DEDICATORIA

A mi junta de lectores: Renée, mi esposa y editoraextraoficial; mis hermanas, Beth Bryant y WendyGrisham; mi suegra, Lib Jones, y mi amigo y compañero de conspiración, Bill Ballard

AGRADECIMIENTOS

Muchas gracias a mi agente literario, Jay Garon, que hace cinco años descubrió mi primera novela y la paseó por Nueva York, hasta que alguien dijo sí.

Muchas gracias a David Gernert, mi editor, con quien comparto además una buena amistad y un entusiasmo por el puritanismo del béisbol, a Steve Rubin, Ellen Archer y al resto de la familia de Doubleday, y a Jackie Cantor, mi editora en Dell.

Muchas gracias a quienes me han escrito. He procurado contestar todas las cartas, pero si he olvidado una o dos, os ruego que me perdonéis.

Mi especial agradecimiento a Raymond Brown, auténtico caballero y excelente abogado de Pascagoula, Mississippi„ que me sacó de un aprieto; a Chris Sharlton, compañero de facultad que conoce los callejones de Nueva Orleans; a Murray Avernt, amigo de Oxford y de Ole Miss que reside ahora en Washington; a Greg Block del Washington Post; y, por supuesto, a Richard y a su equipo en Square Books.

UNO

Parecía incapaz de crear tal caos, pero gran parte de lo que presenciaba en la calle era culpa suya. Y le parecía bien. Tenía noventa y un años, estaba paralizado en una silla de ruedas y conectado a una bombona de oxígeno. Hacía siete años, su segundo síncope había estado a punto de acabar con él, pero Abraham Rosenberg seguía vivo y, a pesar de los tubos en su nariz, tenía más influencia legal que los otros ocho. Era el único personaje legendario que quedaba en el tribunal y el hecho de que todavía respirara irritaba a la mayoría de la muchedumbre en la calle.

Estaba sentado en una pequeña silla de ruedas, en un despacho del piso principal del edificio del Tribunal Supremo. Tocaba con los pies el borde de la ventana y hacía un esfuerzo para inclinarse hacia delante, conforme aumentaba el ruido. Odiaba a los policías, pero el tupido y ordenado cordón policial le resultaba en cierto modo tranquilizante. Se mantenían enhiestos e inmóviles, ante un populacho de por lo menos cincuenta mil que pedía sangre.

–¡La mayor aglomeración nunca vista! – chilló Rosenberg junto a la ventana.

Estaba casi sordo. Jason Kline, su primer secretario, estaba de pie a su espalda. Era el primer lunes de octubre, día de la inauguración del nuevo período judicial, y consagrado por tradición a la celebración de la Primera Enmienda. Una celebración gloriosa. Rosenberg estaba emocionado. Para él la libertad de expresión significaba libertad de rebelión.

–¿Están ahí los indios? – preguntó levantando la voz.

–¡Sí! – respondió Jason Kline junto a su oreja derecha.

–¿Con maquillaje bélico?

–¡Sí! Vestidos para entrar en batalla.

–¿Bailan?

–¡Sí!

Indios, negros, blancos, castaños, mujeres, homosexuales, amantes de los árboles, cristianos, defensores del aborto, arios, nazis, ateos, cazadores, amantes de los animales, defensores de la supremacía blanca, defensores de la supremacía negra, anticontribuyentes, leñadores, agricultores: un enorme océano de protesta. Y la policía antidisturbios, porra negra en mano.

–¡Los indios deberían admirarme!

–Estoy seguro de que lo hacen -asintió Kline con una sonrisa, al frágil hombrecillo de puños cerrados.

Su ideología era sencilla: el gobierno por encima de los negocios, el individuo por encima del gobierno, el medio ambiente por encima de todo lo demás. Y en cuanto a los indios, entregarles todo lo que quisieran.

Los chillidos, las oraciones, los cantos, los cánticos y el griterío aumentaron de volumen, y los policías antidisturbios se acercaron aun más unos a otros. La manifestación era mayor y más vociferante que en los últimos años. Había aumentado la tensión. La violencia se había convertido en algo común. Habían estallado bombas en clínicas abortistas. Algunos médicos habían sido atacados y apaleados. Uno había sido asesinado en Pensacola: atado y amordazado en posición fetal y abrasado con ácido. Todas las semanas tenían lugar luchas callejeras. Activistas homosexuales habían profanado iglesias y atacado sacerdotes. Los partidarios de la supremacía blanca operaban al amparo de una docena de conocidas y sombrías organizaciones paramilitares, y atacaban cada vez con mayor descaro a los negros, hispanos y asiáticos. El odio era ahora el pasatiempo predilecto en Norteamérica.

Y el Tribunal, evidentemente, era un objetivo fácil. Las amenazas graves contra los jueces se habían multiplicado por diez desde mil novecientos noventa. La fuerza policial asignada al Tribunal Supremo se había triplicado en tamaño. Cada juez disponía de por lo menos dos agentes del FBI para su protección, y otros cincuenta agentes se dedicaban a investigar amenazas.

–Me odian, ¿no es cierto? – preguntó en voz alta, sin dejar de mirar por la ventana.

–Sí, algunos -respondió Kline con una sonrisa.

A Rosenberg le complacía. Sonrió y respiró hondo. El ochenta por ciento de las amenazas de muerte iban dirigidas contra él.

–¿Distingue alguna de esas pancartas? – preguntó, puesto que era casi ciego.

–Unas cuantas.

–¿Qué dicen?

–Lo de siempre. Muera Rosenberg. Fuera Rosenberg. Corten el oxígeno.

–Hace un montón de años que llevan esas malditas pancartas. ¿Por qué no consiguen otras nuevas?

El secretario no respondió. Abe debía haberse jubilado hacía muchos años, pero esperaría a que tuvieran que sacarlo en camilla. Sus tres secretarios se ocupaban de la mayor parte de la investigación, pero insistía en escribir sus propios informes. Lo hacía con un rotulador de punta gruesa, con grandes letras sobre un cuaderno blanco, como en el parvulario cuando se aprende a escribir. La operación era lenta, pero con un cargo vitalicio, ¿a quién le importa el tiempo? Los secretarios verificaban sus informes, pero raramente encontraban error alguno.

–Deberíamos entregar Runyan a los indios -rió Rosenberg.

El presidente del Tribunal Supremo era John Runyan, un duro conservador nombrado por los republicanos y odiado por los indios, así como por la mayoría de las demás minorías. De los nueve jueces, siete habían sido nombrados por presidentes republicanos. Hacía quince años que Rosenberg esperaba la llegada de un demócrata a la Casa Blanca. Quería, necesitaba, jubilarse, pero no soportaba la idea de que un derechista como Runyan ocupara su preciado cargo.

Estaba dispuesto a esperar. Permanecería aquí, en su silla de ruedas y respirando oxígeno, para proteger a los indios, los negros,.las mujeres, los pobres, los minusválidos y el medio ambiente, hasta cumplir los ciento cinco años. Y nadie en el mundo podía impedírselo, a no ser que le asesinaran. Lo cual tampoco sería una mala idea.

La cabeza del gran hombre asintió y se movió, hasta descansar en su hombro. Se había quedado nuevamente dormido. Kline se retiró sigilosamente, para regresar a su investigación en la biblioteca. Volvería dentro de media hora, para comprobar el oxígeno y administrarle a Abe sus píldoras.

El despacho del presidente del Tribunal está en el piso principal y está más ornamentado que los otros ocho. La antesala se utiliza para pequeñas recepciones y reuniones formales, y el despacho interior es donde el presidente trabaja.

La puerta del despacho estaba cerrada, y en su interior se encontraban el presidente, sus tres secretarios, el capitán de la policía del Tribunal Supremo, tres agentes del FBI y K. O. Lewis, subdirector del FBI. El ambiente era formal y se hacía un serio esfuerzo para ignorar el ruido de la calle. No era fácil. Lewis y el presidente hablaban de la última serie de amenazas de asesinato y todos los demás se limitaban a escuchar. Los secretarios tomaban notas.

En los últimos sesenta días, el Bureau había registrado más de doscientas amenazas; todo un récord. Había la colección habitual de amenazas de bomba, pero algunas mencionaban nombres, casos y temas específicos.

Runyan no se molestaba en ocultar su angustia. Con un informe confidencial del FBI en las manos, leyó los nombres de individuos y grupos sospechosos: el Klan, los arios, los nazis, los palestinos, los separatistas negros, los defensores de la vida, los hómofóbicos. Incluso el IRA. Todos, al parecer, a excepción de los rotarianos y de los Boy Scouts. Un grupo del Oriente medio con apoyo iraní había prometido sangre en territorio norteamericano para vengar la muerte de dos ministros de Justicia en Teherán. No había absolutamente ninguna prueba que vinculara los asesinatos con una nueva organización terrorista norteamericana, conocida como ejército clandestino, que había saltado últimamente a la fama por el asesinato de un juez en Texas con un coche bomba. No se había efectuado ninguna detención, pero el ejército clandestino se había atribuido la responsabilidad del hecho. Era también el principal sospechoso de una docena de bombas contra las dependencias del ACLU, pero actuaba sin dejar huellas.

–¿Y esos terroristas portorriqueños? – preguntó Runyan, sin levantar la mirada.

–Son de poca monta. No nos preocupan -respondió tranquilamente K. O. Lewis-. Hace veinte años que se limitan a amenazar.

–Puede que hayan decidido pasar del dicho al hecho. El ambiente es propicio, ¿no le parece?

–Olvide a los portorriqueños, presidente. Sólo amenazan porque también lo hacen todos los demás.

A Runyan le gustaba que le llamaran presidente. No presidente del Tribunal, ni señor presidente del Tribunal, sino simplemente presidente.

–Muy gracioso -dijo el presidente, sin sonreír-. Muy gracioso. Sería lamentable no haber incluido a todos los grupos -agregó, después de arrojar el informe sobre la mesa y frotarse las sienes con los ojos cerrados-. Hablemos de seguridad.

K. O. Lewis colocó la copia de su informe sobre la mesa del presidente.

–El director opina que deberíamos asignar cuatro agentes a cada juez, por lo menos durante los próximos noventa días. Utilizaremos limusinas con escolta para los desplazamientos, con el apoyo de la policía del Tribunal Supremo, que además se ocupará de la seguridad de este edificio.

–¿Y los viajes?

–Es preferible evitarlos, por lo menos por ahora. El director cree que los jueces deberían permanecer en Washington hasta fin de año.

–¿Está usted loco? ¿Se ha vuelto loco el director? Si les comunico esto a mis colegas, saldrán todos esta noche y no dejarán de viajar durante un mes. Esto es absurdo -exclamó Runyan mientras miraba con ceño a sus secretarios, que movían asqueados la cabeza-. Auténticamente absurdo.

Lewis no se inmutó. Su reacción era previsible.

–Como usted diga. No era más que una sugerencia.

–Una sugerencia estúpida.

–El director no contaba con su cooperación en este tema. Sin embargo, espera que se le notifiquen con antelación sus planes de viaje, para que podamos tomar las medidas de seguridad oportunas.

–¿Quiere decir que pretenden escoltar a los jueces, cada vez que uno de ellos abandone la ciudad?

–Sí, presidente. Ésa es nuestra intención.

–No funcionará. Esa gente no está acostumbrada a tener niñera.

–Por supuesto, señor, pero tampoco están acostumbrados a ser acechados. Lo único que pretendemos es protegerle a usted y a sus ilustrísimos colegas. Claro que nadie dice que debamos intervenir. Si mal no recuerdo, señor, fue usted quien nos llamó. Si lo desea podemos retirarnos.

Runyan se balanceó en su silla, cogió un sujetapapeles que tenía sobre la mesa y empezó a enderezarlo, procurando convertir sus curvas en una línea perfectamente recta.

–¿Qué medidas hay que tomar aquí?

–Este edificio no nos preocupa, presidente -suspiró Lewis casi sonriente-. Aquí es fácil tomar medidas de seguridad y no esperamos ningún problema.

–¿Entonces dónde?

–Ahí fuera, en cualquier lugar -respondió Lewis, al tiempo que movía la cabeza en dirección a la ventana-. Las calles están llenas de maniáticos, locos y fanáticos.

–Y todos nos odian.

–Evidentemente. Oiga, presidente, nos preocupa muchísimo el juez Rosenberg. Todavía no permite que nuestros agentes entren en su casa; les obliga a pasar la noche entera en el coche. Llega a permitir que su agente predilecto del Tribunal Supremo, Ferguson si mal no recuerdo, se instale junto a la puerta posterior de la casa, pero sólo desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Nadie entra en la casa, a excepción del juez Rosenberg y su enfermero. El edificio no es seguro.

Runyan se limpió las uñas con el sujetapapeles y sonrió ligeramente para sí. La muerte de Rosenberg, independientemente de sus circunstancias, sería un alivio. Más que eso, sería una ocasión gloriosa. El presidente tendría que vestirse de luto y pronunciar un encomio, pero a puerta cerrada lo celebraría con sus secretarios. Le encantaba la idea.

–¿Qué sugiere? – preguntó.

–¿Puede hablar con él?

–Lo he intentado. Le he explicado que probablemente es el hombre más odiado de Norteamérica, que millones de personas le maldicen todos los días, que mucha gente querría verle muerto, que él solo recibe una cantidad cuatro veces superior de cartas insultantes que todos los demás jueces juntos, y que es una víctima potencial de un asesinato perfecto y fácil.

–¿Y bien?

–Me respondió que le besara el culo y se quedó dormido.

Los secretarios soltaron unas carcajadas y, al comprender que el humor estaba permitido, los agentes del FBI también se rieron.

–¿Entonces qué hacemos? – preguntó Lewis con toda seriedad.

–Protéjanle lo mejor que puedan, redacten su informe y no se preocupen. No le teme a nada, ni siquiera a la muerte, y si a él no le importa, ¿por qué debería preocuparles a ustedes?

–El director está nervioso y, por consiguiente, también lo estoy yo. Es muy sencillo, presidente. Si alguno de ustedes sufre un percance, el Bureau se ve comprometido.

El presidente se meció en su sillón. El bullicio de la calle era enervante. La reunión se había prolongado ya demasiado.

–Olvide a Rosenberg. Puede que muera mientras duerme. Estoy más preocupado por Jensen.

–Jensen es un problema -dijo Lewis, mientras hojeaba unos documentos.

–Sé que es un problema -declaró lentamente Runyán-. Es un embarazo. Ahora se cree liberal. La mitad de las veces vota lo mismo que Rosenberg. El mes próximo será partidario de la supremacía blanca y defenderá la segregación de las escuelas. A continuación se enamorará de los indios y querrá darles Montana. Es como tener que vérselas con un niño retrasado.

–¿Sabe que recibe tratamiento por depresión?

–Lo sé, lo sé. Me lo ha contado. Soy como un padre simbólico para él. ¿Qué medicamento toma?

–Prozac.

–¿Qué se sabe de aquella monitora de aeróbic con la que tenía relaciones? – preguntó el presidente, mientras se hurgaba las uñas-. ¿Todavía sale con ella?

–Parece que no, presidente. Creo que no le interesan las mujeres -respondió Lewis en un tono afectado.

Sabía más. Miró a uno de sus agentes y confirmó la sabrosa indiscreción, de la que Runyan hizo caso omiso. No le interesaba.

–¿Coopera?

–Claro que no. En muchos sentidos es peor que Rosenberg. Permite que le acompañemos a su bloque de pisos y nos obliga a permanecer toda la noche en el aparcamiento. No olvide que vive en el séptimo piso. Ni siquiera permite que nos instalemos en el pasillo. Dice que podría molestar a los vecinos. De modo que nos quedamos en el coche. Hay diez formas distintas de entrar y salir del edificio, de modo que es imposible protegerle. Le gusta jugar con nosotros al escondite. Siempre se escabulle y nunca sabemos si está o no en el edificio. Por lo menos sabemos que Rosenberg pasa la noche en su casa. Jensen es imposible.

–Magnífico. Si ustedes son incapaces de seguirle, ¿cómo se las arreglaría un asesino?

A Lewis no se le había ocurrido y no le vio la gracia.

–El director. está muy preocupado por la seguridad del juez Jensen.

–No recibe muchas amenazas.

–Es el número seis de la lista, con sólo unas pocas menos que usted, su señoría.

–De modo que yo soy el número cinco.

–Efectivamente. Detrás del juez Manning. Que dicho sea de paso, coopera plenamente.

–Tiene miedo hasta de su sombra -dijo el presidente.

–Lo siento. No debí haber dicho eso -agregó después de titubear unos instantes.

–A decir verdad -prosiguió Lewis, haciendo caso omiso del comentario-, la cooperación es bastante buena, a excepción de Rosenberg y Jensen. El juez Stone protesta muchísimo, pero nos escucha.

–No se lo tome a pecho, protesta con todo el mundo. ¿Dónde supone que va Jensen cuando se escabulle?

–No tenemos ni idea -respondió Lewis, al tiempo que miraba a uno de sus agentes.

Gran cantidad de la muchedumbre formó de pronto un coro incontrolado, al que parecieron unirse el resto de los presentes en la calle. El presidente no pudo ignorarlo. Las ventanas vibraban. Se puso de pie y clausuró la reunión.

El despacho del juez Glenn Jensen estaba en el segundo piso, alejado de la calle y del ruido. Era una sala espaciosa y, no obstante, la más pequeña de las nueve. Jensen era el más joven y tenía suerte de tener un despacho. Cuando hacía seis años se le había nombrado a los cuarenta y dos años, se le suponía un exegeta de la Constitución de ideas profundamente conservadoras, como las de quien le propuso para el cargo. Su confirmación por parte del Senado había sido muy controvertida. En temas delicados se mostraba indeciso y recibía ataques de ambos bandos. Los republicanos estaban avergonzados. Los demócratas olían sangre. El presidente ejerció toda la influencia de la que fue capaz y se le confirmó en el cargo, gracias a un voto sumamente indeciso.

Pero lo consiguió, para el resto de su vida. En seis años, no había complacido a nadie. Profundamente afectado por las audiencias de su confirmación, juró que la compasión regiría sus actos. Esto había enojado a los republicanos. Se sintieron traicionados, especialmente cuando el nuevo juez descubrió una pasión latente por los derechos de los delincuentes. Con escasa base ideológica, abandonó inmediatamente la derecha, se trasladó al centro y a continuación a la izquierda. Pero cuando los eruditos profesores empezaron a rascarse la barbilla, Jensen volvió a la derecha para unirse al juez Sloan, en uno de sus virulentos ataques contra las mujeres. A Jensen no le gustaba el sexo femenino. Era neutral en cuanto a la religión, escéptico respecto a la libertad de expresión, simpatizaba con quienes protestaban contra los impuestos, sentía indiferencia para con los indios, temía a los negros, era duro con los pornógrafos, blando con los delincuentes y bastante persistente como protector del medio ambiente. Y para mayor desesperación de los republicanos, que habían derramado sangre para lograr su nombramiento, Jensen había manifestado una perturbadora simpatía por los derechos de los homosexuales.

A petición suya, se le había asignado un escabroso caso conocido como caso Dumond. Ronald Dumond había vivido ocho años con un amante masculino. Formaban una pareja feliz, completamente entregados el uno al otro y satisfechos de compartir las experiencias de la vida. Intentaron casarse, pero las leyes de Ohio no permitían dicha unión. Entonces el amante contrajo el SIDA y tuvo una muerte horrible. Ronald sabía exactamente cómo disponer de su cadáver, pero intervino la familia del amante y le excluyó del funeral y del entierro. Aturdido, Ronald entabló juicio con la familia, por daños emocionales y psicológicos. El caso había circulado por los tribunales inferiores a lo largo de seis años, y ahora se encontraba de pronto sobre la mesa de Jensen.

El tema en cuestión era el de los derechos de los «esposos» homosexuales. Dumond se había convertido en una consigna para los activistas homosexuales. Su mera mención había bastado para provocar peleas callejeras.

Y el caso estaba en manos de Jensen. La puerta de su despacho estaba cerrada. Jensen y sus tres secretarios estaban sentados alrededor de la mesa de conferencias. Después de dos horas dedicadas al caso Dumond, no habían llegado a ninguna parte. Estaban cansados de discutir. Uno de los secretarios, un liberal de Cornell, proponía un pronunciamiento amplio que otorgara plenos derechos a los miembros de las parejas homosexuales. Jensen también lo deseaba, pero no estaba dispuesto a admitirlo. Los otros dos secretarios eran escépticos. Sabían, al igual que Jensen, que una mayoría de cinco era imposible.

Decidieron hablar de otros temas.

–El presidente ha manifestado su descontento respecto a usted, Glenn -dijo el secretario de Duke.

En el despacho le llamaban por su nombre de pila; el título de «su señoría» resultaba demasiado engorroso.

–¿Debería sorprenderme? – exclamó Glenn, al tiempo que se frotaba los ojos.

–Uno de sus secretarios me ha comunicado que el presidente y el FBI están preocupados por su seguridad. Dice que usted no coopera y que el presidente está bastante perturbado. Quiere que usted lo sepa.

Todo se comunicaba a través de la red de secretarios, absolutamente todo.

–Se supone que debe estar preocupado. En eso consiste su trabajo.

–Quiere asignarle otros dos federales como guardaespaldas y desean tener acceso a su casa. Además, el FBI quiere llevarle de casa al trabajo y del trabajo a casa. También se proponen limitar sus desplazamientos.

–Ya me lo han dicho otras veces.

–Sí, lo sabemos. Pero el secretario del presidente dice que el presidente quiere que insistamos en que coopere con el FBI, para que puedan salvarle la vida.

–Comprendo.

–De modo que nos limitamos a insistir.

–Gracias. Respóndale al secretario del presidente que no sólo han insistido, sino que se han ensañado conmigo, y que agradezco su insistencia y su preocupación, pero que me ha entrado por una oreja y salido por la otra. Dígales que Glenn se considera ya mayorcito.

–Por supuesto, Glenn. ¿Pero no tiene usted miedo?

–En absoluto.

DOS

Thomas Callahan era uno de los profesores más populares de Tulane, primordialmente porque se negaba a dar clases antes de las once de la mañana. Bebía mucho, al igual que la mayoría de sus alumnos, y necesitaba las primeras horas de la mañana para dormir, antes de resucitar. Asistir a clase a las nueve o las diez de la mañana era una abominación. También era popular por su aspecto despreocupado: vaqueros descoloridos, chaquetas de mezclilla con los codos desgastados, sin calcetines y sin corbata. El aspecto elegante de un intelectual liberal. Tenía cuarenta y cinco años, pero con su cabello oscuro y gafas de concha podría pasar por treinta y cinco, aunque le importaba un comino la edad que aparentara. Se afeitaba una vez por semana, cuando empezaba a escocerle la cara, y cuando hacía frío, cosa poco corriente en Nueva Orleans, se dejaba crecer la barba. Tenía un historial de relaciones íntimas con sus alumnas.

También era popular porque enseñaba Derecho constitucional, la menos popular de las asignaturas, pero obligatoria, que gracias a su auténtica genialidad y desparpajo convertía en un tema interesante. Era el único en Tulane capaz de lograrlo. A decir verdad, nadie se lo proponía y los estudiantes peleaban para asistir a las clases de Derecho constitucional de Callahan, a las once de la mañana, tres veces por semana.

Ochenta estudiantes sentados en seis hileras de pupitres elevados susurraban, mientras Callahan se limpiaba las gafas de pie frente a su escritorio. Eran exactamente las once y cinco, en su opinión todavía demasiado temprano.

–¿Quién comprende el disenso de Rosenberg en Nash contra Nueva Jersey?

Todas las cabezas se agacharon y el silencio llenó la sala. Debía de tener una fuerte resaca. Sus ojos estaban irritados. Cuando empezaba con Rosenberg, la clase solía ser dura. No salió ningún voluntario. ¿Nash? Callahan paseó lenta y metódicamente la mirada por la sala, a la espera. El silencio era sepulcral.

Se oyó un fuerte ruido de la manecilla de la puerta, que rompió la tensión. Una atractiva joven con vaqueros descoloridos y jersey de algodón irrumpió elegantemente en la sala, avanzó como si flotara junto a la pared hasta la tercera fila, se introdujo hábilmente en la misma y tomó asiento. Los muchachos de la cuarta fila la contemplaban con admiración. Los de la quinta estiraban el cuello para no perderse el espectáculo. A lo largo de dos duros años, uno de los escasos placeres de la facultad de derecho había consistido en admirarla, cuando alegraba las salas y los pasillos con sus largas piernas y holgados suéters. Sabían que allí se ocultaba un cuerpo fabuloso, pero que a ella no le apetecía exhibir. Se portaba como una más de la pandilla y vestía vaqueros, camisas de franela, viejos suéters, o pantalón deportivo holgado, como era habitual en la facultad. Qué no habrían dado por verla con una minifalda de cuero negro.

Le brindó una breve sonrisa al muchacho sentado junto a ella y, momentáneamente, todo el mundo olvidó a Callahan y su pregunta sobre Nash. Su cabellera pelirroja oscura le llegaba hasta los hombros. Era una de esas chicas espectaculares, con una sonrisa y cabellera perfectas, de la que todo el mundo se enamoraba por lo menos dos veces en el instituto. Y, con toda probabilidad, por lo menos una en la facultad.

Callahan no le prestó atención alguna. De haber sido una estudiante de primer curso y asustada de su profesor, probablemente le habría chillado varias veces «¡no se puede llegar tarde al juzgado!», como solían repetir incesantemente los profesores de derecho.

Pero Callahan no estaba de humor para chillar, ni Darby Shaw le temía, y momentáneamente se preguntó si alguien sabía que se acostaban juntos. Probablemente no. Ella había insistido en mantenerlo en el más absoluto secreto.

–¿Ha leído alguien el disenso de Rosenberg en Nash contra Nueva Jersey?

De pronto el profesor se había convertido nuevamente en el centro de atención y el silencio era absoluto. Levantar la mano podía significar un interrogatorio de media hora. No había voluntarios. Los fumadores de la última fila encendieron sus cigarrillos. La mayoría de los asistentes hacían garabatos en sus cuadernos. Todas las cabezas estaban agachadas. Habría sido demasiado evidente y arriesgado abrir el libro de casos y encontrarse con Nash; era demasiado tarde para eso. Cualquier movimiento podía llamar la atención. Alguien estaba a punto de ser crucificado.

Nash no estaba en el libro de casos. Era uno de los numerosos casos secundarios que Callahan había mencionado apresuradamente la semana anterior y que ahora quería saber si alguien lo había leído. Solía hacerlo con frecuencia. Basaba su examen de fin de curso en mil doscientos casos, mil de los cuales no figuraban en el libro de casos. El examen era un hueso, pero él era encantador, muy generoso con las notas, y había que ser muy zoquete para no aprobar el curso.

Sin embargo, en estos momentos su encanto brillaba por su ausencia. Paseó la mirada por la sala. Había llegado el momento de encontrar una víctima.

–¿Qué opina usted, señor Sallinger? ¿Puede explicarnos el disenso de Rosenberg?

–No señor -respondió inmediatamente Sallinger, desde la cuarta fila.

–Comprendo. ¿Podría eso ser debido a que usted no ha leído el disenso de Rosenberg?

–Podría. Sí señor.

Callahan le miró fijamente. La irritación de sus ojos hacía que su soberbia fuera aun más amenazante, aunque sólo Sallinger era consciente de ello, porque todos los demás tenían la mirada fija en sus cuadernos.

–¿Y por qué no?

–Porque procuro no leer los disensos. En particular los de Rosenberg.

Sallinger cometía una soberana estupidez al optar por la lucha, especialmente desprovisto de munición.

¿Tiene algo contra Rosenberg, señor Sallinger?

Callahan reverenciaba a Rosenberg. Le adoraba. Leía libros sobre él y sus opiniones. Lo estudiaba. Incluso había comido con él en una ocasión.

–Claro que no, señor -respondió Sallinger nervioso. Pero no me gustan los disensos.

A pesar de que había cierto humor en las respuestas de Sallinger, no provocó una sola sonrisa. Más tarde, con un vaso de cerveza en la mano, él y sus compañeros se reirían a carcajadas al contar una y otra vez su aversión por los disensos, especialmente los de Rosenberg. Pero no ahora.

–Comprendo. ¿Lee usted las opiniones mayoritarias?

Titubeo. El conato de discusión de Sallinger estaba a punto de causar humillación.

–Sí señor. Muchísimas.

–Magnífico. En tal caso, tenga la bondad de hablarnos de la opinión mayoritaria en el caso de Nash contra Nueva Jersey.

Sallinger nunca había oído hablar de Nash, pero ahora ya no lo olvidaría en su vida profesional.

–No recuerdo haberla leído.

–De modo, señor Sallinger, que usted no lee los disensos y ahora descubrimos que tampoco presta atención a las opiniones mayoritarias. ¿Qué lee usted, señor Sallinger, novelas, la prensa sensacionalista?

Se oyó una risa sumamente discreta de más allá de la cuarta fila, procedente de unos estudiantes que se sentían obligados a reírse, pero que no deseaban llamar la atención.

Sallinger, ruborizado, se limitaba a mirar fijamente a Callahan.

–¿Por qué no ha leído el caso, señor Sallinger? – preguntó Callahan.

–No lo sé. Supongo que se me ha pasado inadvertido.

–No me sorprende -respondió Callaban de buen talante-. Lo mencioné la semana pasada. El miércoles para ser exactos. Formará parte del examen de fin de curso. No comprendo por qué ignora un caso incluido en el programa -dijo Callahan mientras paseaba lentamente frente a su escritorio, con la mirada fija en sus alumnos-. ¿Se ha molestado alguien en leerlo?

Silencio. Callahan bajó la mirada y dejó que el silencio impregnara la sala. Todas las cabezas estaban agachadas, las plumas y los lápices paralizados. El humo emanaba de la última fila.

Por último, lentamente, en la cuarta silla de la tercera fila, Darby Shaw levantó discretamente la mano y en la clase se oyó un suspiro colectivo de alivio. Una vez más les había socorrido. Era, en cierto modo, lo que se esperaba de ella. Con el número dos de su promoción y a poca distancia del primero, era capaz de recitar los hechos, las pruebas, los recursos, los disensos y las opiniones mayoritarias de casi todos los casos mencionados por Callahan. No se perdía ningún detalle. Aquella encantadora muchacha se había licenciado con matrícula de honor en biología, ahora se disponía a hacerlo en derecho, y a continuación ganarse cómodamente la vida, persiguiendo ante los tribunales a las empresas químicas que destruyen el medio ambiente.

Callahan fingió sentirse frustrado al mirarla. Hacía tres horas que ella había abandonado la casa del profesor, después de una larga noche de vino y leyes. Pero no le había hablado de Nash.

–Caramba, caramba, señorita Shaw. ¿Por qué está Rosenberg molesto?

–Cree que el estatuto de Nueva Jersey viola la Segunda Enmienda -respondió, sin mirar al profesor.

–Muy bien. Y para que se entere el resto de la clase, ¿qué prohibe dicho estatuto?

–Las metralletas semiautomáticas, entre otras cosas.

–Maravilloso. Y por pura curiosidad, ¿qué tenía el señor Nash en su posesión, en el momento de su detención?

–Un rifle de asalto AK 47.

–¿Y qué le ocurrió?

–Fue declarado culpable, condenado a tres años y presentó recurso de apelación -respondió, conocedora de los detalles.

–¿Cuál era la ocupación del señor Nash?

–No quedó muy claro en el juicio, pero se mencionó una acusación adicional por tráfico de drogas. No tenía antecedentes en el momento de su detención.

–De modo que se trataba de un narcotraficante con un AK 47. Pero cuenta con la amistad de Rosenberg, ¿no es cierto?

–Desde luego -respondió, mirándole ahora a los ojos.

La tensión había desaparecido. La mayoría de las miradas estaban clavadas en el profesor, conforme caminaba lentamente por el aula en busca de otra víctima. Con frecuencia Darby dominaba la clase, pero Callaban aspiraba a una mayor participación.

–¿A qué creen que se debe la simpatía de Rosenberg? – preguntó en general.

–Siente debilidad por los narcotraficantes -respondió Sallinger dolido, pero intentando recuperarse.

Callahan, para quien los debates tenían una enorme importancia, sonrió a su víctima como si le alegrara su regreso a la arena.

–¿Usted cree, señor Sallinger?

–Desde luego. Rosenberg siente gran admiración por los camellos, los que abusan sexualmente de los menores, los traficantes de armas y los terroristas. Para él son como hijos débiles y maltratados a los que debe proteger -respondió Sallinger, con la aparente indignación de un hombre de bien.

–Y en su erudita opinión, señor Sallinger, ¿qué habría que hacer con esas personas?

–Muy sencillo. Someterlas a un juicio imparcial, con un buen abogado, seguido de una apelación rápida e imparcial, y del castigo adecuado si son culpables.

Sallinger estaba peligrosamente cerca de parecer un derechista defensor de la ley y el orden, pecado capital entre los estudiantes de derecho de Tulane.

–Por favor, prosiga -dijo Callahan, después de cruzarse de brazos.

Sallinger intuyó que se metía en una trampa, pero siguió adelante. No tenía nada que perder.

–Bueno, hemos leído un caso tras otro en los que Rosenberg intenta redactar de nuevo la Constitución, a fin de excluir pruebas y permitir que un acusado evidentemente culpable salga en libertad. Es casi nauseabundo. Cree que todas las cárceles son crueles e inadecuadas, y que de acuerdo con la Octava Enmienda, todos los presos deberían ser puestos en libertad. Afortunadamente, ahora forma parte de una minoría, una decreciente minoría.

–Parece ser que le gusta dirigir al Tribunal, ¿no es cierto, señor Sallinger? – sonrió Callahan con el entrecejo fruncido.

–No le quepa la menor duda.

–¿Es usted uno de esos norteamericanos normales, patrióticos, iracundos y sin convicciones específicas, a quienes les gustaría que ese viejo cabrón muriera mientras duerme?

Se oyeron unas cuantas carcajadas en el aula. Ahora era menos peligroso reírse.

–Eso no se lo desearía a nadie -respondió Sallinger casi avergonzado, demasiado astuto para ser sincero.

–Gracias, señor Sallinger -dijo Callahan, después de empezar de nuevo a pasear-. Siempre me gusta oír sus comentarios. Como de costumbre, nos ha brindado la visión profana de la ley.

Se oyeron ahora muchas carcajadas y Sallinger se dejó caer en su silla, intensamente ruborizado.

–Si no les importa -dijo Callahan sin sonreír-, me gustaría elevar el nivel intelectual de este debate. Señorita Shaw, ¿por qué simpatiza Rosenberg con Nash?

–La Segunda Enmienda garantiza el derecho a poseer y llevar armas. Para el juez Rosenberg, su significado es literal y absoluto. Nada debería estar prohibido. Si Nash desea poseer un AK 47, una granada o un bazooka, el estado de Nueva Jersey no puede dictar una ley que se lo impida.

–¿Está de acuerdo con él?

–No, ni soy la única. Fue una decisión de ocho contra uno. Nadie le apoyó.

–¿Cuáles son las razones de los otros ocho?

–Son perfectamente evidentes. Los estados tienen razones muy poderosas para prohibir la venta y posesión de cierto tipo de armas. Los intereses del estado de Nueva Jersey superan a los derechos del señor Nash según la Segunda Enmienda. La sociedad no puede permitir que sus miembros posean armas de gran, sofisticación.

Callahan la observaba atentamente. Las estudiantes atractivas eran poco frecuentes en la facultad de Derecho de Tulane, pero cuando aparecía alguna actuaba con rapidez. A lo largo de los últimos ocho años había tenido bastante éxito. En general le había sido fácil. Las mujeres llegaban a la facultad de Derecho liberadas y disponibles. El caso de Darby había sido distinto. La vio por primera vez en la biblioteca durante el segundo semestre de su primer curso y tardó un mes en conseguir que saliera a cenar con él.

–¿Quién redactó la opinión mayoritaria? – preguntó Callahan.

–Runyan.

–¿Y está usted de acuerdo con él?

–Sí. A decir verdad, es un caso sencillo.

–¿Entonces qué le ocurrió a Rosenberg?

–Creo que odia a los demás jueces.

–¿De modo que disiente por el mero placer de hacerlo?

–A menudo creo que sí. Sus opiniones son cada vez más difíciles de defender. Tomemos el caso de Nash. Para un liberal como Rosenberg, el tema del control armamentista es sencillo. Debió haber redactado la opinión mayoritaria, y hace diez años lo habría hecho. En el caso de Fordice contra Oregon, de mil novecientos setenta y siete, optó por una interpretación mucho más limitada de la Segunda Enmienda. Sus incoherencias son casi embarazosas.

–¿Sugiere usted que el juez Rosenberg ha entrado en la senectud? – preguntó Callahan, que había olvidado el caso de Fordice.

–Está como un cencerro y usted lo sabe -se apresuró a declarar Sallinger, como un púgil que se lanza al cuadrilátero para el último ataque-. Sus opiniones no tienen defensa.

–No siempre, señor Sallinger, pero por lo menos sigue ahí.

–Está su cuerpo, pero su mente ha fallecido.

–Todavía respira, señor Sallinger.

–Sí, con un pulmón artificial. Han de introducirle el oxígeno por la nariz.

–Pero aún cuenta, señor Sallinger. Es el último de los grandes activistas jurídicos y todavía respira.

–Tal vez debería llamar para comprobarlo.

Las palabras de Sallinger se perdieron en la lejanía. Ya había dicho bastante. No, había hablado demasiado. Agachó la cabeza, bajo la mirada fija del profesor. Se acurrucó sobre el cuaderno y empezó a preguntarse por qué había hablado tanto.

Después de dominarlo con la mirada, Callahan empezó a pasear de nuevo. Tenía realmente una resaca terrible.

TRES

Por lo menos tenía el aspecto de un viejo agricultor, con su sombrero de paja, mono limpio de peto, camisa caqui bien planchada y botas. Mascaba tabaco y escupía al agua oscura bajo el embarcadero. Mascaba como un agricultor. Su camioneta, aunque de un modelo reciente, se veía debidamente usada y polvorienta. Llevaba matrícula de Carolina del Norte y estaba aparcada a cien metros en la arena, al otro extremo del embarcadero.

Era la medianoche del lunes, el primer lunes de octubre, y durante los próximos treinta minutos esperaría en la fresca oscuridad del desierto embarcadero, mascando meditabundo y apoyado en la balaustrada mientras contemplaba fijamente el mar. Sabía que estaría solo. Así estaba previsto. El embarcadero a aquella hora estaba siempre desierto. De vez en cuando se avistaba el destello de los faros de un coche en la orilla, pero los vehículos nunca se detenían a aquellas horas.

Contemplaba las luces rojas y azules del estrecho, lejos de la orilla. Consultó su reloj sin mover la cabeza. Las nubes eran bajas y espesas, y sería difícil verlo hasta que llegara casi al embarcadero. Así estaba previsto.

La camioneta no era de Carolina del Norte, ni tampoco el agricultor. La matrícula había sido robada de un camión de desguace cerca de Durham. La camioneta había sido robada en Baton Rouge. El agricultor era de origen desconocido y no se ensuciaba las manos. Era un profesional y dejaba para otros las pequeñas alevosías.

Al cabo de veinte minutos, un objeto oscuro se acercó flotando al embarcadero. Crecía el ronroneo amortiguado y silencioso de un motor. El objeto se convirtió en una pequeña embarcación, con una oculta silueta agachada que manipulaba el motor. El agricultor no movió un dedo. Paró el ronroneo y la negra balsa neumática se detuvo en las aguas tranquilas, a diez metros del embarcadero. No había ningún faro en la orilla.

El agricultor se llevó meticulosamente un cigarrillo a la boca, lo encendió, dio dos caladas y a continuación lo arrojó en dirección a la balsa.

–¿Qué clase de cigarrillo? – preguntó el individuo de la embarcación, que distinguía la silueta del agricultor en la balaustrada, pero no su rostro.

–Lucky Strike -respondió el agricultor.

Parecía un juego estúpido. ¿Cuántas balsas negras neumáticas podían llegar navegando por el Atlántico, para acercarse precisamente a aquel viejo embarcadero, a aquella hora específica? Estúpido, pero de suma importancia.

–¿Luke? – preguntó la voz de la embarcación.

–Sam -respondió el agricultor.

Su nombre era Khamel, no Sam, pero Sam serviría durante los próximos cinco minutos hasta que Khamel atracara la balsa.

Khamel no respondió, no se esperaba que lo hiciera, se limitó a poner en marcha el motor y acercar la balsa a lo largo del embarcadero hasta la playa. Luke la siguió andando. Se reunieron junto a la camioneta sin darse la mano. Khamel colocó su bolsa deportiva Adidas entre ambos sobre el asiento delantero y la camioneta se alejó por la orilla.

Luke conducía, Khamel fumaba y ambos se ignoraban perfectamente entre sí. No se atrevían a mirarse a los ojos. Con su frondosa barba, gafas oscuras y jersey negro, el rostro de Khamel era siniestro, pero imposible de identificar. Luke no quería verlo. Parte de su misión, además de recoger a aquel desconocido procedente del mar, consistía en no mirarle. En realidad era fácil. Se buscaba aquel rostro en nueve países.

Al cruzar el puente de Manteo, Luke encendió otro Lucky Strike y decidió que ya se habían visto antes. Su encuentro había sido breve y preciso en el aeropuerto de Roma, hacía cinco o seis años, si mal no recordaba. No había habido presentaciones. Había tenido lugar en una sala de espera. Luke, que en aquella ocasión vestía un impecable traje de ejecutivo norteamericano, había dejado un maletín de piel de anguila junto al lavabo donde se enjuagaba lentamente las manos, y de pronto había desaparecido. Al mirar de reojo por el espejo, había visto a aquel individuo, ese tal Khamel, ahora estaba seguro de ello. Al cabo de treinta minutos, el maletín había hecho explosión entre las piernas del embajador británico en Nigeria.

En los protegidos susurros de su hermandad invisible, Luke había oído hablar a menudo de Khamel, individuo de muchos nombres, rostros y lenguas, que actuaba con rapidez y sin dejar huellas, asesino meticuloso que deambulaba por todo el mundo sin que nunca se le encontrara. Mientras surcaban la oscuridad hacia el norte, Luke se acomodó en su asiento, con el ala de su sombrero casi sobre la nariz y, las manos relajadas al volante, intentando recordar lo que le habían contado sobre su pasajero. Asombrosas hazañas de terror. Lo del embajador británico. La emboscada de diecisiete soldados israelíes en la Orilla Oeste en mil novecientos noventa, atribuida a Khamel. Único sospechoso del coche bomba en el que había fallecido un acaudalado banquero alemán, junto con su familia, en mil novecientos ochenta y cinco. Se rumoreaba que sus honorarios por aquel trabajo habían sido tres millones al contado. La mayoría de los expertos de los servicios secretos le creían responsable de haber planeado el atentado contra el papa de mil novecientos ochenta y uno. Aunque, por otra parte, se le atribuían casi todos los actos terroristas y asesinatos no resueltos. Era fácil culpar a Khamel, porque nadie estaba seguro de que existiera.

Luke estaba emocionado. Khamel estaba a punto de actuar en territorio norteamericano. Luke desconocía los objetivos, pero se estaba a punto de derramar la sangre de alguien importante.

Al alba, la camioneta robada se detuvo en la esquina de las calles treinta y uno y M de Georgetown. Khamel cogió su bolsa deportiva sin decir palabra y echó a andar por la acera.

Caminó varias manzanas hacia el este hasta el hotel Four Seasons, compró el Post en el vestíbulo y cogió tranquilamente el ascensor hasta el séptimo piso. A las siete y cuarto en punto, llamó a la puerta del fondo del pasillo.

–¿Sí? – respondió una voz nerviosa desde el interior.

–Estoy buscando al señor Sneller -dijo pausadamente Khamel, con un perfecto acento norteamericano, mientras colocaba el pulgar sobre la mirilla.

–¿El señor Sneller?

–Sí. Edwin F. Sneller.

La manecilla no giró, ni hizo ruido alguno, ni se abrió la puerta. Transcurridos unos segundos, salió un sobre blanco por debajo de la puerta, que Khamel recogió.

–De acuerdo -dijo lo suficientemente alto, para que Sneller o quien fuera le oyera.

–Es la habitación contigua -dijo Sneller-. Esperaré su llamada.

Parecía la voz de un norteamericano que, al contrario de Luke, nunca había visto a Khamel ni, a decir verdad, deseaba hacerlo. Ahora Luke le había visto dos veces y tenía suerte de seguir vivo.

En la habitación de Khamel había dos camas y una mesilla cerca de la ventana. Por las persianas, completamente cerradas, no se filtraba un solo rayo de luz. Dejó la bolsa sobre una de las camas, junto a dos gruesos maletines. Se acercó a la ventana, echó una ojeada y luego descolgó el teléfono.

–Soy yo -le dijo a Sneller-. Hábleme del coche.

–Está aparcado en la calle. Un Ford completamente blanco, con matrícula de Connecticut. Las llaves están sobre la mesa -respondió lentamente Sneller.

–¿Robado?

–Por supuesto, pero tratado. Está limpio.

–Lo dejaré en Dulles poco después de la medianoche. Quiero que se destruya, ¿de acuerdo? – dijo en un impecable inglés.

–Sí, ésas son mis instrucciones -respondió Sneller, atento y eficaz.

–No olvide que es muy importante. Me propongo dejar el arma en el coche. Las armas dejan balas y la gente ve los coches, de modo que es importante destruir completamente el coche y todo su contenido. ¿Comprendido?

–Ésas son mis instrucciones -repitió Sneller.

No le gustaba que le sermonearan. No era ningún novato en el campo del asesinato.

–Los cuatro millones se recibieron hace una semana, debo puntualizar que con un día de retraso -dijo Khamel, sentado al borde de la cama-. Ahora estoy en Washington y quiero otros tres.

–Se hará la transferencia antes del mediodía. Tal como está acordado.

–Sí, pero me preocupa el acuerdo. No olvidemos que la transferencia anterior se hizo con un día de retraso.

Esto enojó a Sneller y puesto que el asesino estaba en la habitación contigua, donde de momento permanecería, podía permitirse exteriorizar su irritación..

–La culpa fue del banco, no nuestra.

–De acuerdo -respondió Khamel enojado-. Quiero que usted y su banco manden esos tres millones por transferencia telegráfica a la cuenta de Zurich, en el momento en que abran en Nueva York. Es decir, dentro de unas dos horas. Lo comprobaré.

–De acuerdo.

–Entendido. Y no quiero ningún problema cuando el trabajo esté realizado. Estaré en París al cabo de veinticuatro horas y de allí me dirigiré a Zurich. Quiero que todo el dinero me esté esperando cuando llegue.

–Allí estará, si se termina el trabajo.

–El trabajo se terminará, señor Sneller, a medianoche -sonrió Khamel para sí-. En el supuesto, claro está, de que su información sea correcta.

–Hasta estos momentos lo es. Y hoy no se espera ningún cambio. Nuestro personal está en la calle. Los dos maletines contienen todo lo que nos pidió: mapas, horarios, herramientas y demás artículos.

Khamel contempló los maletines que tenía delante y se frotó los ojos con la mano derecha.

–Tengo que dormir un rato -susurró-. No he pegado ojo en veinticuatro horas.

Sneller no supo qué responder. Disponían de mucho tiempo y si a Khamel le apetecía dormir, no tenía por qué no hacerlo. Le pagaban un total de diez millones.

–¿Le apetece algo de comer? – preguntó torpemente Sneller.

–No. Llámeme dentro de tres horas. Exactamente a las diez y media -respondió antes de colgar el teléfono y tumbarse sobre la cama.

Las calles estaban tranquilas y silenciosas, en el segundo día del período de sesiones de otoño. Los jueces pasaron el día en el estrado, escuchando los complejos argumentos y aburridos casos de un abogado tras otro. Rosenberg durmió durante la mayor parte del tiempo. Resucitó brevemente cuando el fiscal general de Texas argumentaba que debería administrársele algún medicamento a cierto recluso condenado a muerte, a fin de que estuviera lúcido cuando se le administrara la inyección letal. ¿Cómo se le puede ejecutar si está mentalmente enajenado?, preguntó Rosenberg con incredulidad. Por la sencilla razón de que su enfermedad puede controlarse con medicamentos, respondió el fiscal general de Texas. Se trataba, por consiguiente, de administrarle una pequeña inyección para que estuviera lúcido, seguida de otra para acabar con su vida. Podía ser todo muy nítido y constitucional. Rosenberg profirió unas cuantas quejas y objeciones, hasta que se le acabó el conato de energía. Su pequeña silla de ruedas era mucho más baja que los tronos de los demás jueces.

Su aspecto inspiraba compasión. En otra época había sido un tigre, capaz de intimidar despiadadamente y confundir a los más astutos abogados. Pero ya no era el caso. Empezó a susurrar y sus palabras se perdieron en la lejanía. El fiscal general le sonrió burlonamente y prosiguió.

Durante la última vista oral del día, un aburrido caso de antisegregación de Virginia, Rosenberg empezó a roncar. El presidente Runyan miró fijamente a lo largo del estrado y Jason Kline, primer secretario de Rosenberg, se dio por aludido. Retiró lentamente la silla de ruedas del estrado, salió de la sala y empujó a su jefe con rapidez por el vestíbulo posterior.

El juez recuperó el conocimiento en su despacho, tomó sus píldoras y les comunicó a sus subordinados que deseaba regresar a su casa. Kline se lo comunicó al FBI y al cabo de unos momentos subían a Rosenberg a su furgoneta, aparcada en el sótano. Dos agentes del FBI vigilaban. Un enfermero llamado Frederic fijó la silla de ruedas en su posición y el sargento Ferguson, de la policía del Tribunal Supremo, se colocó al volante de la furgoneta. El juez no permitía que se le acercara ningún agente del FBI. Podían considerarse afortunados de que se les permitiera seguir su coche y vigilar su casa desde la calle. No confiaba en los policías, ni mucho menos en los agentes del FBI. No necesitaba que le protegieran.

Al llegar a Volta Street, en Georgetown, la furgoneta se detuvo y retrocedió por un pequeño camino privado. Frederic, el enfermero, y Ferguson, el policía, le introdujeron cuidadosamente en la casa, mientras los agentes vigilaban desde su Dodge Aries negro oficial aparcado en la calle. El jardín frontal era diminuto y el coche se encontraba a pocos metros de la puerta principal de la casa. Eran casi las cuatro de la tarde.

Al cabo de pocos minutos, Ferguson se vio obligado a abandonar la casa, e intercambió unas palabras con los agentes. Después de mucho discutir, hacía una semana que Rosenberg había accedido a que Ferguson inspeccionara discretamente todas las habitaciones, cuando regresaban a su casa por la tarde. A continuación Ferguson debía retirarse, pero podía regresar a las diez de la noche y sentarse junto a la puerta trasera, hasta las seis en punto de la mañana. Sólo a Ferguson le estaba permitido hacerlo y estaba harto de trabajar tantas horas.

–Todo correcto -les comunicó a los agentes-. Supongo que regresaré a las diez.

¿Todavía está vivo? – preguntó, como de costumbre, uno de los agentes.

–Me temo que sí -respondió Ferguson con aspecto cansado, mientras se dirigía a la furgoneta.

Frederic era fofo y débil, pero no se necesitaba fuerza para ocuparse de su paciente: Después de arreglar los cojines, lo levantó de la silla de ruedas para colocarlo cuidadosamente sobre el sofá, donde permanecería inmóvil durante las próximas dos horas, mientras dormitaba y veía la CNN. Frederic se preparó un bocadillo de jamón, se sirvió un plato de galletas y hojeó el National Enquirer en la mesa de la cocina. Rosenberg susurró algo en voz alta y cambió de canal con el control remoto.

A las siete en punto, Frederic colocó la cena especial para pacientes cardíacos sobre la mesa, que consistía en caldo de pollo, patatas hervidas y cebollas asadas, y acercó a su jefe en la silla de ruedas. Insistía en comer solo y no era agradable ver cómo lo hacía. Frederic miraba la televisión. Después se ocuparía de limpiarlo todo.

A las nueve había tomado su baño y estaba debidamente arropado en la cama, con su camisón. Dormía en una cama estrecha, reclinable, de color verde pálido como las de los hospitales militares, con un colchón duro, controles automáticos y barandillas, que Rosenberg insistía en que no se levantaran. Estaba situada en una habitación contigua a la cocina, que había utilizado durante treinta años como estudio, hasta su primer ataque. La sala parecía ahora la de un hospital, un olor a desinfectante y la presencia amenazante de la muerte. Junto a la cama había una enorme mesa, con una lámpara de hospital y por lo menos veinte frascos de medicamentos. La estancia estaba repleta de nítidos montones de gruesos textos jurídicos. El enfermero, desde una vieja silla situada cerca de la mesa, empezaba a leer un sumario. Como todas las noches, leería hasta oír sus ronquidos. Leía con lentitud, a voces, mientras Rosenberg permanecía rígido, inmóvil, pero atento. El sumario correspondía a un caso en el que redactaría la opinión mayoritaria. Durante un rato, absorbía todas y cada una de las palabras.

Después de una hora de leer a voces, Frederic estaba cansado y el juez empezaba a quedarse dormido. Levantó ligeramente la mano y cerró los ojos. Con uno de los botones de la cama, bajó las luces. La habitación estaba casi a oscuras. Frederic dio una sacudida. Dejó el sumario en el suelo y cerró los ojos. Rosenberg roncaba.

No por mucho tiempo.

Poco después de las diez, cuando la casa estaba oscura y silenciosa, se entreabrió la puerta de un armario de una habitación del primer piso y Khamel salió sigilosamente del mismo. Sus muñequeras, gorra de nilón y pantalón corto deportivo eran de color azul marino. Su camisa era de manga larga, y sus calcetines y zapatillas eran de color blanco con borde azul. Una coordinación cromática perfecta. Khamel el corredor. Iba perfectamente afeitado y su cortísimo cabello era ahora rubio, casi blanco.

La habitación estaba a oscuras, al igual que el vestíbulo. Los peldaños crujieron ligeramente bajo sus zapatillas. Media metro setenta y siete, y pesaba menos de setenta y ocho kilos, todo músculo. Se conservaba fuerte y ágil, para que sus movimientos fueran rápidos y silenciosos. La escalera desembocaba en un vestíbulo, cerca de la puerta principal. Sabía que había dos agentes en un coche aparcado junto a la acera, que probablemente no vigilaban la casa. Sabía que Ferguson había llegado hacía siete minutos. Oía los ronquidos procedentes de la habitación posterior. Mientras esperaba en el armario, había pensado en actuar antes de que llegara Ferguson, para no tener que matarle. El hecho en sí no le preocupaba, pero supondría la presencia de otro cadáver. Sin embargo supuso, erróneamente, que con toda probabilidad Ferguson hablaría con el enfermero al entrar de servicio. En tal caso, el policía descubriría el asesinato y él perdería unas horas. Por consiguiente decidió esperar.

Cruzó el vestíbulo sin hacer ningún ruido. En la cocina, una pequeña luz del extractor iluminaba la superficie y creaba cierto peligro. Khamel se lamentó de no haber comprobado la bombilla y haberla aflojado. Esos pequeños errores eran imperdonables. Se agachó bajo una ventana que daba al jardín posterior. No pudo ver a Ferguson, aunque sabía que tenía sesenta y un años, medía metro ochenta y ocho, tenía cataratas, y era incapaz de darle a un elefante con su Magnum 357.

Ambos roncaban. Khamel sonrió al agacharse junto a la puerta, para desenfundar rápidamente la automática del calibre veintidós y el silenciador de la faja de su cintura. Después de atornillar el tubo de diez centímetros al cañón del arma, entró agachado en la habitación. El enfermero estaba tumbado sobre su asiento, con los pies al aire, los brazos colgando y la boca abierta. Khamel acercó el extremo del silenciador a dos centímetros de su sien derecha y disparó tres veces. Temblaron sus manos, sus pies se agitaron, pero los ojos permanecieron cerrados. Khamel se acercó rápidamente a la pálida y arrugada cabeza del juez Abraham Rosenberg y efectuó otros tres disparos.

En la habitación no había ninguna ventana. Durante un minuto, observó los cuerpos y escuchó. Los talones del enfermero dieron unas cuantas sacudidas, pero por fin se detuvieron. Los cuerpos permanecían inmóviles.

Quería matar a Ferguson en el interior de la casa. Eran las diez y once minutos, hora probable en la que algún vecino podía salir a dar una última vuelta con el perro antes de acostarse. Avanzó sigilosamente por la oscuridad hasta la puerta trasera, desde donde vio que el policía paseaba tranquilamente junto a la verja de madera, a siete metros de distancia. Instintivamente, Khamel abrió la puerta trasera, encendió la luz del jardín y exclamó en voz alta:

–Ferguson.

Dejó la puerta abierta y se ocultó en un rincón oscuro junto al refrigerador. Ferguson cruzó obedientemente el pequeño jardín y entró en la cocina. No tenía nada de inusual. A menudo Frederic le llamaba cuando su señoría se quedaba dormido, para tomar un café y jugar a los naipes.

En esta ocasión no había café, ni le esperaba Frederic. Khamel le disparó tres balas en la nuca y se desplomó sobre la mesa de la cocina.

Apagó la luz del jardín y retiró el silenciador de la pistola. No volvería a necesitarlo. Lo guardó de nuevo en la faja, junto con la pistola, y miró por la ventana frontal. La luz interior del coche estaba encendida y los agentes leían. Pasó por encima del cuerpo de Ferguson, cerró la puerta posterior y se perdió en la oscuridad del pequeño jardín. Saltó un par de verjas sin hacer ningún ruido, llegó a la calle y echó a correr. Khamel el Corredor.

Glenn Jensen estaba sentado a solas en el oscuro primer piso del cine Montrose, contemplando los cuerpos activos y desnudos de los jóvenes de la pantalla. Tenía en las manos un gran recipiente de palomitas de maíz y estaba plenamente concentrado en la película. Su atuendo era bastante convencional: jersey azul marino, pantalón deportivo y mocasines. Unas grandes gafas de sol ocultaban sus ojos y un sombrero de fieltro le cubría la cabeza. Dios le había concedido una cara que se olvidaba con facilidad y, cuando la disimulaba, nadie podía reconocerla. Especialmente en el primer piso casi vacío de un cine pornográfico homosexual a medianoche. No llevaba ningún pendiente, pañuelo estampado, cadena de oro, ni joya alguna, indicativos de que buscara un compañero. Quería pasar inadvertido.

A decir verdad, jugar al escondite con el FBI y con el resto del mundo se había convertido en un reto para él. Aquella noche se habían situado debidamente en el aparcamiento adjunto a su edificio. Había otra pareja aparcada cerca de la terraza posterior. Al cabo de cuatro horas y media, disfrazado, había descendido tranquilamente al aparcamiento subterráneo y salido en el coche de un amigo. El edificio tenía demasiadas entradas y salidas para que los pobres federales pudieran controlar sus movimientos. Hasta cierto punto cooperaba, pero quería vivir su vida. Si los federales no lograban encontrarle, ¿cómo se las arreglaría un asesino?

El primer piso del cine estaba dividido en tres secciones de seis filas cada una. Estaba muy oscuro; la única luz era la del potente rayo azul del proyector. En los pasillos laterales había montones de butacas rotas y mesillas plegables. Las cortinas de terciopelo de los costados estaban rasgadas y deterioradas. Era un magnífico lugar donde ocultarse.

Al principio le preocupaba ser descubierto. En los primeros meses de su confirmación en el cargo estaba aterrorizado. No podía comer palomitas de maíz, ni disfrutar en modo alguno de las películas. Pero se convenció a sí mismo de que si era descubierto o reconocido, o de algún modo terrible expuesto, se limitaría a alegar que estaba investigando para un caso de obscenidad pendiente. Siempre había alguno en los archivos y puede que de algún modo pareciera plausible. Después de repetirse insistentemente que el pretexto funcionaría, creció su audacia. Sin embargo, en una noche de mil novecientos noventa, un cine se incendió y fallecieron cuatro personas. Sus nombres aparecieron en los periódicos, en grandes titulares. Se dio la casualidad de que el juez Glenn Jensen estaba en los servicios cuando oyó los gritos y olió el humo.

Corrió a la calle y desapareció. Los cadáveres se encontraron en el primer piso. Conocía a uno de ellos. Dejó de ir al cine durante dos meses, pero después volvió. Se dijo a sí mismo que su investigación no había concluido.

Además, ¿qué importaba que le descubrieran? Su cargo era vitalicio. Los electores no podían despedirle.

Le gustaba el Montrose porque los martes había sesión continua toda la noche y siempre había poca gente. Le gustaban las palomitas de maíz y la cerveza de barril costaba cincuenta centavos.

Había dos ancianos en la sección central que no dejaban de manosearse. De vez en cuando Jensen les echaba una ojeada, pero se concentraba en la película. Le pareció que era triste llegar a los setenta años, con la perspectiva cercana de la muerte, procurando eludir el SIDA, y verse obligado a buscar la felicidad en las sucias butacas de un cine pornográfico.

No tardó en llegar un cuarto espectador que, después de echarle una mirada a Jensen y a los dos hombres abrazados, se dirigió silenciosamente a la parte superior de la sección central, con su cerveza de barril y una bolsa de palomitas de maíz. Tenía el proyector directamente a su espalda. Tres filas más adelante, a su derecha, se encontraba el juez. Delante de él, los canosos amantes se besaban, susurraban y se reían, ajenos al mundo exterior.

Su atuendo era apropiado: vaqueros ceñidos, camisa negra de seda, pendiente, gafas de concha y el cabello y bigote impecables, de un marica. Khamel el Homosexual.

Esperó unos minutos antes de acercarse al pasillo de la derecha. Nadie se percató de ello. ¿A quién podía importarle dónde se sentara?

A las doce y veinte, los ancianos se habían cansado. Se levantaron cogidos del brazo y salieron de puntillas, entre risas y susurros. Jensen no les dirigió la mirada. Estaba concentrado en la película, en la que tenía lugar una gran orgía en un yate, en pleno huracán. Khamel se deslizó como un gato por el pasillo, para colocarse tres butacas a la espalda del juez. Tomó un sorbo de cerveza. Estaban solos. Al cabo de un minuto, avanzó otra butaca. Jensen estaba a dos metros y medio.

Conforme aumentaba la fuerza del huracán, también lo hacía la orgía. Los aullidos del viento y los gritos de los festejantes eran ensordecedores. Khamel dejó la cerveza y la bolsa de palomitas de maíz en el suelo, y sacó un metro de cuerda dé nilón amarillo que llevaba en la cintura. Se enrolló rápidamente los extremos en las manos y pasó a la próxima fila. Su presa jadeaba. Le temblaban las palomitas de maíz.

El ataque fue rápido y brutal. Khamel le colocó la cuerda bajo la laringe y la estrujó con violencia. Tiró de la cuerda hacia abajo, doblándole la cabeza sobre el respaldo del asiento. Quedó inmediatamente desnucado. Hizo girar la cuerda y la ató en la nuca. Introdujo una varilla de acero de quince centímetros en el nudo y la hizo girar hasta que la cuerda segó la carne y empezó a sangrar. En diez segundos todo había terminado.

De pronto había amainado el huracán y empezó otra orgía para celebrarlo. Jensen se desplomó en su asiento. Las palomitas de maíz se habían desparramado sobre sus zapatos. Khamel no era de los que admiran su obra. Abandonó el auditorio, pasó tranquilamente entre las estanterías de revistas y artilugios del vestíbulo, y salió a la calle.

Condujo su genérico Ford blanco con matrícula de Connecticut hasta el aeropuerto de Dulles, se cambió de ropa en los servicios y esperó su vuelo a París.

CUATRO

La primera dama se encontraba en la costa oeste, para asistir a una serie de desayunos de cinco mil dólares el plato, en los que los ricos y ostentosos derrochaban a gusto su dinero, a cambio de huevos fríos, champán barato, y la oportunidad de ser vistos y tal vez fotografiados junto a la comúnmente conocida como reina. Por consiguiente, el presidente dormía solo cuando sonó el teléfono. Según la venerable tradición de los presidentes norteamericanos, en otra época había pensado en tener una amante. Sin embargo, en la actualidad eso parecía muy antirrepublicano. Además, estaba viejo y cansado. A menudo dormía solo, incluso cuando la reina estaba en la Casa Blanca.

Dormía profundamente. El teléfono sonó dos veces antes de que lo oyera. Levantó el auricular y consultó el reloj. Las cuatro y media de la madrugada. Escuchó, se incorporó de un brinco y al cabo de ocho minutos estaba en el despacho ovalado. Sin ducharse ni ponerse la corbata. Miraba fijamente a Fletcher Coal, jefe del gabinete, correctamente sentado tras su escritorio.

Coal sonreía. Su impecable dentadura y su calva brillaban. Con sólo treinta y siete años, era el joven prodigio que cuatro años antes había rescatado una desastrosa campaña, para colocar a su jefe en la Casa Blanca. Era un manipulador insidioso y despiadado colaborador que se había abierto paso con uñas y dientes hasta ocupar el segundo cargo de mayor responsabilidad. Muchos le consideraban el auténtico jefe. La mera mención de su nombre bastaba para que cundiera el pánico entre sus subordinados.

–¿Qué ha ocurrido? – preguntó lentamente el presidente.

Coal paseaba frente al escritorio.

–No se sabe gran cosa -respondió-. Están ambos muertos. Dos agentes del FBI han encontrado a Rosenberg aproximadamente a la una. Muerto en la cama. Su enfermero y un policía del Tribunal Supremo también han sido asesinados. Los tres con balazos en la cabeza. Un trabajo muy limpio. Cuando el FBI y la policía de Washington estaban investigando, han recibido una llamada para comunicarles que había aparecido el cadáver de Jensen en un club de maricas. Lo han encontrado hace un par de horas. Voyles me ha llamado a las cuatro y yo le he llamado a usted. Él y Gminski llegarán de un momento a otro.

¿Gminski?

–Conviene incluir a la CIA, por lo menos inicialmente.

–Rosenberg ha muerto -dijo el presidente, al tiempo que se desperezaba con las manos en la nuca.

–Sí, efectivamente. Sugiero que se dirija a la nación dentro de un par de horas. Mabry está preparando un borrador. Yo lo terminaré. Esperemos a que amanezca, por lo menos hasta las siete. De lo contrario será demasiado temprano y perderemos mucha audiencia.

–La prensa…

–Sí. Ya lo saben. Han filmado a los camilleros, cuando entraban con Jensen en el depósito de cadáveres.

–No sabía que fuera homosexual.

–Ahora no cabe la menor duda de ello. Es la crisis perfecta, señor presidente. Piénselo. No la hemos creado nosotros. No es culpa nuestra. Nadie puede responsabilizarnos de la misma. Y la conmoción hará que la nación reaccione con cierto grado de solidaridad. Es el momento de agruparse alrededor del líder. Es fantástico. Ningún inconveniente.

El presidente sorbía una taza de café y contemplaba los documentos sobre su escritorio.

–Y esto me permitirá reestructurar el Tribunal.

–Ésta es la mejor parte. Será su legado. He llamado ya a Duval, de Justicia, para ordenarle que se pusiera en contacto con Horton y empezaran a redactar una lista preliminar de candidatos. Horton hizo un discurso anoche en Omaha, pero su avión ha emprendido ya el camino de regreso. Sugiero que nos reunamos con él más tarde, por la mañana.

El presidente asintió, para dar como de costumbre el visto bueno a las sugerencias de Coal. Dejaba que fuera él quien elaborara los detalles. Nunca le habían interesado los aspectos minuciosos de las cosas.

–¿Algún sospechoso?

–Todavía no. A decir verdad, no lo sé. Le he dicho a Voyles que usted esperaría un informe a su llegada.

–Tenía entendido que el FBI se ocupaba de la protección del Tribunal Supremo.

–Exactamente -sonrió Coal, antes de soltar una carcajada-. Voyles es quien tiene la cara manchada de huevo. A decir verdad, es bastante embarazoso.

–Magnífico. Quiero que Voyles cargue con parte de la culpa. Cuide de la prensa. Deseo verle humillado. Entonces puede que logremos librarnos de él.

A Coal le encantaba la idea. Dejó de pasear para tomar una nota en su cuaderno. Un guardia de seguridad llamó a la puerta antes de abrirla. Los directores Voyles y Gminski entraron juntos en el despacho. El ambiente adoptó inmediatamente un tono sombrío, cuando los cuatro se dieron la mano. Los dos recién llegados se sentaron frente a la mesa del presidente, mientras Coal se colocaba como de costumbre cerca de la ventana, junto al presidente. Odiaba a Voyles y a Gminski, y el sentimiento era mutuo. No le importaba el rencor. Contaba con la confianza del presidente y eso era lo que importaba. Durante unos minutos guardaría silencio. Era importante permitirle al presidente que cogiera la batuta, en presencia de otras personas.

–Lamento mucho que estén aquí, pero agradezco que hayan venido -dijo el presidente-. ¿Qué ha ocurrido? – agregó, mientras sus visitantes asentían sobriamente en reconocimiento de su evidente mentira.

Voyles habló con rapidez y sin rodeos. Describió la situación en la casa de Rosenberg, cuando se descubrieron los cadáveres. Todas las noches a la una de la madrugada, el sargento Ferguson se ponía rutinariamente en contacto con los agentes aparcados en la calle. Cuando no apareció, fueron a investigar. Los asesinatos eran muy limpios y profesionales. Describió lo que sabía acerca de Jensen. Cuello partido. Estrangulado. Encontrado por otro personaje en el primer piso del cine. Evidentemente, nadie había visto nada. Voyles no era tan arisco y descortés como de costumbre. Era un día sombrío para el Bureau y presentía la tormenta que se avecinaba. Sin embargo, había sobrevivido a cinco presidentes y sin duda lograría tomarle la delantera a aquel imbécil.

–Ambos incidentes están evidentemente relacionados -dijo el presidente, con la mirada fija en Voyles.

–Tal vez. Ciertamente eso parece, pero…

–Vamos, director. En doscientos veinte años han sido asesinados cuatro presidentes, dos o tres candidatos, unos cuantos líderes de los derechos civiles, un par de gobernadores, pero nunca un juez del Tribunal Supremo. Y ahora, en una sola noche, en menos de dos horas, son dos los asesinados. ¿Y usted no está convencido de que estén relacionados?

–No he dicho eso. Debe de haber un vínculo en algún lugar. El caso es que los métodos han sido muy distintos. Y muy profesionales. Recuerde que hemos recibido millares de amenazas contra el Tribunal Supremo.

–Bien. ¿Quiénes son los sospechosos?

F. Denton Voyles miró fijamente al presidente; nadie se atrevía a interrogarle.

–Es demasiado pronto para sospechosos. Todavía acumulamos pruebas.

–¿Cómo ha entrado el asesino en casa de Rosenberg?

–Nadie lo sabe. Comprenda que nosotros no le hemos visto entrar. Evidentemente llevaba rato en la casa, con toda probabilidad escondido en el ático o en algún armario. No hemos tenido oportunidad de comprobarlo, Rosenberg no nos permitía entrar en su casa. Ferguson hacía una inspección rutinaria de la casa todas las tardes, cuando el juez regresaba del trabajo. Todavía es pronto, pero no hemos encontrado ninguna huella del asesino. Ninguna, a excepción de los tres cadáveres. Esta tarde tendremos los informes de balística y de las autopsias.

–Quiero verlos tan pronto como los reciba.

–Sí, señor presidente.

–También quiero una lista de sospechosos a las cinco de esta tarde. ¿Comprendido?

–Desde luego, señor presidente.

–Además, quiero un informe de sus medidas de seguridad y del aspecto en el que han fracasado.

–Supone usted que han fracasado.

–Han muerto dos jueces, que gozaban ambos de la protección del FBI. Creo que el pueblo norteamericano merece conocer lo ocurrido, director. Sí, las medidas de seguridad han fracasado.

–¿El informe es para usted, o para el pueblo norteamericano?

–Para mí.

–¿Y a continuación usted convocará una conferencia de prensa y se lo comunicará al pueblo?

–¿Tiene miedo del escrutinio, director?

–En absoluto. Rosenberg y Jensen están muertos porque se negaron a cooperar con nosotros. Eran perfectamente conscientes del peligro, pero no les importaba. Los otros siete cooperan y siguen vivos.

–De momento. Mejor será que lo compruebe. Caen como moscas -sonrió el presidente, mirando a Coal.

Coal disimuló una risita, miró a Voyles casi con desprecio y decidió que había llegado el momento de hablar.

–Director, ¿sabía usted que Jensen frecuentara ese tipo de lugares?

–Era un adulto con un cargo vitalicio. Si hubiera decidido bailar desnudo sobre la mesa, no habríamos podido impedírselo.

–Por supuesto -dijo atentamente Coal-. Pero no ha respondido a mi pregunta.

–Sí -respondió Voyles, después de respirar hondo y desviar la mirada-. Sospechábamos que era homosexual y sabíamos que le gustaban cierta clase de cines. No estamos autorizados, señor Coal, ni sentimos ningún deseo de divulgar este tipo de información.

–Quiero los informes esta tarde -dijo el presidente.

Voyles escuchaba, con la mirada fija en la ventana, pero sin responder.

–Bob, quiero que me responda sin tapujos -le dijo entonces el presidente a Robert Gminski, director de la CIA.

–Sí señor. ¿De qué se trata? – respondió Gminski, con el entrecejo fruncido.

–Quiero saber si estos asesinatos están de algún modo relacionados con alguna agencia, operación, grupo, o lo que sea, del gobierno de Estados Unidos.

–¡Por Dios, señor presidente! ¡No hablará en serio! Esto es absurdo.

Gminski parecía horrorizado, pero el presidente, Coal, e incluso Voyles, sabían que hoy en día todo era posible con la CIA.

–Hablo muy en serio, Bob.

–Yo también. Y le aseguro que no hemos tenido nada que ver con el asunto. Me horroriza que haya podido siquiera pensarlo. ¡Es absurdo!

–Cerciórese, Bob. Quiero estar absolutamente seguro. Rosenberg no creía en la seguridad nacional. Tenía muchos enemigos en los servicios secretos. Compruébelo, ¿de acuerdo?

–De acuerdo, de acuerdo.

–Y quiero un informe a las cinco de esta tarde.

–Bien. De acuerdo. Pero es una pérdida de tiempo. Fletcher Coal se acercó al escritorio, junto al presidente.

–Sugiero, caballeros, que nos reunamos aquí a las cinco de esta tarde. ¿Les parece bien?

Ambos asintieron antes de levantarse y Coal les acompañó a la puerta, sin decir palabra.

–Lo ha manejado usted muy bien -le dijo al presidente,

después de cerrar la puerta-. Voyles es consciente de su vulnerabilidad. Huelo a sangre. Empezaremos a presionarlo a través de la prensa.

–Rosenberg está muerto -repitió para sí el presidente-. No puedo creerlo.

–Tengo una idea para la televisión -declaró Coal mientras paseaba de nuevo; controlaba perfectamente la situación-. Debemos aprovecharnos de la conmoción del suceso. Usted debe parecer cansado, como si hubiera pasado la noche en vela dirigiendo la crisis. ¿De acuerdo? Toda la nación le verá, pendiente de que facilite detalles de lo ocurrido y ofrezca garantías de seguridad. Creo que debería vestir algo cómodo y hogareño. Traje y corbata a las siete de la mañana puede parecer excesivamente estudiado. Es preferible algo más relajado.

–¿Un albornoz? – preguntó el presidente, que escuchaba con gran atención.

–Sería exagerado. ¿Qué le parece un pantalón y chaqueta de lana? Sin corbata. Camisa blanca. En cierto modo con aspecto de abuelo.

–¿Pretende que me dirija a la nación en este momento de crisis con un jersey?

–Sí. Me gusta la idea. Un jersey abierto de color castaño, con una camisa blanca.

–No estoy seguro.

–La imagen es buena. Escúcheme, jefe, las elecciones tendrán lugar dentro de un año, a partir del próximo mes. Ésta es nuestra primera crisis en noventa días y es una crisis maravillosa. La gente debe verle con algo distinto, especialmente a las siete de la mañana. Debe tener un aspecto relajado, hogareño, pero firme. Ganará cinco puntos, tal vez diez, en el índice de popularidad. Confíe en mí, jefe.

–No me gustan los jerseys.

–Confíe en mí.

–No estoy seguro.

CINCO

Darby Shaw despertó a primera hora de la madrugada, con un poco de resaca. Después de quince meses en la facultad de derecho, su mente se negaba a descansar más de seis horas. A menudo se levantaba antes del alba, razón por la cual no dormía a gusto con Callahan. El sexo era maravilloso, pero el resto de la noche se convertía en una lucha por sábanas y almohadas.

Ella se dedicaba a contemplar el techo y, ocasionalmente, a escuchar los ronquidos de su compañero, en su coma inducido por el whisky. Las sábanas parecían tenazas alrededor de sus rodillas. A pesar de no tener con qué cubrirse, no tenía frío. El mes de octubre en Nueva Orleans es todavía húmedo y caluroso. El aire pesado y bochornoso se elevaba de Dauphine Street, invadía el pequeño balcón y penetraba por la vidriera. Con el mismo llegaban los primeros destellos del alba. Darby se acercó al balcón, con el albornoz de terciopelo de su compañero. Salía el sol, pero Dauphine Street seguía a oscuras. El alba pasaba desapercibida en el barrio francés. Tenía la boca seca.

Darby bajó a la cocina y preparó una cafetera de café francés con achicoria. Las cifras azules del microondas indicaban que eran las seis menos diez. Para una persona que bebía poco, la vida con Callahan era una lucha constante. Su límite eran tres vasos de vino. No tenía el título de abogado ni trabajo, y no podía permitirse emborracharse todas las noches y dormir por la mañana. Además, pesaba cincuenta kilos y estaba decidida a no aumentar de peso. Él no tenía límite.

Después de tomarse tres vasos de agua helada, sirvió una buena taza de café con achicoria. Encendió las luces al subir por la escalera y volvió a meterse en la cama. Pulsó el control remoto de la televisión y, de pronto, ahí estaba el presidente detrás de su escritorio, con un aspecto un tanto curioso sin corbata y con un jersey castaño. Era un informativo especial de la NBC.

–¡Thomas! – exclamó, al tiempo que le sacudía el hombro. No reaccionó.

–¡Thomas! ¡Despierta!

Pulsó otro botón y subió el volumen. El presidente dijo buenos días.

–¡Thomas! – repitió, después de acercarse al televisor.

Callahan dio una patada a las sábanas, se incorporó, se frotó los ojos, e intentó enfocar la mirada. Ella le ofreció la taza de café.

Las noticias del presidente eran trágicas. Tenía los ojos cansados y el aspecto triste, pero su aterciopelada voz de barítono inspiraba confianza. Tenía notas, pero no las utilizaba. Con la mirada fija en la cámara, le contaba al pueblo norteamericano los trágicos sucesos de la noche anterior.

–Maldita sea -susurró Callahan.

Después de dar a conocer las muertes, el presidente pronunció un elocuente panegírico dedicado a Abraham Rosenberg, a quien describió como ejemplar y legendario. Tuvo que hacer un esfuerzo, pero mantuvo una expresión sobria al alabar la distinguida carrera de uno de los hombres más odiados en Norteamérica.

Callahan estaba encandilado ante el receptor. Darby no se perdía palabra.

–Muy conmovedor -declaró Darby, paralizada al borde de la cama.

Según la información que le había facilitado el FBI y la CIA, explicaba el presidente, ambas muertes parecían estar relacionadas. Había ordenado una investigación amplia e inmediata, y los responsables responderían de sus actos ante los tribunales.

Callahan se incorporó y se cubrió con las sábanas. Después de parpadear, se pasó los dedos por su despeinada cabellera.

–¿Rosenberg? ¿Asesinado? – susurró, sin dejar de mirar fijamente la pantalla.

Había desaparecido inmediatamente la niebla de su mente y el dolor estaba presente, pero no lo percibía.

–Fíjate en el jersey -dijo Darby mientras tomaba un sorbo de café y contemplaba aquel rostro anaranjado cubierto de maquillaje, con su cabellera plateada impecablemente peinada.

Era un hombre sumamente apuesto y con una voz muy confortante; de ahí su enorme éxito político. Se agrupaban los surcos de su frente y ahora era aun mayor su tristeza, al hablar de su íntimo amigo, el juez Glenn Jensen.

–El cine Montrose, a medianoche -repitió Callahan.

–¿Dónde está? – preguntó Darby.

–No estoy seguro -respondió Callahan, que había terminado sus estudios de Derecho en Georgetown-. Pero creo que se encuentra en el barrio homosexual.

–¿Era marica?

–Evidentemente. Había oído rumores.

Estaban ambos sentados al borde de la cama, con las sábanas sobre las rodillas. El presidente ordenaba una semana de luto nacional, con banderas a media asta. Al día siguiente permanecerían cerradas las dependencias federales. Todavía no se habían ultimado los detalles de los funerales. Habló otros pocos minutos, todavía muy apenado, incluso trastornado, con gran compasión, pero claramente como presidente y en control de la situación. Se despidió con su tradicional sonrisa de abuelo, llena de confianza y sabiduría.

Apareció un corresponsal de la NBC en los jardines de la Casa Blanca, que llenó los espacios en blanco. La policía guardaba silencio, pero parecía que de momento no había pistas ni sospechosos. Efectivamente, ambos jueces estaban bajo protección del FBI, que de momento no hacía ningún comentario. Sí, el Montrose era un lugar frecuentado por homosexuales. Sí, había habido muchas amenazas contra ambas víctimas, especialmente Rosenberg. Y podría haber muchos sospechosos, antes de que se cerrara el caso.

Callahan apagó el televisor y se acercó al balcón, donde el aire matutino era cada vez más bochornoso.

–Ningún sospechoso -susurró.

–A mí se me ocurren por lo menos veinte -dijo Darby.

–Sí, ¿pero por qué esos dos? Rosenberg es fácil, ¿pero por qué Jensen? ¿Por qué no McDowell o Yount, que son considerablemente más liberales que Jensen? No tiene sentido -dijo Callahan, sentado en un sillón de mimbre junto al balcón, mientras se mullía la cabellera.

–Te traeré un poco más de café -sugirió Darby.

–No, no. Ya estoy despierto.

–¿Cómo está tu cabeza?

–Estaría mejor si hubiera podido dormir otras tres horas. Creo que anularé la clase. No me siento inspirado.

–Magnífico.

–Maldita sea, no puedo creerlo. Ese cretino cuenta ahora con dos nominaciones. Eso significa que ocho de los nueve serán republicanos.

–Antes tendrán que ser confirmados en sus cargos.

–Dentro de diez años no reconoceremos la Constitución. Es un asco.

Ésa es la razón por la que los han matado, Thomas. Alguien, o algún grupo, quiere un Tribunal distinto, con una mayoría conservadora absoluta. El próximo año hay elecciones. Rosenberg tiene, o tenía, noventa y un años. Manning ochenta y cuatro. Yount pasa de los ochenta. Podrían morir pronto, o vivir otros diez años. Puede que el próximo presidente sea demócrata. ¿Para qué arriesgarse? Mejor matarlos ahora, un año antes de las elecciones. Es perfectamente lógico, para alguien que piense de ese modo.

–¿Pero por qué Jensen?

–Suponía un embarazo. Y, evidentemente, era un blanco fácil.

–Sí, pero era básicamente un moderado, con impulsos ocasionales a la izquierda. Además, lo había nombrado un republicano.

–¿Te apetece un Bloody Mary?

–Buena idea. Dentro de un minuto. Intento pensar.

Darby se acostó sobre la cama y se tomó el café, mientras contemplaba el sol que se filtraba por el balcón.

–Piénsatelo bien, Thomas. La sincronización es perfecta. Reelecciones, nominaciones, la política y todo lo demás. Pero piensa en la violencia y en los radicales, los fanáticos, los defensores de la vida y los que odian a los homosexuales, los arios y los nazis, piensa en todos los grupos capaces de matar y en todas las amenazas contra el Tribunal, y la sincronización es perfecta para que un grupo inconspicuo y desconocido cometa los asesinatos. Es macabro, pero la sincronización es perfecta.

–¿Y de qué grupo se trataría?

–¿Quién sabe?

–¿El ejército clandestino?

–No es precisamente inconspicuo. Asesinaron al juez Fernández en Texas.

–¿No utilizan bombas?

–Sí, son expertos en explosivos plásticos.

–Bórralos de la lista.

–De momento no descarto a nadie -dijo Darby, al tiempo que se ponía de pie y ataba el cinturón del albornoz-. Voy a prepararte un Bloody Mary.

–Sólo lo tomaré si me acompañas.

–Thomas, tú eres profesor. Puedes anular la clase si se te antoja. Yo soy estudiante y…

–Comprendo la diferencia.

–No puedo faltar a más clases.

–Te suspenderé en Derecho constitucional si no te saltas las demás clases y te quedas a beber conmigo. Tengo un libro sobre las opiniones de Rosenberg. Leámoslas juntos, tomemos Bloody Marys, luego vino y a continuación lo que sea. Ya empiezo a echarle de menos.

–Tengo una clase de Procedimiento Federal a las nueve y no puedo perdérmela.

–Pienso llamar al decano y pedirle que anule todas las clases. ¿Te quedarás entonces a beber conmigo?

–No. Vamos, Thomas.

El profesor la siguió a la cocina, donde se encontraban el café y los licores.

SEIS

Sin quitarse el auricular del hombro, Fletcher Coal marcó otro número en el teléfono situado sobre el escritorio del despacho ovalado. Tres líneas parpadeaban a la espera. Paseaba lentamente frente a la mesa y escuchaba, mientras hojeaba el informe de dos páginas de Horton, del Departamento de Justicia. Hacía caso omiso del presidente, que estaba agachado frente a las ventanas, con guantes y su putter en las manos, plenamente concentrado primero en la bola amarilla y luego, lentamente a lo largo de la alfombra azul, en la taza de latón a tres metros de distancia. Coal farfulló algo por teléfono. El presidente, que acababa de golpear suavemente la bola y vio cómo se deslizaba con precisión hasta la taza, no oyó sus palabras. La taza hizo un clic, dejó caer nuevamente la bola y ésta se desplazó un metro de costado. El presidente se acercó con calcetines a la próxima bola, la miró y respiró hondo. Ésta era de color naranja. La golpeó con suavidad y entró directamente en la taza. Ocho aciertos seguidos. Veintisiete sobre treinta.

–Era el presidente Runyan -dijo Coal, después de colgar el teléfono-. Está bastante disgustado. Quería reunirse con usted esta tarde.

–Dígale que se ponga en la cola.

–Le he dicho que viniera mañana a las diez de la mañana. Usted tiene reunión con el gabinete a las diez y media, y con el personal de seguridad a las once y media.

Sin levantar la cabeza, el presidente agarró el putter y estudió la próxima bola.

–Me muero de impaciencia. ¿Cómo está el índice de opinión pública? – preguntó, al mismo tiempo que golpeaba cuidadosamente la bola y la seguía con la mirada.

–Acabo de hablar con Nelson. El ordenador está digiriendo la información, pero cree que el índice estará alrededor de los cincuenta y dos o cincuenta y tres puntos.

El jugador de golf levantó brevemente la mirada y sonrió, antes de concentrarse de nuevo en el juego.

–¿A cuánto estaba la semana pasada?

–Cuarenta y cuatro. Ha sido el jersey sin corbata. Tal como se lo dije.

–Creí que eran cuarenta y cinco -dijo mientras golpeaba la bola amarilla y veía cómo llegaba perfectamente a la taza.

–Tiene razón. Cuarenta y cinco.

–El más alto en…

–Once meses. No hemos pasado de los cincuenta desde el vuelo cuatro cero dos, en noviembre del año pasado. Ésta es una crisis maravillosa, jefe. El pueblo está aturdido, a pesar de que muchos se alegren de que Rosenberg haya muerto. Y usted está en el centro de la crisis. Simplemente maravilloso.

Coal pulsó un botón parpadeante y levantó el auricular. Lo colgó de nuevo sin decir palabra. Se arregló la corbata y se abrochó la chaqueta.

–Son las cinco y media, jefe. Voyles y Gminski están esperando.

Golpeó la bola y observó su trayectoria. Pasó a dos centímetros de la taza e hizo una mueca.

–Que esperen. Daremos una conferencia de prensa a las nueve de la mañana. Quiero que Voyles me acompañe, pero que mantenga la boca cerrada. Ocúpese de que esté de pie a mi espalda. Daré algunos detalles y contestaré a unas preguntas. Las cadenas nacionales lo transmitirán en directo, ¿no cree?

–Por supuesto. Buena idea. Empezaré inmediatamente los preparativos.

Se quitó los guantes y los arrojó a un rincón.

–Hágales pasar -dijo mientras apoyaba cuidadosamente el putter contra la pared y se ponía sus mocasines Bally.

Como de costumbre, se había cambiado seis veces de ropa desde la hora del desayuno y ahora llevaba un traje cruzado de mezclilla, con una corbata a topos rojos. Ropa de despacho. La chaqueta colgaba junto a la puerta. Se sentó a la mesa y empezó a examinar unos documentos, con el entrecejo fruncido. Saludó a Voyles y Gminski con la cabeza, sin levantarse ni tenderles la mano. Los visitantes se sentaron frente a su escritorio y Coal adoptó su actitud habitual de centinela, impaciente por disparar. El presidente se pellizcó el puente de la nariz, como si la tensión de la jornada le hubiera producido una jaqueca.

–Ha sido un día muy duro, señor presidente -dijo Gminski para romper el hielo, mientras Coal asentía.

–Sí, Bob -respondió el presidente-. Un día muy duro. Y esta noche tengo a un montón de etíopes invitados a cenar, de modo que démonos prisa. Empiece usted, Bob. ¿Quién les ha asesinado?

–No lo sé, señor presidente. Pero le aseguro que no hemos tenido nada que ver con el asunto.

–¿Me lo promete, Bob? – preguntó, casi en forma de plegaria.

–Se lo juro -respondió Gminski, después de levantar la palma de la mano derecha-. Se lo juro sobre la tumba de mi madre.

Coal asintió tímidamente como si le creyera y su aprobación fuera definitiva.

El presidente miró fijamente a Voyles, cuyo robusto cuerpo llenaba la silla y que todavía llevaba puesta una voluminosa gabardina. El director se mordía lentamente los labios y miraba con una risita al presidente.

–¿Balística? ¿Autopsias?

–Aquí lo tengo -respondió Voyles, al tiempo que abría su maletín.

–Cuéntemelo. Lo leeré más tarde.

–El arma era de pequeño calibre, probablemente del veintidós. Disparos a quemarropa contra Rosenberg y su enfermero, a juzgar por las quemaduras de pólvora. Más difícil de determinar en el caso de Ferguson, pero los disparos no se efectuaron a más de veinticinco centímetros. Comprenda que no presenciamos el tiroteo. Tres balas en cada cabeza. Le han extraído dos a Rosenberg y han encontrado la tercera en su almohada. Parece que tanto él como su enfermero estaban dormidos. Las mismas balas, la misma arma, evidentemente el mismo pistolero. Se están redactando los informes completos de las autopsias, pero no han descubierto nada sorprendente. Las causas de las muertes son perfectamente evidentes.

–¿Huellas?

–Ninguna. Seguimos buscando, pero se trata de un trabajo muy limpio. Parece.que lo único que ha dejado han sido las balas y los cadáveres.

–¿Cómo entró en la casa?

–No se ve nada forzado. Ferguson inspeccionó la vivienda cuando llegó Rosenberg, a eso de las cuatro. Una operación rutinaria. Al cabo de dos horas entregó su informe escrito, en el que dice haber inspeccionado dos dormitorios, un cuarto de baño y tres armarios en el primer piso, así como todas las salas de la planta baja, sin haber encontrado evidentemente nada. Dice que comprobó todas las puertas y ventanas. Según las instrucciones de Rosenberg, nuestros agentes estaban en la calle y calculan que la inspección de Ferguson duró de tres a cuatro minutos. Sospecho que el asesino estaba escondido en la casa cuando regresó el juez y Ferguson no le vio.

–¿Por qué? – preguntó Coal.

Los ojos irritados de Voyles, miraban al presidente, sin prestarle atención a su subordinado.

–Se trata, evidentemente, de un individuo de mucho talento. Ha asesinado a un juez del Tribunal Supremo, tal vez a dos, sin dejar prácticamente ninguna huella. Probablemente un asesino profesional. Para él entrar en la casa no supondría ningún problema. Como tampoco lo sería eludir la inspección rutinaria de Ferguson. Probablemente tiene mucha paciencia. No se arriesgaría a entrar cuando la casa estaba ocupada y vigilada por la policía. En mi opinión entró en algún momento de la tarde y se limitó a esperar, probablemente en algún armario del primer piso, o tal vez en el desván. Hemos encontrado dos pequeños fragmentos del material aislante del desván junto a la escalera plegable, que sugieren su utilización reciente.

–En realidad no importa donde se escondiera -dijo el presidente-. No le descubrieron.

–Tiene usted razón. Comprenda que no se nos permitía inspeccionar la casa.

–Lo que comprendo es que está muerto. ¿Qué me dice de Jensen?

–También está muerto. Desnucado. Estrangulado con un trozo de cuerda de nilón amarillo que se puede comprar en cualquier tienda. Los forenses dudan de que el desnucamiento produjera la muerte. Están bastante seguros de que la causó la cuerda. Ninguna huella. Ningún testigo. No es el tipo de lugar donde los testigos hagan cola para declarar, de modo que no esperamos encontrar ninguno. Hora aproximada de la muerte: doce treinta de la madrugada. Transcurrieron dos horas entre un asesinato y otro.

¿Cuándo salió Jensen de su apartamento? – preguntó el presidente, mientras tomaba notas.

–No lo sé. No olvide que estábamos relegados al aparcamiento. Le seguimos hasta su casa a eso de las seis de la tarde y vigilamos el edificio durante siete horas, hasta que nos enteramos de que había sido estrangulado en un antro de maricas. Evidentemente nos limitábamos a obedecer sus órdenes. Salió a hurtadillas del edificio en el coche de un amigo. Lo encontramos a dos manzanas del antro.

Coal dio dos pasos al frente, con las manos rígidamente entrelazadas a la espalda.

–Director, ¿cree usted que un asesino ha cometido ambos crímenes?

–Quién diablos lo sabe. Todavía no se han enfriado los cadáveres. Denos un respiro. En estos momentos las pruebas son casi inexistentes. Sin testigos, huellas, ni errores, tardaremos algún tiempo en juntar las piezas sueltas. Podría tratarse del mismo individuo, no lo sé. Es demasiado pronto.

–Debe tener sin duda algún presentimiento -dijo el presidente.

–Podría tratarse del mismo individuo, pero debe de ser un superhombre -respondió Voyles después de una pausa y de mirar por la ventana-. Es más probable que sean dos o tres, pero de todos modos deben de haber contado con mucha ayuda. Alguien les ha facilitado un montón de información.

–¿Por ejemplo?

–Por ejemplo con qué frecuencia iba Jensen al cine, dónde se sentaba, a qué hora llegaba, si iba solo o se encontraba con algún amigo. Información que, evidentemente, nosotros no teníamos. Pensemos en Rosenberg. Alguien tenía que saber que en su casita no había ningún sistema de seguridad, que a nuestros agentes se les obligaba a permanecer en la calle, que Ferguson llegaba a las diez, se marchaba a las seis y debía quedarse en el jardín posterior, que…

–Usted sabía todo eso -interrumpió el presidente.

–Por supuesto. Pero le aseguro que no se lo comunicamos a nadie.

El presidente le dirigió una mirada conspiratoria a Coal, que se rascaba meditabundo la barbilla.

Voyles acomodó su voluminoso trasero y sonrió mirando a Gminski, como para decir: «sigámosles la corriente».

–Sugiere usted una conspiración -observó inteligentemente Coal, con el entrecejo fruncido.

–No sugiero absolutamente nada. Le comunico a usted, señor Coal, y a usted, señor presidente, que efectivamente ha conspirado un gran número de personas para perpetrar estos asesinatos. Puede que sólo haya habido uno o dos asesinos, pero han contado con mucha ayuda. Todo ha sido demasiado nítido, rápido y bien organizado.

Coal parecía satisfecho. Volvió a incorporarse y juntar las manos a su espalda.

–¿Entonces, quiénes son los conspiradores? – preguntó el presidente-. ¿Quiénes son sus sospechosos?

Voyles respiró hondo y pareció acomodarse en su asiento. Cerró el maletín y lo dejó junto a sus pies.

–De momento no tenemos a ningún sospechoso principal, sólo ciertas probabilidades. Y es preciso guardar el secreto.

–Claro que es confidencial -exclamó Coal después de acercarse-. Está usted en el despacho ovalado.

–Y he estado aquí muchas veces. A decir verdad, he estado aquí cuando usted andaba todavía en pañales, señor Coal. La información encuentra la forma de filtrarse.

–Creo que las filtraciones no son ajenas a su organización -dijo Coal.

–Es confidencial, Denton -dijo el presidente, después de levantar la mano y de que Coal retrocediera un paso-. Tiene mi palabra.

–Como usted sabe -respondió Voyles, con la mirada fija en el presidente el lunes tuvo lugar la inauguración de este período judicial y los fanáticos están en la ciudad desde hace unos días. Durante las últimas dos semanas, hemos vigilado a varios movimientos. Conocemos a por lo menos once miembros del ejército clandestino, que están en la región de Washington desde hace una semana. Hoy hemos hablado con un par de ellos y los hemos vuelto a soltar. Sabemos que el grupo cuenta con la capacidad necesaria, y el deseo. En este momento suponen nuestra mejor posibilidad. Puede cambiar mañana.

Coal no estaba impresionado. Todo el mundo conocía al ejército clandestino.

–He oído hablar de ellos -declaró estúpidamente el presidente.

–Sí, claro. Se están haciendo bastante populares. Creemos que asesinaron a un juez en Texas. Pero no podemos demostrarlo. Son expertos en explosivos. Sospechamos que han hecho estallar por lo menos un centenar de bombas en clínicas abortistas, oficinas del ACLU, tiendas pornográficas y locales de homosexuales, a lo largo y ancho del país. Son el tipo de gente que sentiría odio por Rosenberg y Jensen.

–¿Algún otro sospechoso? – preguntó Coal.

–Hay un grupo ario denominado Resistencia Blanca que vigilamos desde hace dos años. Actúa en Idaho y Oregón. Su jefe pronunció un discurso en Virginia occidental la semana pasada, y hace varios días que está por aquí. Se le vio el lunes en la manifestación frente al Tribunal Supremo. Mañana procuraremos hablar con él.

–¿Pero son esas personas asesinos profesionales? – preguntó Coal.

–Comprenda que no ponen anuncios en los periódicos. Dudo de que ninguno de esos grupos haya cometido directamente los asesinatos. Se habrán limitado a contratar a los asesinos y efectuar el trabajo preliminar.

–¿Entonces quiénes son los asesinos? – preguntó el presidente.

–Sinceramente, puede que nunca lo sepamos.

El presidente se puso de pie y estiró las piernas. Un día más de trabajo duro en el despacho. Miró a Voyles con una sonrisa.

–Tiene una misión difícil que cumplir -dijo con su voz de abuelo, llena de calor y comprensión-. No le envidio. A ser posible, quiero un informe de dos páginas mecanografiadas a doble espacio, a las cinco de la tarde todos los días, siete días por semana, con los últimos detalles de la investigación. Si descubren algo, espero que me lo comuniquen inmediatamente.

Voyles asintió, sin decir palabra.

–Celebraré una conferencia de prensa a las nueve de la mañana. Me gustaría que asistiera a la misma.

Voyles asintió, sin decir palabra. Transcurrieron varios segundos sin que nadie hablara. Voyles se levantó ruidosamente y se ató el cinturón de la gabardina.

–Bien, nos retiraremos. Usted tiene que ocuparse de sus etíopes y todo lo demás -dijo, al tiempo que le entregaba a Coal los informes de balística y de las autopsias, convencido de que el presidente no se los leería.

–Gracias por haber venido, caballeros -dijo calurosamente el presidente.

Después de que se retiraran, Coal cerró la puerta y el presidente cogió nuevamente su putter.

–No voy a cenar con los etíopes -declaró el presidente, con la mirada fija en la bola amarilla sobre la alfombra.

–Lo sé. Les he mandado ya sus disculpas. Éste es un momento de gran crisis, señor presidente, y se supone que debe permanecer en su despacho, rodeado de sus consejeros.

Golpeó la bola, que se deslizó perfectamente hasta la taza.

–Quiero hablar con Horton. Las nominaciones deben ser perfectas.

–Ha mandado una lista de diez candidatos. Parece prometedora.

–Quiero jóvenes conservadores blancos contrarios al aborto, la pornografía, los homosexuales, el control armamentista, las cuotas raciales y toda esa basura -dijo, al tiempo que fallaba el tiro y se quitaba los mocasines-. Quiero jueces que odien la droga y a los delincuentes, y a quienes les entusiasme la pena de muerte. ¿Comprende?

Coal asentía, mientras marcaba un número de teléfono. Primero seleccionaría a los candidatos y luego convencería al presidente.

K. O. Lewis estaba sentado junto al director, en el asiento posterior de la silenciosa limusina, cuando salieron de la Casa Blanca para unirse al tráfico de la hora punta. Voyles no tenía nada que decir. Hasta ahora, en las primeras horas desde la tragedia, la prensa había sido despiadada. Los buitres habían levantado el vuelo. No menos de tres grupos parlamentarios habían anunciado ya su intención de celebrar audiencias e investigaciones relacionadas con los asesinatos. Y todavía no se habían enfriado los cadáveres. Los políticos estaban ansiosos y luchaban por las candilejas. A un comentario descabellado le sucedía otro. El senador Larkin de Ohio odiaba a Voyles y Voyles odiaba al senador Larkin de Ohio, que había convocado una conferencia de prensa tres horas antes, para anunciar que el grupo parlamentario que encabezaba empezaría a investigar inmediatamente la protección de los jueces fallecidos, por parte del FBI. Pero Larkin tenía una amiga, una chica bastante joven, y el FBI tenía ciertas fotografías, gracias a las cuales Voyles estaba seguro de que se postergaría la investigación.

–¿Cómo está el presidente? – preguntó finalmente Lewis.

–¿Cuál?

–No Coal. El otro.

–Magnífico. Simplemente magnífico. Pero muy turbado por lo de Rosenberg.

–Es de suponer.

Circularon en silencio, en dirección al edificio Hoover. Les esperaba una larga noche.

–Tenemos un nuevo sospechoso -dijo por último Lewis.

–¿De quién se trata?

–Un individuo llamado Nelson Muncie.

–Nunca he oído hablar de él -respondió Voyles, mientras movía lentamente la cabeza.

–Yo tampoco. Es una larga historia.

–Resúmala.

–Muncie es un industrial muy rico de Florida. Hace dieciséis años su sobrina fue violada y asesinada por un afroamericano llamado Buck Tyrone. La niña tenía doce años. Fue una violación y un asesinato muy brutal. Le ahorraré los detalles. Muncie no tiene hijos y adoraba a su sobrina. Tyrone fue juzgado en Orlando y condenado a la pena de muerte. Lo tuvieron muy bien protegido, porque había habido un montón de amenazas. Un grupo de abogados judíos de un bufete de Nueva York presentó un montón de recursos, hasta que en mil novecientos ochenta y cuatro el caso llegó al Tribunal Supremo. Estoy seguro de que ya lo ha adivinado: Rosenberg se enamoró de Tyrone y amañó un absurdo argumento de autoincriminación, basado en la Quinta Enmienda, para excluir la declaración que ese gamberro había prestado, una semana después de su detención. Una confesión de ocho páginas, escrita por el propio Tyrone. Sin confesión, no había caso. Rosenberg escribió una compleja propuesta, aprobada por cinco votos a favor y cuatro en contra, anulando la sentencia. Una decisión sumamente polémica. Tyrone salió en libertad. Al cabo de dos años desapareció y no se le ha vuelto a ver jamás. Se rumorea que Muncie pagó para que le castraran, mutilaran y ofrecieran como pasto a los tiburones. Simples rumores, según las autoridades de Florida. En mil novecientos ochenta y nueve, el abogado principal de Tyrone, un individuo llamado Kaplan, fue abatido a balazos por un supuesto ladrón, frente a su piso de Manhattan. Curiosa coincidencia.

–¿Cómo lo ha sabido?

–Han llamado de Florida hace dos horas. Están convencidos de que Muncie pagó un montón de dinero para eliminar a Tyrone y a su abogado. Sólo que no pueden demostrarlo. Disponen de un colaborador no identificado, que dice conocer a Muncie y les facilita un poco de información a regañadientes. Asegura que, desde hace muchos años, Muncie habla de eliminar a Rosenberg. Creen que no está en sus cabales desde el asesinato de su sobrina.

–¿Cuánto dinero tiene?

–El suficiente. Millones. Nadie lo sabe con certeza. Es un personaje muy secreto. En Florida están convencidos de que puede hacerlo.

–Investiguémoslo. Parece interesante.

–Me ocuparé de ello esta misma noche. ¿Está seguro de que quiere trescientos agentes en este caso?

Voyles encendió un cigarro y abrió un poco la ventana.

–Sí, tal vez cuatrocientos. Debemos resolver este problema antes de que la prensa nos coma vivos.

–No será fácil. A excepción de las balas y de la cuerda, no han dejado ninguna pista.

–Lo sé -respondió Voyles, al tiempo que soltaba una bocanada de humo por la ventana-. Parece casi demasiado limpio.

SIETE

El presidente del Tribunal estaba doblado sobre su escritorio, con la corbata suelta y aspecto macilento. En la sala, tres de sus colegas y media docena de secretarios charlaban sentados en tono subyugado. El disgusto y la fatiga eran evidentes. Jason Kline, primer secretario de Rosenberg, parecía particularmente afectado. Estaba sentado en un pequeño sofá, con la mirada fija en el suelo, mientras el juez Archibald Manning, el mayor ahora de los jueces, hablaba del protocolo y de los funerales. La madre de Jensen quería una pequeña ceremonia episcopal privada, el viernes en Providence. El hijo de Rosenberg, que era abogado, le había entregado a Runyan una lista de instrucciones, que el juez había redactado después de su segundo ataque cardíaco, en la que expresaba su deseo de ser incinerado después de una ceremonia civil y de que sus cenizas fueran desparramadas por la reserva de indios Sioux en Dakota del sur. A pesar de que Rosenberg era judío, había abandonado su iglesia para declararse agnóstico. Quería ser enterrado con los indios. Runyan no tenía ningún inconveniente, pero no lo expresó. En la antesala, seis agentes del FBI tomaban café y susurraban nerviosos. Había habido más amenazas durante el día, algunas de ellas a las pocas horas del discurso matutino del presidente. Ya había oscurecido y era casi hora de acompañar a los jueces que quedaban a sus respectivas casas. Cada uno disponía de cuatro agentes como guardaespaldas.

El juez Andrew McDowell, ahora, con sus sesenta y un años, el más joven de los componentes del Tribunal Supremo, fumaba su pipa junto a la ventana y contemplaba el tráfico. Si Jensen tenía un amigo entre sus colegas, éste era McDowell. Fletcher Coal le había comunicado a Runyan que el presidente no sólo asistiría al funeral de Jensen, sino que quería pronunciar unas palabras. Ninguno de los miembros del sanctasanctórum quería que el presidente hablara. El presidente del Tribunal le había pedido a McDowell que preparara un pequeño discurso. Tímido y enemigo de hablar en público, McDowell jugaba con su pajarita e intentaba imaginar a su amigo en el cine, con una soga alrededor del cuello. Era demasiado horrible para pensar en ello. Un juez del Tribunal Supremo, uno de sus distinguidos colegas, uno de los nueve, oculto en semejante lugar viendo ese tipo de películas y expuesto de un modo tan horrible. Una embarazosa tragedia. Intentó imaginarse a sí mismo en la iglesia, ante la madre y demás parientes de Jensen, consciente de que todo el mundo pensaba en el cine Montrose. «¿Sabías que era marica?», se preguntarían unos a otros al oído. McDowell no lo sabía, ni lo sospechaba. Ni quería hablar en el funeral.

Al juez Ben Thurow, de sesenta y ocho años, no le preocupaban tanto los funerales como atrapar a los asesinos. Había sido fiscal federal en Minnesota y, según su teoría, agrupaba a los sospechosos en dos categorías: los que actuaban por odio y sed de venganza, y los que pretendían afectar las decisiones futuras. Había dado instrucciones a sus secretarios, para que empezaran a investigar.

–Entre todos somos veintisiete secretarios y siete jueces -dijo mientras paseaba por la sala y sin dirigirse a nadie en particular-. Es evidente que no podremos hacer mucho trabajo durante las dos próximas semanas y todas las decisiones importantes tendrán que esperar a que el Tribunal esté de nuevo completo, para lo cual puede que transcurran algunos meses. Sugiero que utilicemos los secretarios para intentar resolver los asesinatos.

–No somos la policía -respondió pacientemente Manning.

–¿No podemos esperar por lo menos hasta después de los funerales para ponernos a jugar a Dick Tracy? – dijo McDowell, sin volver la cabeza de la ventana.

Thurow, como de costumbre, hizo caso omiso de sus palabras.

–Yo dirigiré la investigación. Préstenme sus secretarios durante dos semanas y creo que lograremos confeccionar una lista de sospechosos probables.

–El FBI está perfectamente capacitado para hacerlo, Ben -respondió el presidente del Tribunal-. Y no ha solicitado nuestra ayuda.

–Preferiría no hablar del FBI -dijo Thurow-. Podemos pasar dos semanas de luto oficial lamentándonos, o ponernos a trabajar y descubrir a esos cabrones.

–¿Cómo puede estar tan seguro de que logrará averiguarlo? – preguntó Manning.

–No estoy seguro de poder hacerlo, pero creo que vale la pena intentarlo. Nuestros colegas han sido asesinados por alguna razón y dicha razón está directamente relacionada con algún caso o asunto ya decidido, o pendiente de decisión por parte de este Tribunal. Si se trata de una venganza, nuestra labor es imposible. Maldita sea, todo el mundo nos odia por una razón u otra. Pero si no se trata de odio ni de venganza, puede que alguien quiera un Tribunal distinto para una decisión futura. Eso es lo intrigante. ¿Quién mataría a Abe y a Glenn por la forma en que pudieran votar en algún caso de este año, el año próximo, o dentro de cinco años? Quiero que los secretarios examinen todos los casos pendientes en las once audiencias territoriales.

–Por Dios, Ben -exclamó el juez McDowell, al tiempo que movía la cabeza-. Son más de cinco mil casos, una pequeña porción de los cuales acabarán en nuestras manos. Es como buscar una aguja en un pajar.

–Escúchenme, compañeros -agregó Manning, que tampoco estaba impresionado-. He trabajado con Abe Rosenberg durante treinta y un años, y a menudo he sentido la tentación de asesinarle personalmente. Pero le quería como a un hermano. Sus ideas liberales eran aceptadas en los sesenta y los setenta, pero quedaron anticuadas en los ochenta, y se han convertido en motivo de resentimiento ahora en los noventa. Se convirtió en un símbolo de todo lo que anda mal en este país. Estoy convencido de que ha sido asesinado por uno de esos odiosos grupos de derechas y, aunque investiguemos hasta el fin de los tiempos, no encontraremos nada. Ben, se trata pura y simplemente de una venganza.

–¿Y Glenn? – preguntó Thurow.

–Evidentemente, nuestro amigo tenía insólitas predisposiciones. Debió correrse la voz y era un blanco fácil para dichos grupos. Odian a los homosexuales, Ben.

Ben no dejaba de pasear, sin prestar atención a sus compañeros.

–Nos odian a todos nosotros y si han matado por odio, la policía los atrapará. Tal vez. Pero supongamos que hayan matado para manipular este Tribunal. ¿No cabe la posibilidad de que hayan aprovechado este momento de inquietud y violencia para eliminar a dos de nuestros compañeros, con el propósito de modificar el Tribunal? A mí me parece muy plausible.

–Y a mí me parece que no haremos nada hasta que hayan sido enterrados, o sus cenizas desparramadas -dijo el presidente del Tribunal, después de aclararse la garganta-. No me niego a su propuesta, Ben, sólo insisto en que esperemos unos días. Dejemos que amaine la tormenta. Todos estamos todavía trastornados.

Thurow se disculpó y abandonó la sala. Sus guardaespaldas le siguieron por el pasillo.

El juez Manning se levantó bastón en mano, para dirigirse al presidente del Tribunal.

–Yo no pienso ir a Providence. Odio los aviones y odio los funerales. Dentro de poco tendré que asistir al mío propio y no me gusta que me lo recuerden. Mandaré mi pésame a la familia. Cuando les vean, les ruego se disculpen en mi nombre. Soy muy anciano -dijo, antes de retirarse acompañado de su secretario.

–Creo que el juez Thurow tiene razón -dijo Jason Kline-. Me parece que debemos examinar por lo menos los casos pendientes y los que probablemente lleguen a nuestras manos, procedentes de las audiencias territoriales. La posibilidad es remota, pero puede que descubramos algo.

–Estoy de acuerdo -respondió el presidente-. Sólo que me parece un poco prematuro. ¿A usted no?

–Sí, pero de todos modos me gustaría empezar cuanto antes.

–No. Espere hasta el lunes y trabajará con Thurow.

Kline se encogió de hombros y se retiró seguido de otros dos secretarios, para dirigirse al despacho de Rosenberg, donde se sentaron en la oscuridad a saborear el último brandy de Abe.

En un abigarrado escritorio del quinto piso de la biblioteca jurídica, entre hileras de gruesos libros raramente consultados, Darby Shaw estudiaba una lista de casos del Tribunal Supremo. La había examinado ya dos veces y la encontraba llena de controversia, pero no había descubierto nada interesante. Dumond provocaba disturbios. Había un caso de pornografía infantil de Nueva Jersey, uno de sodomía de Kentucky, una docena de apelaciones penales, una docena de casos civiles diversos, y la selección habitual de casos de impuestos, delimitaciones, indios, y pleitos contra las grandes empresas. Había obtenido resúmenes informáticos de cada uno de los casos y los había examinado dos veces. A continuación elaboró una lista de posibles sospechosos, pero que sería evidente para cualquiera. Ahora la había arrojado ya a la papelera.

Callahan estaba seguro de que habían sido los arios, los nazis o el Klan; algún colectivo claramente identificable de terroristas domésticos; algún grupo radical de vigilantes. Para él era evidente que tenían que ser los derechistas. Darby no estaba segura. Los grupos inspirados en el odio eran demasiado evidentes. Habían proferido demasiadas amenazas, tirado demasiadas piedras, celebrado demasiadas manifestaciones, pronunciado demasiados discursos. Necesitaban a Rosenberg vivo, porque era un blanco irresistible para su odio. Rosenberg justificaba su existencia. En su opinión, se trataba de alguien mucho más siniestro.

Callahan estaba ahora en un bar de Canal Street, borracho, esperándola a ella, aunque no le había prometido que viniera. Darby había pasado por su casa a la hora del almuerzo y se lo había encontrado borracho en el balcón del primer piso, leyendo un libro de opiniones de Rosenberg. Había decidido anular las clases de Derecho constitucional durante una semana, e incluso dudaba de que pudiera volver a dar clases de la asignatura, ahora que su héroe había fallecido. Le había dejado solo, después de aconsejarle que dejara de beber.

Poco después de las diez, Darby había entrado en la sala de ordenadores del cuarto piso de la biblioteca para sentarse delante de un monitor. La estancia estaba vacía. Tecleó, encontró lo que buscaba, y pronto la impresora empezó a escupir página tras página de los recursos de apelación pendientes, en los once tribunales federales de apelación de todo el país. Al cabo de una hora, cuando paró la impresora, tenía en su poder un sumario de quince centímetros de grosor, con las listas de casos de los once tribunales. Eran más de las once y el quinto piso estaba desierto. Desde una estrecha ventana, se divisaba el paisaje poco inspirador de un aparcamiento y unos árboles.

Se quitó los zapatos y contempló el barniz rojo de las uñas de sus pies. A continuación tomó un refresco, con la mirada perdida en la lejanía. El primer supuesto era fácil: ambos asesinatos habían sido cometidos por el mismo grupo y por las mismas razones. El segundo era difícil: el motivo no era el odio ni la sed de venganza, sino la manipulación. En algún lugar había un caso o algún asunto de camino al Tribunal Supremo, y alguien quería que los jueces fueran otros. El tercer supuesto era un poco más fácil: del caso o asunto en cuestión dependía una gran cantidad de dinero.

La respuesta no se hallaría en los papeles que tenía delante. Siguió examinándolos hasta la medianoche y se retiró cuando cerraron la biblioteca.

OCHO

El jueves a las doce del mediodía, una secretaria entró con una bolsa decorada con manchas de grasa, llena de bocadillos y aros de cebolla a la romana, en la húmeda sala de conferencias del quinto piso del edificio Hoover. En el centro de la sala cuadrada, había una mesa de caoba con veinte sillas a cada lado, rodeada del personal más selecto del FBI. Todas las corbatas estaban sueltas y las mangas arremangadas. Una fina nube de humo azul flotaba alrededor de la ordinaria lámpara gubernamental, un metro y medio por encima de la mesa.

El director Voyles tenía la palabra. Cansado y enojado, daba caladas a su cuarto cigarro de la mañana y paseaba lentamente frente a la pantalla, situada junto a su extremo de la mesa. La mitad de los presentes le escuchaban. La otra mitad habían cogido informes del centro de la mesa, para informarse acerca de las autopsias, el dictamen del laboratorio sobre la cuerda de nilón, Nelson Muncie, y otros pocos temas investigados apresuradamente. Los informes constaban de pocas páginas.

Uno de los que escuchaban y leían atentamente era el agente especial Eric East, brillante investigador aunque sólo llevaba diez años en el servicio. Seis horas antes, Voyles le había elegido para dirigir la investigación. El resto del equipo había sido elegido a lo largo de la mañana y ésta era su reunión organizativa.

East escuchaba y oía lo que ya sabía. La investigación podía durar semanas, probablemente meses. A excepción de las balas, nueve en total, la cuerda y la varilla de acero utilizada para el torniquete, no había ninguna prueba. Los vecinos de Georgetown no habían visto nada, ni se había detectado ningún personaje excepcionalmente sospechoso en el Montrose. No había huellas. Ninguna fibra. Nada. Se necesitaba mucho talento para matar con tanta nitidez, y mucho dinero para alquilar dicho talento. Voyles era pesimista en cuanto a la perspectiva de descubrir a los pistoleros. Debían concentrarse en quien les hubiera contratado.

–Hay un informe sobre la mesa -decía Voyles entre caladas-, referente a cierto Nelson Muncie, un millonario de Jackonville, Florida, que ha efectuado presuntas amenazas contra Rosenberg. Las autoridades de Florida están convencidas de que ha pagado un montón de dinero, para ordenar el asesinato del violador y de su abogado. Está todo en el informe. Dos de nuestros hombres han hablado con el abogado de Muncie esta mañana y les ha tratado con mucha hostilidad. Según el abogado, Muncie está en el extranjero y, evidentemente, no tiene idea de cuándo regresará. He asignado veinte agentes a que lo investiguen.

–El número cuatro es un pequeño grupo llamado Resistencia Blanca, formado por comandos de edad madura -prosiguió el director, después de encender nuevamente su cigarro y coger un documento de la mesa-, que vigilamos desde hace aproximadamente tres años. Ahí tienen el informe. A decir verdad, un sospechoso bastante improbable. Prefieren las bombas incendiarias y las cruces ardientes. Su especialidad no es la sutileza. Y lo que es más importante, no tienen mucho dinero. Dudo seriamente de que pudieran contratar pistoleros tan profesionales. De todos modos, he asignado veinte agentes a que los investiguen.

East desenvolvió un grueso bocadillo, lo olió, pero decidió no comérselo. La cebolla estaba fría. Se había quedado sin apetito. Escuchaba y tomaba notas. El número seis de la lista era un poco inusual. Un psicópata llamado Clinton Lane había declarado la guerra a los homosexuales. Su único hijo había abandonado la casa de campo de la familia en Iowa, para gozar de la vida homosexual en San Francisco, pero al poco tiempo había muerto del SIDA. Lane enloqueció e incendió las oficinas de la Coalición Homosexual en Des Moines. En mil novecientos ochenta y nueve, después de que le hubieran atrapado y condenado a cuatro años, escapó de la cárcel y desapareció. Según el informe, había organizado una sofisticada red de contrabando de cocaína y se había convertido en millonario. El dinero que ganaba lo utilizaba en su guerra privada contra maricas y lesbianas. El FBI intentaba atraparlo desde hacía cinco años, pero al parecer dirigía su organización desde México. Hacía años que mandaba cartas difamatorias al Congreso, al Tribunal Supremo y al presidente de la nación. A Voyles no le impresionaba Lane como sospechoso. No era más que un loco descabellado, pero no dejaría ninguna posibilidad por investigar. Le asignó sólo seis agentes.

Había diez nombres en la lista. Entre seis y veinte de los mejores agentes especiales eran asignados a cada sospechoso. Se elegía un jefe para cada unidad, que debía informar a East dos veces al día, quien a su vez se reunía con el director todas las mañanas y todas las tardes. Otro centenar de agentes, aproximadamente, recorrería las calles y el campo en busca de pistas.

Voyles habló de la discreción. Los periodistas les seguirían como sabuesos y, por consiguiente, la investigación debía ser estrictamente confidencial. Sólo él, el director, hablaría con la prensa y no les soltaría prácticamente nada.

Cuando se sentó, K. O. Lewis pronunció un monótono discurso sobre los funerales, la seguridad y la petición del presidente Runyan para colaborar en la investigación.

Eric East tomaba café frío y estudiaba la lista.

En treinta y cuatro años, Abraham Rosenberg había escrito nada menos que mil doscientos dictámenes. Su producción era fuente permanente de asombro para los exegetas constitucionales. De vez en cuando ignoraba los casos contra las grandes empresas y los relacionados con los impuestos, pero si en el asunto detectaba el más ligero indicio de controversia, lo atacaba con todos sus sentidos. Había redactado opiniones mayoritarias, declaraciones de apoyo a la opinión mayoritaria, declaraciones de apoyo a las disensiones, y muchísimas disensiones. A menudo era el único en disentir. Todos los asuntos importantes a lo largo de treinta y cuatro años habían merecido algún tipo de opinión por parte de Rosenberg. Los críticos y los eruditos le admiraban. Publicaban libros, ensayos y críticas sobre su trabajo. Darby encontró cinco tomos independientes de dictámenes recopilados, con notas y anotaciones editoriales. Uno de los libros estaba dedicado exclusivamente a sus principales disensiones.

En lugar de ir a clase, el jueves se recluyó en el estudio del quinto piso de la biblioteca. Tenía el suelo nítidamente cubierto de impresiones informáticas. Los libros de Rosenberg estaban abiertos, señalados y amontonados uno encima de otro.

Había una razón para los asesinatos. El odio y la venganza serían aceptables sólo para Rosenberg. Pero si se agregaba Jensen a la ecuación, el odio y la venganza ya no tenían tanto sentido. Sin duda era susceptible de inspirar odio, pero no había despertado tantas pasiones como Yount, o incluso Manning.

Darby no encontró ningún libro crítico sobre los dictámenes del juez Glenn Jensen. En seis años, sólo había redactado veintiocho opiniones mayoritarias, la producción más reducida del Tribunal Supremo. Había redactado unos pocos disensos y apoyado otros, pero trabajaba con una lentitud pasmosa. Unas veces se expresaba con claridad y lucidez, y otras con torpeza y confusión.

Estudió los dictámenes de Jensen. Su ideología variaba radicalmente de año en año. Era generalmente coherente en su protección de los derechos de los acusados, pero había suficientes excepciones para desconcertar a cualquier erudito. Entre siete propuestas, había votado cinco a favor de los indios. Había redactado tres opiniones mayoritarias definitivamente proteccionistas del medio ambiente. Era casi impecable en su apoyo por los que protestaban contra los impuestos.

Pero no había pistas. Jensen era demasiado excéntrico para tomárselo en serio. Comparado con los otros ocho, era inofensivo.

Acabó de tomarse otro refresco y abandonó de momento las notas sobre Jensen. Había guardado su reloj en un cajón. No tenía ni idea de la hora que era. A Callahan se le había pasado la borrachera y le apetecía cenar tarde en el restaurante de Mister B’s, en el Quarter. Darby sentía la necesidad de llamarle.

Dick Mabry, actual redactor de discursos y mago de la palabra, estaba sentado junto al escritorio del presidente, mientras éste y Coal leían el tercer borrador del discurso propuesto para el funeral del juez Jensen. Coal había rechazado los dos primeros, y Mabry todavía no estaba seguro de lo que querían. Coal sugería algo. El presidente pedía otra cosa. Al principio Coal había llamado para decir que olvidaran lo del discurso, porque el presidente no asistiría al funeral. A continuación había llamado el presidente y le había pedido que preparara unas palabras, porque Jensen era amigo suyo y no por el hecho de ser marica dejaba de serlo.

Mabry sabía que Jensen no era amigo del presidente, sino un juez recién asesinado que gozaría de un visible funeral. Luego había vuelto a llamar Coal, para decir que no estaban seguros de si el presidente asistiría al funeral, pero que preparara de todos modos unas palabras por si acaso. El despacho de Mabry estaba en el antiguo edificio ejecutivo, junto a la Casa Blanca, y a lo largo del día se hacían apuestas sobre si el presidente asistiría al funeral de un conocido homosexual. Dos tercios del personal de la oficina apostaba que no lo haría.

–Mucho mejor, Dick -dijo Coal, después de doblar el papel.

–A mí también me gusta -agregó el presidente.

Mabry se había percatado de que el presidente solía esperar a que Coal expresara su aprobación, antes de manifestar su opinión.

–Puedo intentarlo de nuevo -declaró Mabry, al tiempo que se ponía de pie.

–No, no -insistió Coal-. Éste tiene el toque correcto. Muy penetrante. Me gusta.

Acompañó a Mabry a la puerta y la cerró.

–¿Qué le parece? – preguntó el presidente.

–Debemos anularlo. Tengo un mal presentimiento. La publicidad sería fantástica, pero usted pronunciaría estas hermosas palabras sobre un cuerpo hallado en un antro pornográfico de maricas. Demasiado arriesgado.

–Sí. Creo que…

–Ésta es nuestra crisis, jefe. El índice de popularidad sigue aumentando y, simplemente, no quiero arriesgarme.

–¿Deberíamos mandar a alguien?

–Por supuesto. ¿Qué le parece el vicepresidente?

–¿Dónde está?

–En un avión procedente de Guatemala. Llegará esta noche -respondió Coal, sonriendo de pronto para sí-. El funeral de un homosexual, ideal para el vicepresidente.

–Perfecto -rió el presidente.

–Hay un pequeño problema -dijo Coal después de dejar de sonreír, mientras paseaba frente al escritorio-. El funeral de Rosenberg se celebrará el sábado, a sólo ocho manzanas de aquí.

–Prefiero pasar el día en el infierno.

–Lo sé. Pero su ausencia llamará mucho la atención.

–Podría ingresar en el hospital de Walter Reed con un ataque de lumbago. No sería la primera vez.

–No, jefe. La reelección es el próximo año. Debe mantenerse alejado de los hospitales.

El presidente golpeó la superficie del escritorio con las palmas de ambas manos y se puso de pie.

–¡Maldita sea, Fletcher! No puedo asistir a ese funeral, porque no podré dejar de sonreír. Le odiaba el noventa por ciento de la población norteamericana. Al pueblo le encantará que no asista.

–Cuestión de protocolo, jefe. De buen gusto. La prensa le crucificará, si no lo hace. No le causará ningún daño. No tiene que decir nada. Sólo entrar y salir con aspecto compungido, y permitir que le capten las cámaras. Tardará menos de una hora.

El presidente estaba agachado sobre una bola color naranja, con su putter en las manos.

–Entonces también tendré que asistir al de Jensen.

–Exactamente. Pero olvídese del discurso.

–Sólo hablé con él dos veces -dijo el presidente, mientras golpeaba la bola.

–Lo sé. Asistamos discretamente a ambos funerales, sin decir palabra y desaparezcamos.

–Creo que tiene razón -asintió, al tiempo que golpeaba de nuevo la bola.

NUEVE

Thomas Callahan se levantó tarde, después de dormir solo. Se había acostado temprano, sobrio y también solo. Hacía tres días que anulaba sus clases. Hoy era viernes, al día siguiente se celebraría el funeral de Rosenberg, y por respeto a su ídolo no daría clases de Derecho constitucional, hasta que descansara debidamente en paz.

Después de prepararse un café, se sentó en el balcón con su albornoz. La temperatura estaba por debajo de los veinte grados, había refrescado por primera vez desde la entrada del otoño, y había mucha animación en la calle. Saludó con la cabeza a la anciana de nombre desconocido, que vivía en la casa de enfrente. A sólo una manzana se encontraba Bourbon, lleno ya de turistas con sus pequeños mapas y sus cámaras. El alba pasaba inadvertida en el barrio, pero a las diez sus callejuelas estaban llenas de camiones de reparto y taxis.

En dichas mañanas de holgazanería, que en su caso eran abundantes, Callahan disfrutaba de su libertad. Hacía veinte años que se había licenciado y la mayoría de sus contemporáneos trabajaban setenta horas semanales en agobiantes fábricas jurídicas. Había trabajado dos años en un bufete. Un monstruoso despacho de Washington, con doscientos abogados, le había ofrecido trabajo recién salido de Georgetown y había pasado los primeros seis meses escribiendo informes, en un escritorio diminuto. A continuación había pasado a formar parte de la cadena de montaje, donde su misión consistía en responder a interrogatorios sobre anticonceptivos intrauterinos doce horas diarias, con la expectativa de que facturara dieciséis. Le dijeron que si lograba condensar veinte años en los próximos diez, cabía la posibilidad de que llegara a ser socio de la empresa a la abrumadora edad de treinta y cinco años.

Con la esperanza de vivir más de cincuenta años, Callahan abandonó el aburrimiento de la abogacía. Obtuvo un master en Derecho y se convirtió en profesor. Se levantaba tarde, trabajaba cinco horas diarias, de vez en cuando escribía algún artículo y, durante la mayor parte del tiempo, se divertía enormemente. Sin familia a la que mantener, su salario de setenta mil dólares anuales era más que suficiente para costear su dúplex, su Porsche y la bebida. Si moría joven, sería a causa del whisky y no del trabajo.

Suponía también un sacrificio. Muchos de sus compañeros de estudios eran ahora copropietarios de grandes bufetes, con espectaculares placas de bronce e ingresos de medio millón de dólares anuales. Se codeaban con altos ejecutivos de IBM, Texaco y State Farm. Rivalizaban en poder con los senadores. Tenían despachos en Tokyo y en Londres. Pero no los envidiaba.

Uno de sus mejores amigos de la facultad era Gavin Verheek, que también había abandonado la abogacía privada para trabajar para el gobierno. Primero había trabajado en el Departamento de Derechos civiles del Ministerio de Justicia y, más adelante, le habían trasladado al FBI. Ahora era asesor especial del director. Callahan debía estar en Washington el lunes, para asistir a una conferencia de profesores de Derecho constitucional. Él y Verheek pensaban verse, para cenar juntos y emborracharse el lunes por la noche.

Debía llamarle, a fin de confirmar la cita y aprovecharse de sus conocimientos. Marcó el número de memoria. Transfirieron su llamada de una extensión a otra y, después de cinco minutos de preguntar por Gavin Verheek, su amigo estaba al teléfono.

–Estoy muy ocupado -dijo Verheek.

–Es un placer oír tu voz -respondió Callahan.

–¿Cómo estás, Thomas?

–Son las diez y media. Todavía no me he vestido. Estoy sentado aquí, en el barrio francés, tomando café y contemplando a la gente que pasea por Dauphine Street. ¿Cómo estás tú?

–Vaya vida. Aquí son las once y media, y no he salido de mi despacho desde que encontraron los cadáveres el miércoles por la mañana.

–Me pone enfermo, Gavin. Nombrará a un par de nazis.

–Bien, claro, en mi situación no puedo comentar sobre este asunto. Pero sospecho que tienes razón.

–Sospechar un carajo. Apuesto a que ya has visto la lista de candidatos, ¿no es cierto, Gavin? Seguro que ya estáis investigando su historial. Válgame Dios, Gavin, puedes confiar en mí. ¿Quién está en la lista? No se lo contaré a nadie.

–Ni yo tampoco, Thomas. Pero puedo prometerte una cosa, tu nombre no figura en la misma.

–Menuda decepción.

–¿Cómo está la chica?

–¿Qué chica?

–Por Dios, Thomas. La chica.

–Encantadora, brillante, llena de amabilidad y de ternura…

–Sigue.

–¿Quién ha cometido los asesinatos, Gavin? Tengo derecho a saberlo. Pago mis impuestos y tengo derecho a conocer el nombre de los asesinos.

–¿Cómo se llama la chica?

–Darby. ¿Quién los ha asesinado y por qué?

–Siempre has sabido elegir los nombres, Thomas. Recuerdo ocasiones en las que te negaste a tener relaciones con alguna chica porque no te gustaba su nombre. Podía ser encantadora y apasionada, pero con un nombre insípido. Darby. Tiene un toque atractivamente erótico. Menudo nombre. ¿Cuándo la conoceré?

–No lo sé.

–¿Vive contigo?

–No es de tu incumbencia. Escúchame, Gavin. ¿Quién ha cometido los asesinatos?

–¿No lees los periódicos? No tenemos ningún sospechoso. Ninguno. Nada.

–¿Conoceréis sin duda el motivo?

–Muchos motivos. En la calle hay mucho odio, Thomas. Curiosa combinación, ¿no te parece? Jensen es difícil de imaginar. El director nos ha ordenado investigar casos pendientes, dictámenes recientes, pautas en las votaciones y bobadas por el estilo.

–Maravilloso, Gavin. Todos los exegetas de la Constitución del país juegan ahora a ser detectives, e intentan resolver los asesinatos.

–¿Tú no?

–No. Decidí emborracharme cuando oí la noticia, pero ahora ya estoy sobrio. Mi chica, sin embargo, se ha entregado plenamente al mismo tipo de investigación que hacéis vosotros, y no me hace ningún caso.

–Darby. Vaya nombre. ¿De dónde es?

–De Denver. ¿Nos vemos el lunes?

–Tal vez. Voyles quiere que trabajemos día y noche, hasta que los ordenadores nos faciliten los nombres de los asesinos. De todos modos, tengo el propósito de incluirte en la investigación.

–Gracias. Confío en que me facilites un informe completo, Gavin. No simples rumores.

–Thomas, Thomas. Siempre en busca de información. Y, como de costumbre, no tengo ninguna para darte.

–Me lo contarás todo cuando estés borracho, Gavin. Siempre lo haces.

–¿Por qué no traes a Darby contigo? ¿Qué edad tiene? ¿Diecinueve?

–Veinticuatro y no ha sido invitada. Puede que más adelante.

–Tal vez. Amigo mío, tengo que dejarte. He de reunirme con el director dentro de treinta minutos. Por aquí la tensión es tan palpable, que hasta se huele en el ambiente.

Callahan marcó el número de la biblioteca jurídica y preguntó si habían visto a Darby Shaw. Respuesta negativa.

Darby dejó el coche en el aparcamiento casi vacío del edificio federal en Lafayette y entró en la secretaría del primer piso. Era viernes al mediodía, no se celebraba ningún juicio y los pasillos estaban casi desiertos. Se acercó al mostrador, miró por una ventanilla abierta y esperó. Una secretaria, que se disponía a salir para almorzar, se acercó de mal talante.

–¿En qué puedo servirla? – preguntó, en el tono característico de un funcionario de bajo rango, dispuesta a cualquier cosa menos a prestar un servicio.

–Deseo consultar este sumario -respondió Darby, al tiempo que entregaba un papel en la ventanilla.

–¿Por qué? – preguntó la secretaria, después de echar una ojeada al papel.

–No tengo por qué dar explicaciones. Los archivos son públicos, ¿no es cierto?

–Semipúblicos.

–¿Está usted familiarizada con la Ley de la Libertad de Información? – preguntó Darby, al tiempo que cogía el papel y lo doblaba.

–¿Es usted abogado?

–No tengo por qué serlo para consultar el sumario.

La secretaria abrió un cajón del mostrador y cogió un llavero.

–Sígame -dijo con un movimiento de la cabeza.

En la puerta decía «SALA DEL JURADO», pero en el interior no había mesas ni sillas, sólo archivos y cajas junto a las paredes. Darby miró a su alrededor.

–Ahí lo tiene, junto a esa pared -declaró la secretaria. El resto son otras cosas. En el primer armario están todos los alegatos y la correspondencia. Lo demás son pruebas, exposiciones y el juicio.

–¿Cuándo se celebró el juicio?

–El verano pasado. Duró dos meses.

–¿Dónde está el recurso de apelación?

–Todavía no está completo. Creo que la fecha límite es el primero de noviembre. ¿Es usted periodista o algo por el estilo?

–No.

–Bien. Como usted evidentemente sabe, estos archivos son en realidad públicos. Pero el juez ha impuesto ciertas limitaciones. En primer lugar, debe darme su nombre y la hora exacta de su visita. En segundo lugar, no se puede sacar nada de esta sala. En tercer lugar, no está permitido copiar ningún documento, hasta que esté completo el recurso de apelación. En cuarto lugar, debe volver a dejar todo lo que toque en el lugar exacto donde lo encontró. Ordenes del juez.

–¿Por qué no puedo hacer copias? – preguntó Darby, mientras contemplaba la pared llena de archivos.

–Pregúnteselo a su señoría. Y ahora, ¿le importaría darme su nombre?

–Darby Shaw.

–¿Cuánto tiempo piensa permanecer aquí? – preguntó la secretaria, después de tomar nota en una carpeta colgada cerca de la puerta.

–No lo sé. Tres o cuatro horas.

–Cerramos a las cinco. Pase por mi despacho cuando termine.

La secretaria cerró la puerta con una mueca. Darby abrió un cajón lleno de alegatos, y empezó a examinar los documentos y tomar notas. El pleito había empezado hacía siete años, entre un demandante y treinta y ocho poderosas grandes empresas demandadas, que habían contratado y despedido nada menos que a quince bufetes a lo largo y ancho del país. Grandes bufetes, muchos de ellos con centenares de abogados y docenas de despachos.

Después de siete años de batallas jurídicas, el resultado era todavía sumamente dudoso. La lucha era encarnizada. El veredicto del juicio sólo había supuesto una victoria temporal para los demandados. Los demandantes, en el recurso de apelación, alegaban que el veredicto había sido comprado u obtenido de algún otro modo ilegal. Numerosas cajas de mociones. Acusaciones y contraacusaciones. Peticiones de sanciones y multas, de los demandantes a los demandados y viceversa. Un sinfín de declaraciones juradas, en las que se detallaban mentiras y abusos por parte de los abogados y de sus defendidos. Uno de los abogados había fallecido.

Otro, según un compañero de Darby que había trabajado en aspectos periféricos del caso, había intentado suicidarse. Su amigo había trabajado como pasante durante el verano para un bufete de Houston y, aunque tenía poca información a su alcance, oía las habladurías.

Darby desplegó una silla y contempló los archivos. Tardaría cinco horas sólo para encontrar el material.

La publicidad no había beneficiado al cine Montrose. La mayoría de sus clientes usaban gafas oscuras por la noche y solían entrar y salir con la mayor discreción posible. Ahora que un juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos había sido hallado muerto en una butaca, el local era famoso y los curiosos pasaban a todas horas para verlo y tomar fotografías. La mayoría de los clientes habituales iban a otros lugares. Sólo los más audaces entraban apresuradamente cuando había poco tráfico.

Tenía el aspecto de un cliente habitual cuando entró apresuradamente y compró su entrada sin mirar a la taquillera. Gorra de béisbol, gafas oscuras, vaqueros, cabello impecable y chaqueta de cuero. Su disfraz era perfecto, pero no porque fuera homosexual y le avergonzara ser visto en semejantes lugares.

Era medianoche. Subió la escalera hasta el primer piso, con una sonrisa en los labios al pensar en Jensen con la soga alrededor del cuello. Después de cerrar la puerta, se instaló en la sección central lejos de todo el mundo. Se dejó las gafas puestas e intentó no mirar a la pantalla. Pero era difícil y le molestaba.

Había otras cinco personas en el cine. Cuatro filas más arriba, a su derecha, una pareja de enamorados no dejaba de besarse y manosearse. De haber tenido un bate de béisbol a mano, los habría mandado a ambos a mejor vida. O un trozo de cuerda de nilón amarillo.

Después de veinte minutos de sufrimiento y cuando estaba a punto de sacarse algo del bolsillo, alguien le puso la mano en el hombro. Una mano suave. Reaccionó con tranquilidad.

–¿Puedo sentarme contigo? – preguntó una voz profunda y masculina a su espalda.

–No. Y retira la mano.

La mano se retiró. Transcurrieron unos segundos y era evidente que no insistiría. Entonces desapareció.

Aquello era una tortura para alguien que odiaba la pornografía. Tenía ganas de vomitar. Después de mirar por encima del hombro, se llevó cuidadosamente la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó una caja negra de quince centímetros de longitud, once de anchura y siete de altura, que dejó en el suelo entre los pies. Con un bisturí, practicó una meticulosa incisión en la tapicería de la butaca adjunta y, después de echar una ojeada a su alrededor, introdujo la caja negra en el asiento. Era una butaca verdaderamente antigua, de muelles, en la que tuvo que mover cuidadosamente la caja de costado para insertarla en la misma, de modo que el interruptor y el tubo fueran apenas visibles a través de la incisión.

Respiró hondo. A pesar de que el artefacto había sido construido por un auténtico profesional, un genio legendario de las bombas en miniatura, no resultaba agradable. circular con el maldito artilugio en el bolsillo de la chaqueta, a escasos centímetros del corazón y demás órganos vitales. Tampoco se sentía particularmente cómodo sentado junto al mismo.

Aquella era la tercera instalación de la noche y le quedaba otra por hacer, en un cine donde proyectaban anticuadas películas de pornografía heterosexual. Casi le consumía el deseo de llevar a cabo su misión, y eso le intranquilizaba.

Contempló a los dos amantes, cada vez más excitados y sin prestar atención alguna a la película, y pensó que ojalá estuvieran sentados cerca de la pequeña caja negra cuando ésta empezara a liberar su gas, y al cabo de treinta segundos cuando la bola de fuego abrasara todo lo existente entre la pantalla y la máquina de palomitas de maíz. Eso le gustaría.

Pero el grupo al que pertenecía no era partidario de la violencia, ni de la matanza indiscriminada de personas inocentes o insignificantes. Habían ejecutado a algunas víctimas que se lo merecían. Sin embargo, su especialidad era la demolición de estructuras utilizadas por el enemigo. Elegían blancos fáciles: clínicas abortistas desarmadas, desprotegidas dependencias del ACLU, o insospechables antros de perdición. No podían irles mejor las cosas. Ni una sola detención en dieciocho meses.

Eran las doce cuarenta, hora de regresar apresuradamente a su coche, aparcado a cuatro manzanas, en busca de otra caja negra para instalarla en el cine Pussycat, a seis manzanas de distancia, que cerraba a la una y media. El Pussycat ocupaba el número dieciocho o diecinueve en la lista, no lo recordaba con exactitud, pero de lo que sí estaba seguro era de que en tres horas y veinte minutos exactamente, los cines porno de Washington volarían por los aires. Se suponía que se habrían instalado cajas negras en veintidós antros aquella noche, que a las cuatro de la madrugada estarían cerrados, desiertos y arrasados. Tres de sesión continua habían sido eliminados de la lista, porque el grupo no era partidario de la violencia.

Se ajustó las gafas oscuras y echó una última ojeada a la butaca contigua. A juzgar por los vasos y bolsas de palomitas en el suelo, el local sólo se barría una vez por semana. Nadie detectaría el interruptor y el tubo, apenas visibles entre la harapienta tapicería. Pulsó cautelosamente el interruptor y abandonó el Montrose.

DIEZ