EL ASESINO MODERADO

1. - EL HOMBRE DEL PARAGUAS VERDE

El nuevo gobernador era lord Tallboys, comúnmente llamado Top-hat1 Tallboys a causa de su apego a esta severa y erecta prenda, que continuaba llevando en equilibrio sobre su cabeza tan tranquilamente entre las palmeras de Egipto como entre las farolas de Westminster. Ciertamente, la llevaba con demasiada tranquilidad en tierras donde varias coronas estaban seguras de venirse abajo. El distrito que había ido a gobernar puede describirse aquí, con diplomática vaguedad, como una faja de terreno en la frontera de Egipto y llamado por nuestra conveniencia Polybia. Hoy es ya una historia vieja, pero muchas personas la recordaron perfectamente durante muchos años y en su tiempo fue un acontecimiento imperial. Un gobernador fue asesinado, otro estuvo a punto de perecer: pero en esta historia vamos a referirnos solamente a una catástrofe personal, y hasta privada.

Top-hat Tallboys era soltero; no obstante, llevaba consigo una familia. Tenía un sobrino y dos sobrinas, una de las cuales estaba casada con el vicegobernador de Polybia, el hombre a quien llamaron a gobernar allí durante el interregno que sucedió al asesinato del anterior gobernador. La otra sobrina era soltera; se llamaba Bárbara Traill, y puede ser muy bien la principal figura que atraviese por esta historia.

Era verdaderamente una figura un poco aislada y notable, de cabello negro brillante y rica en colorido y con una muy hermosa, aunque algo altiva silueta cuando cruzaba los espacios arenosos e iba a guarecerse bajo una larga y baja pared que tan solo proyectaba una franja de sombra bajo el sol, que caminaba oblicuamente hacia el horizonte desierto. La pared aquella era un curioso ejemplo de pintoresco carácter de esta tierra limítrofe entre Oriente y Occidente. Había en aquel tiempo una hilera de pequeños hoteles, construidos para empleados y pequeños funcionarios públicos y levantados allí por un contratista especulador, cuyos negocios se extendían a todos los confines de la tierra. Era un trozo de Streatham en medio de las ruinas de Heliópolis. Semejantes rarezas no eran desconocidas desde que las regiones más antiguas se habían trasladado dentro de las colonias más modernas. Pero en este caso la joven, que no carecía de imaginación, era consciente del total fantástico contraste. Cada una de aquellas casas de muñecas tenía unos arbustos como de juguete, sus plantas y su estrecho y oblongo jardín posterior, cerrado al final por la común y continua pared del jardín, detrás de la cual empezaba precisamente el terreno agreste, orlado con algunos blanquecinos y arrugados olivos. Y aquella orla se desvanecía a lo lejos dentro de la infinita y monstruosa soledad de arena. Solamente allí podía aún descubrirse en la lejana línea del horizonte una apagada figura triangular, una especie de símbolo matemático, cuya artificial simplicidad había puesto en movimiento a todos los poetas y peregrinos durante cinco mil años. Alguno, al verla realmente por primera vez, como ocurre con las muchachas, no podía evitar el proferir este grito: «¡Las pirámides!»

Apenas lo había dicho ella, una voz deslizó en sus oídos, no muy alto, pero con alarmante claridad y muy exacta pronunciación: «Los cimientos fueron trazados con sangre, y con sangre serán trazados de nuevo. Estas cosas fueron escritas para nuestra instrucción».

Ya hemos dicho que Bárbara Traill no carecía de imaginación, y sería más exacto decir que más bien poseía demasiada. Pero estaba completamente segura de que ella no había inventado aquella voz, aunque, desde luego, no podía suponer de dónde venía. Aparentemente, estaba sola sobre el pequeño pedazo de terreno que corría junto al muro y que dominaba todo el jardín que rodeaba la casa del gobernador. Entonces se acordó de la pared, y mirando rápidamente por encima de su hombro imaginó ver por un momento una cabeza que atisbaba fuera de la sombra de un sicómoro, que era el único árbol de algún tamaño en una gran extensión de terreno desde que ella se había separado del final de los pequeños y desparramados olivos, doscientos metros más allá. Pero, fuera lo que fuera aquello, se había desvanecido instantáneamente, y de pronto se sintió asustada, más asustada de la desaparición que de la aparición. Y empezó a andar de prisa a lo largo del sendero que conducía hacia la residencia de su tío, con una manera de andar que era poco menos que una carrera. Seguramente fue durante esta repentina aceleración de sus movimientos cuando, al parecer, se dio cuenta, algo bruscamente, de que un hombre marchaba cerca de ella, siguiendo la misma senda en dirección a la casa del gobernador.

Era un hombre muy ancho, que parecía llenar completamente el estrecho sendero, y ella sintió un poco la sensación, con la cual estaba ya ligeramente familiarizada, de andar a la zaga de un camello a través de las estrechas y torcidas calles de las ciudades de Oriente. Pero aquel hombre ponía sus pies en el suelo con firmeza, como un elefante, y podía decirse de él que andaba con relativa ceremonia, como si fuese en una procesión. Llevaba una larga levita, y su cabeza estaba cubierta por una torre escarlata, un fez rojo muy alto, algo más que el sombrero de copa de lord Tallboys. La combinación del rojo sombrero oriental y del traje occidental negro es bastante corriente entre la clase «effendi» de aquellas regiones, pero tenía algo de nuevo y de incongruente en este caso, porque el hombre era muy blanco y lucía una gran barba rubia, que la brisa hinchaba alrededor de su cara. Podía servir de modelo a los idiotas que hablan del tipo nórdico o europeo, pero había algo en él que no le presentaba como un inglés. Llevaba enganchado en uno de sus dedos un paraguas o quitasol verde algo grotesco, que hacía girar ligeramente, como si fuera una chuchería. Como andaba lenta y cachazudamente, y Bárbara andaba presurosa y deseaba ir aún más de prisa, apenas pudo contener una exclamación de impaciencia y algo como una súplica de que la dejara espacio para pasar. El hombre ancho y barbudo inmediatamente giró, haciéndole frente, y clavó en ella la mirada; luego levantó un monóculo, la contempló e instantáneamente sonrió, disculpándose. Ella se dio cuenta de que debía de ser corto de vista y de que hasta un momento antes había sido para él una nueva sombra, pero existía alguna otra cosa en el cambio de su rostro y de sus modales, algo que ella había visto antes, pero a lo que no podía poner nombre.

Él explicó con la más formal cortesía que iba a dejar una nota para un funcionario de la casa del Gobierno, y realmente no había ninguna razón para que ella le negara crédito y conversación. Anduvieron juntos un trozo de camino, hablando de las cosas en general, y apenas habían cambiado unas cuantas frases cuando se dio cuenta de que estaba hablando con un hombre notable.

Oímos decir muchas cosas en estos tiempos acerca de los peligros de la inocencia, bastantes de ellas falsas y algunas ciertas. Pero los argumentos están casi exclusivamente aplicados a la inocencia sexual. Y hay una gran cantidad de cosas que necesitan decirse acerca de los peligros de la inocencia política. Que la más necesaria y más noble virtud del patriotismo es con mucha frecuencia llevada a la desesperanza y la destrucción, completamente en balde y prematuramente, por la insensatez de educar a las clases acomodadas en un falso optimismo acerca de los antecedentes y la seguridad del Imperio. Las jóvenes como Bárbara Traill seguramente no han oído nunca una sola palabra acerca de la otra faceta de la Historia, tal como sería contada por un irlandés, un indio y hasta por un canadiense francés. Y es culpa de sus padres y de sus textos si pasan con frecuencia bruscamente de un estúpido britanismo a un igualmente estúpido bolchevismo. La hora de Bárbara Traill había llegado, aunque ella, probablemente, no se diese cuenta.

-Si Inglaterra mantiene sus promesas -dijo el hombre de la barba frunciendo el entrecejo-, hay aún alguna posibilidad de que las cosas puedan ser apaciguadas.

Y Bárbara había contestado como un colegial:

-Inglaterra mantiene siempre sus promesas.

-El Waba no lo ha observado -contestó él con aire de triunfo.

El omnisciente es con frecuencia ignorante. Y es con más frecuencia aún ignorante de la ignorancia. El extranjero se imaginaba que acababa de dar una réplica aplastante, como acaso lo hubiera sido para quien no conociese lo que él quería decir, pero Bárbara no había oído nunca hablar del Waba.

-El Gobierno británico -continuó diciendo el hombre- se comprometió definitivamente hace dos años a dar un plan completo de autonomía local. Si así es, todo irá bien. Si lord Tallboys ha venido aquí con un proyecto incompleto, con un compromiso, las cosas estarán muy lejos de ir bien. Y yo lo lamentaré bastante por todos, pero especialmente por mis amigos ingleses.

Ella contestó, con una juvenil e inocente mirada de desprecio:

-¡Oh, sí! Me figuro que es usted un gran amigo de los ingleses.

-Sí -contestó el hombre tranquilamente-. Un amigo, un sincero amigo suyo.

-¡Ya sé yo todo lo que eso quiere decir! -contestó ella con ardorosa sinceridad-. Ya sé lo que ellos se figuran que es un sincero amigo. Siempre he encontrado que quería decir un sincero puerco, escarnecedor, servil y traidor.

Él pareció un momento picado, pero contestó:

-Sus políticos no necesitan aprender traiciones de los egipcios.

Y añadió bruscamente:

-¿Sabe usted que, cuando la razzia de lord Jaffray, fusilaron a un niño? ¿Sabe usted alguna cosa verdaderamente? ¿Sabe usted acaso cómo Inglaterra ha añadido Egipto a su Imperio?

-Inglaterra tiene un glorioso Imperio -añadió el hombre-. Así lo tuvo Egipto.

Habían llegado, un poco simbólicamente, al final de su terreno común, y ella se dirigió indignada hacia la puerta que conducía dentro de los jardines privados del gobernador. Según andaba hacia adelante, él levantó su paraguas verde y señaló con un gesto momentáneo a la oscura línea del desierto y a la pirámide distante. La tarde se había teñido de rojo en el crepúsculo y el sol poniente extendía largas bandas de ardiente carmesí a través de la purpúrea desolación de aquel seco mar de tierra interior.

-Un glorioso Imperio -dijo-. Un Imperio en el que nunca se pone el sol. Mire... el sol se oculta entre sangre.

Ella cruzó como el viento a través de la puerta de hierro y la empujó tras sí. Mientras fue por la avenida hacia los jardines interiores perdió un poco de la impaciencia de sus movimientos y empezó a caminar de una manera algo más lánguida, más natural en ella. Los colores y las sombras de este escenario más apacible parecían estar más cerca de su manera de ser, y en el fondo de la amplia perspectiva de los alegremente coloreados paseos del jardín podía ver a su hermana Olive cortando flores.

El espectáculo la agradaba, pero se encontraba un poco turbada de necesitar algo agradable. Tenía una profunda sensación de desasosiego, como si hubiera tocado algo extraño y terrible, algo feroz y totalmente extranjero, como si hubiera tropezado con algún animal salvaje del desierto. Pero los jardines que la rodeaban y la casa que estaba más allá habían tomado ya un tono o un tinte indescriptiblemente inglés, a pesar de su reciente instalación y del cielo africano. Y Olive estaba allí bien patentemente, cogiendo flores para ponerlas en floreros ingleses o para adornar inglesas mesas de comer, cargadas de botellas y almendras saladas.

Pero, conforme se acercaba más a aquella distante figura, crecía más su confusión. Los capullos que tenía su hermana en la mano le parecían simples andrajos o manojos arrancados desordenadamente, como si una persona tendida sobre el verde arrancara la hierba mientras estaba distraída o colérica. Había algunos tallos caídos sobre el suelo, y parecía como si las corolas hubieran sido arrancadas por un chico. Bárbara no comprendió por qué se fijó en todos aquellos detalles con una mirada lenta y deslumbrada antes de ver la figura central que rodeaban. En aquel momento levantó Olive la mirada y mostró su rostro cadavérico. Podía creerse que era la cara de Medea cuando cogía en el jardín las flores venenosas.

2. - EL MUCHACHO QUE HIZO UNA ESCENA

Bárbara Traill era una muchacha que tenía mucho de muchacho. Esto mismo se dice comúnmente de todas las heroínas modernas. Y si no se dijera de ésta sería una engañosa heroína moderna. Pero, desgraciadamente, los novelistas que llaman masculinizadas a sus heroínas, evidentemente no saben nada en concreto acerca de los muchachos. La muchacha que describen, ya nos la presenten como una joven bulliciosa o como una pequeña y descarada necia, es, por alguna razón, en todos sus actos, completamente contraria a un muchacho. Es sublimemente cándida, ligeramente superficial, uniformemente jovial, totalmente desenvuelta; en una palabra: es todo lo que no es un muchacho. Es decir, era algo tímida, oscuramente imaginativa, propicia a las amistades intelectuales, y al mismo tiempo de cerebro impresionable, tendente a las morbosidades y por todos los conceptos incapaz de reserva. Tenía esa sensación de no encajar bien que embaraza a tantos muchachos; la sensación de que la virtud es demasiado elevada para ser vista o declarada, y la tendencia a ocultar las no desarrolladas emociones bajo un convencionalismo. Uno de los efectos de todo esto era que le turbaba la duda, que pudo ser religiosa, pero que en aquel momento era una especie de duda patriótica, aunque ella habría negado furiosamente que pudiera tenerla en ese aspecto. Le turbó la visión de los alegados perjuicios de Egipto o los alegados crímenes de Inglaterra, y el rostro del extranjero, el blanco rostro, con la dorada barba y el deslumbrador monóculo, había venido a hacer las veces del tentador o el espíritu de lo que ella negaba. Pero el rostro de su hermana ahuyentó de pronto todos aquellos sencillos problemas políticos y la devolvió a problemas mucho más íntimos, indudablemente mucho más secretos, porque ella nunca se los había confesado a nadie.

Los Traill tenían una tragedia, o mejor acaso, algo que Bárbara en sus cavilaciones había llegado a mirar como el alborear de una tragedia. Su hermano más joven era aún un muchacho, o más propiamente dicho, era aún un niño. Su mente no había llegado jamás a una normal madurez, y aunque las opiniones diferían acerca de la naturaleza de esta deficiencia, ella se inclinaba, en su negro estado de ánimo, a admitir la opinión más sombría y dejar que oscureciera completamente la casa de los Tallboys. Por esta razón dijo rápidamente al ver la extraña expresión de su hermana:

-¿Le pasa algo malo a Tom?

Olive levantó la cabeza ligeramente y luego dijo, con algo de enojo:

-No, nada de particular... El tío le ha puesto un tutor, y dicen que adelanta y mejora... ¿Por qué lo preguntas? No ha ocurrido nada raro con él.

-Entonces creeré -dijo Bárbara- que con quien ha pasado algo es contigo.

-Bueno -contestó su hermana-. ¿Y no nos ha ocurrido también alguna cosa extraña a todos nosotros?

Después de decir estas palabras se volvió bruscamente y echó a andar hacia la casa, dejando caer las flores que había estado cogiendo, como si el cogerlas hubiera sido un pretexto, y su hermana la siguió con la imaginación hondamente turbada aún.

Cuando llegó cerca del pórtico y de la galería oyó la fuerte voz de su tío Tallboys, que estaba medio tendido en su mecedora y hablando con el marido de Olive, el subgobernador. Tallboys era un hombre delgado, con una gran nariz y unas orejas sobresalientes. Como muchos hombres de este tipo, tenía una nuez prominente y hablaba de una manera engolada y pretenciosa. Pero lo que decía merecía ser escuchado, aunque tenía la costumbre de arrojar unos párrafos tras otros con movimientos alternos de sus anchas y sueltas manos, lo que algunas personas encontraban de una irritante frivolidad. Además, era fastidiosamente sordo. El subgobernador, sir Harry Emythe, formaba divertido contraste: un hombre cuadrado con el rostro algo congestionado, vivo color encendido de la tez, los ojos muy brillantes y claros, dos barras negras paralelas que eran las cejas y el bigote, lo que le daba algo de parecido con Kitchener, comparación que era imposible continuar en cuanto se ponía en pie. Su cara le daba también un engañador aspecto de mal genio, pues era un cariñoso marido y un camarada de buen humor, si bien como hombre político era muy obstinado. Por lo demás, su conversación bastaba para demostrar que tenía un punto de vista militar, lo que es bastante corriente, y hasta común, entre los civiles.

-En resumen -estaba diciendo el gobernador-. Yo creo que el plan del Gobierno está admirablemente adaptado para hacer frente a una situación algo difícil. Los extremistas de ambos tipos pondrán objeciones, pero los extremistas lo rechazan todo.

-Exactamente -repuso el otro-. La cuestión no es tanto el que ellos lo censuren como que puedan hacerse censurables.

Bárbara, con su nuevo y vigoroso interés político, se encontró violentada en su propósito de escuchar la conversación al comprobar con desagrado que había otras personas allí presentes. Se veía a un joven caballero elegantemente vestido, con el pelo brillante como seda negra y que parecía ser el secretario del gobernador. Su nombre era Arthur Meade. Estaba un hombre viejo con una peluca muy clara de color castaño y un rostro amarillo claro de rasgos indefinidos, que era un eminente financiero conocido por el nombre de Morse. Estaban también varias señoras del elemento oficial, convenientemente esparcidas entre aquellos caballeros. Parecía el final de un té de la tarde, lo que hacía más extraordinaria y sospechosa la conducta de la señora de la casa errando por el jardín y arrancando flores. Bárbara se encontró sentada al lado de un agradable anciano sacerdote, de brillante y plateado cabello y también brillante y argentina voz que le hablaba de la Biblia y de las Pirámides. Y se vio forzada a la desagradabilísima obligación de iniciar una conversación mientras trataba de escuchar otra distinta.

Esto era muy difícil, a causa de que el reverendo Ernest Snow -así se llamaba el sacerdote en cuestión- tenía, con toda su mansedumbre, una terquedad poco cortés. Bárbara recibía la confusa impresión de que el sacerdote poseía muy sólidas opiniones sobre el significado de ciertas profecías en relación con el fin del mundo, y especialmente con el destino del Imperio británico. Tenía la costumbre, además, de hacer repentinas preguntas, lo que resultaba muy duro a la poco atenta interlocutora. De esta manera, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para oír un fragmento de la conversación que mantenían los dos gobernadores de la provincia. El gobernador decía, acompañando sus sentencias con el balanceo de sus oscilantes manos:

-Hay dos consideraciones que por este procedimiento las reunimos nosotros. Por una parte, es enteramente imposible repudiar nuestras promesas. Por otra, es absurdo suponer que el salvaje crimen reciente no hace necesario modificar la naturaleza de esas promesas. Podemos, pues, estar seguros de que nuestra proclamación es una proclamación de razonable libertad. Por esta razón, hemos acordado...

Y entonces, en aquel preciso momento, el pobre sacerdote quiso penetrar en su pensamiento con esta patética pregunta:

-Entonces, ¿cuántos codos de altura cree usted que puede tener?

Un poco más tarde, ella se las arregló para oír a Smythe, que hablaba mucho menos que su compañero y que decía concretamente:

-Por mi parte, no creo que haya mucha diferencia después de que haga usted su declaración. Ha habido aquí motines cuando no teníamos tropas suficientes, pero no hay motines cuando las tenemos. Esto es todo.

-¿Y cuál es nuestra situación en los momentos presentes? -preguntó gravemente el gobernador.

-Nuestra situación es detestablemente mala, si quiere que le hable con sinceridad -rezongó el otro con voz profunda-. No se ha hecho nada para adiestrar a los nombres, porque, a mi juicio, los ejercicios de fusil que han realizado han sido como una especie de juego de salón con una cerbatana unas dos veces al año. Yo he puesto unos blancos detrás de la valla de olivos que hay allí, pero pasan otras cosas. Las municiones no son...

-Y en este caso -sonó la suave pero penetrante voz del señor Snow-, en este caso, ¿qué les ocurrirá a los Sunamitas?

Bárbara no tenía la menor idea de lo que iba a ser de ellos, pero creyó que podía tratarlo como una cuestión retórica. Se esforzaba por escuchar un poco más atentamente al venerable místico, pero solamente oía nuevos fragmentos de la conversación sobre política.

-¿Necesitamos realmente todos esos preparativos militares? -preguntó lord Tallboys con alguna ansiedad-. ¿De manera que usted cree que los necesitamos?

-Puedo decirle -contestó Smythe con cierta aspereza- que los necesitaremos cuando usted haga pública su proclamación de razonable libertad.

Lord Tallboys hizo un brusco movimiento en su silla, como si interrumpiera aquella conferencia con alguna irritación; luego se desvió un poco, levantando un dedo y haciendo señas a su secretario, el señor Meade, quien se inclinó hacia él, y después de un breve coloquio se deslizó dentro de la casa. Liberada del esfuerzo de los asuntos del Estado, Bárbara volvió una vez más al turno de la Iglesia y de la misión de los Profetas. Tenía solamente una idea confusa de lo que el viejo sacerdote estaba diciendo, pero empezó a darse cuenta de que había en ello un indeterminado elemento poético. Por lo menos estaba lleno de cosas que agradaban a su fantasía, como los oscuros dibujos de Blake, prehistóricas ciudades y ciegos e inconmovibles adivinos y reyes que aparecían cubiertos de piedras, como en sus sepulcros de las Pirámides. De una manera confusa comprendió por qué todos aquellos pétreos y rutilantes desiertos habían sido campo de juego de tantos cretinos. Y se enterneció un poco por el clérigo mentecato, y aún aceptó la invitación que la hizo de ir a su casa dos días después para ver los documentos y la prueba definitiva acerca de los Sunamitas. Pero aceptó sin tener más que una idea muy vaga sobre lo que él se proponía demostrarle.

El sacerdote le dio las gracias y dijo gravemente: -Si la profecía se realiza ahora, ocurrirá una gran calamidad.

-Yo creo -contestó ella con un poco de melancólica pedantería- que si la profecía no se realiza ocurrirá una calamidad aún mayor.

Todavía estaba hablando cuando hubo una agitación detrás de algunas de las palmas del jardín, y la pálida y débil cara de bobo de su hermano apareció en medio de las hojas de palmera. Un momento después vio, precisamente detrás de él, al secretario y al tutor: era evidente que su tío había mandado a buscarlo. Tom Traill daba la sensación de ser demasiado grande para sus trajes, lo cual no es extraño en quien en otras cosas está sin desarrollar. Se parecía, sin embargo, a las demás personas de su familia en el pelo negro y lacio, que llevaba torcidamente peinado, y en su hábito de mirar por el rabillo de los ojos al extremo de la alfombra. Su tutor era un hombre grande, de un aspecto exterior desvaído y polvoriento y que, al parecer, tenía el nombre de Hume. Sus anchas espaldas estaban un poco arqueadas, como las de un cargador, aunque todavía no había llegado a la media edad. Su franco y severo rostro tenía una expresión un poco cansada, como puede comprenderse, teniendo en cuenta que enseñar los verbos defectivos no es siempre un regocijado juego de salón.

Lord Tallboys tuvo una breve y amable conversación con el tutor, al que hizo varias preguntas sencillas, y dio una pequeña disertación sobre educación, siempre muy amablemente, pero acompañado del movimiento giratorio de sus manos. Por una parte, la facultad de trabajar era una necesidad de la vida, y no podía nunca ser totalmente evadida. Por otra parte, sin una razonable proporción de placer y descanso, todo trabajador sufriría. Por una parte... Y entonces llegó el momento en que aparentemente se realizó la profecía, y un accidente lamentabilísimo ocurrió en el té del gobernador.

Porque el muchacho prorrumpió bruscamente en una especie de agudo cacareo y empezó a sacudir sus manos de modo parecido a las aletas de un pingüino, repitiendo una y otra vez: «Sobre una mano. Sobre otra mano. Sobre una mano. Sobre otra mano. Sobre una mano. Sobre otra mano...» ¡Bravo!2

-¡Tom! -gritó Olive con un agudo acento de agonía. Y sobre todo el jardín se extendió por unos segundos un silencio espantoso.

-Vamos a ver -dijo el tutor con un razonable tono bajo, pero que en aquel silencio resonó como una campana-. No creerá usted que posee tres manos. ¿Puede usted tenerlas?

-¿Tres manos? -repitió el muchacho, y añadió después de un silencio-: ¿Cómo podría tenerlas?

-Tendría que ser en el medio, entre las otras dos, como la trompa de un elefante -continuó el tutor con el mismo tono de conversación-. ¿Le agradaría a usted tener la nariz tan larga como un elefante, que pudiera moverla a este lado y a este otro y coger cosas de la mesa del almuerzo sin necesidad de soltar el cuchillo y el tenedor?

-¡Oh, está usted loco! -exclamó Tom con una especie de explosión, en la que había un extraño matiz de triunfo.

-No soy la única persona que hay en el mundo, querido amigo -replicó el señor Hume.

Bárbara estaba de pie, con la vista fija, como si escuchase esta extraordinaria conversación en aquel mortal silencio y en aquel altamente inadecuado marco social. Pero lo más extraordinario de todo lo que ocurría era que el tutor decía aquellas extravagancias y aquellas incongruencias sin que su rostro se alterara.

-¿Y qué no le diría yo -añadió con la misma profunda e indistinta voz- del experto artista que pudiese arrancar sus propias muelas con su nariz? De eso le hablaré mañana.

Continuaba siendo confuso y serio, pero había logrado con su treta lo que se proponía. El muchacho fue distraído de la burla de su tío con una absurda imagen, lo mismo que un chico se distrae de su rabieta con un nuevo juguete. Tom contemplaba en aquellos momentos a su tutor y le seguía a todas partes con la mirada. Y tal vez no era el único miembro de su familia que así lo hacía, porque el tutor, pensaba Bárbara, era ciertamente una persona muy original.

Aquel día ya no se habló más de política, pero al día siguiente hubo algunas noticias referentes a ella.

A la mañana siguiente fueron colocadas las proclamas por todas partes, anunciando el justo, razonable y aun generoso compromiso que el Gobierno de Su Majestad ofrecía como una serena y última liquidación de los importantes problemas sociales de Polybia y Egipto Oriental. Y a la tarde siguiente corrió a través de la ciudad la noticia de que el vizconde Tallboys, gobernador de Polybia, había sido asesinado de un tiro al final de la hilera de olivos, en la esquina del muro.

3.- EL HOMBRE QUE NO ABORRECÍA

Inmediatamente después de abandonar el pequeño grupo del jardín, Tom y su tutor fueron a prepararse para la comida de la noche, porque mientras el primero vivía en la casa del Gobierno, el segundo tenía una especie de pabellón o pequeño «bungalow» levantado en la colina, detrás de los árboles más elevados. El tutor decía en privado lo que todo el mundo había esperado con indignación que dijera en público, y reconvenía al joven para poner de manifiesto su espíritu de imitación.

-Bueno, yo no quería hacer como él -dijo Tom escarmentado-. Quería darle en las narices.

-Difícilmente podrá usted darle en la nariz -dijo el señor Hume suavemente-. Esto me recuerda una vieja historia de un hombre a quien le pegaron en la nariz.

-¿Una historia? -preguntó el muchacho con espíritu infantil.

-Puede que se la cuente mañana -replicó el doctor, y empezó a trepar por el escarpado sendero que conducía a su morada.

Era un pabellón construido en su mayor parte con bambú y ligero maderaje, con una galería que le rodeaba en el exterior, desde la cual se podía ver todo el distrito extendido como un mapa; los rectángulos grises y verdes de la casa del Gobierno y los campos; la senda que iba directamente hacia la baja valla del jardín y paralela a la hilera de hoteles; el solitario sicómoro que rompía la línea en un punto, y más lejos y a lo largo, la apretada fila de los olivos, como un quebrado claustro, y después otra puerta y luego la esquina de la tapia, detrás de la cual se extendían los pardos desniveles del desierto, remendado aquí y allá de verde, donde el terreno parece parte de algunas nuevas obras públicas o de las rápidas reformas del subgobernador en la organización militar. Todo aquello se extendía debajo de él como una nube ampliamente coloreada en el breve resplandor crepuscular de aquella puesta de sol oriental; luego quedó todo esto envuelto rápidamente en una purpúrea oscuridad, en la que las brillantes estrellas se extendieron sobre su cabeza y parecían más cerca de él que las cosas de la tierra.

Permaneció unos momentos en la galería, mirando hacia abajo, al oscuro paisaje, con sus embotadas facciones reunidas en un fruncimiento de curiosa expresión. Luego entró en la habitación donde él y su discípulo habían trabajado todo el día, o, por decirlo mejor, donde lo había hecho él para inducir a su discípulo a que se hiciese a la idea del trabajo. La habitación estaba un poco desnuda, y los escasos objetos que había en ella eran algo extraños y vanados. Varias estanterías mostraban los lomos de anchos y coloreados libros que contenían los versos de los principales poetas franceses y latinos. Un cuelgapipas, del que pendían varias torcidas, daba la inevitable pincelada del cuarto del soltero. Una caña de pescar y una escopeta de dos cañones estaban apoyadas, polvorientas y en desuso, en un rincón, porque hacía mucho tiempo que este hombre, en otros aspectos alejado de los deportes de sus compatriotas, se había consentido aquellas dos chifladuras principalmente por razón de realizarse en soledad. Pero lo más curioso de todo era el escritorio y el entarimado, donde estaban esparcidos en desorden diagramas geométricos tratados de una manera poco frecuente entre los geómetras, porque las figuras estaban adornadas con absurdos rostros y piernas saltarinas, como acostumbran a añadir los colegiales a los cuadros y triángulos que pintan en la pizarra. Pero los diagramas estaban pintados con mucha exactitud, como si el dibujante tuviera un ojo muy seguro y sobresaliese en todo cuanto dependiera de este órgano.

John Hume se sentó en su escritorio y empezó a dibujar más diagramas. Poco después encendió una pipa y se puso a estudiar lo que había dibujado, sin abandonar su escritorio ni sus preocupaciones. Así pasaron las horas, en medio de un impenetrable silencio que rodeaba esta ermita de la colina, hasta que las distantes melodías de una ruidosa banda llegaron desde abajo, como señal de que había empezado ya un baile en la casa del Gobierno. Él sabía que se bailaba allí aquella noche, pero no puso ninguna atención. No era sentimental, pero algunas de las tonadas agitaban en él casi mecánicos recuerdos. La familia de los Tallboys era un poco chapada a la antigua, aun en aquellos tiempos algo avanzados, y no pretendían ser más demócratas de lo que eran. Trataban bien a sus dependientes, pero no se llamaban liberales porque arrastrasen a sus sicofantes dentro de su sociedad. Por esta razón nunca había cruzado por la mente del secretario ni del tutor que el baile de la casa del gobernador tuviera nada que ver con ellos. También ellos estaban chapados a la antigua en cuanto al baile mismo, y el tiempo tampoco había pasado en balde. Precisamente los nuevos bailes habían empezado en sus tiempos a abrirse paso, y nadie había soñado en la primitiva y variada soledad de nuestras nuevas modas, por las que una persona tenía que bailar toda la noche con la misma pareja una idéntica danza. Todo este sentido material y moral de la distancia en los antiguos lánguidos valses danzaba a través de su subconsciencia, y tuvo que admitir las nuevas danzas comprendiendo pronto que correspondían a la época.

Le pareció por un momento como si, levantándose a través de la niebla, la tonada tomara perfiles y color y saltara violentamente dentro de su habitación con la corpórea presencia de un cantar; los azules y verdes del dibujo de su traje eran como notas de música que fueran a condensarse en un grito, un grito de su lejana juventud, que él había perdido o no conoció nunca. Una princesa que volase desde la tierra de los encantos no le habría parecido más irreal que aquella muchacha que venía de la sala de baile, aunque conocía perfectamente que era la hermana más joven de su discípulo y que el baile estaba a unos cientos de metros de distancia. Su rostro era de idéntica palidez al de los que se consumen a través de un sueño, y él mismo se sentía tan inconsciente como un soñador, porque Bárbara Traill ignoraba curiosamente la máscara de belleza que tenía su alma de muchacho. Se la había considerado siempre como la menos atractiva de las hermanas, y su disgusto la había hecho creerse el patito feo.

Pero como nada expresaba en el sólido hombre que estaba ante ella el choque que sufriría en su mente, la joven apenas sonrió. Esto, por otra parte, era característico en ella, como lo era hablar sin consideraciones, lo que hizo en aquel momento refiriéndose algo cruelmente a su hermano:

-Tengo miedo de que Tom sea muy rudo con usted -dijo-. Y lo siento mucho. ¿Cómo cree usted que progresa?

-Yo pienso lo que dice la mayoría de la gente -replicó lentamente al cabo de un momento-. Pero necesita disculparse por su educación más que usted por su familia. Siento lo que ha ocurrido por su tío, aunque ustedes sabrán comprender. Tallboys es un hombre muy distinguido y puede considerar lo ocurrido desde el punto de vista de la dignidad, pero yo tengo que mirarlo desde el puesto que ocupo. No deben atormentarse por él. Irá todo perfectamente bien si lo comprenden, y todo se reduce a perder un poco de tiempo.

Ella escuchaba, o no, con su característico ceño de preocupación. Había tomado la silla que él le ofreció sin darse aparentemente cuenta de ello, y tenía clavada la mirada en los cómicos diagramas, aunque, al parecer, no los veía. Indudablemente, él podía suponer muy bien que la joven no le escuchaba por completo, pues sus palabras siguientes se referían totalmente a otro asunto; pero era con frecuencia en ella un hábito el mostrar de este modo fragmentos de su pensamiento, y había más método en aquel zig-zag embrollado de lo que mucha gente creía. De cualquier forma, exclamó ella de pronto, sin levantar sus ojos de los ridículos dibujos que tenía delante:

-Me encontré hoy con un hombre que iba a la casa del Gobierno. Era un hombre grande con una barba rubia larga y un monóculo. ¿Sabe usted quién es? Lanzó toda clase de truculencias contra Inglaterra.

Hume se miró los pies y metió las manos en los bolsillos con la expresión del hombre que va a ponerse a silbar. Luego clavó su mirada en la muchacha y dijo lentamente:

-¡Vamos! ¿Ha vuelto otra vez? Sí, le conozco; le llaman el doctor Gregory, pero creo que viene de Alemania, aunque con frecuencia pase por inglés. Es un hombre turbulento, y dondequiera que va hay una revuelta. Algunos dicen que nosotros mismos lo hemos utilizado alguna vez, y creo, en efecto, que él ofreció sus servicios un día a nuestro Gobierno. Es un tipo muy hábil y sabe una cantidad enorme de cosas acerca de estas regiones.

-¿Se imagina usted -dijo ella ásperamente- que yo creo en ese hombre y en las cosas que dice?

-No -dijo Hume-. Yo no creeré tampoco en ese hombre, ni aunque usted crea las cosas que él dice.

-¿Qué piensa usted? -preguntó la joven.

-Francamente, yo pienso que es un mal hombre -dijo el tutor-. Ha conseguido una reputación bastante mala respecto a las mujeres. Y no entraré en detalles, pero ha ido dos veces a la cárcel por soborno y perjurio. Solamente le diré que no crea nada de lo que pueda decirle.

-Se atrevió a decir que nuestro Gobierno falta a sus palabras -dijo Bárbara con indignación.

John Hume quedó callado. Algo en este silencio le pareció violento, y replicó con lógica:

-¡Oh, por Dios santo, dígame usted alguna cosa! ¿Sabe usted que ese hombre se atrevió a decirme que durante la expedición de lord Jaffray alguien mató a un niño a tiros? Yo no creo lo que ellos dicen de que Inglaterra es fría y dura y qué sé yo; me parece que es un prejuicio que tienen. ¿No podríamos evitar esas salvajes y siniestras mentiras?

-Sí-replicó Hume algo fatigosamente-, nadie puede decir que Jaffray fuera frío y duro. La excusa de todas esas cosas es que se encontraba completamente embriagado.

-Entonces, ¿he de creer las palabras de ese embustero? -dijo ella con altivez.

-Es, efectivamente, un embustero -contestó el tutor tristemente-. Y es una situación peligrosa para la Prensa y para el público cuando solamente los embusteros dicen la verdad.

Algo de gran importancia dentro de su malhumor dominó por el momento su desalentado resentimiento, y añadió con tono tranquilo:

-Entonces, ¿usted cree en esta petición de independencia?

-No hago muy bien creyéndolo. Encuentro muy difícil de creer que este pueblo no pueda vivir ni alentar sin sufragio, cuando ha vivido tranquilamente sin él durante cincuenta siglos, en tiempos en que tenían toda la región bajo su sola ley. Un Parlamento puede ser una buena cosa, como un sombrero de copa puede serlo igualmente, y seguramente su tío lo cree así. Nosotros podemos querer o aborrecer nuestros sombreros de copa. Pero si un turco salvaje me dice que tiene un innato derecho al sombrero de copa, yo no podré por menos de contestarle: «Y entonces, ¿por qué diablos no se compra usted uno?»

-Me parece que no se preocupa usted mucho por los nacionalistas -dijo ella.

-Sus políticos son con frecuencia pérfidos, pero no son los únicos que lo son. He aquí por lo que me veo forzado a adoptar una posición intermedia, una especie de benévola neutralidad. Parece, sencillamente, que se trata de elegir entre un montón de malditos tunantes y un conjunto de bobos condenados y de idiotas. Como usted ve, yo soy un moderado.

Y sonrió un poco por primera vez, y su serio rostro se alteró repentinamente, mejorando. Ella se decidió entonces a decir, con un tono más amistoso:

-Bueno, tenemos que prevenir un ataque violento. No querrá usted que todo nuestro pueblo sea asesinado.

-Únicamente querría que fuera un poco asesinado -contestó él, sonriendo aún-. Sí, así lo creo. No demasiado, sin embargo; es cuestión de tener el sentido de la medida.

-Está usted diciendo cosas disparatadas -dijo ella-, y las personas de nuestra posición no pueden permitirse decir ningún disparate. Harry habla de que podemos vernos en la necesidad de hacer un escarmiento.

-Ya sé -contestó el tutor-. Él hizo varios cuando gobernaba aquí, antes de que viniera lord Tallboys. Era severo, muy severo. Pero me parece que habría algo mejor que hacer un escarmiento.

-¿Como qué?

-Dar el ejemplo -dijo Hume-. ¿Qué me dice usted de nuestros propios políticos?

Ella indicó, sin contestarle:

-¿Y por qué no hace usted algo?

Pasó un rato en silencio. Luego él lanzó un hondo suspiro.

-¡Ah, ahí ve usted! Yo no puedo hacer nada. Yo soy un inútil, natural e inevitablemente inútil. Sufro una mortal debilidad.

Bárbara sintió un terror súbito al tropezar su mirada con los ojos descoloridos y vacíos de él.

-Yo no puedo odiar -dijo-, no puedo encolerizarme.

Había en su ponderada voz algo que parecía lleno de sonoridades, como la caída de una caja de piedra dentro de un sarcófago. Bárbara no protestó, pero en lo más hondo de su subconsciencia se abrió una desilusión. Se daba cuenta a medias de la profundidad de su extraña confianza, y sintió lo mismo que uno que hubiera cavado en el desierto hasta construir un pozo muy profundo y lo encontrara seco.

Entonces Bárbara salió a la galería y se dirigió a su casa, contemplando el jardín y su plantación, que parecían grises a la luz de la luna, y una especie de velo grisáceo se extendió sobre su propio espíritu, una disposición de ánimo de fatalismo y de sordo temor. Por primera vez se dio cuenta de que un occidental en aquellas regiones de Oriente era como la desnaturalización de la Naturaleza. La baja y desmedrada vegetación del higo chumbo no era como la verde vegetación de su patria, en la que colgaban hermosas flores de ligeros tallos como mariposas suspendidas en el aire. Más bien era un mundo de plantas tan planas y lisas como piedras. Ella odiaba la peluda superficie de los raquíticos y entumecidos árboles de aquel grotesco jardín, con penachos aquí y allí que invitaban a su fantasía y que cosquilleaban su rostro si pasaba cerca. Sintió que hasta aquellas grandes y arrugadas flores lanzarían si se abrieran un fétido olor. Tenía la sensación latente de un desmayado olor horrible, extendido sobre todas las cosas tan ligeramente como la desmayada luz de la luna. Y como ese pensamiento le hizo sentir un escalofrío muy profundo, levantó la mirada y vio algo que no era planta ni árbol, aunque parecía colgado, silencioso en el silencio y que tenía el sin igual horror de un rostro humano. Era un rostro muy blanco, pero barbado de oro, como las estatuas griegas de oro y marfil, y que tenía en las sienes dos rizos de oro que podían haber sido los cuernos de Pan.

En el primer momento esta inmóvil cabeza podía, sin duda, tomarse como la de una de las estatuas de los dioses del jardín, pero al instante ya tenía piernas y vida y caminaba por el sendero detrás de ella. Bárbara se había separado bastante del pabellón y no estaba lejos de los iluminados terrenos de la casa del Gobierno, desde donde llegaban los acordes de la música, más fuertes a medida que caminaba. No obstante, se volvió e hizo frente al que la seguía, mirándole desesperadamente a la cara, que reconoció. Había abandonado su fez rojo y su negra levita, y estaba completamente vestido de blanco, como muchos tropicales; pero eso le daba a la luz de la luna como una pincelada de plata que le hacía parecer un arlequín espectral. Según avanzaba, ajustó en su ojo el reluciente disco del monóculo, y este gesto fue el que la reveló en un instante lo que había huido ya de su débil memoria. El rostro en reposo de aquel hombre era tranquilo y clásico, y podía ser más bien la máscara de piedra de Jove que la de Pan. Pero el monóculo recogía sus facciones como dentro de un gesto de burla, y parecía unir más sus ojos. De pronto, en aquel mismo momento, Bárbara comprendió que él era tan alemán como inglés, y aunque ella no tenía prejuicios antisemitas, sintió, sin embargo, que en aquella escena había algo tan siniestro entre un cristiano y un judío como pudiera haberlo entre un blanco y un negro.

-Nos hemos encontrado bajo un cielo todavía más hermoso -dijo él, y ella ya no pudo oír lo que siguió hablando. Frases rotas de lo que había oído recientemente daban vueltas en desorden dentro de su imaginación; sencillas palabras sueltas, como «reputación» y «cárcel», y retrocedió para aumentar la distancia, pero dirigiéndose en sentido opuesto al que llevaba al encontrarle. Después, ella recordaba con dificultad lo que había sucedido: él había dicho otras cosas; había tratado de detenerla; una impresión instantánea de fuerza estrujadora y dislocadora, como de un chimpancé, que la hizo lanzar un grito. Luego dio un traspiés y corrió, pero no en la dirección de la casa de sus parientes.

El señor John Hume saltó en su silla más rápidamente de lo que era su costumbre y fue a reunirse con alguien que daba traspiés en lo alto de la escalera exterior.

-Mi querida niña -dijo, y puso una mano sobre sus hombros estremecidos, dando y recibiendo una extraña y viva emoción, como una apagada descarga eléctrica. Luego dio un salto, y corriendo rápidamente pasó por su lado. Había visto a la luz de la luna alguna cosa que se alejaba, y sin bajar los escalones pasó por encima de la barandilla, rugiendo, y se le vio erguido entre la salvaje y enmarañada vegetación. Entre Bárbara y el rápido drama que siguió había una pantalla de anchas hojas que se movían de un lado a otro, pero ella vio al resplandor de la luna que el tutor se lanzaba a través de la senda contra la figura de blanco, y oyó el choque de los golpes y vio patadas como dadas por catapultas. Vio como una rueda de piernas y brazos, igual que las armas de la Isla de Man, y luego brotó de la oscuridad y del centro de la maleza un chorro de imprecaciones en una lengua que no era inglesa ni alemana, pero que se grita y se habla en todos los «ghettos» del mundo. Una cosa extraña se fijó en su turbada imaginación, y fue que cuando la figura vestida de blanco se levantó tambaleándose y fue a hundirse, desapareciendo en la falda de la colina, el blanco rostro y los ademanes furiosos de maldición iban dirigidos, no hacia su contrincante, sino hacia la casa del gobernador.

El tutor tenía fruncido gravemente el ceño cuando subió los escalones de la galería, como si estuviera preocupado con alguno de sus problemas geométricos. Ella le preguntó un poco desordenadamente qué es lo que había hecho, y él contestó con su ponderada voz:

-Creo que le he medio matado. Pero ya habrá visto usted que tengo en mi favor unas pulgadas más que él.

Ella sonrió algo nerviosamente y exclamó:

-Decía usted que no podía encolerizarse.

Luego, de pronto, se quedaron hieráticos y callados, y con una necia formalidad la acompañó pendiente abajo hasta las mismas puertas de la sala de baile. El cielo, a través del verde follaje de las pérgolas, era de un lívido color violeta o de una especie de azul que parecía bañado de rojo, y los peludos filamentos de los anchos troncos de los árboles les recordaban a esos monstruos marinos de juguete que se dan a los niños.

Rodeaba a la pareja algo que iba más allá de sus palabras y hasta de su silencio. El aún se arriesgó a decir que hacía una hermosa noche.

-Sí -contestó ella-, es una hermosa noche.

Y sintió instantáneamente como si hubiera traicionado algún secreto.

Atravesaron los jardines interiores y llegaron a la puerta del vestíbulo, que estaba atestado de uniformes y trajes de noche. Se separaron allí con la más extremada formalidad, y aquella noche ninguno de los dos pudo dormir.

4. - EL DETECTIVE Y EL CLÉRIGO

Hasta la mañana siguiente, como hemos dicho, no se conoció la noticia de que el gobernador había caído por un disparo efectuado por una mano desconocida. Y Bárbara Traill recibió la noticia más tarde que muchos de sus amigos, porque había salido un poco precipitadamente aquella mañana para un largo paseo a través de las ruinas y plantaciones de palmeras de los alrededores. Llevó consigo una especie de cesto de la merienda, pero a pesar de lo ligero que era su equipaje, podía decirse con certeza que fue a desempaquetarlo lejos, después de una larga escala. Iba a desarrollar una especie de invisible impedimenta que tenía acumulada en su memoria, y especialmente sus recuerdos de la noche anterior. Esta clase de impetuoso deseo de soledad era característico en ella, y esta vez tuvo un inmediato efecto venturoso, ya que las primeras noticias fueron muy malas, y cuando ella volvió lo peor había sido ya bastante modificado. Primero se dijo que su tío había muerto; luego, que se moría, y finalmente, que sólo estaba herido y que se tenían grandes esperanzas de salvarle. Bárbara anduvo con su cesto vacío, muy tiesa, por en medio del estruendo de las discusiones acerca de lo ocurrido, y pronto averiguó que las gestiones de la policía para el descubrimiento y persecución del criminal iban ya muy adelantadas. La investigación la llevaba un perspicaz oficial de facciones enjutas llamado Hayter, jefe del grupo de detectives, que era activamente secundado por el joven Meade, secretario del gobernador. Pero se sorprendió mucho al encontrar a su amigo el tutor, en el centro mismo del grupo, contestando a las preguntas que le hacían acerca de su reciente aventura.

Inmediatamente sintió una oleada de subconsciente molestia cuando se dio cuenta de la materia objeto de estas preguntas. Los interrogadores eran Meade y Hayter, pero era significativo el que ellos acabasen de recibir la noticia de que sir Harry Smythe, con su característica energía, había detenido al doctor Paulus Gregory, el sospechoso extranjero de la gran barba. Preguntaban al tutor acerca de lo sucedido, y Bárbara sintió una furia secreta al encontrarse con que el asunto de la noche anterior se había convertido en un público problema de policía. Sintió lo mismo que si al levantarse aquella mañana se hubiera encontrado a todos los que almorzaban en el comedor hablando sobre un sueño muy íntimo que hubiera tenido en mitad de la noche. Porque, aunque ella llevó aquella visión consigo al dirigirse hacia las tumbas y las verdes malezas, lo sentía como algo tan íntimo suyo que era como si hubiera tenido esa visión en el desierto. El suave y moreno señor Meade estaba con ella particularmente insinuador. Y Bárbara se dijo, de un modo completamente absurdo, que siempre había odiado a Arthur Meade.

-Deduzco -decía el secretario- que tiene usted poderosas razones particulares para mirar a este hombre como a una persona peligrosa.

-Lo miro como una podredumbre, y siempre lo he hecho así -replicó Hume de manera algo huraña y como de mala gana-. Nos hemos dado unos cuantos golpes la noche pasada, pero esto no ha modificado nada mis opiniones, ni creo que tampoco las suyas.

-Pues me parece a mí que puede haber una considerable diferencia -insistió Meade-. ¿No es verdad que, además de a usted, amenazó particularmente al gobernador? Y luego se marchó colina abajo, hacia el lugar donde han disparado contra el gobernador. Es verdad que no dispararon contra él hasta pasado bastante tiempo, y que nadie ha visto al agresor; pero puede haber esperado dentro del bosque y luego, a favor de la oscuridad, escurrirse a lo largo del muro.

-Y haberse servido de un arma de fuego de esas que crecen en los árboles del bosque, me parece a mí -elijo sardónicamente el tutor-. Yo aseguro que no tenía ninguna escopeta o pistola consigo cuando le arrojé dentro de las chumberas.

-Parece que está usted hablando en defensa suya -dijo el secretario con una ligera mirada de desprecio-. Y, sin embargo, usted mismo dice que tiene un carácter del que hay que dudar.

-No lo creo así lo más mínimo -replicó el tutor con su impasibilidad acostumbrada-. No tengo, por lo que a mí se refiere, la menor duda acerca de él. Creo que es un relajado, embustero y depravado bravucón y charlatán, y un truhán sensual y egoísta; pero estoy seguro de que él no ha disparado contra el gobernador, y que ha sido otro el que lo ha hecho.

El coronel Hayter dirigió una mirada perspicaz al declarante y habló a su vez por primera vez:

-¡Ah! ¿Y qué cree usted exactamente acerca de eso?

-Creo lo que he dicho -contestó Hume-. Precisamente porque es un bergante es por lo que no ha cometido esta especie de bellaquería. Los agitadores de su tipo no hacen nunca esas cosas por sí mismos; incitan a otras personas, celebran reuniones, y después se despiden de los concurrentes y se desvanecen y van a hacer la misma cosa en otro sitio. Son personas de otra clase las que se disponen a correr los riesgos de representar el papel de Bruto o de Carlota Corday. Pero, además, encuentro que hay otros dos signos de patente evidencia, los cuales purifican completamente a ese tipo.

Metió dos dedos en el bolsillo de su chaleco, y lenta y reflexivamente sacó un pedazo de cristal redondo y aplastado con un trozo de cordón roto.

-Recogí esto en el lugar donde luchamos -dijo-; es el monóculo de Gregory, y si miran ustedes con él verán que no se puede ver nada, lo que demuestra que un hombre que necesita una lente tan fuerte como ésta no puede ver sin ella. Seguramente no podría ver lo suficiente para disparar desde una distancia tan lejana como la que hay desde el final de la pared hasta el sicómoro, que es el sitio desde donde se supone que ha partido el disparo.

-Efectivamente, eso puede ser un dato en favor suyo -dijo Hayter-, aunque el hombre podía tener muy bien otra lente consigo. ¿Dice usted que tiene una segunda razón para pensar que ese hombre es inocente?

-La segunda razón -dijo Hume- es precisamente que sir Harry Smythe le ha detenido.

-¿Qué quiere usted decir? -preguntó Meade intencionadamente-. Porque ha sido usted mismo quien nos ha traído el mensaje de sir Harry.

-Y tengo miedo de haberlo transmitido algo imperfectamente -dijo el otro con su voz serena-. Es completamente cierto que sir Harry ha detenido al doctor, pero lo ha hecho antes de oír hablar del atentado contra lord Tallboys. Le ha detenido precisamente por celebrar una reunión sediciosa a cinco millas de distancia, en Pentápolis, en la que pronunció un elocuente discurso, justamente en los momentos en que Tallboys era herido ahí, en la esquina del camino.

-¡Buen Dios! -exclamó Meade mirándole fijamente-. Parece como si supiera muchas cosas acerca de este asunto.

El algo adusto tutor levantó su cabeza y miró directamente al secretario con mirada firme, aunque algo contrariada.

-Acaso sepa un poco acerca de él -dijo-; en todo caso, estoy completamente seguro de que Gregory posee una buena coartada.

Bárbara había escuchado esta curiosa conversación con atención confusa y un poco penosa, pero como la acusación contra Gregory parecía desaparecer, una nueva emoción íntima comenzó a abrirse camino hacia el exterior. Empezó a darse cuenta de que había deseado, no por mala voluntad particular hacia él, sino porque ello explicaría y arreglaría por completo el incidente y lo alejaría de su mente junto con otro pensamiento turbador apenas consciente. Y ahora que el criminal se había convertido de nuevo en una sombra innominada, empezó a obsesionar su imaginación con espantosas sugestiones de identificación y tenía espasmos de miedo, en los que la sombría figura poseía de pronto un rostro.

Como ya hemos hecho notar, Bárbara Traill era algo morbosa acerca de su hermano y de la tragedia de los Traill. Devoradora de libros, fue de esa clase de escolares a los que se encuentra siempre en un rincón con un libro. Esto quiere decir, en general, dadas las modernas condiciones de vida, que leía a veces con frecuencia aquello que no podía comprender en lugar de leer lo que sí entendía. Encerraba en su mente una mezcolanza de ciencia popular acerca de la herencia y del psicoanálisis, y todo el rumbo de su cultura tendía a hacerla completamente pesimista. Las personas que están en esta disposición de ánimo nunca tienen la menor dificultad en encontrar razones para sus peores aprensiones. Y era suficiente para ella pensar que la misma tarde antes del atentado cometido contra su tío éste había sido públicamente insultado, y aun insensatamente amenazado por su hermano.

Esta clase de venenos psicológicos trabajan cada vez más profundamente dentro del cerebro. Las cavilaciones de Bárbara tenían ramificaciones y espesuras, como un bosque sombrío, y no dejaba de pensar que un muchacho embotado y sin desarrollar era efectivamente un maniático y un asesino. Las absurdas generalizaciones de los libros que había leído le impulsaban cada vez más. Si era así su hermano, ¿por qué no había de serlo su hermana? Y si era así su hermana, ¿por qué no había de serlo ella misma? Su recuerdo exageraba y retorcía la conducta distraída de su hermana la tarde anterior en el jardín, hasta llegar casi a imaginar que Olive había destrozado las flores con los dientes. Como ocurre siempre con semejantes desequilibradas inquietudes, toda clase de accidentes toman una terrible significación. Su hermana había dicho: «¿Y no nos ha ocurrido también algo especial a todos nosotros?» ¿Qué quería decir esto sino que la familia estaba atormentada? Hume mismo había dicho que no era él el único loco entre los presentes. ¿Qué otra cosa podía significar? El mismo doctor Gregory había dicho, hablando con ella, que su raza estaba degenerada. ¿No querría decir con ello que su familia también lo estaba? Después de todo, era un médico, aunque fuera un malvado. Cada una de aquellas odiosas coincidencias le producía una sacudida espiritual, hasta tal punto que casi gritaba cuando pensaba en ello. Mientras tanto, el resto de su imaginación daba vueltas dentro del círculo de hierro de su lógica infernal. Se decía una y otra vez que ella era un caso patológico, y eso era, sencillamente, porque estaba loca. Pero no lo estaba ni mucho menos: era solamente muy joven, y hay millares de jóvenes que atraviesan periodos de pesadillas semejantes, y nadie lo sabe ni lo remedia.

Sin embargo, se movía con un curioso impulso en busca de ayuda; el mismo impulso que la había empujado en la fría claridad de la luna hacia la cabaña de madera que estaba en lo alto de la colina. Y en aquellos momentos subía de nuevo la colina cuando se encontró con John Hume, que bajaba.

Bárbara arrojó de sí todos sus temores y sospechas familiares en un desbordamiento, del mismo modo que se había desprendido de todas sus dudas y protestas patrióticas, con una confusa confianza que descansaba sobre un razonamiento no definido, pero del que, sin embargo, estaba segura.

-Así ha sido -dijo ella, como poniendo un final a su impetuoso monólogo anterior-. Empiezo a estar completamente segura de que el autor es el pobre Tom; pero esta vez siento que yo misma podía haberlo hecho.

-Bueno, eso es bastante lógico -admitió Hume-. Es casi tan insensato decir que usted es culpable como que Tom lo es. Y aproximadamente tan razonable decir que el arzobispo de Canterbury es tan culpable como cualquiera de ustedes dos.

Ella intentó explicar sus elevadas sospechas científicas acerca de la herencia, y su impresión era muy marcada hasta el punto de lograr, por lo menos, despertar a aquella considerable y flemática persona a una especie de animación.

-¡Que el diablo se lleve a todos los doctores y hombres de ciencia! -exclamó-. O más bien, que el diablo se lleve a todos los novelistas y periodistas que hablan acerca de lo que ni los mismos doctores entienden. Las gentes regañan a las antiguas nodrizas por asustar a los niños con duendes, que muy pronto se convertían en objeto de burlas. ¿Qué habrá que hacer con las nuevas nodrizas, que dejan que los niños se asusten a sí mismos con esos negros duendes a los que creen necesario tomar en serio? Querida niña, todo eso tiene tanto que ver con su hermano como con usted. Él es solamente lo que se llama un neurótico protegido, que es una manera un poco más complicada de decir que tiene la piel un poco dura y que el barniz de la escuela no quiere adherirse a ella y se escurre, como se escurre el agua del lomo de los patos. Tanto mejor para él, que a la corta o a la larga es tan apto como cualquier otro. Y, aun suponiendo que se quede un poco más infantilizado que el resto de nosotros, ¿hay algo en un niño que sea especialmente terrible? ¿Se estremece usted cuando piensa en su perro únicamente porque está contento y la acaricia y porque todavía no pueda enunciar la proposición cuarenta y ocho de Euclides? Si eso ocurre en un perro, no hay ningún mal. Si ocurre en un niño, no lo hay tampoco. Aun suponiendo que se quede infantilizado, no habrá mal. ¿No ha deseado usted alguna vez que todos pudiéramos continuar siendo niños?

Ella era de esas personas que se agarran a todas las nociones y sugestiones tal como vienen, una tras otra, y por eso permaneció silenciosa, mientras su imaginación trabajaba como un molino. Fue él quien rompió el silencio, hablando de nuevo y más ligeramente.

-Es como lo que dijimos ayer acerca de un escarmiento. Yo creo que el mundo es demasiado solemne y severo en sus castigos, y sería mucho mejor si estuviera gobernado como un cuarto destinado a los niños. Las personas no necesitan trabajos forzados ni penas de muerte y todo lo demás. Lo más que necesita la gente son unos coscorrones o que le manden a la cama. ¡Qué broma no sería coger a un millonario poco escrupuloso y ponerlo en un rincón! Sería el castigo apropiado.

Entonces habló ella de nuevo, y en su tono había algo de alivio, de renovada curiosidad.

-¿Qué hace usted con Tom? -preguntó-, ¿y qué significan todos esos cómicos triángulos?

-Me hago el bobo -repuso él gravemente-. Lo que él necesita es tener su atención despierta y fija, y las boberías se han hecho para los niños. ¿Sabe usted lo que les gusta siempre esas imágenes, como la de la vaca que salta hasta la luna? Ése es el efecto educador de los acertijos. Bueno, pues yo tengo que ser el acertijo, y he de mantenerle ansioso de saber lo que pienso o lo que haré más tarde. Ello requiere aparecer estúpido, pero es el único procedimiento.

-Sí -contestó ella lentamente-, hay algo terriblemente excitante en los acertijos... en toda clase de acertijos. Ese mismo viejo clérigo, con todos sus acertijos acerca de las Revelaciones, hace sentir que hay en ello algo vivo... Por cierto, creo que le prometimos ir a tomar el té con él esta tarde. Estoy en un estado que me olvido de todo.

Mientras hablaba vio a su hermana Olive que subía por el sendero ataviada con los inequívocos vestidos de visita y acompañada por su vigoroso marido, el subgobernador, que no acostumbraba a atender frecuentemente esa clase de funciones sociales. Bajaron juntos al camino, y Bárbara se sorprendió aún más al ver delante de ellos, por el mismo sendero, no solamente a la bruñida y charolada figura del secretario, señor Meade, sino también la silueta más angulosa del coronel Hayter. La invitación del sacerdote había sido, evidentemente, una amplia invitación.

El reverendo Ernest Snow vivía de una manera muy modesta en una de las casitas levantadas en hilera para los funcionarios del Gobierno. Por detrás de esta fila de hoteles corría el camino a lo largo de la tapia del jardín, pasaba junto al sicómoro y el grupo de olivos y finalmente por la esquina donde el gobernador había caído por el misterioso disparo. La senda orlaba el abierto desierto y tenía todo el carácter de un camino trazado por los rudos pies de los peregrinos del desierto. Pero yendo por el otro lado, por delante de la hilera de casas, un viajero podía imaginarse perfectamente en cualquier suburbio de Londres: tan parecidas eran las ornamentales barandillas y tan semejantes los pórticos y los pequeños jardines de delante de las casas. Nada más que un número diferenciaba de las demás la vivienda del clérigo, y la entrada era tan estrecha que el grupo de invitados de la casa del Gobierno tuvo alguna dificultad para entrar por ella.

El señor Snow se inclinó sobre la mano de Olive con una ceremonia que le hizo parecer, con su blanco pelo, un empolvado aparecido del siglo XVIII, y con algo también que parecía en el primer momento un poco más difícil de definir. Algo que iba con la voz baja y con las oraciones de su profesión en determinados momentos. Su rostro estaba tranquilo, pero parecía que tenía una tranquilidad deliberada, y a despecho de su aspecto solemne, sus ojos estaban muy brillantes y fijos. Bárbara se imaginó de pronto que estaba dirigiendo un funeral cercano.

-No necesito decirle a usted, señora Smythe -dijo con el mismo suave acento- cuánta simpatía sentimos por ustedes en esta hora terrible. La muerte de su distinguido tío...

Olive Smythe le interrumpió, mirándole con un poco de insolencia:

-Pero si mi tío no ha muerto, señor Snow. Ya sé que se afirmó así en los primeros momentos, pero sólo ha recibido un tiro en una pierna, y ya trata de andar, aunque cojea.

Una sacudida que le transformó pasó por el rostro del clérigo, y rápidamente por sus ojos después, y a Bárbara le pareció que se le caía la dentadura, y que al reajustarla lo nacía con una mueca de congratulación completamente artificial.

-Mi querida señora -dijo sin aliento-, por este consuelo...

Y miró a su alrededor, a los muebles, con una mirada un poco vacía de sentido. Mientras tanto, no parecía comprobarse que el reverendo Ernest Snow se hubiera acordado de preparar el té, y más bien parecía que los preparativos que había hecho eran de otro orden tranquilizador. Las mesitas estaban cargadas con anchos libros, muchos de los cuales estaban abiertos, y en su mayor parte aparecían cubiertos de planos y dibujos, la mayoría arquitectónicos o arqueológicos, y algunos, al parecer, astronómicos y astrológicos, pero que en conjunto daban la impresión confusa de hechizos mágicos o de proceder de una librería de magia negra.

-Estudios apocalípticos -tartamudeó-. Es una de mis manías. Yo creía que mis cálculos... porque estas cosas han sido escritas para instruirnos.

Bárbara sintió en aquel momento una última punzada de asombro y de alarma, porque dos detalles se grabaron instantánea y simultáneamente en su conciencia. El primero era que el reverendo Ernest Snow había creído en la muerte del gobernador con una especie de solemne satisfacción, y que oía la noticia de su mejoría de modo muy diferente a la satisfacción. El segundo detalle es que hablaba con la misma voz que pronunciara una vez idénticas palabras desde la sombra del sicómoro, voz que sonaba en los oídos de Bárbara como un grito salvaje que pidiera sangre.

5.- LA TEORÍA DEL ASESINATO MODERADO

El coronel Hayter, jefe de la policía, se dirigió hacia las habitaciones interiores con un movimiento que era casual, pero no accidental. Bárbara estaba, indudablemente, algo sorprendida de que semejante personaje les hubiera acompañado a una visita puramente de sociedad, y en el mismo instante empezó a pensar en oscuras y algo increíbles posibilidades. El clérigo se había dirigido a uno de los libros que estaban abiertos y volvía las hojas del volumen con excitación febril, al mismo tiempo que rezongaba palabras incomprensibles. Parecía un hombre que estuviera buscando una cita sobre cuya exactitud hubiera sido desafiado.

-He oído decir que tiene usted un jardín muy agradable, señor Snow -dijo Hayter-. Me gustaría verlo.

Snow le miró por encima del hombro con cara espantada, y en los primeros momentos pareció incapaz de apartar su imaginación de lo que le tenía preocupado. Luego dijo agriamente, aunque un poco tembloroso:

-No hay nada que ver en mi jardín, absolutamente nada. Precisamente me asombraba...

-Le asombraba verme aquí, ¿verdad? -preguntó Hayter con indiferencia, encaminándose hacia la puerta cerrada. Había en su actitud tal resolución que los demás, inconscientemente, echaron a andar detrás de él; Hume, que precisamente estaba detrás del detective, le dijo en voz baja:

-¿Qué espera usted encontrar en el jardín del viejo?

Hayter le miró por encima del hombro con torva afabilidad.

-Espero encontrar tan sólo una especie de árbol del que nos ha hablado usted últimamente -dijo.

Pero cuando salieron a la limpia desnudez del estrecho jardín, el único árbol que vieron fue el sicómoro que se levantaba en medio del desierto trozo de terreno, y Bárbara recordó con otro inconsciente estremecimiento que éste era el lugar desde el cual calculaban los peritos que había sido hecho el disparo.

Hayter cruzó a grandes zancadas por el césped y se le vio detenerse junto al enmarañamiento de plantas tropicales que crecía al lado del muro y agacharse sobre ellas. Cuando se enderezó, se le vio que tenía en las manos un largo y pesado objeto cilindrico.

-Aquí hay algo que ha caído del árbol que produce armas, y que usted nos dijo que crecía en estos lugares -dijo torvamente-. ¿No es gracioso que se encuentre un arma en el jardín posterior de la casa del señor Snow? Especialmente si se trata de una escopeta de dos cañones con uno de ellos descargado.

Hume miraba de hito en hito el arma que tenía en sus manos el detective, y por primera vez se reflejó en su impasible rostro una expresión de asombro, y aun de consternación.

-¡Demonio! -dijo suavemente-. Se me había olvidado eso. ¡Qué loco soy!

Algunos de los presentes, menos Bárbara, oyeron su extraña exclamación, pero ninguno pudo comprender su significado. De pronto giró en redondo y se dirigió al grupo en voz casi tan alta como si estuviera en una conferencia:

-Miren ustedes aquí -dijo-. ¿Saben lo que significa esto? Esto significa que el pobre viejo Snow, que está aún probablemente ajetreado con sus jeroglíficos va a ser acusado de intento de asesinato.

-Eso es un poco prematuro -dijo Hayter-, y tengo que decirle a usted, señor Hume, que se está entrometiendo en lo que es nuestra obligación. Pero le estoy agradecido por habernos llevado al buen camino cuando nos demostró que estábamos equivocados respecto del otro individuo.

-Estaban ustedes equivocados acerca del otro individuo y lo está usted también acerca de éste -dijo Hume bárbaramente enfurecido-. Pero yo pude darles una prueba en el otro caso. ¿Qué prueba pueden darme ustedes ahora?

-¿Y por qué tenemos que darle ahora ninguna prueba? -preguntó el detective bastante turbado.

-Bueno, ya sé -dijo Hume-, y me regocija mucho ver que no necesitan dármela.

Transcurrió un momento de silencio, y Hume lo rompió al fin, diciendo con una especie de furia:

-¡Qué demonios! ¿No pueden ver ustedes que es necio ocuparse de este viejo loco? ¿No han visto ustedes que sólo le preocupan sus profecías de catástrofes, y que no hizo apenas caso cuando vio que antes no se le confirmaba lo que había supuesto?

-Hay circunstancias sospechosas mucho mejores que esos razonamientos -dijo Smythe brevemente-. Aquí hay una escopeta que estaba en el jardín, y precisamente al lado del sicómoro.

A estas palabras siguió un silencio, durante el cual Hume permaneció con la espalda inclinada y mirando a sus pies con el entrecejo fruncido y como agraviado. Luego, de pronto, levantó la cabeza y habló con una especie de explosión:

-Bueno, está bien; pero yo sí puedo darles a ustedes una prueba -dijo con una sonrisa alegre-. El que ha disparado contra el gobernador he sido yo.

Sobrevino un silencio, como si todos los presentes se hubieran convertido en estatuas, y durante unos segundos nadie se movió ni habló. Luego, Bárbara oyó su propia voz, que exclamaba en medio de aquel silencio:

-¡Oh, usted no lo ha hecho!

Y un momento después el jefe de Policía hablaba con una voz nueva y mucho más difícil:

-Quiero saber si está usted bromeando -dijo- o si en realidad se propone declararse autor del intento de asesinato de lord Tallboys.

Hume levantó una mano con un gesto de interrupción, algo así como lo que hace un orador en público. Todavía sonreía ligeramente, pero su actitud era ahora mucho más seria.

-Perdone usted-dijo-. Perdóneme. Déjeme que haga una distinción de gran importancia para mi propia estimación. Yo no traté de asesinar al gobernador, sino tirarle un tiro en la pierna, y se lo tiré.

-¿Qué quiere usted decir con eso? -exclamó Smythe con impaciencia.

-Lamento mucho parecer puntilloso -dijo Hume tranquilamente-. Tengo que aguantar reproches acerca de mi moral, como todos los demás miembros del mundo criminal, pero reproches acerca de mi puntería no puedo tolerarlos: es el único deporte en el que sobresalgo.

Recogió la escopeta de dos cañones antes de que nadie pudiera detenerle, y continuó diciendo rápidamente:

-¿Me permiten ustedes que llame su atención acerca de un punto técnico? Esta escopeta tiene dos cañones, y uno de ellos está aún sin descargar. Si un loco hubiera tirado contra Tallboys a esta distancia sin matarlo, ¿no creen ustedes que, aun estando loco, hubiera disparado de nuevo, si era eso lo que se proponía hacer? Pero ahí tienen ustedes: no era eso lo que él se proponía.

-Me parece que fantasea usted mucho acerca de su puntería -dijo rudamente el subgobernador.

-¡Ah, es usted escéptico! -replicó el tutor con el mismo tono ligero-. Muy bien, sir Harry, usted mismo ha suministrado los aparatos para la demostración, y quiero aprovecharlos. Los blancos que debemos a su patriótica actividad están ya levantados, según creo, en el talud, precisamente detrás del final del muro.

Y antes de que nadie pudiera moverse había saltado a horcajadas sobre el pequeño muro del jardín, exactamente debajo de la sombra del sicómoro. Desde aquella altura podía ver la hilera de blancos que se extendía a lo largo de los límites del desierto.

-Supongamos que yo digo -dijo alegremente, con el tono de un orador popular-, que pongo esta bala en la diana del segundo blanco, pulgada más o menos.

El grupo pareció despertar de la sorpresa que le paralizaba. Hayter corrió hacia delante y Smythe reventó en una maldición:

-¡Ah, el condenado mentecato!...

Su voz se ahogó dentro de una sorda explosión, y en medio de los ecos de ella, el tutor saltó serenamente del muro.

-Si alguno quiere tomarse el trabajo de ir a ver -dijo-, creo que encontrará la demostración de mi inocencia, no, indudablemente, de haber disparado contra el gobernador, sino la de no haberle querido dar en ningún otro lado de donde le di.

Hubo otro silencio, y después, esta comedia de inesperados acontecimientos fue coronada con otro que lo era aún más, porque venía de una persona de la que, naturalmente, todos se habían olvidado.

La alta voz cacareante de Tom se oyó de pronto sobre el tumulto:

-¿Quién va a verlo? -decía-. ¿Por qué no van ustedes a verlo?

Fue casi como si hubiera hablado un árbol del jardín. Indudablemente, la excitación de aquellos sucesos había trabajado sobre este vegetativo cerebro desarrollándolo rápidamente, como ocurre con algunos vegetales ante las manipulaciones de la química. Y no fue esto todo, pues un momento después aquel vegetal tomó una gran fuerza animal y se lanzó a través del jardín. Todos vieron como un remolino de delgados miembros destacarse sobre el cielo cuando Tom Traill saltó el muro del jardín y fue corriendo sobre la arena hacia los blancos.

-¿Es que este lugar es una casa de locos? -exclamó sir Harry Smythe con el rostro más congestionado y una ráfaga de tristeza en la mirada, como si una enorme y oculta templanza se estuviera abriendo camino hacia la superficie.

-Venga usted, señor Hume -dijo Hayter con su más fría voz-. Todos le creen un hombre muy sensato. Se propone usted decirme seriamente eso de que alojó una bala en la pierna del gobernador sin ninguna razón concreta, y mucho menos por asesinarle...

-Lo hice por una excelente razón -contestó el tutor, cuya actitud era aún desconcertante-. Lo hice precisamente porque soy un hombre sensato. En efecto: soy un asesino moderado.

-¿Y qué demonios es eso?

-La filosofía de la moderación en el asesinato -continuó el tutor suavemente- es una cosa a la cual he prestado alguna atención. El otro día, sin ir más lejos, decía yo que muchas personas necesitan ser en parte asesinadas, especialmente aquellas que ocupan una posición política de responsabilidad. Así como decía que el castigo por ambas partes era en extremo severo. El más ligero matiz o «soupcon» de asesinato es cuanto se requiere para conseguir una corrección. Un poco más, y ya sería mucho; un poco menos, y el gobernador de Polybia habría muerto, como dice Browning.

-¿Pero de veras me pide usted que crea -bufó el jefe de Policía- que usted hace una profesión de disparar sobre las piernas izquierdas de los hombres públicos?

-No, no -dijo Hume con una especie de precipitada solemnidad-. El procedimiento, se lo aseguro a usted, está observado con particular atención. Si hubiera sido el canciller del Echiquier, habría elegido tal vez un sitio junto a su oreja izquierda, Y en el caso del presidente del Consejo, el lugar de la nariz era el indicado. Pero el objetivo es el principio general de que les ocurra «algo» a esas personas, para levantar sus dormidas facultades con un pequeño problema personal. Ahora bien: nunca ha habido un hombre -y repitió estas palabras con énfasis, como si se tratara de una demostración científica-, nunca ha habido un hombre más significado y señalado por la Naturaleza para ser algo asesinado que lord Tallboys. Con mucha frecuencia han sido asesinados otros hombres eminentes, y todos reconocieron que el hecho había sido justo, y el asunto quedó zanjado. Los habían asesinado, y ya no se volvió a pensar acerca de eso. Pero Tallboys es un caso notable; es mi jefe, y le conozco muy bien. Es realmente una buena persona. Es un caballero, es un patriota y, lo que es más importante aún, es verdaderamente un hombre liberal y razonable. Pero, por estar perpetuamente en el puesto que ocupa, deja que las costumbres aparatosas vayan en él de mal en peor, y hasta parece que crecen en él, como su inconfundible sombrero de copa. ¿Qué se necesitaba en este caso? Yo he decidido que bastaba con varios días de cama. Varias saludables semanas apoyándose en una sola pierna y meditando sobre la diferencia que hay entre él y el Altísimo, meditación que es tan agradable de hacer.

-No escuchemos más a este lunático -exclamó el subgobernador-. Si dice que disparó contra Tallboys, supongo que no hay más que hacer que detenerlo. Así debe comprenderlo también él.

-Al fin ha acertado usted, sir Harry -dijo Hume cordialmente-. Estoy despertando unas cuantas inteligencias dormidas esta tarde.

-No queremos oír más tiempo sus bromas -gritó Smythe con repentino enfurecimiento-. Le detengo a usted por intento de asesinato.

-Creo -contestó el sonriente tutor- que es usted el que bromea.

En ese momento Tom saltó el muro y rebulló nuevamente junto al sicómoro y penetró en el jardín jadeando y gritando alegremente.

-Era verdad. Era exactamente lo que él decía.

Durante el resto de la conversación, y hasta que el extraño grupo se dispersó por el jardín, el muchacho continuó mirando fijamente a Hume, tan fijamente como sólo un muchacho puede mirar a quien ha hecho alguna cosa notable en un juego. Pero cuando él y Bárbara volvieron juntos a la casa del Gobierno, aquélla, que estaba indescriptiblemente aturdida y confusa, encontró a su compañero curiosamente convencido con cierta opinión propia que difícilmente lograba describir. No era exactamente que no creyera a Hume. Era más bien como si creyera lo que éste no había dicho, pero que él sospechaba.

-Es un acertijo -repetía Tom con terca solemnidad-. Es excesivamente aficionado a los acertijos. Dice tonterías precisamente para hacerte pensar. Esto es lo que nosotros hemos conseguido hacer. Y él no hace como tú, que todo lo das por perdido.

-¿Qué es lo que hemos conseguido hacer? -repitió Bárbara.

-Pensar lo que realmente significan las cosas -respondió Tom.

Tal vez había algo de verdad en la suposición de que el señor John Hume era muy aficionado a los acertijos, pues planteó uno más al jefe de la Policía cuando este oficial lo tomó bajo su custodia.

-Bueno-dijo alegremente-, ustedes no pueden hacer más que ahorcarme a medias, puesto que yo soy solamente un medio asesino. Supongo que habrá usted ahorcado a muchas personas.

-De vez en cuando, y lamento tenerlo que decir -contestó el coronel Hayter.

-¿Y ahorcó usted a algún hombre para prevenirle de que iba a ser ahorcado? -preguntó el tutor con interés.

6. - LO QUE REALMENTE OCURRIÓ

No es verdad que lord Tallboys hubiera puesto su sombrero de copa en la cama durante su breve enfermedad. Ni tampoco es cierto, como se dijo menos absurdamente, que mandase a buscarlo tan pronto como pudo ponerse en pie, y que lo llevara como una pincelada final a su traje, consistente en un batín verde y rojas zapatillas. Pero sí fue completamente cierto que recobró su sombrero y su alta dignidad oficial en la primera oportunidad que se le presentó, con cierto disgusto, según se dijo, de su subordinado el subgobernador, que se veía, por segunda vez, atajado en algunas de aquellas vigorosas medidas militares que podían realizarse más fácilmente después de la conmoción del atentado político. En otras palabras: el subgobernador estaba algo ceñudo. Había caído en un irritable silencio, y estaba su rostro congestionado, y cuando rompía el silencio era para exponer a sus amigos sus deseos, después de lo cual volvía a callar. Si le recordaban al excéntrico tutor, a quien tenía bajo su custodia en su departamento, estallaba con una especie de impaciencia y disgusto:

-¡Oh, por Dios bendito, no me digan nada acerca de ese demente brutal y mentecato! -exclamaba con voz que parecía expresar una tortura, como si no fuera capaz de tolerar por más tiempo la humana locura-. ¿Por qué hemos de estar castigados en este mundo con semejantes locos?... «Le tiré a una pierna!... ¡Soy un asesino moderado!...» ¡Cerdo!

-No es un cerdo -dijo Bárbara Traill enfáticamente, como si se tratara de puntualizar la exactitud de un término de la Historia natural-. Yo no creo ni una palabra de lo que la gente dice contra él.

-¿Crees que hay alguien que hable en contra de él? -preguntó su tío mirándola de reojo y con burlona expresión.

Tallboys estaba apoyado sobre una muleta, y, en marcado contraste con el malhumor de sir Harry Smythe, llevaba su contratiempo de una manera animosa y hasta alegre. La necesidad de atender al interrumpido ritmo de sus piernas había detenido, al parecer, la rotación oratoria de sus manos. Su familia no recordaba haberle visto así desde hacía mucho tiempo. Parecía como si hubiera algo de verdad en la teoría del asesinato moderado.

En cambio, sir Harry Smythe, habitualmente de mucho mejor humor en la intimidad de la familia, parecía cada vez más malhumorado. El rojo oscuro de su cutis se acentuaba, hasta llegar a alcanzar, por el contraste que ofrecía, la brillantez de sus ojos claros.

-Yo me refiero a todos esos cochinos entrometidos -empezó a decir.

-Y yo le digo que no sabe usted nada acerca de esto -insistió su cuñada-. Él no es uno de tantos; es...

Pero en este punto, por alguna oculta razón, fue Olive quien intervino rápidamente y sin ruido. Estaba un poco pálida e inquieta.

-¿Queréis dejar ya esa conversación? -dijo con precipitación-. Harry tiene muchas cosas que hacer...

-Ya sé lo que voy a hacer yo -dijo Bárbara con terquedad-. Voy a preguntarle a lord Tallboys, como gobernador de este lugar, si quiere dejarme visitar al señor Hume, para ver si puedo lograr saber lo que significa lo ocurrido.

Parecía violentamente excitada por alguna causa, y su propia voz le sonaba extrañamente. Sintió la rapidísima impresión de los ojos de Harry Smythe clavándose en su cabeza con colérica mirada, y que el rostro de Olive, destacándose del fondo de la habitación, estaba cada vez más pálido y más inquieto, y que flotando sobre todo esto, con algo que parecía una burla traviesa, destacaba la benévola diversión de su tío. Sintió como si hubiera perdido muchas cosas, o más bien como si hubiera ganado una nueva sutileza en su percepción.

Entretanto, John Hume estaba sentado en su celda, mirando fijamente al blanco muro con un rostro igualmente blanco. Acostumbrado como estaba a la soledad, no tardó en encontrar algo en qué pensar los dos o tres días y noches de la inhumana soledad de la prisión. Acaso el hecho más vívido en su inmediata sensación era el estar privado de tabaco. Pero tenía algo más, eso que algunos llaman fundamentos más graves de depresión. No sabía qué clase de sentencia dictarían contra él por estar confeso de un atentado con propósito de herir al gobernador, pero conocía lo suficiente las condiciones políticas y los expedientes legales para saber que le seria inmediatamente infligido un severo castigo, en relación con el escándalo público del delito. Había vivido en aquella avanzada de la civilización durante los últimos diez años, hasta que Tallboys le encontró en El Cairo. Recordaba la violenta reacción después del asesinato del anterior gobernador, la manera en que el subgobernador se había convertido en un déspota y castigado la región con actos coercitivos y expediciones de castigo, hasta que su impulsivo militarismo se moderó un poco con la llegada de Tallboys con instrucciones del Gobierno patrio. Tallboys estaba aún vivo, y aunque algo modificado, sobre sus dos pies. Pero probablemente seguía bajo las órdenes del doctor y difícilmente podía ser juez en su propia causa, de manera que el autocrático Smythe tendría probablemente otra oportunidad de manejar el rayo y dirigir la tormenta. Pero la verdad es que existía en lo más profundo de la imaginación del prisionero algo que le asustaba más que la prisión. El punto de pánico que había empezado a atormentar y a consumir hasta la pétrea impasibilidad de su mente y de su cuerpo era el temor de que su fantástica explicación hubiera dado a sus enemigos otra especie de oportunidad. Y lo que más le asustaba personalmente era que dijeran que estaba loco y lo pusieran bajo más humano e higiénico tratamiento.

No cabe duda de que a quien hubiera observado su conducta en las horas siguientes al hecho le estaría justificado mantener dudas y suposiciones sobre este punto. Miraba hacia lo que tenía delante de una manera extraña, pero no lo hacía fijamente, como quien no ve nada, sino más bien como si viera algo en aquel momento. Le parecía a él mismo que, como un ermitaño en su celda, estaba viendo visiones.

-Bueno. Creo, luego existo, después de todo -dijo en voz alta, con voz fría y clara-. ¿No dijo San Pablo algo parecido?... Porque, ¡oh, rey Agripa!, yo no fui desobediente a la celestial visión... Yo he visto esta visión celestial entrar por la puerta varias veces, y algo me hacía desear que fuera realidad. Pero las personas reales no pueden entrar de esa manera a través de las puertas de la prisión... Una vez llegó y pareció que la habitación se llenaba de sonidos de trompetas, y otra vez lo hizo como un grito en el viento y hubo allí una lucha, y yo supe que podía odiar y que podía amar. Dos milagros en una noche. ¿Pensó usted que tenía que ser eso un sueño, suponiendo que no lo fuera usted y pudiera pensar alguna cosa? Pero yo tenía, al menos entonces, la esperanza de que fuera usted real.

-¡Qué dice! -dijo Bárbara Traill-. Soy una persona real.

-¿Se propone usted decirme a sangre fría que no estoy loco -preguntó Hume mirándola aún fijamente-, y que está usted aquí?

-Es usted la única persona sana que he conocido -contestó ella.

-¡Dios santo! -dijo él-. Entonces he hablado con demasiada claridad para decir precisamente lo que sólo debe ser dicho en una casa de locos o hablando con visiones celestiales.

-Ha dicho usted tanto -dijo ella en voz baja-, que yo necesito que diga mucho más. Lo que piensa acerca de todo este jaleo. Después de lo que ha dicho usted, ¿no cree que puede permitírseme saberlo todo?

Miró ceñudo hacia la mesa, y replicó, algo más brusco:

-La turbación obedecía a que yo pensaba que era usted la última persona que debía saberlo. Está su familia, y usted puede sentirse preocupada y tener que callar su lengua en defensa de alguien hacia quien sienta afecto.

Hizo una pausa, que duró un momento, y continuó:

-Los demás nunca han hecho nada por mí. Habrían dejado que mi desvarío me llevara a la locura y terminara en un manicomio... ni siquiera se habrían preocupado si hubiera puesto fin a mi vida con láudano. En realidad, no he hablado con nadie hasta este momento, ni ahora lo necesito tampoco.

Él miraba fijamente a sus pies; algo como un temblor de tierra le había lanzado al fin fuera de su constante incredulidad acerca de la felicidad. Le cogió ambas manos y brotaron de él palabras que nunca habría imaginado que llevara dentro. Y ella, que era más joven que él, le miraba fijamente, con una firme sonrisa y los ojos centelleantes, como sí él fuera más viejo y más sabio. Al cabo de un rato pudo decir: -Ahora me hablará usted.

-Debe comprender-dijo él al fin más juiciosamente- que cuanto he dicho era verdad. No estaba inventando un cuento de hadas para salvar a un hermano perdido en Australia, ni cualquier otro asunto de esos que se leen en las novelas. La verdad es que puse una bala en el cuerpo de su tío y que pensaba ponerla allí.

-Lo sé -replicó ella-, y porque lo sé estoy segura de que no sé todo. Tengo la seguridad de que detrás de esto hay alguna historia extraordinaria.

-No -contestó Hume-, no hay ninguna historia extraordinaria. Hay más bien una historia extraordinariamente ordinaria.

Hizo una pausa durante un momento, reflexionando, y luego continuó:

-En realidad, se trata de una historia particularmente llana y sencilla. Me maravilla que no haya ocurrido antes cientos de veces, y me asombra que no se haya contado en centenares de historias. Porque es algo que puede ocurrir en todas partes donde se den ciertas circunstancias. En este caso ya sabe usted un poco acerca de las circunstancias. Usted sabe que hay una especie de balcón que rodea mi pabellón, y que mirando desde él se ve todo el paisaje como si fuera un mapa. Bueno. Yo miraba desde allí, y vi toda la lisa llanura de este lugar: la hilera de hoteles y el muro y el sendero que corre detrás de él, y el sicómoro, y más lejos los olivos y el término del muro, y los dos lados de la vertiente, cubiertos de césped, y todo lo demás. Pero vi algo que me sorprendió: que se había levantado ya una hilera de blancos de tiro. Debió ser una orden urgente, y los peones habían trabajado toda la noche. Mientras miraba, a pesar de la distancia, vi un puntito, que correspondía a un hombre que estaba de pie junto al blanco más próximo, como si diese en él los últimos toques. Luego hizo una especie de seña a uno que estaba lejos, al otro lado, y se separó rápidamente de aquel lugar. A pesar de lo pequeña que era aquella figura, cada gesto me decía algo. Seguramente se había separado de allí porque el tiro al blanco iba a empezar, y casi al mismo tiempo vi algo más. Bueno, antes había visto una cosa. Había comprendido la causa de que la señora Smythe esté inquieta y de que vague distraída por el jardín.

Bárbara le miró asombrada, pero él continuó:

-Caminando a lo largo del sendero desde la casa del Gobierno, y hacia el sicómoro, vi una figura familiar que se mostraba precisamente sobre el largo muro del jardín con un agudo contorno, como una figura en una pantomima de sombras chinescas. Era el sombrero de copa de lord Tallboys. Entonces me acordé de que acostumbraba a dar un paseo por este sendero hasta las cuestas que hay detrás, y sentí la abrumadora sospecha de que él no sabía que el espacio que había detrás del muro era ya un campo de tiro. Yo sé que es algo sordo, y algunas veces dudo que oiga todas las cosas que le dicen oficialmente, y algunas veces también temo que se las digan de manera que no las pueda oír. Entretanto, demostraba seguir rectamente por su habitual camino, y entonces se derrumbó sobre mí como una catarata otra sólida y abrumadora certeza. No diré ahora mucho sobre esto. Y diré lo menos que pueda en el resto de mi vida. Pero ocurrían cosas que yo sabía y usted probablemente no, entre los políticos de aquí, y que habían conducido a aquel espantoso momento. Yo tenía razones suficientes para temer. Pensando vagamente en que si las cosas se torcían podía tener que luchar, eché mano a mi escopeta y me lancé cuesta abajo hacia el sendero, corriendo desatinadamente y tratando de gritar para llamarle la atención. Él no me vio y no pudo oírme. Corrí detrás de él a lo largo del camino, pero me llevaba demasiada ventaja. Al llegar yo junto al sicómoro comprendí que era demasiado tarde. Estaba ya a mitad de camino del grupo de olivos, y ningún corredor humano podría alcanzarle antes de que llegara a la esquina.

»Sentí rabia contra aquel hombre que iba hacia su destino. Vi su inclinada y pomposa figura con el absurdo sombrero de copa puesto en lo más alto de ella y las anchas orejas despegadas de la cabeza... esas anchas e inútiles orejas. Había algo angustiosamente grotesco en aquella inconsecuente espalda que se destacaba sobre la llanura mortífera. Porque yo estaba seguro de que en el momento en que pasase la esquina del muro, aquel espacio sería barrido por las balas, que partirían en ángulo recto al sentido de su marcha. Yo no podía hacer más que una cosa, y la hice. Hayter pensaba que yo estaba loco cuando le pregunté si él había ahorcado alguna vez a un hombre para prevenirle de que iba a ser ahorcado. Eso es lo que yo hice. Disparé sobre un hombre para prevenirle de que iban a disparar sobre él.

»Le metí una bala en la pantorrilla, y fue a caer unos dos metros antes de llegar a la esquina. Esperé un momento y vi que acudía gente de las últimas casas en su auxilio. Y entonces hice lo que realmente lamento. Tenía una vaga idea de que la casa del sicómoro estaba vacía, y lancé la escopeta sobre el muro dentro del jardín, lo que ha estado a punto de causar una perturbación a ese pobre viejo maniático de clérigo. Entonces me fui a la casa y esperé hasta que me llamaron a declarar acerca de Gregory.

Terminó de hablar con su habitual serenidad, pero la muchacha seguía mirándole fijamente, con una atención anormal y hasta alarmante.

-Pero, ¿qué quería decir todo eso? -preguntó-. ¿Qué habría...?

-Era una de las cosas mejor planeadas que he visto -contestó él-. No creo que hubiera podido probarse nada, y la cosa hubiese quedado como un accidente.

-¿Y usted cree -dijo ella- que no lo habría sido?

-Como he dicho antes, no se debe hablar mucho acerca de esto ahora, pero... Mire, usted es de esas personas a quienes les gusta pensar acerca de lo que oyen. Yo voy a pedirle a usted únicamente que escuche dos cosas y que piense acerca de ellas, y después, como consecuencia, se formará una idea propia, a su manera. La primera es ésta: Yo soy moderado, como le he dicho, y realmente estoy contra todos los extremistas. Pero cuando los periodistas y otros individuos alegres hablan de esto en los clubs, se olvidan en realidad de que hay dos clases distintas de extremistas. En la práctica no creen más que en los extremistas revolucionarios, pero créame, los reaccionarios extremistas están igualmente dispuestos a recurrir a los extremos. La historia de las luchas facciosas mostrará actos de violencia lo mismo entre los patricios que entre los plebeyos, entre gibelinos igual que entre güelros, entre orangistas y entre fenianos, entre fascistas como entre bolcheviques, y en el Ku-Klux-Klan como entre la Mano Negra. Y cuando llega un político de Londres con un compromiso en el bolsillo, no son solamente los nacionalistas los que ven frustrados sus planes. El otro punto es más personal, especialmente para usted. Me dijo una vez que tenía miedo por la salud de la familia, por la sencilla razón de que tenía sueños malos y reflexionaba acerca de cosas que imaginaba. Créame, no son las personas imaginativas las que se vuelven dementes. No son ellas las locas, aunque estén enfermas. Pueden despertar siempre de sus malos sueños con más amplias perspectivas y más brillantes inspiraciones, solamente por ser imaginativas. Los hombres que enloquecen no son los imaginativos. Los hombres tercamente severos, que tienen solamente cabida en su cerebro para una iaea y la siguen al pie de la letra. Esa clase de hombres que parecen taciturnos, pero henchidos hasta reventar, congestionados...

-Ya sé -dijo ella precipitadamente-; no necesita usted decir más, porque creo comprenderlo todo ahora. Déjeme que yo también le diga dos cosas; son muy cortas, pero se refieren a esto mismo. Mi tío me manda aquí con un oficial que tiene una orden para ponerle en libertad... y el subgobernador regresa a la patria... Ha dimitido porque estas tierras le sientan mal a la salud.

-Tallboys no está loco -dijo John Hume-. Ha adivinado.

Ella sonrió con aire un poco embarazado.

-Tengo miedo de que haya adivinado una cosa mejor -dijo.

Lo que era la otra cosa no es parte necesaria en esta historia, pero Hume empezó a hablar acerca de ella largamente durante el resto de la conversación, hasta que la joven inició una protesta algo tardía, indicándole que no creía que fuera, después de todo, un moderado.