INTRODUCCIÓN
El señor Asa Lee Pinion, del Chicago Comet, había cruzado la mitad de América, todo el Atlántico y, por último, hasta Picadilly Circus, en persecución de la notable, ya que no notoria, persona del conde de Raoul de Marillac. El señor Pinion deseaba conseguir eso que se llama «una información» para publicarla en su diario. Y lo consiguió, pero no pudo publicarla en el periódico porque era demasiado exagerada para el Comet. Acaso sea cierto este calificativo en más de un aspecto, pues la historia lo era tanto como la aguja de una iglesia o como una torre que subiera hasta las estrellas, por lo cual estaba tan lejos de poder ser comprendida como de poder ser creída. Lo cierto es que el señor Pinion deseó no arriesgarse a la crítica de sus lectores, pero esto no es una razón para que el presente escritor, que escribe para más exaltados, espiritual y divinamente, y crédulos lectores, imite su silencio.
En realidad, la anécdota que oyó era totalmente increíble, y eso que el señor Pinion no era un hombre intolerante. Mientras el conde pintaba la ciudad con rojos colores y a sí mismo de negro, se podía creer que no era tan negro como se pintaba. Después de todo, su extravagancia y su fausto, jactancioso, sin duda, no causaba particular perjuicio a nadie, como no fuera a él mismo, porque si se reunía con gentes disipadas y degradadas, nunca se le había visto, en cambio, mezclarse con personas inocentes y honradas. Sin embargo, el que pudiera creerse perfectamente que el aristócrata no era tan negro como se le pintaba no quiere decir que se le pudiera creer tan blanco como se le presentó en la historia que contó aquella tarde un amigo del conde: un amigo demasiado servicial, pensó el señor Pinion; servicial hasta un extremo de idiotez. Y juzgando que podía causar desilusión a sus lectores o parecerles una burla, decidió que, en cualquiera de los dos casos, no debía publicarla en su periódico. Pero a causa de esta historia tan poco verosímil, el conde de Marillac aparece al comienzo de este libro como introductor de las cuatro historias que se relataron como paralelas a la suya.
Existía un hecho, sin embargo, que llamó la atención del periodista, aunque sólo en los primeros momentos, como cosa extraña. Comprendía perfectamente que sería difícil entrevistarse con el conde en un sitio cualquiera cuando rodaba de un compromiso social a otro de una manera que podemos llamar perfectamente «invariable», y por eso no le ofendió lo más mínimo el que Marillac le dijera que solamente podía disponer de diez minutos en su club de Londres antes de asistir a un estreno teatral y a otras diversiones posteriores. Durante aquellos diez minutos, sin embargo, Marillac estuvo muy cortés; contestó a las tal vez superficiales preguntas sociales que el Comet le solicitó que respondiera, y muy cordialmente presentó al periodista a cuatro de sus compañeros o compinches que estaban con él en aquella ociosidad, en la que continuaron después de que el conde hiciera su brillante y relampagueante salida.
-Me parece -dijo uno de ellos- que este mal camarada se va a ver esa nueva obra deleznable en compañía de esas gentes improvisadas y pervertidas.
-Sí -gruñó un hombre corpulento que estaba de pie junto al fuego-. Ha ido con la peor persona de todas: con el autor, la señora Prague. Creo que ella se llamaría la autora, porque, aunque es culta, no es educada.
-Siempre va a los estrenos de esas obras -asintió el otro-. Acaso tema que no se representen la segunda noche si la Policía entra en el local.
-¿Qué obra es? -preguntó el americano con amable voz. Era un hombrecillo pequeño, con la cabeza muy grande y un refinado perfil de halcón.
-Almas desnudas- dijo el primer hombre con un débil gruñido-. Una versión dramática de la sensacional novela mundial La flauta de Pan. Luchas espantosas con la realidad de la vida.
-Y también procaz, excitante y contranatura -añadió el hombre que estaba cerca del fuego-. Precisamente acabamos de oír unas cuantas cosas sobre La flauta de Pan, y me parece que son demasiado atrevidas.
-Ya sabe usted -dijo el otro- que la señora Prague es tan moderna que va contra el mismo Pan. Dice que no puede resignarse a creer que haya muerto.
-Y yo creo -dijo el hombre fuerte, como si hiciera un penoso esfuerzo- que no solamente está muerto, sino podrido, y hiede en medio de la calle.
Aquellos cuatro amigos de Marillac confundían al señor Pinion. Indudablemente eran sus amigos más íntimos, pero, en conjunto, no eran de una amistad tal como para descargarle de sus culpas. El mismo Marillac era distinto de lo que podía creerse de él, más inquieto e indómito de lo que le atribuían sus descripciones más liberales y bastante en contradicción con sus escapadas nocturnas y lo avanzado de su edad. Su rizado cabello estaba todavía oscuro y poblado, pero su puntiaguda barba gris blanqueaba de prisa; sus ojos estaban un poco hundidos y tenían una expresión más cansada de lo que podía deducirse, a distancia, de sus vivos ademanes y de su ligera conversación. En conjunto, todos parecían armonizar en carácter, pero aisladamente se diferenciaban. Uno solo de los cuatro podía pertenecer en algún sentido al mundo de Marillac, pues tenía cierto aspecto de militar con un ligero matiz que denunciaba que era un oficial extranjero. Poseía un rostro regular, impasible y bien rasurado, y aunque estaba sentado cuando saludó al extranjero, algo en su saludo dio la sensación de que, si hubiera estado de pie, habría hecho sonar secamente sus tacones. Los otros eran totalmente ingleses y totalmente distintos. Uno de ellos era un hombre verdaderamente grande, de grandes espaldas vencidas, pero fuertes, y una gran cabeza, aún no calva, aunque desprovista en parte de su fino y moreno cabello. Lo que más llamaba la atención en su persona era esa indescriptible sugestión de polvo o telarañas que se encuentra en todo hombre fuerte que lleva una vida sedentaria, tal vez de laboratorio, pero desde luego oscura en sus procedimientos, si no en sus efectos. Esa especie de hombres de la clase media con su chifladura, de la que parecen salir como de una fosa. Difícilmente se imaginaría una contradicción más completa con semejante meteoro de costumbres como era el conde. El hombre que estaba junto a él, aunque más vivo, era igualmente macizo y serio y desprovisto de pretensiones de elegancia: un hombre bajo y cuadrado, de rostro anguloso, con gafas, y que parecía lo que era: un vulgar empleado del arrabal, un médico o un abogado. El cuarto de los incongruentes íntimos de Marillac se mostraba en el mayor desaseo. Un traje gris andrajoso colgaba flaccidamente de su cuerpo inclinado, y su pelo oscuro y su descuidada barba podía, en el mejor de los casos, disculpársele a un bohemio. Tenía unos ojos extraordinarios, profundamente hundidos en las órbitas, pero que resultaban paradójicamente saltones. El visitante se sentía constantemente atraído por ellos como si fueran imanes. En conjunto, el grupo le molestaba y aturdía. No había entre ellos, en realidad, una gran diferencia de categoría social, y producían como una atmósfera de sobriedad, de trabajo y de mérito que parecía pertenecer a otro mundo. Los cuatro eran amigos de una forma algo embarazada y falta de confianza. Se entregaron con el periodista a una conversación igual que lo hubieran hecho con un individuo cualquiera en el tranvía o en el metro, y cuando, después de una hora de charla, le rogaron que compartiera con ellos su cena en el club, no sintió ninguna violencia, como acaso hubiera podido sentirla frente a uno de los fabulosos banquetes luculíneos de su amigo el conde de Marillac.
Porque por muy en serio que Marillac tomara o dejara de tomar el importante drama entre Sexo y Ciencia, no había duda de que se tomaba con mayor cuidado aún lo referente a la comida. Era famoso como epicúreo de la clásica y legendaria especie, y todos los gourmets de Europa envidiaban su reputación. El hombrecillo de las gafas tuvo en cuenta, al parecer, esta realidad al sentarse a la mesa.
-Espero que le satisfará nuestra sencilla comida, señor Pinion -dijo-. Hubiera tenido usted un menú mucho más cuidadosamente elegido de hallarse aquí Marillac.
El americano le tranquilizó con expresiones corteses acerca de la cena del club, pero añadió:
-Creo, efectivamente, que hace de la comida un verdadero arte.
-¡Oh, sí! -dijo el hombre de las gafas-. Siempre hace las cosas debidas en las horas indebidas. Éste es el ideal, a mi juicio.
-Creo que se toma muchas molestias y cuidados -dijo Pinion.
-Sí -contestó el otro-. Elige su alimento con mucho cuidado desde mi punto de vista, pero es que yo soy médico.
Pinion no podía apartar sus ojos de la magnética mirada del hombre de las ropas raídas y el pelo hirsuto, que miraba fijamente hacia la mesa con curiosa atención, y en el silencio que siguió a aquellas palabras intervino inesperadamente:
-Todos saben que es muy especial en la elección de su comida, pero apostaría que un solo hombre de cada millón conoce la causa por la cual la elige.
-Debe usted tener en cuenta -dijo Pinion suavemente- que yo soy un periodista, y que por esa razón me gustaría ser ese hombre entre el millón.
El hombre que tenía enfrente le miró con fijeza y algo extrañamente durante un momento, y luego contestó:
-Me parece a mí... Señores, ¿han visto ustedes curiosidad comparable a la de un periodista? Quiere ser nada menos que el hombre que lo sepa, aunque el resto del millón no llegue a saberlo nunca.
-¡Oh, sí! -replicó el periodista-. Soy muy curioso incluso para aquellas cosas que se me dicen en confianza. Pero es que no consigo comprender la razón de que sea tan confidencial el gusto de Marillac en lo que se refiere al champán o a las hortalizas.
-Entonces -repuso el otro gravemente-, ¿por qué se cree usted que los elige?
-Acaso diga una majadería-dijo el americano-, pero supongo que si lo elige es porque le gusta.
-Au contraire -como dijo el otro gourmet cuando le preguntaron si comía en el buque.
El hombre de los ojos extraños se dispuso a intervenir; se hundió por unos momentos dentro de un profundo silencio y luego resumió con un tono de voz tan diferente, que fue como si de pronto hablase otro hombre en la mesa:
-Cada época tiene su fanatismo, que es como una pantalla para cubrir alguna particular necesidad de la naturaleza humana: los puritanos para cubrir la necesidad de la alegría; la escuela de Manchester para cubrir la necesidad de la belleza, y así sucesivamente. Existe una necesidad en el hombre, o por lo menos en muchos hombres, que no es elegante admitir o consentir en estos tiempos. Muchas gentes han tenido un atisbo de ella en las emociones más raras de la juventud; en algunos hombres ardió como una llama hasta consumirlos, como sucede aquí. Los cristianos, y especialmente los católicos, han sido censurados por imponerla; pero, en realidad, casi regulaban y aun restringían la pasión más que violentarla. Esto existe en todas las religiones, y hasta de una manera salvaje y frenética en varias de las de Asia. Allí los hombres se atacan con cuchillos o se cuelgan con garfios, o andan a través de la vida con sus secos brazos rígidamente levantados, como crucificados sobre el vacío. Es el deseo por el que uno hace lo que no quiere. Y Marillac lo tiene.
-Sobre la tierra... -empezó a decir el asustado periodista, pero el otro continuó:
-Para ser breve, eso es lo que las gentes llaman ascetismo, y uno de los errores modernos es no admitir su existencia cierta en raras, pero absolutamente reales personas. Vivir una vida de incesante austeridad y abnegación, como hace Marillac, está rodeada de extraordinarias dificultades y equívocos en la sociedad moderna. Ésta puede comprender alguna particular manía puritana, como la prohibición, especialmente si está impuesta en otro pueblo, y sobre todo si es a un pueblo pobre. Pero un hombre como Marillac, imponiéndose él mismo, no la abstinencia de vino, sino la abstinencia de mundanos placeres de cualquier clase...
-Perdóneme -dijo Pinion con su tono más cortés-. Creo que no he tenido jamás la descortesía de sugerir que usted haya perdido el juicio, por eso tengo que pedirle que me diga francamente si soy yo quien lo ha perdido.
-Muchas personas -replicó el otro- se preguntan también si Marillac ha perdido el juicio. Acaso lo haya perdido; de todos modos, si se supiera la verdad, él seguiría, ciertamente, pensando así. Pero no es solamente para evitar que le encierren en un manicomio por lo que oculta su ideal de ermitaño y pretende hacerse pasar por un hombre alegre. Esto es parte de la idea total en su única forma tolerable. Lo peor de aquellos faquires de Oriente que se cuelgan de los garfios es que son demasiado conspicuos, lo que puede hacerles precisamente algo vanidosos. Yo no niego que Simón el Estilita y algunos de los primeros ermitaños pudieran ser tentados idénticamente, pero nuestro amigo es un anacoreta cristiano y comprende el consejo: «Cuando ayunes, unge tu cabeza y purifica tu rostro». A él no se le ve con hombres que ayunen, sino, por el contrario, con los que celebran festines. Pero es que usted no sabe que él ha inventado una nueva manera de ayunar.
El señor Pinion, del Comet, rió de pronto con una brusca y asustada risa, porque era muy inteligente y había comprendido ya la broma.
-Usted no pensará realmente... -empezó a decir.
-Sí. Es sencillísimo, ¿no es verdad? -replicó su informador-. Se festeja con todas las cosas más lujosas y dispendiosas que no le gustan, y especialmente con aquellas que detesta. Y bajo esta cubierta nadie puede, a buen seguro, acusarle de virtud. Permanece impenetrablemente protegido detrás de una muralla de ostras repugnantes y de desagradables aperitifi. Para ser breve, el ermitaño puede ahora ocultarse en cualquier parte menos en la ermita, y si lo hace generalmente en los novísimos, lujosos y resplandecientes hoteles es por la razón de que allí tienen la peor cocina.
-Es un cuento muy extraordinario -dijo el americano arqueando sus cejas.
-¿Empieza usted a comprender la idea? -indicó el otro-. Si tiene veinte horsd'oeuvre distintos delante de él y elige aceitunas, ¿quién va a saber que odia las aceitunas? Si examina meditabundo toda la lista de vinos y acaba por seleccionar un desconocido vino del Rhin, ¿quién creerá que toda su alma se subleva con sólo pensar en el vino del Rhin, y que él sabe que ha elegido el más desagradable de los vinos de esta región? Mientras que si fuera a pedir guisantes secos o un mendrugo de pan mohoso en el Ritz, probablemente llamaría la atención.
-Lo que no acabo de comprender-dijo con impaciencia el hombre de las gafas- es qué beneficio puede reportarle todo eso.
El otro hombre bajó sus magnéticos ojos algo embarazado. Al fin dijo:
-Yo creo que sí puedo comprenderlo, pero me parece que no podré expresarlo. Una vez yo también tuve un chispazo en ese sentido, en una dirección espacial, y veo que es casi imposible explicarlo. Pero existe una prueba de real misticismo y ascetismo en esta sola cosa: en que le basta hacerlo únicamente para sí. Preguntará a todos los demás qué vinos y cigarros necesitan, y hará registrar el Ritz para encontrarlos. Es el momento que necesita para intimidar a los demás, y cuando el místico se hunde dentro de un cenagal de degradación y se convierte en el reformador moral.
Hubo una pausa, y luego dijo de pronto el periodista:
-Bueno, dejemos esto a un lado. No solamente malgastando su dinero es como Marillac ha conseguido su mala fama. Es en todas las demás cosas. ¿Por qué va de un lado a otro entre esas podridas y eróticas comedias y otros acontecimientos? ¿Por qué se pasea con una mujer como la señora Prague? Esto, se mire como se mire, no lo presenta como un ermitaño.
El hombre que estaba frente a Pinion sonrió, y el otro más grueso, a su derecha, medio se volvió, con una especie de gruñido de hilaridad.
-Bueno -dijo-, es muy natural que lo piense usted así, porque no ha estado nunca cerca de la señora Prague.
-¿Por qué? ¿Qué quiere usted decir? -preguntó Pinion. Y esta vez hubo en la mesa como una carcajada general.
-Algunos dicen que es una tía soltera, y que es su deber ser amable con ella -empezó a decir el primer hombre; pero el segundo le interrumpió gruñendo:
-¿Por qué la llama usted tía soltera, si ella parece una...?
-Basta, basta-cortó el primer hombre algo precipitadamente-. ¿A qué conduce decir que ella «parece»...?
-¡Y su conversación!.., -gruñó su amigo-. Pues Marillac la resiste a pie firme varias horas.
-¡Y su comedia!... -asintió el otro-. Marillac escucha sentado los cinco mortales actos que tiene. ¡Si esto no es ser un mártir!...
-¿Lo está viendo usted? -gritó el hombre andrajoso con una especie de excitación-. El conde es un hombre culto, y hasta inteligente; además es latino, y lógicamente su rasgo característico es la impaciencia. A pesar de todo, persiste y soporta cinco o seis actos de un drama realista, moderno, intelectual e incisivo. Un primer acto en el que se dice que la mujer no quiere estar puesta por más tiempo sobre un pedestal; el segundo acto, en el que se dice que la mujer no quiere continuar bajo una urna; el tercer acto, en el que la mujer se niega a ser un juguete para el hombre, y el cuarto, en el que ella asegura que quiere dejar de ser como un mueble; todos los tópicos. Y todavía le quedan dos actos por delante en los que ella no quiere ser ni una esclava en el hogar ni una paria arrojada del hogar. Y se le ve escuchando los seis actos sin mover un solo cabello, y no se observa siquiera que apriete los dientes. ¡Y la conversación de la señora Prague!... Que su primer marido no podía comprenderla nunca, que su segundo marido parecía como si pudiera comprenderla, que solamente su tercer marido parecía que realmente la comprendiera, y así sucesivamente, como si no hubiera nadie en el mundo capaz de entenderla. Usted sabe que un egoísta completamente loco es así. Y Marillac soporta también esas locuras de buena gana.
-En efecto -dijo a su vez el hombre grande con su habitual gruñido-, se puede decir de él que ha inventado la moderna penitencia del aburrimiento. Las camisas de estameña y las cuevas de los ermitaños en un agrio desierto no serían tan terribles como esto para los nervios modernos.
-Según estos informes -reflexionó Pinion-, yo he estado buscando a un cultivador de placeres que bailase sobre la punta de los pies, y me encuentro con un ermitaño de cabeza bien firme.
Y, después de un silencio, dijo bruscamente:
-¿Es realmente cierto? ¿Cómo lo descubrió usted?
-Es una historia muy larga de contar -replicó el hombre que estaba sentado enfrente de él-. La verdad es que Marillac se permite un festín al año, el día de Navidad, y entonces come y bebe lo que realmente le gusta. Lo encontré bebiendo cerveza y comiendo callos con cebolla en un bar tranquilo de Hoxton, y en cierto modo nos vimos obligados a entrar en conversación confidencial. Usted comprende, sin duda, que esta conversación también lo es.
-Que seguramente no publicaré -contestó el periodista-. Me tomarían por lunático si lo hiciera. La gente no comprende esta especie de locura de nuestros tiempos, y a mí me maravilla un poco también que usted dé a eso tanta importancia.
-Como le decía -contestó el otro-, le expuse mi propio caso. Porque a mí, sabe usted, me ocurre en cierto modo algo parecido a lo que a él le ocurre. Luego le presenté a mis amigos, y de esta manera pasó a ser una especie de presidente de nuestro pequeño club.
-¡Oh! -exclamó Pinion algo desconcertado-. No sabía yo que formaban ustedes un club.
-Sí, somos cuatro hombres unidos por un lazo común. Todos nosotros hemos tenido ocasión, como Marillac, de parecer algo peores de lo que éramos.
-Sí -gruñó sordamente el hombre fuerte-nosotros hemos sido incomprendidos. Lo mismo que la señora Prague.
-El Club de los Incomprendidos es algo más alegre que ella, sin embargo -continuó su amigo-. Todos nosotros estamos aquí contentos, considerando, que nuestras reputaciones fueron difamadas por negros y repugnantes crímenes. La verdad es que nosotros nos hemos consagrado a una nueva clase de historia detectivesca, o servicio detectivesco, si prefiere usted. No nos vemos perseguidos por crímenes, sino por ocultas virtudes. Algunas veces, como en el caso de Marillac, estas virtudes son encubiertas muy artísticamente. Y como usted, sin duda, querrá replicarme, le diré que logramos ocultar nuestras virtudes con fortuna.
La cabeza del periodista empezó a dar vueltas, a pesar de creerse medianamente acostumbrado a frecuentar tanto a los dementes como a los criminales.
-Pero me parece que han dicho ustedes -objetó- que sus reputaciones fueron empañadas con crímenes. ¿Qué clase de crímenes?
-El mío fue un asesinato -dijo el hombre que estaba próximo a él-. La gente que me difamó lo hizo porque desaprobaba aparentemente el asesinato. Es verdad que yo era más bien un moderado del asesinato, así como de las demás cosas.
La mirada de Pinion vagó con algún azoramiento hacia el siguiente hombre, que respondió con alegría:
-El mío fue solamente un fraude vulgar. Un fraude profesional de la misma clase que ésos por los que les echan a ustedes a puntapiés de su profesión algunas veces. Algo semejante al fingido descubrimiento del Polo Norte por el doctor Cook.
-¿Qué quiere decir todo esto? -preguntó Pinion. Y miró interrogativamente al hombre que tenía enfrente, que era quien le estaba dando las explicaciones.
-¡Oh, lo mío fue un hurto! -dijo con indiferencia el hombre que estaba enfrente-. La causa por la cual fui realmente detenido fue una insignificante ratería.
Hubo un profundo silencio durante el cual pareció extenderse de manera misteriosa un montón de nubes sobre el rostro del cuarto miembro del club, que no había dicho hasta entonces la menor palabra. Estaba sentado, tieso, con una extraña tiesura elegante; su rostro distinguido e inexpresivo permanecía inmutable, y sus labios nunca se habían movido ni para emitir un murmullo. Pero en aquel momento, cuando el repentino y profundo silencio parecía desafiarle, su rostro se endureció, como si de madera pasara a ser de piedra, y cuando habló, por fin, su acento extranjero pareció algo más que extraño, como si no fuera humano.
-Yo he cometido el pecado imperdonable -dijo-. Para este pecado, Dante reserva su último y más profundo infierno. ¿Es el círculo de hielo?
Como nadie habló, contestó a su propia pregunta con el mismo tono cavernoso:
-La traición. Traicioné a los cuatro compañeros de mi grupo y los entregué al Gobierno que me sobornó.
Algo se enfrió dentro del sensible extranjero, y por primera vez sintió realmente a su alrededor un aire siniestro y extraño. El silencio se prolongó durante otro medio minuto, y luego los cuatro prorrumpieron en grandes y tumultuosas carcajadas.
Las historias que contaron para justificar sus baladronadas o sus confesiones se vuelven a contar aquí de manera distinta, y por eso ellos aparecen en la periferia más bien que como centro de los acontecimientos. Pero el periodista, que quería reunir todas las cosas curiosas de la existencia, se sintió interesado para poder recordarlas, y luego, más tarde, reproducirlas reformadas. Comprendió que en realidad había conseguido algo, si bien no era lo que esperaba, fuera de su empeño sobre el arrojado y extravagante conde Raoul de Marillac.
El ladrón, el charlatán, el asesino y el traidor hicieron la confesión de sus crímenes al señor Pinion, del Comet, un poco más breve y personalmente de como se han reproducido aquí. Sin embargo, emplearon un tiempo bastante largo desde que empezaron hasta que acabaron, y durante él el señor Pinion conservó un aspecto de cortés atención y no interrumpió ni para decir una sola palabra.
Cuando terminaron tosió ligeramente y dijo:
-Bueno, señores: les aseguro que me han interesado mucho sus notables relatos, pero me parece que la mayoría de nosotros conseguimos de cuando en cuando desfigurarnos un poco. Espero, señores, que me harán ustedes el honor de reconocer que no les he sonsacado ni incitado a hablar, ni tampoco en modo alguno me he mezclado en su conversación, sino que he gozado de su hospitalidad sin buscar ningún beneficio de ella.
-Yo estoy seguro -dijo el doctor con lentitud- de que posiblemente nadie hubiera sido más paciente y considerado que usted.
-Pero debo preguntarles -continuó el señor Pinion con su tono cortés- por qué razón soy conocido en el mundo de la Prensa de mi patria como el «Ariete encarnizado», también el «Arruinahogares» y el «Escudriñador de la tierra», y ocasionalmente como «Jack el Destripador» a causa de mis pocos escrúpulos en destripar los más sagrados secretos de la vida privada. Títulos como «El perro de presa de Pinion sujeta al Presidente», o «El Arruinahogares descubrió lo que había en el cerebro del ministro», son corrientes en las más brillantes páginas de los diarios de mi ciudad natal. Todavía se cuenta la historia de cómo agarré por una pierna al juez Grogan cuando estaba subiendo a un aeroplano.
-¿Sí? -dijo el doctor-. No hubiera sospechado yo esa actitud en usted. Nadie pensaría que fuera capaz de hacer una cosa así.
-Jamás la hice -indicó el señor Pinion tranquilamente-. El juez Grogan y yo tuvimos, a ruego suyo, una conversación amistosa en su propia residencia. Pero cada uno de nosotros ha conseguido conservar siempre su reputación profesional, ya sea como asesino, como ladrón o como reportero.
-¿Quiere decir usted -preguntó el hombre grande interviniendo en la conversación- que usted realmente no acometió, ni arruinó, ni destripó nada ni a nadie?
-Eso es; del mismo modo que usted no asesinó a nadie -contestó el americano en su tono cauteloso-. Pero tengo que admitir que he sido horripilante, descortés con todo el mundo, pues si no, hubiera perdido mi reputación profesional, y acaso mi trabajo. Es un hecho que yo he buscado si podía conseguir las cosas que necesitaba por procedimientos corteses. Tengo la experiencia -añadió suave y gravemente- de que la mayor parte de las gentes solamente están dispuestas a hablar de sí mismas.
Los cuatro hombres que le rodeaban se miraron unos a otros y rompieron a reír.
-Esto va seguramente por nosotros -dijo el doctor-. Usted nos ha arrancado nuestras historias, y lo ha hecho procediendo con perfecta corrección. ¿Quiere usted decir realmente que si las publicase tendría que aparentar que sólo lo había podido lograr de manera descortés?
-Lo creo así -contestó el señor Pinion moviendo gravemente la cabeza-. Si publicase su historia tendría que decir que derribé la puerta de la clínica del doctor Judson en el momento que estaba vendando a un individuo que tenía el cuello cortado, y que no le dejé terminar hasta que me contó la historia de su vida. Tendría que decir que el señor Nadoway iba a reunirse con su madre moribunda cuando yo asalté su automóvil y conseguí su opinión acerca del capital versus trabajo. Estaría obligado a escalar la casa del tercer caballero o a hacer descarrilar el tren del cuarto, o a hacer algo para demostrar a mi director que tengo dinamismo de reportero. Sin duda, no es necesario hacer eso realmente, y la mayor parte de las cosas pueden hacerse por medios decentes y hablando a las personas en términos adecuados. O, más bien -y de nuevo retuvo una sonrisa-, dejándoles hablar a ustedes.
-¿Cree usted -preguntó el hombre grande pensativamente- que esa clase de sensacionalismo impresiona realmente al público?
-No lo creo -dijo el periodista-. Más bien creería que no le impresionan. Pero impresiona al director, y en eso es en lo que tengo que pensar.
-Pero, y perdóneme que se lo diga, ¿no piensa usted mismo? -continuó el otro-. ¿No piensa usted en que todo el mundo, desde Maine a Méjico, le llama el «Ariete encarnizado», cuando en realidad es usted un caballero bien educado y perfectamente normal?
-Sí -contestó el periodista-; pero creo, como se lo digo, que la mayor parte de nosotros somos incomprendidos de una manera o de otra.
Hubo un momento de silencio en la mesa y luego el doctor Judson se movió en su silla dando una especie de respingo y dijo:
-Señores, tengo el gusto de proponer al señor Lee Pinion como miembro del Club.