entre tanto el ejército alcanzó el Vístula y aprovechando su paso los polacos se sublevaron. Napoleón los autorizó a formar legiones, pero rehusó garantizarles la independencia; temía provocar la intervención de Austria y hacer imposible un acuerdo con Rusia, y por tanto se conformó con crear en Varsovia una administración provisional. A fines de diciembre, los franceses se encontraron con los rusos en el Narev y los obligaron a retirarse, pero sin resultado decisivo. Desprovistos de todo, tuvieron que regresar a sus cuarteles de invierno. En febrero, Bennigsen intentó mover su izquierda en Prusia oriental, y amenazado por el Emperador le hizo frente en Eylau el 8 de febrero de 1807. Napoleón ganó con dificultad esta batalla sangrienta y no pudo proseguir. Condenado a una campaña de verano, tuvo que hacer un prodigioso esfuerzo para prepararla.
Lo más fácil fue procurarse refuerzos: ciento diez mil hombres de las clases 1807 y 1808, setenta y dos mil aliados, sin contar las tropas de Italia y de la guardia de costas. Lo más difícil fue la total impotencia de que dieron muestra los proveedores en Polonia, cuando el ejército no encontró nada en el lugar. Napoleón creó talleres en Alemania para fabricar vestimenta y zapatos, formó los primeros batallones de equipos militares, requisó coches y barcos, pero con resultados insatisfactorios, pues por falta de vehículos gran cantidad de provisiones quedó inmovilizada y el ejército, apiñado al este del Vístula, recibió lo más indispensable para no morir de hambre y de frío. La preparación diplomática fue más satisfactoria. Napoleón logró impedir que Austria se pronunciase; presenció cómo Turquía rechazaba las tentativas de los ingleses contra Egipto y Constantinopla, y concertó una alianza con Persia. Por el contrario, los ingleses no hicieron nada para ayudar a los rusos. Danzig y las plazas de Silesia capitularon, y cuando Bennigsen tomó de nuevo la ofensiva, Napoleón lo aplastó en el paso del Alle, el 14 de junio de 1807, en Friedland. El zar pidió un armisticio; Napoleón le ofreció la paz y su alianza.
Tenía necesidad de tomar aliento después de tal esfuerzo. Alejandro, por su parte, estaba descontento de los aliados, sobre todo de los ingleses, y la proposición lo halagó. Los dos soberanos se encontraron en Tilsit, sobre una balsa, en medio del Niemen y tuvieron varias entrevistas más. La paz y la alianza, concluidas el 7 de julio, se concertaron sin dificultades. Alejandro abandonaba Cattaro y las islas Jónicas, impondría su mediación a Inglaterra, y en caso de fracasar se uniría al sistema continental. De esta manera los alemanes serían reducidos a la impotencia y toda Europa se hallaría unida contra los dueños del mar. Por su parte, Napoleón propondría su mediación entre el zar y el sultán, que estaban en guerra desde hacía unos meses, y en caso de negarse este último contribuiría al desmembramiento del Imperio otomano.
En cuanto a Prusia, Alejandro la abandonó, y su suerte fue determinada el 9 de julio. Perdió sus territorios al oeste del Elba, con la mayor parte de los cuales se formó junto con Hesse-Cassel y el ducado de Brunsvick, el reino de Westfalia que Napoleón dio a Jerónimo, el más joven de sus hermanos. Cedió también sus provincias polacas, salvo un corredor de treinta kilómetros entre Prusia oriental y Brandeburgo. Finalmente, prometió una indemnización de guerra, y entretanto permaneció en manos de los franceses. La cuestión capital para el porvenir de la alianza rusa era el destino de los polacos. Danzig se transformó en ciudad libre, con una guarnición francesa. Con el resto, Napoleón constituyó para el rey de Sajonia un gran ducado de Varsovia que ocupó militarmente y al que dio personalmente su constitución.
Desde el primer instante, la alianza llevó pues en su seno el germen de la disolución. A pesar de todo, Tilsit fue para Napoleón un brillante éxito. Sin duda, la adhesión de Alejandro sería breve, pues Napoleón no tenía en absoluto la intención de darle Constantinopla y, por su parte, el zar no pensaba convertirse en su vasallo. Pero entretanto, mientras se esperaba la rebelión de éste, Tilsit procuraba a Napoleón el tiempo de completar la sumisión de Europa y de reunir, para conquistar a Rusia, las fuerzas que por el momento le faltaban.
La insurrección española
La alianza franco-rusa pareció al principio responder a sus promesas. Inglaterra, dirigida ahora por Castlereagh y Canning, se había apoderado de Copenhague y de la flota danesa para mantener el Báltico abierto y Alejandro le declaró la guerra. Prusia y Austria tuvieran que imitarlo. Suecia recalcitrante presenció la invasión de Pomerania y Finlandia. El reino de Etruria y Parma fueron anexados al Imperio, las Marcas al reino de Italia y Roma fue ocupada militarmente. Antes incluso de llevarse a termino, la federación continental entró ya en disolución. Los primeros desengaños vinieron del Oriente: Turquía y Persia, que se habían adherido a Francia sólo por jugar una mala pasada a Rusia, se reconciliaron con Inglaterra cuando supieron lo ocurrido en Tilsit. Pero no fue esto lo peor. Napoleón se había metido entre ceja y ceja anexar la Península ibérica, cuya resistencia hizo fracasar todas sus previsiones.
Ya en Tilsit había decidido someter a Portugal, y encargó a Junot de la operación. Godoy, ministro del rey de España Carlos IV y favorito de la reina, entró con tanto mayor agrado en el juego cuanto que no había ocultado al Emperador su deseo de hacerse un principado en el reino vecino, y como había asumido en vísperas de Jena una actitud equívoca, le era preciso hacer méritos. El norte de Portugal fue destinado al desposeído rey de Etruria, y el sur a Godoy, mientras se decidía la suerte de Lisboa. El 30 de noviembre de 1807, Junot entró en esta ciudad que la familia real acababa de dejar para dirigirse al Brasil. So pretexto de asegurar las comunicaciones, las tropas francesas ocuparon el norte de España, incluyendo Cataluña, y Murat se instaló en Madrid.
Según la opinión de Napoleón, España, mal gobernada, no le rendía todos los servicios de que era capaz. Muchos franceses juzgaban también que el país de la Inquisición debía ser modernizado, y entre los amigos del Emperador no faltaban candidatos para llevar a cabo esta tarea, ya que España era considerada un Eldorado. Puesto que ésta había entrado en el sistema, no urgía confiscarla; pero el triunfo de Tilsit, que había exacerbado una vez más la voluntad de poder en Napoleón, aceleró la empresa. Las disensiones de la familia real le facilitaron las cosas. Fernando, príncipe de Asturias, sospechando que Godoy pensaba usurpar la corona, había demandado la protección del Emperador y había podido convertirse en su instrumento. Pero alarmado por el avance de los franceses y atribuyendo al odiado ministro la intención de llevar la familia real a América, el pueblo de Aranjuez se sublevó y constriñó a Carlos IV a abdicar el 19 de marzo de 1808; el 2 de mayo, Murat tuvo que someter a Madrid, sublevado a su vez. Napoleón, al ver el trono prácticamente vacante, había llegado a Bayona. Llamó allí a Carlos IV y a Fernando. El rey exigió que su hijo le devolviera la corona; después la entregó a Napoleón, quien la confió por su cuenta a José, a quien Murat sustituyó en Nápoles. Una junta registró en Bayona que se daba la constitución a España, y el 20 de julio José hizo su entrada en Madrid.
Permaneció allí once días. Por incitación de la nobleza y el clero, la sublevación había comenzado desde el mes de junio en Asturias y en Sevilla. Las bandas indisciplinadas y feroces que dirigieron la famosa guerrilla contra los franceses les infligieron pérdidas crueles, aunque sin poder nunca vencerlos definitivamente. Sin embargo, la insurrección tomó un sesgo temible desde el principio, en primer lugar porque España tenía un ejército de cierta importancia, y sobre todo porque Canning, para no caer en el error que Pitt había cometido con respecto a la Vandea, proporcionó en seguida a los insurgentes su ayuda material y envió una expedición a Portugal, donde Junot se hallaba aislado. En España, Napoleón tenía menos de ciento cincuenta mil hombres, en su mayoría extranjeros; el comando era de segundo orden y la preparación material inexistente cuando el país ofrecía pocos recursos. Sin embargo, en batalla ordenada, el ejército no tenía nada que temer. Pero el Emperador lo condenó al desastre al dispersarlo para ocupar todas las provincias a la vez. Dupont, enviado a Andalucía, tuvo que detenerse en el Guadalquivir, y como fuera sitiado firmó el 22 de julio, en Bailén, un convenio de desocupación. Un mes después, Junot, derrotado en Vimeiro, concluyó igualmente el convenio de Cintra. Pero mientras era llevado a Francia con su ejército, la Junta de Sevilla se negó a ejecutar el acuerdo aceptado por Dupont, cuyos desdichados soldados fueron internados en el islote de Cabrera, donde se les dejó morir de hambre sistemáticamente. Napoleón no hizo ningún reproche a Junot, pero abrumó a Dupont, que permaneció prisionero hasta 1814.
Bailén fue para Napoleón un golpe terrible. Europa vio allí la prueba de que los franceses no eran invencibles, y a pesar de que la victoria de Bailén fue alcanzada por las tropas regulares españolas, se atribuyó el mérito a la insurrección popular. Los liberales la aclamaron como inspirada por los principios de la Revolución que, violados por los franceses, se volvían contra ellos; los aristócratas, más clarividentes, la acogieron con transporte como una nueva Vandea. Para restablecer su prestigio, Napoleón resolvió dirigirse a España con el Gran Ejército que había dejado en Alemania. ¿Pero quién contendría, durante este tiempo, a Prusia y Austria? En el sistema de Tilsit, eso correspondía al zar.
La entrevista de Erfurt y la campana de España
La aristocracia rusa era violentamente hostil a ese sistema, por odio al país de la Revolución y porque Inglaterra le compraba sus granos y maderas; por todas partes los embajadores del zar se habían unido con los enemigos de Francia: así en París, el conde Tolstoi con Metternich, el representante de Austria. Alejandro no parecía afectado por ello y ponía buena cara a Caulaincourt, un noble resellado que Napoleón le envió. Las decepciones no tardaron en llegar, sin embargo. En vano el zar intercedió en favor de Prusia; en vano también pidió conservar los principados del Danubio. El 2 de febrero de 1808, Napoleón, en una carta célebre, resucitó por un momento el «hechizo» de Tilsit al dejar entrever en ella un reparto del Imperio otomano y una expedición a las Indias, pero no dijo nada sobre la suerte de Constantinopla. En Finlandia, por otra parte, los suecos resistían sin que los franceses prestasen el menor apoyo a sus aliados.
El desastre de Bailén cambió enteramente la situación. Alejandro aceptó encontrarse con Napoleón en Erfurt el 27 de septiembre de 1808, pero no llegó ya en plan de súplica. De un día para otro, Napoleón, que tenía necesidad de él, había concedido la evacuación de Prusia y los principados danubianos. El zar no se sintió ya comprometido, pues como ya había demandado anteriormente esas concesiones con motivo de su ruptura con Inglaterra, éstas no justificaban en su opinión nuevos compromisos. Además, a Prusia no se la trató bien, pues tuvo que comprometerse a pagar 150 millones, a dejar tres fortalezas del Óder en manos de Napoleón y a limitar su ejército a sólo cuarenta y dos mil hombres.
Rodeado de sus vasallos —un «vergel» de reyes— Napoleón recibió a Alejandro con magnificencia, pero no logró imponerle su voluntad. Talleyrand se jactó de haber asegurado su fracaso por la traición. En agosto de 1807, el Emperador lo había destituido de Negocios Extranjeros, irritado sin duda al verle desaprobar sus expansiones excesivas y sobre todo el hundimiento de Austria, pero tal vez disgustado también por su venalidad. Sin embargo, no había cesado de consultarlo, para desdicha suya, y lo había llevado consigo. Talleyrand lo recompensó exhortando a Alejandro a que no lo sostuviera contra Austria y a que no le prometiera a su hermana en matrimonio. Sin duda Talleyrand ha exagerado la importancia de sus «servicios», que por otra parte tuvo buen cuidado de hacerse pagar, pues Alejandro había ya manifestado a Caulaincourt que pensaba limitarse a dar consejos apaciguadores a Viena. Ni más ni menos que en Tilsit, Napoleón no se dejó engañar, pero creyó que el acuerdo aparente entre los dos bastaría para contener a Austria hasta el verano, y eso le bastaba. Lo que no podía prever fue que Talleyrand informaría en seguida a Metternich de la defección del zar y precipitaría así la guerra, con lo cual su traición fue verdaderamente eficaz.
En España, Napoleón encontró a José y al ejército al otro lado del Ebro sin que el enemigo, carente de un jefe, hubiera sabido aprovecharse de esta circunstancia favorable. En menos de un mes, los españoles vieron su centro deshecho, sus flancos batidos y rechazados, el uno hacia Asturias, el otro más allá del Tajo. Entretanto, el ejército inglés, sacado de Portugal por Moore, se adelantaba hacia Burgos. A través de las tempestades de nieve, Napoleón atravesó la sierra de Guadarrama para sorprenderlo por la retaguardia. Una retirada precipitada lo salvó y pudo ganar la Coruña, donde se reembarcó para Portugal bajo el mando de Wellesley. En Aragón, Zaragoza se defendió heroicamente, pero sucumbió el 20 de febrero de 1809. Desfavorecido por la distancia y el invierno, el Emperador no había aniquilado ni a los españoles ni a los ingleses. Si hubiera podido prolongar su estancia, habría llegado sin duda alguna a Lisboa y Cádiz. Pero el 17 de enero de 1809 partió para París; un ataque austríaco era manifiestamente inminente.
La guerra de 1809
España quedaba pues por conquistar, y a partir de ese momento Napoleón tenía necesidad de dos ejércitos. Por otra parte, la aventura había reanimado las esperanzas de Austria, y el ejemplo de los españoles había provocado en los alemanes una exaltación romántica que precipitó el despertar de su conciencia nacional. En Prusia, Stein, que había abolido la servidumbre, modernizado la administración municipal y preparado una reforma de la burocracia, se esforzaba desde 1808, junto con Scharnhorst y Gneisenau, que reorganizaban a su vez el ejército, en conseguir que el rey se pusiera a la cabeza de una sublevación nacional para hacer, a la española, una guerra de independencia. Esta perspectiva alarmó a la nobleza, y Federico Guillermo, que no quería intentar nada sin el asentimiento de Alejandro, destituyó al audaz ministro. Los patriotas alemanes se volvieron pues de nuevo hacia Austria. Las noticias de España habían levantado a los espíritus de su sopor y despertado la lealtad de los húngaros. En torno del canciller, Phillppe de Stadium, que no cesaba de soñar en un desquite, se formó rápidamente un partido pro guerra. El archiduque Carlos había además mejorado mucho el estado del ejército e instituido una Landwehr o reserva. Stadium estaba tan confiado que, como Mack en 1805 y Brunsvick en 1806, no esperó a sus aliados, los ingleses; Castlereagh los había convencido para que enviasen una expedición a los Países Bajos. El archiduque Carlos tomó la ofensiva desde el mes de abril de 1809.
Al volver a París, Napoleón pudo comprobar que los ánimos del país no le eran favorables. En 1808 se había descubierto una conspiración republicana; los realistas continuaban sus intrigas y cobraban ánimos de la alarma renaciente de los católicos desde la ruptura del Emperador con el papa. Síntoma aún más grave, la perpetuidad de la guerra y la extensión desmesurada del Imperio propagaban poco a poco la inquietud en el seno de la nación; ésta tenía ahora conciencia de que la relación entre la política de Napoleón y sus propios intereses era cada vez más lejana y de que marchaba a la catástrofe. Los grandes personajes del régimen no pensaban de manera distinta, y ésta es la razón por la que Talleyrand lo traicionó, con el fin de asegurar su porvenir. En el curso del invierno, éste se concertó con Fouché para dar a Napoleón un sucesor eventual que era, parece, Murat. El Emperador se enteró por lo menos de una parte del secreto: hizo a Talleyrand una escena atroz, pero se limitó a retirarle su cargo de chambelán. Esta inexplicable caída en desgracia alarmó a sus servidores sin intimidarlos. ¿Cómo podía, mientras hacía todo lo posible por entrar en una familia real, mandar fusilar otra vez a un auténtico «ex noble»? Cogido entre la amenaza alemana y la amenaza anglo-hispánica y con la confianza quebrantada en el interior, la partida a jugar le resultaba la más temible de su vida.
Tanto más que no estaba preparado militarmente. Del Gran Ejército sólo quedaban en Alemania noventa mil hombres; la guardia había sido retirada de España y la clase 1809 estaba ya en los depósitos. Se procuró además ciento cuarenta mil conscriptos llamando a la clase 1810 y aumentando el contingente de sesenta mil a ochenta mil hombres, con efecto retroactivo a partir de 1806. Los aliados le proporcionaron otros cien mil. En marzo, Napoleón metió pues cien mil hombres en Alemania y más de cien mil en Italia y Dalmacia. Este ejército comprendía una gran proporción de reclutas y de extranjeros, por lo que no valía tanto como el de 1805 y lo peor era que no estaba concentrado. El archiduque atacó el 10 de abril y el Emperador no llegó a Baviera sino el 17; Davout se hallaba al norte del Danubio, los aliados alemanes sobre el Lech, Masséna más atrás, la guardia en camino, Bernadotte en Sajonia y Jerónimo en Westfalia. Con sus doscientos mil hombres, el archiduque hubiera podido aplastar a Davout. Pero no atreviéndose a dejar abierto el camino de Viena, cruzó el Danubio con una parte de su ejército, de suerte que Davout, imitándolo, pudo reunirse con Napoleón. El 20 de abril, éste atacó la izquierda austriaca sin conseguir cortarle la retirada hacia el Inn; el archiduque se aprovechó de la tregua para apoderarse de Ratisbona y atraerse el resto de sus tropas. Atacado el 22 en Eckmuhe por Davout y Napoleón, volvió a cruzar el río. No había tenido la suerte de Mack y descendió hasta Viena. Los franceses hicieron lo mismo y, después de haber ocupado la ciudad, se dispusieron a franquear el Danubio, río abajo, la noche del 20 al 21 de mayo, a pesar de una crecida amenazadora. La batalla de Essling hizo estragos los días 21 y 22. Solamente habían pasado sesenta mil hombres cuando el río se llevó los puentes de barcas; con grandes dificultades pudieron evacuar la orilla izquierda.
Esta vez, disminuyó el prestigio personal de Napoleón y la situación se volvió de nuevo peligrosa. El Tirol se sublevaba, y el archiduque Juan, que ya había conquistado Venecia, acudía desde Italia en ayuda de Carlos. Sin embargo, no supo concentrar las fuerzas de la monarquía diseminadas en el sur, y tuvo que retroceder hasta Hungría, de donde llegó demasiado tarde para tomar parte en la batalla decisiva; en cambio Napoleón logró concentrar todas sus fuerzas. Como en 1805, el peligro más grave podía venir de Prusia. Varios oficiales tomaron allí la iniciativa de atacar a los franceses, y como los austriacos habían ocupado Sajonia, hubo tentativas de sublevación en Westfalia. Pero después de recapacitar, Federico Guillermo no se movió. El 5 de julio, el Gran Ejército franqueó sin dificultad el Danubio más abajo de la isla Lobau, y el 6, en Wagram, después de una lucha encarnizada, el archiduque, teniendo la izquierda de su ejército dispersada y el centro rechazado, ordenó la retirada. La victoria no podía ser comparada a Austerlitz ni a Jena. Napoleón tuvo que aceptar un armisticio. El fin de la crisis se hizo esperar mucho tiempo. El Tirol no fue tampoco sometido sino después de la paz. Los ingleses habían desembarcado en Walcheren y allí permanecieron hasta septiembre. Pero Alejandro fue el que causó más inquietud. Había dejado invadir el gran ducado de Varsovia, y cuando los polacos tomaron la ofensiva, mandó que sus tropas entraran en Galitzia sólo para cerrarles el paso. Todavía pidió a Napoleón la garantía de que Polonia no seria nunca restablecida. Como los austríacos contaban con él, las negociaciones se eternizaron. Finalmente, Alejandro aplazó la ruptura, y la paz de Viena fue firmada el 14 de octubre. Además de Salzburgo, Austria perdió Fiume y Trieste, que con una parte de Carniola y Carintia fueron unidos a Dalmacia para constituir las Provincias Ilirias, remoto anexo del Imperio francés. Austria fue así privada de todo acceso al mar. Tuvo que ceder además Lublin y Cracovia con un millón quinientas mil almas al gran ducado de Varsovia, y a Rusia Tarnopol con cuatrocientas mil solamente, con gran descontento de Alejandro.
El matrimonio austriaco
Poco después, el segundo matrimonio de Napoleón acabó de arruinar la alianza de Tilsit. Al regresar de Austria, estaba decidido al divorcio, que fue pronunciado el 16 de diciembre por senadoconsulto, y el 12 de enero de 1810 por el consejo eclesiástico de París. Josefina se retiró a la Malmaison. Simultáneamente, Napoleón había pedido al zar la mano de la gran duquesa Ana, su hermana, y le había ofrecido un tratado garantizando que Polonia no sería nunca restablecida. Alejandro firmó el tratado y aplazó su respuesta en cuanto al matrimonio. Napoleón olió el ardid, pero tenía preparado su desquite. Metternich, convertido en canciller, había juzgado que una alianza francesa, sellada por un matrimonio, acabaría de enemistar a Napoleón y Alejandro a la vez que pondría a Austria a cubierto de todo peligro, sin impedirle volver a la lucha si se presentaba la ocasión. Así, había mandado dar los primeros pasos en París. Decepcionado por el zar, Napoleón hizo pedir súbitamente, el 6 de febrero por la noche, la mano de la archiduquesa María Luisa al embajador Schwarzenberg, con la condición de firmar inmediatamente. El matrimonio se celebró el 2 de abril, y el 20 de marzo de 1811 nació un hijo que de antemano había recibido el título de Rey de Roma.
Este matrimonio aceleró la evolución que alejaba a Napoleón de la Revolución. Fouché cayó en desgracia y corrió el rumor de que los que votaron la condena de Luis XVI serían exiliados. La anexión de los Estados federativos, que los disentimientos de Napoleón con su familia permitían augurar desde hacía mucho tiempo, pareció estimulada, y por lo pronto el reino de Italia fue reservado al segundo hijo que naciera, en perjuicio de Eugenio. Una consecuencia más considerable fue que el Emperador, entregado por completo a su nueva esposa, dejó pasar el año 1810 sin ir a terminar la guerra de España, como se esperaba. Después del cual, fue ya demasiado tarde, pues el conflicto con Rusia se agravó. El matrimonio había ofendido tanto más al zar cuanto que el tratado relativo a Polonia no había sido ratificado. En Suecia, el rey Carlos XIII había muerto, y Bernadotte había logrado hacerse elegir regente; Napoleón, después de vacilar, lo dejó partir, con gran cólera por parte de Alejandro. El 31 de diciembre de 1810, una doble violación del convenio de Erfurt deshizo la alianza: Alejandro gravó con derechos excesivos las mercancías importadas por tierra, es decir, del Imperio, en tanto que favorecía el tráfico con los navíos neutrales, por tanto al comercio británico; Napoleón anexó el ducado de Oldenburgo que pertenecía al cuñado del zar. Así, la conquista de Rusia llegó a ser una exigencia.