6

Paró de nevar. Los hinchados nubarrones siguieron su curso y asomó el sol en la bóveda celeste, azul como el hielo. Sus rayos reverberaban en la nieve, obligándolos a llevar las gafas de sol en todo momento. Unas buenas gafas de sol, de las caras, y les bastaba con entrar en una tienda y coger las mejores gafas de diseño al alcance de su mano.

Naturalmente Zoe no aceptó de inmediato que hubieran muerto en el alud. No era fácil digerir algo así.

Porque ¿quién podía admitir una cosa semejante? Pero fue como si al enunciar Jake el hecho, y aceptar así la lógica de la situación y proclamarla abiertamente, la meteorología hubiera cambiado en consonancia. No había ya necesidad —o eso parecía— de que el mundo permaneciera envuelto en una bruma espectral de nieve; a partir de ese momento, el mejor de todos los mundos posibles podía quedar a la vista.

Zoe, por supuesto, rechazó la idea. Insistió en volver a marcharse del pueblo, esta vez por carreteras con buena visibilidad. Jake no se resistió, salvo por el comentario de que en realidad daba igual. Tenía razón: incluso con el día despejado, sin la menor confusión en cuanto al rumbo que seguían, las carreteras los devolvieron inexplicablemente a Saint-Bernard-en-Haut. Se apropiaron otra vez del coche patrulla y consiguieron arrancarlo; pero fuera cual fuese la ruta elegida, era como si una mano gigante y delicada curvase la carretera y los guiase de regreso al punto de partida.

—¿Cómo es posible? —se lamentó ella—. ¿Cómo es posible que suceda esto?

Jake se limitó a parpadear con sus ojos de color azul claro.

—Ya te lo he explicado. No hay nada más que decir.

Cuatro días así. Era imposible; no podía ser; no tenía sentido; desafiaba las leyes naturales. Pero así era. Y en todo ese tiempo las velas encendidas no se consumieron, la carne y las verduras en la encimera no presentaron indicios de descomposición, la sangre no manó.

Mientras el cerebro de Zoe se resistía y razonaba, pugnaba y ponía a prueba esa lógica enigmática e innegable, su corazón no lo aceptó en ningún momento.

—No puedo estar muerta. Siento dolor. Siento placer.

—Lo sé. Lo sé.

—Sé que te quiero. Eso no puede ser la muerte, ¿no?

—Yo no digo que lo entienda.

—Estar aquí no es estar en el infierno. Tampoco es el cielo, porque a todas horas vivo con el temor de que el alud se nos eche encima.

—El alud ya se nos vino encima, cariño. Eso es lo que te niegas a aceptar. Morimos en el alud.

—No, me refiero al siguiente, el grande. Ahí arriba hay un gran alud esperando. Lo presiento. Percibo la tensión en el aire. Quizá con este sol la nieve se funda y nos aplaste. ¿Crees que es así para todo el mundo?

Estaban sentados en la escalinata alfombrada de nieve de la iglesia, estupefactos, exhaustos y perplejos por los reducidos límites de su nueva existencia.

Jake se quitó las gafas de sol y se restregó los ojos aún enrojecidos con los pulgares. Zoe siguió haciéndole preguntas, como si él supiese las respuestas, como si tuviese la menor idea de algo. Si eso era una forma de vida después de la muerte, ¿duraría eternamente? ¿Se extinguiría? ¿Llegarían allí otras personas? ¿Podían morir dentro de esa muerte? ¿Por qué se medía el tiempo por el movimiento del sol y la luna pero no por la cera derretida de una vela? Zoe tenía un centenar de preguntas como esas, y Jake decía: «Yo solo sé que hay sol y cielo y nieve, y aquí estamos tú y yo, solo sé eso». Y ella arremetía contra él, hasta que no le quedaba más remedio que intentar responder a sus preguntas, pese a que ahora reconocía haberse pasado la vida fingiendo saber lo incognoscible, fingiendo ser capaz de mirar fijamente al hombre de la capucha hasta obligarlo a apartar la vista.

—¿Qué hombre de la capucha?

—El que nos observa a todos.

—¿Te refieres a la Muerte? ¿A eso te refieres?

Si Jake estaba en lo cierto, pensó Zoe, y habían muerto en el alud, todas las grandes religiones del mundo se equivocaban, eso era obvio. El templo sagrado que tenían a sus espaldas era un frío cascarón, poblado por titilantes puntos de esperanza, y nada más. Solo quedaba una pregunta: ¿qué debían hacer? ¿Qué iban a hacer?

—Dime una cosa —preguntó él—. ¿En algún momento has sentido frío de verdad? Desde que esto empezó, quiero decir. Desde el día del alud.

—No lo sé.

—Te lo creas o no, solo han pasado tres días, no… cuatro.

—¿Ah, sí? Parece… mucho más. Mucho más.

—Semanas, sí. Pero no. Y la pregunta es: ¿has sentido frío? Fíjate, llevamos una hora aquí sentados. Y yo no tengo nada de frío.

—Desnúdate —propuso ella—. Ya verás como enseguida notarás el frío.

Jake eso hizo. Se quitó la chaqueta de esquí y el jersey. Luego las botas y el pantalón, y por último se despojó de la ropa interior térmica y los gruesos calcetines. Sin ropa, acomodó el trasero desnudo en el peldaño cubierto de nieve.

Zoe esperó, con los ojos fijos en los de Jake. Él le sostuvo la mirada.

«No diré nada —pensó ella—. Si quiere jugar…».

Pero pasaron los minutos. Quizá diez, quizá quince. No, quizá dos minutos.

—Reconócelo —dijo ella por fin—. Estás pelándote de frío.

Jake negó con la cabeza.

Zoe se puso en pie, se quitó la chaqueta y se desabrochó el cinturón. Se desvistió por completo y se sentó junto a él, también con el trasero desnudo en la nieve helada. Lo cogió del brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Sabes qué te digo? Aunque no necesitemos ropa, no pienso ir desnuda de aquí para allá.

—Yo tampoco.

—Tal vez lo haría si esto fuese una isla tropical.

—Pero no lo es.

—¿Crees que el lugar donde uno muere es siempre el lugar adonde va después? Es decir, el que murió en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial, ¿se ha quedado allí para toda la eternidad?

—¿Quién dice que vamos a quedarnos aquí para toda la eternidad? —preguntó él—. Ahora debería tener el culo azul. No siento el frío en absoluto. ¿Tú te acuerdas de cómo era?

Zoe se esforzó en rememorar.

—Recuérdamelo tú.

—Era como pillarse un dedo con un martillo —contestó Jake—. Era como una quemadura. Era como una boca sorbiéndote, aguijoneándote mientras te sorbía. Era como un cuchillo afilándose en ti, sacándose filo para cortarte.

Zoe hizo una mueca.

—¡Dios mío, estoy helada! ¡Mira, estoy temblando! —Se levantó de un salto y empezó a vestirse. Le castañeteaban los dientes—. No sé si acabo de recordarlo o si lo he sentido, pero voy a vestirme. ¿Tú no tienes frío?

Jake se encogió de hombros.

—Me vestiré. ¿Volvemos al hotel?

Aterida de frío, Zoe esperó a que Jake acabara de ponerse la ropa. Con la montaña bañada por la luz invernal, y precedidos por sus sombras proyectadas sobre la nieve blanca, regresaron. Al pasar por delante de unas tiendas, Zoe se separó de él.

—Ya te alcanzaré. Quiero coger unas cuantas cosas.

—Te acompaño.

—No te preocupes, ya te alcanzaré.

—Te espero.

—Jake, ¿tienes miedo de que nos perdamos y no volvamos a encontrarnos? Solo quiero coger unas cuantas cosas.

—¿Qué?

—Un poco de colirio en la farmacia, y tal. ¡Será solo un par de minutos!

Jake movió la cabeza y siguió adelante.

Zoe abrió la puerta de la farmacia. Las luces estaban encendidas, como siempre. Sabía dónde encontrar los colirios, porque ya había cogido uno el primer día. Pero no era eso lo que había entrado a buscar. Había algo más.

—No estoy muerta —dijo mientras se movía entre los pasillos de la farmacia—. No estoy muerta.

—¿Qué quieres cenar esta noche? —preguntó Jake cuando Zoe entró en la habitación del hotel—. ¿Qué cenan los muertos?

—Deja eso.

—Pues algo tenemos que cenar.

—¿Tú crees? ¿De verdad tienes hambre? ¿Has tenido hambre realmente en los últimos días? ¿O solo comemos por costumbre?

Jake abrió la boca como para decir algo pero volvió a cerrarla. Tenía que pensárselo. Ella lo apartó de un empujón para entrar en el baño y cerró la puerta.

Abrió la pequeña caja de cartón y sacó la tira de plástico del envoltorio de papel de aluminio. Se bajó el pantalón y las bragas y, sujetando la tira bajo el trasero, intentó orinar sobre el material absorbente de medio centímetro de ancho por tres centímetros de largo sin mojarse la mano. Al principio fue incapaz de echar una sola gota. Por un momento pensó que se le había olvidado cómo hacerlo. Luego, en cambio, tuvo la impresión de que no iba a parar nunca. En todo caso, mojó la tira durante más de los cinco segundos necesarios. Volvió a cubrirla, se sentó en la taza del inodoro y esperó.

Al cabo de un minuto Jake llamó a la puerta.

—¿Es que no puedo usar el váter en paz, Jake? —dijo Zoe. Lo oyó mascullar—. Por el amor de Dios, en el pasillo hay muchas habitaciones, cada una con su propio váter. Ve a buscarte uno para ti.

Lo oyó mascullar otra vez y a continuación le llegó el ruido de la puerta de la habitación al abrirse y cerrarse.

Cuando Zoe examinó la tira, habían aparecido dos nítidas rayas azules. Aún estaba embarazada, no cabía duda.

Jake no sabía nada de eso. Era la pregunta del millón que ella quería hacerle desde hacía días y para la que esperaba el momento oportuno. El momento en que se alineasen los astros.

Durante todo el tiempo que llevaban juntos ninguno de los dos había mostrado mucho interés en tener hijos. Un día los sentimientos de ella empezaron a cambiar. La cuestión era que deseaba que los sentimientos de Jake cambiaran junto con los suyos, que coincidieran, que engranaran; y sospechaba que eso era improbable. Habían hablado del asunto un par de veces, y todo había quedado en nada. No flotaba en el aire un no, pero tampoco un sí.

Con envidia, recelo u horror, habían presenciado el salto a la paternidad de sus amigos. Habían visto vidas cambiadas, para bien y para mal. En algunos casos ser padre o madre había representado una emocionante y vertiginosa elevación de la vida a un estado superior; en otros había sido una caótica inmersión en el desastre y el divorcio. Para algunos, la paternidad era la manera de canalizar una energía y un júbilo exultantes; otros, por el contrario, se convertían en zánganos agotados, deprimidos y desbordados por la experiencia. No parecía existir una única pauta para el cariz que aquello adquiría en la vida de cada cual.

Sin embargo, cuando Zoe quedó embarazada poco antes de aquellas vacaciones en la nieve, supo que deseaba tener el niño. Pero no era la clase de mujer capaz de arrastrar a un hombre a la paternidad entre gritos y pataleos. Su plan era esperar el momento mágico para sondearlo, quizá en lo alto de una montaña o durante un paseo por la nieve perfecta del final del día, durante el crepúsculo; y si los augurios eran propicios, daría a conocer la sensacional noticia.

Pero entonces sobrevino el alud.

Y ahora, pese a que cada tendón y cada nervio de su cuerpo se resistía a aceptarlo, estaba muerta.

Embarazada y muerta.

La nueva pregunta, naturalmente, atañía al carácter de su embarazo. ¿Era la clase de embarazo que seguía un proceso de gestación y cambio conforme el sol se desplazaba por el cielo? ¿O era un embarazo que permanecía estancado, un embrión paralizado, suspendido dentro de ella, como la llama de una vela que no consumía la cera? Si se trataba de lo primero, ¿se lo diría a Jake? ¿Y se lo diría si se trataba de lo segundo? Quizá si estaban allí atrapados para toda la eternidad, seguiría eternamente embarazada, sin llegar nunca al parto.

Oyó abrirse y cerrarse la puerta cuando Jake volvió a la habitación. Se subió el pantalón, tiró de la cadena y ocultó cuidadosamente la tira de la prueba en el fondo de la papelera del baño. Cuando salió, Jake, apoyado en la pared con los brazos cruzados, la miraba con una expresión extraña.

—¿Cuándo has hecho de vientre por última vez?

—¿Cómo dices?

—¿Cuándo? Porque yo desde el alud no he hecho de vientre hasta ahora. Y solo he sentido la necesidad cuando tú has mencionado lo del apetito. Lo he pensado y me ha entrado el apetito. Eso me ha recordado que no había hecho de vientre. Y recordar que no había hecho de vientre me ha despertado de pronto la necesidad de hacer de vientre.

—Jake, ¿tú qué crees, que estamos atrapados aquí o que esto es una liberación?

—Si piensas en ello con la debida convicción, también a ti te entrarán ganas de hacer de vientre.

—¿Puedes dejar de hablar de eso?

—Solo te informo.

—Es una pregunta importante: si estamos atrapados aquí, o si estamos aquí porque nos han liberado. Nuestra actitud aquí dependerá de eso, ¿no crees?

—Esto parece un diálogo de sordos. Hablamos a distintos niveles.

—Es posible.

—Hacer de vientre es un asunto muy importante.

—Bueno, tú ganas. Supongo que no he hecho de vientre desde el alud. Será por el trauma. Ya me entiendes. Una reacción. Ahora que estoy pensando en ello, me han entrado ganas.

—A eso me refiero —dijo él.

Ella se volvió, entró de nuevo en el cuarto de baño y cerró la puerta.

—Siempre es bueno cagar a gusto —añadió Jake levantando la voz desde el otro lado de la puerta cerrada.

—¡Calla!

Jake se alejó de la puerta.

—Siempre es bueno cagar a gusto —repitió en voz baja.

Por la noche la despertó un brillante disco blanco suspendido en el aire a corta distancia de su cara. Una voz susurró claramente su nombre.

—¡Zoe! ¡Zoe! ¡Acércate a la luz! Ven a la luz.

Zoe se incorporó en la cama y miró la fuente de luz con los ojos entornados por entre los dedos abiertos.

—¿Sabes qué te digo? —repuso—. Incluso muerto puedes ser un gran capullo.

Jake apagó la lámpara que sostenía a pocos centímetros de la cara de Zoe y volvió a dejarla en la mesilla de noche.

—No podía dormir. No paro de pensar en nuestra situación.

Una rendija de luz se filtraba entre las cortinas. Zoe se levantó y las descorrió. Un espectacular claro de luna inundó la habitación. Se reflejaba en la nieve con un intenso resplandor. Proporcionaba una visibilidad perfecta.

—Sirve un coñac para los dos. Hablemos.

Jake vertió el líquido ambarino en un par de vasos anchos y entregó uno a Zoe. Bebió un trago y olisqueó el licor.

—Quiero preguntarte una cosa —dijo Zoe—. Es algo que ya te pregunté ayer, pero quiero que te lo pienses bien antes de contestar.

—Adelante. —Jake tomó otro sorbo—. ¿Sabes qué? Este coñac no sabe a coñac.

—Te pregunté si creías que estábamos aquí atrapados o si esto es una liberación.

—Eso es según se mire.

—Exacto. No hay una única respuesta correcta, ¿verdad que no? Depende de cómo queramos verlo. Si preferimos pensar que estamos atrapados, nuestra situación es trágica. Si preferimos pensar que es una liberación, es todo lo contrario.

—¿Cómica?

—Lo cómico no es lo contrario de lo trágico.

—No.

—O sea, lo que quiero decir es que si optáramos por verlo desde un punto de vista positivo, casi podríamos disfrutar de momentos mágicos aquí. Tú y yo. Juntos y solos. Tenemos calor, cobijo, comida, el mejor vino, pistas maravillosas donde esquiar juntos. Es el paraíso si decidimos aceptarlo. Si decidimos llamarlo así.

—Supongo.

—¿Supones?

—Bueno, sí. Puede que tengas razón.

Zoe percibió el lado sombrío de sus palabras.

—Pero. Hay un pero ¿eh que sí? Siempre hay un pero.

—No, tienes razón —convino Jake—. Podemos ser libres, los dos juntos, quedándonos aquí, jugando en la nieve como niños, con todas nuestras necesidades cubiertas.

—Pero. Dime el pero.

—De acuerdo. Es este. Aunque aquí no hay descomposición, aunque la carne permanece fresca y las velas no se consumen, el tiempo sí pasa a otro nivel. El sol se pone y sale. Dormimos, orinamos, hacemos de vientre. Hay energía, para mantener las luces encendidas, para impulsar el telesilla. Y el consumo de energía es un suceso. Y un suceso debe producirse en el transcurso del tiempo.

—No sé adónde quieres ir a parar.

—Lo he estado pensando. En todas nuestras visiones tradicionales de la muerte, siempre viene alguien a recogernos. Ya sabes, el tío Derek con su bata de cirujano te dice que vayas hacia la luz. El diablo te echa en una caldera. Caronte se te lleva en barca por la laguna Estigia. No puedo evitar la sensación de que alguien o algo… va a venir.

—¿Va a venir?

—Sí… va a venir. A recogernos.

Zoe se estremeció.

—Preferiría que no hubieras dicho eso.

Jake se acercó a la ventana y contempló la resplandeciente nieve iluminada por la luna.

—Yo también. También preferiría no haberlo dicho. Pero… ese es mi pero respecto a esto. Lo presiento. Presiento que algo va a venir.

—¡Tú no crees en nada de eso! ¡Caronte, el diablo, el tío Derek! Quizá esto sea la otra vida de un ateo. Tú eres ateo hasta la médula, como yo.

—Lo soy. Y no estoy renegando. Solo presiento que algo o alguien viene hacia aquí. —Apuró su vaso—. ¿A ti a qué te sabe este coñac?

Salieron a esquiar. Zoe dijo que ella había ido allí a esquiar y eso pensaba hacer, así que salieron. Propuso seguir la misma ruta por la que habían tratado de marcharse del pueblo después del alud. Jake sabía que ella pretendería atajar de nuevo por el bosque, para encontrar una salida, pero calló. Parecía resignado a dejarla intentarlo, como si ya supiera el resultado. Daba igual si lo intentaban o no.

El telesilla que ascendía por el lado sur del valle seguía en movimiento, tal como lo habían dejado. El motor emitía un leve zumbido y la maquinaria traqueteaba mientras las sillas vacías giraban con una sacudida al pie del remonte y reiniciaban el inútil ascenso; en el lado opuesto, las sillas regresaban en orden, con cierto aspecto de haber pasado a través del fuego, o a través de una guerra, o de haber sobrevivido a una experiencia amarga ante la que, a pesar de todo, permanecían estoicas e imperturbables. Aunque no eran más que sillas vacías, la repetición de esa trillada existencia a lo largo de los cables generaba una horrible sensación de sinsentido. Como si hubiesen tenido la oportunidad de aprender algo pero hubiesen fracasado.

Ocuparon juntos una silla. Jake rodeó a Zoe con el brazo. Ella se acurrucó contra él mientras se elevaban por encima de los árboles. Lo vio escudriñar la naturaleza blanca bajo ellos.

—¿Qué buscas? —preguntó.

—Huellas.

—¿Huellas de qué?

—De cualquier cosa viva. Un zorro. Una liebre. Una gamuza. Una marta. Cualquier cosa. Aunque solo sean huellas de pájaro. —Se inclinó hacia el otro lado de la silla, escrutando la nieve inmaculada entre los árboles—. No he visto un solo ser vivo desde el día del alud.

—Yo sí.

—Ya.

—Dos cuervos.

—¿Ah, sí?

—No he vuelto a verlos.

Zoe quedó en silencio, pensando en los cuervos. Solo se oía el zumbido del cable, y de pronto un tableteo al pasar la silla por encima de una pilona, seguido de un chacoloteo del propio cable semejante al batir de unas enormes alas de cuero. Luego volvió el silencio, apagándose todos los sonidos excepto el lamento del viento en los cables tensados.

—¿Eso qué significa? —preguntó ella.

—¿Qué?

—Los cuervos.

—No lo sé. No sé si significa algo. Solo eran dos cuervos. ¿Es que todo ha de tener un significado?

A eso no hubo respuesta, salvo el tableteo de la silla. En lo alto del remonte se apearon con facilidad. Jake se caló mejor el gorro y se ajustó las dragoneras a las muñecas.

—Es hermoso, francamente hermoso. Jake, ¿podemos…?

—Sí.

—¿Sí a qué? No sabes qué voy a preguntar.

—Hacia la mitad de la pista. Podemos desviarnos y entrar en el bosque. Intentarlo otra vez. Sí.

—El otro día esquié fatal por allí. Solo quiero ver si soy capaz de hacerlo mejor.

Jake sonrió.

—Esa es una buena razón. Esta vez estaremos un poco más relajados.

—Eso seguro. Pararemos en el mismo sitio.

Jake se impulsó y dejó que los esquís se deslizaran. La calidad de la nieve había cambiado. Aún era profunda e inmaculada, sin la preparación previa de las máquinas, pero el sol la había reblandecido y los esquís avanzaban un poco más despacio, con un silbido más sonoro.

Zoe iba detrás. El cielo era de un azul asombroso y a los lados de la nacarada pista, los alerces, los pinos y las píceas se entretejían para formar espectaculares paredes de terciopelo verde. Zoe sabía que dejarse llevar por los esquís era lo más cerca que se sentiría de volar.

«Estoy cayendo a través de los círculos del Paraíso».

La nieve virgen se separaba ante las puntas flotantes de sus esquís. Ya muy abajo, se volvió y vio a Jake detrás de ella, que bajaba por la pista con su traje negro como un hermoso cuervo, trazando una leve curva, aumentando el giro solo cuando se acercó a Zoe para poder mantenerse a su lado.

—No sabía que te había adelantado —dijo ella.

—Estabas absorta en tu mundo.

—Así es. Por un momento he sido un pájaro. Y tú también.

—¿Seguimos ahora a través de los árboles?

—Sí, a través de los árboles.

En esta ocasión avanzaron de manera más eficaz, y allí donde no lo conseguían, se echaban a reír y sus risas unidas traspasaban los árboles silenciosos. Era un poco como reírse en la iglesia: si se veía con buenos o con malos ojos dependía del talante de tu Dios. Superaron las torrenteras saltando y circundaron los afloramientos de piedra, que asomaban como puños semienterrados o nudillos de gigantes. Se deslizaron entre los umbríos pinos y píceas, provocando lluvias de copos y nieve en polvo.

Era un trayecto difícil, pero esta vez lo recorrieron sin una sola caída hasta llegar a la misma vía de arrastre nevada. Sabían que los llevaría de vuelta a Saint-Bernard, así que, sin mediar palabra, siguieron descendiendo entre los árboles, solo para encontrar otro recodo de la carretera más abajo, y una cuneta escarpada que no pudieron atravesar. Rindiéndose de nuevo a lo inevitable, dejaron que los esquís los llevaran de regreso al pueblo por la vía de arrastre.

No se veía ni rastro de las huellas que habían dejado en su primer intento de abandonar el pueblo. La nieve lo había cubierto todo. Jake se detuvo dos veces en el camino para volverse a mirar atrás. Dijo que tenía la impresión de que había alguien o algo detrás de ellos, siguiéndolos. O tal vez eso era solo un deseo: que hubiese algo detrás de ellos.

No vieron nada. Sucumbieron a una especie de resignación.

Pusieron en marcha los telesillas y telearrastres de todo el pueblo, abriendo una red de pistas. El estado de la nieve era ideal. El cielo presentaba el color azul de una plegaria y el sol les permitió prescindir de las chaquetas.

—Estoy esquiando mejor que nunca —dijo Zoe.

—Yo también. ¿Quieres parar para comer?

—No tengo hambre.

—Yo tampoco, pero quiero parar en uno de esos restaurantes de montaña, encender un fuego y relajarnos delante de las llamas.

—¿Tienes frío?

—Qué va. Pero es lo que me apetece. Comemos cuando no tenemos hambre, bebemos cuando no tenemos sed, y quiero relajarme cuando no estoy cansado.

—Vale. Te reto a una carrera hasta La Chamade. —Zoe descendía ya en línea recta.

Zoe esperaba en la entrada del restaurante de montaña, ya sin los esquís, que sostenía en posición vertical.

—Mira que eres lento.

—No sé cómo te lo haces.

Había allí dos o tres pares de esquís abandonados, cubiertos de hielo y nieve, apoyados contra el soporte frente al restaurante revestido de troncos. Dejaron los esquís en el soporte junto a los otros y entraron. Las luces estaban encendidas en la cocina, pero no en el comedor. La Chamade tenía una gran chimenea de piedra, con un cesto de leña a punto. Jake fue a la parte de atrás en busca de yesca y cerillas y encendió rápidamente el fuego. Los troncos de pino crepitaron al prender.

Olfateó el humo.

—¿Hueles la leña de pino?

—Sí. O quizá la huelo ahora que tú lo has dicho.

—¿Recuerdas esa sensación? ¿Cuando entras de la nieve, quizá con los dedos de las manos y los pies doloridos por el frío, y te sientas cerca del fuego y empiezan a arderte las mejillas, y sientes el placer de entrar en calor, y cómo te reacciona la sangre?

Zoe se acercó sin brío a él y apoyó la cabeza en su hombro.

—La recuerdo. Empiezo a sentirla ahora.

—Esa es la cuestión, ¿no? Primero recordamos algo y después lo sentimos. Tú me describes la sensación, y yo la experimento. Pero no antes. No antes.

Zoe se echó a llorar.

—¿Dónde estamos? ¿Qué está pasando?

—Ven aquí. Ahora no llores. No tengo la respuesta. Solo sé una cosa: estar aquí solo, vivir esto sin nadie más, sería el infierno. En cambio, contigo aquí, puedo sobrellevarlo.

Ella lo abrazó y lo miró.

—No es infelicidad lo que siento. Es desconcierto, y no poco miedo.

—Pero ¿te das cuenta, Zoe? Debemos recordarnos las cosas mutuamente. Esta vida, sea lo que sea, la reconstruimos el uno para el otro.

—Creo que lo entiendo.

Jake fue al bar, cogió una botella de vino tinto y la descorchó. Volvió con la botella y dos copas, y llenó una para cada uno.

—Pruébalo. —Leyó la etiqueta—. Es un Albert Bichot Gevrey-Chambertin les Corvées de 2004, Borgoña, cosa que para mí no significa nada, así que no sé si es bueno o malo, si cuesta un ojo de la cara o si es barato. Estás sola. Dime qué te parece.

Ella primero metió la nariz en la copa, como una entendida. Luego lo cató, manteniendo el vino en la lengua por un momento antes de enjuagarse la boca con él. Pensó en azúcar y acidez y taninos, luego en fruta y especias y tierra. Finalmente lo tragó, preguntándose si de verdad le apetecía otro sorbo o no.

Jake la miró expectante con sus ojos aún enrojecidos.

—¿Quieres que te sea sincera? No me sabe a nada. Me es indiferente.

—Exacto. Como todo aquí. Pero y si te recuerdo lo bueno que es el vino tinto, que sabe quizá a cerezas, pero con especias, y un poco a madera, a roble, y que al beberlo se producen en tu paladar las más diversas tensiones, entre lo dulce y lo ácido, entre lo seco y lo líquido. Y que el sabor permanece, ligero pero agradable.

—¡Ahora sí que lo noto! —exclamó ella.

—¿Y no te viene también a la memoria la sotana roja del cardenal y la caldera del diablo?

—Estás diciendo chorradas. Aunque, ahora que lo dices…

—¿Pecado y redención? —preguntó Jake.

—¿Miel y fuego?

—Tendrás que servirme otra copa. ¿Todavía no te sabe a nada?

—No —respondió Zoe—, sabe a todo aquello que tú dices, eso sí. Eso sí, eso sí. ¿No te parece extraño?

—Aquí todo es extraño.

—No, me refiero a que solo sepa a algo después de hablar de ello. Y no tenía idea de que entendías tanto de vinos —comentó Zoe.

—Y no entiendo. Me lo he inventado. Al menos eso creo. La cuestión es que aquí podemos contar nuestra propia historia. La historia de lo que ocurre. No tenemos que dejar que otros nos cuenten la historia… ¿Has oído eso?

—Si he oído ¿qué?

Jake se puso de pie y se acercó rápidamente a la ventana.

—Te juro que he oído el ladrido de un perro.

—¿Un perro?

—Sí, un perro. He oído el ladrido. Con toda claridad, y un eco en la nieve.

Zoe se reunió con él junto a la ventana.

—Yo no he oído nada.

—No me lo he imaginado —insistió Jake.

—Yo no he dicho eso.

—Sé que no lo has dicho. Cuando digo que no lo he imaginado, hablo para mí.

—No veo nada ahí fuera —dijo Zoe.

—Había un perro. O al menos había un ladrido. Voy a salir a mirar.

Ella se encogió de hombros y lo dejó marchar. Se sentó junto al fuego y esperó. Tomó otro sorbo de sotana roja del cardenal. El fuego ardía en la chimenea sin crepitar: llamas limpias y anaranjadas, como dedos saliendo de debajo del contorno curvo del tronco, acunándolo, casi amorosamente, mientras se quemaba. Apartó la vista del fuego, miró por la ventana y vio a Jake avanzar con esfuerzo por la nieve.

Al cabo de un momento regresó.

—Nada —dijo, visiblemente deprimido.

—Bueno.

—Lo habría jurado.

—Bebe un poco más de vino —sugirió Zoe.

Vaciaron la botella. Ahora el vino sabía a muchas cosas maravillosas.

—Estaría bien —dijo él.

—¿Qué estaría bien?

—Si hubiera un perro.

Ella le cogió la mano.

—¿Crees que alguna vez superaremos esto? ¿La tristeza? ¿El pesar?

Jake apuró la copa y la dejó en la mesa.

—Vamos a divertirnos un rato.

Subieron con el telearrastre hasta una pista larga y fácil y bajaron de espaldas todo el camino. Luego eligieron una empinada pista roja y descendieron por ella con un zigzagueo en extremo preciso; primero Zoe se ciñó exactamente a los surcos dejados por él, y luego invirtieron el orden. Encontraron el parque de snowboard y dieron allí unos cuantos saltos. Su pericia en el esquí había mejorado de una manera que no guardaba proporción con el tiempo que llevaban esquiando. Zoe comentó que los esquiadores siempre se recordaban a sí mismos mejores de lo que eran en realidad; Jake coincidió, pero añadió que él no recordaba haber sido nunca tan bueno. Desde luego no esquiaban sin esfuerzo, pero su destreza técnica los sorprendía a los dos.

En el parque de snowboard había un puesto de control con un equipo de megafonía que emitía por altavoces colocados en las pistas. Jake encontró un cedé de Jimi Hendrix, subió el volumen al máximo y dedicaron el resto de la tarde a deslizarse a toda velocidad por los aparatos del parque de snowboard, virando en los medio tubos y los cuartos de tubo, saltando sobre las pirámides y las mesas. Los dos habían empezado con el snowboard pero se habían pasado al esquí por la velocidad.

Al cabo de un par de horas la luz comenzó a menguar. Jake quiso dejar la música encendida, pero Zoe lo obligó a apagarla, diciendo que le gustaba oír el sonido de la luna y las estrellas sobre la nieve, y de pronto a él le pareció tan acertado que no lo cuestionó. Se dejaron llevar por los esquís hasta el hotel.

Al llegar al pie de la pista, un perro ladró claramente en medio del frío. El ladrido pareció quedar suspendido en el aire gélido.

—¡Esta vez sí lo he oído, Jake!

—Por allí. Cerca de los árboles.

—Sí, ¡allí está!

Al pie de la ladera, unos cuantos árboles dispersos separaban dos pistas de principiantes. Había allí sentado un perro negro de tamaño medio, apuntándolos con el hocico, con las patas delanteras plantadas entre las traseras. Volvió a ladrar, y el sonido reverberó hasta ellos a través del aire frío del crepúsculo. El perro se relamió y su lengua roja destelló en el claroscuro de la luz menguante.

Jake llamó al perro con un silbido.

—Ven, ven.

El perro se levantó, pero si bien meneaba la cola, parecía reacio a acercarse. Jake impulsó los esquís y avanzó en dirección al perro, silbando, llamándolo. El perro volvió a ladrar.

Jake se detuvo y sacó los pies de las fijaciones. Dio dos pasos hacia el perro y paró en seco.

—¡Dios mío! —exclamó.

—¿Qué pasa? —Zoe se aproximó desde atrás. El perro seguía moviendo el rabo, al parecer contento—. Vamos, chico.

—No es un chico —corrigió Jake—. Es perra. Es mi perra. Sadie.

Sadie era la perra con que Jake se había criado. La había tenido desde cachorro y el animal había muerto cuando él contaba ya dieciocho años, antes de conocer a Zoe.

La perra, como si respondiese al nombre, corrió hacia Jake, aullando y meneando el rabo. Casi delirando de felicidad por haber encontrado a Jake, saltó sobre él, dejando manchas amarillas de orina en la nieve. Jake se arrodilló y abrazó a la perra, que a su vez le lamió la cara.

—¿Qué pasa? —preguntó Zoe.

—¡Es mi perra, es mi perra, es mi perra! —Jake reía y lloraba simultáneamente—. Hacía muchísimos años que no la veía, y la echaba de menos, y ahora ha vuelto. —Con las rodillas hundidas en la nieve y la perra lamiéndole las lágrimas de la cara, miró a Zoe con una sonrisa en los labios—. Ha vuelto.

Zoe se sentó en cuclillas junto a la perra y a su marido.

—Jake… ¿estás seguro de que es tu perra?

—Sadie, te presento a Zoe. Zoe, te presento a Sadie. ¡No puedo creerlo! ¡Es increíble!

La perra lamió la cara a Zoe y enseguida concentró de nuevo su atención en Jake. Zoe quería compartir esa felicidad, pero no daba crédito a lo que veía. Aunque la emocionaba ver esa nueva señal de vida, no le entusiasmaban los perros ni tenía experiencia con los cánidos.

—Jake, ¿cómo puedes estar seguro de que es tu perra?

Jake se echó a reír.

—¿Oyes eso, Sadie? ¿Lo oyes? Cariño, si tienes un perro, lo reconoces cuando lo ves. Sencillamente lo reconoces.

—Vale. Es solo que… para mí es igual que otros muchos perros.

—¡Atiende, Sadie! Dice que eres igual que otros muchos perros. Tesoro, si me pasara años y años sin verte, te reconocería igualmente. Pues con Sadie es lo mismo.

—Vale. Es solo que… ¿seguro que no te engañas porque quieres que sea Sadie?

—Ya verás. Sin mirar, sé que tiene una cicatriz en el pliegue interior de la oreja izquierda. Una vez se hizo un corte feo en una alambrada. Acércate.

Obligó a la perra a quedarse quieta y le echó atrás la oreja. Zoe observó con atención la parte rosada y carnosa del interior. Era cierto: allí tenía una pequeña cicatriz. O quizá era una sombra. Tal vez sí era una cicatriz, pensó.

—¡Uf!

—Esto es maravilloso —dijo Jake. Se levantó de la nieve y abrazó a su mujer—. Vamos, llevémosla al hotel.

Regresaron los tres al hotel, trotando la perra felizmente tras los pasos de Jake.

—¿Crees que aceptan perros? —preguntó Zoe.

Esta vez ni siquiera se molestaron en dejar el equipo en las taquillas; se limitaron a abandonarlo todo en el vestíbulo enmoquetado, junto con las botas, los guantes y las chaquetas de esquiar. Jake pasó por la cocina para buscarle algo a la perra. Echó un vistazo a los filetes todavía frescos y relucientes sobre la encimera junto a las verduras troceadas; enseguida los descartó.

—¡Nada de carne vieja para ti, Sadie!

Optó por entrar en la cámara frigorífica y coger un filete del estante. Lo descongeló en el microondas y lo frio en una sartén. Lo dejó enfriar antes de ponerlo en una fuente y ofrecérselo a la perra. Sadie meneó el rabo y se relamió, pero apartó el hocico del filete.

—¿Esto no es de tu gusto, chica? ¿Qué te han dado de comer aquí?

Se preguntó por qué Sadie no quería comer. Cualquier perro devoraría un filete, tuviese hambre o no. Jake se agachó y cogió la cabeza de Sadie entre sus manos, justo por detrás de las orejas, fláccidas como bolsas. Quería olerle el aliento para averiguar qué había estado comiendo. Pensando que era un juego, Sadie lo lamió. Jake sintió en la cara una bocanada del aliento de la perra, pero no olía a nada. Intentó recordar el olor del aliento de un perro.

A pescado, pensó, a eso olía aunque el perro no hubiese comido pescado; y a harina, como las galletas; y a tierra, como el mantillo después de la lluvia; y a la hierba amarillenta de un prado; y al agua de charca; y… basta. Se dijo que ya bastaba. Se dijo que ya bastaba porque con ese proceso de remembranza acudían a su mente todas las cosas que nunca más olería o saborearía salvo en la memoria; y si bien la memoria podía devolvérselas momentáneamente, esa era una idea agridulce.

Volvió a coger la cabeza de la perra entre sus manos, y ella lo lamió, y esta vez olfateó en su aliento cálido todo aquello que acababa de evocar. Salió de la cocina, y la perra lo siguió.

Encontró a Zoe en su habitación.

—¿Podemos tener a Sadie en la habitación con nosotros?

—Ahora mismo agradecería incluso la presencia de las pulgas de Sadie si las tuviera. Me parece maravilloso el simple hecho de ver a otro ser vivo.

—Bueno, deduzco que en realidad es otro ser muerto. Me explico: la enterré hace años en el jardín de atrás. La enterré bajo un ciruelo que nunca había dado fruto. Al año siguiente, y ya siempre a partir de entonces, ese árbol dio montones de fruta.

—Los nutrientes.

—¿O quizá una manera suya de volver para saludar? ¿Me permites decirte una cosa? No lloré cuando mi padre murió, y sin embargo me deshice en lágrimas cuando enterré a Sadie. ¿Me convierte eso en mala persona?

—¿Mala persona?

—Albergaba sentimientos más hondos por mi perro. Ciertas personas dirían que eso no está bien.

—Cuando estabas vivo, no te preocupaba mucho lo que dijeran «ciertas personas». ¿Por qué habría de preocuparte ahora que estás muerto? Caray, se me hace raro decir eso, pero ya sabes a qué me refiero. Tu padre nunca te mostró afecto, o eso me contaste.

Jake se acercó a la ventana y contempló el lento despliegue de la oscuridad sobre la impoluta blancura que cubría la tierra como mazapán en una tarta nupcial.

—Era frío como la nieve. Comida en la mesa, ropa que ponerse, una educación práctica, y jamás un solo abrazo. Ni uno solo.

—Era otra generación, Jake.

—Pues en eso se equivocaron. Si yo tuviera un hijo, lo…

—¿Lo qué?

Jake se volvió hacia la perra.

—¡Ven aquí, chica!

Zoe estuvo a punto de articular una palabra. Pero no pudo.

Esa noche, antes de prepararse para irse a la cama, Jake tendió una manta en el suelo a fin de que Sadie pudiera hacerse su guarida contra la pared. Sadie se echó sobre la manta como si siempre hubiese dormido allí. Se quedó tendida con la cabeza entre las patas delanteras, mirándolos; sus ojos parecían los de un peluche. Jake entró en el cuarto de baño para lavarse los dientes. Mientras Zoe retiraba el edredón, ocurrió algo.

Las luces se debilitaron por un momento, parpadearon y se apagaron. Al cabo de unos segundos de oscuridad, se encendieron de nuevo.

Jake salió del baño con el cepillo de dientes en la mano.

—¿Qué ha sido eso?

—Se ha ido la luz.

—Ya lo sé. Pero ¿por qué?

Zoe se quedó mirándolo.

—¿Se ha ido en todo el pueblo?

—Ni idea.

—¿Crees que ha sido solo en nuestra habitación? ¿O solo en nuestro hotel?

Ella movió la cabeza en un gesto de negación.

—Me pregunto qué significará —dijo Jake.

Sadie, de pie, lo miraba. Ladró, una sola vez.

—¿Tiene que significar algo? —preguntó Zoe.

Jake se aproximó a la ventana.

—Fuera las luces siguen encendidas.

—Ven a acostarte.

—Me pregunto qué habrá pasado.

—Ven a acostarte —insistió Zoe.