A pesar de tratarse de una crisis maravillosa, con el índice de popularidad en ascenso y Rosenberg muerto, con su imagen limpia e impecable y el pueblo norteamericano satisfecho de que controlara la situación, con los demócratas en busca de cobijo y la reelección del próximo año garantizada, le tenía harto, así como las persistentes reuniones antes del alba. Estaba harto de F. Denton Voyles, así como de su autocomplacencia y su arrogancia, y de su achaparrada figura al otro lado de su escritorio con su gabardina arrugada, mirando por la ventana mientras se dirigía al presidente de Estados Unidos. Estaba a punto de llegar para otra reunión antes del desayuno, otro tenso encuentro en el que Voyles sólo le revelaría parte de lo que sabía.

Estaba harto de estar en Babia y de sólo recibir los mendrugos que Voyles decidía arrojarle. Gminski también le arrojaba algunos, y entre los unos y los otros, se suponía que debía darse por satisfecho. No sabía nada comparado con ellos. Por lo menos contaba con Coal para examinar todos sus documentos, memorizarlos, y asegurar su honradez.

También estaba harto de Coal. Harto de su perfección y de su insomnio. Harto de su ingenio. Harto de su propensión a empezar la jornada cuando el sol estaba en algún lugar sobre el Atlántico, y a planificar cada maldito minuto de cada maldita hora del día, hasta que llegaba al Pacífico. Entonces llenaba una caja con toda la documentación del día, se la llevaba a su casa, la leía, la descifraba, la archivaba y regresaba radiante al cabo de unas pocas horas, con la dolorosamente aburrida mescolanza que había devorado. Cuando Coal estaba cansado, dormía cinco horas, pero lo habitual para él eran tres o cuatro. Salía de su despacho en el ala oeste todas las noches a las once, leía durante todo el camino a su casa en su limusina y, cuando el coche apenas se había enfriado, esperaba ya que le llevaran de nuevo a la Casa Blanca. Para él era un pecado llegar a su despacho después de las cinco de la madrugada. Y si él era capaz de trabajar ciento veinte horas a la semana, todos los demás podían trabajar por lo menos ochenta. Exigía ochenta. Después de tres años, nadie en la administración recordaba a cuánta gente había despedido Fletcher Coal, por no trabajar ochenta horas semanales. Ocurría como mínimo tres veces al mes.

Coal se sentía más feliz las mañanas en que había mucha tensión y debía celebrarse alguna reunión conflictiva. Durante la última semana, la tensión con Voyles había alimentado su buen humor. Estaba junto al escritorio, repasando la correspondencia, mientras el presidente examinaba el Post y un par de secretarias circulaban atareadas por el despacho.

El presidente le echó una ojeada. Impecable traje negro, camisa blanca, corbata de seda roja, demasiada brillantina en el pelo encima de las orejas. Estaba harto de él, pero se le pasaría cuando terminara la crisis y pudiera volver a concentrarse en el golf y Coal en la solución de detalles minuciosos. Se decía a sí mismo que él también tenía tanta energía y resistencia a los treinta y siete años, pero sabía que se mentía.

Coal chasqueó los dedos, miró fijamente a las secretarias y ellas se retiraron alegremente del despacho ovalado.

–Y ha dicho que no vendría si yo estaba presente. Es cómico -dijo Coal, claramente divertido.

–Creo que no le gusta -respondió el presidente.

–Le encantan las personas a las que puede dominar.

–Supongo que debo ser amable con él.

–Insista, jefe. Es preciso que abandone la investigación. Esa teoría es tan insustancial que resulta ridícula, pero en sus manos puede ser peligrosa.

–¿Qué ocurre con esa estudiante de Derecho?

–Lo estamos investigando. Parece inofensiva.

El presidente se puso de pie y se desperezó. Coal ordenaba papeles. Una secretaria anunció la llegada de Voyles por el intercomunicador.

–Me retiro -dijo Coal, para observar y escuchar la conversación a la vuelta de la esquina.

A instancias suyas, se habían instalado tres cámaras de circuito cerrado en el despacho ovalado. Los monitores estaban en una pequeña sala cerrada con llave del ala oeste. Él tenía la única llave. Sarge conocía la existencia de dicha sala, pero nunca se había molestado en entrar en la misma. Todavía. Las cámaras eran invisibles y supuestamente secretas.

El presidente se sentía mejor, sabiendo que Coal por lo menos vigilaría. Recibió a Voyles en la puerta con un caluroso apretón de manos y le acompañó al sofá, para charlar con franqueza y comodidad. Voyles no estaba impresionado. Sabía que Coal le estaría escuchando. Y observando.

Pero llevado por el espíritu de la ocasión, se quitó la gabardina y la dejó cuidadosamente sobre una silla. No quiso tomar café.

El presidente se cruzó de piernas. Llevaba puesto el jersey castaño. El abuelo.

–Denton -dijo con gravedad-, quiero pedirle disculpas por Fletcher Coal. No es una persona muy delicada.

Voyles movió ligeramente la cabeza. Serás imbécil. Hay suficientes cables en este despacho para electrocutar a la mitad de los funcionarios de Washington. Coal estaba en algún lugar del sótano, oyendo cómo se hablaba de su falta de delicadeza.

–Puede ser un auténtico imbécil, ¿no le parece? – refunfuñó Voyles.

–Indudablemente. Tendré que llamarle la atención. Es muy inteligente y trabaja muchísimo, pero a veces tiene tendencia a excederse.

–Es un cabrón y estoy dispuesto a decírselo a la cara -dijo Voyles, al tiempo que levantaba la cabeza para mirar a un respiradero encima del retrato de Thomas Jefferson, donde había oculta una cámara.

–Bien, procuraré que no se cruce en su camino, hasta que todo esto haya terminado.

–Sí, hágalo.

El presidente sorbía lentamente su café, mientras reflexionaba sobre lo que diría a continuación. Voyles no era conocido por su expresividad.

–Necesito un favor.

–Diga, señor -respondió Voyles imperturbable y sin parpadear.

–Necesito que se abandone ese asunto pelícano. Es una idea descabellada pero, diablos, en cierto modo me menciona a mí. ¿Con qué seriedad se lo toma?

La situación era cómica. Voyles tuvo que esforzarse para no sonreír. Funcionaba. El informe pelícano había inquietado al señor presidente y al señor Coal. Lo habían recibido el martes por la noche, les había preocupado durante todo el día del miércoles y ahora, en la madrugada del jueves, estaban de rodillas sobre algo que era casi una broma.

–Lo estamos investigando, señor presidente -mintió, sin que su interlocutor pudiera saberlo-. Seguimos todas las pistas y a todos los sospechosos. No se lo habría mandado, si no fuera serio.

Todos los surcos se agruparon en la tez morena del presidente y a Voyles le apetecía soltar una carcajada.

–¿Qué ha descubierto?

–Poca cosa, pero sólo hemos empezado. Llegó a nuestras manos hace menos de cuarenta y ocho horas y he asignado catorce agentes de Nueva Orleans a que lo indaguen. Pura rutina.

Mintió con tanta convicción, que casi oyó que Coal se atragantaba.

¡Catorce! Le produjo tal impacto en las entrañas que se puso de pie y dejó el café sobre la mesa. Catorce agentes federales exhibiendo sus placas y formulando preguntas. Era sólo cuestión de tiempo hasta que se divulgara la noticia.

–¿Ha dicho catorce? Parece bastante grave.

–Trabajamos con mucha seriedad, señor presidente -respondió Voyles, firme en su posición-. Hace una semana que se cometieron los asesinatos y empiezan a enfriarse las huellas. Investigamos las pistas tan rápido como podemos. Mis hombres trabajan día y noche.

–Lo comprendo perfectamente, ¿pero qué credibilidad le atribuye a esa teoría pelícano?

Era divertidísimo. Todavía no había mandado el informe a Nueva Orleans. A decir verdad, ni siquiera se había puesto en contacto con la oficina de Nueva Orleans. Le había ordenado a Eric East que mandara una copia por correo, con instrucciones de formular algunas preguntas discretas. Era un callejón sin salida, como tantas otras pistas que investigaban.

–Dudo de que haya algo sustancial en ello, señor presidente, pero debemos cercioramos.

Desaparecieron los surcos y se esbozó una sonrisa.

–No hace falta que le diga, Denton, los perjuicios que podría causar esa tontería si llegara a oídos de la prensa.

–No consultamos a la prensa cuando investigamos.

–Lo sé. No es preciso insistir en ello. Pero me gustaría que abandonara ese tema. Maldita sea, es absurdo, pero podría perjudicarme bastante. ¿Comprende lo que le digo?

–¿Me pide que haga caso omiso de un sospechoso, señor presidente? – preguntó Voyles con toda brutalidad.

Coal se inclinó sobre la pantalla.

–¡No, lo que le digo es que abandone el informe pelícano!, Lo dijo casi en voz alta. A Voyles podía decírselo con toda claridad. Se lo podía deletrear y luego darle un bofetón si se pasaba de listo. Pero estaba oculto en una habitación cerrada con llave, alejado de la acción. Y, de momento, sabía que estaba donde le correspondía.

El presidente cambió de posición y se cruzó de piernas.

–Vamos, Denton, sabe perfectamente a lo que me refiero. Hay peces gordos en el estanque. La prensa observa esta investigación, con anhelo por descubrir quiénes son los sospechosos. Ya sabe cómo son los periodistas. No tengo que recordarle que no gozo de su simpatía. No le caigo simpático ni a mi propio secretario de prensa. Olvídelo por un tiempo. Deje eso y persiga a los auténticos sospechosos. Esto es una majadería, pero podría colocarme en una situación sumamente embarazosa.

Denton le miró con dureza e inflexibilidad. El presidente cambió nuevamente de posición.

–¿Qué me dice de ese asunto de Khamel? ¿No es cierto que parece prometedor?

–Podría serlo.

–Puesto que hablamos de cifras, ¿cuántos agentes ha asignado a Khamel?

–Quince -respondió Voyles, casi con una carcajada.

El presidente quedó boquiabierto. Al principal sospechoso del caso se le asignaban quince agentes y a ese maldito asunto pelícano catorce.

Coal sonrió y movió la cabeza. Había atrapado a Voyles en sus propias mentiras. Al final de la página cuatro del informe del miércoles, Eric East y K. O. Lewis daban la cifra de treinta, no quince. Tranquilícese, jefe, le susurró Coal a la pantalla. Está jugando con usted.

El presidente estaba cualquier cosa menos tranquilo.

–Santo cielo, Denton. ¿Por qué sólo quince? Creí que se trataba de una pista significativa.

–Tal vez sean algunos más. Soy yo quien dirige la investigación, señor presidente.

–Lo sé. Y está haciendo un trabajo maravilloso. No pretendo entrometerme. Pero me gustaría que dirigiera sus esfuerzos en otra dirección. Eso es todo. Cuando leí el informe pelícano estuve a punto de vomitar. Si la prensa lo viera y empezara a indagar, me crucificaría.

–¿De modo que me pide que lo abandone?

El presidente se inclinó y le dirigió una furibunda mirada.

–No se lo pido, Denton. Le ordeno que lo abandone. Deje este asunto tranquilo un par de semanas. Dedíquese a otras cosas. Si sale a relucir de nuevo, échele otra ojeada. No olvide que aquí todavía soy yo quien manda.

Voyles cedió y sonrió ligeramente.

–Le propongo un trato. Su esbirro, Coal, me ha hecho una mala jugada con la prensa. Se han ensañado conmigo, por nuestras medidas de seguridad para proteger a Rosenberg y Jensen.

El presidente asintió con solemnidad.

–Mantenga a ese toro de lidia alejado de mí y yo olvidaré la teoría pelícano.

–Yo no hago tratos.

–De acuerdo -respondió Voyles con una mueca, pero sin perder la serenidad-. Mañana mandaré cincuenta agentes a Nueva Orleans. Y otros cincuenta al día siguiente. Pasearán por toda la ciudad mostrando sus placas y procurando llamar la atención.

El presidente se puso inmediatamente de pie y se acercó a la ventana que daba al jardín de las rosas. Voyles permaneció inmóvil, a la espera.

–De acuerdo, de acuerdo. Trato hecho. Controlaré a Fletcher Coal.

Voyles se levantó, para acercarse lentamente al escritorio.

–No confío en él y si vuelvo a oler su presencia durante esta investigación, el trato quedará anulado e investigaremos el informe pelícano con todos los medios a nuestra disposición.

–Trato hecho -sonrió calurosamente el presidente, con las manos en alto.

Voyles sonreía, el presidente sonreía y, en una pequeña habitación cerca de la sala de reuniones del gabinete, Fletcher Coal sonreía ante la pantalla. Esbirro y toro de lidia. Le encantaba. Esos eran términos que generaban leyendas.

Apagó las pantallas y cerró la puerta con llave. Podían hablar otros diez minutos sobre las investigaciones de los candidatos y les escucharía desde su despacho, donde tenía audio pero no vídeo. A las nueve tenía una reunión de personal. Un despido a las diez. Y tenía algo que mecanografiar. Grababa la mayoría de las circulares en un magnetófono y le entregaba la cinta a una secretaria. Pero de vez en cuando, Coal se veía obligado a recurrir a la circular fantasma. Se trataba de circulares que aparecían en el ala oeste, siempre muy polémicas, y que acababan habitualmente en manos de la prensa. Puesto que eran anónimas, podían encontrarse casi en cualquier escritorio. Coal chillaba y acusaba. Incluso había llegado a despedir a alguien por las circulares fantasmas, que procedían ineludiblemente de su máquina de escribir.

Constaba de cuatro párrafos a un espacio en una página, en los que se resumía lo que sabía acerca de Khamel y de su reciente salida de Washington. Sugería tenues vínculos con los libios y los palestinos. Coal estaba admirado. ¿Cuánto tardaría antes de llegar al Post o al Times? Hacía pequeñas apuestas consigo mismo, para saber cuál sería el periódico que lo recibiría primero.

El director estaba en la Casa Blanca, y de allí cogería el avión a Nueva York para regresar al día siguiente. Gavin merodeaba por la antesala del despacho de K. O. Lewis, a la espera de un pequeño hueco, y entró.

–Pareces asustado -dijo Lewis, que estaba irritado, pero que no dejaba de comportarse nunca como un caballero.

–Acabo de perder a mi mejor amigo.

Lewis siguió a la espera de más información.

–Se llamaba Thomas Callahan. Era el individuo de Tulane que me trajo el informe pelícano, que ha circulado de mano en mano, se ha mandado a la Casa Blanca y quién sabe adónde, y ahora está muerto. Hecho añicos anoche por un coche bomba en Nueva Orleans. Asesinado, K. O.

–Lo siento.

–No es cuestión de sentirlo. Evidentemente la bomba iba dirigida contra Callahan y la estudiante que escribió el informe, una chica llamada Darby Shaw.

–Vi su nombre en el informe.

–Exactamente. Salían juntos y se suponía que estarían ambos en el coche cuando estalló la bomba. Pero ella sobrevivió y me ha llamado por teléfono a las cinco de la madrugada. Muerta de miedo.

–No sabes con seguridad que se tratara de una bomba -respondió Lewis que le escuchaba, pero sin darle importancia al asunto.

–Ella me ha dicho que fue una bomba. ¡Estalló! y lo hizo volar todo por los aires. Tengo la seguridad de que él está muerto.

–¿Y crees que hay alguna relación entre su muerte y el informe?

Gavin era abogado, carecía de formación en el arte de la investigación, y no quería parecer ingenuo.

–Podría haberla. Sí, creo que sí. ¿Tú no lo crees?

–No importa, Gavin. Acabo de hablar por teléfono con el director. Hemos abandonado el asunto pelícano. No estoy seguro de que jamás nos hayamos ocupado de ello, pero no le vamos a dedicar más tiempo.

–Mi amigo ha muerto a consecuencia de un coche bomba.

–Lo siento. Estoy seguro de que las autoridades locales lo investigarán.

–Escúchame, K. O. Te estoy pidiendo un favor.

–Escúchame tú a mí, Gavin. No puedo hacer favores. Son muchas las liebres que perseguimos en estos momentos y si el director nos ordena parar, paramos. Habla con él si lo deseas, pero no te lo aconsejo.

–Puede que no lo haya enfocado debidamente. Creí que me escucharías y, por lo menos, fingirías interesarte.

–Gavin, tienes mal aspecto -dijo Lewis, mientras daba la vuelta a su escritorio-. Tómate el día libre.

–No. Regresaré a mi despacho, esperaré una hora y volveré aquí para insistir de nuevo. ¿Podemos volver a intentarlo dentro de una hora?

–No. Voyles ha sido muy explícito.

–También lo ha sido la chica, K. O. Él ha sido asesinado y ella está ahora escondida en algún lugar de Nueva Orleans, aterrorizada de su propia sombra, nos llama para pedir ayuda y resulta que estamos demasiado ocupados.

–Lo siento.

–No, no lo sientes. Es culpa mía. Debía haber arrojado ese maldito "documento a la papelera.

–Ha surtido un efecto útil, Gavin -respondió Lewis, al tiempo que le colocaba la mano sobre el hombro, como si su tiempo hubiera concluido y estuviera cansado de discutir aquel tema.

Gavin se separó de él y se dirigió a la puerta.

–Claro, os ha facilitado algo con qué jugar. Debí haberlo quemada.

Es demasiado bueno para quemarlo, Gavin.

–No me doy por vencido. Regresaré dentro de una hora y volveremos a intentarlo. Esto no ha funcionado como era debido.

Verheek salió dando un portazo.

Darby entró en los almacenes de Rubinstein Brothers por la puerta de Canal Street y se ocultó entre las estanterías de camisas masculinas. Nadie la seguía. Cogió rápidamente un anorak azul marino, tamaño masculino pequeño, unas gafas de sol estilo aviador unisex, y una gorra de piloto automovilístico británico, también de tamaño masculino pequeño, pero a su medida. Pagó con plástico. Después de que la dependienta extendiera la factura, retiró las etiquetas y se puso el anorak. Era holgado, como las prendas que solía usar para asistir a clase. Ocultó la cabellera bajo el cuello de la chaqueta, mientras la dependienta la observaba discretamente, salió del almacén y se perdió entre la muchedumbre.

Estaba de nuevo en Canal Street. Un grupo de turistas entraba en Sheraton y se unió a ellos. Se dirigió a las cabinas que había junto a la pared, encontró el número y llamó a la señora Chen, su vecina que vivía en el dúplex contiguo. ¿Había visto u oído algo? Muy temprano, alguien había llamado a la puerta. Todavía no había amanecido y el ruido la había despertado. No había visto nada, sólo el ruido. Su coche seguía en la calle. ¿Todo bien? Sí, perfecto. Gracias.

Mientras observaba a los turistas, marcó el número particular de Gavin Verheek. Después de relativamente pocos problemas y de repetir durante tres minutos el nombre de Gavin, sin querer dar el suyo, oyó su voz.

–¿Dónde estás? – preguntó.

–Deja que te explique algo. De momento, no te diré a ti ni a nadie donde me encuentro. De modo que no me lo preguntes.

–De acuerdo. Supongo que eres tú quien fija las reglas.

–Gracias. ¿Qué ha dicho el señor Voyles?

–El señor Voyles estaba en la Casa Blanca y no he podido hablar con él. Intentaré hacerlo más tarde.

–Eso me parece muy insatisfactorio, Gavin. Llevas casi cuatro horas en el despacho y no has conseguido nada. Esperaba más de ti.

–Ten paciencia, Darby.

–Con paciencia lograré que me maten. Andan tras de mí, ¿no es cierto, Gavin?

–No lo sé.

–¿Qué harías si supieras que deberías haber muerto, que la gente que intenta matarte ha ordenado el asesinato de dos jueces del Tribunal Supremo, ha eliminado a un simple profesor de Derecho, y dispone de miles de millones de dólares que evidentemente está dispuesta a utilizar para asesinar? ¿Qué harías, Gavin?

–Acudir al FBI.

–Thomas lo hizo y está muerto.

–Gracias, Darby. Eso no es justo.

–No son las susceptibilidades o los sentimientos lo que me preocupa. Mi propósito es el de sobrevivir hasta el mediodía.

–No vayas a tu casa.

–No soy imbécil. Ya han estado allí. Y estoy segura de que vigilan su casa.

–¿Dónde está la familia de Thomas?

–Sus padres viven en Nápoles, Florida. Supongo que la universidad se pondrá en contacto con ellos. No lo sé. Tiene un hermano en Mobile y había pensado en llamarle, para contarle lo ocurrido.

Darby vio un rostro. Caminaba entre los turistas junto a la caja. Llevaba un periódico doblado bajo el brazo y procuraba pasar desapercibido, como cualquier otro cliente, pero titubeaba al andar y buscaba con la mirada. Era un rostro largo y delgado, con gafas redondas y una frente reluciente.

–Escúchame, Gavin. Escribe lo que te voy a decir. Veo a un hombre al que he visto antes, hace poco. Más o menos una hora. Metro ochenta y cinco o seis, delgado, unos treinta años, gafas, entradas, piel oscura. Ha desaparecido. Ha desaparecido.

–¿Quién diablos es?

–¡Maldita sea, no nos han presentado!

–¿Te ha visto? ¿Dónde diablos estás?

–En el vestíbulo de un hotel. No sé si me ha visto. Me largo.

–¡Darby! Escúchame. Hagas lo que hagas, manténte en contacto conmigo, ¿de acuerdo?

–Lo intentaré.

Los servicios estaban a la vuelta de la esquina. Entró en el último retrete, cerró la puerta y permaneció allí una hora.

DIECISIETE

El fotógrafo se llamaba Croft y había trabajado para el Post durante siete años, hasta que a raíz de su tercera condena por drogas le cayeron nueve meses. Cuando consiguió la condicional, decidió convertirse en artista por cuenta propia y puso un anuncio en las páginas amarillas. Raramente sonaba el teléfono. Parte de su trabajo consistía en fotografiar a personas sin su consentimiento. Muchos de sus clientes eran abogados especializados en divorcios, que necesitaban pruebas para el juicio. Después de dos años en la profesión, había aprendido algunos trucos y ahora se consideraba medio investigador privado. Cobraba cuarenta dólares por hora, cuando encontraba a alguien dispuesto a pagarlos.

Uno de sus clientes era Gray Grantham, viejo amigo del periódico, que le llamaba cuando necesitaba algún trabajo sucio. Grantham era un periodista ético y serio, con sólo un pequeño deje de impudicia, que acudía a él cuando había que hacer algo deshonesto. Le gustaba Grantham porque era honrado dentro de su impudicia. Los demás eran unos mojigatos.

Utilizaba el Volvo de Grantham, porque tenía teléfono. Era mediodía y se estaba perdiendo el almuerzo, mientras pensaba en si se impregnaría el olor en la tapicería con las ventanas abiertas. Trabajaba mejor cuando estaba medio colocado. Cuando lo que uno hace es vigilar moteles para ganarse la vida, necesita estar colocado.

Soplaba una buena brisa del lado derecho, que se llevaba él olor hacia Pennsylvania. Estaba aparcado en un lugar prohibido, fumando marihuana y perfectamente tranquilo. Llevaba encima menos de treinta y cinco gramos y, qué diablos, el funcionario ante el que respondía durante su libertad condicional también fumaba.

La cabina telefónica estaba a una manzana y media, en la acera, pero separada de la pared. Con su teleobjetivo casi podía leer la guía colgada en el interior de la misma. Pan comido. Una voluminosa mujer ocupaba la mayor parte de su interior y no dejaba de gesticular. Croft dio una calada y miró por el retrovisor, por si se veía algún policía. En aquella zona, los coches mal aparcados se los llevaba la grúa. Había mucho tráfico en Pennsylvania.

A las doce y veinte, la mujer salió con cierta dificultad de la cabina, y como por arte de magia apareció una joven con un bonito traje, que cerró la puerta. Croft levantó su Nikon y apoyó el objetivo sobre el volante. Hacía un día fresco y soleado, y la acera estaba llena de gente que iba y venía del almuerzo. Los hombros y las cabezas desfilaban con rapidez. Un hueco. Clic. Otro hueco. Clic. El sujeto marcaba un número de teléfono y miraba a su alrededor. Aquél era su hombre.

Cuando hacía treinta segundos que hablaba, el teléfono del coche sonó tres veces y paró. Era la señal de Grantham desde el Post. Aquél era su hombre y estaba hablando. Croft disparaba repetidamente la máquina. Toma tantas fotos como puedas, le había dicho Grantham. Un hueco. Clic. Clic. Cabezas y hombros. Un hueco. Clic. Clic. Movía los ojos de un lado para otro mientras hablaba, pero siempre de espaldas a la calle. Mostró el rostro. Clic. Croft agotó un carrete de treinta y seis en dos minutos, y cogió otra Nikon. Encajó el teleobjetivo y esperó a que pasara un grupo de gente.

Después de tomar la última calada, arrojó el porro por la ventanilla. El trabajo era asombrosamente fácil. Por supuesto se necesitaba talento para captar la imagen en un estudio, pero este tipo de trabajo callejero era mucho más divertido. Tenía algo de perverso robar un rostro con una cámara oculta.

El sujeto era hombre de pocas palabras. Colgó, miró a su alrededor, abrió la puerta, miró de nuevo a su alrededor y echó a andar en dirección a Croft. Clic, clic, clic. Rostro entero, cuerpo entero, acelera el paso, se acerca, maravilloso, maravilloso. Croft disparaba sin cesar, hasta que en el último momento dejó la Nikon sobre el asiento y contempló a los transeúntes, mientras el sujeto pasaba junto a él y desaparecía entre un grupo de secretarias.

Qué ingenuo. Un fugitivo no debería utilizar nunca la misma cabina dos veces.

García luchaba desde las tinieblas. Tenía esposa e hijo, y decía que estaba asustado. Sus perspectivas profesionales eran muy halagüeñas, y si cumplía con su obligación y no abría la boca llegaría a ser un hombre rico. Pero quería hablar. Insistía en que quería hablar, que tenía algo que decir, pero no acababa de decidirse. No confiaba en nadie.

Grantham no le presionó. Dejó que se, desahogara, para darle tiempo a Croft a hacer su trabajo. García acabaría por contar todo lo que sabía. Se moría de ganas de hacerlo. Había llamado ya tres veces y cada vez se sentía más a gusto con su nuevo amigo Grantham, que había practicado aquel juego muchas veces y sabía cómo funcionaba. El primer paso consistía en relajarse e inspirar confianza, tratar al sujeto con amabilidad y respeto, hablar del bien y del mal y de la ética. Luego hablaría.

Las fotografías eran maravillosas. Croft no era su primera elección. Generalmente estaba tan «colocado», que se reflejaba en las fotos. Pero era astuto y discreto, con experiencia periodística, y resultó estar disponible a toque de campana.

Había elegido doce instantáneas, que había ampliado a trece por dieciocho, y eran excepcionales. Perfil derecho. Perfil izquierdo. De frente junto al teléfono. De frente mirando al objetivo. De cuerpo entero a menos de siete metros. Según Croft, pan comido.

García era un abogado muy apuesto y elegante, de menos de treinta años. Cabello corto y oscuro. Ojos oscuros. Tal vez hispano, pero su piel no era oscura. Su ropa era cara. Traje azul marino, probablemente de lana. Sin rayas ni dibujos. Cuello blanco clásico, con corbata de seda. Zapatos negros o granates convencionales, impecablemente lustrados. La ausencia de maletín era desconcertante. Pero era la hora del almuerzo y probablemente sólo había salido de su despacho para hacer la llamada. El Departamento de Justicia estaba a una manzana.

Grantham examinaba las fotografías, mientras vigilaba la puerta. Sarge nunca llegaba tarde. Era oscuro y el local se llenaba de gente. El rostro de Grantham era el único blanco en tres manzanas a la redonda.

Entre decenas de millares de abogados gubernamentales en Washington, había visto a unos pocos que vestían con elegancia, pero no muchos. En particular los más jóvenes. Empezaban con un salario de cuarenta mil anuales y la ropa carecía de importancia. Para García la ropa tenía importancia, y era demasiado joven y elegante para ser abogado gubernamental.

De modo que debía trabajar en el sector privado, en algún bufete desde hacía tres o cuatro años, y debía ganar unos ochenta mil. Magnífico. Esto reducía las posibilidades a unos cincuenta mil abogados, cuya cifra aumentaba indudablemente cada instante.

Se abrió la puerta y entró un policía. Entre el humo y la bruma, logró distinguir a Cleve. Era un local respetable, sin dados ni prostitutas, y la presencia de un policía no resultaba alarmante. Se sentó frente a Grantham.

–¿Has elegido tú este lugar? – preguntó Grantham.

–Sí. ¿Te gusta?

–Te lo diré en pocas palabras. Procuramos pasar inadvertidos, ¿no es cierto? He venido para recibir información de un funcionario de la Casa Blanca. Un asunto de considerable gravedad. Y ahora dime, Cleve, ¿crees que paso inadvertido aquí en toda mi blancura?

–Lamento comunicártelo, Grantham, pero no eres tan famoso como supones. Fíjate en esos individuos de la barra -dijo mientras dirigían la mirada a un grupo de obreros de la construcción-. Apostaría la paga de un mes a que ninguno de ellos ha leído jamás el Washington Post, oído hablar de Gray Grantham, o le preocupe en absoluto lo que ocurra en la Casa Blanca.

–De acuerdo, de acuerdo. ¿Dónde está Sarge?

–Sarge no se encuentra bien. Me ha dado un recado para ti. No funcionaría. Podía utilizar a Sarge como fuente anónima, pero no a su hijo, ni a cualquier otra persona con la que Sarge hablara.

–¿Qué le ocurre?

–Se hace viejo. Esta noche no le apetecía hablar, pero dice que es urgente.

Grantham escuchaba y esperaba.

–Tengo un sobre en mi coche, perfectamente cerrado y sellado. Sarge ha sido muy categórico al entregármelo y me ha ordenado que no lo abriera. – Limítate a entregárselo al señor Grantham -dijo. Creo que es importante.

–Vámonos.

Se abrieron paso entre la gente hasta llegar a la puerta. El coche patrulla estaba aparcado junto a la acera, en un lugar prohibido. Cleve abrió la puerta derecha y cogió un sobre en la guantera.

–Ha encontrado esto en el ala oeste.

Grantham se lo guardó en el bolsillo. Sarge no acostumbraba a llevarse nada y, desde que se conocían, nunca le había traído ningún documento.

–Gracias, Cleve.

–No ha querido decirme de qué se trataba. Dice que tendré que esperar y leerlo en el periódico.

–Dile a Sarge que le quiero.

–Estoy seguro de que le emocionará.

El coche patrulla se alejó y Grantham se apresuró a regresar a su Volvo, impregnado ahora de olor a marihuana. Cerró la puerta con el seguro, encendió la luz interior y abrió el sobre. Era claramente una circular interna de la Casa Blanca y hacía referencia a un asesino llamado Khamel.

Cruzaba velozmente la ciudad. Había salido de Brightwood para entrar en la calle Dieciséis, en dirección al centro de Washington. Eran casi las siete y media, y si lograba compaginarlo todo en una hora, todavía podría incluirlo en la última edición de la ciudad, la mayor de media docena de ediciones, que empezaba a salir de las rotativas a las diez y media. Gracias a Dios que llevaba su pequeño teléfono de ejecutivo en el coche, que le había hecho sentir vergüenza a la hora de comprarlo. Llamó a Smith Keen, ayudante de redacción de la sección de investigaciones, que estaba todavía en su despacho del quinto piso. Llamó también a un compañero en la sección de asuntos extranjeros y le pidió que buscara todo lo que tuvieran acerca de Khamel.

La circular le inspiraba recelo. El tema era demasiado delicado para plasmarlo en blanco y negro, y luego distribuirlo por la oficina como si se tratara de las últimas directrices sobre el café, el agua embotellada, o las vacaciones. Alguien, probablemente Fletcher Coal, quería comunicarle al mundo que Khamel había emergido como sospechoso, que por si fuera poco era árabe y estrechamente vinculado a Libia, Irán e Irak, países gobernados por locos sanguinarios que odiaban Norteamérica. Alguien, en la Casa Blanca de los locos, deseaba que aquello se imprimiera en primera plana.

Pero se trataba de una noticia sensacional, digna de la primera página.

Grantham y Smith Keen habían terminado a las nueve. Habían encontrado dos viejas fotografías de alguien que todo el mundo creía que se trataba de Khamel, pero tan distintas la una de la otra que parecían personas diferentes. Keen decidió imprimirlas ambas. En la ficha de Khamel había poca información. Muchos rumores y leyendas, pero escasos datos. Grantham mencionó al papa, al diplomático británico, al banquero alemán y la emboscada de soldados israelíes. Y ahora, según una fuente confidencial de la Casa Blanca, una fuente sumamente fiable y digna de credibilidad, Khamel era uno de los sospechosos de los asesinatos de los jueces Rosenberg y Jensen.

Veinticuatro horas después de salir a la calle, estaba todavía viva. Si lograba sobrevivir hasta la mañana siguiente, podría empezar otro día con nuevas ideas sobre qué hacer y adónde ir. De momento estaba cansada. Se encontraba en una habitación del decimoquinto piso del Marriott, con la puerta atrancada, las luces encendidas, y un enorme recipiente de nuez moscada en polvo sobre la cama. Su espesa cabellera pelirroja estaba ahora en una bolsa del armario. Se había cortado el pelo por última vez cuando tenía tres años y su madre se había puesto furiosa.

Había trabajado penosamente durante dos horas, con unas tijeras rudimentarias, para cortarse el cabello y conservar cierto semblante de estilo. Lo ocultaría bajo una gorra o un sombrero hasta quién sabe cuando. Tardó otras dos horas en teñirlo de negro. Podía habérselo aclarado y convertirse en rubia, pero era demasiado evidente. Suponía que quienes la perseguían eran profesionales y por alguna razón insondable, había decidido en la perfumería que esperarían que se convirtiera en rubia. Además, qué importaba. El producto sé vendía en una botella y si al despertar al día siguiente no le gustaba su cabellera; podría teñirla de rubio. La estrategia camaleónica. Cambiar de color todos los días y volverlos locos. Clariol tenía por lo menos ochenta y cinco tonos.

Estaba terriblemente cansada, pero tenía miedo de dormirse. En todo el día no había visto a su amigo del Sheraton, pero cuanto más circulaba más familiares le resultaban los rostros que veía. Sabía que estaba ahí, al acecho. Y que tenía compañeros. Si habían sido capaces de asesinar a Rosenberg y Jensen, y de aniquilar a Thomas Callahan, no tendrían ninguna dificultad en eliminarla a ella.

No podía acercarse a su coche, ni alquilar uno. Para alquilar vehículos hay que facilitar datos y probablemente estaban al acecho. Podría coger un avión, pero sin duda vigilaban los aeropuertos. Otra alternativa sería el autobús, pero nunca lo había hecho, ni había visto el interior de una estación de Greyhound.

Y al darse cuenta de que había desaparecido, esperarían que huyera. No era más que una aficionada, una joven estudiante universitaria, con el corazón destrozado después de ver morir a su compañero en un coche bomba. Escaparía alocadamente, huiría a toda prisa de la ciudad, y la atraparían sin dificultad.

En aquellos momentos se sentía bastante a gusto en la ciudad. Contaba con un millón de habitaciones de hotel, casi el mismo número de callejones, bares y antros diversos, y una muchedumbre que siempre circulaba por Bourbon, Chartres, Dauphine y Royal. Conocía bien la zona, especialmente el barrio francés, donde se podía andar por todas partes. Durante unos días se trasladaría de hotel en hotel. ¿Hasta cuándo? No lo sabía. Tampoco sabía por qué. Trasladarse parecía lo sensato dadas las circunstancias. Permanecería alejada de las calles por la mañana y procuraría dormir. Cambiaría de ropa, de gafas y de sombrero. Empezaría a fumar y circularía con un cigarrillo en la boca. Circularía hasta cansarse y entonces tal vez se marcharía. No estaba mal tener miedo. Debía seguir pensando. Sobreviviría.

Pensó en llamar a la policía, pero no en aquel momento. Pedían el nombre y otros datos, y podían ser peligrosos. Pensó en llamar al hermano de Thomas a Mobile, pero no había nada que aquel pobre hombre pudiera hacer por ella en aquel momento. Pensó en llamar al decano, pero cómo explicarle lo del informe, Gavin Verheek, el FBI, el coche bomba, Rosenberg y Jensen, y lo de su huida, de modo que pareciera plausible. Olvidaría al decano. En todo caso, no se llevaba bien con él. Pensó en llamar a un par de compañeros de la facultad, pero la gente habla y otros escuchan, y podría ser que estuvieran allí para oír lo que se decía acerca de Callahan. Quería hablar con Alice Stark, su mejor amiga. Alice estaba preocupada e iría a la policía, para denunciar la desaparición de su amiga Darby Shaw. La llamaría mañana.

Llamó al servicio de habitaciones y pidió una ensalada mexicana y una botella de vino tinto. Se la bebería toda y entonces se sentaría en una silla con su bote de nuez moscada, vigilando la puerta hasta quedarse dormida.

DIECIOCHO

La limusina de Gminski giró en redondo en Canal, como si le perteneciera la calle, y se detuvo abruptamente frente al Sheraton. Ambas puertas traseras se abrieron de par en par. Gminski fue el primero en apearse, seguido de tres ayudantes que corrieron tras él con bolsas y maletines.

Eran casi las dos de la madrugada y era evidente que el director tenía prisa. En lugar de pararse junto a la recepción, se dirigió inmediatamente a los ascensores. Sus ayudantes mantuvieron las puertas del ascensor abiertas para que entrara y subieron al sexto piso sin decir palabra.

Tres de sus agentes estaban en una habitación de la esquina. Uno de ellos abrió la puerta y Gminski entró sin molestarse en saludar a nadie. Los ayudantes dejaron las bolsas sobre una cama. El director se quitó la chaqueta y la arrojó sobre una silla.

–¿Dónde está la chica? – le preguntó a un agente llamado Hooten.

Otro llamado Swank abrió las cortinas y Gminski se acercó a la ventana.

–Está en el piso decimoquinto -respondió Swank, al tiempo que señalaba el Marriott, al otro lado de la calle y a una manzana de distancia-. Tercera habitación desde la calle. Todavía tiene las luces encendidas.

–¿Está seguro? – preguntó Gminski con la mirada fija en el Marriott.

–Sí. La hemos visto entrar y ha pagado con una tarjeta de crédito.

–Pobre chica -dijo Gminski, mientras se alejaba de la ventana.

–¿Dónde estuvo anoche?

–En el Holiday Inn de Royal. Pagó con tarjeta de crédito.

–¿Han visto a alguien que la siguiera? – preguntó el director.

–No.

–Quiero un vaso de agua -le dijo a uno de sus ayudantes, que se dirigió inmediatamente al cubo del hielo.

Gminski se sentó al borde de la cama, entrelazó los dedos de ambas manos, e hizo crujir todas las articulaciones posibles.

–¿Cuál es su opinión? – le preguntó a Hooten, el mayor de los tres agentes.

–La persiguen. La buscan por todas partes. Utiliza tarjetas de crédito. Estará muerta en menos de cuarenta y ocho horas.

–No es completamente estúpida -agregó Swank-. Se ha cortado el pelo y se lo ha teñido de negro. No deja de moverse. Es evidente que no se propone abandonar la ciudad en un futuro inmediato. Yo le daría setenta y dos horas antes de que la encuentren.

–Eso significa que su pequeño informe ha puesto el dedo en la llaga -dijo Gminski, mientras tomaba un trago de agua-. Y también significa que nuestro amigo está muy desesperado. ¿Dónde está?

–No tenemos ni idea -respondió inmediatamente Hooten.

–Hemos de encontrarle.

–No se le ha visto desde hace tres semanas.

Gminski dejó el vaso sobre la mesa y cogió una llave.

–¿Entonces qué le parece? – le preguntó a Hooten.

–¿La aprehendemos? – respondió el agente.

–No será fácil -agregó Swank-. Puede que vaya armada. Podría lastimarse alguien.

–Es una niña asustada -dijo Gminski-. Además, no pertenece a la organización. No podemos detener a una persona normal en plena calle.

–Entonces no durará mucho -agregó Swank.

–¿Cómo la detenemos? – preguntó Gminski.

–Hay formas de hacerlo -respondió Hooten-. La podemos sorprender en la calle. Ir a su habitación. Podría estar en su habitación dentro de diez minutos, si saliera ahora mismo. No es difícil. No es profesional.

Gminski paseaba lentamente por la habitación, bajo la mirada atenta de todos los demás.

–No soy partidario de aprehenderla -dijo, después de consultar su reloj-. Durmamos cuatro horas y reunámonos de nuevo aquí a las seis y media. Reflexionemos mientras dormimos. Si logran convencerme, la detendremos. ¿De acuerdo?

Asintieron obedientemente.

El vino surtió su efecto. Se le cerraban los ojos en la silla, logró trasladarse a la cama y durmió profundamente. Sonaba el teléfono. La colcha estaba en el suelo y tenía los pies sobre la almohada. Sonaba el teléfono. No lograba despegar los párpados. Su mente estaba entumecida y perdida en el mundo de los sueños, pero un destello recóndito de lucidez le indicaba que el teléfono estaba sonando.

Abrió los ojos, pero todo parecía turbio. Miró el teléfono. Había salido el sol y las luces estaban encendidas. No, no había pedido que la despertaran. Reflexionó un instante y decidió que estaba segura de ello. No había ordenado que la llamaran. Se sentó al borde de la cama y escuchó el timbre del teléfono. Cinco, diez, quince, veinte timbrazos. No iba a parar. Podía ser alguien que se hubiera equivocado de número, pero dejaría de llamar después de veinte timbrazos.

No se habían equivocado. Empezaron a disiparse las tinieblas de su mente y se acercó al teléfono. A excepción del recepcionista, tal vez su jefe, y quizás el servicio de habitaciones, no había un alma en el mundo que supiera dónde estaba. La única llamada que había hecho había sido para pedir comida.

El teléfono dejó de llamar. Perfecto, alguien se había equivocado de número. Se dirigió al baño y empezó a llamar de nuevo. Contó. Después de catorce timbrazos, levantó el auricular.

–Diga.

–Darby, soy Gavin Verheek. ¿Estás bien?

–¿Cómo has sabido dónde encontrarme? – preguntó, después de sentarse al borde de la cama.

–Tenemos nuestros métodos. Escúchame…

–Un momento, Gavin. Un momento. Déjame pensar. Las tarjetas de crédito, ¿no es cierto?

–Efectivamente. La tarjeta de crédito. El sendero documental. Somos el FBI, Darby. Tenemos formas de averiguarlo. No es tan difícil.

–Entonces también podrían hacerlo ellos.

–Supongo. Instálate en lugares pequeños y paga al contado.

Se le formó un nudo en el estómago y se tumbó sobre la cama. Así de fácil. Sin ninguna dificultad. El sendero documental. Podían haberla matado ya.

–Darby, ¿estás ahí?

–Sí -respondió, al tiempo que miraba la puerta para comprobar que estaba trabada con la cadena-. Sí, aquí estoy.

–¿Estás a salvo?

–Eso creía.

–Tenemos cierta información. Se celebrará un funeral mañana a las tres en el campus, seguido del entierro en la ciudad. He hablado con su hermano y la familia me ha pedido que participe en el duelo. Llegaré esta noche. Creo que deberíamos vernos.

–¿Por qué?

–Debes confiar en mí, Darby. En estos momentos tu vida corre peligro y debes escucharme.

–¿Se puede saber qué maquináis?

–¿A qué te refieres? – preguntó, después de una pausa.

–¿Qué ha dicho Voyles?

–No he hablado con él.

–Creí que eras su abogado, por así decirlo. ¿Qué ocurre, Gavin?

–En este momento no tomamos ninguna acción.

–¿Y eso qué significa, Gavin? Cuéntame.

–Ésa es la razón por la que debemos vernos. No quiero hablar de ello por teléfono.

–El teléfono funciona perfectamente y es lo único de lo que dispones de momento. De modo que habla, Gavin.

–¿Por qué no confías en mí? – preguntó ofendido.

–Voy a colgar, ¿de acuerdo? Esto no me gusta. Si vosotros sabéis donde estoy, podría haber alguien en el pasillo esperándome.

–No digas bobadas, Darby. Usa la cabeza. Hace una hora que conozco el número de tu habitación y lo único que he hecho ha sido llamar por teléfono. Estamos de parte tuya, te lo juro,

Lo reflexionó durante unos instantes. Parecía lógico, pero la habían localizado con excesiva facilidad.

–Te escucho. No has hablado con el director, pero el FBI no toma acción alguna. ¿Por qué no?

–No estoy seguro. Ayer decidió abandonar el informe pelícano y dio orden de no actuar. Es todo lo que puedo decirte.

–No es mucho. ¿Sabe lo ocurrido a Thomas? ¿Sabe que yo debería estar muerta por haberlo escrito y que cuarenta y ocho horas después de que Thomas te lo entregara, a ti, su viejo amigo de la facultad, esos tipos, quienquiera que sean, intentaron matarnos a ambos? ¿Lo sabe, Gavin?

–Creo que no.

–Eso significa no, ¿no es cierto?

–Efectivamente, significa no.

–Bien, escúchame. ¿Crees que le mataron a causa del informe?

–Probablemente.

–Eso significa sí, ¿no es cierto?

–Sí.

–Gracias. Si Thomas falleció a causa del informe, sabemos quién le ha asesinado. Y si sabemos quién ha asesinado a Thomas, también sabemos quién ha asesinado a Rosenberg y Jensen. ¿No es cierto?

Verheek titubeó.

–¡Maldita sea, di que sí! – exclamó Darby.

–Diré probablemente.

–De acuerdo. «Probablemente» significa sí para un abogado. Comprendo que es lo mejor que puedes hacer. Existe un índice muy alto de «probabilidades» y, no obstante, dices que el FBI se desentiende de mi sospechoso.

–Tranquilízate, Darby. Veámonos esta noche y hablemos de ello. Podría salvarte la vida.

Dejó cuidadosamente el auricular bajo la almohada y se dirigió al cuarto de baño. Se cepilló los dientes y lo que le quedaba de pelo, y a continuación guardó los cosméticos y una muda en una nueva bolsa de lona. Se puso el anorak, la gorra, las gafas de sol, y cerró cuidadosamente la puerta, después de salir de la habitación. El pasillo estaba desierto. Subió dos plantas por la escalera hasta el decimoséptimo piso, cogió el ascensor hasta el décimo, y bajó pausadamente por la escalera hasta el vestíbulo. La puerta de la escalera estaba cerca de los servicios y entró inmediatamente en el de señoras. El servicio parecía desierto. Entró en un retrete, cerró la puerta y esperó un rato.

Viernes por la mañana en el barrio francés. El aire era fresco y limpio, sin olor a comida y pecado. Las ocho de la mañana; demasiado temprano para la gente. Dio la vuelta a un par de manzanas para despejar la cabeza y planear el día. En Dumaine, cerca de Jackson Square, encontró un café que había visto antes. Estaba casi vacío y tenía un teléfono público al fondo. Se sirvió ella misma un café bien cargado y se sentó en una mesa cerca del teléfono. Allí podría hablar.

En menos de un minuto, Verheek estaba al teléfono.

–Te escucho.

–¿Dónde estarás esta noche? – preguntó, con la mirada fija en la puerta.

–En el Hilton, junto al río.

–Sé donde está. Te llamaré tarde por la noche o temprano por la mañana. No te molestes en buscarme. Ahora pago al contado. Se acabaron las tarjetas.

–Haces bien, Darby. No dejes de moverte.

–Puede que ya esté muerta cuando llegues.

–No, no lo estarás. ¿Puedes encontrar el Washington Post ahí abajo?

–Tal vez. ¿Por qué?

–Compra uno cuanto antes. El de esta mañana. Un bonito artículo sobre Rosenberg y Jensen, y tal vez sobre su asesino.

–Me muero de impaciencia. Te llamaré más tarde.

En el primer quiosco no tenían el Post. Zigzagueó hacia Canal, cubriendo sus huellas y sin dejar de mirar a su espalda, descendió por Saint Ann, frente a las tiendas de antigüedades de Royal, entre los lúgubres bares a ambos lados de Bienville, hasta llegar por último al mercado francés a lo largo de Decatur y North Peters. Caminaba de prisa, pero con tranquilidad. Su actitud era la de alguien ocupado, que no dejaba de mirar a todas partes, más allá de las sombras. Si estaban todavía ahí, siguiéndole la pista, eran muy profesionales.

Le compró un Post y un Times-Picayune a un vendedor de periódicos callejero y encontró una mesa en un rincón solitario del Café du Monde.

Primera página. El artículo, que citaba una fuente confidencial, se explayaba en la leyenda de Khamel y en su reciente participación en los asesinatos. En sus primeros tiempos, decía el artículo, había matado por convicción, pero ahora lo hacía sólo por dinero. Muchísimo dinero, especulaba un agente secreto retirado, que había permitido que se le citara, pero ciertamente no que se le identificara. Las fotografías, aunque confusas y borrosas, tenían un aspecto siniestro la una junto a la otra. No podían ser de la misma persona. Sin embargo, el experto afirmaba que el personaje no era identificable y que no se le había fotografiado desde hacía más de una década.

Por fin llegó un camarero y Darby pidió un café y un panecillo. El experto decía que muchos le creían muerto. Interpol creía que había cometido asesinatos en los últimos seis meses. Los expertos dudaban de que viajara en líneas aéreas comerciales. Ocupaba uno de los primeros puestos en las listas del FBI.

Abrió lentamente el periódico de Nueva Orleans. Thomas no aparecía en primera plana, pero su fotografía lo hacía en la página dos, seguida de un largo artículo. La policía lo trataba como caso de homicidio, pero no había mucho en qué basarse. Una mujer blanca había sido vista en la zona, poco antes de la explosión. La facultad de derecho estaba horrorizada, según el decano. La policía tenía poco que decir. Mañana se celebrarían los funerales en el campus. Se había cometido un lamentable error, declaraba el decano. Si se trataba de un asesinato, alguien había matado evidentemente a la persona equivocada.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y de pronto empezó a tener nuevamente miedo. Puede que se tratara de un simple error. Era una ciudad violenta llena de locos, y puede que a alguien se le hubieran cruzado los cables y se hubiera equivocado de coche. Tal vez nadie la acechaba.

Se puso las gafas de sol y contempló la foto de Thomas. La habían sacado del anuario de la facultad y sonreía con ironía, como solía hacerlo cuando daba clase. Iba bien afeitado y era muy apuesto.

El artículo de Grantham sobre Khamel electrificó a Washington el viernes por la mañana. No mencionaba la circular, ni la Casa Blanca, por lo que la mayor especulación en la ciudad giraba en torno de la fuente.

La situación era particularmente tensa en el edificio Hoover. En el despacho del director, Eric East y K. O. Lewis andaban nerviosos de un lado para otro, mientras Voyles hablaba con el presidente por tercera vez en dos horas. Voyles chillaba, no directamente al presidente sino en general. Maldecía a Coal y cuando el presidente también empezó a chillar, sugirió que se sometiera a todo el personal, empezando por Coal, a un detector de mentiras, para averiguar quién había divulgado la información. Por supuesto que él, el propio Voyles, se sometería a la prueba, como lo haría todo el personal que trabajaba en el edificio Hoover. Iban y venían los gritos por la línea. Voyles estaba rojo y sudado, y el hecho de hablar a voces por teléfono y de que el presidente estuviera al otro extremo de la línea, no le importaba en absoluto. Sabía que Coal estaba a la escucha en algún lugar.

Evidentemente, el presidente se hizo con el control de la conversación y soltó un prolongado sermón. Voyles se secó la frente con un pañuelo, se sentó en su viejo sillón de cuero, y empezó a respirar rítmicamente para controlar la presión y el pulso. Había sobrevivido a un infarto, le habían pronosticado otro, y le había dicho muchas veces a K. O. Lewis que Fletcher Coal y el imbécil de su jefe acabarían con su vida. Pero lo mismo había dicho de los tres últimos presidentes. Se pellizcó las gruesas arrugas de la frente y se acomodó en su sillón.

–Podemos hacerlo, señor presidente -dijo casi con amabilidad-. Gracias, señor presidente. Ahí estaré mañana.

Cambiaba rápida y radicalmente de humor. De pronto, ante sus mismos ojos, acababa de convertirse en una persona amable y encantadora.

–Quiere que vigilemos a ese periodista del Post -dijo después de colgar suavemente el teléfono, con los ojos cerrados. Dice que ya lo hemos hecho en otras ocasiones y por qué no hacerlo ahora. Le he respondido que lo haríamos.

–¿Qué clase de vigilancia? – preguntó K. O.

–Limitémonos a seguirle por la ciudad. Veinticuatro horas al día con dos hombres. Averigüemos dónde va por la noche y con quién se acuesta. Es soltero, ¿no es cierto?

–Divorciado desde hace siete años -respondió Lewis.

–Asegúrense de que no nos descubran. Manden agentes de paisano y cámbienlos cada tres días.

–¿Cree realmente que somos nosotros los que hemos divulgado la información?

–No, creo que no. Si lo creyera, ¿por qué nos pediría que siguiéramos al periodista? Creo que sabe que es su propia gente. Y quiere descubrirlo.

–Es un pequeño favor -agregó Lewis.

–Sí. Pero asegúrense de que no nos descubran, ¿de acuerdo?

El despacho de L. Matthew Barr estaba escondido en el tercer piso de un decrépito y mugriento edificio de la calle M, en Georgetown. No había ningún letrero en las puertas. Un guardia armado, con chaqueta y corbata, impedía la entrada del público junto al ascensor. La moqueta era usada y el mobiliario viejo. El polvo indicaba que la unidad no gastaba dinero en limpieza.

Barr dirigía la unidad, que era una pequeña división oculta y extraoficial de la Junta de Reelección del Presidente. La Junta disponía de unas lujosas oficinas al otro lado del río, en Rosslyn, con ventanas que se abrían, sonrientes secretarias y mujeres que limpiaban todas las noches. Pero no este tugurio.

Fletcher Coal se apeó del ascensor y saludó con la cabeza al guardia de seguridad, que le devolvió el saludo sin moverse. Eran viejos conocidos. Avanzó por un laberinto de diminutos despachos, en dirección al de Barr. Coal se enorgullecía de ser honrado consigo mismo y ciertamente no le temía a nadie en Washington, con la posible excepción de Matthew Barr. Unas veces le temía y otras no, pero siempre le admiraba.

Barr era ex marine, ex agente de la CIA y ex espía, con dos condenas por infracciones de la seguridad, que le habían reportado millones que había escondido. Había pasado unos meses en una institución penitenciaria, pero nada grave. Coal le había reclutado personalmente para dirigir la unidad, que oficialmente no existía. Contaba con un presupuesto anual de cuatro millones, procedentes de varios fondos secretos de reserva, y Barr supervisaba a un reducido grupo de rufianes muy adiestrados que llevaban a cabo el trabajo de la unidad.

La puerta de Barr estaba siempre cerrada con llave. La abrió y Coal entró en su despacho. La entrevista sería breve, como de costumbre.

–Deje que lo adivine -dijo Barr-. Quiere descubrir la fuga.

–Sí, en cierto modo. Quiero que sigan a ese periodista Grantham, día y noche, y averigüen con quién habla. Obtiene muy buena información y me temo que proviene de nosotros.

–Tienen más fugas que el cartón.

–Tenemos algunos problemas, pero la información sobre Khamel se ha divulgado deliberadamente. Lo he hecho yo mismo.

–Lo suponía -sonrió Barr-. Parecía demasiado pulcro y metódico.

–¿Se ha encontrado alguna vez con Khamel?

–No. Hace diez años estábamos seguros de que había muerto. Le gusta que lo crean. No tiene ego y, por consiguiente, nunca le atraparán. Es capaz de vivir seis meses en una chabola de Sáo Paulo, comiendo raíces y ratas, luego coger un avión a Roma para asesinar a un diplomático y a continuación ir a pasar unos meses en Singapur. No lee lo que los periódicos publican sobre él.

–¿Qué edad tiene?

–¿Por qué le interesa saberlo?

–Me fascina. Creo que sé quién le contrató para asesinar a Rosenberg y Jensen.

–¿En serio? ¿Está dispuesto a compartir ese pequeño chismorreo?

–No. Todavía no.

–Tiene entre cuarenta y cuarenta y cinco años, que no es mucho, pero mató a un general libanés a los quince años. De modo que su carrera es bastante larga. Tenga en cuenta que es todo leyenda. Es capaz de matar con ambas manos, ambos pies, la llave de un coche, un lápiz, o lo que tenga a mano.

Es eficiente a la perfección con cualquier tipo de arma. Habla doce idiomas. Supongo que ya lo sabe, ¿no es cierto?

–Sí, pero me gusta.

–Se le supone el asesino más eficaz y caro del mundo. En su primera época, no era más que otro terrorista, pero tenía demasiado talento para limitarse a tirar bombas. Por consiguiente, se convirtió en un asesino a sueldo. Ahora es más maduro y sólo mata por dinero.

–¿Cuánto dinero?

–Buena pregunta. Probablemente cobra de diez a veinte millones por trabajo y sólo hay otra persona que yo sepa en esa categoría. Hay quien cree que lo comparte con grupos terroristas. En realidad nadie lo sabe. Deje que lo adivine, quiere que encuentre a Khamel y se lo traiga vivo.

–Deje a Khamel tranquilo. No me desagrada lo que hizo aquí.

–Tiene mucho talento.

–Quiero que siga a Gray Grantham y averigüe con quién habla.

–¿Alguna idea?

–Un par. Hay un individuo llamado Milton Hardy, que trabaja como bedel en el ala oeste -respondió Coal, al tiempo que arrojaba un sobre a la mesa-. Está ahí desde hace mucho tiempo, parece medio ciego, pero creo que ve y oye muchas cosas. Síganle durante una o dos semanas. Todo el mundo le llama Sarge. Haga planes para deshacerse de él.

–Maravilloso, Coal. Vamos a gastar un montón de dinero para seguir negros ciegos.

–Limítese a hacer lo que le digo. Que sean tres semanas -dijo Coal después de levantarse, para dirigirse hacia la puerta.

–¿De modo que sabe quién contrató al asesino? – preguntó Barr.

–Estamos cada vez más cerca.

–La unidad está más que ansiosa por cooperar.

–Estoy seguro.

DIECINUEVE

La señora Chen era propietaria del dúplex y alquilaba la otra mitad a estudiantes femeninas desde hacía quince años. Era puntillosa pero discreta y no le importaba lo que hicieran los demás, mientras no causaran molestias. La casa estaba a seis manzanas del campus.

Era oscuro cuando acudió a la puerta. La chica que acababa de llamar era atractiva, con el cabello corto y oscuro, y una sonrisa nerviosa. Muy nerviosa.

La señora Chen frunció el ceño, hasta que la oyó hablar.

–Soy Alice Stark, amiga de Darby. ¿Puedo pasar?

Miró por encima de su hombro. La calle estaba tranquila y silenciosa. La señora Chen vivía sola, con puertas y ventanas perfectamente cerradas, pero se trataba de una chica atractiva con una inocente sonrisa y, si era amiga de Darby, se podía confiar en ella. Abrió la puerta y Alice entró en la casa.

–Algo anda mal -dijo la señora Chen.

–Efectivamente. Darby tiene problemas, pero podemos hablar de ello. ¿Ha llamado por teléfono esta tarde?

–Sí. Ha dicho que una joven vendría a su casa.

Alice respiró hondo y procuró parecer tranquila.

–Sólo tardaré un momento. Me ha dicho que había una puerta interior en algún. lugar. Prefiero no usar la puerta principal, ni la trasera.

La señora Chen frunció nuevamente el entrecejo y preguntó ¿por qué? con la mirada, pero no dijo nada.

–¿Ha estado alguien en la casa en los dos últimos días? – preguntó Alice, mientras seguía a la señora Chen por un estrecho pasillo.

–No he visto a nadie. Ayer llamó alguien a la puerta, antes del amanecer, pero no me asomé -respondió mientras movía una mesa situada delante de una puerta, insertaba una llave en el cerrojo y la abría.

–Me ha dicho que entrara sola -dijo Alice.

A la señora Chen le habría gustado echar un vistazo, pero asintió y cerró la puerta, que daba a un pequeño vestíbulo, donde Alice se encontró de pronto a oscuras. A su izquierda estaba el piso y un interruptor que no podía utilizar. Quedó paralizada en la oscuridad. El interior de la casa estaba negro, cálido y con un fuerte hedor a basura. Esperaba estar sola pero, maldita sea, no era más que una estudiante de Derecho de segundo curso y no un experto detective privado.

Contrólate. Introdujo la mano en un gran bolso y encontró una pequeña linterna. Había tres, por si acaso. Por si acaso qué, no lo sabía. Darby le había dado instrucciones muy específicas. No se debía ver ninguna luz desde las ventanas. La casa podía estar vigilada.

¿Quién la vigilaría? A Alice le habría gustado saberlo. Darby no lo sabía, dijo que se lo explicaría más adelante, pero primero era preciso inspeccionar el piso.

Alice lo había visitado una docena de veces durante el último año, pero se le había permitido entrar por la puerta principal, con abundante luz y otras comodidades. Había estado. en todas las habitaciones y estaba segura de poderse desplazar en la oscuridad. Ahora la confianza la había abandonado. Desaparecido. Sustituida por temblores de miedo.

Contrólate. Estás sola. No se instalarían aquí, con una ruidosa mujer al lado. Si habían entrado, había sido sólo para una breve visita.

Después de examinar el extremo de la misma, decidió que la linterna funcionaba. Iluminaba con toda la potencia de un fósforo feneciente. Dirigió el haz luminoso al suelo y logró discernir un tenue círculo, del tamaño de una pequeña naranja. El círculo temblaba.

Avanzó de puntillas en dirección al estudio. Darby le había dicho que había una pequeña lámpara sobre las estanterías de libros, junto al televisor, que estaba siempre encendida. La utilizaba para no estar completamente a oscuras durante la noche y se suponía que su débil brillo debía extenderse hasta la cocina. O bien Darby le había mentido, o la bombilla se había fundido, o alguien la había apagado. En todo caso ahora ya no importaba, porque estaba todo completamente a oscuras.

Estaba sobre la alfombra del centro del estudio, avanzando lentamente hacia la mesa sobre la que se suponía que había un ordenador. Tropezó con una de las patas de la mesa y se apagó la linterna. La sacudió. Nada. Encontró la número dos en el bolso.

El hedor era más fuerte en la cocina. El ordenador estaba sobre la mesa, junto a diversos cuadernos y carpetas vacías. Examinó el artefacto con su diminuta linterna. El interruptor de puesta en marcha estaba en la parte frontal. Lo pulsó y la pantalla monocromática cobró lentamente vida. Su luz verdosa iluminaba la mesa, pero no salía de la cocina.

Alice se sentó frente al monitor y empezó a pulsar teclas. Encontró «Menú», luego «List» y por último «Fichas». El índice llenaba la pantalla. La estudió atentamente. Se suponía que debía haber alrededor de cuarenta entradas, pero sólo vio unas diez. La mayor parte de la memoria del disco duro había desaparecido. Encendió la impresora láser y, en pocos segundos, tenía el índice en blanco y negro. Cogió el papel y se lo guardó en el bolso.

Se levantó con la linterna y examinó lo que había sobre la mesa. Darby calculaba que debía haber unos veinte disquetes, pero todos habían desaparecido. Ni un solo disquete. Los cuadernos trataban de Derecho constitucional y procesos civiles, y eran tan genéricos y aburridos que nadie los querría. Las carpetas rojas estaban meticulosamente apiladas, pero vacías.

El trabajo había sido paciente y meticuloso. Una o varias personas habían pasado un par de horas borrando y compaginando, para marcharse con un maletín o una bolsa de mercancía.

En el estudio, junto al televisor, Alice se asomó a la ventana. El Accord rojo seguía ahí, a poco más de un metro de la ventana. Parecía perfecto.

Apretó la bombilla de la lámpara, y encendió y apagó rápidamente el interruptor. Funcionaba perfectamente. Volvió a aflojarla, tal como la habían dejado.

Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad;, ahora veía los perfiles de las puertas y los muebles. Apagó el ordenador y regresó al vestíbulo.

La señora Chen la esperaba exactamente donde la había dejado.

–¿Todo en orden? – preguntó.

–Todo perfecto -respondió Alice-. Pero manténgase atenta. La llamaré dentro de un día o dos, para saber si ha venido alguien. Y le ruego que no le diga a nadie que he venido.

–¿Y el coche? preguntó la señora Chen, después de escuchar atentamente, mientras colocaba la mesa delante de la puerta.

–Está bien donde está. Limítese a vigilarlo.

–¿Está bien Darby?

–Todo se arreglará -respondió, casi junto a la puerta-.

Creo que regresará dentro de unos días. Gracias, señora Chen. La señora Chen cerró la puerta, echó el pestillo y miró por una pequeña ventana. La joven estaba en la acera, antes de perderse en la oscuridad.

Alice caminó tres manzanas hasta su coche.

¡Viernes por la noche en el barrio francés! Tulane jugaba en el Dome mañana, los Saints el domingo, y habían acudido millares de forofos que aparcaban donde podían, bloqueaban las calles, circulaban en ruidosos grupos, bebían en vasos de plástico, llenaban los bares y se divertían alborotándolo todo. A las nueve el centro del barrio estaba abarrotado.

Alice aparcó en Poydras, muy lejos de donde se proponía hacerlo, y llegó con una hora de retraso a la concurrida marisquería de Saint Peter, en el corazón del barrio. No había ninguna mesa libre. Tres filas de gente se amontonaban junto a la barra. Se retiró a un rincón, junto a la máquina de cigarrillos y observó a los clientes. La mayoría eran estudiantes, que habían venido para presenciar el partido.

–¿Está buscando a otra chica? – le preguntó un camarero, que había ido directamente hacia ella.

–Pues, sí -titubeó.

–A la vuelta de la esquina, en la primera sala a la derecha, hay algunas mesas -dijo el camarero, al tiempo que señalaba más allá de la barra-. Creo que su amiga está allí.

Darby estaba en un rincón, inclinada sobre la mesa, con una cerveza, gafas de sol y sombrero. Alice le estrechó la mano.

–Me alegro de verte.

Contempló su peinado y le pareció divertido. Darby se quitó las gafas. Tenía los ojos irritados y cansados.

–No tenía a nadie más a quien llamar.

Alice la miraba con cara inexpresiva, sin que se le ocurriera ningún comentario apropiado, ni poder dejar de contemplar su pelo.

–¿Quién te ha arreglado el pelo? – preguntó.

–Bonito, ¿no te parece? Es una especie de estilo punk, que creo volverá a ponerse de moda y sin duda impresionará a la gente cuando me entrevisten para algún trabajo.

–¿Por qué lo has hecho?

–Han intentado matarme, Alice. Mi nombre está en la lista de gente muy malvada. Creo que me siguen.

–¿Matarte? ¿Has dicho «matarte»? ¿Quién puede querer matarte, Darby?

–No estoy segura. ¿Qué has descubierto en mi casa?

Alice dejó de contemplar el cabello y le entregó la copia del índice. Darby lo estudió. Era verdad. No era un sueño ni un error. La bomba estaba donde debía estar. Rupert y el vaquero le habían puesto las manos encima. El rostro que había visto la estaba buscando. Habían estado en su casa y borrado lo que deseaban. Estaban ahí.

–¿Y los disquetes?

–No había ninguno. Las carpetas de la mesa de la cocina estaban muy bien apiladas, pero completamente vacías. Todo lo demás parecía estar en orden. Han aflojado la bombilla de la lámpara de noche, de modo que la oscuridad es total. Lo he comprobado. Funciona perfectamente. Esa gente tiene mucha paciencia.

–¿Qué cuenta la señora Chen?

–No ha visto nada.

–Escúchame, Alice -dijo Darby, después de guardarse el índice en el bolsillo-de pronto estoy muy asustada. Es preciso que no te vean conmigo. Puede que esto no haya sido una buena idea.

–¿Quién es esa gente?

–No lo sé. Han asesinado a Thomas, e intentaron asesinarme a mí. Tuve suerte y ahora me persiguen.

–Pero, ¿por qué, Darby?

–Es preferible que no lo sepas y no voy a contártelo. Cuanto más sabes, mayor es el peligro que corres. Confía en mí, Alice. No puedo contarte lo que sé.

–Juro que no se lo diré a nadie.

–¿Y si te obligan?

Alice miró a su alrededor como si no ocurriera nada y observó atentamente a su amiga. Habían estado juntas desde su ingreso en la facultad. Habían compartido horas de estudio, apuntes, la angustia de los exámenes, juicios de ensayo y confidencias sobre los hombres. Alice era probablemente la única estudiante que sabía lo de Darby con Callahan.

–Quiero ayudarte, Darby. No tengo miedo.

Darby, que no había probado la cerveza, hacía girar lentamente la botella.

–Pues yo estoy aterrorizada. Estaba allí cuando murió, Al¡ce. Tembló el suelo. Voló en mil pedazos y se suponía que yo debía haber estado con él. La bomba iba dirigida contra mí.

–Entonces acude a la policía.

–Todavía no. Tal vez más adelante. Me da miedo. Thomas acudió al FBI y al cabo de dos días se suponía que debíamos estar muertos.

–¿Entonces es el FBI quien te persigue?

–No lo creo. Empezaron a hablar, otros escuchaban muy atentamente y llegó a oídos de quien no debía haberlo sabido.

–¿Hablar de qué? ¡Por Dios, Darby, soy yo, tu mejor amiga! Déjate de juegos.

Darby tomó el primer sorbo de cerveza, con la mirada fija en la mesa, evitando los ojos de su amiga.

–Por favor, Alice. Permíteme esperar un poco. Sería absurdo contarte algo que puede costarte la vida. Si quieres ayudarme -prosiguió, después de una prolongada pausa-, acude mañana al funeral. Obsérvalo todo atentamente. Haz correr la voz de que te he llamado desde Denver, donde me hospedo con una tía cuyo nombre desconoces, y de que de momento he abandonado los estudios, pero volveré en primavera. Asegúrate de que se divulgue la noticia. Creo que habrá quien escuche atentamente.

–El periódico hablaba de una mujer blanca cerca del lugar donde fue asesinado, como si fuera sospechosa o algo por el estilo.

–O algo por el estilo. Estaba allí y se suponía que debía haber perecido en la explosión. Leo los periódicos con lupa. La policía no tiene ninguna pista.

–De acuerdo, Darby. Eres más inteligente que yo. Eres la persona más inteligente que he conocido en mi vida. ¿Y ahora qué?

–En primer lugar dirígete a la puerta trasera. Hay una puerta blanca al fondo del pasillo, junto a los servicios. Conduce a un almacén, luego a la cocina y allí encontrarás la puerta posterior. No te detengas. El callejón conduce a Royal. Coge un taxi y vuelve a tu coche. No dejes dé vigilar a tu espalda.

–¿Hablas en serio?

–Fíjate en mi cabello, Alice. ¿Crees que me mutilaría de ese modo si se tratara de un juego?

–De acuerdo, de acuerdo. ¿Y luego qué?

–Acude mañana al funeral, haz correr la voz, y te llamaré en el transcurso de los dos próximos días.

–¿Dónde te alojas?

–En ningún lugar fijo. No dejo de moverme.

Alice se puso de pie y le dio un beso en la mejilla, antes de retirarse.

Verheek pasó dos horas andando de un lado para otro de la habitación, abriendo revistas, dejándolas de nuevo sobre la mesa, pidiendo algo al servicio de habitaciones, y deshaciendo las maletas. Durante las dos horas siguientes, permaneció sentado al borde de la cama, con una cerveza caliente en las manos y la mirada fija en el teléfono. Se había dicho a sí mismo que esperaría hasta medianoche y entonces… ¿entonces qué?

Ella había dicho que llamaría.

Podía salvarle la vida, si por lo menos llamaba.

A las doce arrojó otra revista y salió de la habitación. Un agente de Nueva Orleans había ayudado un poco y le había facilitado información de un par de locales frecuentados por estudiantes de Derecho, cerca del campus. Iría allí, se mezclaría con los clientes, tomaría una cerveza y escucharía. Los estudiantes estaban en la ciudad para asistir al partido. Ella no estaría allí y tampoco importaba, porque nunca la había visto. Pero tal vez oiría algo y él mencionaría algún nombre, dejaría una tarjeta de visita, trabaría amistad con alguien que la conocía, o que conocía a alguien que la conocía. Bastante improbable, pero mucho mejor que permanecer ahí sentado con la mirada fija en el teléfono..

Encontró un taburete junto a la barra, en un local llamado Barrister's, a tres manzanas del campus. Tenía un agradable aspecto universitario, con calendarios de fútbol y pósters en las paredes. La clientela era ruidosa y de menos de treinta años.

El barman tenía aspecto de estudiante. Después de un par de cervezas, se marchó bastante gente y la barra estaba medio vacía. Dentro de un momento llegaría otra oleada de clientes.

Era la una y media, cuando Verheek pidió la tercera cerveza.

–¿Eres estudiante? – le preguntó al barman.

–Eso me temo.

–No está tan mal.

–Me lo he pasado mejor -respondió, mientras recogía cacahuetes.

Verheek recordó con anhelo a los que trabajaban en los bares, cuando él estaba en la facultad. Expertos en el arte de conversar. Ante cualquier desconocido, estaban dispuestos a hablar de cualquier tema.

–Soy abogado -dijo Verheek desesperado.

Santo cielo, es abogado. Qué extraño. Alguien especial. El muchacho le dio la espalda y se alejó.

Hijo de puta. Ojalá te suspendan. Verheek cogió su cerveza y se volvió para mirar hacia las mesas. Se sentía como un abuelo entre aquellos chiquillos. A pesar de que odiaba la facultad y sus recuerdos, había pasado algunas veladas agradables los viernes por la noche, en los bares de Georgetown con su compañero Callahan. Aquellos eran buenos recuerdos.

–¿Qué clase de abogado? – preguntó el barman, que había regresado.

–Asesor especial, FBI -sonrió Gavin, después de volverse de nuevo hacia la barra.

–¿Entonces debes trabajar en Washington? – preguntó, sin dejar de frotar la barra.

–Sí, he venido para el partido del domingo. Soy un forofo de los Redskins.

Odiaba los Redskins y todo lo relacionado con la liga de fútbol, y prefería cambiar de tema.

–¿Dónde estudias?

–Aquí, en Tulane. Acabo en mayo.

–¿Y a continuación?

–Probablemente iré a Cincinnati, para trabajar como pasante un año o dos.

–Debes ser un buen estudiante.

–¿Otra cerveza? – exclamó, al tiempo que se encogía de hombros.

–No. ¿Te daba clases Thomas Callahan?

–Por supuesto. ¿Le conocías?

–Estuvimos juntos en la facultad, en Georgetown -respondió Verheek, al tiempo que se sacaba una tarjeta de visita del bolsillo y se la entregaba-. Me llamo Gavin Verheek.

El muchacho la aceptó y la dejó cuidadosamente junto a la nevera. El bar estaba tranquilo y estaba harto de charla.

–¿Conoces a una estudiante llamada Darby Shaw?

–Nunca he hablado con ella, pero sé quien es -respondió el muchacho, mientras echaba una ojeada a las mesas-. Creo que está en segundo curso. ¿Por qué? – agregó con suspicacia, después de una prolongada pausa.

–Queremos hablar con ella. ¿Viene por aquí?

Había dicho «queremos», lo cual sonaba mucho más grave, como si hablara en nombre del FBI y no en el suyo propio.

–La he visto algunas veces. Es difícil que pase desapercibida.

–Eso me han dicho -dijo Gavin, mientras miraba las mesas-. ¿Crees que alguno de esos puede conocerla?

–Lo dudo. Son todos de primer curso. ¿No se les nota? No dejan de discutir los derechos de propiedad, la posesión y el desahucio.

Sí, como en otros tiempos. Gavin se sacó una docena de tarjetas del bolsillo y las dejó sobre la barra.

–Estaré en el Hilton unos días. Si la ves u oyes algo de ella, dale una tarjeta.

–Desde luego. Anoche vino un policía formulando preguntas. ¿No supondrán que está involucrada en su muerte?

–No, en absoluto. Sólo queremos hablar con ella.

–Mantendré los ojos abiertos.

Verheek pagó la cerveza, le dio las gracias al muchacho y salió a la calle. Anduvo tres manzanas hasta el Half Shell. Eran casi las dos. Estaba agotado, medio borracho y un conjunto empezó a tocar cuando llegó al umbral de la puerta. El local estaba oscuro, abarrotado de gente y una cincuentena de parejas empezaron a bailar inmediatamente sobre las mesas. Se abrió paso entre la alborotada muchedumbre, hasta cobijarse en el fondo junto a la barra. La gente estaba amontonada, hombro contra hombro, y nadie se movía. Llegó con gran dificultad a la barra, pidió una cerveza para pasar desapercibido y comprobó una vez más que era mucho mayor que los demás clientes. Se retiró a un rincón oscuro, pero también abarrotado. Era una pérdida de tiempo. No podía oír siquiera sus propios pensamientos, ni soñar lo que decían los demás.

Observó a los chicos detrás de la barra: todos jóvenes, todos estudiantes. El mayor parecía tener casi treinta años y no dejaba de preparar cuentas, como si se dispusiera a cerrar. Se movía con rapidez, como si tuviera prisa por marcharse. Gavin le observó atentamente.

Se desabrochó el delantal, lo arrojó a un rincón, pasó por debajo de la barra y se marchó. Gavin se abrió paso con los codos y lo alcanzó junto a la puerta de la cocina, con una tarjeta del FBI en la mano.

–Disculpe. Soy del FBI -dijo, al tiempo que le mostraba la tarjeta-. ¿Cómo se llama?

El muchacho quedó paralizado, con la mirada fija en Verheek.

–Fountain. Jeff Fountain.

–Muy bien, Jeff. No ocurre nada, ¿de acuerdo? Sólo un par de preguntas. Le entretendré sólo un momento.

La cocina había cerrado hacía muchas horas y estaban a solas.

–Bien, de acuerdo. ¿Qué desea?

–Usted estudia Derecho, ¿no es cierto?

Por favor dime que sí. Su amigo le había dicho que la mayoría de los que trabajaban en los bares eran estudiantes de Derecho.

–Sí, en Loyola.

¡Loyola! ¿Dónde diablos estaba eso?

–Bien, eso suponía. Habrá oído hablar del profesor Callahan de Tulane. El funeral se celebra mañana.

–Desde luego. Está en todos los periódicos. La mayoría de mis amigos estudian en Tulane.

–¿Conoce a una estudiante de segundo curso llamada Darby Shaw? Una chica muy atractiva.

–Sí. El año pasado salía con un amigo mío. De vez en cuando viene por aquí.

–¿Cuándo fue la última vez?

–Debe de hacer un mes o dos. ¿Qué ocurre?

–Hemos de hablar con ella -respondió, al tiempo que le ofrecía un puñado de tarjetas-. Guárdeselas. Estaré en el Hilton unos días. Si la ve o sabe algo de ella, llámeme.

–¿Qué puedo saber?

–Algo relacionado con Callahan. Es muy importante que hablemos con ella, ¿de acuerdo?

–Desde luego -respondió, después de guardarse las tarjetas en el bolsillo.

Verheek le dio las gracias y regresó a la fiesta. Avanzó lentamente entre la muchedumbre y escuchó los intentos de conversar. Llegaba un nuevo grupo de clientes y se abrió paso hasta la puerta. Era demasiado viejo para eso.

A seis manzanas, aparcó en zona prohibida frente a otro local frecuentado por estudiantes, junto al campus. Su visita a aquella pequeña sala de billar semioscura, en aquel momento poco concurrida, sería la última de la noche. Pidió una cerveza en la barra, la pagó, e inspeccionó el local. Había cuatro mesas de billar y escaso movimiento. Un joven con camiseta se acercó a la barra y pidió otra cerveza. Su camiseta era verde y gris, con las palabras «FACULTAD DE DERECHO DE TULANE»

en el pecho y bajo las mismas un número, que parecía del de identificación de un preso.

–¿Estudia usted Derecho? – preguntó Verheek sin titubeo alguno.

–Me temo que sí -respondió el joven, al tiempo que sacaba dinero del bolsillo de sus vaqueros.

–¿Conocía a Thomas Callahan?

–¿Quién es usted?

–FBI. Callahan era amigo mío.

–Yo estaba en su clase de Derecho constitucional -respondió con suspicacia, después de tomar un sorbo de cerveza.

¡Diana! También Darby. Verheek procuró parecer desinteresado.

–¿Conoce a Darby Shaw?

–¿Por qué quiere saberlo?

–Tenemos que hablar con ella. Eso es todo.

–¿A quién se refiere al decir «tenemos»? – preguntó el estudiante con mayor suspicacia, después de acercarse a Gavin como para exigirle respuestas claras.

–El FBI -respondió tranquilamente Verheek.

–¿Lleva una placa o algo por el estilo?

–Desde luego -respondió, al tiempo que se sacaba una tarjeta de visita del bolsillo y se la ofrecía.

–Usted no es agente, sino abogado -dijo el estudiante, después de examinar la tarjeta y devolvérsela.

Tenía mucha razón y el abogado sabía que perdería el empleo si su jefe descubría que había estado formulando preguntas y, en general, suplantando a un agente.

–Sí, soy abogado. Callahan y yo estudiamos juntos en la facultad.

–¿Entonces por qué quiere ver a Darby Shaw?

El barman se había acercado y escuchaba la conversación.

–¿La conoce?

–No lo sé -respondió, aunque era evidente que la conocía-. ¿Tiene algún problema?

–No. Pero usted la conoce, ¿no es cierto?

–Puede que sí y puede que no.

–Vamos a ver. ¿Cómo se llama usted?

–Muéstreme una placa y le diré mi nombre.

Gavin tomó un sorbo de cerveza de la botella y le sonrió al barman.

–Tengo que hablar con ella, ¿de acuerdo? Es muy importante. Pasaré unos días en el Hilton. Si la ve, dígale que me llame -dijo, al tiempo que le ofrecía la tarjeta al estudiante, que la miró, volvió la espalda y se alejó.

A las tres abrió la puerta de su habitación y comprobó el teléfono. Ningún mensaje. Dondequiera que Darby estuviera, todavía no había llamado. En el supuesto, naturalmente, de que siguiera viva.

VEINTE

García llamó por última vez. Grantham contestó el teléfono el sábado antes del alba, con menos de dos horas de antelación a lo que debía ser su primer encuentro. Dijo que había cambiado de opinión. El momento no era oportuno. Si salía a relucir la historia, se derrumbarían algunos abogados muy poderosos y sus clientes inmensamente ricos, y arrastrarían a otros en su caída. El propio García podría salir perjudicado. Tenía esposa y una hija menor. Y un trabajo que podía soportar, porque estaba muy bien pagado. ¿Para qué arriesgarse? Él no había hecho nada malo. Tenía la conciencia tranquila.

–¿Entonces por qué sigue llamándome? – preguntó Grantham.

–Creo que sé por qué fueron asesinados. No estoy seguro, pero tengo una buena idea. He visto algo, ¿comprende?

–Hace una semana que repetimos la misma conversación, García. Usted ha visto algo o tiene algo. Pero de nada sirve si no me lo muestra -dijo Grantham, al tiempo que abría una carpeta con las fotografías de su interlocutor-Lo que a usted le impulsa, García, es el sentido de la moralidad. Ésa es la razón por la que quiere hablar.

–Sí, pero existe la posibilidad de que sepan que lo sé. Me tratan de un modo extraño, como si quisieran preguntarme si lo he visto. Pero no pueden hacerlo, porque no están seguros.

–¿Se refiere a los colegas de su bufete?

–Sí. No. Espere un momento. ¿Cómo sabe que trabajo en un bufete? Yo no se lo he dicho.

–Es fácil de deducir. Va a trabajar demasiado temprano para ser abogado del gobierno. Tiene que formar parte de uno de esos bufetes de doscientos abogados, en los que se exige que los más jóvenes trabajen cien horas semanales. Cuando me llamó por primera vez me dijo que se dirigía al despacho y eran aproximadamente las cinco de la madrugada.

–Vaya, vaya. ¿Qué más ha descubierto?

–Poca cosa. Esto es como un juego, García. Si no está dispuesto a hablar, cuelgue y déjeme tranquilo. Me hace perder horas de sueño.

–Duerma a gusto -dijo García, antes de colgar el teléfono.

Grantham se quedó con la mirada fija en el auricular.

En los últimos ocho años había cambiado tres veces de número de teléfono, sin que apareciera en la guía. Vivía junto al teléfono, a través del cual le llegaba la información más importante de lugares insospechados. Pero por cada información importante, recibía un millar de comunicaciones insignificantes a cualquier hora del día o de la noche, de personas que se sentían obligadas a compartir lo poco que sabían. Tenía la reputación de estar dispuesto a enfrentarse a un piquete de ejecución, antes de revelar la identidad de su informador, y no dejaban de llamarle. Cuando estaba harto, solicitaba un nuevo número de teléfono que no figurara en la guía. Entonces tenía un período de tranquilidad y a continuación se apresuraba a incluir su número en la guía de Washington.

Ahora estaba en la guía. Gray S. Grantham. No había otro. Podían localizarle en el despacho doce horas al día, pero era mucho más discreto y reservado llamarle a su casa, especialmente a horas inusuales, cuando intentaba dormir.

Permaneció enojado con García durante treinta minutos, y se durmió. Se había quedado como un tronco, sumergido en otro mundo, cuando volvió a sonar el teléfono. Lo descolgó en la oscuridad.

–Diga.

No era García, sino una voz femenina.

–¿Hablo con Gray Grantham, del Washington Post?

–Sí. ¿Quién es usted?

–¿Trabaja todavía en el tema de Rosenberg y Jensen? Se sentó en la oscuridad y contempló el reloj. Las cinco y media.

–Es un tema muy importante. Hay muchas personas involucradas en el mismo, pero sí, sigo investigando.

–¿Ha oído hablar del informe pelícano?

–El informe pelícano -repitió mientras respiraba hondo y procuraba concentrarse-. No. ¿Qué es?

–Una pequeña teoría inofensiva sobre quién cometió los asesinatos. Un profesor de Derecho de Tulane llamado Thomas Callahan la llevó a Washington el domingo pasado. Se la entregó a un amigo en el FBI y empezó a circular de mano en mano. El grano de arena se convirtió en una montaña y Callahan fue asesinado en un coche bomba, el miércoles por la noche en Nueva Orleans.

–¿Desde dónde llama? – preguntó, con la luz encendida y sin dejar de tomar notas.

–Nueva Orleans. Desde una cabina, o sea que no se moleste.

–¿Cómo sabe lo que me cuenta?

–Yo escribí el informe.

Ahora estaba completamente despierto, con los ojos muy abiertos y el pulso acelerado.

–Bien, si usted lo escribió, hábleme del mismo.

–No quiero hacerlo de este modo, porque aunque tuviera una copia del mismo, no podría publicarlo.

–Póngame a prueba.

–No podría. Hay que hacer algunas comprobaciones.

–De acuerdo. Tenemos el Klan, al terrorista Khamel, al ejército clandestino, a los arios…

–No. Nada de eso. Es todo demasiado evidente. El informe habla de un sospechoso desconocido.

Paseaba al pie de la cama con el teléfono en la mano.

–¿Por qué no puede decirme de quién se trata?

–Tal vez más adelante. Usted parece tener fuentes mágicas de información. Veamos lo que es capaz de averiguar.

–Lo de Callahan es fácil. Basta con una llamada telefónica. Deme veinticuatro horas.

–Procuraré llamarle el lunes por la mañana. Si vamos a trabajar juntos, señor Grantham, tendrá que mostrarme algo.

La próxima vez que le llame, dígame algo que yo no sepa.

–¿Corre usted peligro?

–Creo que sí -respondió, en una cabina en la oscuridad-.

Pero por ahora estoy a salvo.

Parecía joven, tal vez de unos veinticinco años. Había escrito un informe. Y conocía al profesor de Derecho.

–¿Es usted abogado?

–No, y no pierda el tiempo investigándome a mí. Póngase a trabajar, señor Grantham, o de lo contrario acudiré a otro.

–De acuerdo. Necesita un nombre.

–Ya lo tengo.

–Me refiero a un nombre en clave.

–¿Quiere decir un apodo, como los espías y gente por el estilo? ¡Vaya emoción!

–Déme su nombre verdadero si lo prefiere.

–Muy astuto. Llámeme Pelícano.

Sus padres eran buenos católicos irlandeses, pero él había dejado de ser practicante desde hacía muchísimos años. Formaban una atractiva pareja, muy respetable, vestidos de luto, morenos y elegantes. Apenas había hablado de ellos. Entraron con el resto de la comitiva en la capilla Rogers. Su hermano de Mobile era de menor estatura y parecía mucho más viejo. Thomas decía que tenía problemas con la bebida.

Desde hacía media hora, estudiantes y profesores habían ido llegando a la pequeña capilla. Por la noche se jugaría el partido y había mucha gente en el campus. En la calle había un furgón de la televisión, con un cámara a una distancia prudencial, que filmaba la entrada de la capilla bajo la atenta vigilancia de un policía del campus.

Era curioso ver a los estudiantes de Derecho con trajes, zapatos, chaquetas y corbatas. En una habitación oscura del tercer piso de Newcomb Hall, Pelícano miraba por la ventana a los grupos de estudiantes que charlaban entre sí sin levantar la voz, mientras acababan de fumarse sus cigarrillos. Bajo la silla en la que estaba sentada había cuatro periódicos, ya leídos y abandonados. Hacía dos horas que estaba allí, leyendo a la luz del sol a la espera del funeral. No tenía otro lugar. Estaba segura de que los malos deambulaban por los alrededores de la capilla, ocultos entre los matorrales, pero aprendía a ser paciente. Había llegado temprano, se marcharía tarde y avanzaría entre las tinieblas. Si la descubrían, tal vez actuarían con rapidez y todo habría terminado.

Cogió una servilleta de papel y se secó los ojos. No importaba que llorara ahora, pero sería la última vez. Todo el mundo estaba en el interior de la capilla y el furgón de la televisión se retiró. El periódico decía que primero se celebraría el funeral, seguido más tarde de un pequeño entierro privado. El ataúd no estaba en la iglesia.

Había elegido aquel momento para huir, alquilar un coche, dirigirse a Baton Rouge y subirse a un avión que fuera a cualquier parte menos Nueva Orleans. Abandonaría el país, para irse tal vez a Montreal o Calgary. Entonces permanecería un año oculta, con la esperanza de que entretanto se resolviera el crimen y los malos acabaran en la cárcel.

Pero no era más que un sueño. El camino más rápido para que se hiciera justicia pasaba por ella. Sabía más que cualquier otra persona. Los federales se habían acercado, para luego retirarse y perseguir ahora a Dios sabe quién. Verheek no había logrado nada, a pesar de su proximidad al director. Ella tendría que resolver el rompecabezas. Su pequeño informe había causado la muerte de Thomas y ahora la perseguían a ella. Conocía la identidad del hombre que estaba tras los asesinatos de Rosenberg, Jensen y Callahan, y eso la convertía en una persona muy excepcional.

De pronto se inclinó hacia la ventana. Las lágrimas se habían secado en sus mejillas. ¡Ahí estaba! ¡El individuo delgado de cara alargada! Con su chaqueta y su corbata, parecía debidamente compungido cuando entró a toda prisa en la iglesia. ¡Era él! El individuo que había visto en el vestíbulo del Sheraton, cuándo fue, el jueves por la mañana. Estaba hablando con Verheek, cuando le vio cruzar desconfiadamente.

Se detuvo al llegar a la puerta y miró con nerviosismo a su alrededor: una torpeza, una metedura de pata. Fijó momentáneamente la mirada en los tres coches aparcados inocentemente al otro lado de la calle, a menos de cincuenta metros. Abrió la puerta y entró en la capilla. Maravilloso. Esos cabrones le habían asesinado y ahora se unían a sus parientes y amigos para presentarle sus últimos respetos.

Tenía la nariz pegada al cristal. Los coches estaban demasiado lejos, pero estaba segura de que en uno de ellos había un individuo que la buscaba. Debían saber que indudablemente no era tan estúpida, ni estaba tan compungida, como para hacer acto de presencia en el funeral de su amante. Lo sabían. Desde hacía dos días y medio, lograba que no dieran con ella. Las lágrimas habían desaparecido.

Al cabo de diez minutos, el hombre delgado salió solo, encendió un cigarrillo y echó a andar lentamente en dirección a los tres coches. Parecía triste. Vaya individuo.

Pasó por delante de los coches, pero no se detuvo. Cuando ya no se le veía, se abrió la puerta del coche central y del mismo se apeó un individuo, con un jersey verde de la universidad de Tulane. Se alejó por la calle, detrás del delgado. Él no lo era. Era bajo, robusto y corpulento. Un verdadero tocón.

Desapareció tras el delgado, a la vuelta de la esquina. Darby se sentó al borde de la silla plegable. En menos de un minuto, aparecieron en la acera al otro lado de la iglesia. Ahora iban juntos y se hablaban en voz baja, pero al cabo de un instante el delgado se separó, para alejarse solo por la calle. El tocón se acercó rápidamente a su coche y se subió al mismo. Se limitó a quedarse ahí sentado, a la espera de que concluyera el funeral, para echar un último vistazo, por si después de todo era tan estúpida como para hacer acto de presencia.

El delgado había tardado menos de diez minutos en infiltrarse en la iglesia, observar un grupo de unas doscientas personas y decidir que no estaba entre las mismas. Tal vez buscaba la cabellera pelirroja. O a una rubia teñida. No, tenía más sentido que tuvieran gente en el interior, con aspecto triste y compungido, para buscarla a ella o a alguien que se le pareciera, y hacerle alguna seña o guiño al delgado.

Estaban por todas partes.

La Habana era un santuario perfecto. No importaba que una decena o un centenar de países hubieran puesto precio a su cabeza. Fidel era un admirador y cliente ocasional. Bebían juntos, compartían mujeres y fumaban cigarros. Circulaba como Pedro por su casa: un bonito piso en la calle de Torre, en el barrio antiguo, coche con chofer, un banquero muy astuto para mover dinero por todo el mundo, cualquier tipo de embarcación que se le antojara, un avión militar si era necesario, y abundantes mujeres jóvenes. Hablaba su idioma y no tenía la piel pálida. Le encantaba el lugar.

En una ocasión se había comprometido para matar a Fidel, pero no pudo hacerlo. Estaba en el lugar convenido y con tiempo suficiente para el asesinato, pero no fue capaz de llevarlo a cabo. Sentía demasiada admiración por él. Ocurrió en la época en que no siempre mataba por dinero. Traicionó a quien le había contratado y se lo confesó a Fidel. Fingieron una emboscada y se corrió la voz de que el famoso Khamel había sido abatido a balazos en la calles de La Habana.

Nunca volvería a viajar en vuelos comerciales. Las fotografías de París eran una vergüenza para un profesional de su talla. Empezaba a perder el toque, se volvía descuidado en el crepúsculo de su carrera. Su fotografía había aparecido en primera plana en Norteamérica. Menuda vergüenza. Su cliente no estaba satisfecho.

El barco era una goleta de trece metros, con dos tripulantes y una mujer joven, todos cubanos. Ella estaba en el camarote. Khamel había terminado con ella, pocos minutos antes de avistar las luces de Biloxi. Ahora estaba plenamente concentrado en su trabajo y, sin decir palabra, inspeccionó la balsa y preparó la bolsa. Los tripulantes estaban agachados en cubierta, sin cruzarse en su camino.

A las nueve en punto, echaron la balsa al agua. Él arrojó su bolsa y se alejó. Oyeron el ronroneo del motor cuando se perdía en la oscuridad. Debían permanecer anclados hasta el alba, levar anclas y regresar a La Habana. Llevaban todos los papeles en regla como norteamericanos, por si alguien les descubría y empezaba a formular preguntas.

Avanzó pacientemente por las aguas tranquilas, lejos de las luces de las boyas de navegación y de alguna que otra pequeña embarcación. Llevaba también todos los documentos en regla y tres armas en la bolsa.

Hacía muchos años que no actuaba dos veces en un mismo mes. Después de haber sido supuestamente abatido a balazos en Cuba, había pasado cinco años sin trabajar. Era sumamente paciente. De promedio hacía un trabajo por año.

Y esa víctima actual pasaría inadvertida. Nadie sospecharía de él. Era una trabajo insignificante, pero su cliente había insistido y puesto que estaba en la zona y que el dinero era correcto, ahí estaba de nuevo en una balsa de goma de dos metros, acercándose lentamente a una playa, con la esperanza de que su amigo Luke en esta ocasión se hubiera vestido de pescador y no de agricultor.

Ésta sería la última vez en mucho tiempo, tal vez la definitiva. Tenía más dinero del que podía llegar a gastar o regalar. Y había empezado a cometer pequeños errores.

A lo lejos vio el embarcadero y se alejó del mismo. Tenía treinta minutos que perder. Navegó un cuarto de milla paralelo a la costa, antes de dirigirse a la orilla. A doscientos metros de la orilla paró el motor, lo levantó y lo dejó caer al agua. Agachado en la balsa y con remo de plástico, se acercó suavemente a una zona oscura, tras unos sencillos edificios de ladrillo a diez metros de la orilla. De pie en cuatro palmos de agua, pinchó y rasgó la balsa con un cortaplumas. Se hundió y desapareció. La playa estaba desierta.

Luke estaba solo al fondo del embarcadero. Eran exactamente las once, y estaba en el lugar convenido con una caña y un carrete. Llevaba una gorra blanca y la visera se movía de un lado para otro, conforme escudriñaba el agua en busca de la balsa. Consultó su reloj.

De pronto junto a él vio a un hombre, aparecido de la nada como un ángel.

–¿Luke? – preguntó el recién llegado.

Aquello no era lo convenido. Luke estaba desconcertado.

Tenía una pistola en la cesta, a sus pies, pero no tenía forma de hacerse con ella.

–¿Sam? – preguntó.

Tal vez le había pasado algo por alto. Quizá Khamel no había visto el embarcadero desde la balsa.

–Sí, Luke, soy yo. Lamento la desviación. He tenido problemas con la balsa.

Luke se tranquilizó y dio un suspiro de alivio.

–¿Dónde está el vehículo? – preguntó Khamel.

Luke le echó una ligera ojeada. Sí, era Khamel, y contemplaba el océano con gafas oscuras.

–Es el Pontiac rojo, junto a la bodega -respondió, mientras movía la cabeza en dirección a un edificio.

–¿A qué distancia estamos de Nueva Orleans?

–Media hora -respondió Luke, al tiempo que recogía el hilo.

Khamel retrocedió y le golpeó dos veces en la nuca. Una con cada mano. Las vértebras se fracturaron y cortaron la médula espinal. Luke se desplomó con un solo quejido. Khamel le vio morir, cogió las llaves de su bolsillo y empujó el cadáver al agua.

Edwin Sneller, o comoquiera que se llamara, no abrió la puerta; se limitó a pasar una llave por debajo de la misma. Khamel la cogió y abrió la puerta de la habitación contigua. Entró, se acercó rápidamente a la cama donde depositó su bolsa, y a continuación se dirigió a la ventana, cuyas cortinas estaban abiertas y a través de la cual se divisaba el río en la lejanía. Cerró parcialmente las cortinas y contempló las luces del barrio francés a sus pies.

Se acercó al teléfono y marcó el número de Sneller.

–Hábleme de ella -dijo suavemente Khamel, sin levantar la vista del suelo.

–Hay dos fotografías en el maletín.

Khamel lo abrió y sacó las fotos.

–Ya las tengo.

–Están numeradas uno y dos. Hemos obtenido la número uno del anuario de la facultad de derecho. Tiene aproximadamente un año y es la más reciente que tenemos. Es una ampliación de una fotografía muy pequeña y, por consiguiente, ha perdido bastante detalle. La otra tiene dos años. La hemos sacado de un anuario de la estatal de Arizona.

–Es una mujer encantadora -dijo Khamel, mientras las admiraba.

–Sí. Muy hermosa. Aunque esa bonita cabellera ahora ha desaparecido. El jueves por la noche pagó en un hotel con una tarjeta de crédito. Se nos escapó por los pelos el viernes por la mañana. Encontramos algunos cabellos largos en el suelo y una pequeña muestra de algo que hemos identificado como tinte negro para el cabello. Muy negro.

–Qué pena.

–No la hemos visto desde el miércoles por la noche. Ha resultado muy escurridiza: tarjeta de crédito para pagar el hotel el miércoles, tarjeta de crédito en otro hotel el jueves, y luego nada desde anoche. Retiró cinco mil al contado de su cuenta el viernes por la tarde, y ahora se ha enfriado la pista.

–Puede que se haya marchado.

–Podría ser, pero no lo creo. Alguien estuvo en su piso anoche. Hemos instalado micrófonos en el mismo y llegamos con dos minutos de retraso.

–Parece que actúan con cierta lentitud.

–Es una gran ciudad. Hemos vigilado el aeropuerto y las estaciones de ferrocarril. Vigilamos la casa de su madre en Idaho. Ni rastro de ella. Creo que sigue aquí.

–¿Dónde podría estar?

–Moviéndose continuamente, cambiando de hotel, utilizando cabinas telefónicas, alejada de los lugares habituales. La policía de Nueva Orleans la busca. Hablaron con ella el miércoles después de la explosión y luego la perdieron. Nosotros la buscamos, ellos la buscan, aparecerá.

–¿Qué ocurrió con la bomba?

–Muy sencillo. No se subió al coche.

–¿Quién fabricó la bomba?

–No puedo decírselo -titubeó Sneller.

A Khamel se le esbozó una ligera sonrisa en el rostro, cuando sacaba unos planos del maletín.

–Hábleme de los planos.

–No son más que algunos puntos de interés en la ciudad. Su casa, la de su amante, la facultad de Derecho, los hoteles en los que se ha hospedado, el lugar donde estalló la bomba, y algunos pequeños bares que acostumbra a frecuentar.

–Ha permanecido hasta ahora en el barrio francés.

–Es una chica lista. Hay un millón de lugares donde esconderse.

Khamel cogió la fotografía más reciente y se sentó en la otra cama. Le gustaba el rostro. Incluso con el cabello corto y negro sería interesante. Podía matarla, pero no sería agradable.

–Es una pena, ¿no le parece? – dijo, hablando casi consigo mismo.

–Sí. Lo es.

VEINTIUNO

Gavin Verheek se sentía viejo y cansado al llegar a Nueva Orleans, y después de dos días deambulando por los bares estaba débil y agotado. Había entrado en el primer bar poco después del funeral, para hablar durante más de siete horas con jóvenes enérgicos e inquietos de agravios, contratos, Wall Street y otros temas odiosos, sin dejar de tomar cerveza. Sabía que no debía revelarles a desconocidos que pertenecía al FBI. No era agente del FBI. No tenía placa.

Estuvo en cinco o seis bares el sábado por la noche. Tulane perdió una vez más y después del partido los bares se llenaron de forofos. La situación se hizo desesperante y se retiró a medianoche.

Dormía profundamente con los zapatos puestos cuando sonó el teléfono. Se incorporó de un brinco y levantó el auricular.

–¡Diga! ¡Diga!

–¿Gavin? – preguntó una voz femenina.

–¡Darby! ¿Eres tú?

–¿Quién si no?

–¿Por qué no me has llamado antes?

–Por favor, no empieces a formularme un montón de preguntas estúpidas. Estoy en una cabina, de modo que ninguna jugarreta.

–Por favor, Darby. Te juro que puedes confiar en mí.

–De acuerdo, confío en ti. ¿Y ahora qué?

Consultó su reloj y empezó a desabrocharse los cordones de los zapatos.

–Dímelo tú. ¿Ahora qué? ¿Cuánto tiempo piensas permanecer oculta en Nueva Orleans?

–¿Cómo sabes que estoy en Nueva Orleans? Gavin hizo una pausa momentánea.

–Estoy en Nueva Orleans -prosiguió Darby-. Supongo que pretendes que me reúna contigo, trabemos amistad, me ponga en vuestras manos como tú sueles decir y confíe en que me protejáis el resto de la vida.

–Exacto. Habrás muerto en unos días si no lo haces.

–Veo que vas directo al grano.

–Efectivamente. Estás jugando y no sabes lo que haces.

–¿Quién me persigue, Gavin?

–Podrían ser distintas personas.

–¿Quiénes son?

–No lo sé.

–Ahora eres tú quien juega, Gavin. ¿Cómo puedo confiar en ti, si no me hablas con sinceridad?

–De acuerdo. Creo que podemos afirmar que tu pequeño informe metió el dedo en la llaga de alguien. Estabas en lo cierto, ha llegado a oídos de la gente errónea y ahora Thomas está muerto. Y a ti te matarán cuando te encuentren.

–Sabemos quién mató a Rosenberg y Jensen, ¿no es cierto, Gavin?

–Creo que sí.

–¿Entonces por qué no hace algo el FBI?

–Puede que se trate de una tapadera.

–Bendito seas por admitirlo. Bendito seas.

–Podría perder el empleo.

–¿A quién podría contárselo, Gavin? ¿Quién esconde qué?

–No estoy seguro. El informe había despertado mucho interés en nuestra organización, hasta que se recibieron fuertes presiones de la Casa Blanca y ahora lo hemos descartado.

–Creo que lo comprendo. ¿Qué les hace suponer que si me matan no se divulgará?

–No lo sé. Quizá creen que tienes más información.

–¿Puedo decirte algo? Momento después de la explosión, cuando Thomas estaba en el coche incendiado y yo semiconsciente, un policía llamado Rupert me llevó a su coche y me hizo subir al mismo. Otro policía con botas de vaquero y tejanos empezó a formularme preguntas. Yo me sentía indispuesta y trastornada. Entonces Rupert y su vaquero desaparecieron, y no regresaron. No eran policías, Gavin. Contemplaron la explosión y pasaron al plan B al darse cuenta de que no estaba en el coche. Yo no lo sabía, pero probablemente estaba a un minuto o dos de acabar con una bala en la cabeza.

–¿Qué ocurrió con esos individuos? – preguntó Verheek, que escuchaba con los ojos cerrados.

–No estoy segura. Creo que se asustaron cuando los verdaderos policías ocuparon la zona. Se esfumaron. Yo estaba en su coche, Gavin. Me habían cogido.

–Debes entregarte, Darby. Escúchame.

–¿Recuerdas nuestra conversación telefónica el jueves por la mañana, cuando de pronto vi una cara que me resultó familiar y te la describí?

–Por supuesto.

–Ayer estaba en el funeral, acompañado de unos amigos.

–¿Dónde estabas tú?

–Observando. Entró en la iglesia un poco tarde, se quedó diez minutos y luego salió para reunirse con Tocón.

–¿Tocón?

–Sí, es uno de los de la banda. Tocón, Rupert, el Vaquero y el Delgado. Grandes personajes. Estoy segura de que hay otros, pero todavía no los he conocido.

–El próximo encuentro será el último, Darby. Te quedan unas cuarenta y ocho horas de vida.

–Ya lo veremos. ¿Cuánto tiempo piensas permanecer en la ciudad?

–Unos días. Mi propósito era el de quedarme hasta que te encontrara.

–Aquí estoy. Puede que te llame mañana.

–De acuerdo, Darby. Lo que tú digas. Pero, cuídate. Darby colgó. Gavin arrojó el teléfono y echó una maldición.

A dos manzanas de distancia y quince pisos de altura, Khamel miraba la televisión y hablaba en voz baja consigo mismo. Se trataba de una película sobre gente en una gran ciudad. Hablaban inglés, tercer idioma de Khamel, y repetía todo lo que decían en el mejor acento norteamericano. Lo practicaba durante muchas horas. Había asimilado el idioma cuando estaba oculto en Belfast, y en los últimos veinte años había visto millares de películas norteamericanas. Su película predilecta era Los tres días del Cóndor. La había visto cuatro veces, antes de dilucidar quién mataba a quién y por qué. Él podía haber matado a Robert Redford.

Repetía palabra por palabra en voz alta. Le habían dicho que su inglés podía pasar por el de un norteamericano, pero un simple error, un pequeño error, bastaría para que ella desapareciera.

El Volvo estaba aparcado a una manzana y media de su dueño, en un aparcamiento por el que pagaba cien dólares mensuales por su supuesta seguridad. Entraron por el portalón que se suponía cerrado con llave.

Era un GL de 1986 sin sistema de seguridad y, en pocos segundos, la puerta del conductor estaba abierta. Uno de ellos se sentó sobre el maletero y encendió un cigarrillo. Eran casi las cuatro de la madrugada del domingo.

Su compañero abrió una pequeña caja de herramientas que llevaba en el bolsillo y empezó a trabajar en el teléfono de ejecutivo, que a Grantham le había avergonzado comprar. Le bastaba con la luz interior del vehículo y se puso a trabajar con rapidez. Era fácil. Abierto el auricular, instaló un diminuto transmisor y lo pegó con cola. Al cabo de un minuto se apeó del coche y se agachó junto al parachoques trasero. El del cigarrillo le entregó un pequeño cubo negro, que colocó bajo el coche detrás del depósito de combustible. Era un transmisor magnetizado, que transmitiría señales durante seis días, antes de agotarse y hubiera que reemplazarlo.

Se retiraron antes de transcurridos siete minutos. El lunes, en el momento en que le vieran entrar en el edificio del Post en la calle Quince, penetrarían en su piso y trampearían sus teléfonos.

VEINTIDÓS