Su segunda noche en la pensión fue mejor que la primera. Durmió hasta media mañana. Tal vez se había acostumbrado. Contempló las cortinas de la diminuta ventana y decidió que no había tenido ninguna pesadilla, no había habido ningún movimiento en la oscuridad con pistolas ni puñales dispuestos a atacarla. Había dormido como un tronco y, durante mucho rato, observó las cortinas mientras despertaba su cerebro.

Intentó ordenar sus pensamientos. Éste era su cuarto día como Pelícano y si deseaba ver el quinto, tendría que pensar como un meticuloso asesino. Era el cuarto día del resto de su vida. Se suponía que debía estar muerta.

Pero después de abrir los ojos y percatarse de que estaba viva y a salvo, de que la puerta no crujía ni rechinaba el suelo, y de que no había ningún pistolero al acecho en el armario, lo primero en lo que siempre pensaba era Thomas. Empezaba a pasarle el susto de su muerte, y tanto el ruido de la explosión como el rugido de las llamas estaban cada vez más lejanos en su mente. Sabía que la bomba le había hecho pedazos y que su muerte había sido instantánea. Sabía que no había sufrido.

Por consiguiente pensaba en otras cosas, como el contacto de su cuerpo, sus susurros y caricias en la cama después de hacer el amor, cuando quería abrazarla. Le gustaban las caricias, e insistía en jugar, besar y mimar después del sexo. Y reírse. La amaba locamente, se había enamorado como un adolescente, y por primera vez en su vida podía actuar cándidamente con una mujer. Muchas veces en clase había pensado en sus susurros y caricias, y había tenido que morderse el labio para no sonreírse.

Ella también le quería. Y estaba profundamente apenada. Le apetecía quedarse en cama llorando una semana. Al día siguiente del funeral de su padre, un psiquiatra le había explicado que el alma necesita un período breve pero muy intenso de aflicción, antes de pasar a una nueva fase. Pero debía experimentar el dolor, sufrir sin restricciones para poder realmente avanzar. Siguió su consejo y, después de dos semanas de profunda aflicción, se hartó y pasó a la próxima etapa. Funcionó.

Pero no funcionaba en el caso de Thomas. No podía llorar ni desahogarse como le apetecía. Rupert, el Delgado y el resto de los muchachos se lo impedían.

Después de pensar en Thomas unos minutos, ellos eran quienes ocupaban su mente. ¿Dónde estarían hoy? ¿Dónde podría ir sin ser vista? ¿Le convenía trasladarse a otro lugar, después de dos noches en la misma habitación? Sí, lo haría. Al oscurecer. Llamaría para reservar una habitación en otra pequeña pensión. ¿Dónde se hospedaban los muchachos? ¿Circulaban por las calles con la esperanza de tropezarse con ella? ¿Sabían dónde se encontraba ahora? No. Estaría muerta. ¿Sabían que ahora era rubia?

El cabello hizo que se levantara. Se acercó a la mesa y se miró al espejo situado sobre la misma. Ahora era todavía más corto y muy blanco. No estaba mal. Anoche le había dedicado tres horas. Si vivía una semana más, posiblemente sería calva.

Sintió un pinchazo en el estómago y, momentáneamente, tuvo hambre. No comía y tendría que empezar a hacerlo. Eran casi las diez. Curiosamente, en aquella pensión no se servía desayuno los domingos por la mañana. Se aventuraría a salir a la calle en busca de comida y de un Post dominical, y al mismo tiempo comprobaría si eran capaces de reconocerla, ahora que se había convertido en una rubia hombruna.

Se duchó velozmente y tardó menos de un minuto en lavarse el pelo. Nada de maquillaje. Se puso un nuevo pantalón militar, una chaqueta nueva de piloto y estaba lista para entrar en batalla. Unas gafas oscuras de aviador le cubrían los ojos.

A pesar de que había salido varias veces, nunca lo había hecho por la puerta principal. Se escabullía a través de una oscura cocina, abría la puerta posterior y salía a un callejón detrás de la posada. Hacía el suficiente frío para usar chaqueta sin llamar la atención. Vaya bobada, pensó. En el barrio francés podría vestir con una piel de oso sin alarmar a nadie. Avanzó rápidamente por el callejón, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y los ojos atentos tras sus gafas oscuras.

La vio al subirse a la acera junto a Burgúndy Street. El cabello bajo la gorra era distinto, pero seguía midiendo ineludiblemente metro setenta y dos. Sus piernas eran largas, tenía cierto modo de caminar y, después de cuatro días, era capaz de reconocerla entre la muchedumbre independientemente de su rostro y su cabello. Las botas de vaquero, puntiagudas y de piel de serpiente, empezaron a seguirla.

Era una chica inteligente, que no dejaba de doblar esquinas, cambiar de calle a cada manzana y caminar de prisa sin exagerar. Calculó que se dirigía a Jackson Square, donde se reunía mucha gente los domingos, entre la que creía poder desaparecer. Se mezclaría con los turistas y residentes locales para dar un paseo, tal vez comer algo, disfrutar del sol y comprar un periódico.

Darby encendió tranquilamente un cigarrillo y dio unas caladas sin dejar de caminar. No podía tragarse el humo. Lo había probado tres días antes y se había mareado. Era una costumbre muy desagradable. Menuda paradoja si ahora lograra sobrevivir para morir más adelante de cáncer pulmonar. Ojalá lograra morir de cáncer.

Estaba sentado en la terraza de un abarrotado café en la esquina de Saint Peter y Chartres, a menos de tres metros cuando ella le vio. Al cabo de una fracción de segundo, él la vio a ella, y tal vez habría pasado inadvertida, de no haber sido porque titubeó momentáneamente al verle. Con toda probabilidad él se habría limitado a sospechar, a no ser por la incertidumbre y curiosidad de su mirada que la delató. Siguió caminando, pero a un ritmo más acelerado.

Se trataba de Tocón. Se había levantado y caminaba entre las mesas, cuando le vio por última vez. A ras de suelo, no tenía nada de rechoncho. Parecía ágil y musculoso. Le perdió momentáneamente en Chartres, cuando se agachó por debajo de los arcos de la catedral de Saint Louis. La iglesia estaba abierta y pensó que tal vez le convendría entrar en la misma, como si se tratara de un santuario donde no la mataría. Pero estaba convencida de que lo haría allí, en la calle, o entre la gente. La liquidaría donde la alcanzara. Volvía a seguirla y Darby quería saber con qué rapidez se le acercaba. ¿Se limitaba a caminar de prisa y disimular? ¿Había echado a correr? ¿O avanzaba velozmente por los callejones, con el propósito de echársele encima cuando la viera? Siguió avanzando.

Dobló a la izquierda en Saint Ann, cruzó la calle, y había llegado casi a Royal cuando volvió fugazmente la cabeza. La seguía. Estaba al otro lado de la calle, pero sin duda tras ella.

El hecho de volver nerviosamente la cabeza acabó de delatarla. Fue un signo inequívoco y él echó a correr.

Darby decidió que intentaría llegar a Bourbon Street. Faltaban cuatro horas para el comienzo del partido y los forofos de los Saints habían salido en masa a celebrarlo antes del acontecimiento, porque no tendrían de qué alegrarse cuando hubiera terminado. Entró en Royal y corrió unos pasos, antes de volver a caminar a paso ligero. Él entró en Royal al trote, preparado para echar a correr en cualquier momento. Darby se dirigió al centro de la calle, por donde circulaba un grupo de forofos para pasar el tiempo. Estaba cerca de Bourbon y había gente por todas partes.

Ahora podía incluso oírle. De nada servía volver la cabeza. Estaba ahí, corriendo, cada vez más cerca. Cuando llegó a Bourbon, el señor Tocón estaba dieciséis metros a su espalda y la carrera había terminado. Vio a sus ángeles protectores, cuando salían dando voces de un bar. Tres jóvenes robustos y con exceso de peso, que llevaban una curiosa combinación de prendas negras y doradas de los Saints, acababan de aparecer en medio de la calle cuando Darby se les acercó.

–¡Socorro! – chilló histérica, al tiempo que señalaba a Tocón-. ¡Socorro! ¡Este hombre me persigue! ¡Pretende violarme!

No es que el sexo en las calles de Nueva Orleans tuviera nada de extraordinario, pero no iban a permitir que alguien abusara de esa chica.

–¡Por favor, ayudadme! – suplicó.

De pronto se hizo un silencio en la calle. Todo el mundo quedó paralizado, incluido Tocón, que se detuvo unos instantes antes de volver a avanzar. Los tres Saints se le pusieron delante, con los brazos cruzados y fuego en la mirada. Sólo duró unos segundos. Tocón usó ambas manos al mismo tiempo, con la derecha golpeó al primero en la garganta y con la izquierda al segundo en la boca. Ambos gimieron y se desplomaron. El tercero no estaba dispuesto a echar a correr. Sus compañeros estaban lastimados y eso le molestó. Habría sido pan comido para Tocón, pero el primero se había desplomado sobre su pie derecho y eso le hizo perder el equilibrio. Cuando daba un tirón para retirar el pie, el señor Benjamín Chop de Thibodaux, Louisiana, el número tres, le propinó una soberana patada en la entrepierna y Tocón pasó a la historia. Cuando Darby se perdía entre la muchedumbre, le oyó que chillaba de dolor.

Mientras caía, el señor Chop le dio un puntapié en las costillas. El número dos, con la cara ensangrentada, cargó ferozmente contra Tocón y empezó la carnicería. Se retorcía, con las manos protegía sus doloridos testículos, mientras le pateaban y maldecían, hasta que alguien chilló:

–¡Policía!

Esto le salvó la vida. Entre el señor Chop y el número dos ayudaron al número uno a levantarse, y se les vio por última vez cuando entraban en un bar. Tocón logró levantarse y se tambaleó como un perro que hubiera sobrevivido después de chocar contra un enorme camión, decidido a morir en casa.

Darby se ocultó en un rincón oscuro de un bar de Decatur, donde tomó un café seguido de una cerveza, luego otro café y a continuación otra cerveza. Le temblaban las manos y tenía un nudo en el estómago. La comida olía de maravilla, pero era incapaz de tragar un bocado. Después de tres horas y tres cervezas, pidió un plato de gambas al vapor y una botella de agua mineral.

El alcohol la había tranquilizado y las gambas la dejaron como nueva. Puesto que creía sentirse a salvo donde estaba, por qué no mirar el partido y quedarse, tal vez, hasta que cerraran.

El bar estaba lleno cuando salieron los jugadores al campo. Los clientes contemplaban la pantalla gigante situada por encima de la barra y se emborrachaban. Darby se había convertido ahora en una entusiasta de los Saints. Esperaba que sus tres compañeros estuvieran bien y disfrutaran del partido… El público silbaba y maldecía a los Redskins.

Darby se quedó en su pequeño rincón hasta mucho después de terminado el partido, y se deslizó en la oscuridad de la noche.

En algún momento del cuarto tiempo, cuando los Saints perdían por cuatro goles, Edwin Sneller colgó el teléfono y apagó la televisión. Estiró las piernas, levantó de nuevo el teléfono y llamó a Khamel a la habitación contigua.

–Fíjese en mi inglés -dijo el asesino-. Dígame si detecta algún acento.

–De acuerdo. Está aquí -respondió Sneller-. Uno de nuestros hombres la ha visto esta mañana en Jackson Square. Después de seguirla tres manzanas, la ha perdido.

–¿Cómo la ha perdido?

–No importa, ¿no le parece? Se ha escabullido, pero está aquí. Su cabello es muy corto y casi blanco.

–¿Blanco?

Sneller odiaba repetirse, especialmente con ese mestizo.

–Ha dicho que no era rubio sino blanco, y que vestía pantalón verde de combate y una chaqueta de piloto color castaño. De algún modo le reconoció y se dio a la fuga.

–¿Cómo podía reconocerle? ¿Le había visto antes?

Qué estupidez de preguntas. Era difícil creer que se le considerara un superhombre.

–No puedo responderle.

–¿Qué le parece mi inglés?

–Perfecto. Hay una pequeña tarjeta bajo su puerta. Debe verla.

Khamel dejó el teléfono sobre la almohada y se acercó a la puerta. Al cabo de un momento, levantó de nuevo el teléfono.

–¿Quién es ése?

–Se llama Verheek. Norteamericano de origen holandés. Trabaja para el FBI en Washington. Evidentemente era amigo de Callahan. Se licenciaron juntos en Georgetown y Verheek participó oficialmente en el luto ayer en el funeral. Anoche estaba en un bar cerca del campus y formulaba preguntas sobre la chica. Hace un par de horas, uno de nuestros hombres que suplantaba a un agente del FBI, estaba en el mismo bar y ha entablado una conversación con el barman, que ha resultado ser un estudiante de Derecho que conoce a la chica. Después de mirar juntos el partido y charlar un rato, el joven le ha mostrado la tarjeta. Mire el reverso de la misma. Está en la habitación diecinueve cero nueve del Hilton.

–Eso está a cinco minutos andando -dijo, con los planos abiertos sobre una de las camas.

–Efectivamente. Hemos hecho unas cuantas llamadas a Washington. No es agente, sino sólo abogado. Conocía a Callahan y puede que conozca a la chica. Es evidente que intenta encontrarla.

–Ella hablaría con él, ¿no es cierto?

–Probablemente.

–¿Qué le parece mi inglés?

–Perfecto.

Khamel esperó una hora y abandonó el hotel. Con chaqueta y corbata, pasaba totalmente desapercibido a la hora del crepúsculo, al pasear por Canal en dirección al río. Llevaba consigo una gran bolsa deportiva, fumaba un cigarrillo, y al cabo de cinco minutos entraba en el vestíbulo del Hilton. Se abrió paso entre el grupo de entusiastas que regresaba del estadio. El ascensor paró en el vigésimo piso y descendió por la escalera hasta el decimonoveno.

No obtuvo respuesta alguna en la habitación diecinueve cero nueve. De haberse abierto la puerta con la cadena trabada, habría pedido disculpas por haberse equivocado de habitación. Si lo hubiera hecho sin la cadena y con un rostro en la rendija, le habría dado un decidido puntapié y habría entrado en la habitación. Pero no se abrió.

Su nuevo amigo Verheek estaba probablemente en algún bar, distribuyendo tarjetas de visita y suplicándoles a los jóvenes que le hablaran de Darby Shaw. Menudo imbécil.

Llamó de nuevo y, mientras lo hacía, introdujo una regla de plástico de quince centímetros entre la puerta y el marco, y la movió hasta que se abrió el pestillo. Los cerrojos no eran más que un pequeño inconveniente para Khamel. Sin llave, era capaz de abrir un coche cerrado y arrancar el motor en menos de treinta segundos.

Desde el interior, volvió a correr el pestillo y dejó la bolsa sobre la cama. Al igual que un cirujano, se sacó unos guantes del bolsillo y se los puso cuidadosamente. Dejó una pistola del calibre veintidós y un silenciador sobre la mesa.

Tardó sólo un momento en manipular el teléfono. Entonces conectó el magnetófono en un enchufe situado bajo la cama, donde podría permanecer varias semanas sin que nadie lo viera. Llamó dos veces al servicio meteorológico para probarlo. Perfecto.

Su nuevo amigo Verheek era descuidado. La mayoría de sus prendas estaban sucias, esparcidas por la habitación; simplemente arrojadas en dirección a la maleta, situada sobre una mesa. No se había molestado en guardarlas. Una bolsa barata colgaba del armario, con una sola camisa.

Khamel borró sus huellas y se instaló en el armario. Era un hombre paciente y esperaría varias horas. Tenía la pistola en la mano, por si a ese imbécil se le ocurría abrir el armario y se veía obligado a matarlo a balazos. De lo contrario, se limitaría a escuchar.

VEINTITRÉS

Gávin optó por abandonar los bares el domingo. No sacaba nada en limpio. Qué diablos, ella le había llamado y era evidente que no circulaba por esos lugares. Por otra parte, bebía demasiado, comía demasiado y estaba harto de Nueva Orleans. Había reservado ya un vuelo para el lunes por la tarde y, aunque no volviera a llamarle, estaba harto de jugar a detectives.

No era capaz de encontrarla y no era culpa suya. Incluso los taxistas se perdían en esa ciudad. A las doce del mediodía, Voyles pondría el grito en el cielo. Había hecho cuanto estaba en su mano.

Se tumbó sobre la cama en calzoncillos, con una revista en las manos y haciendo caso omiso de la televisión. Eran casi las once. Esperaría hasta las doce y luego procuraría dormir.

Sonó exactamente a las once. Pulsó un botón y apagó el televisor con el mando a distancia.

–Diga.

–Soy yo, Gavin.

Era ella.

–De modo que sigues viva.

–Por los pelos.

–¿Qué ha ocurrido? – preguntó, sentado al borde de la cama.

–Hoy me han visto y uno de sus esbirros, mi amigo Tocón, me ha perseguido por el barrio francés. Tú no le conoces, pero es el que os vigilaba, a ti y a todos los demás, cuando entrabais en la iglesia.

–Pero has logrado escapar.

–Casi por milagro, pero lo he conseguido.

–¿Qué le ha ocurrido a Tocón?

–Está gravemente herido. Probablemente está en cama, con una bolsa de hielo en los calzoncillos. Estaba a pocos pasos de mí, cuando le dio por pelearse con unos individuos de muy malas pulgas. Tengo miedo, Gavin.

–¿Te siguió desde algún lugar?

–No. Se puede decir que nos cruzamos por la calle.

Verheek hizo una pausa momentánea. A Darby le temblaba la voz, aunque todavía la controlaba. Empezaba a perder la serenidad.

–Escúchame, Darby, he reservado plaza en un vuelo para marcharme de aquí mañana por la tarde. Tengo trabajo y mi jefe quiere que regrese a la oficina. De modo que no puedo quedarme un mes entero en Nueva Orleans, con la esperanza de que no te maten, que recuperes el sentido común y decidas confiar en mí. Me marcho mañana y creo que te conviene venir conmigo.

–¿Dónde?

–A Washington. A mi casa. A cualquier lugar alejado de donde estás ahora.

–¿Qué ocurrirá entonces?

–Para empezar, conservarás la vida. Se lo suplicaré al director y te prometo que estarás a salvo. Maldita sea, algo haremos. Cualquier cosa es mejor que esto.

–¿Qué te hace suponer que podremos salir de aquí tranquilamente en un avión?

–Porque te escoltarán tres agentes del FBI. Porque no estoy completamente tarado. Escúchame, Darby, dime dónde quieres que nos reunamos ahora mismo y en menos de quince minutos vendré a recogerte con tres agentes. Esos muchachos van armados y no le temen a tu pequeño Tocón, ni a sus amigos. Te sacaremos de la ciudad esta noche y te llevaremos a Washington mañana. Te prometo que mañana mismo me entrevistaré personalmente con mi jefe, el excelentísimo F. Denton Voyles, y lo solventaremos sobre la marcha.

–Tenía entendido que el FBI había abandonado el caso.

–Lo ha hecho, pero puede que cambie.

–¿Entonces de dónde van a salir los tres agentes?

–Tengo amigos.

Reflexionó unos instantes y de pronto su voz cobró vigor.

–Detrás de tu hotel hay un lugar llamado Riverwalk. Son unas galerías con tiendas, restaurantes y…

–Esta tarde he pasado allí un par de horas.

–Perfecto. En la segunda planta hay una tienda de confección llamada Frenchmen's Bend.

–La he visto.

–A las doce en punto del mediodía de mañana, quiero que estés junto a la puerta y esperes cinco minutos.

–Por Dios, Darby. Mañana al mediodía puedes estar muerta. Ya basta de jugar al gato y el ratón.

–Haz lo que te digo, Gavin. Puesto que nunca nos hemos visto, no sé qué aspecto tienes. Ponte una camisa negra y una gorra roja de béisbol.

–¿Dónde voy a encontrar semejantes prendas?

–Búscalas.

–De acuerdo, de acuerdo, las encontraré. Supongo que querrás que me hurgue la nariz con una pala, o algo por el estilo. Esto es absurdo.

–No estoy de humor para bromas y si no te callas lo olvidamos todo.

–Es tu cabeza la que está en juego.

–Por favor, Gavin.

–Lo siento. Seguiré tus instrucciones. Has elegido un lugar muy transitado.

–Sí, lo sé. Me siento más segura entre la gente. Quédate junto a la puerta unos cinco minutos, con un periódico doblado bajo el brazo. Te estaré observando. Al cabo de cinco minutos, entra en la tienda y dirígete al fondo a la derecha, donde verás una estantería de cazadoras. Dedícate a mirarlas un poco y yo te encontraré.

–¿Cómo irás vestida?

–No te preocupes por mí.

–De acuerdo. ¿Entonces qué haremos?

–Tú y yo, y sólo tú y yo, saldremos de la ciudad. No quiero que nadie más lo sepa. ¿Comprendes?

–No, no lo comprendo. Puedo tomar medidas de seguridad.

–No, Gavin. Las decisiones las tomo yo, ¿de acuerdo? Nadie más. Olvida a tus tres agentes con los que tienes amistad. ¿Me lo prometes?

–Prometido. ¿Cómo propones que salgamos de la ciudad?

–Tengo un plan.

–No me gustan tus planes, Darby. Esos malvados te siguen de cerca y ahora me metes también a mí en el atolladero. Eso no es lo que me proponía. Es mucho más seguro hacerlo a mi estilo. Tanto para ti como para mí.

–Pero estarás allí a las doce, ¿no es cierto?

–Sí, allí estaré -respondió con los ojos cerrados, después de levantarse de la cama-. Espero que tú también.

–¿Cuánto mides de altura?

–Metro setenta y ocho.

–¿Cuánto pesas?

–Me lo temía. Generalmente miento. Noventa kilos, pero pienso perder peso. Te lo juro.

–Nos veremos mañana, Gavin.

–Eso espero, querida.

Darby ya se había ido, cuando Gavin colgó el teléfono.

–¡Maldita sea! – exclamó-. ¡Maldita sea!

Cruzó un par de veces la habitación de un lado para otro, antes de dirigirse al cuarto de baño, cerrar la puerta y abrir el grifo de la ducha.

Sin dejar de pensar en Darby, echó unas cuantas maldiciones mientras se duchaba y, al cabo de diez minutos, cerró la ducha y se secó. Su peso era más bien de unos ciento diez kilos, repartidos por su metro setenta y seis. Tenía un aspecto lamentable. Estaba a punto de conocer a esa hermosa mujer, que de pronto ponía su vida en sus manos, y no era más que una piltrafa humana.

Abrió la puerta. La habitación estaba a oscuras. ¿A oscuras? Había dejado las luces encendidas. ¿Qué diablos? Se dirigió al interruptor, situado junto a la cómoda.

El primer golpe le aplastó la laringe. Fue un golpe perfecto procedente de un costado, de algún lugar cerca de la pared. Emitió un doloroso quejido y cayó sobre una rodilla, lo cual facilitó el segundo golpe, como un hachazo sobre un grueso tronco. Cayó como una roca sobre su nuca y Gavin había fallecido.

Khamel encendió la luz y contempló aquel lamentable cuerpo paralizado en el suelo. No era de los que admiran su trabajo. A fin de no dañar la moqueta, lo levantó sobre sus hombros y lo depositó en la cama. Con rapidez y sin desperdiciar ningún movimiento, Khamel encendió la televisión, subió el volumen, abrió su bolsa, sacó un revólver barato calibre veinticinco y lo colocó junto a la sien derecha del difunto Gavin Verheek. Cubrió el arma y la cabeza con dos almohadas, y apretó el gatillo. Ahora venía lo más delicado: colocó una de las almohadas cuidadosamente bajo la cabeza del difunto, arrojó la segunda al suelo, dobló meticulosamente los dedos de su mano derecha sobre la empuñadura del revólver y la colocó a veinte centímetros de la cabeza.

Recogió el magnetófono de debajo de la cama y conectó directamente el teléfono. Pulsó un botón, escuchó y ahí estaba. Apagó el televisor.

Todos los trabajos eran distintos. En una ocasión había acechado a su víctima tres semanas en Ciudad de México y finalmente la había atrapado en la cama, con dos prostitutas. Había cometido un error estúpido y, a lo largo de su carrera, se había aprovechado varias veces de las equivocaciones de sus enemigos. Ese individuo era un error estúpido. Un abogado imbécil que hablaba demasiado y por todas partes dejaba tarjetas con el número de su habitación. Se había asomado al mundo de los asesinos de primera división y ahí estaba ahora.

Con un poco de suerte, la policía echaría un breve vistazo a la habitación y decidiría que se trataba de un suicidio. De acuerdo con sus normas, se formularían un par de preguntas que no podrían responder, pero que siempre se hacían. Por tratarse de un abogado importante del FBI, en un día o dos se le practicaría una autopsia y, probablemente el martes, alguien descubriría que no se trataba de un suicidio.

El martes la chica estaría muerta y él se encontraría en Managua.

VEINTICUATRO

Sus habituales fuentes oficiales en la Casa Blanca negaron todo conocimiento del informe pelícano. Sarge nunca había oído hablar del mismo. Algunas llamadas tentativas al FBI fueron también infructuosas. Un amigo del Departamento de Justicia negó haber oído algo al respecto. Después de un fin de semana de investigación, no había descubierto nada. Comprobó lo ocurrido a Callahan, con un ejemplar del periódico de Nueva Orleans. Cuando el lunes ella le llamó a la redacción, él no tenía nada nuevo que contarle. Pero por lo menos llamó.

Pelícano dijo que no se molestara en localizar la llamada, porque estaba en un teléfono público.

–Sigo investigando. Si existe dicho informe en la ciudad, está cuidadosamente protegido.

–No le quepa la menor duda de que está ahí y comprendo que lo oculten.

–Estoy seguro de que puede contarme algo más.

–Mucho más. Ayer estuvieron a punto de matarme a causa del informe y, por consiguiente, puede que esté dispuesta a hablar antes de lo que pensaba. Debo aprovechar que sigo viva para desahogarme.

–¿Quién pretende matarla?

–La misma gente que mató a Rosenberg, Jensen y Thomas Callahan.

¿Conoce sus nombres?

–No, pero he visto por lo menos a cuatro de ellos desde el miércoles. Están aquí, en Nueva Orleans, husmeando, a la espera de que cometa algún estúpido error y puedan matarme.

–¿Cuánta gente conoce la existencia del informe pelícano?

–Buena pregunta. Callahan se lo entregó al FBI y creo que de allí pasó a la Casa Blanca, donde evidentemente provocó un escándalo, y a partir de ahí quién sabe dónde. Dos días después de entregárselo al FBI, Callahan estaba muerto. Yo, por supuesto, debía haber muerto con él.

–¿Estaban juntos?

–Yo estaba cerca, pero no lo suficiente.

–¿De modo que usted es la mujer no identificada en la escena del crimen?

–Así es como me ha descrito el periódico.

–¿Entonces la policía tiene su nombre?

–Me llamo Darby Shaw. Soy estudiante de segundo curso en la facultad de Derecho de Tulane. Thomas Callahan era mi profesor y mi amante. Escribí el informe, se lo entregué a él y ya conoce el resto de la historia. ¿Toma nota?

–Sí -respondió, mientras escribía afanosamente-. La escucho.

–Estoy bastante harta del barrio francés y hoy pienso marcharme. Mañana le llamaré desde algún otro lugar. ¿Tiene usted acceso a la documentación de la campaña presidencial?

–Esa documentación es pública.

–Lo sé. ¿Pero con qué rapidez puede conseguir la información?

–¿Qué información?

–Una lista de los principales contribuyentes a la última elección presidencial.

–Es fácil. Puedo tenerla esta misma tarde.

–Hágalo y le llamaré por la mañana.

–De acuerdo. ¿Tiene una copia del informe?

–No -titubeó-, pero está grabado en mi memoria.

–¿Y sabe quién comete los asesinatos?

–Sí, y tan pronto como se lo diga, le incluirán en la lista de las víctimas…

–Dígamelo ahora.

–Tranquilícese. Le llamaré mañana.

Grantham escuchó atentamente, hasta que colgó el teléfono. Entonces cogió su cuaderno de notas y zigzagueó entre un laberinto de escritorios, hasta llegar al despacho de cristal de su redactor, Smith Keen. Keen era un individuo sano y robusto, que insistía en que la puerta de su despacho permaneciera abierta, con lo que garantizaba un caos permanente en el mismo. Acababa de colgar el teléfono cuando Grantham irrumpió en el despacho y cerró la puerta.

–Deje la puerta abierta -ordenó Keen.

–Hemos de hablar, Smith.

–Hablaremos con la puerta abierta. Abra esa maldita puerta.

–La abriré dentro de un momento -respondió Grantham, al tiempo que le mostraba las palmas de ambas manos a su redactor, para indicar la gravedad del caso-. Hemos de hablar.

–De acuerdo. ¿De qué se trata?

–Es gordo, Smith.

–Ya sé que es gordo. Ha cerrado esa maldita puerta, debe ser muy gordo.

–Acabo de mantener mi segunda conversación telefónica con una joven llamada Darby Shaw, que sabe quién mató a Rosenberg y Jensen.

Keen se sentó lentamente, con la mirada fija en Grantham.

–Sí, hijo, es gordo. ¿Pero cómo lo sabe? ¿Cómo lo sabe ella? ¿Cómo puede demostrarlo?

–Todavía no tengo pruebas, Smith, pero habla conmigo. Lea eso -dijo Grantham, al tiempo que le entregaba un ejemplar del periódico donde se describía la muerte de Callaban.

Keen lo leyó lentamente.

–Bien, ¿quién es Callahan?

–Hoy hace una semana entregó un pequeño documento conocido como informe pelícano al FBI, aquí en la capital. Evidentemente, el informe implica a un oscuro personaje en los asesinatos. El informe pasó de mano en mano, luego acabó en la Casa Blanca y de allí nadie sabe dónde. Al cabo de dos días, Callahan arrancó su Porsche por última vez. Darby Shaw asegura ser la mujer sin identificar que se menciona en el artículo. Estaba con Callahan y se suponía que debía morir con él.

–¿Por qué se suponía que debía morir?

–Ella fue quien escribió el informe, Smith. O, por lo menos, eso afirma.

Keen se acomodó en su sillón y colocó los pies sobre la mesa, mientras observaba la fotografía de Callaban.

–¿Dónde está el informe?

–No lo sé.

–¿Qué contiene?

–Tampoco lo sé.

–Entonces no tenemos nada, ¿no es cierto?

–Todavía no. ¿Pero y si me cuenta todo el contenido del informe?

–¿Cuándo lo hará?

–Creo que pronto. Muy pronto -titubeó Grantham. Keen movió la cabeza y arrojó el periódico sobre la mesa.

–Si tuviéramos el informe, Gray, tendríamos un artículo extraordinario, pero no podríamos publicarlo. Será preciso verificarlo escrupulosamente y con toda suerte de detalles antes de poder hacerlo.

–¿Pero cuento con luz verde?

–Sí, a condición de que me mantenga permanentemente informado. No escriba una palabra sin hablar conmigo. Grantham sonrió y abrió la puerta.

Éste no era un trabajo de cuarenta dólares por hora. Ni siquiera de treinta, ni de veinte. Croft sabía que tendría suerte de sacarle quince a Grantham, por esa menudencia que era como buscar una aguja en un pajar. Si hubiera tenido otro trabajo, le habría dicho a Grantham que se buscara a otro, o todavía mejor, que lo hiciera él mismo.

Pero andaba escaso de trabajo y no estaba en condiciones de rechazar quince dólares por hora. Acabó de fumarse un porro en el último retrete, tiró de la cadena y abrió la puerta. Se colocó las gafas oscuras sobre las orejas y salió al vestíbulo que conducía a la plataforma, desde donde cuatro escaleras automáticas transportaban un millar de abogados a sus pequeños despachos, en los que pasarían el día discutiendo y amenazando a tanto la hora. Había grabado el rostro de García en su mente. Veía incluso en sueños la cara despierta y atractiva de aquel muchacho, así como su esbelto cuerpo con su costoso traje. Le reconocería si le veía.

Estaba junto a una columna, con un periódico en las manos, procurando observar a todo el mundo tras sus gafas oscuras. Estaba todo lleno de abogados, que subían apresuradamente con sus afectados rostros y afectados maletines. Cuánto odiaba a los abogados. ¿Por qué vestían todos del mismo modo? Traje oscuro. Zapatos oscuros. Mirada lúgubre. De vez en cuando algún inconformista con una atrevida pajarita. ¿De dónde salían todos? Poco después de su detención por posesión de drogas, sus abogados habían sido un grupo de enojados chillones, contratados por el Post. Luego contrató a su propio abogado, un cretino que cobraba honorarios abusivos y era incapaz de encontrar la sala de la audiencia. El fiscal, evidentemente, también era abogado. Abogados, abogados.

Dos horas por la mañana, dos horas al mediodía, dos horas por la tarde, y luego Grantham le encargó vigilar otro edificio. Noventa dólares diarios era barato y lo dejaría cuando encontrara algo mejor. Le dijo a Grantham que aquello era perder el tiempo, andar a tientas en la oscuridad. Grantham estaba de acuerdo, pero insistió en que persistiera. Era lo único que podían hacer. Dijo que García estaba asustado y no volvería a llamar. Tenían que encontrarle.

Llevaba dos fotografías en el bolsillo, por si acaso, y después de consultar la guía telefónica, había confeccionado una lista de todos los bufetes del edificio. Era una larga lista. El edificio tenía doce plantas, predominantemente llenas de despachos ocupados por letrados. Estaba en una madriguera de víboras.

A las nueve y media había acabado la aglomeración y algunos rostros familiares descendían por las escaleras automáticas, de camino sin duda a los juzgados, agencias y comisiones. Croft salió por la puerta giratoria y se limpió los pies en la acera.

A cuatro manzanas, Fletcher Coal paseaba frente al escritorio del presidente y escuchaba atentamente con el teléfono pegado a la oreja. Frunció el entrecejo, cerró los ojos y a continuación miró fijamente al presidente, como para decirle: «Malas noticias, jefe, muy malas noticias.» El presidente tenía una carta en las manos y miraba a Coal por encima de las gafas. El hecho que Coal paseara como el Führer realmente le irritaba y decidió mentalmente comentárselo.

Coal colgó violentamente el teléfono.

–¡No golpee los malditos teléfonos! – exclamó el presidente.

–Lo siento -respondió Coal imperturbable- Era Zikman. Gray Grantham ha llamado hace treinta minutos para preguntarle si sabía algo acerca del informe pelícano.

–Fabuloso. Maravilloso. ¿Cómo se las ha arreglado para conseguir una copia?

–Zikman no sabe nada sobre el mismo -respondió Coal, sin dejar de pasear-de modo que su ignorancia era sincera.

–Su ignorancia siempre es sincera. Es el más imbécil de mis empleados, Fletcher, y quiero que se largue.

–Lo que usted mande -dijo Coal después de sentarse frente al escritorio y juntar las manos en forma de pirámide bajo la barbilla.

Estaba plenamente inmerso en sus pensamientos y el presidente intentaba ignorarlo. Reflexionaron durante unos instantes.

–¿Lo ha divulgado Voyles? – dijo finalmente el presidente.

–Tal vez, si se ha divulgado. A Grantham se le conoce por sus faroles. No podemos estar seguros de que haya visto el informe. Puede que sólo haya oído hablar del mismo y esté pescando.

–Y una mierda. ¿Qué ocurrirá si publican algún artículo descabellado sobre ese maldito asunto? ¿Qué ocurrirá entonces? – exclamó el presidente, al tiempo que daba un manotazo sobre la mesa y se ponía de pie-. ¿Qué ocurrirá, Fletcher? ¡Ese periódico me odia! – se lamentó frente a la ventana.

–No pueden publicarlo sin otra fuente y no puede haber otra fuente porque es falso. Es una idea descabellada, que no ha ido mucho más allá de lo que merece.

–¿Cómo ha llegado a oídos de Grantham? – preguntó el presidente, después de amorrarse un rato a la ventana.

Coal se levantó y empezó de nuevo a pasear, aunque ahora mucho más despacio. Estaba todavía profundamente inmerso en sus pensamientos.

–Quién sabe. Aquí nadie lo sabe, a excepción de usted y yo. Trajeron una copia y está bajo llave en mi despacho. Yo hice personalmente la fotocopia que le entregué a Gminski. Le obligué a jurar que guardaría el secreto.

El presidente hizo una mueca frente a la ventana.

–De acuerdo, tiene usted razón -prosiguió Coal-. Ahora podría circular un millar de copias. Pero es inofensivo, a no ser, claro está, que nuestro amigo haya cometido realmente esas fechorías, en cuyo caso…

–En cuyo caso estoy metido en un buen lío.

–Efectivamente, están metidos en un buen lío.

–¿Cuánto dinero recibimos?

–Directa e indirectamente, varios millones.

Así como legal e ilegalmente, aunque el presidente tenía escaso conocimiento de dichas transacciones y Coal decidió guardar silencio.

–¿Por qué no llama a Grantham? – preguntó el presidente, después de acercarse lentamente al sofá-. Hágale preguntas. Averigüe lo que sabe. Si se trata de un farol, será evidente. ¿Qué le parece?

–No lo sé.

–Ha hablado con él en otras ocasiones, ¿no es cierto? Todo el mundo conoce a Grantham.

–Sí, he hablado con él en otras ocasiones -respondió Coal, que ahora paseaba por detrás del sofá-. Pero si ahora le llamo inesperadamente, sospechará.

–Sí, supongo que tiene razón -dijo el presidente, que paseaba por el otro lado del sofá-. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? – preguntó finalmente.

–Que nuestro amigo esté involucrado. Usted le pidió a Voyles que no le molestará. La prensa podría exponer a nuestro amigo. Voyles se cubriría las espaldas y declararía que usted le ordenó no meterse con nuestro amigo, para concentrarse en otros sospechosos. El Post se pondría las botas con otra operación de tapadera. Y podríamos olvidar la reelección.

–¿Eso es todo?

–Sí, pero es descabellado -respondió Coal, después de unos instantes de reflexión-. El informe es una fantasía. Grantham no encontrará nada y yo voy a llegar tarde a una reunión de personal -agregó mientras se dirigía a la puerta-. Voy a jugar una partida de squash a la hora del almuerzo. Regresaré a la una.

El presidente vio cómo se cerraba la puerta y respiró hondo. Tenía planeado dieciocho agujeros por la tarde y por tanto no se preocuparía de ese asunto pelícano. Si Coal no estaba intranquilo, tampoco él.

Pulsó unos números en su teléfono, esperó pacientemente, y por fin oyó la voz de Bob Gminski por la línea. El director de la CIA era un terrible jugador de golf, uno de los pocos a los que el presidente podía humillar y le invitó a jugar por la tarde. Por supuesto, respondió Gminski, que tenía un montón de cosas que hacer pero, claro, tratándose del presidente, estaría encantado de jugar con él.

–A propósito, Bob, ¿qué me dice de ese asunto pelícano en Nueva Orleans?

Gminski se aclaró la garganta y procuró parecer relajado.

–Bien, jefe, el viernes le dije a Fletcher Coal que es un asunto muy imaginativo y repleto de ficción. Creo que su autora debería olvidarse del Derecho y consagrarse a la literatura -concluyó, con una carcajada.

–Me alegro, Bob. Entonces no hay nada de verdad en ello.

–Seguimos investigando.

–Nos veremos a las tres.

El presidente colgó el teléfono y fue inmediatamente a por su putter.

VEINTICINCO

Riverwalk ocupa medio kilómetro a lo largo del río y siempre está lleno de gente. En el mismo hay dos centenares de tiendas y restaurantes en diversas plantas, la mayoría bajo el mismo techo, y bastantes con la entrada por el amplio paseo junto al río. Se encuentra al fondo de Poydras Street y a cuatro pasos del barrio francés.

Llegó a las once y se tomó un expreso al fondo de un pequeño café, mientras intentaba leer un periódico y aparentar tranquilidad. Frenchmen's Bend estaba a la vuelta de la esquina, en la planta inferior. Estaba muy nerviosa y el expreso no contribuyó a mejorar su condición.

Llevaba una lista en el bolsillo de cosas que debía hacer, pasos específicos en momentos concretos, incluso palabras y frases que había memorizado por si las cosas se ponían realmente feas y Verheek perdía el control de la situación. Había dormido sólo dos horas y pasado el resto del tiempo con un cuaderno en las manos, formulando planes y diagramas. Si moría, no sería por falta de preparación.

No podía confiar en Gavin Verheek. Trabajaba para una agencia de seguridad gubernamental, que a veces operaba según sus propias normas. El hombre de quien recibía órdenes tenía un historial de paranoia y juego sucio. Su jefe era responsable ante el presidente, al frente de una administración dirigida por imbéciles. El presidente tenía amigos ricos y poco escrupulosos, que le daban montones de dinero.

En aquel momento, no había nadie más en quien confiar. Después de cinco días y de haber estado dos veces a punto de perder la vida, había decidido tirar la toalla. Nueva Orleans había perdido su encanto. Necesitaba ayuda y si tenía que confiar en la policía, la federal era tan buena como cualquiera.

Las once cuarenta y cinco. Pagó el café, esperó a que pasara un grupo de gente y se unió al mismo. Había una docena de personas que circulaban por Frenchmen's Bend cuando pasó junto a la puerta, donde su amigo debería encontrarse dentro de unos diez minutos. Entró en la librería, dos puertas más allá. Había por lo menos tres tiendas en la zona, en las que podía comprar, ocultarse y vigilar la puerta de Frenchmen's Bend. Eligió la librería, porque los dependientes no presionaban a los clientes que se esperaba circularan a sus anchas. Examinó primero las revistas, a continuación, cuando faltaban todavía tres minutos, se colocó entre dos estanterías de libros de cocina para observar la llegada de Gavin.

Thomas le había dicho que siempre llegaba tarde. Una hora de retraso era temprano para él, pero sólo estaba dispuesta a esperarle quince minutos.

Se suponía que debía llegar a las doce en punto y ahí estaba. Jersey negro, gorra roja de béisbol y un periódico doblado bajo el brazo. Era un poco más delgado de lo que imaginaba, pero podía perder unos kilos. Se le aceleró el pulso. Tranquilízate, se dijo a sí misma. Maldita sea, tranquilízate.

Levantó un libro de cocina y miró por encima del mismo. Tenía el pelo gris y la piel oscura. Unas gafas de sol ocultaban sus ojos. Se movía como si estuviera irritado, al igual que cuando hablaba por teléfono. Se pasaba el periódico de una mano a otra, levantaba alternativamente los pies y miraba con nerviosismo a su alrededor.

Parecía un buen tipo. Le gustaba su aspecto. Manifestaba una actitud vulnerable y poco profesional, que indicaba que también estaba asustado.

Al cabo de cinco minutos entró en la tienda, tal como se le había ordenado, y se dirigió al fondo a la derecha.

Khamel había sido entrenado para galantear con la muerte. Muchas veces había estado cerca de ella, pero nunca la había temido. Y después de treinta años a la expectativa, nada, absolutamente nada le ponía nervioso. Le emocionaba un poco el sexo, pero eso era todo. Su nerviosismo era fingido. Los pequeños movimientos estudiados. Había sobrevivido en situaciones fingidas con individuos de casi tanto talento como él y no tendría ninguna dificultad en controlar aquel encuentro con una niña desesperada. Examinó las cazadoras y procuró parecer nervioso.

Llevaba un pañuelo en el bolsillo, porque de pronto se había resfriado y tenía la voz un poco ronca y carrasposa. Había escuchado la grabación un centenar de veces y estaba seguro de poder imitar la inflexión, el ritmo y el ligero acento del medio oeste septentrional. Pero la voz de Verheek era un poco más nasal, de ahí el pañuelo para el resfriado.

Era difícil permitir que alguien se le acercara por la espalda, pero sabía que debía hacerlo. No la vio llegar. Estaba a su espalda, muy cerca de él, cuando dijo:

–Gavin.

Se dio inmediatamente la vuelta. Ella tenía un sombrero de fieltro blanco en las manos, con el que parecía estar hablando.

–Darby -respondió, al tiempo que se sacaba el pañuelo y fingía un estornudo.

Tosió y estornudó. El cabello de Darby era dorado y más corto que el suyo.

–Larguémonos de aquí -agregó-. Esto no me gusta.

A Darby tampoco le gustaba. Era lunes, y mientras sus compañeros se esforzaban para seguir penosamente sus estudios en la facultad, ella estaba ahí disfrazada, practicando juegos de capa y espada, con un individuo que podía conducirla a la muerte.

–Limítate a hacer lo que te diga, ¿de acuerdo? ¿Cómo te has resfriado?

Se llevó el pañuelo a la boca, estornudó y habló tan bajo como pudo, como si le doliera.

–Fue anoche. Dejé el aire acondicionado demasiado bajo. Larguémonos de aquí.

–Sígueme.

Salieron de la tienda. Darby le cogió de la mano y bajaron rápidamente por la escalera que llegaba junto al río.

–¿Los has visto? – preguntó él.

–No. Todavía no. Pero estoy segura de que están ahí.

–¿Adónde diablos nos dirigimos? – preguntó con la voz carrasposa.

Avanzaban por el paseo junto a la orilla, casi al trote, sin mirarse.

–Ven conmigo sin hacer preguntas.

–Vas demasiado de prisa, Darby. Llamamos la atención. Anda más despacio. Esto es una locura. Déjame llamar por teléfono y estaremos seguros. Puedo tener aquí tres agentes en diez minutos.

Era convincente. Funcionaba. Corrían cogidos de la mano, como si la vida de ambos corriera peligro.

–No -respondió Darby, después de aflojar el paso.

El paseo estaba lleno de gente y se había formado una cola junto al Bayou Queen, un transbordador de ruedas. Se pusieron en la cola.

–¿Qué diablos es esto?

–¿No dejas nunca de quejarte? – casi susurró Darby.

–No. Especialmente ante las estupideces y esto lo es. ¿Vamos a embarcar en ese buque?

–Sí.

–¿Por qué? – estornudó de nuevo, antes de toser involuntariamente.

Podría liquidarla ahora mismo con una sola mano, pero estaba todo lleno de gente, delante y detrás. Él presumía de su pulcritud y aquél era un lugar poco indicado para llevar a cabo su misión. Subirían a bordo, le seguiría la corriente unos minutos y vería cómo se desenvolvían los acontecimientos. Podría llevarla a la cubierta superior, matarla, tirarla por la borda y empezar a chillar. Otro terrible accidente en el río. Puede que funcionara. De lo contrario, tendría paciencia. Habría muerto en menos de una hora. Gavin era un importuno, de modo que no debía dejar de fastidiar.

–Porque tengo un coche en un aparcamiento junto al río, a dos kilómetros de aquí, donde nos detendremos en treinta minutos -explicó en voz baja-. Desembarcaremos, cogeremos el coche y nos largaremos.

–No me gustan los buques -dijo mientras avanzaba la cola-. Me mareo. Esto es peligroso, Darby -tosió y miró a su espalda, como si le persiguieran.

–Tranquilízate, Gavin. Todo saldrá bien.

Khamel tiró de sus pantalones. Medían noventa y un centímetros de cintura y cubrían ocho pares de calzoncillos y pantalones deportivos. Su jersey era desmesuradamente grande y, en lugar de sesenta y ocho kilos, parecía que pesara ochenta y seis. No obstante, parecía que funcionaba.

Estaban a punto de embarcar en el Bayou Queen.

–Esto no me gusta -susurró lo suficientemente alto para que ella lo oyera.

–Cállate.

El individuo de la pistola corrió hasta llegar a la cola, y se abrió paso con los codos entre la gente cargada con bolsos y cámaras. Los turistas estaban apretujados, como si un paseo por el río fuera lo más emocionante del mundo. No era la primera vez que asesinaba, pero nunca lo había hecho en un lugar tan público. La nuca de Darby era visible entre la muchedumbre. Él se abría desesperadamente paso entre la gente. Recibía algunos insultos, pero no le importaba. Llevaba la pistola en el bolsillo, pero al acercarse a la chica, se la sacó y la sujetó junto a la pierna derecha. Estaba a punto de embarcarse. Avanzó con mayor rapidez y empujó a unas cuantas personas, que protestaron hasta que vieron la pistola y empezaron a chillar. La chica iba cogida de la mano de un individuo, que no dejaba de hablar. Ella estaba a punto de subir al buque, cuando él quitó de en medio a la última persona de un empujón y colocó rápidamente el cañón de la pistola en la nuca, bajo la gorra roja de béisbol. Hizo un solo disparo. La gente gritó y se arrojó al suelo.

Gavin se desplomó sobre la pasarela. Darby chilló y se retiró horrorizada. Había quedado ensordecida del disparo y la gente chillaba y señalaba. El individuo de la pistola corría velozmente hacia una hilera de tiendas llenas de gente. Un corpulento individuo con una cámara le chillaba y Darby le observó, hasta que se perdió entre la muchedumbre. Tal vez le había visto antes, pero no estaba segura. No podía parar de gritar.

–¡Tiene una pistola! – chilló una mujer cerca del buque.

La gente se alejó de Gavin, que estaba a cuatro patas con una pequeña pistola en la mano derecha. Se balanceaba tristemente hacia delante y hacia atrás, como un bebé que intentara andar a gatas. De su barbilla goteaba sangre, que formaba un charco bajo su cabeza casi a ras del suelo. Logró avanzar unos centímetros, hasta llegar con las rodillas al charco rojo oscuro.

La gente siguió retrocediendo, horrorizada ante aquel herido que luchaba con la muerte. Entre temblores y estremecimientos siguió avanzando, sin dirigirse a ningún lugar pero con el anhelo de moverse, de vivir. Empezó a chillar. Emitía unos dolorosos quejidos en un idioma que Darby no reconoció.

No dejaba de brotar la sangre de su nariz y barbilla. Gemía en un lenguaje desconocido. Dos miembros de la tripulación del buque se acercaron a la pasarela, desde donde observaban sin atreverse a mover un dedo. Les preocupaba la pistola.

Una mujer empezó a llorar, luego otra. Darby retrocedió.

–Es egipcio -exclamó una mujer baja y morena. La noticia no significaba nada para la muchedumbre, ahora magnetizada.

Avanzó hasta llegar al borde del embarcadero. La pistola cayó al agua. Se desplomó en el suelo, con la cabeza, de la que no dejaba de gotear sangre, colgando sobre el agua. Se oyeron unos gritos y dos policías se le aproximaron.

Un centenar de personas se acercaban ahora para contemplar al muerto. Darby retrocedió, y abandonó el lugar. La policía formularía preguntas y, puesto que no tenía respuestas, prefería no hablar. Se sentía débil y necesitaba sentarse un rato, y reflexionar. Había una marisquería en Riverwalk. Estaba llena a la hora del almuerzo y fue directamente a los servicios en la parte trasera. Cerró la puerta y se sentó en el retrete.

Poco después de oscurecer, abandonó Riverwalk. El hotel Westin se encontraba a dos manzanas y esperaba poder llegar al mismo sin que la abatieran a tiros en la acera. Su ropa era distinta y la ocultaba una gabardina negra. Las gafas y el sombrero también eran nuevos. Estaba harta de gastar dinero en ropa, para tirarla. Estaba harta de muchas cosas.

Llegó al Westin sana y salva. No tenían habitaciones y se quedó una hora en el bien iluminado salón, tomando café. Había llegado el momento de moverse, pero no podía permitirse errores. Debía reflexionar.

Tal vez reflexionaba demasiado. Puede que ahora pensaran en ella como alguien que siempre reflexionaba, y actuaran en consecuencia.

Salió del Westin para dirigirse a Poydras, donde llamó un taxi. La cabeza del viejo negro estaba un poco por encima del volante.

–Tengo que ir a Baton Rouge -dijo Darby.

–Válgame Dios, querida, es un camino muy largo.

–¿Cuánto? – preguntó apresuradamente.

–Ciento cincuenta -respondió el taxista, después de un momento de reflexión.

Se instaló en el asiento posterior y arrojó un par de billetes junto al conductor.

–Aquí tiene doscientos. Procure llegar cuanto antes y vigile por el retrovisor. Puede que nos sigan.

Paró el taxímetro y se guardó el dinero en el bolsillo de la camisa. Darby se acomodó en el asiento trasero y cerró los ojos. Aquél no era un acto inteligente, pero la sensatez no conducía a nada. El anciano conducía de prisa y en pocos minutos llegaron a la autopista.

Habían dejado de silbarle los oídos, pero todavía oía el disparo y le veía a gatas, balanceándose, intentando prolongar un momento la vida. Thomas le había llamado en una ocasión el holandés Verheek, pero dijo que había abandonado el apodo al salir de la facultad y concentrarse en su carrera. El holandés Verheek no era egipcio.

Sólo había logrado ver de refilón al asesino cuando huía. Tenía algo de familiar. Había vuelto la cabeza a la derecha una sola vez cuando corría y algo le había sonado. Pero en aquel momento ella chillaba histérica y lo veía todo borroso.

Todo borroso. A mitad de camino de Baton Rouge, cayó en un profundo sueño.

VEINTISÉIS

El director Voyles estaba de pie, detrás de su sillón giratorio de ejecutivo. Iba sin chaqueta, y la mayoría de los botones de su camisa arrugada estaban desabrochados. Eran las nueve de la noche y, a juzgar por su aspecto, hacía por lo menos quince horas que no salía de la oficina. Ni tenía previsto hacerlo.

Escuchó la voz del teléfono, susurró algunas instrucciones y colgó. K. O. Lewis estaba sentado frente al escritorio. La puerta estaba abierta, las luces encendidas y todos seguían ahí. Los ánimos eran sombríos y sólo se oían pequeños susurros.

–Era Eric East -dijo Voyles, después de sentarse suavemente en su sillón-. Llegó hace un par de horas y ahora han acabado con la autopsia. Es la primera que ha presenciado. Una sola bala en la sien derecha, pero la muerte la había causado un solo golpe en las vértebras segunda y tercera cervicales, que quedaron desmenuzadas. No tenía quemaduras de pólvora en la mano. Otro golpe le había lesionado gravemente la laringe, pero no le había causado la muerte. Estaba desnudo. Se calcula que falleció anoche, entre las diez y las once.

–¿Quién descubrió el cadáver? – preguntó Lewis.

–Las camareras entraron en la habitación, aproximadamente a las diez de esta mañana. ¿Se lo comunicará usted a su esposa?

–Sí, claro -respondió K. O:. ¿Cuándo traerán el cadáver?

–East dice que lo librarán en un par de horas y debería estar aquí a eso de las dos de la tarde. Dígale que haremos todo lo que desee. Dígale que mañana mandaré a un centenar de agentes para que cubran toda la ciudad. Dígale que encontraremos al asesino, etcétera, etcétera.

–¿Alguna prueba?

–Probablemente ninguna. East dice que han inspeccionado la habitación desde las tres de la tarde y parece un trabajo limpio. Nada forzado. Ningún signo de resistencia. Nada que pudiera servirnos de ayuda, pero todavía es pronto -respondió Voyles, mientras se frotaba los ojos irritados y reflexionaba.

–¿Cómo es posible que viajara para asistir a un simple funeral y acabara muerto? – preguntó Lewis.

–Se dedicaba a husmear en el asunto pelícano. Uno de nuestros agentes llamado Carlton le ha dicho a East que Gavin intentaba encontrar a la muchacha, que ella le había llamado, y que tal vez necesitaría ayuda para traerla consigo. Carlton habló con él varias veces y le dio los nombres de algunos lugares de la ciudad, frecuentados por estudiantes. Según él, eso fue todo. Carlton dice que estaba un poco preocupado, por el hecho de que Gavin se jactara de pertenecer al FBI. Dice que se portaba como un imbécil.

–¿Ha visto alguien a la chica?

–Probablemente esté muerta. He ordenado a Nueva Orleans que procuren encontrarla.

–Su pequeño informe está causando muertes a diestro y siniestro. ¿Cuándo vamos a tomárnoslo en serio?

Voyles movió la cabeza en dirección a la puerta y Lewis se levantó para cerrarla. El director se había puesto nuevamente de pie, hacía crujir sus articulaciones y pensaba en voz alta.

–Debemos cubrirnos las espaldas. Creo que deberíamos destinar por lo menos doscientos agentes a pelícano, pero procurar por todos los medios mantenerlo discreto. Ahí hay algo, K. O., algo realmente perverso. Pero por otra parte, le he prometido al presidente que no lo investigaríamos. Recuerde que él me pidió personalmente que nos despreocupáramos del informe pelícano y yo accedí, en parte porque todos creíamos que era una broma -forzó una pequeña sonrisa-. Pues bien, grabé la conversación en la que me pidió que lo abandonáramos. Pensé que si él y Coal lo graban todo en un radio de un kilómetro de la Casa Blanca, ¿por qué no puedo hacerlo yo? Utilicé el mejor grabador en miniatura y he escuchado la cinta. Es de una claridad extraordinaria.

–No le sigo.

–Es muy simple. Nos concentramos plenamente en la investigación. Si van por ahí los tiros, resolvemos el caso, conseguimos los autos de procesamiento y todo el mundo contento. Pero va a ser muy difícil resolverlo con rapidez. Entretanto, a ese idiota y a Coal no se les dice nada de la investigación. Si la prensa oye tocar campanas y el informe pelícano está en el punto de mira, me aseguraré de que el país sepa que el presidente nos pidió que no lo investigáramos, por tratarse de uno de sus amigos.

–Acabará con él -sonrió Lewis.

–¡Sí! Coal se desangrará y el presidente no logrará recuperarse. Las elecciones son el próximo año, K. O.

–Me gusta, Denton, pero debemos resolver el caso.

Denton caminó lentamente tras su sillón y se quitó los zapatos. Ahora era todavía más bajo.

–No dejaremos piedra sin remover, K. O., pero no será fácil. Si se trata de Mattiece, nos encontramos ante alguien muy opulento en una confabulación muy sofisticada, para eliminar a dos jueces con asesinos de mucho talento. Esa gente no habla, ni deja huellas. Fíjese en nuestro amigo Gavin. Pasaremos dos mil horas inspeccionando el hotel y apuesto a que no encontraremos una sola prueba utilizable. Al igual que con Rosenberg y Jensen.

–Y Callahan.

–Y Callahan. Y probablemente la chica, si algún día encontramos su cadáver.

–Me siento parcialmente responsable, Denton. Gavin acudió a mí el jueves por la mañana, cuando se enteró de lo de Callahan, y no quise escucharle. Sabía que iba a Nueva Orleans, pero no le hice caso.

–Lamento que haya muerto. Era un buen abogado y me era fiel. Para mí tiene mucho valor. Confiaba en Gavin. Pero logró que le mataran por actuar fuera de sus límites. No le correspondía actuar como un policía, e intentar encontrar a la muchacha.

–Será mejor que vaya a ver a la señora Verheek -dijo Lewis después de ponerse de pie y desperezarse-.

–¿Qué le cuento?

–Dígale que parece un robo, que la policía local no está segura, que sigue investigando, que mañana sabremos algo más, etcétera. Dígale que estoy desolado y que haremos lo que desee.

La limusina de Coal paró de pronto junto a la acera, para ceder el paso a una ambulancia. El lujoso vehículo circulaba sin rumbo fijo por la ciudad, como solía hacerlo cuando Coal y Matthew Barr se reunían para hablar de negocios sucios. Estaban ambos cómodamente sentados en la parte posterior, con bebidas en la mano. Coal tomaba agua mineral y Barr consumía una botella de Bud, que habían comprado en una tienda de comestibles.

Hicieron caso omiso de la ambulancia.

–Debo saber cuánto sabe Grantham -decía Coal-. Hoy ha llamado a Zikman, a su ayudante Trandell, y a Nelson DeVan, uno de mis antiguos ayudantes, que ahora forma parte de la junta de reelección. Y ésas son sólo las llamadas de las que estoy al corriente. Sigue con mucho interés lo del informe pelícano.

–¿Cree que lo ha visto? – preguntó, mientras circulaba la limusina.

–No. En absoluto. Si conociera su contenido, no andaría haciendo preguntas. Pero, maldita sea, sabe que existe.

–Es bueno. Hace muchos años que le observo. Parece moverse en las tinieblas y se mantiene en contacto con una curiosa red de fuentes diversas. Ha escrito algunas cosas muy extrañas, pero generalmente da en el clavo.

–Eso es lo que me preocupa. Es tenaz y en este caso huele a sangre.

–Supongo que sería pedir demasiado que me dijera lo que contiene el informe -dijo Barr, al tiempo que tomaba un trago de la botella.

–No me lo pregunte. Es tan confidencial, que da miedo.

–¿Entonces cómo se ha enterado Grantham?

–Magnífica pregunta. Y eso es precisamente lo que quiero saber. ¿Cómo lo ha averiguado y cuánto sabe? ¿Cuáles son sus fuentes?

–Hemos pinchado el teléfono de su coche, pero no hemos entrado todavía en su casa.

–¿Por qué no?

–Esta mañana ha estado a punto de descubrirnos la mujer de la limpieza. Mañana lo intentaremos de nuevo.

–No se dejen atrapar, Barr. Recuerde Watergate.

–Eran muy torpes, Fletcher. Sin embargo, nosotros tenemos mucho talento.

–Cierto. Entonces, dígame, ¿cómo se las arreglarán usted y sus ingeniosos amigos para pinchar el teléfono de Grantham en el Post?

Barr volvió la cabeza y miró a Coal con el entrecejo fruncido.

–¿Se ha vuelto usted loco? Es imposible. En ese lugar trabajan veinticuatro horas al día. Tienen guardias de seguridad. De todo.

–Es posible hacerlo.

–Entonces hágalo, Coal. Si tanto sabe, hágalo usted mismo.

–Empiece a pensar en cómo hacerlo, ¿de acuerdo? Piénselo.

–De acuerdo. Ya lo he pensado. Es imposible.

A Coal la idea le parecía divertida y Barr se sentía molesto. La limusina se dirigió hacia el centro de la ciudad.

–Pinchen los teléfonos de su casa -ordenó Coal-. Quiero un informe dos veces al día de sus llamadas.

La limusina paró y Barr se apeó.

VEINTISIETE

Desayuno en Dupont Circle. Hacía bastante frío, pero por lo menos los drogadictos y los travestis permanecían inconscientes en sus mundos enfermizos. Había algunos borrachos tumbados como troncos a la deriva. Pero ya había salido el sol y se sentía seguro, porque todavía era un agente del FBI, con una pistolera al hombro y una arma bajo el brazo. ¿De quién podía tener miedo? No había utilizado el arma en quince años y raramente salía de la oficina, pero le encantaría desenfundarla y liarse a tiros.

Su nombre era Trope y era un ayudante muy especial del señor Voyles. Tan especial, que sólo él y el propio señor Voyles estaban al corriente de sus conversaciones con Booker, de Langley. Estaba sentado en un banco circular, de espaldas a New Hampshire, cuando desenvolvió el pastelito de plátano que había comprado para desayunar. Booker no llegaba nunca tarde. Trope era siempre el primero en llegar, Booker lo hacía al cabo de cinco minutos, hablaban con rapidez y Trope era el primero en marcharse, seguido de Booker. Ahora ambos ocupaban cargos administrativos, sumergidos en el crepúsculo de sus carreras, pero gozaban de mucha intimidad con sus respectivos jefes, que de vez en cuando acababan perplejos de intentar dilucidar lo que el otro hacía, o simplemente necesitaban saber algo con rapidez.

Trope era su nombre verdadero y se preguntaba si Booker también lo era. Probablemente no. Booker era de Langley, donde eran tan paranoicos que incluso los administrativos probablemente usaban nombres falsos. Le dio un mordisco a su pastel de plátano. Maldita sea, incluso las secretarias probablemente tenían tres o cuatro nombres.

Booker se acercó paseando a la fuente, con una gran taza de plástico llena de café. Miró a su alrededor y se sentó junto a su amigo. Voyles había solicitado la reunión, de modo que Trope hablaría primero.

–Hemos perdido a un hombre en Nueva Orleans -dijo.

–Sí, pero no sabíamos que estuviera allí. Estábamos cerca, pero vigilábamos a otros. ¿Qué hacía?

Trope acabó de desenvolver el pastelito frío.

–No lo sabemos. Se fue para asistir a un funeral, intentó encontrar a una muchacha, en su lugar encontró a otra persona y aquí estamos. Fue un trabajo limpio, ¿no es cierto? – agregó, después de darle otro mordisco al plátano.

Booker se encogió de hombros. ¿Qué sabía el FBI sobre la matanza de gente?

–No estaba mal. Una imitación muy mediocre de un suicidio, por lo que hemos oído -respondió, mientras tomaba un sorbo de café caliente.

–¿Dónde está la chica? – preguntó Trope.

–La perdimos en O'Hare. Puede que esté en Manhattan, pero no estamos seguros. La estamos buscando.

–Ellos también la buscan -agregó Trope, mientras tomaba café frío.

–Estoy seguro de ello.

Contemplaron a un borracho que se levantaba tambaleándose de un banco y se caía. Lo primero en golpear el suelo fue su cabeza, pero probablemente no sintió nada. Se dio la vuelta y le sangraba la frente.

Booker consultó su reloj. Aquellas reuniones eran sumamente breves.

–¿Qué se propone el señor Voyles?

–Va a entrar en combate. Ayer mandó cincuenta soldados y hoy les seguirán otros. No le gusta perder a nadie, particularmente cuando se trata de alguien a quien conoce personalmente.

–¿Qué ocurre con la Casa Blanca?

–No vamos a contárselo y puede que no lo averigüen. ¿Qué saben?

–Conocen a Mattiece.

–¿Dónde está el señor Mattiece? – sonrió ligeramente Trope.

–Quién sabe. En los últimos tres años, apenas se le ha visto en este país. Tiene por lo menos media docena de casas, todas en países diferentes, además de aviones y buques, de modo que quién sabe.

Trope acabó de comerse el pastelito y guardó el envoltorio en la bolsa.

–El informe le ha condenado, ¿no es cierto?

–Es maravilloso. Y si hubiera actuado con serenidad, se habría hecho caso omiso del informe. Pero ha empezado a matar gente como un loco y cuanto más asesina, mayor credibilidad adquiere el informe.

Trope consultó su reloj. Había durado ya demasiado, pero el tema valía la pena.

–Voyles dice que podríamos necesitar vuestra ayuda.

–Concedida -asintió Booker-. Pero va a ser un asunto muy difícil. En primer lugar, el probable asesino está muerto. En segundo lugar, el probable intermediario es muy escurridizo. Había una sofisticada conspiración, pero los conspiradores han desaparecido. Intentaremos encontrar a Mattiece.

–¿Y a la muchacha?

–Sí. Lo intentaremos.

–¿En qué piensa?

–En cómo sobrevivir.

–¿Podéis traérnosla? – preguntó Trope.

–No. No sabemos dónde está, ni podemos detener a civiles inocentes de la calle. En estos momentos no confía en nadie.

–No se lo reprocho -dijo Trope después de levantarse,

con su café y su bolsa. Desapareció.

Grantham tenía en la mano una borrosa fotografía que había recibido por fax desde Phoenix. Era entonces una atractiva estudiante veinteañera, en la universidad estatal de Arizona. En su ficha decía que era de Denver y se especializaba en biología. Había llamado a veinte personas llamadas Shaw en Denver, antes de darse por vencido. El segundo fax lo había mandado el corresponsal de AP en Nueva Orleans. Era una copia de su foto de ingreso en Tulane. Su cabello era más largo. En medio del anuario de la facultad, el corresponsal había encontrado una fotografía de Darby Shaw, que tomaba una Coca Cola Light en un picnic estudiantil. Llevaba un holgado jersey con unos vaqueros descoloridos perfectamente ajustados a su figura, y era evidente que había sido introducida en el anuario por un gran admirador suyo. Parecía recién salida de Vogue. Se reía de algo o alguien en la fiesta. Tenía una dentadura perfecta y un rostro cálido. Había pegado esta fotografía en el pequeño tablón de corcho situado junto a su nuevo escritorio.

Había un cuarto fax, una fotografía de Thomas Callahan, como dato de interés.

Colocó los pies sobre la mesa. Eran casi las nueve y media, martes. La redacción traqueteaba y ronroneaba como un organizado caos. Había hecho ochenta llamadas en las últimas veinticuatro horas, y lo único que había conseguido habían sido las fotografías y un montón de formularios de financiación electoral. No descubría nada y, a decir verdad, ¿por qué preocuparse? Ella estaba a punto de contárselo todo.

Hojeó el Post y vio el extraño artículo sobre cierto Gavin Verheek y su aniquilación. Sonó el teléfono. Era Darby.

–¿Ha visto el Post? – preguntó.

–¿Ha olvidado que escribo en dicho periódico?

–El artículo sobre el abogado del FBI, asesinado en Nueva Orleans, ¿lo ha visto? – dijo, directo al grano.

–Lo estoy leyendo. ¿Tiene algo que ver con usted?

–Júzguelo por sí mismo. Escúcheme, Grantham. Callahan le entregó el informe a Verheek, que era su mejor amigo. El viernes Verheek vino a Nueva Orleans, para asistir al funeral. Hablé con él por teléfono durante el fin de semana. Él quería ayudarme, pero yo tenía miedo. Quedamos en vernos ayer al mediodía. Verheek fue asesinado en su habitación, alrededor de las once de la noche del domingo. ¿Ha tomado nota?

–Sí, lo tengo todo.

–Verheek no se presentó a la cita. Evidentemente, para entonces estaba muerto. Yo me asusté y salí de la ciudad. Ahora estoy en Nueva York.

–Bien -dijo Grantham, que no dejaba de tomar apuntes ¿Quién mató a Verheek?

–No lo sé. Aquí no acaba la historia. He leído el Post y el New York Times palabra por palabra, y no he visto nada sobre otro asesinato cometido en Nueva Orleans. La víctima fue un hombre con el que estaba hablando y a quien había tomado por Verheek. Sería largo de explicar.

–Eso parece. ¿Cuándo piensa contármelo?

–¿Cuándo puede venir a Nueva York?

–Puedo estar allí a las doce del mediodía.

–Eso es un poco rápido. Organicémoslo para mañana. Le llamaré a la misma hora para darle instrucciones. Debe ir con cuidado, Grantham.

–Llámeme Gray, ¿de acuerdo? No. Grantham -dijo, mientras admiraba los vaqueros y la sonrisa del tablón.

–Como quiera. Hay gente muy poderosa asustada por lo que sé. Si se lo cuento, puede costarle la vida. He visto los cadáveres, Gray. He oído las bombas y los tiros. Ayer vi cómo a un hombre le volaban los sesos, y no tengo ni idea de quién era ni de por qué le asesinaron, sólo sé que estaba al corriente del informe pelícano. Creí que era amigo mío. Puse mi vida en sus manos y le pegaron un tiro en la cabeza, delante de cincuenta personas. Al verle morir, comprendí que tal vez no era mi amigo. Al leer el periódico esta mañana, me he percatado de que definitivamente no lo era.

–¿Quién lo mató?

–Hablaremos de ello cuando esté aquí.

–De acuerdo, Darby.

–Hay una pequeña cuestión que quiero aclarar. Le contaré todo lo que sé, pero no quiero que jamás utilice mi nombre. Ya he escrito lo suficiente para lograr que murieran por lo menos tres personas y tengo la seguridad de que yo seré la próxima. Pero no deseo crear más problemas. Permaneceré en todo momento sin identificar, ¿de acuerdo, Gray?

–Trato hecho.

–Estoy depositando mucha confianza en usted y no estoy segura de por qué lo hago. Si en algún momento tengo cualquier duda, desapareceré.

–Tiene mi palabra, Darby. Se lo juro.

–Creo que comete un error. Ésta no es una de sus investigaciones habituales. Puede costarle la vida.

–¿En manos de la misma gente que asesinó a Rosenberg y Jensen?

–Sí.

–¿Sabe quién lo hizo?

–Sé quién pagó para que lo hicieran. Conozco su nombre.

Su negocio. Su política.

–¿Y me lo contará mañana?

–Si sigo viva.

Se hizo una larga pausa, mientras ambos pensaban en algo apropiado que decir.

–Tal vez deberíamos hablar ahora mismo -dijo Grantham.

–Tal vez. Pero le llamaré por la mañana.

Grantham colgó el teléfono y admiró momentáneamente la fotografía ligeramente borrosa de aquella hermosa estudiante, que estaba convencida de que estaba a punto de morir. Durante unos instantes, sucumbió a la idea del caballerismo, la galantería y el rescate. Tenía poco más de veinte años, a juzgar por la foto de Callahan le gustaban los hombres maduros y de pronto confiaba exclusivamente en él. Lograría que funcionara. Y la protegería.

Los coches oficiales salían discretamente de la ciudad. Debía pronunciar un discurso en College Park dentro de una hora, e iba cómodamente sentado en la parte posterior de su limusina, en mangas de camisa, mientras leía el texto que Mabry había redactado. Movió la cabeza y escribió algo al margen. Normalmente, éste habría sido un día agradable fuera de la ciudad, para pronunciar un pequeño discurso en un hermoso campus, pero hoy las cosas no salían a pedir de boca. Coal estaba sentado junto a él en la limusina.

El jefe del gabinete no solía acompañarle en dichas salidas. Amaba los momentos en que el presidente se ausentaba de la Casa Blanca y dejaba la dirección en sus manos. Pero hoy tenían que hablar.

–Estoy harto de los discursos de Mabry -declaró frustrado el presidente-. Todos suenan igual. Juraría que pronuncié este mismo la semana pasada, en la convención de Rotary.

–Es el mejor que tenemos, pero estoy explorando -respondió Coal, sin levantar la mirada de su circular.

Había leído el discurso y no estaba mal. Pero después de seis meses de escribir discursos, las ideas de Mabry empezaban a ser repetitivas y, en todo caso, Coal tenía ganas de despedirle.

–¿Qué es eso? – preguntó el presidente, con una mirada a la circular que Coal tenía en las manos.

–La lista resumida.

–¿Quién queda?

–Siler Spence, Watson y Calderón -respondió Coal, después de volver la página.

–Estupendo, Fletcher. Una mujer, un negro y un cubano. ¿Qué les ha ocurrido a los hombres blancos? Creí haber dicho que quería jóvenes blancos. Jueces jóvenes, duros y conservadores, con impecables credenciales y muchos años por delante. ¿No fue eso lo que dije?

–Están pendientes de confirmación, jefe.

–Serán confirmados. Presionaré todo lo que haga falta, pero serán confirmados. ¿Se da cuenta de que nueve de cada diez hombres blancos en este país votan por mí?

–Ochenta y cuatro por ciento.

–De acuerdo. ¿Entonces qué tienen de malo los blancos?

–Esto no es exactamente un patrocinio.

–Claro que lo es. Es pura y simplemente un patrocinio. Premio a mis amigos y castigo a mis enemigos. Así es como se sobrevive en la política. Uno corteja con los que le han ofrecido su apoyo. No puedo creer que quiera a una mujer y a un negro. Empieza a perder facultades, Fletcher.

Coal volvió otra página. Ya había oído aquello antes.

–Lo que más me preocupa es la reelección -dijo, sin levantar la voz.

–¿Y a mí no? He nombrado a tantos asiáticos, hispanos, mujeres y negros, que me tomarían por un demócrata. Maldita sea, Fletcher, ¿qué tienen de malo los blancos? En este país debe haber un centenar de buenos jueces conservadores y con la formación adecuada, ¿no es cierto? ¿Por qué no podemos encontrar dos, sólo dos, con ideas y criterios como los míos?

–Recibió el noventa por ciento del voto cubano.

El presidente dejó el discurso sobre el asiento y cogió el Post de la mañana.

–De acuerdo, hábleme de Calderón. ¿Qué edad tiene?

–Cincuenta y uno. Casado, ocho hijos, católico, de familia humilde, trabajó para pagarse los estudios en Yale, muy sólido. Muy conservador. Ningún trapo sucio en el armario, a excepción de un problema de alcoholismo hace veinte años. No ha probado el alcohol desde entonces. Es totalmente abstemio.

–¿Ha fumado alguna vez marihuana?

–Asegura no haberlo hecho.

–Me gusta -dijo el presidente, mientras leía la primera página del periódico.

–A mí también. El departamento de justicia y el FBI han investigado su vida privada, y es impecable. Entre los otros dos, ¿prefiere a Siler Spence o a Watson?

–¿Qué clase de nombre es Siler Spence? ¿Qué tienen en la cabeza esas mujeres que usan dos apellidos? ¿Qué ocurriría si su nombre de soltera fuera Skowinski y se casara con un individuo llamado Levondowski? ¿Insistiría su pequeña alma liberada en que circulara por la vida con los nombres de F. Gwendolyn Skowinski Levondowski? Por Dios. Nunca nombraré a una mujer con dos apellidos.

–Ya lo ha hecho.

–¿Quién?

–Kay Jones Roddy, embajadora en Brasil.

–Entonces llámela y despídala.

En el rostro de Coal se dibujó una leve sonrisa y dejó la circular sobre el asiento. Contempló el tráfico por la ventana. Decidirían sobre el número dos más adelante. Calderón ya estaba decidido y, puesto que pretendía nombrar a Linda Siler Spence, insistiría en el negro, a fin de que el presidente eligiera a la mujer. Manipulación elemental.

–Creo que deberíamos esperar otras dos semanas, antes de emitir el comunicado.

–Como le parezca -susurró el presidente, mientras leía el artículo de primera plana.

Emitiría el comunicado cuando se le antojara, independientemente del calendario de Coal. Todavía no estaba convencido de que debieran anunciarse ambos nombramientos al mismo tiempo.

–Watson es un juez negro muy conservador y tiene la reputación de ser muy severo. Sería ideal.

–No estoy seguro -susurró el presidente, mientras leía acerca de Gavin Verheek.

Coal había leído el artículo de la segunda página. Habían encontrado a Verheek muerto en una habitación del Hilton de Nueva Orleans, en misteriosas circunstancias. Según dicho artículo, el FBI desconocía oficialmente el motivo de su visita a Nueva Orleans. Voyles estaba profundamente apenado. Era un buen funcionario, leal, etcétera.

–Nuestro amigo Grantham ha guardado silencio -dijo el presidente, mientras hojeaba el periódico.

–Está investigando. Creo que ha oído hablar del informe, pero no logra dar en el clavo. Ha llamado a todo el mundo en la ciudad, pero no sabe qué preguntar. Está pescando a ciegas.

–Ayer yo jugué al golf con Gminski -declaró con orgullo el presidente-, y me aseguró que todo estaba bajo control. Mantuvimos una conversación íntima, a lo largo de dieciocho agujeros. Es un jugador horrible, no lograba salir del agua y de la arena. A decir verdad, fue divertido.

Coal nunca había tocado un palo de golf y detestaba perder el tiempo hablando de agujeros y cosas por el estilo.

–¿Cree que Voyles investiga en Nueva Orleans?

–No. Me dio su palabra de que no lo haría. No es que confíe en él, pero Gminski no mencionó nada al respecto.

–¿Hasta qué punto confía en Gminski? – preguntó Coal, mientras miraba de refilón al presidente con el entrecejo fruncido.

–En absoluto. Pero si supiera algo del informe pelícano, creo que me lo contaría…

Las palabras del presidente se perdieron en la lejanía y se dio cuenta de que hablaba como un ingenuo.

Coal manifestó su incredulidad en un murmullo.

Cruzaron el río Anacostia y entraron en el condado de Prince George. El presidente cogió el discurso y miró por la ventana. Dos semanas después de los asesinatos, el índice de popularidad se mantenía todavía por encima del cincuenta por ciento. Los demócratas no tenían a ningún candidato que diera señales de vida. Su posición era fuerte y mejoraba. Los norteamericanos estaban hartos de droga y delincuencia, de vociferantes minorías que reclamaban toda la atención, y de liberales idiotas que interpretaban la Constitución en beneficio de delincuentes y radicales. Aquél era su momento. Dos nombramientos simultáneos en el Tribunal Supremo. Sería su legado.

Sonrió para sí. Qué tragedia tan maravillosa.

VEINTIOCHO

El taxi paró de pronto en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y dos, y Gray, obedeciendo al pie de la letra sus instrucciones, se apeó con su bolsa después de pagar al taxista. El conductor a su espalda tocaba la bocina y hacía gesticulaciones, y pensó en lo agradable que era estar de nuevo en Nueva York.

Eran casi las cinco de la tarde, con la Quinta Avenida repleta de peatones, y calculó que eso era precisamente lo que ella deseaba. Le había dado instrucciones específicas. Un vuelo determinado de National a La Guardia. Un taxi al hotel Vista en el World Trade Center. Entonces a un bar a tomar una o dos copas, sin dejar de vigilar a su alrededor, y al cabo de una hora coger un taxi hasta la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y dos. Debía caminar rápido, usar gafas oscuras y estar siempre muy atento, porque si alguien le seguía, podrían perder ambos la vida.

Le obligó a que tomara nota de todo. Parecía una bobada, un poco exagerado, pero le hablaba en un tono que no daba lugar a discusiones. Tampoco se lo proponía. Ella también le dijo que tenía suerte de seguir con vida y no quería volver a arriesgarse. Si quería hablar con ella, tendría que hacer exactamente lo que le indicaba.

Tomó nota de todo. Abriéndose paso entre la muchedumbre, caminó tan rápido como pudo por la Quinta Avenida, hasta el Plaza en la Cincuenta y nueve, por las escaleras al vestíbulo y luego salió a la zona sur de Central Park. Nadie podía haberle seguido. Y si ella tomaba las mismas precauciones, tampoco podían seguirla.

La acera estaba llena de gente a lo largo de Central Park y, al acercarse a la Sexta Avenida, aceleró todavía más el paso. Estaba excitado y, por mucho que procurara tranquilizarse, le emocionaba enormemente la perspectiva de conocerla. Por teléfono parecía metódica y relajada, pero con cierto vestigio de miedo e incertidumbre. Le había recordado que no era más que una estudiante de Derecho de segundo curso, que no sabía lo que estaba haciendo y que probablemente habría muerto en una semana a lo sumo, pero que en todo caso aquéllas eran las reglas del juego. Siempre hay que suponer que alguien te sigue, dijo. Ella había sobrevivido siete días acechada por sabuesos y le rogaba que siguiera sus instrucciones.

Le dijo que entrara disimuladamente en el Saint Moritz, en la esquina de la Sexta Avenida, y así lo hizo. Le había reservado una habitación a nombre de Warren Clark. Pagó al contado y subió en el ascensor hasta el noveno piso. Tenía que esperar. Simplemente esperar.

Pasó una hora junto a la ventana y vio cómo oscurecía en Central Park. Sonó el teléfono.

–¿Señor Clark? – preguntó una voz femenina.

–Pues… Sí.

–Soy yo. ¿Ha llegado solo?

–Sí. ¿Dónde está usted?

–Seis pisos más arriba. Coja el ascensor hasta el decimoctavo y baje por la escalera al decimoquinto. Habitación quince veinte.

–De acuerdo. ¿Ahora?

–Sí. Le espero.

Volvió a cepillarse los dientes, se aseguró de que iba bien peinado y al cabo de diez minutos estaba frente a la puerta quince veinte. Se sentía como un adolescente en su primera cita. No había estado tan nervioso desde que jugaba a fútbol en el instituto.

Pero él era Gray Grantham, del Washington Post, y aquello no era más que otra de sus investigaciones con una de tantas mujeres, de modo que no tenía por qué no estar en control de la situación.

Llamó a la puerta y esperó.

–¿Quién es?

–Grantham -respondió.

Corrió el pestillo y abrió lentamente la puerta. El cabello ya no era el mismo, pero sonrió y ahí estaba la chica de la portada, que le estrechó firmemente la mano.

–Pase. ¿Le apetece tomar algo? – preguntó, después de cerrar nuevamente la puerta y correr el pestillo.

–Desde luego. ¿Qué tiene?

–Agua con hielo.

–Perfecto.

Entró en una pequeña sala, donde había un televisor encendido pero sin sonido.

–Por aquí -indicó la chica.

Dejó la bolsa sobre la mesa y se sentó en el sofá. Ella estaba de pie junto al mueble bar y, momentáneamente, admiró sus vaqueros. Iba descalza. Un jersey extra grande con el cuello ladeado dejaba entrever una tira de su sujetador.

Le entregó un vaso de agua y se sentó en una silla, junto a la puerta.

–Gracias.

–¿Ha comido?

–No me dijo que lo hiciera.

–Discúlpeme -rió-. He atravesado muchas dificultades.

Pediré algo al servicio de habitaciones.

–Claro -sonrió Grantham-. Estoy a su disposición.

–Me apetece una hamburguesa grasienta con queso, patatas fritas y una cerveza bien fría.

–Perfecto.

Levantó el teléfono y pidió la comida. Grantham se acercó a la ventana y observó las luces que circulaban por la Quinta Avenida.

–Tengo veinticuatro años. ¿Cuántos tiene usted? – preguntó, sentada ahora en el sofá, con un vaso de agua fría en la mano.

–Treinta y ocho -respondió, al tiempo que se sentaba en la silla más próxima-. Casado una vez. Divorciado hace siete años y tres meses. Sin hijos. Vivo solo con un gato. ¿Por qué ha elegido el Saint Moritz?

–Tenían habitaciones libres y pude convencerles de que era importante pagar al contado y no presentar identificación. ¿Le gusta?

–No está mal. Parece haber pasado sus mejores momentos.

–No son exactamente unas vacaciones.

–No está mal. ¿Cuánto tiempo cree que permaneceremos aquí?

Le observó atentamente. Hacía seis años que había publicado un libro sobre escándalos relacionados con HUD y, a pesar de que había tenido escaso éxito, encontró un ejemplar del mismo en una biblioteca pública de Nueva Orleans. Parecía seis años mayor que en la foto de la solapa, pero maduraba con elegancia y las canas de sus patillas le daban un toque de distinción.

–No sé cuánto tiempo se quedará usted -respondió-. Mis planes pueden cambiar de un momento a otro. Puede que vea un rostro en la calle y coja un avión a Nueva Zelanda.

–¿Cuándo salió de Nueva Orleans?

–El lunes por la noche. Cogí un taxi a Baton Rouge, que alguien pudo seguir con mucha facilidad. Me trasladé en avión a Chicago, donde compré billetes con cuatro destinos distintos, incluido Boise, donde vive mi madre. En el último momento cogí un avión a La Guardia. Creo que no me siguió nadie.

–Está a salvo.

–Puede que por ahora. Nos perseguirán a ambos cuando se publique este artículo. En el supuesto de que se haga.

Gray movió los cubitos de hielo en el vaso y la observó.

–Depende de lo que me cuente. Y de lo que pueda confirmarse de otras fuentes.

–La comprobación es cosa suya. Le contaré lo que sé y a partir de entonces se las arreglará solito.

–De acuerdo. ¿Cuándo empezamos a hablar?

–Después de cenar. Prefiero hacerlo con el estómago lleno. ¿No tendrá usted prisa?

–Claro que no. Dispongo de toda la noche, todo el día de mañana, el día siguiente y el siguiente. Lo que usted sabe constituye la historia más sensacional de los últimos veinte años, de modo que me quedaré mientras esté dispuesta a hablar conmigo.

Darby sonrió y desvió la mirada. Hacía exactamente una semana que ella y Thomas esperaban para cenar en el bar de Mouton's. Él vestía chaqueta de seda negra, camisa de lona, corbata roja a cuadros y un pantalón caqui muy almidonado. Zapatos sin calcetines. Llevaba la camisa desabrochada y la corbata suelta. Habían hablado de las islas Vírgenes, del día de Acción de Gracias y de Gavin Verheek, mientras esperaban que se vaciara una mesa. Él bebía sin parar, lo cual no era inusual. Luego se emborrachó y le salvó la vida.

Había vivido un año en los últimos siete días y ahora mantenía una auténtica conversación con un ser vivo, que no deseaba su muerte. Cruzó lo pies y los colocó sobre la mesilla. No le resultaba incómoda su compañia en su habitación. Se sentía relajada. «Confíe en mí», se leía en su rostro. ¿Y por qué no? ¿En quién podía confiar de lo contrario?

–¿En qué piensa? – preguntó Grantham.

–Ha sido una semana muy larga. Hace sólo siete días era una estudiante de Derecho como cualquier otra, que se esforzaba por alcanzar la. cima. Y ahora míreme.

Era lo que hacía. Procuraba conservar la serenidad y que no se le abriera la boca como a un adolescente, pero la miraba. Su cabello era oscuro, muy corto y bastante elegante, pero prefería la versión de la foto del día anterior.

–Hábleme de Thomas Callahan.

–¿Por qué?

–No lo sé. Forma parte de la historia, ¿no es cierto?

–Sí. Le hablaré de él más adelante.

–Muy bien. ¿Su madre vive en Boise?

–Sí, pero no sabe nada. ¿Dónde vive la suya?

–En Short Hills, Nueva Jersey -respondió con una sonrisa, mientras mordía un cubito de hielo a la espera de que ella hablara.

Darby reflexionaba.

–¿Qué es lo que más le gusta de Nueva York? – preguntó Darby.

–El aeropuerto. Es la forma más rápida de largarse.

–Thomas y yo estuvimos aquí en verano. Hacía más calor que en Nueva Orleans.

De pronto Grantham comprendió que no era sólo una joven estudiante, sino una viuda afligida. La pobre muchacha sufría. No había podido cuidar de su cabello, su ropa, ni su mirada. ¡Maldita sea, la consumía el dolor!

–Lamento muchísimo lo de Thomas -dijo-. No volveré a interesarme por él.

Ella le sonrió sin decir palabra.

Alguien llamó con fuerza a la puerta. Darby retiró inmediatamente los pies de la mesilla y miró fijamente a la puerta. Luego respiró hondo. Era la comida.

–Me ocuparé yo -dijo Gray-. Relájese.

VEINTINUEVE

Durante muchos siglos, se libró sin entrometimiento una silenciosa pero descomunal batalla de la naturaleza, a lo largo de la costa de lo que sería Louisiana. Fue una batalla territorial, en la que los seres humanos no participaron hasta hace unos pocos años. Desde el sur, el océano empujaba tierra adentro con sus mareas, vientos, e inundaciones. Desde el norte, el río Mississippi transportaba un suministro inagotable de agua dulce y sedimentos, y alimentaba los pantanos con la tierra que necesitaban para que floreciera la vegetación. El agua salada del golfo erosionaba la costa y destruía los pantanos de agua dulce, al quemar la vegetación que los mantenía unidos. El río contra atacaba erosionando medio continente y depositando sus aluviones en la baja Louisiana. Lentamente formó una larga sucesión de deltas aluviales, cada uno de los cuales en su momento interrumpió el curso del río y le obligó a abrirse un nuevo cauce. En los deltas crecieron sus frondosas marismas.

Fue una lucha épica de toma y daca, plenamente bajo control de las fuerzas de la naturaleza. Gracias a la constante aportación del poderoso río, los deltas no sólo resistieron las acometidas del golfo, sino que se expandieron.

Las marismas eran una maravilla de la evolución natural. Gracias a la riqueza de los aluviones se convirtieron en un paraíso verde de cipreses y robles, con densas áreas de pontederias, juncos y espadañas. En sus aguas proliferaban las cigalas, las gambas, las ostras, los snappers, los lenguados, los pompanos, las bremas, los cangrejos y los caimanes. La llanura de la costa era un santuario natural, utilizado por centenares de especies de aves migratorias.

Las marismas eran vastas e ilimitadas, ricas y abundantes.

Entonces, en mil novecientos treinta, se descubrió petróleo y empezó la desolación. Las compañías petrolíferas dragaron quince mil kilómetros de canales para extraer el crudo. Una pulcra e inagotable red de canalizaciones cruzaba el delicado delta en todas direcciones. Dividieron las marismas en mil pedazos.

Perforaron, encontraron petróleo, dragaron como locos para extraerlo. Sus canales eran vías de comunicación perfectas para el agua salada del golfo, que destruyó las marismas.

Desde el descubrimiento del petróleo, decenas de millares de hectáreas de tierra fértil del delta han sido devoradas por el océano. Ciento cincuenta y cinco kilómetros cuadrados de Louisiana desaparecen anualmente. Cada veintiocho minutos las aguas devoran una nueva hectárea.

En mil novecientos setenta y nueve, una compañía petrolífera perforó un profundo pozo en Terrebonne Parish y encontró petróleo. Era un día como cualquier otro y una plataforma como cualquiera de las demás, pero el hallazgo era excepcional. Habían descubierto mucho petróleo. Perforaron de nuevo a un cuarto de kilómetro y descubrieron otro gran yacimiento. A cinco kilómetros, les sonrió de nuevo la fortuna.

La compañía petrolífera cubrió los pozos y estudió la situación, que parecía indicar la existencia de un nuevo yacimiento petrolífero de mayor importancia.

Su propietario era Victor Mattiece, un louisiano descendiente de franceses nacido en Lafayette, que había ganado y perdido varias fortunas buscando petróleo en Louisiana del sur. En mil novecientos setenta y nueve, se daba el caso de que era rico y, todavía más importante, tenía acceso al dinero de otras personas. No tardó en convencerse de que había descubierto un yacimiento de mayor importancia y empezó a comprar terreno alrededor de los pozos cubiertos.

El secreto es fundamental, pero difícil de guardar en los campos petrolíferos. Además, Mattiece sabía que si empezaba a gastar montones de dinero, no tardaría en desencadenarse una fiebre perforadora alrededor de sus nuevos pozos. Con la infinita paciencia y capacidad de planificación que le caracterizaba, reflexionó sobre el conjunto de la situación y decidió no optar por el dinero fácil. Proyectó quedarse con todo. Rodeado de abogados y otros asesores, elaboró un plan para adquirir metódicamente todo el terreno circundante, bajo una infinidad de nombres de empresas. Fundaron nuevas compañías, usaron algunas ya existentes, compraron una parte o la totalidad de empresas con dificultades financieras, y se dedicaron a comprar terreno.

Los que estaban en el negocio conocían a Mattiece, sabían que tenía dinero y que podía conseguir más. Mattiece sabía que lo sabían y lanzó silenciosamente dos docenas de inconspicuas entidades sobre los propietarios de Terrebonne Parish. Funcionó a pedir de boca.

El plan consistía en consolidar territorio, y luego dragar un nuevo canal en las desventuradas y bloqueadas marismas, para facilitar el movimiento de hombres y materiales a las nuevas plataformas, y extraer apresuradamente el crudo. El canal mediría cincuenta kilómetros de longitud y tendría una anchura doble a la de los demás canales. El tráfico sería intenso.

Puesto que Mattiece tenía dinero, era popular entre los políticos y funcionarios de la administración. Practicaba su juego con pericia. Daba el dinero donde correspondía. Le encantaba la política, pero detestaba la publicidad. Era un recluso paranoico.

Conforme progresaba felizmente la adquisición de terrenos, de pronto Mattiece se encontró corto de capital: A principios de los años ochenta hubo una depresión en el sector petrolífero y cesó la extracción en sus otros pozos. Necesitaba grandes cantidades de dinero y quería socios capaces de aportarlo silenciosamente. Por consiguiente, se mantuvo alejado de Texas. Viajó al extranjero y encontró unos árabes que, después de estudiar sus mapas, se convencieron de la existencia de un yacimiento descomunal de crudo y gas natural. Compraron parte de la operación y de pronto Mattiece volvió a disponer de abundante dinero.

Repartió los sobornos adecuados y consiguió permiso oficial para infiltrarse en las delicadas marismas y cipresales. Todo caía majestuosamente en su lugar y Victor Mattiece olía mil millones de dólares. Tal vez dos o tres millares de millones.

Entonces ocurrió algo curioso. Apareció una denuncia ante los tribunales para detener los dragados y perforaciones. El demandante era un grupo desconocido de protección ambiental, conocido simplemente con el nombre de Green Fund.

El pleito era inesperado, porque a lo largo de cincuenta años se había permitido la destrucción y contaminación de Louisiana por parte de compañías petrolíferas y de gente como Victor Mattiece. Era un acuerdo comercial. La industria petrolífera empleaba a mucha gente y pagaba buenos salarios. Los impuestos del petróleo y gas recaudados en Baton Rouge servían para pagar a los funcionarios estatales. Los pequeños pueblos junto al río se habían convertido en villas florecientes. Todos los políticos, incluidos los gobernadores, aceptaban el dinero del petróleo y hacían la vista gorda. Todo funcionaba a pedir de boca y poco importaba que sufrieran las marismas.

Green Fund presentó la denuncia ante el Tribunal Territorial de Estados Unidos en Lafayette. Un juez federal ordenó que se paralizara el proyecto, a la espera de que se celebrara un juicio.

Mattiece se puso frenético. Pasó semanas con sus abogados elaborando planes y estrategias. No repararía en gastos para ganar. Les ordenó que hicieran lo que fuera necesario. Quebrantar cualquier regla, violar cualquier código moral, contratar a cualquier experto, ordenar cualquier estudio, degollar a cualquiera, gastar lo que fuera. Lo único importante era ganar el pleito.

Fiel a su discreción habitual, adoptó una actitud todavía más reservada. Se trasladó a las Bahamas y dirigió la operación desde una fortaleza armada en Lyford Cay. Se trasladaba en avión a Nueva Orleans una vez por semana, para reunirse con sus abogados, antes de regresar a su isla.

Aunque convertido en invisible, se aseguró de que aumentaran sus donativos políticos. Su tesoro seguía a salvo bajo tierra en Terrabonne Parish y algún día lo extraería, pero uno nunca sabe cuándo puede necesitar un favor.

Cuando ambos abogados de Green Fund se habían adentrado en el cenagal hasta los tobillos, treinta demandados distintos habían sido identificados. Algunos eran propietarios de terrenos. Otros se dedicaban a la exploración. Unos eran instaladores de tuberías. Otros perforadores. Los negocios compartidos, sociedades anónimas y asociaciones corporativas constituían un laberinto impenetrable.

Los demandados, con su legión de exclusivos abogados, reaccionaron con virulencia. Presentaron un extenso recurso, en el que se le solicitaba al juez que absolviera la causa en base a su frivolidad. Denegado. Solicitaron que se permitiera seguir perforando, en espera del juicio. Denegado. Gimieron de dolor y explicaron en otro extenso recurso la gran cantidad de dinero invertida en la exploración, la perforación, etcétera. Nuevamente denegado. Presentaron infinidad de recursos, todos ellos denegados, y cuando era evidente que algún día se celebraría un juicio ante un jurado, los abogados de los intereses petrolíferos decidieron jugar sucio.

Afortunadamente para el pleito de Green Fund, el centro del yacimiento petrolífero estaba cerca de un conjunto de marismas, convertido desde hacía muchos años en refugio de aves acuáticas. Pandiones, airones, pelícanos, patos, grullas y cisnes se encontraban entre las muchas especies migratorias que las utilizaban. A pesar de que Louisiana no siempre se ha mostrado amable con su tierra, ha manifestado un poco más de respeto por sus animales. Puesto que el veredicto sería algún día emitido por un jurado de personas normales y con un poco de suerte de sentido común, los abogados de Green Fund hicieron hincapié en las aves.

El pelícano se convirtió en un héroe. Después de treinta años de contaminación solapada con DDT y otros pesticidas, el pelícano castaño de Louisiana estaba al borde de la extinción. Casi demasiado tarde se lo calificó como especie en peligro de extinción y se le otorgó una protección especial. Green Fund singularizó la majestuosa ave y reclutó a media docena de expertos, a lo largo y ancho del país, para declarar en su defensa.

Con un centenar de abogados involucrados en el caso, el proceso avanzaba lentamente. A veces no se movía, lo cual favorecía los intereses de Green Fund. Las plataformas permanecían paralizadas.

Siete años después de que Mattiece volara por primera vez sobre Terrebonne Parish en su helicóptero de propulsión a chorro y trazara en la superficie de las marismas la ruta que seguiría su preciado canal, se celebró el juicio de los pelícanos en Lake Charles. Fue un juicio espinoso que duró diez semanas. Green Fund pedía compensación por el daño ya causado y solicitaba una prohibición permanente de las perforaciones.

Las compañías petrolíferas trajeron a un especialista de Houston para dirigirse al jurado. Usaba zapatos de piel de elefante, Stetson, y era capaz de hablar como un louisiano de descendencia francesa cuando era necesario. Resultó ser muy eficaz, especialmente comparado con los abogados de Green Fund, ambos barbudos y con la mirada muy intensa.

Green Fund perdió el juicio, lo cual no era totalmente inesperado. Las compañías petrolíferas habían gastado millones y es difícil azotar un oso con un bastoncillo. David ganó la batalla, pero siempre es preferible apostar a favor de Goliat. Los miembros del jurado no estaban impresionados con los peligros de la contaminación y la fragilidad de la ecología de las marismas. El petróleo significaba dinero y la gente necesitaba trabajo.

El juez mantuvo los cargos por dos razones. En primer lugar, consideró que Green Fund había demostrado su argumento respecto a los pelícanos, especie que gozaba de protección federal. Además, era evidente para todos que Green Fund presentaría recurso de apelación, y por consiguiente el asunto estaba lejos de haber terminado.

Todo se apaciguó durante algún tiempo y Mattiece había ganado una pequeña batalla. Pero sabía que habría otras vistas, en otros juzgados. Era un hombre infinitamente paciente y calculador.

TREINTA

El magnetófono estaba en medio de la mesilla, rodeado de cuatro botellas vacías de cerveza.

Escuchaba y tomaba notas.

–¿Quién te habló del proceso?

–Un individuo llamado John Del Greco. Estudia derecho en Tulane, va un curso más adelantado que yo. El año pasado trabajó como pasante en un gran bufete de Houston, que se ocupaba de aspectos periféricos del litigio. No tuvo contacto directo con el caso, pero abundaban los chismes y los rumores.

–¿Y todos los abogados eran de Nueva Orleans y Houston?

–Sí, casi todos los de las partes demandadas. Pero las empresas son de una docena de ciudades distintas, de modo que evidentemente trajeron también sus propios abogados. Había abogados de Dallas, Chicago y de muchas otras ciudades. Parecía un circo.

–¿En qué nivel se encuentra el proceso?

–Está en proceso de apelación al quinto Tribunal Territorial de apelación. El recurso no está terminado, pero seguramente lo estará dentro de un mes aproximadamente.

–¿Dónde está el quinto tribunal?

–Nueva Orleans. Unos veinticuatro meses después de su presentación, lo estudiarán tres jueces y tomarán una decisión. La parte perdedora solicitará indudablemente una nueva audiencia ante el tribunal completo, para lo cual se necesitarán otros tres o cuatro meses. Hay suficientes fallos en el veredicto para asegurar una revocación o un auto de envío.

–¿Qué es un auto de envío?

–El tribunal de apelación tiene tres opciones. Confirmar el veredicto, revocar el veredicto, o encontrar los suficientes errores para ordenar que se celebre un nuevo juicio. En este caso, se dicta auto de envío a otro tribunal. También es posible que confirme una parte, revoque otra y dicte auto de envío con respecto a otra. Es decir, una especie de mescolanza.

Gray movió frustrado la cabeza, sin dejar de tomar notas.

–¿Por qué querrá alguien ser abogado?

–Me he hecho varias veces la misma pregunta durante la última semana.

–¿Alguna idea de cómo reaccionará el quinto tribunal?

–Ninguna. Todavía no han visto el sumario. Los demandantes alegan multitud de fallos de procedimiento por parte de los demandados y, dada la naturaleza de la conspiración, es probable que en gran parte tengan razón. Cabe la posibilidad de una revocación.

–¿Qué ocurriría entonces?

–Empezarían los fuegos artificiales. Si alguna de las partes no está satisfecha con el quinto tribunal, puede apelar al Tribunal Supremo.

–Vaya sorpresa.

–Todos los años el Tribunal Supremo recibe millares de recursos de apelación, pero es muy selectivo en cuanto a los que acepta. Debido a la cantidad de dinero, presión y temas de este caso, cuenta con una buena posibilidad de que lo acepten.

–A partir de hoy, ¿cuánto tiempo tardaría este caso en ser decidido por el Tribunal Supremo?

–De tres a cinco años.

–Rosenberg habría fallecido de muerte natural.

–Sí, pero podría haber un demócrata en la Casa Blanca cuando lo hiciera. Eliminándolo ahora, cabe prever el tipo de persona que le sucederá.

–Parece lógico.

–Es maravilloso. Si tú fueras Victor Mattiece, tuvieras sólo unos cincuenta millones, tu ambición fuera la de convertirte en billonario, y no te importara asesinar a un par de jueces del Tribunal Supremo, ahora sería el momento de hacerlo.

–¿Pero, qué ocurriría si el Tribunal Supremo se negara a aceptar el caso?

–Si el quinto tribunal confirma el veredicto, puede sentirse satisfecho. Pero en el supuesto de que lo revoque y el Supremo lo rechace, tendrá problemas. En mi opinión volverá a empezar desde el principio, iniciará un nuevo pleito y lo someterá todo nuevamente a juicio. Hay demasiado dinero en juego para que se dé por vencido. Cuando decidió eliminar a Rosenberg y Jensen, hay que suponer que se comprometió plenamente con la causa.

–¿Dónde estaba él durante el juicio?

–Completamente invisible. Ten en cuenta que no es del dominio público que él sea el cabecilla de las partes demandadas. Cuando se inició el juicio había treinta y ocho empresas entre los demandados. No se mencionó a ningún individuo, sólo los nombres de las empresas. Entre las treinta y ocho, siete cotizan en bolsa, y él es propietario del veinte por ciento como máximo de cada una de ellas. Éstas no son más que pequeñas empresas de compra y venta libre de acciones. Las otras treinta y una son privadas y no he podido obtener mucha información. Pero he averiguado que dentro de dicho grupo de empresas privadas muchas son propiedad de otras y algunas de corporaciones públicas. Es casi impenetrable.

–Pero él las controla.

–Sí. Sospecho que es propietario o tiene el control del ochenta por ciento del proyecto. He investigado cuatro de las empresas privadas y tres de ellas están registradas en el extranjero. Dos en las Bahamas y una en las Caimanes. Del Greco oyó que Mattiece operaba a través de bancos y compañías de ultramar.

–¿Recuerdas los nombres de las siete empresas públicas?

–La mayoría. Evidentemente aparecían en las notas a pie de página en el informe, del que no tengo ninguna copia. Pero he vuelto a escribirlo casi todo a mano.

–¿Puedo verlo?

–Puedes quedártelo. Pero es sumamente peligroso.

–Lo leeré más tarde. Háblame de la fotografía.

–Mattiece es de una pequeña ciudad cerca de Lafayette, y cuando era más joven distribuía mucho dinero entre los políticos de Louisiana del sur. Ya entonces era un individuo tenebroso, que repartía dinero entre bastidores. Gastó mucho dinero con los demócratas a nivel local y con los republicanos a nivel nacional, y a lo largo de los años le invitaron a festines los poderosos de Washington. Siempre ha eludido la publicidad, pero es difícil disimular la cantidad de dinero que posee, especialmente cuando se lo ofrece a los políticos. Hace siete años, cuando el actual presidente era vicepresidente, visitó Nueva Orleans con el propósito de recaudar fondos para el partido republicano. Todos los poderosos acudieron, incluido Mattiece. La cena costaba diez mil dólares por persona y la prensa logró introducirse. Un fotógrafo se las arregló para conseguir una fotografía de Mattiece, cuando estrechaba la mano del vicepresidente. Al día siguiente la publicó el periódico de Nueva Orleans. Es una foto maravillosa. Se sonríen mutuamente como buenos amigos.

–No será difícil de conseguir.

–Sólo para divertirme, pegué una copia en la última página del informe. ¿No te parece divertido?

–Me lo paso de maravilla.

–Mattiece se esfumó hace algunos años y ahora se le supone domiciliado en varios lugares. Es muy excéntrico. Del Greco dijo que la mayoría de la gente le cree loco.

El magnetófono hizo un pitido y Gray cambió la cinta. Darby se puso de pie para estirar sus largas piernas. Él la observaba mientras manipulaba el magnetófono. Las otras dos cintas estaban ya grabadas y etiquetadas.

–¿Estás cansada? – preguntó Gray.

–No he dormido muy bien. ¿Quedan muchas preguntas?

–¿Sabes muchas más cosas?

–Hemos cubierto todo lo básico. Quedan algunas lagunas que podemos llenar por la mañana.

Gray paró el magnetófono y se puso de pie. Darby estaba junto a la ventana, bostezando y desperezándose, mientras él se acomodaba en el sofá.

–¿Qué ha ocurrido con tu cabello? – preguntó Gray.

Darby acercó una silla y cruzó las piernas. Llevaba las uñas de los dedos de los pies pintadas de rojo. Apoyó la barbilla en las rodillas.

–Lo abandoné en un hotel de Nueva Orleans. ¿Cómo lo sabes?

–He visto una fotografía.

–¿De dónde?

–A decir verdad, he visto tres fotografías. Dos del anuario de Tulane y una del de Arizona.

–¿Quién te las mandó?

–Tengo contactos. Las recibí por fax, de modo que no eran muy buenas, pero la cabellera era maravillosa.

–Preferiría que no lo hubieras hecho.

–¿Por qué?

–Toda llamada telefónica deja una huella.

–Por favor, Darby. Confía un poco en mí.

–Me has estado investigando.

–Sólo algunos detalles generales. Eso es todo.

–Que no se repita, ¿de acuerdo? Si quieres algo de mí, pregúntamelo. Y si te digo que lo olvides, olvídalo.

Grantham se encogió de hombros y aceptó. Olvidaría el cabello, para concentrarse en temas menos delicados.

–¿Entonces quién seleccionó a Rosenberg y a Jensen? Mattiece no es abogado.

–Rosenberg fue fácil. Jensen no había escrito mucho sobre temas medio ambientales, pero votaba consistentemente contra todo tipo de proyectos industriales. Si en algo estaban persistentemente de acuerdo, era en la protección del medio ambiente.

–¿Y crees que Mattiece lo descubrió por sí solo?

–Claro que no. Alguna perversa mente jurídica le presentó los dos nombres. Tiene un millar de abogados.

–¿Y ninguno en Washington?

–¿Cómo dices? – preguntó Darby con el entrecejo fruncido, después de levantar la barbilla.

–Que ninguno de sus abogados está en Washington.

–No he dicho eso.

–Creí que me habías dicho que la mayoría de los abogados eran de Nueva Orleans, Houston y otras ciudades. No has mencionado Washington.

–Supones demasiado -respondió Darby, mientras movía la cabeza-. Recuerdo haberme encontrado por lo menos con dos bufetes de Washington. Uno de ellos es el de White Blazevich, un bufete muy antiguo, poderoso, rico y republicano, con cuatrocientos abogados.

Gray se acercó al borde del sofá.

–¿Qué ocurre? – preguntó Darby.

De pronto Gray estaba excitado. Se puso de pie, caminó hasta la puerta y regresó al sofá.

–Puede que esto encaje. Puede que hayamos dado en el clavo, Darby.

–Te escucho.

–¿Me escuchas atentamente?

–Te lo juro.

–Presta atención -dijo desde la ventana-. La semana pasada recibí tres llamadas telefónicas de un abogado de Washington llamado García, aunque éste no es su verdadero nombre. Me dijo que sabía algo, que había visto algo, relacionado con Rosenberg y Jensen, y que estaba ansioso por contarme lo que sabía. Pero se asustó y desapareció.

–Hay un millón de abogados en Washington.

–Dos millones. Pero sé que trabaja en un bufete particular. Prácticamente lo admitió. Era sincero, estaba muy asustado, y creía que le seguían. Le pregunté de quién se trataba y, por supuesto, no me lo dijo.

–¿Qué le ocurrió?

–Nos habíamos puesto de acuerdo para reunirnos el sábado por la mañana, pero llamó a primera hora para decirme que lo olvidara. Me contó que estaba casado, tenía un buen empleo y para qué arriesgarse. No me lo aseguró, pero creo que tiene una copia de algo que estaba a punto de mostrarme.

–Ahí podría estar tu confirmación.

–¿Y si trabajara en White Blazevich? De pronto se habrían reducido las posibilidades a una entre cuatrocientas.

–El pajar es mucho más pequeño.

Grantham se acercó inmediatamente a su bolsa, buscó entre sus papeles y, como por arte de magia, sacó una fotografía en blanco y negro, que dejó caer sobre las rodillas de Darby.

–Éste es García.

Darby estudió la foto. Era la de un hombre en una concurrida acera. Se distinguía perfectamente su rostro.

–Se diría que no posó para que se la tomaran.

–No exactamente -respondió Grantham, sin dejar de caminar.

–¿Entonces cómo la conseguiste?

–No puedo revelar mis fuentes.

–Me asustas, Grantham -dijo Darby, después de dejar la fotografía sobre la mesilla y frotarse los ojos-. Esto parece insalubre. Dime que no lo es.

–Sólo un poco, ¿de acuerdo? Ese chico utilizaba siempre la misma cabina telefónica y eso es un error.

–Sí, lo sé. Es un error.

–Y yo quería saber qué aspecto tenía.

–¿Le pediste permiso para tomar su fotografía?

–No.

–Entonces es muy insalubre.

–De acuerdo, es insalubre. Pero ya está hecho, aquí está, y podría ser nuestro vínculo con Mattiece.

–¿Nuestro vínculo?

–Sí, nuestro vínculo. Creí que lo que deseabas era atrapar a Mattiece.

–¿He dicho yo eso? Quería hacerle pagar, pero prefiero no meterme con él. Me ha convertido en creyente, Gray. Tardaré mucho en olvidar la sangre que he visto. Coge la pelota y echa a correr.

Fingió no haberla oído. Pasó por detrás de su silla hasta la ventana y regresó al mueble bar.

–Me has hablado de dos bufetes. ¿Cuál era el segundo?

–Brims, Stearns y alguien más. No tuve oportunidad de investigarlos. Es curioso porque ninguno de ellos figuraba entre los defensores de los demandados, pero ambos y especialmente White Blazevich aparecían repetidamente en el sumario.

–¿De qué tamaño es Brim, Stearns y alguien más?

–Puedo averiguarlo mañana.

–¿Es tan grande como White Blazevich?

–Lo dudo.

–¿Qué tamaño crees que puede tener?

–Doscientos abogados.

–Muy bien. Ahora tenemos seiscientos abogados en dos bufetes. Tú eres abogado, Darby. ¿Cómo podemos encontrar a García?

–No soy abogado, ni detective privado. Tú eres el periodista investigador -respondió Darby, a quien no le gustaba que su interlocutor hablara en plural.

–Sí, pero nunca he visitado el despacho de un abogado, a excepción de cuando tramité el divorcio.

–Entonces eres muy afortunado.

–¿Cómo podemos encontrarle?

Darby había empezado de nuevo a bostezar. Hacía casi tres horas que charlaban y estaba agotada. Podrían continuar por la mañana.

–No sé cómo encontrarle y, la verdad, no he pensado mucho en ello. Reflexionaré mientras duermo y te responderé por la mañana.

De pronto Grantham se tranquilizó. Darby se levantó y se dirigió al mueble bar, en busca de un vaso de agua.

–Recogeré mis cosas -dijo Grantham, mientras guardaba las cintas.

–¿Puedes hacerme un favor?

–Tal vez.

–¿Te importaría dormir en este sofá esta noche? Hace tiempo que no duermo bien y necesito descansar. Me sentiría mucho más tranquila si supiera que estás aquí.

Grantham contempló el sofá y respiró hondo. Medía un metro y medio a lo sumo, y no parecía muy cómodo.

–Por supuesto -sonrió-. Te comprendo perfectamente.

–Lo siento, tengo miedo.

–Lo comprendo.

–Es agradable poder contar con alguien como tú. Le sonrió recatadamente y él se derritió.

–No me importa, te lo aseguro.

–Gracias.

–Cierra la puerta con llave, métete en la cama y duerme a gusto. No me moveré de aquí, puedes quedarte tranquila.

–Gracias -asintió, sonrió de nuevo y cerró la puerta del dormitorio, sin echar el pestillo.

Gray se quedó a oscuras en el sofá, con la mirada fija en la puerta. Poco después de la medianoche se quedó dormido, con las rodillas no muy lejos de su barbilla.

TREINTA Y UNO

Su jefe era Jackson Feldman, redactor ejecutivo, aquél era su territorio, y no le toleraba insolencias a nadie a excepción del señor Feldman. Y especialmente a un desvergonzado como Gray Grantham, de pie junto a la puerta del señor Feldman, que custodiaba como un sabueso. No conocía la razón de la presencia de Grantham, pero aquél era su territorio.

Sonó el teléfono de la secretaria y Grantham le chilló:

–¡Ninguna llamada!

Se le subieron los colores a las mejillas y quedó boquiabierta. Levantó el auricular, escuchó unos segundos y respondió:

–Lo siento, el señor Feldman está reunido. Sí, le diré que le llame cuanto antes -agregó antes de colgar, sin dejar de mirar fijamente a Grantham, que movía la cabeza como para desafiarla.

–¡Gracias! – exclamó Grantham.

Su cortesía la desconcertó. Estaba a punto de insultarle, pero al oír sus «gracias» le quedó la mente en blanco. Él le sonrió y ella se puso todavía más furiosa.

Eran las cinco y media, hora de abandonar el despacho, pero el señor Feldman le había pedido que se quedara. Grantham seguía junto a la puerta, a menos de tres metros, sin dejar de mirarla con una sonrisita. Nunca le había gustado aquel individuo. Aunque, por otra parte, no había mucha gente en el Post que le gustara. Apareció un ayudante de redacción, que se dirigía decididamente a la puerta, cuando el sabueso le cortó el paso.

–Lo siento, ahora no se puede pasar -dijo Grantham.

–¿Y por qué no?

–Están reunidos. Déjaselo a ella -dijo señalando a la secretaria, que después de veintiún años en la empresa detestaba que la señalaran con el dedo y que la llamaran simplemente «ella».

El ayudante de redacción no se dejaba intimidar fácilmente.

–No tengo ningún inconveniente. Pero el señor Feldman me ha ordenado traer estos papeles exactamente a las cinco y media. Es la hora en punto, aquí estoy y he traído los papeles.

–Nos sentimos muy orgullosos de ti, pero ya puedes marcharte, ¿de acuerdo? Ahora entrégale los papeles a esa encantadora dama y mañana será otro día -dijo Grantham frente a la puerta, aparentemente dispuesto a luchar si el muchacho insistía.

–Yo los guardaré -declaró la secretaria, antes de que el joven se retirara.

–¡Gracias! – exclamó nuevamente Grantham.

–Creo que es usted un mal educado.

–Le he dado las gracias -dijo, procurando parecer ofendido.

–Usted es un listillo.

–¡Gracias!

De pronto se abrió la puerta y se oyó un grito:

–¡Grantham!

Sonrió a la secretaria y entró en el despacho. Jackson Feldman estaba de pie detrás de su escritorio. Llevaba la corbata suelta y las mangas arremangadas hasta los codos. Medía metro noventa y cinco, sin un gramo de grasa. A sus cincuenta y ocho años, corría en dos maratones todos los años y trabajaba quince horas diarias.

Smith Keen también estaba de pie en el despacho, con un borrador de cuatro páginas de un artículo y la copia reproducida a mano por Darby del informe pelícano. La copia de Feldman estaba sobre la mesa. Parecían estar aturdidos.

–Cierre la puerta -ordenó Feldman.

Gray obedeció y se sentó al borde de la mesa. Nadie decía palabra.

–Caramba -exclamó finalmente Feldman, después de frotarse los ojos y mirar a Keen.

–¿Eso es todo? – sonrió Gray-. Le entrego la historia más sensacional de los últimos veinte años y está tan emocionado que sólo se le ocurre decir «caramba».

–¿Dónde está Darby Shaw? – preguntó Keen.

–No puedo decírselo. Forma parte del trato.

–¿Qué trato? – preguntó Keen.

–Tampoco puedo decírselo.

–¿Cuándo habló con ella?

–Anoche y de nuevo esta mañana.

–¿Y esto ocurrió en Nueva York? – preguntó Keen.

–¿Qué importa dónde habláramos? El caso es que lo hemos hecho, ¿de acuerdo? Ella ha hablado y yo la he escuchado. He regresado en avión y he escrito el borrador. ¿Qué les parece?

Feldman dobló lentamente su fino cuerpo y se acomodó en su silla.

–¿Cuánto sabe la Casa Blanca?

–No estoy seguro. Verheek le dijo a Darby que se entregó a la Casa Blanca algún día de la semana pasada y que en aquellos momentos el FBI consideraba que debía ser investigado. A continuación, después de que entrara en posesión de la Casa Blanca y por alguna razón desconocida, el FBI abandonó el caso. Eso es todo lo que sé.

–¿Cuánto le dio Mattiece al presidente hace tres años?

–Muchos millones. Casi todo a través de un sinfín de asesores financieros privados que controla. Ese individuo es muy astuto. Tiene infinidad de abogados, que calculan cómo mover dinero de un lado para otro. Probablemente sin quebrantar ninguna ley.

Los redactores reflexionaban. Estaban aturdidos, como si acabaran de sobrevivir a la explosión de una bomba. Grantham se sentía bastante orgulloso de sí mismo y mecía los pies bajo la mesa, como un chiquillo sentado al borde de un muelle.

Feldman cogió los papeles y los hojeó, hasta encontrar la fotografía de Mattiece junto al presidente. Movió la cabeza.

–Es dinamita, Gray -dijo Keen-. Pero no lo podemos publicar sin abundante corroboración. Diablos, hablamos de la mayor tarea de verificación del mundo. Este material es muy poderoso, hijo.

–¿Cómo se las arreglará? – preguntó Feldman.

–Tengo algunas ideas.

–Me gustaría oírlas. Esto podría costarle la vida.

–En primer lugar, intentaremos encontrar a García -respondió Grantham, después de ponerse de pie, con las manos en los bolsillos.

–¿Intentaremos? ¿Con quién piensa trabajar? – preguntó Keen.

–Intentaré, ¿de acuerdo? Yo solo. Intentaré encontrar a García.

–¿Está la chica involucrada? – preguntó Keen.

–No puedo decírselo. Forma parte del trato.

–Quiero que responda -dijo Feldman-. Piense en nuestra situación si pierde la vida mientras le ayuda. Es demasiado arriesgado. Díganos dónde está y qué se proponen.

–No puedo revelarles dónde se encuentra. Es mi fuente de información y siempre protejo a mis informadores. No me ayuda en la investigación. Es sólo una fuente, ¿de acuerdo?

Le observaron con incredulidad, se miraron entre sí y por fin Keen se encogió de hombros.

–¿Necesita ayuda? – preguntó Feldman.

–No. Ella insiste en que trabaje solo. Está muy asustada y no se lo reprocho.

–Yo me he asustado sólo con leerlo -dijo Keen.

Feldman echó atrás su silla y cruzó los pies sobre la mesa. Tamaño cuarenta y seis.

–Debe empezar por García -dijo, al tiempo que sonreía por primera vez-. Si no le encuentra, puede que tenga que dedicarle meses a investigar a Mattiece, sin llegar a recomponer el rompecabezas. Y antes de que empiece a investigar a Mattiece, quiero que tengamos una larga charla. Usted me cae bastante bien, Grantham, y este asunto no merece que le maten.

–Quiero ver todo lo que escriba, ¿de acuerdo? – dijo Keen.

–Y yo quiero un informe diario, ¿entendido? – agregó Feldman.

–Desde luego.

Keen se acercó a la pared de cristal y contempló el caos de la redacción. Todos los días se producían media docena de ajetreos. A las cinco y media se convertía en una locura. Se estaban escribiendo las noticias y la segunda conferencia se celebraba a las seis y media.

–Esto podría significar el fin de la depresión -comentó Feldman sin moverse de su escritorio, con la mirada fija en Gray-. ¿Cuánto ha durado? ¿Cinco, seis años?

–Yo diría siete -agregó Keen.

–He escrito algunos buenos artículos -replicó Gray, a la defensiva.

–Por supuesto -dijo Feldman, sin dejar de contemplar la redacción-. Pero se ha estado moviendo entre los dobles y los triples. Del último «gordo» hace ya mucho tiempo.

–Mucho se debe a las circunstancias -agregó cooperativamente Keen.

–Se hace lo que se puede -dijo Gray-. Pero ésta será la victoria de la recopa -agregó, desde el umbral de la puerta.

–Cuídese y no permita que le ocurra ningún daño a la chica. ¿Entendido? – dijo Feldman, con la mirada fija en sus ojos. Gray sonrió y abandonó el despacho.

Había llegado casi a Thomas Circle cuando vio las luces azules a su espalda. El policía no le adelantó, pero siguió pegado a la cola de su coche. No prestaba ninguna atención al límite permitido, ni a la velocidad a la que conducía. Sería su tercera multa en dieciséis meses.

Paró en un pequeño aparcamiento, junto a un edificio de varios pisos. Estaba oscuro y las luces azules parpadeaban en su retrovisor. Se frotó las sienes.

–Apéese -ordenó el policía, desde el parachoques.

Gray abrió la puerta y obedeció. El policía era negro y de pronto empezó a sonreír. Era Cleve.

–Sube -dijo, al tiempo que señalaba el coche patrulla.

–¿Por qué me haces esas cosas? – preguntó Gray, cuando estaban ambos sentados en el coche bajo las luces azules y contemplaban el Volvo.

–Tenemos cuotas, Grantham. Hemos de parar a un número determinado de blancos para incordiarlos. El jefe quiere que equilibremos las cosas. Los policías blancos incordian a los negros pobres e inocentes, y los policías negros incordiamos a los blancos ricos e inocentes.

–Supongo que querrás esposarme y darme una paliza.

–Sólo si me lo suplicas. Sarge no puede seguir hablando contigo.

–Te escucho.

–Presiente que algo anda mal en palacio. Ha captado algunas extrañas miradas y ha oído un par de cosas.

–¿Por ejemplo?

–Por ejemplo que hablan de ti y de lo mucho que les interesa conocer lo que sabes. Cree que es posible que te estén escuchando.

–Válgame Dios, Cleve. ¿Habla en serio?

–Les ha oído hablar de ti y de que formulas preguntas sobre ese asunto pelícano o lo que sea. Los has trastornado.

–¿Qué ha oído sobre ese asunto pelícano?

–Sólo que te acercas demasiado y que para ellos es grave.

Son unos paranoicos sin escrúpulos, Gray. Sarge dice que tengas cuidado donde vayas y con quien hables.

–¿Y no podemos volver a vernos?

–No durante un tiempo. Desea actuar con discreción y utilizarme a mí como mensajero.

–De acuerdo. Necesito su ayuda, pero dile que no se arriesgue. Es un asunto muy delicado.

–¿Qué es eso de pelícano?

–No puedo decírtelo. Pero dile a Sarge que podría costarle la vida.

–No te preocupes por Sarge. Es más astuto que todos los que le rodean.

–Gracias, Cleve -dijo Gray antes de abrir la puerta y apearse del coche.

–Andaré por ahí -respondió Cleve, después de apagar las luces azules-. Durante los próximos seis meses haré el turno de noche y procuraré vigilarte.

–Gracias.

Rupert pagó su panecillo de canela y se sentó en un taburete junto a la barra, desde donde se veía la acera. Era medianoche, las doce en punto, y empezaban a vaciarse las calles de Georgetown. Por la calle M circulaban todavía algunos coches y los pocos peatones que quedaban regresaban a sus casas. El café estaba concurrido, pero no abarrotado. Tomaba un café solo.

Reconoció un rostro en la acera, que al cabo de un momento estaba sentado junto a él en la barra. Era una especie de lacayo, con el que se había reunido hacía unos días en Nueva Orleans.

–¿Qué hay de nuevo? – preguntó Rupert.

–No logramos encontrarla. Y eso nos preocupa, porque hoy hemos recibido malas noticias.

–¿Bien?

–El caso es que hemos oído rumores, no confirmados, de que los malos están trastornados y su número uno quiere empezar a matar a todo el mundo. No piensa reparar en gastos y los rumores indican que gastará lo que sea necesario, para salirse con la suya. Va a mandar tipos duros, armados hasta los dientes. Evidentemente, dicen que está loco, pero es terriblemente malvado y con dinero se puede matar a mucha gente.

–¿Quién está en la lista? – preguntó Rupert, sin que le inquietara la idea de las matanzas.

–La chica. Y supongo que cualquier otra persona del exterior, que sepa algo del pequeño documento.

–¿Entonces qué debo hacer?

–Esperar. Volveremos a reunirnos aquí mañana por la noche, a la misma hora. Si encontramos a la chica, tendrás que ocuparte tú del asunto.

–¿Cómo pensáis encontrarla?

–Creemos que está en Nueva York. Disponemos de medios.

Rupert cogió un trozo de panecillo de canela y se lo llevó a la boca.

–¿Tú dónde estarías?

El mensajero pensó en una docena de lugares adonde tal vez iría pero, maldita sea, eran sitios como París, Roma o Montecarlo, que ya conocía y todo el mundo visitaba. No se le ocurría ningún lugar exótico donde ocultarse el resto de su vida.

–No lo sé. ¿Dónde estarías tú?

–En la ciudad de Nueva York. Se pueden vivir allí muchos años sin ser visto. No hay problemas de idioma ni de costumbres. Para un norteamericano, es el lugar perfecto donde ocultarse.

–Sí, supongo que tienes razón. ¿Crees que está allí?

–No lo sé. A veces es muy lista. Pero también tiene malos momentos.

–Hasta mañana -dijo el mensajero, cuando ya se marchaba.

Rupert le saludó con la mano. Menudo cretino está hecho, pensó. Andando de un lado para otro para susurrar mensajes importantes en algún bar o cervecería, para luego contarle detalladamente a su jefe lo sucedido.

Arrojó la taza vacía al cubo de la basura y salió a la calle.

TREINTA Y DOS

Brim, Stearns Kidlow tenía ciento noventa abogados, según la última edición del catálogo jurídico Martindale Hubbell. Y White Blazevich tenía cuatrocientos doce. Por consiguiente, con un poco de suerte, García podía ser uno de los seiscientos dos. Sin embargo Mattiece utilizaba otros bufetes en Washington, lo cual podía incrementar el número y convertir su tarea en imposible.

Como era de suponer, White Blazevich no tenía nadie llamado García. Darby buscó otros nombres hispánicos, pero no encontró ninguno. Era una de esas pulcras organizaciones, con personal de apellidos rimbombantes, procedente de las universidades de élite de la costa este. Había algunos nombres de mujeres, pero sólo dos en calidad de socios de la empresa. La mayoría de las mujeres habían ingresado después de mil novecientos ochenta. Si vivía el tiempo suficiente para acabar su licenciatura, no se plantearía la posibilidad de trabajar para una especie de fábrica como la de White Blazevich.

Grantham había sugerido que se concentrara en los hispanos, porque García era un poco inusual como seudónimo. Puede que el muchacho fuera hispano y, puesto que García era un nombre común en su cultura, fuera el primero que se le había ocurrido. No funcionó. No había ningún hispano en la empresa.

Según la guía, sus clientes eran ricos y poderosos. Bancos, grandes empresas y muchas compañías petrolíferas. Entre sus clientes figuraban cuatro de los demandados en el pleito, pero no el señor Mattiece. Había empresas químicas y líneas marítimas, además de representar a los gobiernos de Corea del Sur, Libia y Siria. Qué absurdo, pensó. Algunos de nuestros enemigos contratan a nuestros abogados para cabildear en nuestro propio gobierno. Aunque, por otra parte, uno puede contratar a los abogados para hacer cualquier cosa.

Brim, Stearns Kidlow eran una versión reducida de White Blazevich, pero caramba, entre sus componentes figuraban cuatro nombres hispanos, de los que Darby tomó nota. Dos hombres y dos mujeres. Supuso que el bufete había sido denunciado por discriminación racial y sexual. En los últimos

diez años habían contratado a toda clase de gente. La lista de sus clientes era pronosticable: gas y petróleo, seguros, bancos, relaciones gubernamentales. Todo bastante aburrido.

Permaneció sentada en un rincón de la biblioteca jurídica Fordham durante una hora. Era viernes por la mañana, las diez en Nueva York y las nueve en Nueva Orleans, y en lugar de ocultarse en una biblioteca hasta ahora para ella desconocida, se suponía que debía estar en la clase de Procedimiento federal de Alleck, un profesor por el que nunca había sentido ninguna simpatía, pero a quien ahora echaba de menos. Alice Stark estaría sentada junto a ella. Uno de sus bobos predilectos, D. Ronald Petrie estaría a su espalda intentando ligar con ella con propuestas deshonestas. También le echaba de menos. Echaba de menos las mañanas tranquilas en el balcón de Thomas, con una taza de café en la mano, a la espera de que el barrio francés se quitara las telarañas y cobrara vida. Echaba de menos el olor a colonia de su armario.

Después de darle las gracias a la bibliotecaria, abandonó el edificio. Al llegar a la calle Sesenta y Dos, se encaminó hacia el este en dirección al parque. Era una maravillosa mañana de octubre, con un firmamento perfecto y una fresca brisa. Muy agradable comparado con Nueva Orleans, pero difícil de apreciar dadas las circunstancias. Llevaba unas Ray Ban nuevas y una bufanda hasta la barbilla. Su cabello era todavía oscuro, pero había dejado de cortárselo. Había tomado la decisión de caminar sin mirar por encima del hombro. Probablemente no la seguían, pero sabía que pasarían muchos años antes de que pudiera pasear con absoluta tranquilidad.

Los árboles del parque formaban un magnífico cuadro de amarillos, naranjas y rojos. Las hojas caían suavemente a merced de la brisa. Al llegar a la zona oeste de Central Park, se encaminó hacia el sur. Pensaba marcharse al día siguiente, para pasar unos días en Washington. Si sobrevivía, abandonaría el país y se iría probablemente al Caribe. Había estado allí un par de veces y sabía que existían millares de pequeñas islas, donde los habitantes hablaban alguna forma de inglés.

Había llegado el momento de abandonar el país. Habían perdido su pista y ya había pedido información sobre vuelos a Nassau y Jamaica. Llegaría al oscurecer.

Encontró un teléfono público al fondo de un pequeño café de la calle Seis y marcó el número de Gray en el Post.

–Soy yo.

–Menos mal. Temía que hubieras abandonado el país.

–Estoy pensando en ello.

–¿Puedes esperar una semana?

–Probablemente. Estaré ahí mañana. ¿Qué has averiguado?

–Me he limitado a acumular un montón de basura. Tengo copias de los balances anuales de siete corporaciones públicas, involucradas en la querella.

–No es una querella, sino un pleito. Lo primero se confunde con una disputa callejera.

–Te pido mil perdones. Mattiece no figura como ejecutivo ni director en ninguna de ellas.

–¿Algo más?

–Sólo el millar habitual de llamadas telefónicas. Ayer pasé tres horas en los juzgados buscando a García.

–No le encontrarás en ningún juzgado, Gray. No es ese tipo de abogado. Trabaja en un bufete corporativo.

–Supongo que tú tienes una idea mejor.

–Tengo varias ideas.

–Bien, pues aquí te espero.

–Te llamaré cuando llegue.

–No llames a mi casa.

–¿Te importaría decirme por qué?

–preguntó, después de una pausa.

–Cabe la posibilidad de que alguien escuche y puede que me sigan. Uno de mis mejores contactos cree que he levantado suficiente oleaje para que me coloquen bajo vigilancia.

–Maravilloso. ¿Y pretendes que venga para reunirme contigo?

–Estaremos a salvo, Darby. Sólo debemos ser cautelosos.

Darby agarró con fuerza el teléfono y apretó los dientes.

–¡Cómo te atreves a hablarme de cautela! Desde hace diez días no hago más que esquivar bombas y balas, y tú tienes la osadía de hablarme de cautela. ¡Vete a la mierda, Grantham! Tal vez debería mantenerme alejada de ti.

Se hizo una pausa, mientras miraba a su alrededor. Dos hombres la observaban, desde la mesa más próxima del diminuto café. Chillaba demasiado. Volvió la cabeza y respiró hondo.

–Lo siento -dijo lentamente Grantham-. Sólo pretendía…

–Olvídalo. Simplemente, olvídalo.

–¿Estás bien? – preguntó Gray, después de una pequeña.

pausa.

–De maravilla. Nunca me he sentido mejor.

–¿Vas a venir a Washington?

–No lo sé. Aquí estoy a salvo y lo estaré aun más cuando coja un avión para salir del país.

–Por supuesto, pero creí que tenías una idea maravillosa para encontrar a García y luego, con un poco de suerte, atrapar a Mattiece. Creí que estabas escandalizada, moralmente indignada, y motivada por la sed de venganza. ¿Qué te ha ocurrido?

–En primer lugar, siento un deseo anhelante de poder celebrar mi vigésimo quinto aniversario. No soy particularmente egoísta, pero tal vez me gustaría llegar también a los treinta. Sería agradable.

–Lo comprendo.

–No estoy segura. Creo que te interesan más los Pulitzers y la fama que mi cabeza.

–Te aseguro que esto no es cierto. Confía en mí, Darby. Estarás a salvo. Me has contado la historia de tu vida. Debes confiar en mí.

–Me lo pensaré.

–Esto no es una promesa.

–No, no lo es. Dame tiempo para reflexionar.

–De acuerdo.

Darby colgó el teléfono y pidió algo de comer. Oyó una docena de lenguas a su alrededor; de pronto se llenó el café. Corre, niña, corre, le decía su sentido común. Coge un taxi al aeropuerto. Compra un billete al contado a Miami. Súbete al primer avión hacia el sur. Deja que Grantham investigue y deséale suerte. Era muy bueno y encontraría la forma de descubrir la verdad. Un buen día leería su artículo en una soleada playa, mientras contemplaba a los windsurfers con una piña colada en la mano.

Tocón pasó cojeando por la acera. Darby le vio de reojo entre la muchedumbre a través de la ventana. De pronto se sintió mareada y con la garganta seca. No miró hacia el interior del café. Se limitó a pasar, como si anduviera sin rumbo fijo. Darby corrió entre las mesas y le observó desde la puerta. Llegó cojeando ligeramente hasta la esquina de la Sexta Avenida y la calle Cincuenta y Ocho, y esperó a que cambiara el semáforo. Empezó a cruzar la Sexta Avenida, pero entonces cambió de opinión y cruzó la calle Cincuenta y Ocho. Casi le atropelló un taxi.

No iba a ningún lugar, sólo paseaba con su ligera renquera.

Croft le vio cuando se apeaba del ascensor en el vestíbulo. Le acompañaba otro joven abogado y, puesto que no llevaban maletines, era evidente que iban a almorzar. Después de observar abogados durante cinco días, Croft se había familiarizado con su conducta.

El edificio estaba en Pennsylvania, y Brim, Stearns Kidlow ocupaba desde el piso tercero hasta el undécimo. García salió del edificio con su compañero y se alejaron por la acera riéndose. Algo tenía mucha gracia. Croft se mantuvo lo más cerca posible de ellos. Después de caminar y reírse a lo largo de cinco manzanas, entraron previsiblemente en un elegante bar de jóvenes ejecutivos para comer un bocado rápido.

Croft tuvo que llamar tres veces para localizar a Grantham. Eran casi las dos, estaban terminando de comer, y si Grantham quería atrapar a ese individuo no debía alejarse del teléfono. Gray colgó. Se reunirían en el edificio.

García y su amigo caminaron un poco más despacio a su regreso. Hacía un tiempo maravilloso, era viernes, y disfrutaban de aquel breve descanso de sus rutinarias litigaciones, si eso era lo que hacían por doscientos dólares por hora. Croft se ocultaba tras sus gafas oscuras, a una distancia prudencial.

Gray estaba sentado en el vestíbulo, cerca de los ascensores. Croft les pisaba los talones, cuando entraron por la puerta giratoria,.y señaló rápidamente a su hombre. Gray captó la señal y pulsó el botón del ascensor. Cuando se abrió la puerta, entró delante de García y de su amigo. Croft se quedó en el vestíbulo.

García pulsó el botón del sexto piso, un momento antes de que también lo hiciera Gray, que empezó a leer el periódico mientras escuchaba a los abogados que hablaban de fútbol. Aquel joven no tenía más de veintisiete o veintiocho años. Puede que su voz le resultara vagamente familiar, pero sólo la había oído por teléfono y no tenía ningún rasgo particular. Su rostro estaba muy cerca, pero no podía examinarlo. La ley de probabilidades le aconsejaba lanzarse. Era muy parecido al individuo de la fotografía y trabajaba para Brim, Stearns Kidlow, uno de cuyos numerosos clientes era el señor Mattiece. Lo intentaría, pero con cautela. Era periodista. Su trabajo consistía en formular preguntas.

Salieron del ascensor sin dejar de charlar sobre los Redskins y Gray les siguió, leyendo tranquilamente su periódico.

El vestíbulo de la empresa era lujoso y opulento, con candelabros y alfombras orientales, y unas gruesas letras doradas en una pared con el nombre de la empresa. Los abogados se detuvieron en la recepción y recogieron sus mensajes telefónicos. Gray se acercó a la recepcionista, que le miró cautelosamente.

–¿En qué puedo servirle? – preguntó, en un tono que sugería: «¿qué diablos quieres?»

–Estoy en una reunión con Roger Martin -respondió Gray, perfectamente al quite.

Había encontrado el nombre en la guía y había llamado desde el vestíbulo hacía un minuto, para asegurarse de que el letrado Martin estaba en su despacho. En la guía telefónica aparecía el nombre de la empresa, que ocupaba desde el piso tercero hasta el undécimo, pero no los de los ciento noventa abogados. Con la información de las páginas amarillas, había hecho una docena de llamadas rápidas, para localizar un abogado en cada piso. Roger Martin era el del sexto.

–He estado reunido con él las últimas dos horas -agregó Gray, con el entrecejo fruncido.

Eso desconcertó a la recepcionista, que no supo qué responder. Gray aprovechó la confusión para entrar y avanzar por el pasillo, a tiempo de ver a García que entraba en su despacho por la cuarta puerta.

En una placa junto a la misma aparecía el nombre de David M. Underwood. Gray no llamó. Quería atacar con rapidez y, tal vez, retirarse apresuradamente. El señor Underwood colgaba su chaqueta.

–Hola. Soy Gray Grantham del Washington Post. Estoy buscando a un individuo llamado García.

–¿Cómo ha entrado aquí? – preguntó Underwood, confundido y paralizado.

–Andando -respondió Gray, a quien de pronto la voz le pareció familiar-. Usted es García, ¿no es cierto?

El abogado señaló una placa sobre el escritorio, con letras doradas.

–David M. Underwood -dijo-. En este piso no hay nadie llamado García. En nuestro bufete no conozco a nadie por ese nombre.

Gray sonrió como para seguirle la corriente. Underwood estaba asustado. O irritado.

–¿Cómo está su hija? – preguntó Gray.

–¿Cuál? – preguntó Underwood, que se le acercaba con la mirada fija y muy perturbado.

Aquello no encajaba. García estaba muy preocupado por su hija menor y, de haber tenido otra, lo habría mencionado.

–La menor. ¿Y su esposa?

Underwood estaba cada vez más cerca y, al parecer, dispuesto a darle un puñetazo. Era un individuo que claramente no le tenía miedo al contacto físico.

–No tengo esposa. Estoy divorciado.

Levantó el puño y, durante una fracción de segundo, Gray creyó que se había vuelto loco. Entonces comprobó que no llevaba ningún anillo. No tenía esposa. No usaba alianza. García adoraba a su esposa y habría llevado una alianza. Había llegado el momento de retirarse.

–¿Qué quiere? – preguntó Underwood.

–Creí que García estaba en este piso -respondió Gray,

al tiempo que se retiraba.

–¿Es su amigo García abogado?

–Sí.

–No en este bufete -dijo Underwood, un poco más tranquilo-. Tenemos un Pérez, un Hernández y puede que uno más. Pero no conozco a ningún García.

–Aquí trabaja mucha gente -comentó Gray, desde el umbral de la puerta-. Lamento haberle molestado.

–Señor Grantham, aquí no estamos acostumbrados a que irrumpan los periodistas en nuestros despachos. Llamaré al servicio de seguridad y tal vez ellos puedan ayudarle.

–No será necesario. Gracias -dijo desde el pasillo, antes de desaparecer.

Underwood llamó al servicio de seguridad.

Grantham se maldijo a sí mismo en el ascensor. Era el único pasajero y blasfemaba en voz alta. Al pensar en Croft se enojó con él y, cuando se abrieron las puertas del ascensor, le vio en el vestíbulo junto a las cabinas telefónicas. Tranquilízate, se dijo a sí mismo.

–No ha funcionado -dijo Gray, cuando salían juntos del edificio.

–¿Has hablado con él?

–Sí. Nos hemos equivocado de hombre.

–Maldita sea. Estaba seguro de que era él. Era el de las fotografías, ¿no es cierto?

–No. Casi pero no. Sigue buscando.

–Estoy harto, Grantham. He…

–¿Cobras por tu trabajo, no es cierto? Una semana más, ¿de acuerdo? Se me ocurren muchas cosas peores.

Croft se paró en la acera y Gray siguió caminando.

–Una semana y lo abandono -exclamó Croft.

Grantham le saludó con la mano. Abrió su Volvo aparcado en zona prohibida y regresó apresuradamente al Post. Lo que había hecho no era inteligente. Había cometido una estupidez, imperdonable para alguien de su experiencia. No se lo mencionaría a Jackson Feldman y Smith Keen en su charla cotidiana.

Otro periodista le informó de que Feldman le estaba buscando y se dirigió inmediatamente a su despacho. Al ver a la secretaria dispuesta a atacar, le brindó una dulce sonrisa. Keen y Howard Krauthammer, redactor ejecutivo, esperaban con Feldman. Keen cerró la puerta y le entregó un periódico a Gray.

–¿Ha visto esto?

Se trataba del periódico de Nueva Orleans, el Times Picayune, en cuya primera página se hablaba de las muertes de Verheek y Callahan, junto a grandes fotografías. Lo leyó rápidamente mientras le observaban. El artículo comentaba su amistad y sus extrañas muertes con un intervalo sólo de seis días. Mencionaba también a Darby Shaw, que había desaparecido. Pero nada acerca del informe.

–Parece que ha empezado a circular la noticia -dijo Feldman.

–No mencionan más que lo más básico. Dos cadáveres, el nombre de la chica y un millar de preguntas sin respuesta. Han encontrado a un policía dispuesto a hablar, pero lo único que conoce son los aspectos sangrientos y sensacionalistas del caso.

–Pero investigan, Gray -dijo Keen.

–¿Quiere que se lo impida?

–El Times ha recogido la noticia -agregó Feldman-. Van a publicar algo mañana o domingo. ¿Qué pueden saber?

–¿Por qué me lo pregunta a mí? Es posible que tengan una copia del informe. Muy improbable, pero posible. Sin embargo, no han hablado con la chica. La tenemos nosotros. Es nuestra.

–Eso suponemos -dijo Krauthammer.

Feldman se frotó los ojos y miró al techo.

–Supongamos que tienen una copia del informe, que saben que ella lo ha escrito y que ha desaparecido. No pueden

verificarlo en estos momentos, pero no temen mencionar el informe sin hablar de Mattiece. Supongamos que saben que Callahan era su profesor, entre otras cosas, que fue él quien trajo el informe a Washington y que se lo entregó a su buen amigo Verheek. Y ahora ambos están muertos y ella ha huido. La historia no está nada mal, ¿no le parece, Gray?

–Es una gran historia -agregó Krauthammer.

–Es una menudencia comparado con lo que se avecina -dijo Gray-. No quiero publicarlo porque no es más que la punta del iceberg y atraerá a todos los periódicos del país. No necesitamos un millar de periodistas husmeando como moscas.

–Yo soy partidario de publicarlo -afirmó Krauthammer-. De lo contrario, el Times se nos adelantará.

–No podemos publicarlo -dijo Gray.

–¿Por qué no? – preguntó Krauthammer.

–Porque no voy a escribirlo y si lo escribe otro, perderemos a la chica. Es así de simple. En estos momentos se plantea si subirse o no a un avión y abandonar el país. Cualquier pequeño error por nuestra parte y desaparecerá.

–Pero ya nos ha contado todo lo que sabe -dijo Keen.

–Le he dado mi palabra, ¿de acuerdo? No escribiré el artículo hasta que haya atado los cabos sueltos y pueda mencionar a Mattiece. Es muy sencillo.

–Usted la utiliza, ¿no es cierto? – preguntó Keen.

–Es un contacto. Pero no está en la ciudad.

–Si el Times tiene el informe, sabe lo de Mattiece -dijo Feldman-. Y si sabe lo de Mattiece, puede apostar lo que quiera a que investigan como locos para verificarlo. ¿Qué ocurrirá si se nos anticipan?

–Nos quedaremos sentados como bobos y perderemos la historia más sensacional que he visto en veinte años -refunfuñó Krauthammer de mala gana-. Yo soy partidario de que publiquemos lo que tenemos. Aunque sólo sea superficial, es ya una historia muy sensacional.

–No -dijo Gray-. No lo escribiré hasta tener toda la información.

–¿Y cuánto tiempo puede necesitar para ello? – preguntó Feldman.

–Tal vez una semana.

–No disponemos de una semana -agregó Krauthammer.

–Puedo averiguar cuánto sabe el Times -suplicó Gray,

desesperado-. Denme cuarenta y ocho horas.

–Van a publicar algo mañana o domingo -repitió Feldman.

–Deje que lo publiquen. Apuesto a que será el mismo artículo, probablemente con las mismas fotografías. Suponen demasiado. Suponen que tienen una copia del informe, pero ni su propia autora la tiene. Nosotros no la tenemos. Esperemos, leamos su pequeño artículo y sigamos a partir de ahí.

Los redactores se miraron entre sí. Krauthammer estaba frustrado. Keen angustiado. Pero el jefe era Feldman y dijo:

–De acuerdo. Si publican algo por la mañana, nos reuniremos aquí a las doce para examinarlo.

–Muy bien -respondió rápidamente Gray, cuando se dirigía hacia la puerta.

–No pierda el tiempo, Grantham -agregó Feldman-. Ya no podemos demorar la publicación mucho tiempo.

Grantham se retiró.

TREINTA Y TRÉS

La limusina avanzaba pacientemente a la hora punta por el cinturón. Era oscuro y Matthew Barr leía con la luz interior del vehículo encendida. Coal tomaba Perrier y contemplaba el tráfico. Se conocía el informe de memoria y podía habérselo explicado fácilmente a Barr, pero quería ver su reacción.

Barr no reaccionó hasta llegar a la fotografía, cuando movió lentamente la cabeza. Se acomodó en su asiento y reflexionó unos instantes.

–Muy desagradable -dijo.

Coal refunfuñó.

–¿Qué hay de verdad? – preguntó Barr.

–Me encantaría saberlo.

–¿Cuándo lo vio por primera vez?

–El martes de la semana pasada. Llegó con uno de los informes cotidianos del FBI.

–¿Qué dijo el presidente?

–No le gustó, pero tampoco lo consideró alarmante. Le pareció uno de tantos disparos a ciegas. Se lo mencionó a Voyles y éste accedió a olvidarlo por un tiempo. Ahora ya no estoy tan seguro.

–¿Le pidió el presidente a Voyles que no investigara el caso? – preguntó lentamente Barr.

–Sí.

–Esto está terriblemente cerca de constituir obstrucción de justicia, en el supuesto de que el informe sea cierto.

–¿Y si lo fuera?

–Entonces el presidente tendrá problemas. Me han condenado una vez por obstrucción de la justicia, de modo que conozco el paño. Es como fraude por correspondencia. Es muy amplio y fácil de demostrar. ¿Está usted involucrado?

–¿A usted qué le parece?

–Entonces creo que también tendrá problemas.

Circularon en silencio contemplando el tráfico. Coal había reflexionado mucho sobre el aspecto de la obstrucción, pero quería conocer la opinión de Barr. No eran los cargos judiciales lo que le preocupaba. El presidente se había limitado a mantener una pequeña charla con Voyles, para sugerirle que de momento buscara en otras direcciones. No era exactamente una conducta delincuente. Lo que le preocupaba enormemente a Coal era la reelección, y un escándalo que involucrara a un colaborador financiero tan importante como Mattiece sería devastador. La idea le producía náuseas. Un conocido del presidente, de quien había recibido millones de dólares, había pagado para que asesinaran a dos jueces del Tribunal Supremo, a fin de que su amigo, el presidente, pudiera nombrar a dos personas más razonables que permitieran la extracción del petróleo. Los demócratas estallarían por las calles de alegría. Se reunirían todas las juntas parlamentarias. Todos los periódicos se ocuparían del tema un año entero. El Departamento de Justicia se vería obligado a investigar. Coal tendría que aceptar responsabilidades y dimitir. Diablos, a excepción del presidente, todo el personal de la Casa Blanca tendría que hacerlo.

–Debemos averiguar si el informe es cierto -dijo Coal,

sin dejar de mirar por la ventana.

–Si está muriendo gente, es porque lo es. Déme una razón mejor para matar a Callahan y Verheek.

No la había y Coal lo sabía.

–Quiero que haga algo.

–Encontrar a la muchacha.

–No. La chica está muerta u oculta en alguna cueva. Quiero que hable con Mattiece.

–Seguro que lo encontraré en las páginas amarillas.

–Logrará encontrarlo. Debemos establecer un contacto sobre el que el presidente no sepa nada. Primero debemos determinar cuánto hay de verdad en todo esto.

–Y cree que Victor confiará en mí y me contará sus secretos.

–Sí, acabará por hacerlo. Recuerde que usted pertenece a las fuerzas de seguridad. Supongamos que sea cierto y que él crea que está a punto de ser descubierto. Está desesperado y se dedica a matar gente. ¿Qué le parece si le contara que la información está en manos de la prensa, que el fin está cerca, y que si había pensado en desaparecer ahora era el momento de hacerlo? No olvide que irá a verle como mensajero de Washington. En lo que a él concierne, de parte del presidente. Le escuchará.

–De acuerdo. Supongamos que me dice que es verdad. ¿Qué hacemos entonces?

–Tengo algunas ideas destinadas a controlar los perjuicios. Lo primero que haremos será nombrar a dos amantes de la naturaleza como jueces del Tribunal Supremo. Me refiero a auténticos fanáticos de la conservación del medio ambiente. Eso demostraría que, en el fondo, nos preocupa verdaderamente la protección de la naturaleza. Al mismo tiempo, acabaría con Mattiece, su yacimiento petrolífero, etcétera. Podríamos hacerlo en cuestión de horas. Casi simultáneamente, el presidente llamaría a Voyles, al fiscal general y al Departamento de Justicia, para exigir que investigaran inmediatamente a Mattiece. Divulgaríamos el informe entre todos los periodistas de la ciudad, nos agacharíamos y dejaríamos pasar la tormenta.

Barr sonreía de admiración.

–No será agradable -prosiguió Coal-, pero es preferible a permanecer inmóviles, con la esperanza de que el informe sea ficticio.

–¿Cómo puede justificar la fotografía?

–No hay forma de hacerlo. Dolerá algún tiempo, pero se tomó hace siete años y hay personas que enloquecen. Declararemos que en aquella época Mattiece era una buena persona, pero que ahora se ha vuelto loco.

–Está loco.

–Sí, lo está. Y ahora es como un perro herido y acorralado. Debe convencerle de que tire la toalla y desaparezca. Creo que le escuchará. Además, creo que a través de él sabremos si es verdad.

–¿Cómo me las arreglo para encontrarle?

–Tengo a un individuo que se ocupa de ello. Pulsaré algunos botones y estableceré el contacto. Dispóngase a viajar el domingo.

Barr sonrió con la mirada fija en la ventana. Le apetecía conocer a Mattiece.

El tráfico aminoró la marcha. Coal tomaba sorbos de agua.

–¿Se sabe algo de Grantham?

–Realmente, no. Escuchamos y vigilamos, pero no ha ocurrido nada emocionante. Habla con su madre y con un par de chicas, pero nada digno de mención. Trabaja mucho. Salió de la ciudad el miércoles y regresó el jueves.

–¿Adónde fue?

–A Nueva York. Probablemente para preparar algún artículo.

Se suponía que Cleve debía estar en la esquina de Rhode Island y la Sexta Avenida a las diez en punto, pero no estaba. Gray debía circular a toda prisa por Rhode Island hasta que Cleve le alcanzara, de modo que si alguien realmente le seguía creyera que no era más que un conductor peligroso. Aceleró a lo largo de la calle, a ochenta kilómetros por hora, a la espera de ver unas luces azules. No aparecieron. Dio media vuelta y, al cabo de quince minutos, repitió la operación. ¡Ahí estaban! Vio unas luces azules y paró junto a la acera.

No era Cleve, sino un policía blanco que estaba muy agitado. Sacudió el permiso de conducir de Gray, lo examinó y le preguntó si había bebido. No señor, respondió Grantham. El policía extendió la multa y se la entregó ceremoniosamente a Gray, que la examinó sentado al volante hasta que oyó unas voces en la cola del vehículo.

Había llegado otro policía, que discutía con el primero. Era Cleve, que pretendía que el policía blanco olvidara la multa, pero éste le explicó que ya era demasiado tarde y que, además, aquel imbécil había pasado por el cruce a cien kilómetros por hora. Es amigo mío, decía Cleve. Entonces enséñale a conducir antes de que mate a alguien, dijo el policía blanco antes de subirse a su coche patrulla y alejarse.

Cleve se reía cuando se acercó a la ventana del coche de Gray.

–Lo siento.

–Es todo por tu culpa.

–Conduce más despacio la próxima vez.

Gray arrojó la multa al suelo del vehículo.

–Démonos prisa. Sarge te dijo que los muchachos del ala oeste hablaban de mí. ¿No es cierto?

–Cierto.

–Bien, necesito que Sarge me diga si hablan de algún otro periodista, especialmente del New York Times. Preciso saber si creen que hay alguien más que tenga bastante información sobre el caso.

–¿Eso es todo?

–Sí. He de saberlo pronto.

–Más despacio -dijo Cleve en voz alta, mientras regresaba a su coche.

Darby pagó la habitación para los próximos siete días, en parte para poder regresar a un lugar familiar si era necesario, y en parte porque quería guardar algunas prendas nuevas que había comprado. Era pecaminoso eso de correr y abandonarlo todo. La ropa no tenía nada de especial, era de un estilo deportivo elegante a nivel universitario, pero en Nueva York era todavía más cara y sería agradable poder conservarla. No estaba dispuesta a arriesgarse por la ropa, pero le gustaba la habitación, la ciudad y deseaba conservar aquellas prendas.

Había llegado el momento de echar de nuevo a correr y viajaría con poco equipaje. Llevaba consigo una pequeña bolsa de lona, cuando salió del Saint Moritz para subirse a un taxi que la esperaba. Eran casi las once de la noche del viernes y la zona sur de Central Park estaba animada. Al otro lado de la calle, había una fila de coches de caballos a la espera de clientes, para llevarles a dar una vuelta por el parque.

El taxi tardó diez minutos en llegar a la esquina de la calle Setenta y Dos y Broadway, en dirección opuesta a la que pensaba tomar, pero el desplazamiento en su conjunto sería difícil de seguir. Caminó unos pasos y desapareció por una boca de metro. Había estudiado un plano y un libro de la red, y esperaba que le resultara fácil. El metro no le gustaba porque nunca lo había utilizado y le habían contado cosas horribles del mismo. Pero aquella era la línea de Broadway, la más utilizada de Manhattan y se rumoreaba que, de vez en cuando, era segura. Por otra parte, la seguridad tampoco estaba garantizada en la calle. El metro no podía ser peor.

Esperó en el lugar adecuado, junto a un grupo de adolescentes borrachos pero bien vestidos, y el tren llegó al cabo de un par de minutos. No iba lleno y Darby se sentó cerca de las puertas centrales. Tenía la cabeza agachada, pero desde detrás de sus gafas oscuras observaba a la gente. Era su noche de suerte. Ningún gamberro con navaja. Ningún pedigüeño. Ningún pervertido, por lo menos manifiesto. Pero para una novata, la experiencia era a pesar de todo aterradora.

Los jóvenes borrachos se apearon en Times Square y ella bajó apresuradamente del tren en la próxima estación. Nunca había estado en Penn Station, pero aquél no era el momento de admirar el paisaje. Tal vez algún día regresaría para pasar un mes en la ciudad, y poder contemplarla sin preocuparse de Tocón, el Delgado y sus demás compañeros. Pero no ahora.

Disponía de cinco minutos y encontró su tren cuando estaba a punto de salir. Se sentó de nuevo en la parte posterior y observó a todos los pasajeros. No vio ningún rostro que le resultara familiar. Confiaba en que no la hubieran seguido a lo largo de aquel zigzagueante desplazamiento. Una vez más, había cometido el error de utilizar tarjetas de crédito. Había comprado cuatro billetes en O'Hare con una tarjeta de la American Express, y de algún modo sabían que estaba en Nueva York. Estaba segura de que Tocón no la había visto, pero estaba en la ciudad y, evidentemente, tenía amigos. Podrían ser hasta veinte. Aunque, por otra parte, no estaba segura de nada.

El tren salió con seis minutos de retraso. Iba medio vacío. Sacó un libro de la bolsa y fingió que leía.

Al cabo de quince minutos pararon en Newark y se apeó: Era una chica afortunada. Había taxis aparcados a la salida de la estación y, al cabo de diez minutos, estaba en el aeropuerto.

TREINTA Y CUATRO

Era sábado por la mañana, la «reina» estaba en Florida recaudando fondos de los ricos, y hacía un día fresco y claro. Le apetecía levantarse tarde y jugar al golf cuando despertara. Pero eran las siete y estaba junto a su escritorio con corbata, escuchando las recomendaciones de Coal. Richard Horton, fiscal general, había hablado con Coal y éste estaba alarmado.

Alguien abrió la puerta y Horton entró a solas. Después de estrecharse la mano, Horton se sentó al otro lado del escritorio. Coal se quedó de pie sin alejarse, lo cual irritaba realmente al presidente.

Horton era apagado, pero sincero. No era lento ni tonto, sino que pensaba cuidadosamente en todo antes de actuar. Meditaba sobre cada palabra antes de pronunciarla. Era leal al presidente y su juicio era digno de confianza.

–Estamos pensando seriamente en reunir un gran jurado para que investigue las muertes de Rosenberg y Jensen -anunció con gravedad-. En vista de lo ocurrido en Nueva Orleans, creemos que la investigación debería empezar inmediatamente.

–El FBI ya lo está haciendo -dijo el presidente-. Han destinado trescientos agentes al caso. ¿Qué necesidad tenemos de entrometernos?

–¿Están investigando el informe pelícano? – preguntó Horton, que conocía ya la respuesta.

Sabía que en aquellos momentos Voyles estaba en Nueva Orleans, con centenares de agentes. Sabía que habían hablado con centenares de personas y recogido montones de pruebas inútiles. Sabía que el presidente le había pedido a Voyles que abandonara el caso y sabía que Voyles no se lo contaba todo al presidente.

Horton nunca le había mencionado el informe pelícano al presidente, y el mero hecho de que conociera la existencia de ese maldito documento le sacaba de quicio. ¿Cuántas otras personas la conocerían? Probablemente millares.

–Siguen todas las pistas -respondió Coal-. Nos entregaron una copia de dicho informe hace casi dos semanas, de modo que suponemos que lo investigan.

Eso era exactamente lo que Horton esperaba de Coal.

–Estoy convencido de que la administración debería investigar este asunto inmediatamente -declaró, como si lo tuviera grabado en su mente, lo cual irritó al presidente.

–¿Por qué? – preguntó el presidente.

–¿Qué ocurrirá si el informe es cierto? Si no actuamos y la verdad acaba por surgir a la superficie, el daño será irreparable.

–¿Cree realmente que hay algo de verdad en el informe? – preguntó el presidente.

–Es terriblemente sospechoso. Los dos primeros en verlo están muertos y la persona que lo escribió ha desaparecido. Es perfectamente lógico, si hay alguien dispuesto a asesinar jueces del Tribunal Supremo. No hay ningún otro sospechoso plausible. A juzgar por lo que oigo, el FBI está perplejo. Sí, es preciso investigarlo.

Las investigaciones de Horton tenían más filtraciones que el sótano de la Casa Blanca, y Coal estaba horrorizado ante la perspectiva de que aquel payaso nombrara un gran jurado y empezara a llamar testigos. Horton era un hombre honrado, pero el Departamento de Justicia estaba lleno de abogados que hablaban demasiado.

–¿No le parece un poco prematuro? – preguntó Coal.

–Creo que no.

–¿Ha leído el periódico esta mañana? – preguntó Coal.

Horton había hojeado la primera plana del Post y leído la sección deportiva. Después de todo era sábado. Había oído que Coal leía ocho periódicos antes del alba y, por consiguiente, no le gustó la pregunta.

–He leído un par de periódicos.

–Yo he hojeado unos cuantos -declaró modestamente Coal-, y no he visto una. palabra sobre esos abogados muertos, ni la muchacha, ni Mattiece, ni nada relacionado con el informe. Si inicia una investigación en estos momentos, lo convertirá en noticia de primera plana durante un mes.

–¿Cree que simplemente desaparecerá? – le preguntó Horton a Coal.

–Tal vez. Por razones perfectamente evidentes, eso esperamos.

–Me parece que es usted muy optimista, señor Coal. No solemos esperar a que la prensa haga nuestra investigación.

Coal sonrió y estuvo casi a punto de soltar una carcajada. Miró sonriente al presidente, que le devolvió la mirada y Horton empezó a sulfurarse.

–¿Qué hay de malo en esperar una semana? – preguntó el presidente.

–Nada -respondió Coal.

Así, de forma tan simple se había tomado la decisión de esperar una semana y Horton era consciente de ello.

–El asunto podría estallar en una semana -dijo sin convicción.

–Espere una semana -ordenó el presidente-. Volveremos a reunirnos aquí el próximo viernes y veremos lo que hacemos. No digo que no, Richard, sino que espere una semana.

Horton se encogió de hombros. Era más de lo que esperaba. De momento ya se había cubierto las espaldas. Regresaría inmediatamente a su despacho y dictaría una extensa circular, en la que detallaría todo lo que recordara de aquel encuentro, con lo cual protegería su cabeza.

Coal se acercó y le entregó una hoja de papel.

–¿De qué se trata?

–Más nombres. ¿Los conoce?

Era la lista de amantes de la naturaleza: cuatro jueces demasiado liberales para su gusto, pero el plan B exigía el nombramiento de defensores del medio ambiente.

Horton parpadeó varias veces, mientras examinaba atentamente la lista.

–Debe tratarse de una broma.

–Investíguelos -dijo el presidente.

–Esos individuos son liberales radicales -refunfuñó Horton.

–Sí, pero adoran el sol y la luna, los árboles y los pájaros -aclaró Coal.

–Comprendo -sonrió de pronto Horton-. Amantes de los pelícanos.

–¿Sabía que estaban casi extinguidos? – comentó el presidente.

–Ojalá hubieran desaparecido hace diez años -afirmó Coal, cuando se dirigía hacia la puerta.

A las nueve no había llamado, cuando Gray llegó a la redacción Leyó el Times y no vio nada. Abrió el periódico de Nueva Orleans para echarle una ojeada. Nada. Habían publicado todo lo que sabían. Callahan, Verheek, Darby y un millar de preguntas sin respuesta. Había supuesto que Times o quizá el Times Picayune de Nueva Orleans habrían visto el informe, o por lo menos oído hablar de él, y por consiguiente sabrían algo acerca de Mattiece. Además suponía que estarían escarbando ferozmente para comprobarlo. Pero él tenía a Darby, encontrarían a García y si lo de Mattiece era comprobable, ellos lo lograrían.

De momento no tenía ningún plan alternativo. Si García había desaparecido o se negaba a cooperar, se verían obligados a explorar el mundo oscuro y cenagoso de Victor Mattiece. Darby no aguantaría mucho y no se lo reprochaba. Tampoco estaba seguro de cuánto duraría él.

Smith Keen apareció con una taza de café y se sentó en el escritorio.

–Si el Times tuviera la información, ¿esperaría a mañana?

–No -respondió Gray, al tiempo que movía la cabeza. Si supieran algo más que el Times Picayune lo publicarían hoy.

–Krauthammer quiere publicar lo que tenemos. Cree que podemos nombrar a Mattiece.

–No comprendo.

–Está presionando a Feldman. A su parecer podemos publicar todo lo que sabemos acerca del asesinato de Callahan y Verheek a causa del informe, en el que resulta que se menciona a Mattiece, que resulta ser amigo del presidente, sin acusar directamente a Mattiece. Según él podemos ser sumamente cautelosos y señalar en el artículo que no somos nosotros, sino el informe, el que menciona a Mattiece. Y puesto que dicho informe está causando tantas muertes, ha sido hasta cierto punto comprobado.

–Pretende ocultarse tras el informe.

–Exactamente.

–Pero no es más que especulación, hasta que se haya demostrado. Krauthammer está perdiendo el sentido. Supongamos momentáneamente que el señor Mattiece no tenga nada que ver con el asunto. Que sea completamente inocente. ¿Qué ocurrirá cuando hayamos publicado el artículo con su nombre? Quedaremos como unos imbéciles y tendremos pleitos durante los próximos diez años. No pienso escribirlo.

–Quiere que lo escriba otra persona.

–Si este periódico publica un artículo sobre el asunto pelícano sin que yo lo haya escrito, la chica desaparece, ¿comprende? Ayer creía haberlo aclarado.

–Lo hizo. Y Feldman lo comprendió. Está de parte suya, Gray, y también yo. Pero si esto es cierto, estallará en unos días. Todos estamos convencidos de ello. Usted sabe el desdén que Krauthammer siente por el Times y tiene miedo de que esos cabrones lo publiquen.

–No pueden publicarlo, Smith. Puede que sepan algo más que el Times Picayune, pero no lo suficiente para citar a Mattiece. Nosotros seremos los primeros en comprobarlo. Y cuando lo tengamos todo bien atado, escribiré el artículo con todos los nombres, junto a esa curiosa fotografía de Mattiece y de su amigo en la Casa Blanca, y todos satisfechos.

–¿Nosotros? Ha vuelto a decirlo. Ha dicho: «nosotros seremos los primeros en comprobarlo».

–Mi contacto y yo, ¿de acuerdo? – respondió Gray al tiempo que abría un cajón, del que sacó la fotografía de Darby con su Coca Cola Light.

Keen cogió la fotografía y la admiró.

–¿Dónde está? – preguntó.

–No estoy seguro. Creo que viene hacia aquí desde Nueva York.

–No permita que la maten.

–Somos muy cautelosos -dijo Gray, después de mirar por encima de ambos hombros, y acercarse a su interlocutor-, A propósito, Smith, creo que me siguen. Sólo quiero que lo sepa.

–¿De quién puede tratarse?

–Me lo ha comunicado un contacto en la Casa Blanca. No utilizo mis teléfonos.

–Será mejor que se lo comunique a Feldman.

–De acuerdo. Creo que todavía no es peligroso.

–Es preciso que lo sepa.

Keen se puso inmediatamente de pie y desapareció. Al cabo de unos momentos llamó Darby.

–Estoy aquí -dijo-. No sé a cuánta gente he traído conmigo, pero estoy aquí, viva, y de momento a salvo.

–¿Dónde estás?

–En el Tabard Inn, en la calle N. Ayer vi a un viejo amigo en la Sexta Avenida. ¿Recuerdas a Tocón, gravemente herido en una reyerta en Bourbon Street? ¿Te lo conté?

–Sí.

–Pues ya camina. Cojea un poco, pero ayer deambulaba por Manhattan. Creo que no me vio.

–¿Hablas en serio? Eso es terrible, Darby.

–Es peor que terrible. Anoche dejé pistas de seis itinerarios distintos antes de abandonar la ciudad y si le veo aquí, renqueando por alguna acera, estoy decidida a entregarme. Me acercaré a él y me rendiré.

–No sé qué decirte.

–Lo menos posible, porque esa gente tiene radar. Jugaré a detective privado durante tres días y me largaré. Si logro sobrevivir hasta el miércoles por la mañana, cogeré un avión a Aruba, Trinidad, o cualquier otro lugar que tenga playas. Si han de matarme, quiero que sea en una playa.

–¿Cuándo nos veremos?

–Es en lo que estoy pensando. Quiero que hagas un par de cosas.

–Te escucho.

–¿Dónde aparcas el coche?

–Cerca de mi casa.

–Déjalo ahí y alquila otro coche. Nada especial, un simple Ford o algo por el estilo. Imagina que alguien te vigila por la mira telescópica de un rifle. Dirígete al hotel Marbury de Georgetown y alquila una habitación para tres noches. Aceptarán que les pagues al contado, ya lo he comprobado. Dales un nombre falso.

Grantham tomaba notas y movía la cabeza.

–¿Puedes salir de tu casa sin ser visto cuando haya oscurecido? – preguntó Darby.

–Creo que sí.

–Hazlo y dirígete al Marbury en taxi. Ordena que te entreguen allí el coche alquilado. Coge dos taxis para llegar al Tabard Inn y entra en el restaurante a las nueve en punto.

–De acuerdo. ¿Algo más?

–Trae algo de ropa. Debes estar dispuesto a no pasar por tu casa en tres días. Y a mantenerte alejado de la redacción.

–Por Dios, Darby, creo que el periódico es un lugar seguro.

–No estoy de humor para discutir. Si vas a ponerte difícil, Gray, sencillamente desapareceré. Estoy convencida de que cuanto antes abandone el país, más prolongada será mi vida.

–Sí señora.

–Buen chico.

–Supongo que por algún lugar de tu cerebro barrunta un plan genial.

–Puede ser. Hablaremos de ello durante la cena.

–¿Es como una especie de cita?

–Se trata de comer algo y llamarlo reunión de negocios.

–Sí señora.

–Ahora voy a colgar. Ten cuidado, Gray. Están vigilando. Darby desapareció.

Estaba sentada junto a la mesa número treinta y siete, en un rincón oscuro del diminuto restaurante, cuando llegó Grantham a las nueve en punto. Lo primero de lo que se dio cuenta fue del vestido y, al acercarse a la mesa, sabía que sus piernas estaban debajo pero no podía verlas. Tal vez más adelante, cuando se pusiera de pie. Él llevaba chaqueta y corbata y formaban una atractiva pareja.

Se sentó junto a ella en la oscuridad, de forma que ambos pudieran observar la reducida clientela. El Tabard Inn parecía lo suficientemente antiguo como para haberle servido comida a Thomas Jefferson. Un grupo de alemanes reía y vociferaba en el patio del restaurante. Las ventanas estaban abiertas, el aire era fresco y, momentáneamente, resultó fácil olvidar la razón por la que se ocultaban.

–¿De dónde has sacado el vestido?

–¿Te gusta?

–Es muy bonito.

–He hecho unas pocas compras esta tarde. Al igual que la mayoría de mis prendas últimamente, son para usar y tirar. Probablemente lo abandonaré en la habitación cuando vuelva a huir para salvar la vida.

Llegó el camarero con la carta. Pidieron bebidas. El restaurante era tranquilo e inofensivo.

–¿Cómo has llegado hasta aquí? – preguntó Gray.

–Dando la vuelta al mundo.

–Me gustaría saberlo.

–Por tren hasta Newark, avión a Boston, avión a Detroit y avión a Dulles. No he dormido en toda la noche, y en un par de ocasiones he olvidado dónde estaba.

–¿Cómo pueden haberte seguido?

–No pueden. He pagado al contado, pero empiezo a andar escasa de dinero.

–¿Cuánto necesitas?

–Me gustaría hacer una transferencia, desde mi banco en Nueva Orleans.

–Lo haremos el lunes. Creo que estás a salvo, Darby.

–También lo he creído en otras ocasiones. A decir verdad, me sentía muy segura cuando estaba a punto de embarcarme con Verheek, pero no era Verheek. Y me sentía muy segura en Nueva York, hasta que vi a Tocón renqueando por la acera y no he podido comer desde entonces.

–Te veo delgada.

–Gracias. Supongo. ¿Has comido antes aquí? – preguntó, mientras consultaba la carta.

–No, pero tengo entendido que la comida es excelente. Te has cambiado nuevamente el cabello.

Era castaño claro, y llevaba un poco de rímel, colorete y los labios pintados.

–Voy a quedarme calva si sigo viendo a esa gente. Llegaron las bebidas y pidieron la comida.

–Suponemos que el Times publicará algo por la mañana -dijo, sin mencionar el periódico de Nueva Orleans, por las fotografías de Callahan y de Verheek, que suponía ya habría visto.

–¿Como qué? – preguntó desinteresadamente, mientras miraba a su alrededor.

–No estamos seguros. Nos sabría muy mal que el Times se nos adelantara. Es una antigua rivalidad.

–Eso a mí no me interesa. No sé nada de periodismo, ni quiero averiguarlo. Estoy aquí porque tengo una idea, y sólo una, en cuanto a cómo encontrar a García. Y si no funciona rápidamente, me largo.

–Discúlpame. ¿De qué te gustaría hablar?

–De Europa. ¿Cuál es tu lugar predilecto en Europa?

–Detesto Europa y a los europeos. De vez en cuando voy a Canadá, Australia y Nueva Zelanda. ¿Te gusta Europa?

–Mi abuelo era un inmigrante escocés y tengo un montón de primos en Escocia. He estado dos veces.

Gray exprimió la lima en su ginebra con tónico. Un grupo de seis personas entró en el restaurante y Darby las observó atentamente. Cuando hablaba, su mirada se paseaba velozmente por la sala.

–Creo que necesitas un par de copas para relajarte -dijo Gray.

Darby asintió, sin decir palabra. Los seis se sentaron en una mesa cercana y empezaron a hablar en francés. Era agradable oírles.

–¿Has oído alguna vez el francés de los inmigrantes sureños? – preguntó Darby.

–No.

–Es un dialecto en vías de desaparición, al igual que las marismas. Dicen que los franceses son incapaces de comprenderlo.

–Me parece justo. Estoy seguro de que los inmigrantes sureños tampoco entienden a los franceses.

–¿Te he hablado de Chad Brunet? – preguntó Darby, después de tomar un buen trago de vino blanco.

–Creo que no.

–Era un pobre inmigrante francés de Eunice. Su familia sobrevivió cazando con trampas y pescando en las marismas. Era un chico muy inteligente que consiguió una beca para estudiar en la universidad estatal de Louisiana, luego ingresó en la facultad de Derecho de Stanford y se licenció con la nota más alta de la historia. Tenía veintiún años cuando se colegió en California. Podía haber trabajado para cualquier bufete del país, pero aceptó un empleo en una organización destinada a la defensa del medio ambiente, en San Francisco. Era brillante, un verdadero genio jurídico que trabajaba muy duro y pronto empezó a ganar pleitos importantes contra empresas químicas y petrolíferas. A los veintiocho años había adquirido una buena experiencia en los juzgados. Era temido por las grandes compañías petrolíferas y demás empresas contaminadoras -dijo, antes de hacer una pausa para tomar un trago de vino-. Ganó mucho dinero y fundó una asociación, para la conservación de las marismas de Louisiana. Quería participar en el caso conocido como de los pelícanos, pero tenía demasiados compromisos. Entregó mucho dinero a Green Fund para gastos jurídicos. Poco antes de que empezara a celebrarse el juicio en Lafayette, anunció que vendría para ayudar a los abogados de Green Fund. Se publicaron un par de artículos sobre él en el periódico de Nueva Orleans.

–¿Qué le ocurrió?

–Se suicidó.

–¿Cómo?

–Una semana antes del juicio, le encontraron en un coche con el motor en marcha. Había una manguera en el interior del vehículo, conectada al tubo de escape. Uno de tantos suicidios por envenenamiento con monóxido de carbono.

–¿Dónde estaba el coche?

–En un pequeño bosque junto a Bayou Lafourche, cerca de la ciudad de Galliano. Conocía muy bien la zona. Llevaba material para acampar y pescar en el maletero. Ninguna nota sobre una presunta intención de suicidio. La policía investigó, pero no encontró nada sospechoso. Se cerró el caso.

–Es increíble.

–Había tenido algunos problemas con el alcohol y recibido tratamiento psicoanalítico en San Francisco. Pero el suicidio fue una sorpresa.

–¿Crees que le asesinaron?

–Mucha gente lo cree. Su muerte supuso un duro golpe para Green Fund. Su pasión por las marismas habría tenido mucho peso en el juzgado.

Gray vació el vaso y sacudió los cubitos de hielo. Darby se le acercó. Llegó el camarero y pidieron la comida.