EL LADRÓN ABSORTO
1. - EL NOMBRE DE NADOWAY
El nombre de Nadoway era, en un sentido, famoso e incluso, en cierto modo, sugestivo y sublime. Alfredo el Grande lo había llevado delante de él como una merced o una dádiva cuando paseaba por los bosques esperando el rescate de Wessex. Así se podía inferir, al menos, del cartelón en que estaba representado, en colores chillones, reparando las ruinas de los pasteles Burning con el ofrecimiento de «nubs» de Nadoway, una especie superior de pequeñas galletas. Shakespeare había oído el nombre como un estrépito de clarines, si hemos de dar crédito al llamativo cuadro en que está grabado «Anne Hathaway hallaba una satisfacción con Nadoway», y que representa al poeta inclinando su rostro resplandeciente de satisfacción a la vista de aquel refrigerio. Nelson, en el momento culminante de la batalla, lo ha visto escrito en el cielo. Por lo menos así está escrito en los gigantescos anuncios que figuran sobre las vallas, y que son tan familiares en nuestras calles, representando la batalla de Trafalgar, cuadro que está hábilmente copiado del noble dibujo de Campbell «De Nelson y de "nubs" cantan los días su gloriosa fama». Igualmente familiar es el glorioso cartelón patriótico que representa un marino británico disparando una ametralladora, de la que cae constantemente sobre el público una lluvia de «nubs». Quien haya tenido el privilegio de llevar un «nub» a sus labios seguramente se ha visto en la imposibilidad de distinguirla de las otras galletas más pequeñas. Y nunca el hecho de tener dentro del cuerpo una «nub» ha podido considerarse tan funesto como tener una bala. En general, muchos se han inclinado a sospechar que la única diferencia entre las «nubs» de Nadoway y las de cualquier otro residían en la omnipotencia de esta soberbia pinacoteca de anuncios que parecía rodear Nadoway con rutilante pompa y espléndidas procesiones heráldicas e históricas.
En medio de todo este pomposo círculo y estrépito de bombo y platillos no había más que un hombrecillo pequeño, vulgar y ceñudo, de barba de chivo gris y gafas, que nunca iba a ningún lado, excepto a su negocio y a una colorada capilla bautista. Este hombre era el señor Jacob Nadoway, sucesor de Sir Jacob Nadoway y sucesor aún de lord Normandale, fundador de la firma y fuente de todas las «nubs». Vivía de forma muy sencilla, aunque podía pagarse bastantes más lujos. Podía permitirse tener como secretaria particular a la honorable Millicent Milton. Esta joven era la heredera de una aristocrática casa arruinada con la que él había tenido una amistad superficial, porque vivían en la misma vecindad, y era natural que la relativa importancia de los dos hubiera cambiado gradualmente. El señor Nadoway podía permitirse el lujo de ser el patrón de la honorable Millicent, y la honorable Millicent no podía permitirse el lujo de no ser la secretaria del señor Nadoway.
Era éste, de todos modos, un lujo con el que ella soñaba algunas veces. No es que el viejo Nadoway la tratara de mala manera, ni tampoco que la pagara mal, ni que se hubiera aventurado a ser brusco con ella en ningún aspecto. El viejo asistente a la capilla radical era demasiado astuto para eso. Comprendía muy bien que era aún algo como un pacto y un término medio entre el nuevo rico y el nuevo pobre. Ella había tenido una amistad más o menos familiar con la casa Nadoway mucho antes de tener allí una colocación, y difícilmente podía ser tratada de otro modo que como una amiga de la familia, aunque no era exactamente ésa la clase de familia en la que ella había ambicionado encontrar a sus amigos. Sin embargo, había encontrado allí amigos, y una vez, además, había estado en peligro de encontrar no solamente amigos, sino un amigo. Y acaso, en una ocasión, no solamente un amigo.
Nadoway tenía dos hijos que iban a la escuela y al instituto, donde, gracias a la costumbre moderna en uso eran elaborados caballeros discretamente. La clase de elaboración era, desde luego, algo distinta en ambos casos, y ella la contemplaba con curioso interés. Era, acaso, simbólico que el mayor se llamase John Nadoway, pues nació en los días en que su padre tenía afición a los nombres sencillos de las Escrituras. El más joven era Norman Nadoway, y el nombre marcaba cierta inclinación hacia nociones de elegancia, lo que simbolizaba grandemente las posibilidades de Normandale. Hubo una época feliz, cuando a John podía llamársele con propiedad Jack. Era un muchacho muy varonil, que jugaba al «cricket» y trepaba a los árboles con cierta gracia natural, como la de un joven animal activo e inocente bajo la luz del sol. No era atractivo y ella se sentía atraída por él, y, sin embargo, cada vez que aparecía en las distintas vacaciones de su instituto y de su rápida carrera comercial, se daba cuenta de que algo se borraba al mismo tiempo que algo se iba solidificando. Él pasaba por el misterioso proceso por el que tantos brillantes jóvenes se convierten de pronto en hombres de negocios. Ella no podía por menos de presentir que en ello había algo perjudicial para la educación, y posiblemente también para la vida. Le parecía como si el joven se desarrollara, aumentando, y al mismo tiempo se volviera más pequeño.
Norman Nadoway, por otra parte, empezó a ser interesante precisamente en el momento en que Jack Nadoway empezó a carecer de interés. Era un muchacho que había florecido tarde, si puede utilizarse esta figura florida con quien durante sus primeros años pareció un nabo algo pálido. Tenía la cabeza grande y grandes las orejas y un rostro y una expresión descoloridos, y durante mucho tiempo le creyeron algo bobo. Pero cuando fue a la escuela estudió tenazmente matemáticas, y cuando fue a Cambridge, economía política. Después de esto realizó un extraño salto al estudio de las reformas políticas y sociales, y luego el estallido, la ira de Jacob y la catástrofe.
Norman había empezado por conmover la colorada capilla hasta en sus cimientos con el anuncio de su intención de ser sacerdote de la iglesia anglicana, pero su padre estaba menos turbado por esto que por los informes que llegaban hasta él de las afortunadísimas conferencias de su hijo sobre economía política, muy distinta de la que éste había predicado y practicado con fortuna. Era tan diferente que éste, en un memorable estallido de cólera durante el almuerzo, le calificó de socialista.
-Alguien debe ir a Cambridge y detenerle -dijo el más viejo de los Nadoway impacientándose en su silla y dando, inquieto, un golpe seco sobre la mesa-. Debes ir y hablar con él, John, o tienes que traerlo aquí y le hablaré yo. De otra manera, los negocios quebrarán.
Al parecer, ambas partes del programa debían ser ejecutadas. John el joven, asociado de la casa de Nadoway e Hijo, fue a Cambridge y habló con él, pero no pudo convencerle, y en vista de ello lo trajo ante Jacob Nadoway para que éste le hablara, pues no estaba en modo alguno mal dispuesto a hacerlo. Pero la entrevista no terminó del todo, como él había creído. Fue, sin duda, una entrevista algo enmarañada.
Se celebró en el viejo despacho de Jacob, de redondas ventanas arqueadas que daban a «los prados», que es como la casa se llama aún. Era una casa de estilo Victoriano, de aquella clase que pudo ser descrita en su tiempo como construida por los filisteos para los filisteos. Estaba rodeada por una gran cantidad de cristales: los de sus invernaderos y los de sus ventanas semicirculares. Había una gran cantidad de dólmenes y cúpulas y doseles, y todos los pórticos estaban cubiertos por una especie de festoneados quitasoles de madera; de cristales de colores más bien feos y de otros bastante artificiosos; recortados setos y un jardín alemán. En una palabra: era uno de esos hogares confortables de la época victoriana, considerados como muy vulgares por los estetas de aquel período. El señor Matthew Arnold habría pasado por delante de la casa lanzando un suave suspiro. El señor John Ruskin habría retrocedido horrorizado y pedido a los cielos desde lo alto de la vecina colina que dejara caer sobre ella las maldiciones divinas. El mismo señor William Morris habría refunfuñado al pasar por delante de aquella casa de arquitectura que era solamente de relleno. Pero no estoy seguro de lo que habría hecho el señor Cacheverall Sitwell. Nosotros hemos llegado en un tiempo en que las curvadas ventanas y los pórticos doselados de esta casa habían empezado a tener algo del ensoñador hechizo del pasado. Y no estoy seguro de que no se hubiera encontrado al señor Sitwell paseando por sus habitaciones interiores y componiendo un poema sobre sus polvorientos encantos, aunque al señor Jacob Nadoway le habría sorprendido seguramente encontrarle así ocupado. Y si después de la entrevista el señor Sitwell se dispusiera a escribir un poema sobre el señor Nadoway, yo no me comprometería a juzgarlo.
Millicent Milton había llegado a través del jardín hasta el despacho casi al mismo tiempo que lo hacía el socio joven. Ella era alta y rubia, y su levantada y puntiaguda barbilla daba a su perfil una gran distinción. Sus párpados parecían a simple vista algo adormecidos, pero mirando con más atención parecían un poco altaneros. En realidad no era ni lo uno ni lo otro, sino tan sólo razonablemente resignada. Se sentó en su escritorio de costumbre para hacer su habitual trabajo. Inmediatamente se levantó, como si la hubieran pedido silenciosamente que se retirara en cuanto la doméstica discusión empezó a serlo demasiado, pero el viejo Nadoway le hizo seña de que se volviera con irritadas y repetidas afirmaciones, y entonces permaneció como espectadora de toda la escena.
El viejo Nadoway gruñó algo bruscamente, como quien se incomoda por primera vez:
-Pero me parece que ya habéis tenido los dos una conversación.
-Sí, padre -dijo John Nadoway mirando la alfombra-. La hemos tenido.
-Espero que habrás hecho ver a Norman -continuó el viejo con un tono más suave- que tiene que borrar de su imaginación todos esos proyectos mientras nosotros nos dediquemos realmente al negocio. Mi negocio puede ir a la ruina en un mes si trato de llevar a la práctica aquellos locos proyectos ideales acerca de bonificaciones y coparticipaciones. ¿Cómo puedo tener un hijo, que lleva mi nombre, que vaya pregonando por todas partes que mis métodos no son dignos ni de los perros? ¿Es esto razonable? ¿Te ha explicado ya John que esto no es razonable?
El ancho y pálido rostro del sacerdote, algo sorprendido con todo aquello, se arrugó con una fría sonrisa.
-Sí, Jack me explicó muchas de estas cosas, pero yo también le di una pequeña explicación, en la que le demostré, por ejemplo, que yo también tenía un negocio.
-¿Que está por encima del negocio de tu padre? -preguntó Jacob.
-Que está por encima del negocio de mi padre -asintió el sacerdote con aguda voz.
A estas palabras siguió un impenetrable silencio, que fue roto algo nerviosamente.
-El hecho es, padre, que no tiene importancia -dijo John Nadoway lentamente y estudiando aún la alfombra-. Creo haber dicho, en su nombre, todo cuanto usted mismo pudiera haberle dicho. Pero Norman plantea nuevas condiciones, y creo que no puede importarnos que lo haga.
El señor Nadoway hizo un movimiento, como si tragara alguna cosa, y luego dijo:
-¿Necesitáis reuniros aquí para decirme que estáis contra mí también? ¿Contra mí y contra el negocio en conjunto?
-Yo estoy a favor del negocio en conjunto -dijo John-, y supongo que seré responsable por eso alguna vez. Pero que me condene si soy responsable de haberlo llevado de la forma que antes se llevó.
-Pero estás bastante contento con el dinero que se ha ganado con ella -dijo el padre violentamente-, y ahora venís a mí con esos disparatados melindres del socialismo.
-Querido padre -preguntó John Nadoway mirándole fijamente y con impasibilidad-, ¿parezco yo un socialista?
Millicent, como espectadora que era, miró al conjunto de maciza y distinguida figura, desde sus botas, admirablemente lustradas, hasta su cabello, bellamente perfumado, y a duras penas logró reprimir una sonrisa.
La voz de Norman Nadoway resonó con repentina vibración, no sin violencia.
-Tenemos que purificar el nombre de Nadoway.
-¿Os atrevéis a decirme -exclamó con orgullo el anciano- que mi nombre necesita ser purificado?
-Sí, por las nuevas normas -dijo John después de un silencio.
El viejo comerciante se sentó de pronto y en silencio en su silla y se volvió a su secretaria como si diese por terminada la entrevista.
-Me parece -dijo- que no la necesitaré esta tarde. Será mejor que se retire usted ya.
Ella se levantó algo vacilante y se dirigió hacia la ventana francesa que daba al jardín. El pálido cielo de la tarde se había oscurecido de pronto con el contraste de una ancha y encendida luna, que subía por detrás de los oscuros árboles y vestía la hierba grisverdosa de los prados con oscuras sombras. Millicent se había sentido siempre perpleja, pues le parecía encontrar algo romántico en el jardín, e incluso en la grotesca casa, a pesar de estar habitada por personas tan enormemente prosaicas. Estaba ya fuera de las puertas de cristales que daban al jardín cuando oyó al viejo Nadoway hablar de nuevo.
-La mano del señor es pesada para conmigo -dijo-. Es muy duro que yo haya tenido tres hijos y que se hayan vuelto contra mí.
-No se trata de volvernos contra ti, padre -replicó John rápida y afablemente-. Se trata sólo de reconstruir el negocio como lo exigen las nuevas condiciones de la vida y la opinión del público, algo modificada. Yo estoy seguro de que ninguno de tus hijos intenta mostrar ingratitud o impertinencia.
-Si alguno de tus hijos lo hiciera -dijo Norman con su voz profunda-, sería a su vez tan malo como seguir practicando las costumbres antiguas.
-Bueno -terminó el padre algo fatigadamente-, vamos a dejar ahora todo esto. Yo no voy a vivir mucho tiempo.
Pero Millicent Milton se había quedado contemplando fijamente la oscura casa con un nuevo acceso de perplejidad. Los dos hermanos se habían quedado en silencio y pasado por encima, como sobre cosa conocida, una determinada frase pronunciada por su padre. Pero ella había oído decir al anciano de manera inequívoca: «Tres hijos».
Millicent no había oído hablar nunca de ningún otro hijo, y permanecía mirando fijamente la silueta rococó del algo ridículo y, sin embargo, romántico hotel, con sus dólmenes y sus ornamentales miradores negros en el contraluz de la luna, con sus combadas ventanas y sus plantas dispuestas en ventrudos tiestos, sus toscas estatuas y sus apretados plantíos y toda la hinchada silueta de la casa, a la que la luna y la oscuridad daban un aspecto casi monstruoso, y se admiró, por primera vez, de que guardaran un secreto.
2. - EL LADRÓN Y EL BROCHE
El sobresalto de un robo con escalo es lo que lleva la historia hacia el descubrimiento de cosas algo extrañas. Como tal robo con escalo fue una cosa bastante trivial. Al parecer el ladrón no consiguió coger nada, pues fue sorprendido antes de que pudiera hacerlo, pero ocurrió que no fue el ladrón ciertamente el único sorprendido. Jacob Nadoway había dado a su secretaria algunas habitaciones principales sobre el vestíbulo central, no muy lejos de las suyas propias y de una servidumbre con arreglo a todas las conveniencias, incluyendo a una tía. Está fuera de duda, ciertamente, que a veces puede clasificarse una tía como una conveniencia y otras como lo contrario. En este caso se trataba de dar con ella, de una manera vaga, una normalidad a la presencia de la joven en la casa victoriana y de añadir a la secretaria una pincelada de elegancia. Pero había una diferencia, porque la tía, que era la señora Milton Mowbray, tenía la costumbre de creer su dignidad constantemente en peligro de ser ofendida, mientras su sobrina, con una dignidad más negativa, caminaba por el polvoriento sendero del deber como un orgulloso peatón. Aquel día, Millicent Milton estuvo ocupada toda la tarde en tranquilizar a su tía, y después de lograrlo sintió como si quisiera ocupar un poco de tiempo en tranquilizarse a sí misma. En lugar de irse a la cama cogió un libro y empezó a leer cerca del moribundo fuego. Leyó hasta que fue muy tarde, sin darse cuenta de que todos los demás se habían retirado a descansar, cuando oyó en medio del más completo silencio un nuevo e inequívoco sonido que procedía de fuera del vestíbulo central, que conducía a su despacho. Era una especie de zumbido y de frotamiento, como el que se produce con un metal que se roza contra otro. Y se acordó de que en el ángulo entre las dos habitaciones estaba la caja de caudales.
Millicent tenía una clase de valor completamente inconsecuente, y por eso salió tranquilamente al vestíbulo y miró. Y lo que vio la asombró, por ser tan corriente. Lo había visto ya en muchas películas y había leído tanto acerca de ello en varias novelas que le costó trabajo creer lo que realmente veía. La caja estaba abierta, y un nombre andrajoso se encontraba arrodillado ante ella, de espaldas a la joven, de manera que ésta no pudo ver nada más que sus andrajos, ya que su cabeza estaba cubierta por un estropeado y disforme sombrero de ala ancha. A un lado, en el suelo, relucía el acero de un berbiquí y de algunas otras herramientas de su profesión; al otro lado relucían, aún más brillantemente, la plata y las piedras de algún adorno, que parecían una cadena y un broche, lo que sin duda era parte de su saqueo. No parecía que hubiera allí en modo alguno algo inesperado acerca de lo que debía ocurrir, sino que todo era convencional, y exactamente igual a como se suponía que debía ser. Habló con un tono frío y vulgar, y sintió su propia voz cuando dijo:
-¿Qué está usted haciendo ahí?
-Como puede usted ver, en estos momentos no trepo al Matterhorn ni toco el trombón -gruñó el hombre con voz áspera y distante-. Creo que está bastante claro lo que estoy haciendo.
Luego, después de un silencio, resumió en un tono de advertencia:
-No vaya usted a decir que este broche que hay aquí es suyo, porque no lo es. No lo he sacado de esta caja, aunque lo he cogido a una familia de aquí cerca, esta tarde. Es una cosa preciosa, una especie de imitación del siglo XIV, con «Amor Vincit Omnia» escrito encima. Está muy bien eso de decir que el amor vence en todo, que la fuerza no es un remedio y todo lo demás que se dice; pero yo he forzado esta caja, y nunca he encontrado ninguna que pudiera abrir solamente con el amor que tenía dentro del pecho.
Había algo paralizador en la manera plácida con que este ladrón continuaba hablando, sin mirar siquiera a su alrededor, y ella estaba un poco asombrada de que conociera el significado de la inscripción latina, a pesar de lo sencilla que era. No podía ponerse a chillar, o correr, o detenerlo de alguna manera, y él, entretanto, siguió con el mismo tono tranquilo.
-Debe de ser un modelo del gran broche que llevó la priora de Chaucer, pues aquél tenía la misma leyenda encima. La priora es un inmortal retrato, en algunos trazos, de la más extraordinaria de las criaturas que se llama la mujer inglesa. Puede usted encontrarla en los hoteles y pensiones extranjeros. La priora era más agradable que muchas de éstas, pero tenía todas las características, ajetreándose a causa de sus perritos, mostrándose muy especial en sus maneras en la mesa, aprobando que se matara a los ratones, y zurciendo todas estas cosas en francés, pero hablándolo de tal manera que ningún francés la entendía.
Se volvió muy lentamente y la miró con fijeza.
-¡Oh, usted es una verdadera mujer inglesa! -exclamó, como si se asombrase-. ¿Sabe usted que cada vez hay menos?
Millicent Milton probablemente poseía, como la priora de Chaucer, las más graciosas virtudes de la mujer inglesa, pero podía admitirse honradamente que también poseía algunos de los vicios del tipo. Uno de los defectos de la mujer inglesa es una inconsciente especie de conciencia. Nada podía alterar el hecho de que, desde el momento en que el harapiento criminal empezó a hablar de literatura inglesa en el tono de su propia clase, su juicio hubiera cambiado y que tuviese como una confusa idea de que en realidad podía no ser un criminal verdadero. En abstracta lógica, se había visto obligada a admitir que era necesario no establecer ninguna diferencia. En teoría admitía que un estudiante de la Inglaterra medieval tenía otros quehaceres que forzar las cajas de otras personas. En principio tenía que confesar que un hombre no adquiere el derecho a robar broches de plata ni para demostrar un interés intelectual hacia los «Cuentos de Canterbury». Pero alguna incontrolable costumbre de su imaginación le hacía sentir que el caso era distinto. Su sentimiento sólo había tenido en cuenta las supuestas expresiones vulgares que emplea esta clase de gente para pensar que él no era exactamente un verdadero ladrón, y que era «completamente distinto», o que había allí «algún error». Lo que pensaba en realidad (con grave detrimento de toda su educación y su clase) es que existían algunas personas, criminales o no, con las que podía relacionarse, y otras personas con las que no podía hacerlo, fuesen ladrones o albañiles.
El joven que la miraba fijamente era moreno, velludo y sin afeitar, pero su negligencia en el afeitado había pasado ya su más desagradable momento de transición y podía tomarse por una barba todavía poco perfecta. Su aspecto le recordaba a ciertos extranjeros originales y le daba algo de parecido con un organillero italiano. Había alguna otra cosa en su rostro que era algo anómala, y que no podía definir en el momento, pero se fijó en el hecho de que su boca estaba siempre torcida burlonamente, como si se propusiera burlarse, y sin embargo sus ojos hundidos y oscuros no solamente eran graves, sino que tenían algo de misteriosos. Si la grotesca barba hubiera cubierto completamente la cara como una máscara, sus ojos habrían podido pasar por los del fanático que lanza en el desierto un grito de guerra santa. Debía de estar profundamente indignado con la sociedad para haberse dedicado a esta vida al margen de la ley, o acaso había en su vida una tragedia de amor o algo por el estilo. Y ella necesitaba ya saber cuál era la historia real y cómo era la supuesta mujer.
Mientras Millicent se hacía estas confusas reflexiones, el notable ladrón continuó hablando y, fuera cual fuese su sentimiento, no parecía sentir embarazo al hablar.
-Es muy de alabar en usted que permanezca aquí de esta manera. He aquí otro rasgo, porque la mujer inglesa es valiente. Edith Cavell era un ejemplar de la raza. Ahora la raza es otra, y esta clase de broches pertenece generalmente a aquellas personas para quienes no fueron hechos. Esto sólo puede tener justificación por el robo, que hace desaparecer rápidamente las cosas de la circulación, sin andarse con rodeos. Si este broche fue llevado efectivamente, en su tiempo, por la priora de Chaucer, ¿no se imaginará usted que se lo he quitado yo a ella? Por el contrario, si encuentro realmente una persona tan agradable como la priora, puedo verme tentado de devolverlo a su verdadero camino, a expensas de mi provecho profesional. Pero, ¿por qué razón una cacatúa condesa fingida ha de tener una cosa como esta? Necesitamos más robos, más cajas forzadas, más caminos reales desvalijados para cambiar y volver a poner en orden las cosas de la sociedad...
En este importante punto del programa social fue interrumpido por unos sonidos entrecortados y unos resoplidos tan alarmantes como trompetazos. Y Millicent vio a su jefe, el viejo Nadoway, de pie en el marco de la puerta; es decir, vio una figura pequeñita y encogida, envuelta en un enorme batín de color púrpura. Hasta aquel momento ella no se había dado cuenta, asombrada como estaba de su propio silencio y de su tranquilidad, ni vio nada extraño en el hecho de haber estado escuchando al criminal frente a la caja como si hubiera estado hablando con él ante la mesa de té.
-¡Qué! ¿Un ladrón? -murmuró el señor Nadoway.
Casi en el mismo momento sonaron los pasos precipitados de un hombre que corría, y la gran figura del joven socio, John Nadoway, vestido con pantalón y camisa, irrumpió desalentada en la habitación, llevando un revólver en la mano. Pero casi instantáneamente bajó el arma, que había levantado, y dijo con la misma voz incrédula y curiosamente enfática:
-¡Maldición! ¡Un ladrón!
El reverendo Norman Nadoway no estaba muy lejos de su hermano. Venía respetablemente envuelto en una levita y estaba muy pálido y solemne. Pero tal vez lo más curioso de todo fue que él también se limitó a decir con la misma inexcrutable intensidad:
-¡Un ladrón!
Millicent pensó que allí había algo singularmente absurdo en relación con esta triple admiración. Porque era tan evidente que el ladrón era un ladrón como que la caja era una caja. No podía imaginarse por qué los tres hombres hablaban como si el ladrón fuera un buitre hasta que repentinamente se hizo luz en su interior y vio que la sorpresa de los tres no se debía a que un ladrón les hiciera una visita particular, sino más bien porque su particular visitante fuera un ladrón.
-Sí -dijo el visitante mirándoles a todos con una sonrisa-, es completamente cierto que ahora soy un ladrón. Creo que la última vez que nos encontramos no era más que un escritor mendicante. De esta manera nos elevamos sobre nosotros mismos para realizar trabajos más altos. Fue por un delito insignificante y despreciable comparado con éste por lo que mi padre me echó de casa, ¿no es cierto?
-Alan -dijo Norman Nadoway muy seriamente-, ¿por qué vuelves aquí de esta manera?
-Porque, a decir verdad -contestó el otro-, he pensado que nuestro reputado papá pueda necesitar una pequeña ayuda moral.
-¿Qué demonios estás diciendo? -preguntó John Nadoway con irritación.
-Soy una verdadera ayuda moral -observó el extraño con orgullo-. ¿No lo creéis así? Sólo yo soy su verdadero hijo. Yo soy el único hombre que está fomentando los negocios. Soy un ejemplo de atavismo, un ejemplo de reversión.
-No comprendo nada de lo que estás diciendo -exclamó el viejo Nadoway con repentina furia.
-Jack y Norman lo comprenden -dijo el ladrón ásperamente-. Ellos comprenden lo que estoy diciendo. Saben lo que yo quiero decir cuando digo que soy el verdadero representante de Nadoway e Hijo. Éste es el hecho que han estado tratando de cubrir, pobres muchachos, durante los últimos cinco o seis años.
-Tú has nacido para desgracia mía -dijo el anciano, temblando de cólera-. Habrías arrastrado mi nombre por el fango si no te hubiera enviado a Australia y me hubiera desembarazado de ti. Y ahora vuelves como un ladrón vulgar.
-Y como el verdadero representante-contestó el hijo- de los procedimientos que emplea Nubs de Nadoway. Dices que estás avergonzado de mí. ¡Por Dios, querido papá! ¿No has descubierto todavía que tus otros dos hijos están avergonzados de ti? Mira sus caras.
Fue bastante demostrativo el que los otros dos hijos volvieran involuntariamente la cara, si bien lo hicieron demasiado tarde.
-Ellos están avergonzados de ti, pero yo no. Nosotros somos los más aventureros de la familia.
Norman Nadoway levantó una mano para protestar, pero el otro continuó con una suave y espontánea sátira:
-¿Os creéis que no lo sé? ¿Creéis que no se sabe? ¿No sé yo por qué Norman y Jack anuncian nuevos procedimientos industriales y nuevas ideas sociales y todo lo demás? Purificación del nombre de Nadoway, porque el nombre de Nadoway hiere todos los rincones de la tierra. Porque el negocio fue fundado sobre toda clase de estafas y sudores y agobios del pobre, y engaños a las viudas y los huérfanos. Y por encima de todo eso, se fundó sobre el robo, el robo a los rivales y a los asociados y a quienquiera que se presentase. Exactamente como yo hago robando la caja.
-¿Crees que es decente -dijo enfurecido su hermano- que vuelvas aquí e insultes y ataques a tu padre en su misma casa?
-No ataco a mi padre -dijo Alan Nadoway-. Por el contrario, estoy defendiéndole. Soy aquí el único que puede defenderle, porque yo también soy un delincuente.
Y dejó escapar las siguientes palabras con una energía que hizo saltar a todos:
-Pero, ¿qué sabéis vosotros de esto? Vosotros vais a la escuela con su dinero, conseguís una participación en su negocio, vivís con el dinero que él gana y os avergonzáis de la manera como lo gana. Pero él no empezó así, como yo tampoco he empezado así. El pasó privaciones de todas clases, como yo he pasado privaciones en todos los sentidos. ¡Hay que probarlo para ver qué clase de porquería se come! No sabéis nada de esa clase de hombres que se convierten en delincuentes, de los engaños y de los aplazamientos y de la desesperación. Ni tampoco de las esperanzas que puede devolver un honesto trabajo ni de lo que ocurre hasta terminar en un trabajo deshonroso. No tenéis derecho a ser tan condenadamente superiores a los dos ladrones de la familia.
-Todo esto -dijo John Nadoway después de un silencio- no explica lo que estás haciendo aquí. Como probablemente sabes, en esta caja no hay nada casi nunca, y las cosas que has cogido no saldrán de ella. Yo no puedo comprender qué has querido hacer.
-Está bien -replicó Alan con su irónica sonrisa-, podéis examinar la caja y el resto de las propiedades después de que me haya ido, y acaso podáis hacer algún descubrimiento. Tal vez en conjunto, yo...
En medio de sus palabras se levantó, débil, pero penetrante e inconfundible, sobre los oídos de Millicent, un sonido que era a la vez alarmante y divertido, algo que ella había estado esperando inconscientemente durante largo rato. En la habitación de al lado acababa de despertarse su tía, y probablemente lo había hecho con todas las melodramáticas contingencias de una irrupción en medio de la oscuridad.
Las cinco personas se miraron unas a otras y comprendieron que después de aquel grito la extraordinaria situación de la familia no podía mantenerse por más tiempo. La única oportunidad era que el ladrón se rugase con la rapidez de cualquier otro ladrón. Dio media vuelta y se lanzó a través de las habitaciones de la izquierda, que eran casualmente las habitaciones de la señorita Milton y de la señora Mowbray, y, por lo tanto, llenaron los aires gritos y más gritos. Hasta que el chasquido del cristal de una ventana remota dio a entender lo restante: que el intruso se había abierto un camino para salir de la casa y desaparecer en la oscuridad.
No es necesario decir que Millicent tuvo que asumir de una manera seria la obligación de calmar a su tía en cuanto los gritos se convirtieron en agudas preguntas. Luego se fue a su habitación, en la que el agujero de la ventana rota aparecía como una estrella negra sobre el verde pizarra del cristal. Después, comprobó que exactamente en la dirección del desaparecido ladrón estaban extendidos, para que se vieran fácilmente, sobre su propio tocador, como las joyas de las coronas se extienden sobre terciopelo, la cadena de plata y el tachonado broche que había sido caprichosamente dedicado a la priora, y sobre el cual se leía en latín: «El amor todo lo vence».
3. - UNA REFORMA EXTRAÑA
Millicent Milton no pudo por menos de maravillarse bastante de su obsesionante deseo de ver siempre al ladrón. En ocasiones corrientes esto parecería improbable, pero en este caso nadie habría podido decir que aquel delincuente estaba ligado a la familia de una manera vulgar. Como ladrón, probablemente se habría desvanecido; como hermano no había indicio de que quisiera volver; pero como era un hermano algo desacreditado, no era extraño que lo hiciese, porque esos tipos siempre vuelven. Ella tanteó con preguntas a los otros dos hermanos, pero no pudo conseguir mucha luz sobre el asunto. Alan les había dicho burlonamente que examinasen la casa para encontrar las huellas de sus depredaciones, pero debía de haberlas realizado con gran reserva y selección, pues nadie parecía saber con seguridad lo que había cogido. Era uno de los muchos problemas de esta historia que ella no podía resolver, y no veía ninguna probabilidad especial de que alguna vez pudiera resolverlo, cuando mirando distraídamente lo vio tranquilamente subido en lo alto del muro del jardín y mirando hacia abajo, hacia el interior. El viento soplaba en sus cabellos negros, despeinándolos uno a uno y restituyéndolos a su lugar cuando volvía la cabeza.
-Otra manera de escalar una casa -dijo con la voz clara y peculiar de un conferenciante público- es subirse sobre el muro del jardín. Parece sencillo, y robar cosas lo es generalmente. Sólo que en este caso no estoy seguro de lo que robaría.
Y añadió tranquilamente:
-Me parece que empezaré por robar un poco de su tiempo, pero no se alarme usted. Le aseguro que tengo autorización.
Saltó desde el muro y cayó de pie sobre la hierba, junto a ella, pero sin interrumpir en modo alguno su conversación.
-Sí, es realmente cierto que estoy emplazado para comparecer ante un consejo de familia, con objeto de emprender una investigación sobre la posibilidad de rehabilitarme. Pero, gracias a Dios, no puedo ser rehabilitado por cualquiera fácilmente. Mientras tanto continúo en un estado de completa delincuencia me gustaría conversar con usted.
Ella no dijo nada, pero miró a la distante silueta de las palmeras algo grotescas que estaban plantadas como una frontera en el jardín, y sintió que volvía a ella la irracional sensación de que aquel sitio había sido siempre algo romántico, a despecho de las personas que vivían en él.
-Supongo que sabe usted -dijo Alan Nadoway- que mi padre estalló en un ataque de rabia espantosa contra mí cuando yo tenía tan solo dieciocho años, y me envió a Australia. Y ahora que hablamos de ello, veo que hay algo más que decir sobre el asunto. Yo había dado a uno de mis alegres compañeros un puñado de dinero que consideraba realmente de mi propiedad, pero que mi padre creía seriamente que pertenecía a la Sociedad. En realidad yo no sabía entonces mucho acerca del robo, comparado con los asiduos y concienzudos estudios que he hecho desde entonces. Pero lo que deseaba contarle a usted es lo que me ocurrió en mi viaje de regreso de Australia.
-¿No querría oírlo también su familia? -no pudo por menos de preguntar ella con un matiz de ironía experimental.
-Me atrevo a asegurar que sí -dijo él-, pero no estoy seguro de que comprendan la historia, aunque la oigan.
Luego, después de reflexionar en silencio, añadió:
-Verá usted, mi historia es demasiado sencilla para ser comprendida. Parece exactamente como una parábola; es decir, más bien parece una fábula que una realidad. Ahí está mi hermano Norman, que es un hombre sincero y muy serio además. Lee las parábolas en el Nuevo Testamento todos los domingos, pero difícilmente podrá creer en nada tan sencillo como una de esas parábolas, si es algo que ocurrió en la vida real.
-¿Quiere usted decir que es usted el hijo pródigo -preguntó ella-, y que él es el hermano mayor?
-Eso sería algo difícil si los australianos tuvieran que ser el cerdo -dijo Alan Nadoway-. Pero no quiero decir eso, ni mucho menos. Por una parte, eso rebajaría la magnanimidad de mi hermano Norman, y, por otra, acaso exageraría ligeramente la cordial y embelesada hospitalidad de mi padre.
Ella no pudo reprimir una sonrisa, pero, henchida como estaba de las más altas tradiciones secretariales, contuvo el comentario.
-No. Lo que yo quiero decir -continuó él- es que las historias contadas de una manera sencilla, por mera razón de la ilustración, siempre suenan como si no fueran ciertas. Ocurre exactamente lo mismo con los preceptos de economía política. Norman ha leído también mucha economía política, pero con frecuencia habrá leído aquellos libros de texto que empiezan con la declaración: «Había una vez un hombre en una isla». Algo que el estudiante o el chico de escuela se siente siempre inclinado a rectificar diciendo que nunca hubo un hombre en ninguna isla. Y, sin embargo, lo hubo.
Ella empezó a sentirse un poco intrigada.
-¿Cómo que lo hubo? -preguntó.
-Estuve yo -dijo Alan-. No se puede creer esta historia por la razón de que hay en ella una isla desierta. Es como si contara una historia en la que hubiera un dragón. Sería lo mismo, porque habría una moral en el dragón.
-¿Quiere usted decir -preguntó Millicent con algo de impaciencia- que ha estado usted en una isla desierta?
-Sí, y además algunas otras cosas curiosas. Pero lo extraordinario es que todo fue perfectamente hasta que llegué a una isla deshabitada. Bueno, perdí varios años, antes de dar con ella, en una parte bastante despoblada de una isla más o menos deshabitada. Me refiero, desde luego, a una isla que está señalada en el mapa como Australia. Intenté trabajar en alguna parte bastante remota de la manigua, hasta que una serie de descalabros me obligaron a volver, como mejor pude, hacia las ciudades. Volvía hacia la civilización, pero esto le parecería extraño si conociese las ciudades. Como golpe final de mala suerte, el animal que me transportaba cayó enfermo y murió en el desierto, y yo me quedé como si hubiera estado en un cuerno de la luna. Nadie en estas históricas regiones tiene una idea de cómo es aquella tierra, o una gran cantidad de personas tienen exactamente la misma idea que pudieran tener de la luna. Existían las mismas posibilidades de cruzar aquel infinito de tierra inútil remendada de zarzas que de convencer a un cometa que hubiera lanzado a uno al espacio de que le llevara de nuevo a su hogar. Caminé con esfuerzo y completamente insensible hasta que vi algo que me pareció un alto matorral azul que no era como las monótonas masas grisáceas de éstos. Después comprobé que era humo. Hay un buen proverbio, ¡vive Dios!, que dice que donde hay humo hay fuego. Es un gran proverbio, y alguien ha escrito también que donde hay fuego hay un hombre, pero nadie sabe cuál de los dos es mayor milagro. Bueno, encontré a alguien, pero que en realidad no era nadie. Me atrevo a decir que habría encontrado en él toda clase de defectos si me hubiera tropezado con él en una ciudad o en el club. Pero entonces era como un mago; para mí tuvo un poder que no tenían los animales, los pájaros o los árboles: me dio unos alimentos cocidos y me puso en camino directo de una hacienda. En ésta, que era un puesto avanzado en el desierto, me ocurrió igual. No hicieron mucho por mí porque no podían, pero hicieron algo y no esperaron a que yo se lo pidiera. En resumen: llegué al fin a un puerto y conseguí un contrato de trabajo para pagar mi pasaje con el dueño de un barquichuelo. Aunque este hombre no era muy agradable y yo no estaba especialmente cómodo, no fue con propósito de suicidarme por lo que una ola me arrolló de pronto una noche y me arrastró lo bastante cerca, sin embargo, para ser visto y para lanzar el grito de «hombre al agua». El sucio barquichuelo, con su todavía más sucio capitán, costeó cerca de cuatro horas tratando de recogerme, pero no pudo hacerlo, y fui casualmente recogido por una especie de canoa indígena, conducida a remo por un medio indígena lunático que vivía real y verdaderamente en una isla desierta. Le llamé de la misma manera que había estado llamando inútilmente al barco, y él me dio coñac y todo lo demás como la cosa más natural del mundo. Era todo un carácter, un hombre blanco o blanquecino que no llevaba más que unas gafas y adoraba a un dios de su exclusiva propiedad que había hecho con un viejo paraguas. No le pareció extraño que yo le pudiera ayuda, y me la dio a su manera. Luego llegó el día en que vimos un vapor muy lejos, que pasaba ante la isla, y yo llamé y llamé y ondeé largas sábanas y toallas y encendí luces e hice lo que se hace en estos casos. Y finalmente el buque alteró su ruta y tocó en la isla para llevarnos; todo fue demasiado seco y oficial, pero lo hicieron como un deber. Durante este tiempo, y especialmente en este último y largo viaje de regreso al hogar, estuve cantando en mi interior un canto tan viejo como el mundo: «Coelum non animan...» Por las aguas de Babilonia, o, en otras palabras: de todas las cosas, lo peor es el destierro. Después de haber escapado por un pelo a la muerte llegué al muelle de Liverpool, igual que un escolar regresa a la casa de su padre el primer día de las fiestas de Navidad. Me había olvidado de que no tenía dinero, y pedí a un hombre que me diera o prestara algo, por lo que fui inmediatamente detenido como mendigo y empecé mi carrera de delincuente durmiendo en la cárcel.
»Creo que ya comprende el punto económico de la parábola. Había estado en el fin del mundo y entre la hez del mundo; entre toda especie de galopines que tenían muy poco que dar y que estaban con frecuencia completamente mal dispuestos a dar. Había ondeado telas para llamar a los barcos que pasaban y llamado a gritos a los viajeros que cruzaban, y sin duda fui cordialmente maldecido por hacerlo. Pero nadie encontró raro que pidiese ayuda. Nadie pensó que fuera criminal que llamase a gritos a un vapor cuando me estaba ahogando, ni me arrastraron a un campamento cuando estaba agonizando. En todos aquellos mares salvajes lugares desolados, la gente cree que tiene que socorrer al que se ahoga y al que agoniza. No me castigaron nunca por estar sumido en la necesidad hasta que llegué a una ciudad civilizada. Nunca me llamaron delincuente por pedir ayuda hasta que regresé a mi propia casa.
»Bueno, si ha comprendido usted la moderna parábola del hijo pródigo, puede que comprenda por qué piensa que ha encontrado al cerdo cuando llega a su hogar; más cantidad de cerdo que de terneras engordadas. El resto de la historia consiste en una gran cantidad de ultrajes a la policía, violando y entrando en varias casas, y otras muchas cosas más. Mi familia cree que yo puedo ser domesticado o que mi posición puede regularizarse, principalmente, imagino -y en el caso de alguno de ellos por lo menos-, porque personas como usted y como su tía conocen ya el secreto y es arriesgado y socialmente delicado. El caso es que vamos a reunimos aquí esta tarde y a formar un comité para devolverme la honorabilidad. Pero no creo que se den completamente cuenta del trabajo que se han tomado. No creo que ellos sepan exactamente lo que les sucede a las personas como yo, y ésta es la causa por la que deseo que usted lo comprenda antes de que empiecen a charlar, y por lo que le he contado a usted lo que llamo la parábola del destierro. Siempre recuerdo que durante todo el tiempo que estuve entre extraños, por no decir truhanes, tuve suerte.
Habían estado sentados sobre un banco durante la conversación, y Millicent se levantó cuando vio al grupo del padre y los hermanos vestidos de negro acercarse a ellos a través del prado.
Alan Nadoway permaneció sentado con una ostentosa languidez, y su expresión se hizo más severa cuando se dio cuenta de que el viejo Jacob Nadoway marchaba delante de los demás y que su rostro estaba oscuro como una chimenea a la luz del sol. Instantáneamente se veía que algo nuevo y desagradable había ocurrido.
-Acaso sea pueril informarte -dijo el padre con fuerte acritud- de que se ha cometido otro robo en la vecindad.
-¿Otro? -dijo Alan levantando sus párpados-. ¿Y cuál es ese otro?
-La señora Mowbray -dijo el padre severamente- fue anteayer a visitar a su amiga la señora Crayle. Ella estaba trastornada con lo que había ocurrido en nuestra propia casa, y parece que también ocurrió algo una hora antes en la casa de Crayle.
-¿Qué robaron a los Crayle? -preguntó el joven con paciente interés-. ¿Cómo supieron que había habido un ladrón?
-El ladrón fue sorprendido y huyó -dijo Jacob Nadoway-. Desgraciadamente se le cayó algo en su prisa por escapar.
-¡Desgraciadamente! -repitió Alan-. ¿Desgraciadamente para quién?
-Desgraciadamente para ti -dijo su padre.
Hubo un penoso silencio, y John Nadoway lo rompió de una manera disparatada, pero completamente alegre.
-Mira, Alan -dijo-, si hemos de ayudarte, tienes que acabar con esta clase de juegos. Nosotros podemos olvidarlo, como si se tratara de una broma, cuando nos lo hagas a nosotros, aunque asustes a la señorita Milton y a la señora Mowbray. Pero ¿cómo demonios vamos a poderte librar de la Policía si entras en las casas de la vecindad y dejas tu pitillera con una tarjeta de visita dentro?
-Descuidado, descuidado -replicó Alan en tono molesto, levantándose de su asiento con las manos en los bolsillos-. Deben ustedes tener en cuenta que estoy en los comienzos de mi carrera como ladrón.
-Estás en el final de tu carrera de ladrón -dijo el viejo Nadoway-, o, de otro modo, estarás en el inicio de tu carrera como convicto por cinco años en Dartmoor. Con la pitillera y la tarjeta, la señora Crayle puede acusarte, y lo hará si yo lo autorizo. Ha venido aquí sólo para ofrecerte una oportunidad, a ti, que has despreciado mil. Abandona el negocio de robar aquí, ahora mismo, y yo te encontraré una ocupación. Lo tomas o lo dejas.
-Tu padre y yo -indicó Norman Nadoway con su suelto y delicado acento- no siempre estamos acertados en el tratamiento de los casos difíciles, pero en éste está evidentemente en lo justo. Yo no tengo hacia ti grandes simpatías en muchos aspectos, pero una cosa es olvidar que un hombre ha robado cuando podía estar muriéndose de hambre, y otra completamente distinta olvidar que prefiere irse a morir de hambre cuando sólo se puede dedicar a robar.
-Eso está bien dicho -asintió el estoico John con fraternal admiración-. Nosotros estamos dispuestos a reconocer a un hermano que ya no es un ladrón. La otra cosa que podríamos reconocer sería un ladrón que ya no fuese un hermano. ¿Eres exactamente nuestro hermano Alan, a quien nuestro padre está dispuesto a dar una ocupación, o eres un individuo de la calle que tenemos a mano para entregar a la policía? Lo que no puedes ser es ambas cosas a la vez.
Los ojos de Alan vagaron un momento por la casa familiar y por el jardín y se detuvieron un instante sobre Millicent con cierta expresión de ternura. Luego se sentó de nuevo en el banco con los codos sobre las rodillas y enterró la cabeza entre las manos, como si estuviera luchando en oración o por lo menos en una perplejidad de espíritu. Los otros tres hombres permanecieron de pie, esperando con embarazosa rigidez.
Al fin levantó de nuevo su cabeza, echando hacia atrás sus melenas negras, y todos vieron que su rostro pálido tenía una nueva expresión.
-Bueno -dijo el viejo Jacob como nueva súplica-. ¿Abandonarías ese maldito asunto de asaltar casas?
-Sí, padre -dijo gravemente Alan levantándose-. Ahora empiezo a ver las cosas seriamente, y comprendo que tienes derecho a que te lo prometa. Abandonaré el negocio de asaltar casas.
-¡Gracias, Dios mío! -exclamó su hermano Norman- No voy a moralizar ahora, pero ya verás que es una cosa distinta cualquier ocupación que tengas ahora. Y será una de esas ocupaciones en que un hombre no necesita ocultarse.
-Después de todo, es una repugnante ocupación ésa de robar -indicó John en un intento de jovialidad y de reconciliación general-. Debe de ser una pesadilla penetrar sin razón en una casa desconocida, algo así como quien trata de ponerse los pantalones del revés. Comprobarás que es mejor tener una ocupación, y conseguirás con ello la paz del espíritu.
-Sí -dijo Alan pensativamente-, todo lo que decís es verdad. Complica la vida enormemente tratar de conocer el paradero de los tesoros. No, voy a enderezar mi vida en una nueva dirección. Voy a reformarme y a seguir una línea de conducta distinta en adelante. Siempre he creído que robar bolsillos es una profesión más lucrativa en nuestros días. Un amigo mío se las arregla perfectamente con las personas que salen de las estaciones del «metro».
Sin duda se trata de gente mucho más pobre que las que poseen todas esas cajas y joyas, pero son más numerosas, y es maravilloso lo que se puede conseguir al cabo del día. Mi amigo viene a reunir unos quince chelines en monedas de seis peniques y calderilla a las salidas de los cinematógrafos, pero hay que tener unos dedos muy hábiles. Yo creo que aprenderé con facilidad su arte.
Hubo un silencio de asombro, y luego dijo Norman con su ponderada voz:
-Sería de mucha importancia para mí saber si se trata de una broma.
-¿Una broma? -replicó Alan con aspecto de estar algo alejado de aquel lugar-. Una broma... ¡Oh, no! No es una broma. Es una ocupación. Y una ocupación mejor que el trabajo que mi padre pudiera ofrecerme.
-Entonces prefieres terminar en presidio -dijo el anciano, y su voz retumbó en el jardín como un cañonazo-. Despéjanos este sitio en tres minutos o llamaré al policía que está en la calle.
Y con estas palabras le volvió la espalda y se alejó, seguido de sus otros dos hijos. Alan permaneció solo, de pie junto al banco, como una estatua.
El jardín, realmente, se había oscurecido algo, dando a las cosas el aspecto estatuario, con el lento avance del crepúsculo, y su exhuberante florecimiento se velaba un poco con la oscuridad y con los húmedos vapores que empezaban a levantarse de las praderas cercanas, aunque sobre las cabezas el cielo era claro y empezaban a aparecer los puntos brillantes de las estrellas en la oscuridad grisácea. La mujer se movió muy rápidamente, dirigiéndose a través de un prado, donde el hombre permanecía de pie junto al banco. Su seriedad y su silencio le hacían parecer más consciente de su última incongruencia. El rostro de Millicent, que era habitualmente muy serio, aparecía fruncido en aquellos momentos con una mueca de burla.
-Bueno -dijo-. Buena la ha hecho usted.
-Si usted cree -contestó él- que he deshecho las perspectivas que tenía, le diré que no pensé nunca en tener ninguna.
-No, no creo eso -contestó ella-. Cuando digo que la ha hecho usted buena quiero decir que se ha extralimitado usted.
-¿Extralimitado en qué? -preguntó en tono duro.
-En mentir -replicó ella sonriendo decididamente-. O que ha disfrazado usted la cosa, si lo prefiere así. Yo no comprendo lo que todo esto significa, pero desde luego sé que no significa lo que usted dice. Yo he podido creer que era usted un ladrón y que robaba las casas de los ricos, pero cuando dice usted que va a ser un ratero que sustraerá seis peniques a la pobre gente que va a ver las películas, creo sencillamente que eso no es verdad, y que persigue algún objeto al decirlo. Es la última pincelada que estropea una obra de arte.
-¿Qué supone usted que soy yo? -preguntó Alan.
-¿No quiere usted explicármelo? -replicó la joven.
Después de un corto silencio, el hombre contestó con curiosa entonación:
-Haré una excepción con usted.
-Muy bien -repuso ella-, todos saben que el defecto de mi sexo es la curiosidad.
Alan ocultó su cabeza entre las manos, y después de una pausa dijo con un gruñido:
-«Amor Vincit Omnia».
Un momento después levantó de nuevo la cabeza y empezó a hablar, y Millicent, bajo las estrellas, escucho con sus brillantes ojos dilatados de asombro.
4. - LOS PROBLEMAS DEL DETECTIVE PRICE
El señor Peter Price, agente de investigaciones privadas, no era partidario de la apreciación histórica del tipo corriente de mujer inglesa, que tanto apasionaba al señor Geoffrey Chaucer y al señor Alan Nadoway. La mujer inglesa es una joya de muchas facetas, o una flor, si se introducen algunas variaciones botánicas. Y el señor Price había visto en varias ocasiones ese rostro que la diosa dirige sobre los criados extraños, los cocheros aparte, y otros manifiestos enemigos de la sociedad. En aquel momento descansaba de una entrevista celebrada con un verdadero ejemplar del tipo, una tal señora Milton Mowbray que le había hablado con ciertas y decisivas palabras durante cerca de tres cuartos de hora, sin decirle nada a lo cual él pudiera darle el menor sentido.
Pero de la conversación de la mujer pudo obtener algunos datos que completaron sus notas hasta llegar a un resultado algo positivo. Ella estaba segura de que había habido un robo en la casa del señor Nadoway, donde vivían ella y su sobrina, y que se lo ocultaban; así que no podía saber si había sido robada. Estaba segura de dicho robo, porque un objeto perteneciente al joven Nadoway había sido encontrado después de otro robo en una casa vecina. Esta otra casa era la de la señora Crayle, y el ladrón debía de haber ido allí desde la casa de Nadoway, llevándose consigo lo robado y perdiendo después un objeto en su fuga. Otra prueba del robo es que debió perder algo también en casa de Nadoway, pues estaba segura de que su sobrina había encontrado una especie de broche que nadie había visto antes. Ahora bien, su sobrina no quería hablar nada de aquel asunto, y todos los demás se ocultaban de ella, esto es, de la indignada señora Milton Mowbray.
-Parece que se trata de un ladrón algo descuidado -dijo el señor Price mirando al techo-. Y no se le puede llamar afortunado en la profesión. Primero roba a otra persona y deja lo robado en casa de los Nadoway. Luego roba algo al señor Nadoway y lo deja en la casa de la señora Crayle. ¿Robó también algo a esta señora? Y si lo robó, ¿en qué casa lo ha dejado?
El detective era un hombre bajo, grueso y calvo, cuyas facciones parecían herméticas, de manera que era imposible decir con seguridad si sonreía; de todos modos, la señora ni tenía carácter ni estaba en disposición de ánimo para buscar en su rostro huellas de ironía.
-Eso -dijo con aire de triunfo- es precisamente lo que yo digo. Nadie me habla. Todo es muy vago. La misma señora Crayle es poco clara. Dice que supone que ha sido un robo, porque si no, ¿qué motivos tendría un hombre para huir? Los Nadoway tampoco son muy claros. Les he dicho varias veces que no deben tener en cuenta mi sensibilidad, pues no voy a desmayarme aun en el caso de que haya sido robada. Porque realmente creo que tengo derecho a saber.
-Tal vez les ayudaría un poco -indicó el detective particular- si usted les dijera que ha sido robada. Verá usted; este asunto me parece bastante embrollado en varios sentidos, pero lo que me gustaría saber es lo que ha sido robado, y a quién. Nosotros convendríamos, en razón de los argumentos, en que hubo dos robos, y si era un solo ladrón. Es de presumir que era un ladrón, porque dejaba en las casas de otras personas objetos que usted cree que no le pertenecían. Pero ninguno de esos objetos, por lo que yo puedo comprender, eran propiedad de las personas que robaba. Y, desde luego, ninguno de ellos le pertenecía a usted.
-¿Cómo podré saberlo? -exclamó la dama con un arrebatador ademán de agnosticismo-. Nadie quiere decirme la verdad. Yo he...
-Mi querida señora -dijo el señor Price con lenta firmeza-. No puede usted obligar a nadie a que le diga la verdad acerca de usted misma. ¿Ha perdido usted algo? ¿Le falta alguna cosa? Y hablando de lo mismo, ¿le falta alguna cosa a la señora Crayle?
-La señora Crayle no quiere decir si le falta algo o no -replicó la señora Mowbray con repentina acritud-. Es muy vaga en esto.
-Yo digo -dijo el señor Price moviendo la cabeza pensativamente- que la señora Crayle no quiere saber si ha perdido algo o no. Y me parece que usted misma se encuentra con idéntica dificultad.
Luego, antes de que pudiera darse cuenta de la afrenta y le replicara, dijo rápidamente:
-Siempre he creído que la señora Crayle era una mujer bastante capaz, una gran organizadora.
-¡Oh! Puede organizar reuniones y manifestaciones y muchas cosas disparatadas -dijo la dama victoriana desdeñosamente-; puede hablar acerca de la Liga contra el tabaco o discutir sobre determinadas drogas, pero nunca dice nada de lo que sucede en su propia casa.
-¿Pero se lo dirá a su marido? -insistió el señor Price-. Tengo entendido que era en su tiempo un hombre muy distinguido y, desde luego, de una familia muy antigua. Me dijeron que lord Crayle había sufrido mucho cuando la deuda rusa se perdió, y no creo que su esposa cobre un sueldo por atacar el tabaco. Tienen que ser bastante pobres, y seguramente sabrán si han perdido algo de valor.
Se quedó un momento en silencio, meditando, y luego preguntó a quemarropa:
-¿Qué es, exactamente, lo que encontraron cuando el ladrón huyó?
-Creo que fue solamente unos cigarros -dijo la señora Mowbray rápidamente-. Una caja grande llena, pero en ella había una tarjeta de los Nadoway, y creemos que el ladrón la había cogido en su casa.
-Perfectamente -contestó el detective-. Ahora dígame usted qué otras cosas ha robado en su casa. Estoy seguro de que comprenderá que si yo tengo que ayudarla debe excusárseme que asuma una actitud más o menos confidencial. Ya sé que su sobrina es la secretaria del señor Jacob Nadoway, y debo suponer que cuando ella ha tomado esta determinación, quiere decir que necesita trabajar para vivir.
-Yo me opuse a que ella trabajara para semejantes personas, pero cuando esos gobiernos socialistas nos dejaron sin dinero, ¿qué podíamos hacer?
-Comprendo, comprendo -dijo el detective, moviendo la cabeza de una manera casi soñadora.
Su mirada se detuvo de nuevo en el techo, y parecía estar siguiendo a miles de kilómetros una serie de pensamientos. Por último, añadió:
-Algunas veces nosotros miramos esas cosas como asuntos completamente despersonalizados. Nada de determinar las personalidades. Vamos a suponer que no hablamos de nadie en particular. Yo veo una muchacha que una vez conoció todo lo que se relacionaba con el lujo y con las cosas bonitas, y que ha aceptado una vida más oscura y más llana porque no podía hacer otra cosa, y que gana su sueldo como secretaria de un viejo mezquino, sin esperar nada que pueda implicar una ganancia inesperada. Y veo también otra cosa curiosa. Un hombre de rancio abolengo condenado a ser una persona vulgar, que se ha visto obligado a vivir una vida sencilla, en parte por pobreza y en parte porque tenía una esposa puritana que tenía la chifladura de ir contra sus antiguos lujos, y especialmente contra el tabaco- ¿No le sugiere a usted nada todo esto?
-No, no me sugiere nada -dijo la señora Mowbray levantándose con su crujido de sedas-. Lo que veo es que no me satisface nada de lo que usted dice, y no le entiendo.
-Era, realmente, un ladrón muy distraído -indicó el detective-. Si hubiera sabido lo que pasaba, habría perdido los dos broches.
Diez minutos después la señora Mowbray había sacudido sus zapatos del polvo del sucio despacho del detective y se encaminaba a difundir sus preocupaciones por otros lugares. Mientras tanto, el señor Price se acercaba al teléfono con una sonrisa que parecía tratar de ocultarse a sí mismo. Llamó a un determinado amigo suyo que estaba colocado en el departamento oficial de la policía y conversó con él detenidamente. Versó en su mayor parte sobre la preponderancia de los robos insignificantes, especialmente raterías, que se señalaban en algunos de los distritos más pobres de Londres. Y de nuevo, algo extrañamente, el señor Price añadió notas de su conversación telefónica a sus notas de la conversación sostenida con la aristocrática señora Milton Mowbray.
Luego, una vez más, se reclinó en su silla y permaneció mirando fijamente el techo, hundido en un profundo pensamiento y con una expresión casi napoleónica, pues, después de todo, Napoleón era también bajo de estatura y grueso en sus últimos años.
La verdad era que el señor Peter Price esperaba otra visita. No estaban las dos visitas ligadas entre sí, aunque a la señora Mowbray le habría sorprendido mucho si hubiera visto una figura tan familiar como la de John Nadoway Hijo, entrar en el despacho del detective no mucho después de haberlo abandonado ella. Muchos años antes, el socio joven se había visto en trances difíciles para cubrir algunas de las primeras hazañas del socio de más edad. Mucho después, el viejo Nadoway se enriqueció, y el joven Nadoway se decidió lentamente a hacerse también respetable, y algunos antiguos escándalos llegaron a traducirse en los negocios como una serie de chantajes y disgustos que fue difícil sofocar. El joven John Nadoway había recurrido a la agencia privada y a la experiencia del señor Price, quien había pagado o asustado a los descontentos con tanto éxito que de nuevo la reputación de los Nadoway quedó totalmente asegurada. Por esta razón el joven Nadoway acudía una vez más al señor Price cuando tenía que hacer frente a un escándalo familiar en una escala más espantosa y gigantesca.
Porque Alan, que ya no actuaba en el anonimato y como ladrón nocturno, sino haciendo público su nombre más francamente, incluso dejando su tarjeta de visita, había declarado que era su intención robar bolsillos para ganarse la vida en las inmediaciones de Lambeth, y que si aparecía en las noticias policíacas no sería bajo un apodo. En la curiosa comunicación que había enviado a sus hermanos declaraba gravemente que mientras no hubiera algo moralmente perjudicial para los rateros no podía tranquilizar su conciencia (admitía que acaso ésta era demasiado sensible) engañando a un bondadoso policía dándole un nombre falso. Había tratado tres veces, declaraba poéticamente, de llamarse Nogglewop, y cada vez su voz languideció de emoción.
Tres o cuatro días después de haber recibido su carta sobrevino la catástrofe. El nombre de Nadoway, el resultado de tantos esfuerzos, aparecía escrito en los titulares de todos los periódicos de la tarde de una manera muy diferente de aquella en que aparecía desde hacía mucho tiempo en los titulares de los anuncios. Alan Nadoway, que se decía el hijo mayor de sir Jacob Nadoway (pues éste era ya el título de su padre), comparecía ante la policía acusado de robar bolsillos frecuentemente.
La situación era más sensacionalmente escandalosa y exasperante a causa de que el ladrón no sólo robaba a los pobres de la manera más cínica y despiadada, sino que elegía a los pobres del mismo distrito donde su hermano, el reverendo Norman Nadoway, hacía poco que había llegado a ser un párroco caritativo y popular por la cantidad de buenas obras que realizaba.
-Parece increíble -dijo John Nadoway con fuerte énfasis- que un hombre pueda ser tan perverso.
-Sí -añadió Peter Price-, parece increíble.
Luego se levantó con las manos en los bolsillos, miró por una ventana e hizo notar:
-Usted comprende, puesto que ha llegado a pensarlo así, que ésa es la palabra más exacta: parece increíble.
-Y, sin embargo, ha ocurrido así -dijo John.
Peter Price permaneció silencioso tanto tiempo que John saltó de pronto, como puede hacerlo un hombre que oye ruido.
-¿Qué diablos le parece esto a usted? -preguntó-. ¿No es completamente cierto que ha ocurrido?
Peter movió la cabeza y respondió:
-Si usted afirma que el hecho ha ocurrido, sí, yo estoy completamente seguro, pero si usted me pregunta si ha sucedido, ya no puedo asegurárselo. Hasta ahora sólo empiezo a tener una sospecha muy poco concreta. Mire, yo no quiero hacer nacer ni esperanzas ni sospechas todavía, pero si me permite que vea al abogado que va a defender a su hermano, me parece que podré sugerirle algo a usted.
John Nadoway abandonó el despacho del detective con paso lento y expresión perpleja, que le duró todo el camino hasta su casa, donde llegó aquella tarde guiando el automóvil con su habitual competencia, y donde permaneció sin abandonar aquella inusitada perplejidad y tristeza. Todo había surgido tan embrollado y tan lamentablemente que se encontraba impelido contra los extremos de su vida de una manara para la que carecían de experiencia los hombres de su clase. Podía haber dicho con toda sencillez que no era un pensador, y no se habría encontrado nada extraño en que un hombre caminase de la vida a la muerte sin detenerse en ningún lado a pensar. Pero todas las cosas en la conducta de aquel poco práctico detective particular eran condenadamente misteriosas. Hasta los oscuros árboles de delante de la casa de su padre parecían erguirse como sombras serpentinescas, como enormes signos de interrogación. Las estrellas parecían esas otras estrellas que se llaman asteriscos, y que se ponen en los pasajes suprimidos de los acertijos o de los monogramas. Y la única ventana iluminada en la masa oscura de la casa era como un ojo que miraba de soslayo. Lo único que comprendía demasiado bien era que una nube de sombra y de ruina se cernía sobre la casa como una tormenta antes de estallar. Era la misma clase de ruina que él había tratado de conjurar durante toda su vida.
En la sombra del mirador, con una especie de silenciosa conmoción, se acercó a Millicent, que contemplaba sentada en una mecedora la oscuridad del jardín.
Cuando vio y sintió la presencia de la robusta figura del hombre de negocios oscureciendo el débil resplandor que llegaba sobre el prado, una especie de nube pasó por sus ojos, en los que no había dolor, aunque sí un poco de ternura. Sintió que una especie de melancólica amistad salía de ella en ondas simpáticas hacia aquel hombre fuerte, próspero e infeliz, como hacia una persona que fuera muda o ciega. No pudo analizar este enternecimiento, que era también algo doloroso, hasta que recordó que ella estuvo a punto de enamorarse de él cuando era un muchacho que jugaba en aquel jardín. No supo por qué sentía de un modo penetrante y casi trágico no estar enamorada de él en aquellos momentos, no poder nunca, nunca, enamorarse de aquel hombre bueno, que poseía la bondad de todos los hombres buenos que piensan que decir la verdad es tan obligatorio como lavarse los dientes. Amarle sería como amar a una persona que no tuviera más que dos dimensiones.
Y sentía que se había abierto en ella misma un abismo como una nueva dimensión, lleno de estrellas invertidas y de los invertidos infinitos de Einstein. Con dificultad podía ver en este abismo más allá de sí misma, y con dificultad encontraba la positiva innovación; pero, en cambio, veía claramente la negación insistente: que no estaba enamorada de John Nadoway.
Todo lo que podía darle era su fría compasión, que iba hacia él, sin reservas, como hacia un hermano.
-Siento mucho -dijo- todo lo que ahora debe de estar sufriendo, que le parecerá una pesadilla.
-Gracias -contestó él, no sin emoción-. Sin duda estamos atravesando un tiempo de prueba, y la simpatía de los viejos amigos no nos lastima.
-Yo sé lo bueno que ha sido usted siempre -dijo ella- y lo duramente que ha tenido que trabajar para evitar todo lo que fuera descrédito. Y esto que ocurre debe de parecerle vergonzoso.
-Me temo que no sólo deba parecer así -replicó-, pues un Nadoway robando bolsillos es casi lo peor que se puede imaginar.
-Pero ocurre -indicó ella moviendo la cabeza extrañamente- que a través de lo peor que uno puede imaginarse viene lo mejor que no se puede imaginar.
-Me parece que no he entendido lo que quiere decir -dijo el socio más joven.
-Digo que se puede ir a través de lo peor hacia lo mejor, como se puede ir al Este a través del Oeste -contestó la joven-. Y hay realmente un sitio en el mundo, al otro lado del mundo, donde el Este y el Oeste son uno solo. ¿No le parece a usted que hay algo tan terriblemente bueno que deba parecer malo? Mirar al cielo pone como un borrón en la retina. Y después de todo -añadió casi en un suspiro-, el sol se oscureció una vez porque un hombre era demasiado bueno para vivir sobre la tierra.
El socio joven reanudó su trabajosa marcha con un nuevo motivo que añadir a sus angustias: que entre los habitantes de la casa había una muchacha lunática.
5. - EL LADRÓN A PRUEBA
Hubo una extraordinaria agitación y gran cantidad de aplazamientos para la vista de la causa de Alan Nadoway, extraño si se tiene en cuenta que sólo se trataba de la causa de un vulgar ratero. Al principio se dijo por todas partes, y al parecer con fundamento, que el detenido iba a declararse culpable. Luego vinieron toda clase de conmociones en el círculo al que pertenecía socialmente y una serie de privilegiadas entrevistas entre el detenido y los miembros de su familia. Pero hasta que su padre, el viejo Jacob Nadoway, no envió a su secretaria particular a la cárcel a celebrar aparentemente largas entrevistas sin precedente no se conoció la noticia de que él iba a alegar que no era culpable. Luego hubo la misma historia de disputas y rumores acerca de la elección del abogado defensor, y finalmente se anunció que el detenido insistía en defenderse él mismo.
La causa contra él se vio ante un juez y un jurado, y el fiscal abrió la vista con tonos de austera excusa. El detenido era, desgraciadamente, el hijo de una poderosa y distinguida familia, el borrón sobre los blasones de una noble, generosa y filantrópica casa. Todos estaban enterados de las grandes reformas hechas en favor de los empleados, reformas que siempre estuvieron unidas al nombre del hermano mayor, el señor John Nadoway. Este hombre desgraciado, Alan Nadoway, fue siempre un punto negro, una carga y una desgracia para su familia. Fue acusado, y tal vez convicto, de intento de robo en las casas de su familia y de sus amigos.
Aquí interrumpió el juez, diciendo:
-Es una acusación improcedente. No encuentro nada que se refiera a esos atracos en el sumario por el cual está siendo juzgado el detenido.
Éste dijo con voz alegre:
-No importa, señor juez.
El fiscal presentó sus excusas y prosiguió.
De todos modos, no podría caber la más pequeña duda acerca de la acusación de pequeños hurtos ante los testigos que se proponía hacer comparecer ante el tribunal.
El agente Brinle prestó juramento e hizo su declaración con un murmullo largo y monótono.
-Actuando por informes recibidos, seguí al detenido desde la casa del reverendo Norman Nadoway hacia el Yperion Cinema Theatre, a unos cien metros de distancia, y vi que metía su mano en el bolsillo del abrigo de un nombre que estaba de pie debajo de un farol, y después de aconsejar a este hombre que mirara lo que tenía en sus bolsillos, seguí al detenido, que se había acercado a la multitud que estaba fuera del teatro, y entonces un hombre de aquellos se volvió y acusó al detenido de haberle quitado algo del bolsillo, y le dijo que se fuera de allí corriendo; pero llegué yo y evité la huida, y le pregunté si acusaba a este hombre, y él contestó que sí, y entonces el detenido dijo que acusaba al otro de haberle acometido, y mientras yo preguntaba a ese hombre, el detenido corrió y fue a meter la mano en el bolsillo del chaquet de un hombre que estaba en la cola. Yo dije a este hombre que examinara sus bolsillos, y me llevé detenido al acusado.
-¿Quiere usted hacer alguna pregunta al testigo? -preguntó el juez.
-Estoy seguro de que su señoría me perdonará en estas circunstancias -dijo el detenido-, si no estoy familiarizado con las costumbres de este tribunal; pero, ¿puedo en este momento preguntar si la acusación va a llamar a esas tres personas a quienes se supone que yo he robado?
-No tengo ningún inconveniente en declarar-afirmó el fiscal- que vamos a hacer comparecer a Harry Hamble, corredor de apuestas en las carreras, el hombre de quien se ha dicho que había amenazado al detenido, y a Isidor Green, el último de los robados por el acusado antes de su detención.
-¿Y qué pasa con el primero de los tres? -preguntó el detenido-. ¿Por qué no ha sido llamado?
-Es una realidad, señor juez -dijo el abogado- que la policía ha sido incapaz de descubrirlo.
-¿Puedo preguntar al testigo -dijo Alan Nadoway- cómo se ha producido este estado de cosas?
-El hecho es -indicó el agente- que mientras yo le volví la espalda unos instantes, él se marchó.
-¿Quiere usted decir -preguntó Nadoway- que habló con un hombre que era víctima de un robo y que podía recobrar sus pertenencias, y que huyó instantáneamente, sin dejar su nombre, como si fuera un ladrón?
-No lo comprendo, pero así fue -dijo el policía.
-Con la venia de su señoría -intervino el detenido-, todavía hay otro punto. Mientras aparecen dos nombres como testigos, uno solo, el señor Hamble, figura como querellante. Parece como si hubiera algo raro acerca del tercer testigo. ¿Lo cree usted así, agente?
-Tengo que decir que hay algo vago -admitió con un ligero gesto-. El testigo es uno de esos músicos cuyos conocimientos económicos son originales. Le dije que mirara si le faltaba algo, y lo contó más de seis veces. Algunas veces contó seis chelines y ocho peniques, y otras tres chelines y cuatro peniques, y hasta llegó a contar cuatro chelines. Nosotros pensamos entonces que no estaba completamente en su...
-Esto es muy irregular -cortó el juez-. Ya sé que el testigo Isidor Green prestará declaración más tarde. Pero creo que la acusación haría mejor si empezara por llamar sin demora a los testigos.
El señor Harry Hamble llevaba una corbata muy deportiva y mostraba la expresión de grave jovialidad que es habitual en aquellas personas que hacen valer su respetabilidad aun en el bar. No era incapaz, sin embargo, de cordiales manifestaciones, y afirmó que había golpeado en la cabeza al individuo que trató de robarle. En respuesta a las preguntas de la acusación, refirió la historia en términos parecidos a como lo había hecho el agente, no sin exagerar un poco su belicosidad. En respuesta a las preguntas del detenido, admitió que él se había trasladado inmediatamente al Pigand Whistle3 de la esquina.
El acusador saltó con teatral indignación y preguntó el significado de esta insinuación.
-Imagino -dijo el juez un tanto severamente- que el detenido quiere decir que el testigo no sabía después con exactitud lo que había perdido.
-Sí -dijo Alan Nadoway, y había algo curioso y atrayente en la vibración de su profunda voz-. Me propongo decir precisamente que el testigo no sabía con exactitud lo que había perdido. ¿Fue usted al Pigand Whistle y estuvo bebiendo unas rondas, como acostumbra?
-Señor juez -dijo el abogado acusador-, debo protestar enérgicamente, porque el detenido se propone difamar la conducta del testigo.
-¡Difamar su conducta! ¡Al contrario: estoy glorificándola! -exclamó Nadoway calurosamente-. Estoy exaltando y casi divinizando su conducta. Estoy haciendo resaltar que ejercía en noble escala la antigua virtud de la hospitalidad. Si digo que da usted buenas comidas, ¿difamo con ello su conducta? Si invita a usted a comer a otros seis abogados y comen ustedes muy bien, ¿va usted a ocultarlo como si fuera un crimen? ¿Estará usted avergonzado de su generosa hospitalidad, señor Hamble?
-¡Oh, no, señor! -dijo el señor Hamble.
-Desde luego que no -dijo el señor Hamble casi con modestia-. Seguro que no, señor.
-Usted siempre, así lo creo yo -continuó el detenido-, siente amistad por el ser humano, y en particular por los compañeros que elige y, si pudiera, los invitaría siempre a beber unas cuantas rondas.
-Creo que sí, señor -dijo el virtuoso corredor.
-Y si no lo hace siempre así -continuó Alan afablemente- será porque no siempre está en condiciones económicas de hacerlo. ¿Por qué lo hizo usted así en aquella ocasión?
-Bueno -admitió el señor Hamble, confuso-, supongo que debía de estar algo bien de dinero aquella tarde.
-¿Inmediatamente después de ser robado? -dijo Nadoway-. Muchas gracias. Eso es todo cuanto deseaba preguntarle.
El señor Isidor Green, maestro del violín, con largo y filamentoso cabello y un abrigo descolorido y verdoso, era, en efecto, tan difuso como lo había presentado la policía. Durante la declaración principal acabó por decir que recordaba ciertamente que le parecía haber sentido que sus bolsillos eran registrados; pero durante las corteses y simpáticas preguntas de Nadoway estuvo extraordinariamente nebuloso. Parecía que con la ayuda de dos o tres amigos de un superlativo talento matemático había logrado por fin el firme convencimiento de que después de ser robado aún poseía tres chelines y siete peniques.
-Mi pensamiento está completamente concentrado en mi obra artística -dijo con no poca dignidad-. Es posible que mi esposa lo supiera.
-¡Admirable ¡dea, señor Green! -indicó Nadoway vivamente-. Tengo el gusto de citar a su esposa como testigo de la defensa.
Todos le miraron con asombro, pero era indudable que Nadoway estaba serio, y con una gravedad matizada de cortesía procedió a llamar a sus propios testigos, que eran nada menos que las dos esposas de los dos testigos de la acusación.
La esposa del violinista habló, salvo en un punto, en apoyo del testigo anterior. Era una mujer fuerte y de buena presencia, probablemente la mujer indicada para comparecer después del poco matemático señor Green. Dijo con agradable voz que ella sabía todo acerca del dinero de Isidor y lo que ocurría con él; que era un buen marido, que no tenía aptitudes extravagantes y que seguramente la tarde del robo llevaba en su bolsillo dos chelines y ocho peniques.
-En ese caso, señora Green -dijo Alan-, parece que las aptitudes de su marido para encontrar amigos matemáticos son tan excéntricas como su aptitud con las matemáticas. Él y sus amigos estuvieron de acuerdo en que tenía tres chelines y siete peniques.
-Es un genio -disculpó ella con algo de orgullo.
La señora de Harry Hamble era de un tipo completamente distinto, y en comparación con el señor Harry Hamble, también un poco depresivo. Tenía las facciones anchas y la boca avinagrada, tan corriente en las mujeres cuyos maridos encuentran refugio en los Pigand Whistle. Preguntada por Nadoway si la fecha en cuestión tenía para ella algún recuerdo, contestó ásperamente:
-Nunca me dice las cosas. Debe de haber tenido un aumento de sueldo del que no me ha informado.
-Comprendo -dijo Nadoway-. ¿Usted cree que invitó a beber a varios amigos aquella tarde?
-¡Que invitó! -exclamó la afectuosa mujer con voz seca-. ¡Que invitó a beber! ¡Que los condenó a beber, más bien! Él tomó todo lo que pudo, si no le costó nada, pero no pagó a nadie.
-¿Cómo lo supo usted? -preguntó el detenido.
-Porque me trajo su jornal de costumbre y un poco más -dijo la señora Hamble como si aquello fuera un agravio.
-Esto es un poco embarullado -indicó el juez.
-Me parece que puedo explicarlo -dijo Alan Nadoway- si su señoría me permite que ocupe mi puesto en el banquillo por unos minutos antes de hacer mi defensa.
No había ninguna dificultad, puesto que el detenido tenía la doble personalidad de acusado y defensor.
Alan prestó juramento y se quedó contemplando al abogado acusador con melancólico gesto.
-¿Niega usted -preguntó el abogado- haber sido detenido por el guardia cuando tenía la mano dentro de los bolsillos de esas personas?
-No -dijo Nadoway agitando tristemente la cabeza-. ¡Oh, no!
-Eso es muy extraordinario -dijo el acusador-. Me parece que está usted abogando por la no culpabilidad.
-Sí -replicó Nadoway tristemente-. ¡Oh, sí!
-¿Qué significa todo esto? -preguntó el juez con repentino enfado.
-Señor -dijo Alan Nadoway-. Puedo aclararlo todo en cinco palabras. Pero en este tribunal no basta con aclarar las cosas, es preciso probarlas. Y, sin embargo, es bastante sencillo. Yo metí las manos en sus bolsillos, pero puse dinero en ellos en lugar de quitarlo. Y si ustedes se fijan, verán que eso lo explica todo.
-Pero, ¿por qué demonios hacía usted una cosa tan disparatada? -preguntó el juez.
-¡Ah! -dijo Nadoway-. Temo que sea muy largo de explicar. Y acaso no sea éste el mejor sitio para explicarlo.
La explicación del problema práctico fue completamente establecida en todos sus detalles en el discurso final que el detenido pronunció en su defensa. Señaló como evidente solución del primer problema la desaparición repentina de la primera víctima. El desconocido economista era una persona mucho más perspicaz que el festivo señor Hamble o el artístico señor Green. Una ojeada a sus bolsillos le había hecho ver que tenía algún dinero más del suyo propio. Una posible familiaridad con la policía le sugirió la fuerte duda de si se le permitiría conservarlo o no, y entonces se desvaneció con la habilidad de un mago o de un hada. El señor Hamble, en un estado confuso de alegría, casi se sorprendió de encontrar que de sus bolsillos cada vez salía más dinero, y, para eterno crédito suyo, lo había dedicado a convidar a sus amigos. Y después de todo esto todavía le quedó un poco más de su salario habitual, bastante para hacer nacer siniestras dudas en la imaginación de su esposa. Por último, y por increíble que pudiera parecer, el señor Green y sus amigos habían llegado verdaderamente a un correcto cálculo del número de monedas que había en el bolsillo. Y si existía un exceso con lo que calculaba su esposa, era por la sencilla razón de que le habían añadido algunas monedas desde que salió de su casa cuidadosamente cepillado y abotonado aquella mañana. Todo, en efecto, abogaba por la extraña afirmación del detenido de que había metido la mano en unos bolsillos, pero no los había vaciado.
En medio de un profundo silencio, el juez no pudo hacer más que aconsejar al Jurado que absolviera, y el Jurado absolvió. Pero el señor Alan Nadoway salió disparado como una flecha de la sala del tribunal, eludiendo a los periodistas y amigos, y especialmente a su familia. Por una cosa: porque había visto dos hombres de caras contraídas y gafas que le miraban como si fueran psicólogos.
6. - LA PURIFICACIÓN DEL HOMBRE
El juicio y la absolución de Alan Nadoway por el tribunal fue solamente un epílogo del drama real. Él, para jugar limpio, habría dicho que aquello era sólo una arlequinada. La verdadera escena decisiva y la caída del telón serían en el gran escenario de «Los prados» que Millicent, curiosamente, había considerado siempre como una especie de escenario, severo y casi extravagante, con las melladas siluetas de las platas exóticas como mandíbulas de tiburones y la baja hilera de arqueadas ventanas, semejantes a ojos de monstruos. Con todas estas cosas grotescas tenía mezclado en su imaginación algo casi operístico y, sin embargo, genuino, algo del sentido real o de la pasión que hubo en el Victoriano siglo XIX, a despecho de lo que se ha dicho de los remilgos y restricciones de aquella época.
El hombre que estaba delante de ella, con su curiosa y extraña media barba, tenía un aspecto indescriptible que pertenecía a Alfred de Musset o a Chopin. Ella no supo cómo armonizar aquella mezcla de fantásticos pensamientos, pero comprendió que algo sonaba dentro de ella como una vieja tonada. Dijo exactamente estas palabras:
-No puedo soportar el silencio, porque es injusto. Es injusto para usted.
Y él contestó:
-Porque es injusto para mí es por lo que es justo. Ésta es la historia entera, aunque me parece que usted va a calificarla de historia extraña.
-No me parece que hable enigmáticamente -continuó Millicent Milton con rapidez-, pero necesito que comprenda usted algo más. Que es injusto también conmigo.
Después de un silencio dijo él en voz baja:
-Sí, eso es lo que me ha inducido y eso es lo que me ha obligado a renunciar a mi idea. Me he encontrado frente a algo más grande que el plan completo que había hecho para mi vida. Bueno. Me parece que voy a tener que contarle mi historia.
-Creo -dijo ella- que ya me la ha contado usted.
-Sí -repuso Alan-. Es cierto que le he contado ya mi historia. Todo era rigurosamente cierto, pero todas las cosas importantes se quedaron fuera.
-En ese caso -dijo Millicent-, me gustaría oírla, con todas las cosas importantes dentro.
-La dificultad está -indicó él- en que las cosas importantes no pueden ser descritas. Todas las palabras son inexactas cuando se trata de describir esas cosas, porque son más grandes que los náufragos y las islas desiertas. Sin embargo, todas ellas están dentro de mi cabeza. Cuando me estaba ahogando en el Pacífico creí tener una visión. Me elevé por tercera vez en la cumbre de una gran ola, y entonces es cuando tuve la visión. Creo que lo que vi era la religión.
Alguna cosa se había parado y casi endurecido en los involuntarios movimientos mentales de la mujer inglesa. Sintió débiles antagonismos hacia algunas asociaciones, y no comprendía hacia cuáles. Y como reverenciaba, si bien algo vagamente, la tradición de la alta iglesia, sólo comprendía a medias el prejuicio que se había suscitado en ella. Los hombres que venían de las colonias o de los lugares remotos de la tierra y decían que habían conseguido la religión, casi siempre querían decir que habían «encontrado a Jesús» o que habían estado en una reunión protestante en alguna parte; pero la cosa, en conjunto, parecía socialmente incongruente con la cultura de ellos y la de ella. Al final, no era Alan como Alfred de Musset.
Con la misteriosa clarividencia del místico pareció comprender la duda pasajera de la muchacha, y dijo con animación:
-¡Oh! No quiero decir que me haya encontrado con un misionero bautista. Hay dos clases de misioneros: el recto y el injusto, y ambos son injustos. Son injustos con relación a las cosas que yo pienso. Los misioneros estúpidos dicen que los salvajes se arrastran en el barro delante de ídolos de barro, y que irán todos al infierno por idólatras, menos los que se vuelvan abstencionistas y lleven sombrero hongo. Los misioneros inteligentes dicen que los salvajes tienen grandes posibilidades y muchas veces un alto código moral, lo que es completamente cierto; pero no es ése el quid. Lo que ellos no ven es que con mucha frecuencia los salvajes han conseguido mantenerse fuera de la religión, y que gran cantidad de personas con un elevado código moral no saben lo que significa la religión. Correrían gritando aterrorizados si lograsen echar una ojeada a la religión. Es una cosa horrenda. Aprendí algo acerca de esto con el lunático con quien viví en la isla desierta. Ya le dije a usted que prácticamente se había vuelto loco, igual que se había vuelto indígena; pero había algo que aprender de él que no podía aprenderse en las éticas sociales o en los predicadores populares. El pobre individuo había colgado cerca de la orilla un paraguas antiguo y raro que tenía casualmente esculpido en el puño un rostro grotesco, y cuando empezaba a desvariar, lo que le ocurría con mucha frecuencia, contemplaba en su delirio el paraguas como un dios, el dios que le había salvado; golpeaba una especie de relicario y se humillaba ante él y le ofrecía sacrificios. Este es el quid... Los sacrificios.
Continuó más lentamente aún y muy pensativo:
-No quiero decir exactamente que los caníbales tengan razón con sus sacrificios humanos y todo lo demás. Están equivocados -si se fija usted en ello-, están realmente equivocados, porque la gente no quiere ser comida. Pero si yo quiero ser sacrificado, ¿quién puede detenerme? Nadie, ni Dios mismo, me detendrá si yo quiero sufrir injusticia. Prohibirme sufrir injusticias sería la mayor de todas ellas.
-Habla usted algo enigmáticamente -dijo ella-, pero empiezo a tener una idea de lo que quiere usted decir. Me parece que no quiere decir que vio desde la cima de la ola la visión del paraguas divino.
-¿Y cree usted -preguntó Alan- que lo que yo vi era un cuadro de ángeles tocando arpas, como aparecen en la Biblia? Lo que yo vi, si es que puedo decir que verdaderamente he visto algo, fue a mi padre sentado a la cabecera de la mesa en alguna gran comida o en una reunión de directores, y tal vez a todos ellos bebiendo champaña a su salud, mientras él estaba gravemente sentado sonriendo, con su vaso de agua delante, porque es un hombre extraordinariamente abstencionista. ¡Oh, Dios mío!
-Bueno -dijo Millicent, a cuyo rostro volvió de nuevo la sonrisa-, eso parece, ciertamente, algo muy distinto de los cielos y las arpas.
-Y entretanto -continuó Alan- yo estaba perdido como un alga marina suelta y hundiéndome como una piedra que va a perderse en el limo del fondo del mar.
-Era cruel -dijo Millicent con un temblor en la voz. Y, con gran sorpresa suya, contestó él con una carcajada:
-¿Piensa usted que quiero decir que les envidiaba? Sería una manera curiosa de creer en la realidad de la religión. Ocurrió otra cosa muy distinta. Desde la cima de la ola miré hacia abajo y le vi con consternación y piedad. Desde lo alto de la ola recé, en un momento apasionado, para que mi miserable muerte pudiera librarle de este infierno. Horrible hospitalidad, horrible cortesía, horribles cumplidos y agradecimientos, fama y publicidad y popularidad de la vieja firma comercial, los viejos y firmes negocios tradicionales y el sol del éxito en lo más alto de los cielos reluciendo sobre un espantoso sepulcro blanqueado de hipocresía humana. Y supe que dentro estaba lleno de huesos de hombres, de hombres que habían muerto de sed, de hambre o desesperación, en cárceles y hospicios y asilos, porque aquella diosa había arruinado un centenar de negocios para construir uno. Horrible latrocinio, horrible tiranía, horrible triunfo. Y lo más horrible de todo, para sumarlo a esos horrores, es que amaba a mi padre. Había sido bueno para mí cuando yo era pequeño y cuando él era pobre y humilde, y como un muchacho empecé a rendir un culto extremado a sus éxitos. El primer anuncio grande en colores era obra mía, que pintarrajeaba en los libros de escuela como los demás muchachos. Era un cuento de hadas, pero, ¡ay!, de esos cuentos de hadas que uno no puede seguir creyendo. Así estaba yo, sintiendo que sentía y sabiendo que sabía. Tiene usted que amar como yo he amado y odiar como yo he odiado antes de ser la cosa remota que se llama religión, y cuyo otro nombre es el sacrificio humano.
-Pero, seguramente -dijo Millicent-, las cosas van ahora mucho mejor en los negocios.
-Sí -aceptó-, las cosas están mejor, y esto es lo que las hace peores. Esto es lo peor de todo.
Hizo una pausa un momento y continuó en tono más bajo:
-Jack y Norman son buenos muchachos, tan buenos como pueden ser -dijo-. Y han hecho las cosas lo mejor que saben; pero, ¿por qué? Para cubrirlo todo. Para poner una nueva capa de cal en el blanqueado sepulcro. Las cosas serán olvidadas, desaparecerán de la conversación, se pensarán mejor -más caritativamente-, y todo pasará a ser una vieja historia. Pero no hay nada que hacer con que las cosas «sean» en el mundo donde las cosas son y siempre son: en el mundo de los cielos y el infierno. Nadie se ha disculpado. Nadie se ha confesado. Nadie ha hecho penitencia. Y en aquel momento, desde lo alto de la ola, yo dije a Dios que podía hacer penitencia... ¡Oh! ¿No me comprende usted? ¿No comprende usted qué superficiales son todos esos modernismos cuando dicen que no hay nada semejante a la compensación o la expiación, cuando ésta es una cosa por la que toda la tierra está enferma ante los pecados del mundo? Todo el universo era injusto mientras la mentira de mi padre florecía como el verde laurel. No había respetabilidad que pudiera redimirle. Había religión, expiación, sacrificio, sufrimiento. Alguien debía ser extremadamente bueno para compensar lo que era tan malo. Alguien debía ser necesariamente bueno, hundir con su peso los platillos de la balanza del juicio. El era cruel y conseguía crédito con ello. Otro tenía que ser bueno y desacreditarse. ¿Comprende usted?
-Sí, empiezo a comprenderle -dijo ella-. Pienso que es usted algo increíble.
-Yo juré en aquel momento -dijo Alan- que a mí me llamarían todo lo que debían llamarle a él. Yo tendría el nombre de ladrón porque él lo merecía. Yo sería despreciado y repudiado, y tal vez iría a presidio, porque yo había elegido esta manera de «ser» de mi padre. Sí, yo le heredaba. Yo tenía su yo.
Dijo estas últimas palabras con un tono que la arrancó de su quietud de estatua, y fue hacia él con un movimiento inconsciente, exclamando:
-Es usted el hombre más maravilloso y extraño del mundo, por haber hecho la cosa más maravillosamente estúpida.
Él la cogió según se acercaba, con una repentina y triunfadora opresión de sus manos, y luego contestó:
-Es usted la mujer más maravillosa y extraña del mundo, por haberme detenido en mi camino.
-Y esto también parece terrible -dijo ella-. No quiero sentir que destrozo una cosa magníficamente insensata, y ser tal vez injusta. Pero no crea usted que de otra manera iba a alcanzar un imposible.
Él movió la cabeza gravemente y continuó mirándola.
-Esta vez ya sabe usted toda la historia. Empecé como un ladrón de la especie de los Reyes Magos, metiéndome en las casas y dejando regalos en las cajas y en los armarios. Tenía lástima del viejo Crayle, cuya pedante esposa, que Dios confunda, no le dejaba fumar, y yo le eché unos cuantos cigarros. Pero no estoy seguro todavía de que ellos no hayan hecho más mal que bien. Luego pensé que solamente tenía lástima de usted. Habría tenido lástima de quienquiera que hubiera sido secretario en nuestra familia.
Ella sonrió con una nota baja y trémula.
-Y a mí me echó usted un broche de plata y una cadena para darme ánimos.
-Pero en este caso -dijo él-, el broche agarró y retuvo.
-Y también arañó un poco a mi tía -repuso ella-. Y además creó eternas complicaciones, ¿no? Sin contar todo ese jaleo con el bolsillo de los pobres, que les habrá causado, igual que a usted, graves inquietudes.
-Los pobres siempre están inquietos -dijo tristemente-. Esas personas a quienes usted llama así conocen a la policía. Era perfectamente sincero cuando le dije a usted que me irritó que no estuviera permitido mendigar, y por eso me puse en movimiento dándoles limosnas antes de que empezaran a mendigar. Pero también es verdad que tal vez no podía ser mantenida durante mucho tiempo. Y esto ha sido para mí otra lección muy buena, pues ahora comprendo algo de la vida humana y de la historia que antes no comprendía. Porque las personas que tienen esas visiones solitarias y hacen promesas solemnes, que necesitan expiar y rogar por este mundo perverso, no pueden hacerlo de cualquier manera y en cualquier lugar. Han de vivir con arreglo a normas especiales. Tienen que encerrarse en monasterios u otros lugares semejantes y, desde luego, aislados del resto del mundo. De aquí en adelante, cuando vea esas grandes cárceles de rezos y de soledad o eche una ojeada a sus fríos corredores y a sus desnudas celdas, lo comprenderé. Comprenderé que dentro de esas normas y de esa rutina está la salvaje libertad del albedrío del hombre, todo un torbellino de libertad.
-Me espanta usted de nuevo, Alan -indicó ella-, como si usted mismo fuera algo extraño y solitario, como si también usted...
El movió la cabeza con total comprensión.
-No -dijo-; he encontrado fuera todo cuanto necesito. Muchas personas se equivocan acerca de ellas mismas cuando son jóvenes. Pero un hombre o es de esta clase o es de la otra, y yo soy de la otra clase. ¿Se acuerda usted de cuando nos encontramos por primera vez y le hablé de Chaucer y de la cadena con «Amor Vincit»?
Y sin quitar sus ojos ni sus manos de donde descansaban, repitió las primeras palabras de Teseo en el «Cuento del Caballero» acerca del sacramento del matrimonio, y así como él mismo dijo aquellas palabras, como si fueran un lenguaje vívido, yo quiero escribirlas aquí, para poner en un conflicto a los comentadores literarios:
... El primer móvil de la Causa superior,
Cuando fue el primero en hacer la cadena de amor,
Era un gran efecto y un alto propósito.
Y luego se inclinó rápidamente hacia ella, y ella comprendió entonces por qué le había parecido siempre que el jardín guardaba un secreto y estaba esperando una sorpresa.