15

Cuando despertaron, el fuego se había apagado. Era imposible ver nada desde las ventanas del hotel por la espesa niebla que había descendido sobre el valle, trayendo consigo más nieve. Zoe se hallaba de pie ante las puertas de cristal del vestíbulo, arrebujada en su edredón. Las puertas seguían atrancadas con los esquís antiguos. No sabía si hablar o no a Jake de los hombres que se paseaban en torno al hotel esa noche pasada.

Seguía protegiéndolo, del mismo modo que él intentaba protegerla a ella. Pero ¿de qué? ¿De qué? Se contaban ya entre los muertos. ¿Qué podía ya representar una amenaza para ellos?

Lo oyó moverse a sus espaldas. Sin volverse a mirarlo, dijo:

—Anoche había hombres ahí. Dando vueltas y vueltas alrededor del hotel. A no ser que estuviera soñando. Pero si he soñado, sería la primera vez que sueño aquí.

Jake se acercó desde atrás. Se sorbió la nariz y apoyó una mano en su hombro.

—Yo también los oí.

Ella se volvió al instante, con un destello en la mirada.

—¿Ah, sí?

Jake sacó los viejos esquís de los tiradores de las puertas de cristal y los apoyó en la pared. Acto seguido se vistió.

—No vas a salir.

—Sí.

—No quiero que salgas. ¿Qué oíste? ¿Qué oíste anoche?

—Oí las pisadas de unos hombres alrededor del hotel.

—¿Cómo sabes que eran hombres? —preguntó ella, ahora con un temblor en la voz.

—En realidad no lo sé. Pero los oí, y sus pasos me parecieron de hombres. Oí su respiración. También oí una tos.

—¿Intentaron entrar?

—No lo creo. Diría que se acercaron a la ventana pero no intentaron entrar.

—¿Y si no son hombres?

—¿Qué van a ser, si no?

—¿Y si son demonios?

Jake soltó un resoplido de desdén.

—Tú no crees en los demonios.

—Quizá ahora sí. No quiero que salgas.

Jake se calzó las botas con una enérgica patada en el suelo y se ató los cordones en silencio.

—No podemos quedarnos aquí dentro para siempre, eso desde luego. Me niego a ser un prisionero. Si ahí fuera hay hombres, quiero averiguar qué hacen. Y si son demonios… en fin, quiero ver cómo son. ¿Vienes?

Le tendió la mano. Ella permaneció inmóvil.

—No pueden hacernos daño.

—Sí pueden.

—¡Zoe! ¡Estamos muertos! ¡Morimos hace unos días en un alud! ¿Qué pueden hacernos? ¿Qué crees tú que pueden hacernos? ¿Matarnos otra vez?

Zoe parpadeó. Sabía exactamente qué podían hacer. Algo que Jake no entendía. Pero no lo dijo. Se limitó a contestar:

—Espera.

Se vistió apresuradamente, poniéndose las botas y la chaqueta de esquí de las que se había apropiado en una tienda vacía. Jake aguardó pacientemente; por fin, cuando ella estaba lista, le aguantó la puerta abierta, y salieron.

El intenso frío hincó sus garras en ellos. La visibilidad se reducía a escasos metros. Sentían la humedad del aire en la cara y la niebla en la garganta. Nevaba intensamente en copos pequeños.

Circundaron el hotel en busca de las posibles huellas de botas dejadas por los hombres esa noche; o si no había huellas de botas, cualquier clase de rastro que pudiese revelar el carácter de lo que había rondado por allí fuera. O pudiera estar aún rondando. Pero no había huellas de botas, ni de garras, ni rastro alguno. Habían desaparecido, cabía suponer, del mismo modo que las marcas de los cascos y los raíles de tranvía dejados por el caballo y su gigantesco trineo.

Pero Jake sí encontró algo.

Lo sostuvo ante ella. Era una colilla. Tenía el filtro deformado como si lo hubiesen retorcido con los dedos al apagar el cigarrillo. Había más. Encontraron una cada tantos metros. Se preguntaron cuánto tiempo podían llevar allí, si parecían muy recientes o no, si el tabaco residual olía a rancio, si el papel se veía limpio y muy blanco o envejecido y gris. Se preguntaron si habían visto las colillas en la nieve antes de ese momento; no estaban seguros. Quizá llevaban allí desde el principio, y solo ahora, después de advertir la presencia de unos intrusos, se habían fijado en ellas. Olfatearon las colillas, abrieron y desplegaron los restos de papel, desmenuzaron el tabaco entre los dedos. Analizaron las colillas tiradas como si fueran los Manuscritos del Mar Muerto, textos en papiro en un idioma inaccesible, buscando en todo momento significado, significado, significado.

De pronto, detrás del hotel, Zoe descubrió otra colilla en la que destelló el ascua y se apagó. Una voluta de humo asombrosamente fina se elevó de la colilla. Zoe se agachó y la recogió. Sopló en el ascua, y esta chisporroteó.

Con la colilla entre los dedos, extendió el brazo para que Jake la viera, y él la contempló con expresión de horror.

Zoe se volvió y gritó en medio de la niebla arremolinada.

—¡Hola! ¡Hola! ¿Quién hay ahí?

Pero la gélida niebla ahogó sus palabras, que parecieron caer ruidosamente a sus pies.

Jake formó un megáfono con las manos.

—¡Hoooooola! —bramó. Pero su voz no se propagó—. ¡Sabemos que hay alguien ahí! —gritó. Luego se volvió hacia Zoe y en un susurro añadió—: No, no lo sabemos.

Los dos escudriñaron la bruma, y Zoe vio, o creyó ver, una chispa minúscula, entre carmesí y oro, quizá el ascua reluciente de la punta de un cigarrillo encendido en el momento en que el fumador aspiraba el humo. Pero era tan pequeña, y el destello tan breve, que no habría podido asegurarlo.

Quizá Jake la vio también, porque se adentró en la niebla, desviándose un poco a un lado, como si se dirigiera a un punto concreto a media distancia. No había dado más de una docena de pasos cuando su silueta empezó a desdibujarse. Incapaz de disimular el pánico en la voz, Zoe lo llamó.

—Solo voy a echar un vistazo.

—¡Tengo miedo! Puedes perderte al volver.

—No me perderé.

—Jake, me has preguntado qué podían hacernos que fuese peor que morir. Voy a decírtelo. Podrían separarnos.

—¿Cómo?

—Podrían separarnos.

Jake, vacilante, se volvió a mirarla. Por lo visto, no había contemplado esa posibilidad. Regresó a su lado y la estrechó entre sus brazos.

—Eso no voy a permitírselo. Volvamos adentro.

Regresaron al hotel, y una vez dentro Zoe hizo ademán de volver a colocar los esquís antiguos a través de los tiradores de la puerta, pero Jake le quitó de las manos los esquís con delicadeza y los dejó a un lado. De pronto ella se estremeció. Le castañetearon los dientes, como cuando tenía la gripe. Jake fue a buscar el edredón y se lo puso sobre los hombros.

—Estás helada —dijo—. Encenderé otra vez el fuego.

—¿Tú no tienes frío?

Él negó con la cabeza, no. No había sentido el frío en ningún momento desde que estaban en aquel lugar. Pero a ella le castañeteaban los dientes y temblaba. Jake se arrodilló ante el fuego y encendió una cerilla. La leña chisporroteó y silbó y al cabo de un momento el fuego ardía otra vez y él lo alimentaba con troncos pequeños. Luego despejó la zona para que ella pudiera sentarse ante las reconfortantes llamas.

—Estos troncos no duran mucho —comentó él—. En algún momento tendré que salir a por más.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Oye, solo son unos cien pasos cuesta arriba. Incluso con esta niebla es imposible que me pierda. Y tal como estás temblando, vamos a tener que alimentar ese fuego.

—No puedo evitarlo.

—Mira, me llevaré la lona y traeré a rastras otro cargamento de troncos. Después te prepararé el desayuno. Cocinaré en el fuego con una sartén, como antiguamente. Tendrá su gracia, ¿no te parece?

—Te llevarás la lona. Y luego una sartén.

—¿Cómo?

Ella lo miró parpadeando. No tenía el menor apetito.

—¿Podríamos desayunar antes? ¿Antes de que salgas?

Él sonrió.

—Claro.

Jake se colocó a su lado, le envolvió los hombros con el edredón y la rodeó con el brazo, intentando transmitirle parte de su calor. La estrechó con fuerza pero parecía con la cabeza en otra parte, abstraído en sus pensamientos.

Ella había dejado de temblar. Sentía ya el calor del fuego. Miró a Jake.

—¿Estás bien?

—Sí. ¿Por qué?

—Te noto…

—Estaba a punto de hacer algo y ya no me acuerdo de qué era.

—Ibas a preparar el desayuno —recordó Zoe—. Con una sartén. En el fuego.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Es verdad. Eso iba a hacer. Es gracioso. Es gracioso que vuelva a venirme así a la cabeza.

Se levantó y se encaminó hacia la cocina. Ella lo observó alejarse. Había algo raro en su manera de comportarse. Zoe se preguntó si se habría dado un golpe en la cabeza durante el alud que lo había afectado. Tenía aún los ojos enrojecidos, de eso no se había recuperado. Era la clase de problema por el que uno debía acudir a un hospital. Pero allí no había hospital, ni médicos, ni enfermeras. Zoe ni siquiera sabía si en aquel lugar era posible hacerse daño o, en caso afirmativo, cuánto daño. Pensó en el bebé que crecía en su vientre.

Jake volvió con una sartén grande y untada de aceite, platos, beicon, huevos y pan, y dispuso los troncos encendidos en forma de lecho para calentar la sartén.

—La cámara frigorífica está apagada. Deberíamos consumir este beicon ahora que aún podemos. Todo va a descomponerse y dentro de unos días tendremos que comer de latas.

Extendió unas lonchas en la sartén.

—¿Tienes hambre?

Ella fingió que sí.

—Es como ir de acampada —comentó él.

Ella lo observó atentamente mientras acercaba la sartén a las llamas y tuvo que contener las lágrimas.

Desayunaron en silencio, hasta que él dijo:

—Recuérdamelo, recuérdame el sabor del beicon.

—Bueno. Cuando te conocí, eras vegetariano.

—¿Ah, sí?

—Yo te convertí.

—¿De verdad?

—¿No te acuerdas de eso? ¿Lo dices en serio? ¡Tienes que acordarte!

Él pareció afligirse.

—Por lo visto, se me olvidan muchas cosas. Intento recordarlo, pero no lo encuentro en la memoria. Te oigo contar historias de cosas que hicimos juntos, y es como si me hablaras de otra persona.

—Hacía un par de meses que salíamos juntos. Habíamos pasado cuarenta y ocho horas en la cama en mi piso. Solo nos habíamos levantado de la cama para ir al baño. Fue asombroso. No podíamos despegarnos el uno del otro. Habíamos estado follando todo el día y toda la noche, y a la vez empinando el codo, sin comer nada. Hasta que dije: vale, ya está. Voy a comer un sándwich de beicon, y tú dijiste: imposible, soy vegetariano y tal. Yo contesté: lástima, tú mismo, y bajé a la cocina y me preparé un panecillo con beicon, que chorreaba grasa y salsa de tomate, y lo subí, y tú te quedaste mirándome mientras me lo comía, y cuando acabé dije: lástima que ahora no puedas besarme porque te llenarás la boca de grasa de beicon. Repugnante, dijiste, eso es repugnante, y me besaste. Y echaste atrás la cabeza y te relamiste y dijiste «Vale, ya está».

—¿Dije «Vale, ya está»?

—Dijiste «Vale, ya está. Esto pone fin a nueve años de vegetarianismo. ¿Puedes prepararme uno?». Y eso hice. Así fue.

—Debió de ser un beso de cuidado.

—Lo fue. Un beso carnal. Te encantó.

—¿Me convertiste a algo más?

—Eras abstemio.

—¡Me tomas el pelo!

—Sí, ahora sí. Es verdad que no te acuerdas de nada, ¿eh?

—Sí. No. No lo sé. Por lo que se ve, son muchas las cosas que he olvidado.

Zoe estaba muy preocupada por él, pero dijo:

—No importa. No importa, porque todo lo que oyes o ves o tocas o hueles está ligado a una historia, una historia que yo puedo contarte. Si dices «beicon», puedo contarte una historia. Si dices «nieve», puedo contarte una docena de historias distintas. Eso somos: una serie de historias que hemos compartido, que tenemos en común. Eso somos el uno para el otro.

Él la miró muy serio, con una honda expresión de amor y admiración en los ojos enrojecidos. De pronto se levantó.

—¿Adónde vas?

—Voy a buscar leña, para que no te enfríes. La que tenemos aquí no durará todo el día, y mucho menos toda la noche. Iré derecho hasta allí, cogeré los troncos y volveré derecho hasta aquí.

Se inclinó, la besó, y de repente se quedó inmóvil por un momento. Luego dio un paso atrás.

—¿Qué pasa?

—Tu sabor. Ha vuelto.

La besó otra vez y se irguió de inmediato. Agarró la lona por un ángulo e hizo rodar los pocos troncos que quedaban antes de enrollarla y metérsela bajo el brazo. A continuación salió por la puerta del vestíbulo y se adentró en la espesa niebla, flotando en torno a sus orejas pequeños copos de nieve.

Zoe echó unos cuantos troncos más al fuego y esperó. Se limitó a contemplar las llamas. Al cabo de un rato empezó a impacientarse. Tenía la sensación de que Jake tardaba demasiado. Llevó los platos del desayuno y la sartén a la cocina y los lavó. Cuando volvió al vestíbulo, estaba abarrotado de gente.

Eran los mismos de antes, pululando por el vestíbulo una vez más. Charlaban animadamente. Aquello estaba de bote en bote. Había gente en cola ante el mostrador de recepción, aguardando para registrarse. Las tres recepcionistas estaban de nuevo en pleno ajetreo, una al teléfono, otra pasando una tarjeta de crédito y la tercera, con la frente arrugada, esforzándose en oír lo que el director, el hombre del traje gris, intentaba decirle por encima del bullicio. La misma escena se reproducía con todo detalle.

Oyó el resoplido de los frenos neumáticos del autocar de lujo. Allí estaba el hombre que pasaba por su lado, guiñándole el ojo de manera insinuante. Allí estaba el olor a colonia.

Todo se repetía una vez más.

Zoe oyó que una mujer pronunciaba la palabra «alud» junto al mostrador de recepción. Alzó la vista y su mirada se cruzó con la del portero calvo, que le hacía señas con la mano, indicándole que cruzara el vestíbulo y se acercara a él.

Madame! —llamó—. Madame!

Pero Zoe estaba paralizada. Era incapaz de mover un solo músculo. La escena, representada ante ella por tercera vez, comenzó a adquirir un cariz amenazador. Pese a que la gente parecía relajada, a ella se le revolvían las tripas viendo su animación y el entusiasmo de sus conversaciones.

El portero, con su librea granate y gris, advirtió que era incapaz de moverse. La alentó con una sonrisa. Luego cogió un sobre marrón y lo sacudió ante ella.

Zoe negó con la cabeza.

El portero dijo algo a otro huésped y se encaminó hacia ella a través de la muchedumbre, sin dejar de agitar el sobre.

—No es para mí —dijo Zoe—. No es para mí.

—¡Pero Madame! —insistió el portero mientras se aproximaba a ella.

Zoe cerró los ojos.

Cuando los abrió otra vez, el portero había desaparecido, y todos los demás huéspedes que charlaban en el vestíbulo habían desaparecido, y también las tres recepcionistas, y las inglesas, y el autocar con todos los recién llegados. Todos se habían esfumado.

Zoe volvió a cerrar los ojos, en esta ocasión para contar hasta diez. Cuando los abrió, vio con alivio que el vestíbulo seguía vacío, seguía desierto. Fuera lo que fuese lo que se le mostraba en esa visión repetida, ella no lo quería. Exhaló un profundo suspiro y, todavía temblando por el sobresalto de la visión reiterada pero absolutamente real, se acercó a la ventana y escrutó el exterior. La niebla parecía disiparse, aunque solo un poco. Las ráfagas de nieve no eran ya tan violentas, pero la visibilidad aún era escasa.

Volvió a su sitio frente al fuego. Al cabo de un rato se levantó y regresó a la ventana. Miró, y fuera vio un leve movimiento.

Costaba ver más allá de veinte o treinta metros. La niebla se estaba desplazando, y la visibilidad se abría aquí y allá por unos instantes gracias al viento racheado. Pero alcanzó a ver una silueta gris lobuna, y de nuevo un movimiento que inducía a pensar que allí fuera había algo.

Aguzó la vista a través de la niebla, deseando que Jake regresara. En ese momento el viento sopló otra vez, y cuando se levantó la niebla, vio a los hombres.

Eran tres, en grupo, aunque uno estaba acuclillado, con el codo apoyado en la rodilla: la forma lobuna. Fumaba un cigarrillo y permanecía atento al hotel. Todos fumaban. La niebla los envolvió de nuevo, y Zoe vio avivarse el ascua de un cigarrillo cuando uno de ellos inhaló, y vio ascender los hilos de humo cuando los otros exhalaron. Todos fumaban y miraban el hotel. No a ella exactamente: no habían advertido su presencia. Los tres fumaban y observaban distintos puntos del hotel.

Agachó la cabeza. El corazón le latía como un pistón en el pecho y le faltaba el aliento. Se dejó caer lentamente en el suelo. Al cabo de un momento se serenó y, a rastras, se acercó a otra parte de la ventana donde había cortina. Desde allí pudo observar a los hombres por la rendija entre la cortina y la pared.

Pero apenas se movían, salvo para llevarse el cigarrillo a la boca y expulsar el humo. Uno tiró la colilla al suelo y la aplastó con el pie. Poco después sacó un paquete de tabaco y extrajo otro cigarrillo, y uno de sus compañeros le dio fuego. El tercer miembro del grupo permaneció en cuclillas vigilando el hotel, siempre vigilando.

Zoe pensó en Jake, allí fuera. Regresaría de un momento a otro con la leña. Lo verían. Lo verían volver con la leña.

Intentó aplacar los latidos de su corazón. «Piensa —se dijo—. Piensa». Debía encontrar una manera de prevenirlo, debía encontrarla sin revelar su presencia al grupo de hombres, sin que se enteraran de que estaban escondidos en el hotel. Tenía que llegar hasta Jake y prevenirlo.

Una salida por la parte de atrás del hotel. Tenía que haber una salida trasera, aunque ella nunca la hubiera utilizado. Quizá una salida de incendios. O una puerta en la cocina: sí, eso era. En la cocina había visto una puerta. Jake había salido por allí a tirar la basura. Podía usar esa puerta y rodear el hotel por ese lado. Desde allí podría llegar a la calle. Eso era; eso era lo que tenía que hacer.

Se agachó y avanzó a rastras bajo las ventanas, pegada a la pared. En cuanto dejó atrás las ventanas, pudo levantarse y atravesar el restaurante con la certeza de que no la veían. Desde allí cruzó la puerta de vaivén de la cocina.

En la cocina hacía aún más frío. Cayó en la cuenta de que había dejado la chaqueta junto al fuego.

Decidió prescindir de la chaqueta. Avanzó por el suelo embaldosado de la cocina y encontró abierta la puerta de atrás. Una vez fuera, se abrió paso entre los cubos y los contenedores de basura. Desde allí podía recorrer sigilosamente la fachada lateral del hotel y llegar a la calle.

Pero ya a la altura de la calle vio que había un trecho de unos quince o veinte metros entre el hotel y el edificio situado diametralmente al hotel en la acera opuesta, y en ese tramo quedaría a la vista. Veía a los tres hombres, inmóviles, vigilando aún el hotel, fumando aún sus cigarrillos. Era demasiada distancia para salvarla corriendo sin que la vieran. La detectarían fácilmente al cruzar la calle.

Pero cuando arrimó la nariz a la pared, procurando evitar que la vieran y al mismo tiempo observar a los hombres, se produjo otro cambio en la niebla, y los hombres quedaron casi por completo ocultos. La niebla se desplazaba ante ellos como humo: tan pronto estaban allí como no estaban. Sabía que si la niebla la favorecía, podría cruzar la calle sin ser vista.

Aguardó la ocasión. Era enloquecedor. La niebla flotaba en el aire como un unicornio saltarín o una quimera, tapando a los hombres parcialmente, pero no del todo. Tan pronto se les veía las piernas, o las cabezas cubiertas, en función de los vaivenes de la niebla. Tenían una paciencia aterradora. Se limitaban a observar, esperar, fumar.

Por fin la niebla se cerró, a la vez que arreciaba la nevada por un instante, y Zoe agachó la cabeza y se echó a correr. Corrió por la nieve helada, resbaló, recuperó el equilibrio y siguió precipitadamente hasta el otro lado de la calle, donde los hombres ya no podían verla.

Jadeando, con el aliento condensado, apretó la espalda contra la pared. Desde allí se dirigió a toda prisa hacia la casa adonde Jake había ido en busca de leña. No tardó más de dos minutos. Cuando llegó a la pila de troncos ahora menguada, encontró la lona y los leños amontonados encima, pero no vio ni rastro de Jake.

De pronto temió que los hombres la vieran si abandonaban su puesto de vigilancia, así que entró en la casa con la esperanza de encontrar a Jake. Como la vez anterior, la puerta se abrió sin mayor problema y al otro lado apareció la oscura cocina. Una luz débil se reflejaba en el espejo antiguo situado encima de la repisa de la chimenea. La mirada se le fue hacia el taller del carpintero, con su ataúd disponible. Mientras avanzaba hacia el taller, se volvió repentinamente y vio a Jake. Estaba de espaldas a ella, con la mirada fija en la pared.

—¡Jake! Hay unos hombres.

Jake se dio la vuelta y se llevó un dedo a los labios, para hacerla callar. Luego miró de nuevo hacia la pared.

Ella se acercó a él sin pérdida de tiempo.

—Tres hombres.

—¿Estás segura? —Jake parecía en trance.

—¡Claro!

—Mira —dijo él, poco impresionado por la noticia—. Mira esas fotografías.

Zoe ahogó una exclamación.

—¿Cuánto hace? —preguntó Jake—. ¿Cuánto hace que estuvimos en esta casa?

—Fue… ayer. No. Espera, sí. Fue ayer.

—Tengo la sensación de que estuvimos aquí hace mucho tiempo. Hace semanas. Meses.

—¡No! Fue ayer.

Jake seguía contemplando las fotos enmarcadas. Allí donde Zoe recordaba las generaciones de familias representadas por retratos formales, en sepia, e instantáneas modernas y descoloridas, ahora no había ni una sola fotografía. Todas habían desaparecido de los marcos. Todos los marcos, tanto aquellos colgados en la pared como aquellos apoyados en las superficies planas, estaban vacíos. Sintió el aguijoneo del frío en la sangre. Sintió un hormigueo de calor en la piel.

—¡Los hombres, Jake! Hay unos hombres vigilando el hotel.

Jake no mostró el menor miedo.

—Vamos a hablar con ellos.

—¡No! ¡Debemos volver al hotel!

—De eso no estoy tan seguro. —Aún parecía aturdido. Casi arrastraba las palabras—. Si hay unos hombres, tengo que hablar con ellos.

Zoe lo abofeteó, con fuerza.

—No te lo permitiré. ¡No quiero ni oír hablar de eso! ¡Tú no vas a salir ahí fuera!

Jake la miró y sonrió. Luego acercó la mano ahuecada a la mejilla de ella, un tierno reflejo de la potente bofetada que ella le había propinado. Se volvió y salió, y ella lo siguió de cerca. Fuera, la niebla seguía tan espesa que la visibilidad se reducía a unos pocos metros. Jake cogió el ángulo de la lona cargada de troncos y empezó a tirar de ella de regreso al hotel.

—Déjala. No la necesitamos.

—Debemos evitar que pases frío —afirmó Jake, casi enajenado—. Debemos evitarlo.

—Podemos entrar por detrás. Por la puerta de la cocina. Si conseguimos cruzar la calle sin que nos vean, no nos pasará nada.

La niebla era densa, y Zoe rogó que fuera posible volver a la parte de atrás del hotel sin que aquellos hombres advirtieran su presencia. Era tal el ruido de la lona al deslizarse por la nieve que, pensó Zoe, los hombres por fuerza tenían que oírla. Agarró dos ángulos y pidió a Jake que la levantara por los otros dos para acarrearla en silencio.

Cuando llegaron al tramo al descubierto, la bruma era lo bastante espesa para ocultarlos, y aunque ella no veía si los hombres continuaban allí apostados, presintió que estaban cerca. Con el cargamento de troncos, la lona pesaba lo suyo y avanzaron torpemente; pero la distancia era corta y al cabo de un par de minutos se hallaban ante la puerta trasera del hotel y entraban la carga en la cocina. Una vez dentro, Zoe cerró de un portazo y echó el cerrojo de seguridad.

—¿Dónde están? —preguntó Jake.

—Vigilando la parte delantera. Son tres, atentos a cualquier movimiento.

—Tengo que ir a hablar con ellos.

—¡Por favor, no lo hagas! ¡Por favor!

—Tengo que ir.

—¡No es necesario, Jake! ¡Podemos quedarnos aquí! ¡Aquí estamos a salvo! ¡Aquí no pasamos frío! ¡Tenemos comida suficiente! ¡No hay por qué hacer nada! Por favor, no vayas a hablar con ellos.

Sin hacer caso a sus ruegos, Jake salió de la cocina, atravesó el restaurante y llegó al vestíbulo; Zoe le tiró de la manga en todo momento. Jake se acercó a la chimenea y cogió el hacha del lugar donde había estado cortando la leña. Luego se encaminó hacia la puerta. Zoe, echando a correr, se le adelantó para interponerse entre él y las gruesas puertas de cristal del vestíbulo, llorando, suplicándole que no saliera.

—¿Es que no entiendes por qué debo ir a averiguar qué quieren? ¿Es que no lo entiendes? Escúchame: todo irá bien. Puedes quedarte aquí o puedes acompañarme, pero creo que deberías quedarte, y dentro de un par de minutos volveré y te diré qué quieren.

Con la mano en la boca, Zoe lo observó salir y adentrarse en la niebla, cada vez más espesa, empuñando el hacha y balanceándola junto al costado. Desapareció en la niebla.

Zoe se quedó detrás de las puertas de cristal, con la mirada fija en el punto en el que se perdía la visibilidad, contando los segundos. Esperó un minuto, quizá dos, pero de pronto no pudo soportarlo más, no pudo soportar quedarse allí mirando y esperando. Salió corriendo tras él, llamándolo, avanzando a través de la niebla, hasta que por fin lo vio, de pie e inmóvil, con el hacha todavía a un lado.

Se abalanzó hacia él.

—¿Dónde? —preguntó Jake—. ¿Dónde estaban?

—Aquí mismo. Te lo juro. Aquí mismo. Uno apoyado en ese peñasco. Otro con el pie en esa roca. ¡Mira! ¡Aquí tienes el resto de uno de sus cigarrillos! Todavía humea. ¡Están aquí, Jake, están aquí!

Zoe cogió la colilla humeante y se la enseñó. El tabaco residual brillaba tenuemente en el aire gélido y arremolinado.

—Bueno, quizá estaban aquí, pero ya no están.

Jake se colocó el hacha bajo el brazo y volvió a ahuecar las manos como un megáfono.

—¡Dejaos ver! —bramó hacia la niebla—. ¡Dejaos ver!

Pero su voz, sin timbre, no se propagó en la fría niebla y cayó como un peso muerto en la tierra. Volvió a sopesar la empuñadura del hacha y avanzó unos pasos. La brisa glacial le agitó el pelo y la niebla se movió.

—¡No te pierdas de vista! —exclamó Zoe.

Pero él avanzó unos metros hacia la izquierda, escrutando la niebla densa como el humo, sin encontrar nada, avanzando en diagonal hasta casi desaparecer, enroscándose la niebla en torno a él. Zoe se volvió para mirar el hotel. Un rostro apareció junto a ella, a unos centímetros de su mejilla. Una bufanda le cubría parcialmente la boca. Los ojos miraban desde unas profundas cuencas. El aliento de aquella boca semejante a una hendidura por encima de la bufanda quedó cuajado ante su mejilla.

Zoe gritó.

Volvió en sí frente a la chimenea del vestíbulo del hotel. Jake le sostenía la cabeza e intentaba darle de beber. El agua se le derramaba por la barbilla. Se incorporó y miró a derecha e izquierda, aún presa del miedo, lista para echar a correr.

—Te has desmayado —dijo Jake.

—He visto a uno.

—Has gritado y te has desmayado.

—¿Tú lo has visto?

—No.

—Estaba tan cerca que podía tocarme. Y yo podría haberlo tocado alargando el brazo.

—Ahí fuera no había nadie, cariño.

—Lo he visto.

—No sé qué has visto. Desde luego estabas muy asustada. Cuando estás asustada, puedes ver u oír cualquier cosa. Ahí no hay nadie. He mirado bien. No hay nadie.

Ella se estremeció. Le castañeteaban los dientes otra vez.

—Tienes frío. Voy a avivar el fuego.

Zoe se envolvió con el edredón y él le colocó otro sobre las rodillas. Ella tiritaba violentamente. Jake se puso manos a la obra de inmediato, separando con el hacha fragmentos de yesca asombrosamente finos y reuniéndolos todos entre las cenizas del fuego. Prendió las astillas delgadas y formó expertamente una pirámide con trozos mayores en torno a los troncos encendidos. Todo ardió deprisa. Pronto el fuego había cobrado intensidad y producía un agradable calor.

—¿No tienes frío, Jake?

Él no contestó. Siguió avivando el fuego.

Al cabo de un rato ella dejó de temblar. Dijo a Jake que tenía que ir al lavabo, pero en realidad sentía el abrumador deseo de verificar una vez más el estado de su embarazo. La aterrorizaba la posibilidad de que, con el sobresalto, su organismo hubiera podido perder el bebé. Había escondido su provisión de kits de la prueba del embarazo en distintos lugares del hotel. Tenía algunos detrás del mostrador de recepción, así que, envuelta en el albornoz, fue a coger uno y se lo llevó al cuarto de baño, donde echó el pestillo tras entrar.

Desenvolvió la tira, se bajó las bragas y, sosteniendo la tira bajo ella, orinó. Aguardó. Aparecieron dos rayas azules delgadas pero nítidas. Sabía que era pronto para averiguar si el desmayo y la caída debidos al sobresalto habían provocado la pérdida del bebé y que tendría que comprobarlo una y otra vez, pero de momento se quedó tranquila.

«Este bebé estará bien —se dijo—. Este bebé estará bien».

Se deshizo de la tira, se subió las bragas y los vaqueros y fue a lavarse las manos. El grifo soltó un bufido dispéptico, pero no salió agua. Probó en otro lavabo, abriendo los dos grifos, sin mejor resultado. El suministro de agua se había interrumpido, o las cañerías se habían congelado. Oyó a través del grifo abierto el ruido de la burbuja de aire atrapada en los tubos. Acercó el oído a la boca del grifo. El aire en la tubería producía un sonido tan parecido a la música que Zoe tuvo que aguzar su capacidad auditiva para convencerse de que no era música lo que oía salir de los grifos. Y finalmente llegó a la conclusión de que no era una burbuja de aire, sino música, una leve música transportada a través de las tuberías. Era música orquestal, ascendente y descendente; y después volvió a ser solo el sonido de una burbuja de aire.

Abrió la puerta del baño y se topó con Jake.

—¡Uy!

—¿Estás bien? Has tardado mucho en salir.

—Sí, estoy perfectamente.

—¿Todo en orden?

—Sí. Todo.

Jake la miró de una manera extraña.

—Mejor será que vengas otra vez junto al fuego.

Jake la rodeó con el brazo e intentó transmitirle algo de calor mientras la llevaba de regreso a la chimenea. Le preparó allí una cama y avivó el fuego, quejándose de la rapidez con que se consumían los troncos y había que añadir más. Zoe se acurrucó tan cerca del fuego como pudo sin que el edredón se prendiera.

Le comentó que no había agua.

—Quizá se ha congelado.

—O los generadores del pueblo ya no bombean. No te preocupes. Beberemos vino tinto.

Jake ya estaba bebiendo vino. Por más que empinara el codo, no parecía emborracharse. Zoe tenía sus dudas al respecto. Antes lo acompañaba gustosamente al probar las mejores botellas, pero ahora se mostraba más cauta. Estaban ocurriendo muchas cosas anormales y quería conservar la cabeza clara. Además, debía pensar en el bebé, incluso en ese mundo.

Disimuló su inquietud. Mientras Jake permaneció a su lado, hizo el decidido esfuerzo de actuar con despreocupación; pero cuando él se fue unos minutos, quizá en busca de otra botella de vino, ella se puso en pie y se acercó a las puertas de cristal de la recepción para escudriñar en la niebla, en busca del menor movimiento.

Y lo vio. O si no movimiento, sí al menos oscuras siluetas grises. La niebla ondeó y se desplazó, y Zoe volvió a verlos. A los hombres. Pero ahora eran seis. Todos en el mismo sitio que antes. Todos con la mirada fija en el hotel, y fumando, fumando, fumando.

—Ven, deprisa —dijo a Jake cuando él regresó con una botella de excelente burdeos—. Pero que no te vean.

Jake, situándose detrás de ella, la abrazó y miró por encima de su hombro. Zoe señaló el difuso contorno de los seis hombres, todos ellos esperando como cuervos o como pacientes aves de presa, vigilando el hotel.

—¿Qué?

—Son seis. Ahora hay seis.

—¿Dónde?

—¡Tienes que verlos, Jake! ¡Tienes que ver sus siluetas en la niebla!

—No veo nada. ¿Adónde miras?

—¡Allí! ¡Y allí! ¡Y allí!

Jake escrutó la niebla con los ojos entornados. Movió la cabeza de manera casi imperceptible. Arrugó la frente.

—¡Jake, dime que ves seis siluetas grises! ¡Por allí!

Jake la obligó a volverse de cara a él.

—Creo que tienes alucinaciones.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Eso no es una alucinación! Están todos fumando, y nos observan. Tú has visto las colillas, es de ahí de donde salen.

—He visto las colillas, cariño, pero no veo nada ni a nadie. Ahí no hay nada. Oye, si vas a quedarte más tranquila, saldré a comprobarlo.

—¡Ni se te ocurra salir!

—Vale, vale, cálmate. Nos quedaremos aquí.

Jake la acomodó junto al fuego otra vez, pero no por eso ella dejó de lanzar miradas por encima del hombro hacia la niebla… y las figuras grises que distinguía fuera. Jake se sentó con ella y, cogiéndole las manos frías, la observó para buscar en su rostro signos externos de angustia.

Al cabo de un rato Jake preguntó:

—¿Todavía nos salen dos rayas azules?

—¿Qué?

Él asintió con la cabeza.

—¿Lo sabes?

—Claro que lo sé.

Zoe exhaló un gran suspiro y se rodeó la cintura con los brazos.

—¿Creías que podías ocultarme ese secreto? —dijo Jake—. ¿En este lugar, donde no ocurre nada excepto lo que hacemos tú y yo? —Sonreía.

—¿No estás enfadado?

—Jamás. Solo esperaba a que me dijeras tú misma que llevas dentro a nuestro hijo. —La miró con unos ojos rebosantes de rabia y compasión y amor desesperado. Le cogió la mano y se la besó. Tardaron un rato en hablar.

—¿Cómo lo has sabido?

—Me parece que tienes más o menos un centenar de kits de esos escondidos solo en la habitación.

—Es verdad. Quizá quería que los encontrases. He estado haciéndome la prueba varias veces al día. A veces cada hora. Quiero que cambie el resultado, y a la vez no quiero que cambie. ¿Te habrías alegrado si hubiese pasado antes? ¿Antes de todo esto?

—Si pienso en cómo me siento ahora, sí. No habría cabido en mí de alegría.

—¿Y ahora?

—Como sabía que llevabas dentro a nuestro bebé, te he estado observando con atención. No me importa decirte que estaba preocupado.

—¿Por el niño?

—Sí. Y por la madre. Tú tienes frío; yo no. Tú tienes hambre; yo no. Tú te asustas por todo; yo no.

Zoe lanzó una ojeada involuntaria hacia las puertas de cristal.

—¿Quieres decir que no tienes miedo? ¿No te da miedo lo que hay ahí fuera?

Jake movió la cabeza en un gesto de negación, no.

—No puede ser verdad —repuso ella—. Te he visto coger el hacha cuando has salido.

—Ha sido para tu tranquilidad, no para la mía.

—¿Y por qué tú no tienes miedo, Jake? A mí este lugar me aterroriza. Quiero saber qué va a pasarnos, a nosotros y a nuestro hijo.

—No puedo explicarte por qué no tengo miedo. Solo sé que mi obligación es cuidar de ti.

—¿Qué va a pasarle a nuestro hijo? ¿Qué va a pasar?

Jake dejó escapar un suspiro. Era el suspiro de alguien que no tiene respuesta. Abrió la boca como para hablar, pero cambió de idea. Al cabo de un momento formó una O con los labios como si se dispusiera a intentarlo otra vez. Pero algo lo interrumpió. Sonó el teléfono móvil de Zoe.

Sonaba en el bolsillo de su chaqueta, que llevaba puesta bajo el edredón. Casi se lo arrancó del bolsillo.

Jake se lo cogió.

—Déjame contestar a mí.

Pulsó el botón correspondiente y se acercó el móvil al oído. Permaneció inexpresivo. No dijo nada. Finalmente cortó la comunicación y se lo devolvió a Zoe.

—¿Quién era? ¿Qué han dicho?

—Lo mismo que la otra vez.

—¿Decía la zone esa voz? ¿Eso decía? ¿La zona?

—No se distinguía bien, pero dudo mucho que dijera la zone. Decía laissez sonner, que significa «déjelo sonar». Laissez sonner. Luego se ha cortado.

—¿Quiere que lo deje sonar?

—Eso ha dicho.

—¿Por qué habría de decir eso? Laissez sonner. ¿Por qué habría de pedirte que lo dejes sonar?

—No tengo ni idea. —Jake consultó el nivel de batería—. No queda mucha carga, pero creo que hay que ponerlo en algún sitio, y si suena, dejarlo que suene sin más.

—¿Por qué?

—Porque eso es lo que él ha dicho.

—Pero ¿cómo sabes que eso es lo que más nos conviene? ¿Cómo sabes que no es alguien que pretende hacernos daño? Quizá contestando lo mantenemos alejado. ¿No te has parado a pensarlo?

—Nadie va a hacernos daño.

—Eso no puedes decirlo. ¡No lo sabes!

—Aquí donde estamos somos inaccesibles a cualquier daño.

Zoe se apretó el vientre con las manos.

—Ojalá pudiera creerlo. Pero no lo creo. ¿Quién nos telefonea? ¿Quiénes son esos hombres de ahí fuera?

—Tienes fiebre. Va, no te enfríes. —Echó otro par de troncos al fuego—. ¡Malditos troncos! ¡No duran ni cinco minutos!

Jake se levantó y puso el móvil de Zoe en el mostrador de recepción. Luego volvió a sentarse a su lado, y permanecieron atentos al teléfono, desde esa corta distancia, como si fuera a entrar en combustión, como unos fuegos artificiales de interior.

No sonó.

A Zoe le castañeteaban los dientes otra vez. Tenía fiebre, pero era una fiebre fría; le era imposible entrar en calor. Jake apiló edredones sobre ella y avivó el fuego, y Zoe, mientras él estaba de espaldas, miró hacia la ventana.

Allí estaba otra vez: una cara. Una bufanda ocultaba la mitad inferior. Unos ojos que miraban aquí y allá, el asomo de unos labios rojos por encima de la bufanda. Los ojos eran como minúsculos puntos de fuego, granos de luz; aquellos labios semiocultos se movían, formaban palabras inaudibles.

Estaba a punto de avisar a Jake cuando la ventana se hizo pedazos y una lluvia de fragmentos de cristal cayó en el interior. La presión del vestíbulo escapó hacia la oscuridad y un viento procedente del exterior rugió y ululó, haciendo circular una corriente de aire frío, agitando las llamas, amenazando con apagar el fuego. El viento ululó y la niebla irrumpió por la ventana rota como una sucesión de espectros liberados, siniestros, malévolos, escrutadores.

Jake se levantó de un salto y agarró un colchón. Lo arrastró hasta la ventana y lo empujó con fuerza contra la abertura, embutiéndolo hasta llenarla, ahogando el ululato del viento.

Zoe tiritaba, con tal violencia que era incapaz de hablar, de decirle qué había visto en la ventana antes de estallar el cristal.

—Voy a traerte un coñac —dijo Jake.

Aunque Zoe sabía que no hacía más de un minuto, dos a lo sumo, que él se había ido, en ese breve momento vio desvanecerse la luz exterior, gradualmente, como si la visibilidad se redujera por efecto de precisas órdenes matemáticas. En esos escasos instantes, los troncos resplandecieron en la chimenea, ardieron, se partieron, se deshicieron y se extinguieron.

Jake regresó con el coñac. Antes de dárselo, encendió dos velas y las colocó cerca. Luego sirvió una copa de coñac para cada uno. Ella tomó un sorbo. Él bebió también, pero se quejó de que no sabía a nada.

—Según la lista de precios, esto nunca podríamos permitírnoslo. Vas a tener que recordármelo.

—¿Qué ha pasado con la ventana, Jake?

—Recuérdamelo.

—¿Cómo voy a recordar el coñac?

—Aproximadamente.

Zoe bebió otro sorbo.

—Nuestro primer beso. Tú estabas un poco borracho.

Jake paladeó un poco más de coñac, sin apartar los ojos de ella.

—Te quiero, Zoe. Nunca abandones algo tan profundo.

—¿Cómo?

—¿Cómo que cómo?

—¿Qué es eso que acabas de decir? «Nunca abandones algo tan profundo».

—¿Yo he dicho eso?

—Sí.

—No me acuerdo. He llegado a un punto en que no me acuerdo de lo que he dicho hace dos segundos. Fíjate en el fuego. Tengo la sensación de haber puesto esos troncos hace solo unos minutos y ya se han consumido.

—Y así ha sido.

—Y fíjate en las velas.

Jake señaló con el mentón una llama amarilla y vacilante. La vela ardía deprisa, tanto que se la veía menguar a la vez que la cera derretida se apartaba de la mecha.

—¿Qué está pasando, Jake?

—Parece que el tiempo se ha… Nuestro precioso tiempo se… No lo sé, cariño, ni siquiera puedo pensar hasta el final de una frase. Tiene gracia, ¿no?

—Estoy muy asustada.

Jake le dio la espalda y echó al fuego unos cuantos troncos más. Ardieron con llama viva. Fuera, el crepúsculo ya había dado paso a la oscuridad. Zoe se tendió en la cama y la invadió una sensación de somnolencia. Tan agotada estaba que se rindió a ella.

La despertó un ruido, algo que le pareció un aullido de lobo en las montañas. Sentía el aire helado en las mejillas y una inclemente brisa le alborotaba el pelo. Volvió a oír el aullido del animal: un ululato continuo que, nítido, lastimero, melancólico y sin embargo extrañamente dulce, se propagaba por el aire nocturno. Se incorporó para mirar por la ventana y, para su asombro, la ventana había desaparecido.

No solo había desaparecido la ventana, sino también las puertas de cristal. Dos paredes enteras del hotel se habían esfumado mientras ella dormía. Echó un vistazo alrededor, buscándole sentido a aquello.

Seguía al abrigo de dos paredes como antes, pero solo de dos; el fuego ardía con intensidad al pie de una de ellas, chisporroteando los troncos vivamente, brillando y retorciéndose las llamas en la chimenea. Pero todo el lado sur del hotel, junto con la pared este, había desaparecido; sin embargo el techo aún se sostenía. Ahora veía directamente la ladera de la montaña, con su aterradora extensión de refulgente blancura iluminada por la luna, como el ala o el hombro de un espíritu primordial de la naturaleza.

Jake encendía en ese momento otra vela. Sonrió a Zoe. Una ráfaga de brisa atravesó aquel espacio resguardado, y él protegió la llama con la mano para que no vacilase. Pese a vacilar, la vela se consumía deprisa, observó Zoe, más deprisa de lo que debía consumirse una vela, más deprisa de lo que era razonable.

Otro aullido llegó de la despejada ladera nevada que se extendía al este, donde Zoe no distinguía ya los contornos ni las formas del pueblo. Pero por un momento le pareció ver en la oscuridad los ojos del animal, dos puntos rojos, fijos en ella; luego vio más ascuas rojas. Una de las ascuas resplandeció brevemente y se extinguió. Después otra. Cayó en la cuenta de que no eran ojos, sino los cigarrillos encendidos de aquellos hombres, los fumadores. Se habían acercado a las paredes abiertas del hotel. Dos de ellos permanecían en cuclillas, rozando la nieve con los dedos. Uno señalaba la chimenea. Los otros lanzaban miradas al techo.

—¡Son esos hombres! —dijo a Jake—. Están fuera, ahí mismo.

—¿Dónde? —preguntó él.

—¡Allí! ¡Mira las luces! Esas luces pequeñas.

Jake se volvió hacia la oscuridad con indiferencia, recorriendo con la mirada la implacable inmensidad blanca de la nieve.

—Sí —dijo—. Los veo. Iré a hablar con ellos. —Pero algo en su voz delataba el hecho de que no los veía en absoluto, de que solo le seguía la corriente.

—¡No! —exclamó, horrorizada—. Eso nunca. Quédate aquí. Quédate.

—Eso: tú quédate —dijo él con tono tranquilizador, su voz extrañamente serena, no más que un susurro—. Quédate.

Se levantó y salió del rincón resguardado. Esta vez ni siquiera se llevó el hacha. Zoe, a su pesar, casi hiperventilando, se puso en pie para ver a Jake mientras avanzaba por la nieve hacia ellos. No era más que una silueta surcando la nieve lentamente. A unos metros de los hombres, se sentó en cuclillas.

Los hombres empezaron a hablar y hacer animados gestos con las manos. Zoe no oyó ni una sola palabra. Por más que aguzó el oído para enterarse de lo que decían, su conversación quedó ahogada por el viento que azotaba las dos paredes del hotel aún en pie. Percibió también algo anómalo en la manera en que Jake se comunicaba con aquellos hombres. No los miraba. No estaba siquiera de cara a ellos. Hablaba, y de vez en cuando movía la cabeza en gestos de negación o asentimiento, como si se tratara de una negociación o algo así, pero daba la impresión de que estuviesen en mundos distintos, y de que él no los viese, ni ellos a él.

Esa peculiar negociación se prolongó durante largo rato, y en ese tiempo las velas se consumieron hasta quedar reducidas a cabos y el fuego se apagó.

Cuando Jake regresó, tenía una expresión seria. No contestó a ninguna de las preguntas de Zoe. Volvió a avivar el fuego y añadió troncos.

—¿Qué han dicho esos hombres? —exigió saber ella.

—Lo importante es que no te enfríes —dijo Jake, abrigándola con la pila de edredones.

—¿Sabes qué querían?

—¿Quiénes?

—¡Los hombres! ¿Han dicho qué querían?

—Sí. Pero me cuesta mucho recordar. Muchísimo.

Sirvió a Zoe otra copa de coñac y se negó a responder a ninguna otra pregunta hasta que se la bebiese. Exasperada y agotada, se la bebió de un trago y volvió a tumbarse. El cansancio pudo más que el miedo, y notó que se adormilaba otra vez.

En esta ocasión, cuando despertó, el resto de las paredes y el techo del hotel se habían esfumado, junto con el vestíbulo entero. Aún había fuego, pero ardía vivamente sobre la propia nieve, sin el faldón de la chimenea de ladrillo ni la repisa, o ni siquiera el propio hogar. Jake amontonaba troncos sobre el fuego, cogiéndolos de la pila ya menguada, y se consumían a una velocidad sobrenatural.

—Se han acabado las velas —anunció con una sonrisa cohibida, como un hombre que intenta quitar importancia a una situación difícil.

Zoe se incorporó de inmediato y buscó indicios de la presencia de los hombres: reveladoras ascuas encendidas en la oscuridad, el menor movimiento. No había nada. Miró al cielo abierto. Las estrellas permanecían inmóviles en una gélida cascada, millones y millones, titilantes, un ejército de deidades semiinmortales. Ahogó una exclamación, y su aliento se condensó en el aire frío.

De repente volvió a oírse el aullido, seguido de tres claros ladridos, y cuando Zoe miró por encima de la nieve, vio a un perro correr hacia ellos. Jake se irguió de inmediato.

—¡Es Sadie! —gritó—. ¡Ha vuelto!

La perra se dirigió hacia Jake como una flecha y él corrió a recibirla. Sadie se irguió sobre las patas traseras para saludarlo, meneando el rabo, gimoteando, y le lamió la cara. Rodaron juntos por la nieve.

—Es Sadie —dijo Jake a Zoe, levantando la voz—. ¿No es increíble que haya vuelto?

Zoe los observó mientras el entusiasmo de la perra se apaciguaba. Jake se quedó sentado en la nieve mientras el animal le resoplaba al oído. Casi parecía que mantenían una conversación. Sadie estiró el cuello y señaló la luna con el hocico húmedo a la vez que Jake le rascaba entre las orejas. La perra volvió a resoplarle al oído.

Él dejó de acariciarla y se quedó inmóvil.

La perra le resopló al oído por tercera vez. Jake dejó caer la cabeza al frente. Se quedó inmóvil, con la palma de la mano en el costado de Sadie. Así permanecieron por un rato, y Zoe pensó que pasaba algo, pero poco después Jake volvió a animarse, y acarició a la perra en el costado y le hizo cosquillas donde más le gustaba, detrás de las orejas. Al final se levantó y se encaminó hacia Zoe con la perra.

Sadie se acercó a ella y se tumbó en la nieve a su lado. Pero cuando Zoe alzó la vista para mirar a Jake, vio que este tenía el rostro bañado en lágrimas.

—¿Qué pasa?

Jake meneó la cabeza y se agachó junto a Zoe. La abrazó y la besó en el cuello.

—¿Jake?

—Sadie me lo ha explicado.

—¿Qué te ha explicado?

—Me lo ha contado todo.

—¿Qué te ha contado?

—Bueno, es una perra y, como es lógico, no puede dar explicaciones detalladas, pero a su manera me ha ayudado a entender ciertas cosas. Y voy a contarte lo que ahora sé, pero lloraré, cariño mío, no podré evitarlo.

Ella le cogió la cara entre las manos y vio que unas gruesas lágrimas, cristales en los que se reflejaba la nieve, corrían ya por su rostro. Sadie, meneando la cola, se arrastró hacia él y le lamió las lágrimas. Riéndose, Jake la acarició.

—Verás, hemos engañado a la muerte.

—¿Tú y yo?

—Sí.

—¿Significa eso que estamos a salvo?

—Siempre hemos estado a salvo. Pero hemos engañado a la muerte, y como no estábamos dispuestos a separarnos, hemos encontrado un tiempo de más.

—No.

—Sí. Hemos encontrado un tiempo de más. Para nosotros, el sueño del momento presente quedó interrumpido. Estamos viendo todo esto a través de las fisuras entre la vida y la muerte.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Nuestro amor. Eso nos ha dado un tiempo de más. Hemos engañado a la muerte.

—Pero eso es bueno. ¿O no? ¿No es bueno, Jake?

—Sí. Sí lo es.

Llegó de algún lugar en las montañas un sonido mínimo y trémulo, tenue y lejano, todavía casi indistinguible, y a pesar de que aún no se habían dado cuenta, sin duda ya lo oían los dos.

—No —dijo ella con un enérgico gesto de negación—. No. Creo que no me gusta lo que estás diciendo.

—¿Porque sabes lo que va a pasar?

—No.

—Sí. Es porque sabes lo que va a pasar. Escucha eso.

A lo lejos sonaba un tintineo rítmico y uniforme, como el que se oye al batir hielo picado en una coctelera, o quizá como el resuello de una vieja locomotora de vapor al ascender por una empinada cuesta.

—¿Qué es eso, Jake?

—Tú ya sabes qué es.

—No. No lo sé. No quiero saberlo.

—No te preocupes, es algo bueno. Es algo bueno.

—¿Cómo puede ser bueno?

—Estoy reteniéndote aquí. Creía que mi misión era evitar que te enfriaras, pero en realidad estoy reteniéndote. Es nuestro amor. Nos retiene aquí.

—Aquí estaremos bien. Hasta ahora nos las hemos arreglado. El bebé.

—No. Esto se acaba. Hemos engañado a la muerte, pero solo por un tiempo.

El tintineo rítmico, una especie de murmullo en el aire frío y cortante, se acercaba. Y de pronto Zoe reconoció el sonido.

—¿Vas a abandonarme, Jake? ¿Vas a dejarme aquí?

—Escúchame. Todo lo que somos lo hemos construido a partir de todo lo que hemos hecho juntos. Si bebíamos un vaso de vino y decíamos que sabía así o asá, era así como sabía. Uno tiene que ayudar al otro a recordar.

El ruido aumentaba de volumen y lo acompañaba un temblor en la tierra, bajo la nieve, una especie de redoble de tambor. El redoble era el sonido de unos cascos y el tintineo procedía de los cascabeles de un arnés.

—No. Por favor, no me dejes aquí.

—Todo, nuestra vida entera, ha sido una sucesión de placeres y aflicciones que ya se han ido para siempre; se han ido a menos que nos los recordemos mutuamente.

Ahora el repique de cascabeles era más sonoro, y el gran caballo negro cuyo arnés adornaban surgió de la oscuridad: sus inmensos costados sudorosos relucían; su aliento ascendía y fluctuaba en el aire gélido; el enorme penacho rojo, rojo como el vino tinto atrapado en una copa con piedras preciosas engastadas o como la sangre en un cáliz de plata, temblaba ante él y cortaba el aire quebradizo.

—¡No puedes abandonarme en medio de la nieve! No vas a hacer eso. No lo harás.

—Hoy el rey del mambo soy yo, cariño mío, y solo hay sitio para uno de los dos.

—No, no lo acepto, Jake.

—Lo único que tienes que hacer es negarte a olvidar —aseguró él.

Ella lo agarró por las solapas y se aferró a él con vehemencia.

—Eso no va a ocurrir.

—Tú sabes cómo hacerlo, ¿no, Zoe? ¿Sabes cómo negarte a olvidar? —Alzando el dedo índice por encima de los brazos de ella, aún aferrada a él, la tocó con delicadeza en medio de la frente—. Solo tienes que mantener este ojo abierto. Y me verás en todas partes. En todas partes.

Se apartó de ella.

El gigantesco caballo negro se acercó al paso tirando del trineo, en una trayectoria curva que se desviaba de ellos. Jake se volvió y, avanzando con zancadas largas y resueltas, se encaminó hacia el caballo, decidido a cortarle el paso.

—¡Jake! —exclamó Zoe, y se levantó con visible esfuerzo, atónita, sin dar crédito a que él se alejara de ella.

Pero eso no detuvo a Jake. Siguió adelante a través de la nieve con determinación. El caballo aflojó la marcha al llegar a la cuesta. Cuando Jake ya había recorrido cierta distancia, Zoe echó a correr hacia él, pero notó que le fallaban las fuerzas. Jake tenía la intención de interponerse en el camino del caballo, y a pesar de que Zoe corría y él simplemente andaba con paso uniforme hacia el animal, quien se quedaba rezagada era ella. Zoe aceleró, pero la distancia irracional entre ambos aumentó aún más en lugar de acortarse. Cayó y volvió a levantarse, corrió, resbaló en la nieve, perdió el equilibrio.

Por un momento dio la impresión de que Jake no alcanzaría al caballo; pero de pronto, cuando se aproximaba al animal y a las imponentes vaharadas que despedía de sus costados, este pareció aminorar la marcha adrede, abandonando el trote y reduciéndolo a un paso brioso; Jake aprovechó ese instante para acercarse al trineo, pisó el estribo y saltó al interior, instalándose por fin en la seguridad de la tapicería negra de piel. El caballo sacudió la cabeza, reanudó el trote y, al llegar a un tramo llano, cobró velocidad.

Zoe siguió corriendo detrás de ellos, gritando a Jake, empeñada en no quedarse atrás. Por un momento incluso recortó la distancia y alargó los brazos hacia el gigantesco trineo, pero el estribo pareció elevarse y la portezuela alejarse de sus dedos extendidos mientras ella a duras penas conseguía mantenerse a su lado. El trineo se agrandó hasta que el estribo no estuvo ya a su alcance, o hasta que ella se vio reducida a un tamaño extraordinariamente pequeño. Cayó de rodillas en la nieve y llamó a gritos a Jake.

Sadie, que corría a la par del trineo, se detuvo y lanzó una mirada furtiva en dirección a ella. Acto seguido, la perra se alejó como una flecha por la nieve para seguir a su dueño y enseguida alcanzó al trineo, antes de que este y el caballo desaparecieran en la oscuridad arremolinada.