–¿Quién es?
Nadie hizo el menor esfuerzo por descorrer el pestillo y abrir. Me había pasado mucho rato planeando mi táctica. Incluso la había ensayado durante mi trayecto en automóvil hasta Bethesda. Pero no estaba muy convencido de que consiguiera sonar convincente.
–Bob Stevens -contesté con cierta inquietud-. Busco a Héctor Palma.
–¿A quién? – preguntó la mujer.
–Héctor Palma. El que vivía en la casa de al lado.
–¿Qué desea?
–Le debo dinero. Estoy tratando de localizarlo, eso es todo.
Si yo hubiera pretendido cobrar algo o efectuar alguna tarea desagradable, habría sido lógico que los vecinos se pusieran en guardia. Mi pequeña estratagema me había parecido muy ingeniosa.
–Se ha ido -contestó ella ásperamente.
–Eso ya lo sé. Pero ¿sabe usted adónde se ha ido?
–No.
–¿Ha dejado esta zona?
No lo sé.
–¿No los vio hacer la mudanza?
Naturalmente, no había manera de eludir una respuesta afirmativa, pero en lugar de mostrarse servicial, la vecina se retiró a las profundidades de su apartamento y seguramente llamó al servicio de seguridad. Repetí la pregunta y volví a tocar el timbre, sin éxito.
Me dirigí hacia la otra puerta contigua al último domicilio conocido de Héctor. Después de dos timbrazos, la puerta se entreabrió hasta donde permitía la cadena y un hombre de mi edad con mayonesa en la comisura de los labios me preguntó:
–¿Qué quiere?
Repetí el truco de Bob Stevens. Me escuchó atentamente mientras sus hijos correteaban detrás de él en el salón, donde un televisor estaba encendido a todo volumen. Eran más de las ocho, estaba oscuro y hacía frío, y yo había interrumpido su cena.
Pero el hombre no era antipático.
–No lo conocía -dijo.
–¿Y a su esposa?
–Tampoco. Viajo mucho. Casi siempre estoy fuera.
–¿Los conocía su mujer?
–No -se apresuró a contestar.
–¿Usted o su esposa los vieron mudarse?
–El fin de semana pasado no estábamos aquí
–¿Y no tiene idea de adónde se han ido?
–Ninguna.
Le di las gracias y, al volverme, tropecé con un fornido guardia de seguridad uniformado que sostenía en la mano derecha una porra y se golpeaba con ella la palma de la mano izquierda, como hacen los polis en las películas.
–¿Qué está haciendo? – me preguntó con muy malos modos.
–Busco a una persona -respondí-. Guarde eso que lleva en la mano.
–Aquí no está permitido molestar.
–¿Está usted sordo? Busco a una persona, no pretendo molestar.
Pasé por su lado para dirigirme hacia el aparcamiento.
–Hemos recibido una queja -dijo a mi espalda. Tiene que marcharse.
–Ya me voy.
Mi cena consistió en un taco y una cerveza en un bar cercano. Me sentía más seguro comiendo en los suburbios. El local pertenecía a una cadena nacional que estaba ganando dinero a espuertas con nuevos y relucientes abrevaderos de barrio. Los clientes eran en su mayoría jóvenes funcionarios del Estado que aún no habían conseguido encontrar casa, hablaban de política y de métodos mientras bebían cerveza de barril y pegaban gritos ante las jugadas de un partido.
La soledad era consecuencia de la adaptación. Había dejado atrás a mi mujer y a mis amigos. Los siete años de trabajo a destajo en Drake Sweeney no habían sido muy propicios para el cultivo de las amistades; y tampoco de un matrimonio. A los treinta y dos años no estaba preparado para la vida de soltero. Mientras contemplaba el partido y a las mujeres, me pregunté si tendría que regresar a los ambientes de los bares y las salas nocturnas para encontrar compañía. Me resistía a creer que no hubiera otros lugares y otros métodos.
Comencé a sentirme deprimido y me fui.
Regresé a la ciudad conduciendo muy despacio, pues no me apetecía demasiado encerrarme en mi buhardilla. Como inquilino, mi nombre debía de figurar en la base de datos de algún ordenador y la policía no tendría demasiadas dificultades en enterarse de dónde vivía. Si pensaban detenerme, estaba seguro de que lo harían por la noche. Se divertirían mucho pegándome un susto llamando a la puerta a altas horas y, tras zarandearme un poco me colocarían las esposas, me sacarían a empellones al rellano, bajarían conmigo en ascensor sujetándome dolorosamente por los sobacos y me empujarían al asiento posterior de un coche patrulla para llevarme a la prisión municipal, donde sería el único profesional blanco detenido aquella noche.
Nada les complacería más que arrojarme a un calabozo lleno a rebosar del habitual surtido de matones y dejarme abandonado a mi suerte.
Hiciera lo que hiciere, siempre llevaba conmigo dos cosas. Una de ellas era un teléfono móvil para poder llamar a Mordecai en cuanto me detuvieran. La otra era un fajo de veinte billetes de cien dólares para pagar la fianza y evitar con ello el calabozo.
Aparqué a dos manzanas de distancia y eché un vistazo a todos los coches vacíos por si descubría en el interior de alguno de ellos un personaje sospechoso.
Llegué a mi buhardilla ileso y sin que nadie me hubiera detenido.
Mi salón estaba ahora amueblado con dos sillas de jardín y una caja de plástico que me servía tanto de mesita auxiliar como de asiento. El televisor estaba colocado encima de otra caja de plástico. Me hacía gracia la escasez de mobiliario, y ya había decidido que la casa sería para mí solo. Nadie vería cómo vivía.
Había llamado mi madre. Escuché la grabación. Ella y papá estaban preocupados por mí y querían visitarme. Le habían comentado la situación a mi hermano Warren, y era posible que éste también hiciese el viaje. Me parecía estar oyendo su análisis de mi nueva existencia. Alguien tenía que hacerme entrar en razón.
La marcha por Lontae fue la principal noticia del telediario de las once. Se ofrecían primeros planos de los cinco ataúdes negros en las escalinatas del edificio de la Fiscalía del distrito y más tarde durante su recorrido por la calle. Se mostraba a Mordecai predicando a las masas. La muchedumbre era mucho más numerosa de lo que yo pensaba; calculaban unas cinco mil personas. El alcalde no había querido hacer ningún comentario.
Apagué el televisor y marqué el número de Claire. Llevábamos cuatro días sin hablar y me pareció conveniente tener con ella un detalle de cortesía. Técnicamente aún estábamos casados. Sería bonito que cenásemos juntos la semana siguiente, o la otra.
Al tercer timbrazo, una voz desconocida contestó a regañadientes.
–Hola.
Era una voz masculina.
Por un instante, el asombro me impidió hablar. Eran las once y media de la noche de un jueves. Claire tenía a un hombre en casa. Yo llevaba menos de una semana fuera del apartamento. Estuve a punto de colgar, pero me sobrepuse y dije:
–Claire, por favor.
–¿De parte de quién? – preguntó el desconocido en tono malhumorado.
–De Michael, su marido.
–Se está duchando -contestó sin ocultar su satisfacción.
–Dígale que he llamado -dije, y colgué rápidamente el auricular.
Estuve caminando por las tres habitaciones de mi buhardilla hasta la medianoche. Entonces volví a vestirme y a pesar del frío salí a dar un paseo. Cuando un matrimonio se desmorona, se analizan todos los guiones. ¿Había sido, sencillamente, un distanciamiento progresivo o había habido algo más que eso? ¿Acaso no había sabido interpretar los signos? ¿Era aquel hombre una aventura de una noche o llevaban varios años viéndose? ¿Sería un apasionado médico casado y con hijos o un joven y viril estudiante que le daba lo que ella no encontraba en mí?
Me repetía una y otra vez que no importaba. No nos divorciábamos por culpa de las infidelidades. Ya era demasiado tarde para preocuparme por la posibilidad de que ella hubiera estado acostándose con otro.
El matrimonio había terminado, eso era todo. Por el motivo que fuese. Claire podía irse al infierno. Estaba lejos y olvidada. Yo era libre de ir detrás de otras mujeres, y las mismas normas eran válidas para ella.
Faltaría más.
A las dos de la madrugada me encontré sin saber cómo en DuPont Circle, donde no presté la menor atención a los silbidos de los maricas y pasé junto a varios hombres que dormían en los bancos, envueltos en varias capas de ropa y colchas. Era peligroso, pero me daba igual.
Unas horas más tarde compré una caja de rosquillas surtidas en un Krispy Kreme, además de dos vasos de café y un periódico. Ruby estaba esperándome fielmente en la puerta, muerta de frío. Tenía los ojos más enrojecidos que de costumbre y tardó unos segundos en sonreír al verme.
Nos sentamos ante uno de los escritorios de la sala, el que estaba menos cubierto de expedientes antiguos. Dejé un espacio libre y serví el café y las rosquillas. No le gustaban las de chocolate; prefería las rellenas de fruta.
–¿Tú lees el periódico? – le pregunté mientras lo desdoblaba.
–No.
–¿Sabes leer?
–No mucho.
Se lo leí yo. Empezamos por la primera plana, sobre todo porque publicaba una fotografía de los cinco ataúdes, que parecían flotar en un mar de personas. El reportaje ocupaba la mitad inferior de la plana y estaba encabezado por unos grandes titulares. Ruby me escuchó con mucha atención. Había oído hablar de la muerte de la familia Burton; los detalles la fascinaron.
–¿Yo también podría morir así? – preguntó.
–No. A menos que tu coche tenga motor y enciendas la calefacción.
–Ojalá tuviera calefacción.
–Correrías el riesgo de morir congelada.
–¿Y eso qué quiere decir?
–Que podrías morirte de frío.
Se limpió la boca con una servilleta y tomó un sorbo de café. La noche en que murieron Ontario y su familia la temperatura era de unos seis grados bajo cero. ¿Cómo habría sobrevivido Ruby?
–¿A dónde vas cuando hace mucho frío? – le pregunté.
–No voy a ninguna parte.
–¿Te quedas en el coche?
–Sí.
–¿Y cómo evitas congelarte?
–Tengo muchas mantas. Me cubro con ellas.
–¿Nunca vas a un albergue?
–Nunca.
–¿Irías a un albergue si yo te ayudara a ver a Terrence?
Ladeó la cabeza y me dirigió una extraña mirada.
–Repítalo -dijo.
–Tú quieres ver a Terrence, ¿verdad?
–Claro.
–Pues entonces tienes que alejarte del crack, ¿verdad?
–Claro.
–Y para alejarte del crack tendrías que permanecer por un tiempo en un centro de desintoxicación.
¿Estarías dispuesta a hacerlo?
–Puede que sí -contestó-. He dicho puede.
Era un paso muy pequeño, pero no insignificante.
–Puedo ayudarte a ver a Terrence y a volver a formar parte de su vida, pero tienes que alejarte definitivamente de las drogas.
–Y eso ¿cómo se hace? – preguntó, rehuyendo mi mirada.
Hizo girar el vaso de café entre las manos mientras el vapor le subía hasta el rostro.
–¿Hoy irás al Naomi?
–Sí.
–He hablado con la directora. Hoy tienen dos reuniones, de alcohólicos y drogadictos juntos. Se llaman AA y DA. Quiero que asistas a las dos. La directora me llamará.
Asintió con la cabeza como una niña que acabara de recibir una reprimenda. En aquel momento no me parecía oportuno insistir. Mordisqueó sus rosquillas y se tomó el café mientras yo le leía una noticia tras otra. No le importaban los asuntos exteriores ni el deporte, pero las noticias ciudadanas le encantaban. Había votado una vez, muchos años atrás, y asimilaba fácilmente todo lo que se refería a la política del distrito. Comprendía muy bien los reportajes que giraban en torno a los delitos. Un largo editorial reprochaba al Congreso y al Ayuntamiento su falta de interés por la creación de servicios para los indigentes. Lontae no sería la única, advertía. Otros niños morirían en las calles a la sombra del Capitolio de Estados Unidos.
Lo resumí de modo que Ruby lo comprendiese, y se mostró de acuerdo con todas las afirmaciones.
Había empezado a caer una llovizna fría, por lo que decidí acompañar a Ruby en mi coche hasta su segunda parada del día. El Centro Femenino de Naomi era una casa adosada de cuatro plantas, situada en la calle 10 Noroeste, en una manzana de edificios similares. Abría a las siete de la mañana, cerraba a las cuatro de la tarde y cada día ofrecía comida, duchas, ropa, actividades y servicio de asesoramiento para cualquier mujer sin hogar que pasara por allí. Ruby era una asidua, y cuando entramos sus amigas la saludaron cordialmente. Hablé en voz baja con la directora, una joven llamada Megan. Ambos decidimos aunar fuerzas para obligar a Ruby a abandonar las drogas. La mitad de las mujeres de allí estaba mentalmente enferma, la mitad consumía estupefacientes, un tercio era cero positivo. Que Megan supiera, Ruby no padecía ninguna enfermedad infecciosa.
Cuando me fui, las mujeres se habían reunido en la sala principal para cantar.
Estaba trabajando afanosamente en mi despacho cuando Sofía llamó a la puerta y entró sin darme tiempo a contestar.
–Mordecai me ha dicho que buscas a una persona -soltó.
Llevaba un cuaderno tamaño folio para tomar notas.
Reflexioné por un instante y me acordé de Héctor.
–Ah, sí. Es verdad.
–Puedo ayudarte. Dime todo lo que sepas de esa persona. – Se sentó y empezó a escribir mientras yo le daba su nombre, dirección, último puesto de trabajo conocido, descripción física y su condición de casado con cuatro hijos-.
¿Edad?
–Unos treinta años.
–¿Sueldo aproximado?
–Treinta y cinco mil.
–Teniendo cuatro hijos, al menos uno debe de estar en edad escolar. Con este sueldo y viviendo en Bethesda, dudo que asista a una escuela privada. Es hispano, lo que significa que probablemente sea católico. ¿Algo más?
No se me ocurría nada más. Se marchó a su escritorio, donde empezó a hojear un grueso cuaderno de apuntes. Dejé la puerta abierta para poder ver y oír. La primera llamada la hizo a alguien de Correos. La conversación pasó de inmediato al español, por lo que no entendí de qué hablaba. Las llamadas se sucedieron. Decía «hola» en inglés, preguntaba por su contacto y pasaba a su lengua materna. Telefoneó a la sede de la diócesis católica, lo que la llevó a otra serie de rápidas llamadas.
Perdí el interés.
Al cabo de una hora se acercó a mi puerta y me dijo:
–Se han ido a vivir a Chicago. ¿Quieres la dirección?
–Pero, ¿cómo has…? – pregunté con incredulidad.
–No preguntes. Un amigo de un amigo de su iglesia. Se fueron precipitadamente durante el fin de semana. ¿Necesitas su nueva dirección?
–¿Cuánto tardarás en averiguarla?
–No será fácil, pero puedo indicarte el camino a seguir.
Había por lo menos seis clientes sentados en la sala, esperando a que Sofía los asesorase.
–Ahora no -le dije-. Quizá más tarde. Te lo agradezco.
–Ni hablar.
Ni hablar. Yo tenía previsto pasarme unas cuantas horas más cuando oscureciera, llamando a las puertas de los vecinos, a merced del frío, eludiendo a los guardias de seguridad y confiando en que nadie me pegara un tiro. Y ella se había pasado una sola hora al teléfono y había localizado a la persona que yo buscaba.
Drake Sweeney contaba con cien abogados en su filial de Chicago. Yo había estado allí dos veces a propósito de unos casos antimonopolio. Los despachos estaban en un rascacielos a la orilla del lago. El vestíbulo, de varios pisos de altura, tenía fuentes, escaleras mecánicas y un sinfín de tiendas en su perímetro. Era el lugar ideal para esconder y vigilar a Héctor Palma.
Cuando un policía de paisano espera en el interior de un vehículo sin placas, ellos lo ven.
–La policía está ahí fuera, – le dijo uno de nuestros clientes a Sofía-.
Ella se acercó a la puerta principal, miró hacia el sudeste por la calle Q y vio algo que le pareció un coche de la policía sin identificación. Esperó media hora y volvió a salir. Entonces se lo dijo a Mordecai.
Yo ignoraba lo que ocurría porque estaba luchando en dos frentes: contra el organismo que adjudicaba los vales para comida y contra la oficina del fiscal. Era viernes por la tarde y la burocracia urbana, que en días corrientes solía estar por debajo de los niveles normales, ya estaba cerrando con vistas al fin de semana. Ambos me comunicaron la noticia simultáneamente.
–Creo que la poli está esperándote -me anunció Mordecai en tono solemne.
–¿Dónde? – le pregunté como si eso tuviera importancia.
–En la esquina. Llevan una hora vigilando el edificio.
–A lo mejor los andan buscando a ustedes -dije, y solté una carcajada.
A nadie pareció hacerle gracia.
–He llamado -me informó Sofía-. Se ha dictado una orden de detención contra ti. Robo cualificado.
¡Un delito! ¡La cárcel! Un apuesto chico blanco entre rejas.
–No me extraña -dije, intentando disimular mi temor-. Terminemos de una vez.
–He llamado a un tipo de la Fiscalía -terció Mordecai-. Sería bonito que te permitieran entregarte.
–Sería bonito -repetí como si no tuviera la menor importancia-. Pero me he pasado toda la tarde hablando con la Fiscalía. Allí nadie te hace caso.
–Tienen doscientos abogados -dijo Mordecai, que consideraba a policías y fiscales sus enemigos naturales.
Elaboramos rápidamente un plan de acción. Sofía llamaría a un garante de fianzas que se reuniría con nosotros en la cárcel. Mordecai intentaría encontrar a un juez amistoso. Pero nadie mencionaba el hecho evidente de que era viernes por la tarde. ¿Cómo haría para sobrevivir a un fin de semana en la cárcel?
Se retiraron para efectuar sus llamadas y yo permanecí sentado ante mi escritorio, incapaz de moverme, pensar o hacer cualquier otra cosa que no fuera prestar atención al chirrido de la puerta de la calle. No tuve que esperar demasiado. A las cuatro en punto entró el teniente Gasko con un par de esbirros.
Durante mi primer encuentro con él, cuando lo sorprendí registrando el apartamento de Claire y empecé a soltarle gritos mientras anotaba nombres, amenazaba con presentar toda clase de querellas contra él y sus subalternos, respondía a sus palabras con comentarios mordaces y me sentía un brillante abogado en presencia de un policía de mierda, no se me había ocurrido pensar en la posibilidad de que algún día él pudiera darse el gusto de detenerme. Pero allí lo tenía, pavoneándose y mirándome con una sonrisa de desprecio mientras sostenía en la mano unos papeles doblados, a punto de restregármelos por las narices.
–Tengo que ver al señor Brock -le dijo a Sofía justo en el instante en que yo abandonaba sonriendo mi despacho.
–Hola, Gasko -lo saludé-. ¿Todavía está buscando el expediente?
–No. Hoy no.
Mordecai salió de su despacho. Sofía permanecía de pie junto a su escritorio. Todo el mundo miraba a todo el mundo.
–¿Trae una orden? – preguntó Mordecai.
–Sí. Para el señor Brock aquí presente -le contestó Gasko.
–Pues vamos allá -dije acercándome a él al tiempo que me encogía de hombros.
Uno de los esbirros abrió unas esposas que le colgaban del cinturón. Decidí mostrarme sereno.
–Soy su abogado -dijo Mordecai-. – Déjeme ver la orden. –
Tomó el documento que le ofrecía Gasko y lo examinó mientras me esposaban con las manos a la espalda y yo sentía el roce del frío acero contra las muñecas. Las esposas me estaban demasiado ajustadas o, por lo menos, más ajustadas de lo que deberían haber estado, pero podía resistirlo, y estaba firmemente decidido a parecer despreocupado-. Tendré mucho gusto en conducir a mi cliente a la comisaría -añadió.
–Muchas gracias -contestó Gasko en tono irónico-, pero le ahorraré la molestia.
–¿Adónde irá?
–A jefatura.
–Te seguiré hasta, allí -me dijo Mordecai.
Sofía estaba hablando por teléfono, lo que me resultaba aún más consolador que el hecho de saber que Mordecai me seguiría.
Tres de nuestros clientes, unos inofensivos caballeros de la calle que habían entrado para hablar con Sofía, lo presenciaron todo. Estaban sentados en el lugar donde siempre esperaban los clientes, y al verme pasar por su lado me miraron con asombro e incredulidad.
Uno de los esbirros me sujetó fuertemente por el codo y me hizo franquear a empellones la puerta principal; pisé la acera deseando ocultarme cuanto antes en el interior de su automóvil, un sucio vehículo blanco sin identificación, aparcado en la esquina. Los indigentes lo vieron todo: la maniobra del conductor para modificar la posición del vehículo, la irrupción de los agentes, mi salida esposado y flanqueado por ellos.
«Han detenido a un abogado», comentarían en voz baja, y la noticia se propagaría rápidamente por las calles.
Gasko se acomodó a mi lado en el asiento trasero. Miré alrededor sin ver nada, mientras el pánico iba apoderándose lentamente de mí.
–Menuda pérdida de tiempo -masculló Gasko, cruzándose de piernas-. Hay ciento cuarenta asesinatos sin resolver en esta ciudad, droga en todas las esquinas y traficantes haciendo negocio en las escuelas, y tenemos que perder el tiempo con usted.
–¿Está tratando de hacerme hablar, Gasko? – pregunté.
–No.
–Muy bien.
Todavía no me había dicho mis derechos, lo que no estaba obligado a hacer hasta que comenzara a interrogarme.
El esbirro número uno conducía hacia el sur por la calle Catorce sin luces, sirenas ni el menor respeto por las señales de tráfico y los peatones.
–Pues entonces suélteme -le espeté.
–Si de mí dependiera, lo haría, pero usted ha molestado mucho a ciertas personas. El fiscal me ha dicho que están presionándolo para que le ajuste las clavijas.
–¿Quién está presionándolo? – pregunté, aun cuando conocía la respuesta. Los de Drake Sweeney no perderían el tiempo con la policía, sino que hablarían directamente con el fiscal, echando mano de toda la terminología jurídica.
–Las víctimas -contestó sarcásticamente Gasko.
Estaba de acuerdo con su valoración; resultaba difícil imaginar a un puñado de prósperos abogados en el papel de víctimas de un delito.
Muchos personajes famosos habían sido detenidos. Traté de recordarlos. Martin Luther King había ido varias veces a la cárcel. También Boesky y Milken y otros célebres ladrones cuyos nombres no recordaba. ¿Y qué decir de todos los famosos actores y deportistas detenidos por conducir en estado de embriaguez, por solicitar los servicios de una prostituta o por tenencia de cocaína? Todos habían sido arrojados al asiento trasero de un automóvil de la policía y llevados detenidos como delincuentes comunes. Un juez de Memphis estaba cumpliendo una condena de cadena perpetua; un compañero mío de estudios había estado ingresado en un centro de rehabilitación; un antiguo cliente había sido encerrado en una prisión federal por evasión de impuestos.
Todos habían sido detenidos y acusados formalmente, les habían tomado las huellas digitales y los habían fotografiado con un numerito debajo de la barbilla. Y todos habían sobrevivido.
Sospechaba que hasta Mordecai Green debía de haber sentido el frío abrazo de las esposas.
El hecho de que finalmente hubiera ocurrido me producía cierto alivio. Podría dejar de correr, de esconderme y de vigilar para ver si alguien me seguía. La espera había terminado. Y no había sido una redada nocturna de esas que lo obligaban a uno a permanecer en el calabozo hasta la mañana siguiente. Era una hora razonable. Con un poco de suerte, podrían cumplirse todos los trámites y yo saldría bajo fianza antes de que empezara la desbandada del fin de semana.
Pero había también un elemento de horror, un temor que jamás había sentido. En la cárcel municipal podían fallar muchas cosas. Los documentos podían extraviarse. Podían producirse toda clase de demoras. La fianza podía aplazarse hasta el sábado, el domingo e incluso el lunes. Me encerrarían en un calabozo abarrotado de gente hostil y desagradable.
Se correría la voz de mi detención. Mis amigos sacudirían la cabeza y se preguntarían qué otra cosa podría hacer yo para destruir mi vida. Mis padres quedarían destrozados. No estaba muy seguro de lo que pensaría Claire, sobre todo ahora que estaba en compañía de su amante.
Cerré los ojos y procuré ponerme cómodo, una tarea imposible cuando uno está sentado sobre las manos.
El recuerdo de los trámites es borroso; Gasko me llevaba de un lado a otro como si yo fuera un cachorro extraviado. Con la cabeza gacha, me decía a mí mismo: «No mires a nadie.» Primero, el inventario, todo lo que había en los bolsillos, firmar un impreso. Luego, bajar por un sucio pasillo para que me fotografiaran descalzo, de pie contra la cinta de medir, no tiene que sonreír si no quiere, pero, por favor, mire a la cámara.
Después de perfil. A continuación, a que me tomasen las huellas dactilares, donde había gente, por lo que Gasko tuvo que esposarme a una silla del pasillo como si fuera un enfermo mental mientras él iba a tomarse un café. Los detenidos pasaban por delante de mí, en distintas fases de sus trámites. Agentes por todas partes. Un rostro blanco, no de un policía sino de un acusado como yo, joven, con un elegante traje azul marino, visiblemente embriagado y con una magulladura en la mejilla izquierda. ¿Cómo era posible que alguien se emborrachase antes de las cinco de la madrugada de un viernes? Profería amenazas a voz en cuello, utilizando un vocabulario tan duro como escogido, pero nadie le hacía caso. Al cabo de un rato se marchó. Pasó el tiempo y empecé a sentirme asustado. Fuera ya estaba oscureciendo, había comenzado el fin de semana, empezarían a producirse delitos y en la cárcel aumentaría el ajetreo. Gasko regresó, me llevó al Departamento de Huellas Dactilares y contempló cómo un agente llamado Poindexter aplicaba hábilmente la tinta y comprimía mis dedos contra los papeles. No fue necesaria ninguna llamada telefónica. Mi abogado estaba muy cerca, aunque Gasko no lo había visto. A medida que bajábamos, las puertas eran cada vez más pesadas. Estábamos yendo en dirección contraria; la calle se encontraba detrás de nosotros.
–¿No puedo conseguir una fianza? – pregunté finalmente.
Más adelante vi unas ventanas con barrotes y unos atareados guardias armados.
–Creo que su abogado está trabajando en ello -contestó Gasko.
Me encomendó al sargento Coffey, quien me empujó contra la pared, me obligó a separar las piernas y me cacheó como si estuviera buscando una moneda de diez centavos. Al no encontrar nada, soltó un gruñido y me señaló un detector de metales por el que pasé sin ofenderme.
Se oyó un timbrazo, se abrió una puerta corrediza y a los lados apareció un pasillo con barrotes. Una puerta metálica se cerró a mi espalda y mi esperanza de una pronta liberación se desvaneció.
Entre los barrotes del estrecho pasillo asomaban manos y brazos. Todos nos miraron mientras pasábamos por delante de ellos. Volví a bajar la vista. Coffey echaba un vistazo a las distintas celdas; me pareció que contaba a la gente. Nos detuvimos delante de la tercera a la derecha.
Mis compañeros de encierro eran negros, y mucho más jóvenes que yo. Al principio conté cuatro; después vi a un quinto tendido en la litera superior. Había dos camas para seis personas. La celda era un pequeño cuadrado con tres paredes de barrotes, por lo que uno podía ver a los reclusos de la celda contigua y a los del otro lado del pasillo. La pared del fondo era de hormigón, con un pequeño retrete en un rincón.
Coffey cerró ruidosamente la puerta detrás de mí. El tipo de la litera de arriba se incorporó y dejó las piernas colgando cerca del rostro de un sujeto sentado en la litera inferior. Los tres me miraron con rabia mientras yo permanecía de pie al lado de la puerta, procurando mostrarme sereno y tranquilo al tiempo que trataba desesperadamente de encontrar un lugar en el suelo donde poder sentarme sin tocar a ninguno de mis compañeros de celda, lo que sin duda habría resultado peligroso.
Afortunadamente, no iban armados. Afortunadamente, alguien había instalado un detector de metales. No tenían pistolas ni navajas; yo no llevaba nada de valor, aparte de la ropa. Mi reloj, mi billetero, mi teléfono móvil, el dinero en efectivo, todo lo que llevaba encima me lo habían quitado y habían hecho un inventario.
Imaginé que la parte anterior de la celda debía de ser más segura que la posterior. No presté atención a las miradas de mis compañeros de encierro y ocupé mi lugar en el suelo, con la espalda apoyada contra la puerta. Al fondo del pasillo alguien estaba pidiendo a gritos la presencia de un guardia.
Estalló una pelea dos celdas más abajo y, a través de los barrotes y las literas vi al borracho blanco del traje azul marino acorralado por dos corpulentos negros que estaban golpeándole la cabeza. Otras voces los animaban, y todo el pasillo se alborotó. No era un buen momento para ser blanco.
Se oyó un silbido estridente, se abrió una puerta y apareció Coffey blandiendo una porra. La pelea terminó de repente y el borracho se quedó inmóvil, tendido boca abajo en el suelo. Coffey se acercó a la celda y preguntó qué había ocurrido. Nadie lo sabía; nadie había visto nada.
–¡A ver si se quedan quietos! – gritó Coffey, y luego se marchó.
Transcurrieron varios minutos. El borracho empezó a gemir; oí que alguien vomitaba. Uno de mis compañeros de celda se levantó y se acercó a mí. Su pie descalzo rozó ligeramente mi pierna. Levanté la vista y lo aparté. Me miró enfurecido y comprendí que era el final.
–Qué chaqueta tan bonita -dijo.
–Gracias -murmuré, procurando no sonar sarcástico ni provocador.
La chaqueta era una vieja americana de color azul marino que llevaba todos los días junto con unos pantalones vaqueros y zapatillas de color caqui, mi atuendo de radical. No merecía la pena dejarme matar por ella.
–Qué chaqueta tan bonita -repitió, y me dio un golpecito con el pie. El tipo de la litera de arriba saltó al suelo y se acercó para observarla mejor.
–Gracias -repetí.
Tendría unos dieciocho o diecinueve años, era alto y delgado, y en su cuerpo no se advertía un solo gramo de grasa; probablemente era miembro de una banda y se había pasado toda la vida en las calles. Se daba aires y estaba deseando impresionar a los demás con su bravuconería. Jamás le habría resultado tan fácil darle una patada a un trasero como al mío.
–Yo no tengo una chaqueta tan bonita -dijo.
Otro golpe más fuerte con el pie, con ánimo de provocarme.
Debía de ser un muchacho de la calle, pensé. No podía robarme la chaqueta porque no hubiera podido echar a correr con ella.
–¿Quieres que te la preste? – pregunté sin levantar la vista.
–No.
Me acerqué las rodillas a la barbilla, adoptando una posición defensiva. En caso de que me pegara un puntapié o un puñetazo, no pensaba responder. Cualquier resistencia daría lugar a que los otros cuatro se acercaran de inmediato y se lo pasaran en grande aporreando al tipo blanco.
–Aquí mi amigo ha dicho que tienes una chaqueta muy bonita -masculló el de la litera de arriba.
–Y le he dado las gracias.
–Ha dicho también que él no tiene ninguna tan bonita.
–¿Y qué puedo hacer yo? – pregunté.
–Un regalo sería lo más apropiado.
Se acercó un tercero y me vi rodeado. El primero me dio una patada en el pie y sus compañeros se acercaron un poco más. Estaban a punto de atacarme; cada uno de ellos esperaba a que el otro empezara. Me quité rápidamente la americana y la arrojé hacia ellos.
–¿Eso es un regalo? – preguntó el primero, agarrándola al vuelo.
–Es lo que tú quieres que sea -contesté, mirando el suelo.
No vi su pie. Recibí un golpe impresionante en la sien izquierda que hizo que mi cabeza chocase dolorosamente contra los barrotes de atrás.
–¡Mierda! – exclamé, y me llevé la mano a la sien. Preparándome para el ataque, añadí-: Puedes quedarte con la maldita chaqueta.
–¿Es un regalo?
–Sí.
–Pues muchas gracias, hombre.
–De nada -repuse, frotándome la mejilla. Tenía toda la cabeza entumecida.
Se retiraron y permanecí hecho un ovillo.
Transcurrieron varios minutos, aunque yo había perdido la noción del tiempo. El borracho de dos celdas más abajo trataba de recuperarse y estaba llamando otra vez al guardia. El muchacho que se había quedado con mi chaqueta no se la puso. La celda se la tragó.
Sentía que el rostro me palpitaba, pero no estaba sangrando. En caso de que no sufriera más lesiones, podría considerarme afortunado. Un compañero del fondo del pasillo anunció a gritos que quería dormir y empecé a temer lo que pudiera depararme aquella noche. Seis reclusos y dos camas muy estrechas. ¿Teníamos que dormir en el suelo sin manta ni almohada?
Sentado sobre una superficie cada vez más fría, miré a mis compañeros de celda y me pregunté qué delitos habrían cometido. Yo me había llevado un expediente con intención de devolverlo, y, sin embargo, allí estaba, como un indeseable entre traficantes, ladrones de coches, violadores y probablemente, asesinos.
No tenía apetito, pero pensé en la comida. No tenía cepillo de dientes, no necesitaba ir al lavabo, pero ¿qué ocurriría cuando necesitara hacerlo? ¿Dónde estaba el agua para beber? Las cosas más esenciales adquirieron de pronto una importancia trascendental.
–Qué zapatillas tan bonitas -dijo alguien. Di un respingo, levanté la mirada y vi a otro, de pie junto a mí. Llevaba unos sucios calcetines blancos y sus pies eran varios centímetros más largos que los míos.
–Gracias -susurré.
Las zapatillas en cuestión eran unas viejas Nike de entrenamiento. No eran de baloncesto y no había ninguna razón que justificara el interés de mi compañero de celda. Por una vez, pensé que más me hubiese valido llevar puestos mis elegantes mocasines con borlas.
–¿Qué número calzas? – me preguntó.
–El cuarenta y dos.
El muchacho que se había quedado con mi americana se acercó; el mensaje había sido transmitido y recibido.
–La misma talla que yo -dijo el primero.
–¿Los quieres? – le pregunté, y de inmediato empecé a desatar los cordones-. Toma, quiero regalarte mis zapatillas. – Sacudí rápidamente los pies para quitármelas y él las tomó.
Por un instante deseé preguntar qué ocurriría con mis vaqueros y mi ropa interior.
Mordecai apareció sobre las siete de la mañana. Coffey me sacó de la celda y mientras avanzábamos por los pasillos, me preguntó:
–¿Dónde están sus zapatillas?
–En la celda -contesté-. Me las han quitado.
–Voy por ellas.
–Gracias. También tenía una chaqueta azul marino.
Me miró el ojo izquierdo que empezaba a hincharse.
–¿Cómo se encuentra?
–Maravillosamente bien. Soy libre.
Mi fianza ascendía a diez mil dólares. Mordecai estaba esperándome con el garante. Le pagué mil dólares en efectivo y firmé los papeles. Coffey me llevó las zapatillas y la americana y así terminó mi encarcelamiento. Sofía esperaba en su coche y rápidamente nos fuimos de allí.
Y, por si fuera poco, un cabrón de la calle había estado a punto de partirme la cabeza de una patada. Estuve aplicándome hielo hasta muy tarde, y cada vez que despertaba durante la noche tenía la sensación de que la cabeza me palpitaba.
Sin embargo, podía considerarme afortunado por el hecho de estar vivo y entero tras mi permanencia de varias horas en el infierno antes de que me rescatasen. El temor a lo desconocido ya se había disipado, al menos por el momento. No había agentes de la policía acechando en la sombra.
Que a uno lo acusen de robo cualificado no es ninguna broma, sobre todo cuando se es culpable.
Podía caerme un máximo de diez años de cárcel, pero ya me preocuparía por eso más tarde.
Salí a toda prisa de mi apartamento poco antes del amanecer del sábado, en busca del periódico. La cafetería de mi nuevo barrio era una pequeña panadería que permanecía abierta toda la noche, regentada por una pendenciera familia de paquistaníes en Kolorama, un sector de AdamsMorgan que podía pasar de seguro a peligroso en una sola manzana. Me acerqué al mostrador y pedí un vaso grande de leche. Abrí el periódico y encontré la pequeña noticia que me había quitado el sueño.
Mis amigos de Drake Sweeney lo habían planeado todo muy bien. En la segunda plana de la sección de información metropolitana vi una fotografía de mí tomada un año atrás para el folleto de un programa de captación de asociados que la empresa había puesto en marcha. Sólo ellos tenían el negativo.
La noticia de cuatro párrafos era breve y escueta y casi toda la información había sido facilitada al reportero por la propia empresa. Yo había trabajado siete años con ellos en el Departamento Antimonopolio, era licenciado en la Facultad de Derecho de Yale y no tenía antecedentes penales. Drake Sweeney era el quinto bufete más grande del país, contaba con ochocientos abogados en ocho ciudades, etcétera. No se citaban las declaraciones de nadie porque no eran necesarias. El único propósito del reportaje era humillarme, y se había cumplido con creces. ABOGADO LOCAL DETENIDO POR ROBO, rezaba un titular al lado de mi cara. «Objetos robados»; así se describía el botín. Objetos robados durante mi reciente partida de la empresa.
Parecía una disputa sin importancia, un grupito de abogados peleándose por unos papeles. ¿A quién podía importarle como no fuera a mí y a alguna persona que me conociera? La vergüenza se desvanecería enseguida; en el mundo había demasiadas historias reales.
La fotografía y los antecedentes habían encontrado un amistoso reportero dispuesto a desarrollar los cuatro párrafos una vez que se confirmara mi detención. No me costó ningún esfuerzo imaginarme a Arthur, a Rafter y a los colaboradores de ambos dedicando varias horas a la planificación de mi detención y sus consecuencias, horas que sin duda serían facturadas a RiverOaks por el simple hecho de ser el cliente más implicado en todo aquello.
Aquellos cuatro párrafos en la edición del sábado serían un golpe de efecto extraordinario.
Los paquistaníes no elaboraban rosquillas rellenas con frutas. Compré en su lugar unas galletas de avena y me dirigí en coche hacia el despacho.
Ruby estaba durmiendo ante la puerta de entrada. Mientras me acercaba, me pregunté cuánto tiempo llevaría allí. Estaba cubierta con dos o tres colchas viejas. Abrí la puerta, encendí la luz y fui a preparar el café. Siguiendo nuestro ritual, Ruby se sentó directamente ante el que se había convertido en su escritorio y esperó.
Nos tomamos el café y las galletas mientras comentábamos las noticias matinales. Tras intercambiar información, leí una noticia que me interesaba y otra que le interesaba a ella. Omití la que se refería a mi persona.
La tarde anterior Ruby había abandonado la reunión de AA – DA en el Naomi. La sesión matinal había transcurrido sin incidentes, pero en la siguiente ella se había largado. Megan, la directora, me había telefoneado una hora antes de que Gasko hiciese acto de presencia.
–¿Cómo te encuentras esta mañana? – le pregunté cuando terminamos de leer el periódico.
–Bien, ¿y usted?
–Bien. No me he drogado. ¿Tú te has drogado?
Inclinó levemente la cabeza, desvió rápidamente la mirada y, tras una brevísima pausa, contestó:
–No. Estoy desenganchada.
–Eso no es cierto. A mí no me mientas, Ruby. Soy tu amigo y tu abogado y voy a ayudarte a ver a Terrence; pero si me mientes no podré hacerlo. Mírame a los ojos y dime si te has drogado.
Consiguió encogerse todavía más y, con los ojos fijos en el suelo, respondió:
–Me he drogado.
–Gracias. ¿Por qué te fuiste de la reunión de AA – DA ayer por la tarde?
–No me fui.
–La directora dijo que sí.
–Pensaba que ya habían terminado.
No quería dejarme arrastrar a una discusión inútil.
–¿Irás hoy al Naomi?
–Sí.
–Muy bien. Yo te llevaré, pero tienes que prometerme que asistirás a las dos reuniones.
–Se lo prometo.
–Tienes que ser la primera en llegar a las reuniones y la última en marcharte de ellas, ¿de acuerdo?
–De acuerdo.
–Y la directora estará vigilándote.
Asintió con la cabeza y se tomó otra galleta, la cuarta. Hablamos de Terrence, de la rehabilitación y la desintoxicación mientras yo presenciaba una vez más la desesperanza de los drogadictos. El mantenerse apartada de la droga durante apenas veinticuatro horas era un reto que la abrumaba.
Tal como yo sospechaba, había estado consumiendo crack, una droga miserablemente barata y que producía adicción instantánea.
Mientras nos dirigíamos en mi automóvil al Naomi, Ruby me preguntó de repente:
–Lo han detenido, ¿verdad?
Estuve a punto de saltarme un semáforo en rojo. Era analfabeta y posiblemente se hubiese pasado desde el amanecer ante la puerta del despacho; ¿cómo era posible que hubiera visto el periódico?
–Sí.
–Me lo parecía.
–¿Cómo te has enterado?
–En la calle se oyen cosas.
De modo que los indigentes se transmitían los unos a los otros sus propias noticias. El joven abogado del consultorio de Mordecai había sido detenido. La poli se lo habían llevado como si de un squatter se tratara.
–Fue un malentendido -dije, aunque no creía que a ella le importase.
Empezaron a cantar sin esperarla; las oímos mientras subíamos por los peldaños de la entrada del Naomi. Megan abrió la puerta y me invitó a un café. En la sala principal de la planta baja, en lo que antes había sido un elegante salón, las visitantes del Naomi cantaban, compartían experiencias y se contaban mutuamente sus problemas. Nos pasamos unos cuantos minutos contemplándolas. Yo era el único varón presente y me sentía casi un intruso.
Megan me sirvió una taza y me acompañó en un rápido recorrido por el centro. Hablábamos en voz baja porque no lejos de allí unas mujeres estaban rezando. En el primer piso, cerca de la cocina, estaban las habitaciones de descanso y las duchas; las mujeres que sufrían depresiones salían a menudo al pequeño jardín trasero para estar a solas. El tercer piso estaba ocupado por despachos, y una sala rectangular llena de sillas, donde se llevaban a cabo conjuntamente las reuniones de Alcohólicos Anónimos y Drogadictos Anónimos.
Mientras subíamos por los angostos peldaños, un coro rompió gozosamente a cantar en el piso de abajo. El despacho de Megan estaba en el tercer piso. Me invitó a entrar y, en cuanto me senté, me arrojó a las rodillas un ejemplar del Post.
–Qué noche tan movidita, ¿verdad? – me dijo sonriendo.
Contemplé de nuevo mi fotografía.
–No ha estado mal.
–¿Y eso qué es? – preguntó, señalándose la sien.
A mi compañero de celda le gustaban mis zapatillas. Y se las quedó.
Echó un vistazo a mis gastadas Nike.
–¿Éstas?
–Sí. Bonitas, ¿verdad?
–¿Cuánto has estado en la cárcel?
–Un par de horas. Bastaron para recuperarme. Ahora soy un hombre nuevo.
Volvió a sonreír, una sonrisa perfecta, nuestras miradas se cruzaron por un instante y observé que no llevaba anillo de casada. Era alta y demasiado delgada. Llevaba el cabello, pelirrojo oscuro, cortado por encima de las orejas como una estudiante de preuniversitario. Sus ojos eran color marrón claro, muy grandes y redondos y muy agradables de contemplar por un par de segundos. Me llamó la atención que fuera tan atractiva y me sorprendió que no me hubiera percatado antes de ello.
¿Estaría tendiéndome una trampa? ¿Me habría llevado a su despacho por alguna razón inconfesable? ¿Cómo era posible que la víspera no hubiese reparado en aquella sonrisa y en aquellos ojos?
Hicimos un intercambio de biografías. Su padre era un pastor de la Iglesia Episcopaliana, en Maryland, aficionado de los Redskins y gran enamorado del distrito de Columbia. En su adolescencia ella había decidido trabajar por los pobres. No existía vocación más sublime.
Tuve que confesarle que jamás había sentido el menor interés por los pobres hasta dos semanas atrás. La fascinó la historia de Señor y los efectos purificadores que había ejercido sobre mí.
Me invitó a regresar a la hora del almuerzo para ver qué hacía Ruby. Si salía el sol tal vez pudiésemos comer en el jardín.
Los abogados de los pobres no son distintos de las demás personas. Pueden encontrar románticos los lugares más insólitos, como, por ejemplo, un albergue para mujeres sin hogar.
Tras pasarme una semana recorriendo las zonas más peligrosas del distrito de Columbia, permanecer varias horas en los centros de acogida y mezclarme y relacionarme con los vagabundos, ya no experimentaba la necesidad de esconderme detrás de Mordecai cada vez que salía. Mordecai era un escudo muy valioso, pero para sobrevivir en las calles yo debía arrojarme al lago y aprender a nadar.
Tenía una lista de casi treinta centros de acogida, albergues y comedores frecuentados por los indigentes, y una lista de los nombres de las diecisiete personas desalojadas, incluidos a Devon Hardy y Lontae Burton.
Mi primera parada del sábado por la mañana después del Naomi fue la Iglesia Cristiana del Monte Galaad, cerca de la Universidad Gallaudet. Según mi plano, era el comedor social más cercano al cruce de New York con Florida, donde antes se levantaba el almacén. Cuando llegué, a las nueve, la directora, una joven llamada Gloria, estaba sola en la cocina cortando apio, muy preocupada por el hecho de que aún no hubiera llegado ningún voluntario. Tras presentarme y convencerla de que mis credenciales estaban en regla, me señaló una tabla de madera y me pidió que cortase cebolla.
¿Cómo podía un abogado de los pobres decir que no?
Lo había hecho una vez en la cocina de Dolly, le expliqué, durante la nevada. Gloria era amable, pero tenía prisa, de modo que mientras cortaba cebolla y me enjugaba los ojos, pasé a describirle el caso en que estaba trabajando y le recité los nombres de las personas desalojadas junto con Devon Hardy y Lontae Burton.
–Nosotros no nos ocupamos de los casos -dijo-. Nos limitamos a darles de comer. No conozco muchos nombres.
Llegó un voluntario con un saco de patatas. Gloria me dio las gracias y tras tomar la copia de la lista que le entregué, me prometió que prestaría más atención a los nombres de la gente.
Mis movimientos estaban planeados; tenía que hacer varias visitas y disponía de muy poco tiempo.
Hablé por teléfono con un médico de la Clínica del Capitolio, un centro privado de atención a los indigentes. La clínica conservaba la ficha de todos los pacientes. Era sábado y el lunes él le pediría a la secretaria que cotejara mi lista con los archivos del ordenador. Si encontraba alguna coincidencia, la secretaria me llamaría.
Tomé el té con un sacerdote católico de la Misión del Redentor situada en las cercanías de la calle Rhode Island, quien examinó cuidadosamente los nombres. No le sonaba ninguno.
–Hay tantos -dijo.
El único susto de la mañana me lo llevé en la Coalición de la Libertad, una espaciosa sala de convenciones construida por una asociación olvidada hacía ya mucho tiempo, y reconvertida más tarde en centro comunitario. A las once empezó a formarse delante de la entrada principal la cola para el almuerzo. Puesto que yo no había ido allí para comer, me acerqué directamente a la puerta. Algunos hombres que esperaban la comida creyeron que pretendía colarme y me insultaron. Estaban hambrientos, se habían puesto repentinamente furiosos y el hecho de que yo fuera blanco no contribuía a mejorar la situación. ¿Cómo era posible que me hubieran confundido con un indigente? En la puerta había un voluntario que también me tomó por un insensato y me apartó violentamente con el brazo. Otro acto de violencia contra mi persona.
–¡No vengo para comer! – exclamé, airado-. ¡Soy un abogado de la gente sin hogar!
Todos se calmaron de inmediato; de pronto me convertí en un hermano de ojos azules y me dejaron entrar en el edificio sin ulteriores agresiones. El director era el reverendo Kip, un hombrecillo apasionado que llevaba alzacuello y boina roja. No congeniamos. Cuando se enteró de que a) yo era abogado; b) mis clientes eran los Burton; c) estaba trabajando en su caso; y d) cabía la posibilidad de que al final se cobrara una indemnización por daños y perjuicios, empezó a pensar en el dinero.
Perdí treinta minutos con él y me fui, no sin jurarme a mí mismo que le enviaría a Mordecai.
Telefoneé a Megan y me excusé por no poder almorzar con ella. Mi pretexto fue que me encontraba en la otra punta de la ciudad con una larga lista de personas a las que todavía tenía que ver. La verdad es que no sabía si ella estaba flirteando conmigo. Era bonita, inteligente y tremendamente simpática; en definitiva, justo lo que menos necesitaba. Llevaba casi diez años sin flirtear; ya no conocía las reglas.
Pero Megan tenía una gran noticia. Ruby no sólo había sobrevivido a la sesión matinal de AA – DA sino que, había jurado que no se drogaría durante veinticuatro horas.
–Esta noche no tiene que estar en la calle -dijo Megan, que había presenciado la emocionante escena desde el fondo de la sala-. En doce años no ha pasado ni un solo día sin drogarse.
Como es natural, yo no podía ser de gran utilidad. Megan tenía varias ideas.
La tarde fue tan infructuosa como la mañana, aunque averigüé la localización de todos los centros de acogida del distrito. Además, conocí a muchas personas, establecí contactos e intercambié tarjetas de visita con gente a la que probablemente volvería a ver.
Kelvin Lam seguía siendo el único desalojado al que habíamos podido localizar. Incluyendo a Devon Hardy y Lontae Burton, me quedaban catorce personas y todas parecían haberse esfumado.
Los sin hogar empedernidos acuden de vez en cuando a los albergues a comer o a que les den un par de zapatos o una manta pero se van sin dejar el menor rastro. No quieren ayuda. No experimentan el menor deseo de contacto humano. Costaba creer que los catorce restantes pertenecieran a esta categoría. Un mes atrás vivían bajo techo y pagaban alquiler.
«Paciencia -me repetía Mordecai-. Los abogados de la calle tienen que ser pacientes.»
Ruby me recibió en la entrada del Naomi con una sonrisa radiante y un abrazo caluroso. Había completado las dos sesiones. Megan ya había sentado las bases para las doce horas siguientes; no permitirían que se quedara en la calle. Ruby se había mostrado de acuerdo.
Abandonamos la ciudad y seguimos por el oeste hacia Virginía. En un centro comercial de las afueras compramos un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico, jabón, champú y muchos caramelos. Nos alejamos un poco más de la ciudad y en el pueblo de Gainesville encontré un motel nuevo y reluciente que anunciaba habitaciones individuales a cuarenta y dos dólares la noche.
Pagué con mi tarjeta de crédito; seguro que de podría deducir el gasto.
Dejé allí a Ruby, pidiéndole encarecidamente que permaneciera en la habitación con la puerta cerrada hasta que yo pasase a recogerla el domingo por la mañana.
Un armario lleno de ropa estupenda que no estaba utilizando. Una ciudad de dos millones de personas con montones de muchachas atractivas seducidas por el centro del poder político y, según se decía, siempre dispuestas a pasárselo en grande.
Me tomé una cerveza y una pizza y, en la soledad de mi buhardilla, me dispuse a ver un partido de baloncesto universitario sin sentirme excesivamente desgraciado. Cualquier aparición en público aquella noche hubiera terminado rápidamente con un cruel saludo del tipo: «Oye, ¿tú no eres el tipo al que han detenido? Lo he visto esta mañana en el periódico.»
Controlé a Ruby. El teléfono sonó ocho veces antes de que ella contestara justo cuando yo ya empezaba a preocuparme. Estaba disfrutando de lo lindo: se había tomado una larga ducha, había dado cuenta de medio kilo de caramelos y se había pasado el rato mirando la tele. No había salido de la habitación para nada.
Estaba a unos treinta kilómetros de distancia, en una pequeña localidad muy cerca de la carretera interestatal, en el campo de Virginia, donde ninguno de los dos conocía a nadie.
No existía la menor posibilidad de que pudiera encontrar droga. Volví a felicitarme.
Durante la media parte del partido entre las universidades de Duke y Carolina, el teléfono móvil que descansaba encima de la caja de plástico al lado de la pizza comenzó a sonar y me sobresaltó. Una voz femenina extremadamente agradable me dijo:
–Hola, recluso.
Era Claíre, sin el menor asomo de sarcasmo.
–Hola -contesté, bajando el volumen del televisor.
–¿Cómo estás?
–Estupendamente. ¿Y tú?
–Bien. Esta mañana he visto tu sonriente rostro en el periódico y me he preocupado por ti.
Claire sólo leía el periódico los domingos, lo cual significaba que, si había visto la breve noticia acerca de mí era porque alguien se la había dado. Probablemente el mismo apasionado médico que había contestado al teléfono en ocasión de mi última llamada. ¿Estaría sola como yo aquel sábado por la noche?
–Ha sido toda una experiencia -dije, y le expliqué toda la historia, desde la aparición de Gasko hasta mi puesta en libertad.
Comprendí que le apetecía hablar y, mientras le contaba mis peripecias, llegué a la conclusión de que estaba sola, probablemente aburrida y tal vez incluso preocupada por mí.
–¿Son muy graves las acusaciones? – me preguntó.
–Por robo cualificado pueden caerte hasta diez años de cárcel -contesté, muy serio. Me gustaba la idea de que estuviera preocupada -. Pero me trae sin cuidado.
–Es sólo un expediente, ¿verdad?
–Sí, y no lo robé.
Por supuesto que lo había hecho, pero yo aún no estaba preparado para reconocerlo.
–¿Podrían retirarte la licencia?
–Si me declararan culpable del delito, sí; de forma automática.
–Eso es horrible, Mike. ¿Qué harías entonces?
–La verdad es que no lo he pensado. No creo que ocurra tal cosa.
Hablaba con toda sinceridad; no había pensado en serio en la posibilidad de perder mi licencia para el ejercicio de la abogacía. Quizás hubiera tenido que pensarlo un poco, pero no había tenido tiempo.
Nos preguntamos mutuamente por nuestras respectivas familias y recordé interesarme por su hermano James y su enfermedad de Hodgkin. El tratamiento ya se había iniciado, la familia se mostraba optimista.
Le di las gracias por llamarme y ambos prometimos que nos mantendríamos en contacto. Cuando dejé el teléfono móvil al lado de la pizza, contemplé el mudo partido en la pantalla y reconocí a regañadientes que la echaba de menos.
Ruby ya se había duchado y estaba resplandeciente con la ropa nueva que Megan le había dado la víspera. La habitación del motel se encontraba en la planta baja y la puerta se abría al aparcamiento esperándome. Salió y me dio un fuerte abrazo.
–¡No me he drogado! – exclamó con una sonrisa radiante-. ¡Me he pasado veinticuatro horas sin tocar el crack!
Volvimos a abrazarnos. Una pareja de sexagenarios salió de la habitación situada dos puertas más allá y nos miró fijamente. Sólo Dios sabe lo que pensaron.
Regresamos a la ciudad y nos dirigimos hacia el Naomi, donde Megan y su equipo de colaboradores esperaban con ansia. El anuncio de Ruby fue recibido con vítores entusiastas. Megan me había dicho que los aplausos más calurosos se dedicaban siempre a las primeras veinticuatro horas.
Como era domingo, se presentó un pastor de la zona para hacer una lectura de la Biblia.
Las mujeres se reunieron en la sala principal para rezar y entonar himnos. Megan y yo nos tomamos un café en el jardín y elaboramos el plan de las próximas veinticuatro horas. Aparte de las plegarias y la adoración, Ruby se sometería a dos sesiones intensivas de AA – DA. Sin embargo, nuestro optimismo tenía ciertas reservas. Megan vivía en medio de gente drogadicta y estaba convencida de que Ruby volvería a las andadas en cuanto regresase a la calle. Era algo que veía a diario.
Yo podía permitirme el lujo de emplear la estrategia del motel durante unos cuantos días, y estaba dispuesto a hacerlo. Pero a las cuatro de aquella tarde tenía que viajar a Chicago para iniciar la búsqueda de Héctor y no sabía muy bien cuánto tiempo permanecería ausente. A Ruby le gustaba el motel y hasta parecía que le había tomado cariño.
Decidimos hacer cada cosa a su tiempo. Megan llevaría a Ruby a un motel de las afueras para que pasase allí la noche del domingo. Yo correría con los gastos y ella pasaría a recogerla el lunes por la mañana. Después ya veríamos lo que hacíamos.
Megan iniciaría también la tarea de convencer a Ruby de la necesidad de abandonar las calles. Su primera etapa sería un centro de desintoxicación, después pasaría seis meses en un albergue para mujeres en período de transición, donde se sometería a un programa de capacitación laboral y rehabilitación.
–Veinticuatro horas son un gran paso -me dijo-. Pero aún hay que subir una montaña.
Me fui en cuanto pude. Me invitó a regresar para el almuerzo. Podríamos comer los dos en su despacho y analizar cuestiones importantes. Sus ojos me desafiaban a decir que sí. Y lo dije.
Los abogados de Drake Sweeney siempre volaban en primera clase; se creían merecedores de tal privilegio. Se alojaban en hoteles de cuatro estrellas y comían en restaurantes de lujo, pero prescindían de las limusinas, por considerarlas excesivamente extravagantes. Preferían alquilar coches Lincoln. Todos los gastos de viaje se facturaban a los clientes y, puesto que éstos tenían a su disposición a los mejores talentos jurídicos del mundo, no podían quejarse de los emolumentos.
Mi billete en el vuelo a Chicago era de tarifa turística, adquirido en el último minuto y, por consiguiente, en el temido asiento del centro. El de ventanilla estaba ocupado por un corpulento caballero con unas rodillas del tamaño de cestas de baloncesto, y el del pasillo por un maloliente jovenzuelo de unos dieciocho años con un cabello negro como el azabache peinado al estilo indio mahawk y adornado con una asombrosa cantidad de ornamentos de cuero negro y metal cromado. Permanecí apretujado entre los dos durante un par de horas, procurando no pensar en los presumidos traseros sentados allí delante, en primera clase, donde en otro tiempo yo también solía viajar.
El que estuviese en aquel avión constituía una clara violación del acuerdo de mi fianza, según el cual yo no podía abandonar el distrito sin permiso del juez, pero tanto Mordecaí como yo sabíamos que se trataba de una transgresión leve que no podía tener consecuencias graves siempre y cuando yo regresara a Washington D. C.
Desde el aeropuerto O'Hare tomé un taxi para dirigirme a un barato hotel del centro de la ciudad.
Sofía no había logrado encontrar ningún otro domicilio particular de los Palma, de modo que si no conseguía localizar a Héctor en el bufete de Drake Sweeney, mala suerte.
La filial de Chicago de Drake Sweeney tenía ciento seis abogados y era la tercera en importancia después de los bufetes de Washington y Nueva York. El Departamento Inmobiliario era literalmente enorme, pues contaba con dieciocho abogados, más que el del bufete de Washington.
Recordé vagamente que, en mis primeros tiempos en Drake Sweeney ésta había adquirido una próspera empresa inmobiliaria de Chicago.
Llegué al edificio de la Associated Life poco después de las siete de la mañana del lunes. Era un día desapacible en el que un fuerte viento soplaba sobre el lago Michigan. Era mi tercera visita a la ciudad y el tiempo era tan malo como en las dos anteriores. Pagué un café y un periódico para esconderme detrás de él y encontré una posición estratégica en una mesa de un rincón del espacioso vestíbulo de la planta baja. Las escaleras mecánicas llegaban hasta dos plantas más arriba, donde había una docena de ascensores.
A las siete y media de la mañana la planta baja era un hervidero de gente. A las ocho, tras haberme tomado tres tazas de café, me puse tenso, a la espera de que el hombre apareciese de un momento a otro. Las escaleras mecánicas estaban abarrotadas de ejecutivos, abogados, secretarias, todos arrebujados en gruesos abrigos y con un aspecto marcadamente similar.
A las ocho y veinte, Héctor Palma entró apresuradamente en el vestíbulo desde el lado sur del edificio, junto con otros empleados que, como él, iban a diario a la ciudad desde las localidades donde vivían. Se alisó el cabello alborotado por el viento y se encaminó directamente hacia las escaleras mecánicas. Con la mayor indiferencia posible me encaminé hacia una de éstas y fui subiendo a pie por los peldaños. Con el rabillo del ojo lo vi doblar una esquina para dirigirse hacia un ascensor.
No cabía duda de que se trataba de Héctor. Decidí no forzar la suerte. Mis suposiciones habían sido acertadas; lo habían sacado de Washington en mitad de la noche y lo habían enviado al bufete de Chicago, donde sería más fácil controlarlo, sobornarlo con más dinero y, en caso necesario, amenazarlo.
Sabía dónde estaba y sabía que no saldría de allí antes de ocho o diez horas.
Desde el segundo nivel del vestíbulo, desde el que se disfrutaba de una espléndida vista del lago, telefoneé a Megan. Ruby había sobrevivido a otra noche; habían transcurrido cuarenta y ocho horas y la cuenta seguía. Llamé a Mordecai para comunicarle mi descubrimiento.
Según el anuario de la empresa del año anterior, en el Departamento inmobiliario de Chicago había tres socios. De acuerdo con lo que se indicaba en el directorio del vestíbulo, todos estaban en la planta quincuagésimo primera. Elegí uno de ellos al azar: Dick Heile.
Subí con la oleada de personal de las nueve hasta el piso quincuagésimo primero y, al salir del ascensor, me encontré en un conocido ambiente de mármol, latón, madera de nogal, iluminación indirecta y valiosas alfombras.
Mientras me acercaba tranquilamente a la recepcionista, miré alrededor en busca de los lavabos. No vi ninguno.
La recepcionista estaba contestando al teléfono con los auriculares puestos. Fruncí el entrecejo y procuré poner la mayor cara de sufrimiento posible.
–¿En qué puedo ayudarle, señor? – me preguntó con una cordial sonrisa entre llamada y llamada.
Apreté los dientes, respiré hondo y contesté:
–Mire, tengo una cita a las nueve con Dick Heile, pero me siento mareado. Debe de ser algo que he comido. ¿Podría usar el lavabo?
Me llevé las manos al vientre y me incliné hacia delante, con lo que al parecer la convencí de que estaba a punto de vomitar encima de su escritorio.
Su sonrisa se desvaneció mientras se levantaba de un salto y señalaba con el dedo.
–Allí al fondo, doblando la esquina a la derecha.
Ya me había puesto en Movimiento, inclinándome aún más como si estuviera a punto de estallar de un momento a otro.
–Gracias -dije con voz entrecortada.
–¿Puedo ayudarle en algo? – me preguntó.
Sacudí la cabeza, demasiado acongojado como para poder hablar. Entré en el lavabo de caballeros, me encerré en un retrete y esperé.
Al ritmo al que sonaba su teléfono, la recepcionista estaría demasiado ocupada como para preocuparse por mí. Iba vestido como un abogado de un gran bufete, de manera que mi aspecto no resultaba sospechoso. Al cabo de diez minutos salí del lavabo y avancé por el pasillo en dirección contraria a la de recepción. Al llegar al primer escritorio vacío, tomé unos papeles grapados y garabateé algo en ellos sin dejar de caminar como si tuviera importantes asuntos entre manos. Echaba rápidos vistazos en todas direcciones, registrando los nombres que aparecían en las puertas y los escritorios, así como de secretarias demasiado atareadas como para levantar la vista, abogados de cabello gris en mangas de camisa, jóvenes abogados hablando por teléfono con las puertas de sus despachos entreabiertas, mecanógrafas escribiendo rápidamente al dictado.
¡Qué familiar me resultaba todo aquello!
Héctor disponía de despacho propio, una pequeña oficina sin ninguna placa en la puerta. Lo vi por el hueco de la puerta entornada, entré rápidamente y la cerré a mi espalda. Se echó hacia atrás en su asiento y levantó las manos como si estuviera apuntándole con una pistola.
–Pero ¿qué demonios…?
–Hola, Héctor.
No había ninguna pistola y no se trataba de un atraco, sino de un mal recuerdo. Apoyó las palmas de las manos en el tablero del escritorio y, esbozando una sonrisa, repitió:
–Pero ¿qué demonios…?
–¿Qué tal Chicago? – pregunté al tiempo que me sentaba en el borde del escritorio.
–¿Qué está usted haciendo aquí? – inquirió con incredulidad.
–Yo podría hacerle a usted la misma pregunta.
–Estoy trabajando -contestó, rascándose la cabeza.
A ciento cincuenta metros por encima del nivel de la calle, encerrado en su cuartito sin ventanas, aislado por varios niveles de gente más importante, Héctor había sido localizado por la única persona de la que estaba huyendo.
–¿Cómo me ha encontrado?
–Fue muy fácil, Héctor. Ahora soy un abogado de la calle más listo que el hambre. Si huye, volveré a encontrarlo.
–Ya no huyo -dijo apartando la mirada. Sus palabras no estaban destinadas exclusivamente a mí.
–Mañana interpondremos una querella -anuncié-. Los acusados serán RiverOaks, TAG y Drake Sweeney. No tiene ningún sitio donde esconderse.
–¿Quiénes son los demandantes?
–Lontae Burton y familia. Más tarde, cuando encontremos a los demás desalojados, los añadiremos.
Cerró los ojos y se pellizcó el caballete de la nariz.
–Recuerda a Lontae, ¿no es cierto, Héctor? Era la joven madre que se enfrentó a la policía cuando usted estaba desalojándolos a todos. Usted lo vio y se sintió culpable porque conocía la verdad, sabía que ella le pagaba un alquiler a Gantry. Lo puso en su memorándum, el del 27 de enero, y se encargó de que figurara debidamente registrado en el expediente. Lo hizo porque sabía que en determinado momento Braden Chance lo eliminaría, tal como efectivamente hizo. Por eso estoy aquí, Héctor. Quiero una copia de aquel memorándum. Tengo en mi poder el resto del expediente y su contenido se hará público muy pronto. Quiero ese memorándum.
–¿Qué le hace pensar que tengo una copia?
–Es usted demasiado listo como para no haberlo copiado. Sabía que Chance eliminaría el original para cubrirse las espaldas. Pero ahora se van a descubrir sus manejos. No se hunda con él.
–¿Adónde puedo ir?
–A ningún sitio -contesté-. No tiene ningún sitio adonde ir.
Héctor lo sabía. Puesto que él conocía la verdad acerca del desalojo, en determinado momento y de alguna manera se vería obligado a declarar. Su declaración hundiría a Drake Sweeney y él estaría perdido. Mordecai y yo habíamos analizado el curso de los acontecimientos. Podríamos ofrecer unas migajas.
–Si usted me entrega el memorándum -dije-, yo no diré de dónde lo he sacado. Y no lo llamaré a declarar como testigo, a menos que me vea absolutamente obligado a hacerlo.
Sacudió la cabeza.
–Podría mentir, ¿sabe? – masculló.
–Por supuesto que sí; pero no lo hará porque lo detendrían. Es fácil demostrar que el memorándum figuraba en el expediente, del que más tarde fue retirado. No podrá negar que fue usted quien lo redactó. Después contaremos con las declaraciones de las personas a las que hizo desalojar. Serán unos testigos fabulosos ante un jurado del distrito de Columbia íntegramente formado por negros. Hemos hablado con el guardia de seguridad que lo acompañó el 27 de enero.
Héctor estaba contra las cuerdas. En realidad, no habíamos conseguido localizar al guardia de seguridad; en el expediente no constaba su nombre.
–Ni se le ocurra mentir -le advertí-. Sólo serviría para agravar la situación.
Él era demasiado honrado como para mentir. A fin de cuentas se trataba de la persona que me había hecho llegar la lista de los desahuciados y las llaves que necesitaba para robar el expediente. Tenía alma y conciencia y no podía ser feliz escondiéndose en Chicago y huyendo de su pasado.
–¿Les ha dicho Chance la verdad? – pregunté.
–No lo sé -contestó-. Lo dudo. Hace falta valor, y Chance es un cobarde. Imagino que sabrá que van a despedirme.
–Es posible, pero podrá presentar una estupenda demanda contra ellos. Yo me encargaré de todo. Volveremos a demandarlos y no le cobraré ni un centavo.
Llamaron a la puerta. Ambos dimos un respingo; nuestra conversación nos había hecho retroceder en el tiempo.
–¿Sí? – dijo.
Entró una secretaria; tras estudiarme detenidamente, anunció:
–El señor Peck está esperando.
–Enseguida estoy con él -contestó Héctor mientras ella se retiraba muy despacio, dejando la puerta abierta.
–Tengo que dejarlo -dijo.
–No pienso irme sin una copia del memorándum.
–Este mediodía espéreme junto a la fuente que hay delante del edificio.
–Allí estaré.
Le guiñé un ojo a la recepcionista al cruzar el vestíbulo.
–Gracias -le dije-. Ya estoy mucho mejor.
–Me alegro -contestó.
Desde la fuente nos dirigimos hacia el oeste por la Grand Avenue y entramos en una abarrotada tienda judía de comidas preparadas.
Mientras hacíamos cola para comprar un bocadillo, Héctor me entregó un sobre.
–Tengo cuatro hijos -me susurró-. Protéjame, se lo ruego.
Tomé el sobre y estaba a punto de decir algo cuando él retrocedió y desapareció entre la gente. Lo vi salir por la puerta y pasar por delante del escaparate con las solapas del abrigo levantadas hasta las orejas, casi corriendo, como si huyese de mí.
Me olvidé del almuerzo. Recorrí las cuatro manzanas que me separaban del hotel, pedí la cuenta e introduje todas mis cosas en un taxi. Hundido en el asiento trasero, sin que nadie en el mundo supiera dónde estaba en aquellos momentos, abrí el sobre.
El memorándum tenía el típico formato de Drake Sweeney, escrito en el ordenador de Héctor, con el código del cliente, el número del archivo y la fecha en letra menuda en la parte inferior izquierda. Estaba datado el 27 de enero y Héctor Palma se lo había enviado a Braden Chance; se refería al desahucio del almacén de la calle Florida por parte de RiverOaks – TAG. Aquel día, a las 9.15 de la mañana, Héctor se había presentado en el almacén con un guardia armado, un tal Jeff Mackle, de la empresa Rock Creek Security, y se había marchado a las 12:30. El almacén era de dos pisos y, tras constatar la presencia de los squatters en la planta baja, Héctor había subido al primer piso, donde no parecía que hubiese nadie. Después había subido al segundo piso y allí había visto basura, ropa vieja y los restos de una hoguera que alguien había encendido muchos meses atrás.
En el extremo oeste de la planta baja había descubierto once apartamentos provisionales que alguien había construido simultáneamente y a toda prisa con madera rechapada y yeso sin pintar.
Los apartamentos, dispuestos con cierto orden, eran aproximadamente del mismo tamaño, a juzgar por el exterior, ya que Héctor no había podido entrar en ninguno de ellos. Todas las puertas estaban hechas del mismo material sintético de color claro, probablemente plástico, y tenían un tirador y una cerradura.
El cuarto de baño estaba sucio y al parecer era muy utilizado.
Héctor había encontrado a un hombre que, tras identificarse sencillamente como Herman, no dio muestras de querer hablar. Héctor le preguntó qué alquiler se cobraba por los apartamentos y Herman contestó que ninguno; era un squatter. La presencia de un guardia armado y de uniforme ejerció un efecto disuasorio en la conversación.
En el lado este del edificio Héctor encontró diez cubículos de diseño y construcción similar. El llanto de un niño lo indujo a acercarse a una puerta.
Le pidió al guardia que se escondiera en las sombras y llamó a la puerta. Le abrió una joven madre con una criatura en brazos y unos niños pequeños apretujados alrededor de sus piernas. Héctor le comunicó que era el representante de un bufete jurídico, que el edificio había sido vendido y que en pocos días se la invitaría a marcharse. Al principio, la mujer dijo que era una squatter, pero pasó al ataque de inmediato. Aquel era su apartamento. Se lo había alquilado a un hombre llamado Johnny, que solía presentarse hacia el 15 de cada mes para cobrar cien dólares. Ignoraba quién era el propietario del edificio; ella sólo trataba con Johnny. Llevaba allí tres meses y no podía marcharse porque no tenía ningún otro sitio adonde ir. Trabajaba veinte horas a la semana en una tienda de comestibles.
Héctor le dijo que recogiera sus cosas y se preparara para marcharse. El edificio sería demolido en cuestión de diez días. La joven madre se puso histérica. Héctor trató de provocarla un poco más. Le preguntó si tenía alguna prueba de que pagaba un alquiler. Ella sacó el bolso que guardaba debajo de la cama y le entregó un trozo de papel, el resguardo de una caja registradora de una tienda de comestibles. En el reverso alguien había garabateado: «Rec. de Lontae Burton, 15 de enero, 100 dólares alquiler.»
El memorándum tenía dos páginas de extensión, pero había una tercera página grapada, una copia de un recibo casi ilegible. Héctor la había tomado, la había copiado y había grapado el original al memorándum. Aunque la escritura era apresurada, la ortografía defectuosa y la copia borrosa, se trataba de un documento sensacional. Debí de soltar alguna especie de exclamación, pues el taxista volvió repentinamente la cabeza y luego me estudió a través del espejo retrovisor.
El memorándum era una descripción fidedigna de lo que Héctor había visto y oído. No había ninguna conclusión, ninguna advertencia a sus superiores. «Vamos a soltarles un buen trozo de cuerda -debió de pensar-, a ver si se ahorcan.» Era un auxiliar jurídico de ínfima categoría, no podía dar consejos, expresar opiniones o poner obstáculos a un acuerdo.
Desde el aeropuerto O'Hare le envié un fax a Mordecai. En caso de que mi avión se estrellara o de que me robasen el expediente, quería que se guardara una copia en las más recónditas profundidades de los archivadores del consultorio jurídico de la calle Catorce.
Dado que ignorábamos, como probablemente le ocurriese a todo el mundo, quién era el padre de Lontae y puesto que su madre y todos sus hermanos estaban entre rejas, tomamos la decisión táctica de pasar por alto a la familia y utilizar como cliente a un fideicomisario. El lunes por la mañana, durante mi estancia en Chicago, Mordecai había comparecido ante un juez del Tribunal de Familia del distrito de Columbia y había pedido un fideicomisario provisional que se encargara de la herencia de Lontae Burton y de todos sus hijos. Se trataba de un trámite de rutina que se hacía en privado. Como el juez era amigo de Mordecai, la petición se aprobó en tan sólo unos minutos, y así conseguimos un nuevo cliente. Se llamaba Wilma Phelan, una asistente social conocida de Mordecai. Su papel en el litigio revestiría escasa importancia, pero ella tendría derecho a una pequeña compensación en caso de que se cobrara algo.
La Fundación Cohen estaba mal administrada desde el punto de vista económico, pero se regía por unas normas y disposiciones que cubrían todos los aspectos imaginables de un consultorio jurídico sin ánimo de lucro. Leonard Cohen había sido un abogado visiblemente aficionado a los detalles. A pesar de que estaba mal visto y no se fomentaba demasiado, el consultorio tenía potestad para hacerse cargo de casos de lesiones u homicidio culposo y para la percepción de honorarios imprevistos. Pero la cuantía de las retribuciones se limitaba al veinte por ciento de la indemnización, lo que constituía una cantidad muy inferior al tercio de la suma que normalmente se cobraba. Algunos abogados llegaban a cobrar incluso el cuarenta por ciento.
Del veinte por ciento de los honorarios imprevistos, el consultorio podía quedarse con la mitad; el diez por ciento restante iba a parar a la fundación. En trece años Mordecai había tenido dos casos de honorarios imprevistos. El primero lo había perdido a manos de un mal jurado. El segundo había sido el de una mujer atropellada por un autobús urbano. Había conseguido obtener una indemnización de cien mil dólares, lo que le reportó al consultorio la impresionante suma de diez mil dólares, parte de los cuales se utilizaron en la compra de nuevos teléfonos y ordenadores.
El juez aprobó a regañadientes nuestro contrato al veinte por ciento, y estuvimos preparados para interponer la querella.
El partido de Georgetown contra Syracuse comenzaba a las siete treinta y cinco. Mordecai se las arregló para conseguir dos entradas. Mi vuelo llegó al aeropuerto a las seis y veinte en punto y, media hora después me reuní con Mordecai en la entrada este de la U.S. Air Arena de Landover. Estábamos allí con casi veinte mil aficionados. Mordecai me entregó la entrada y extrajo de uno de los bolsillos del abrigo un abultado sobre cerrado, remitido a mi nombre al consultorio por correo certificado. Procedía del Colegio de Abogados del distrito de Columbia.
–Se ha recibido hoy -me anunció, sabiendo exactamente cuál era su contenido-. Me reuniré contigo en nuestras localidades -añadió, y desapareció entre una nube de estudiantes.
Abrí el sobre y busqué un lugar lo bastante iluminado como para poder leer. Mis amigos de Drake Sweeney estaban echando mano de toda su artillería. Se trataba de una demanda oficial ante la Sala de Apelaciones, en la que se me acusaba de conducta contraria a la ética. Las alegaciones ocupaban tres páginas, pero habrían podido limitarse a un párrafo. Yo había robado un expediente, quebrantando así el derecho a la intimidad. Era un chico malo a quien se debería 1) retirar la licencia con carácter permanente, o 2) suspender durante muchos años y/o 3) reprender públicamente. Y, puesto que el expediente aún no había aparecido, el asunto era urgente y, por tanto, se tenía que dar curso inmediato a la investigación y los trámites correspondientes.
El sobre contenía notificaciones, impresos y otros papeles a los que apenas eché un vistazo. El golpe fue tan tremendo que me apoyé contra la pared para no perder el equilibrio y poder examinar los hechos. Por supuesto que había pensado en un posible expediente disciplinario del Colegio. Habría sido poco realista creer que la empresa no utilizaría todos los medios a su alcance para recuperar aquellos documentos, pero pensaba que mi detención los habría calmado momentáneamente.
Estaba claro que no. Querían sangre. Era una típica estrategia de los bufetes importantes en la que no se contemplaba la toma de prisioneros, y yo la comprendía muy bien. Sin embargo, lo que ellos no sabían era que a las nueve de la mañana del día siguiente yo tendría el enorme placer de demandarlos por diez millones de dólares por los homicidios culposos de los Burton.
A mi juicio, ya no podían hacerme nada más. Se habían terminado las órdenes judiciales. Y también las cartas certificadas. Todas las cuestiones estaban sobre el tapete y se habían trazado todas las líneas. Si bien el que tuviese en mis manos aquellos papeles era en cierto modo un alivio, constituía también un motivo de inquietud. Desde que iniciara mis estudios de derecho diez años atrás, jamás se me había pasado seriamente por la cabeza la posibilidad de trabajar en otro campo. ¿Qué haría yo sin mi licencia para ejercer?
Claro que Sofía no la tenía y era igual que yo.
Mordecai se reunió conmigo en la entrada que conducía a nuestras localidades. Le hice un breve resumen de la petición que se había presentado al Colegio. Me dio el pésame.
Aunque el partido prometía ser muy tenso y emocionante, el baloncesto no era nuestra principal prioridad. Jeff Mackle trabajaba a tiempo parcial como guardia de seguridad en Rock Creek Security y también desempeñaba esas funciones en el pabellón deportivo. Sofía había conseguido localizarlo, y suponíamos que debía de ser uno de los cien guardias uniformados que patrullaban alrededor del edificio, presenciando el partido gratuitamente y vigilando a los aficionados.
No sabíamos si era mayor, joven, blanco, negro, gordo o delgado, pero los guardias de seguridad llevaban una plaquita con su nombre sobre el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta. Recorrimos los pasillos y las entradas hasta llegar casi a la media parte, en que Mordecai lo descubrió, cortejando a una agraciada taquillera de la puerta D, un lugar que yo había inspeccionado dos veces.
Mackle era un blanco corpulento de rostro vulgar y edad aproximada a la mía. Tenía un cuello y unos bíceps enormes y un tórax musculoso y prominente. Decidimos que sería yo quien lo abordase.
Sosteniendo una de mis tarjetas de visita entre los dedos, me acerqué lentamente a él y me presenté.
–Señor Mackle, soy Michael Brock, abogado.
Me dirigió la mirada que suele suscitar semejante saludo y tomó la tarjeta sin hacer ningún comentario. Había interrumpido su coqueteo con la taquillera.
–¿Podría hacerle unas cuantas preguntas? – añadí en mi mejor interpretación de investigador de homicidios.
–Puede. Y yo puedo no contestar.
Le guiñó un ojo a la taquillera.
–¿Ha desempeñado usted alguna vez funciones de vigilancia por cuenta de Drake Sweeney, un importante bufete jurídico del distrito?
–Es probable.
–¿Los ha ayudado en alguna ocasión a hacer algún desahucio?
Había tocado el nervio. Su rostro se endureció de inmediato y la conversación acabó prácticamente allí.
–No creo -contestó, apartando la mirada.
–¿Está seguro?
–No. La respuesta es no.
–¿No ayudó a esta empresa a desalojar un almacén lleno de squatters el día 4 de febrero?
Sacudió la cabeza, entornó los ojos y apretó las mandíbulas.
Alguien de Drake Sweeney había visitado al señor Mackle, o lo que era más probable, la empresa había amenazado a su empleado.
Comoquiera que fuese, Mackle me miró con actitud impenetrable. La taquillera estaba mirándose las uñas. Me habían excluido de su mundo.
–Más tarde o más temprano tendrá que responder a mis preguntas -dije.
Contrajo los músculos de las mandíbulas, pero no contestó. No quise insistir. El tipo se había puesto nervioso y en cualquier momento podía estallar y emprenderla a puñetazos con un humilde abogado de la calle. Ya me habían atizado suficiente en las dos semanas anteriores.
Vi diez minutos de la segunda mitad del partido y me fui con espasmos en la espalda, secuela del accidente de tráfico.
El motel era nuevo y se alzaba en el extremo norte de Bethesda. Costaba cuarenta dólares por noche, pero después de tres noches ya no pude permitirme el lujo de sufragar la terapia de encierro de Ruby. Megan opinaba que ya era hora de que regresase a casa. Si estaba dispuesta a desengancharse, la verdadera prueba se produciría en la calle.
A las siete y media de la mañana del martes llamé a su puerta del segundo piso. Habitación 220, según las instrucciones de Megan. No hubo respuesta. Volví a llamar y probé el tirador. La puerta estaba cerrada. Corrí al vestíbulo y le pedí al recepcionista que llamara a la habitación. No hubo respuesta. Nadie había salido, ni había ocurrido nada extraño.
Llamaron a una ayudante del director y la convencí de que se trataba de una emergencia. Fue en busca de un guardia de seguridad y los tres nos dirigimos hacia la habitación. Por el camino, le expliqué a la ayudante del director lo que estábamos haciendo con Ruby y la razón por la cual la habitación no estaba a su nombre. Advertí que no le hacía gracia el que utilizáramos su precioso motel para desintoxicar a adictos al crack.
La habitación estaba vacía y la cama, intacta, no parecía que se hubiera utilizado en toda la noche. No había nada fuera de su sitio y ella no había dejado ningún efecto personal.
Les di las gracias y me fui. El motel se encontraba por lo menos a quince kilómetros de distancia de nuestro despacho. Llamé a Megan para ponerla al corriente y poco a poco me abrí camino hacia la ciudad junto con un millón de personas que iban a diario al trabajo. A las ocho y cuarto, en medio de un embotellamiento, llamé al despacho y le pregunté a Sofía si habían visto a Ruby. Me contestó que no.
La acción legal iba directamente al grano. Wilma Phelan, albacea de la herencia de Lontae Burton y sus hijos, demandaba a RiverOaks, Drake Sweeney y TAG, Inc., por asociación para la comisión de un desahucio contrario a la ley. La lógica era muy simple y la relación de causa efecto, evidente. Si nuestros clientes no hubieran sido expulsados de su apartamento, no se habrían visto en la necesidad de vivir en el automóvil, y si no hubieran vivido en el automóvil, no habrían muerto. Se trataba de una preciosa teoría de la responsabilidad cuyo atractivo residía en su sencillez. Cualquier jurado del país habría podido seguir su lógica.
La negligencia y/o los actos intencionales de los acusados habían provocado unas muertes previsibles. A los que vivían en la calle les ocurrían cosas muy malas, sobre todo si eran madres solteras con hijos de corta edad. Si quien era expulsado ilegalmente de su casa sufría un daño, alguien tenía que pagar las consecuencias.
Habíamos estudiado brevemente la posibilidad de emprender otra acción legal por la muerte de Señor, también ilegalmente desahuciado, pero cuya muerte no podía considerarse previsible. La toma de rehenes y el hecho de haber recibido un disparo en el transcurso de dicho acto no era una sucesión razonable de acontecimientos en el caso de una persona agraviada en sus derechos civiles. Además, la víctima no habría suscitado el interés de un jurado. Decidimos dejar descansar permanentemente a Señor.
Drake Sweeney pediría de inmediato al juez que me exigiera la devolución del expediente. Cabía la posibilidad de que el juez me obligase a hacerlo, lo que equivaldría a una confesión de culpabilidad. Además, cualquier prueba derivada del contenido de los documentos robados podía ser rechazada.
El martes revisé el borrador definitivo con ayuda de Mordecai, quien volvió a preguntarme si quería seguir adelante. Para protegerme, él estaba dispuesto a renunciar a cualquier acción legal. Lo habíamos discutido varias veces. Hasta habíamos elaborado una estrategia por la cual dejaríamos correr el pleito de los Burton, negociaríamos una tregua con Drake Sweeney para que mi nombre quedara excluido, esperaríamos un año, hasta que se calmaran los ánimos, y después le traspasaríamos la causa a un amigo suyo de la otra punta de la ciudad. Resolvimos que era una mala estrategia y la desechamos.
Firmamos las alegaciones y nos dirigimos al Palacio de Justicia. Mientras Mordecai conducía, volví a leer el texto de nuestra acción legal y noté que a medida que nos acercábamos, los papeles que sostenía en las manos me resultaban cada vez más pesados.
La clave sería la negociación. La revelación de lo ocurrido humillaría a Drake Sweeney, un bufete tremendamente arrogante y orgulloso cuya fama se basaba en la credibilidad, el servicio al cliente y la honradez. Yo conocía la mentalidad de los grandes abogados, que se jactaban de no cometer ninguna maldad. Conocía la paranoia que provocaba el hecho de ser tenido por ruin en el sentido que fuera. Sabía que se sentían culpables por ganar tanto dinero y, en consecuencia, experimentaban el deseo de parecer compasivos con los menos afortunados.
Los de Drake Sweeney se equivocaban, pero a mi juicio ignoraban hasta qué extremo. Suponía que Braden Chance debía de estar muerto de miedo en su despacho, rezando para que pasara aquella hora.
Sin embargo, yo también me equivocaba. Tal vez pudiéramos acercar posiciones y llegar a un acuerdo. De lo contrario, un día no muy lejano Mordecai Green tendría el gusto de presentar el caso Burton ante un jurado favorablemente dispuesto y de exigirles un montón de dólares en concepto de indemnización. Y el bufete tendría el gusto de llevar el caso de mi robo cualificado hasta sus últimas consecuencias, con un resultado en el que yo prefería no pensar.
El caso Burton jamás llegaría a la sala del tribunal. Yo aún pensaba como un abogado de Drake Sweeney. La idea de enfrentarse con un jurado del distrito de Columbia los aterrorizaría, y la vergüenza inicial los induciría a buscar a toda prisa la manera de reducir sus pérdidas.
Tim Claussen, un compañero de estudios de Abraham, era reportero del Post. Estaba esperando ante la puerta de la secretaría del juzgado, donde le entregamos una copia de la demanda judicial. La leyó mientras Mordecai presentaba el original y nos hizo unas cuantas preguntas que respondimos encantados, aunque con carácter extraoficial.
En el distrito, la tragedia de los Burton estaba convirtiéndose rápidamente en un delicado problema político y social. Todos iban pasándose mutuamente la culpa con vertiginosa rapidez. Los jefes de los departamentos municipales se acusaban los unos a los otros. El consejo municipal acusaba al alcalde, quien a su vez acusaba al consejo y al Congreso, algunos de cuyos miembros más derechistas habían analizado lo bastante el caso como para echar la culpa al alcalde, el consejo y la ciudad en su conjunto.
La idea de atribuir toda la responsabilidad de lo ocurrido a un grupo de prósperos abogados blancos podía dar lugar a un reportaje sorprendente. Claussen -un tipo duro y cáustico, de vuelta de todo al cabo de muchos años de profesión- no podía reprimir su entusiasmo.
La emboscada tendida por la prensa a Drake Sweeney no me preocupaba en absoluto. El bufete había establecido las reglas del juego la semana anterior al informar a un periodista acerca de mi detención. Ya me imaginaba a Rafter y a su pequeña banda de especialistas en litigios sentados alrededor de la mesa de juntas, llegando al acuerdo de que efectivamente era lógico alertar a los medios acerca de mi detención; y no sólo eso sino entregarles también una bonita fotografía del criminal. Así me avergonzarían, me humillarían, harían que me arrepintiese de mi acción y me obligarían a devolver el expediente y hacer lo que quisieran.
Conocía su mentalidad y sabía cómo se jugaba a aquel juego.
No tuve ningún inconveniente en echar una mano al reportero.
Me asombré de lo lejos que había llegado en una semana. Minutos antes había entrado en el edificio sin temor a que me pegaran un tiro. Había esperado a Ernie en el vestíbulo sin pensar en mi condición de blanco. Escuchaba a mis clientes con paciencia y me comportaba con eficacia, porque sabía lo que tenía que hacer. Y hasta mi aspecto estaba en consonancia con el papel que desempeñaba; llevaba barba de más de una semana; el cabello me cubría ligeramente las orejas y mostraba las primeras señales de descuido; mis pantalones color caqui estaban arrugados, al igual que mi americana azul marino, y llevaba la corbata con el nudo ligeramente flojo. Las Nike conservaban todavía su estilo, pero estaban muy gastadas. Con unas gafas de montura de concha habría sido una perfecta representación del abogado de las causas sociales.
A los clientes, sin embargo, todo eso les importaba un rábano. Lo que querían era que alguien los escuchase y yo estaba allí para eso. La lista aumentó a diecisiete, con lo que me pasé varias horas asesorando. Me olvidé de mi inminente batalla con Drake Sweeney y también de Claire, aunque eso, por desgracia, me resultó más fácil. Me olvidé incluso de Héctor Palma y de mi viaje a Chicago.
Pero no podía olvidar a Ruby Simon. Me las ingenié para relacionarla con cada nuevo cliente al que atendía. No estaba preocupado por su seguridad, ya que había sobrevivido en la calle mucho más tiempo del que yo hubiera conseguido sobrevivir, y aun así ¿por qué había dejado una pulcra habitación de motel con televisor y ducha para ir en busca de su coche abandonado?
La respuesta era clara e inevitable: porque para una adicta al crack como ella, éste constituía una especie de imán.
Si no lograba tenerla encerrada tres noches seguidas en un motel de las afueras, ¿cómo podría ayudarla a desengancharse?
La decisión no estaba en mis manos.
La rutina de última hora de la tarde quedó interrumpida por una llamada telefónica de mi hermano mayor, Warner. Había llegado inesperadamente a la ciudad por un asunto de negocios, me hubiera llamado antes, pero no había conseguido averiguar mi nuevo número de teléfono; ¿podríamos cenar juntos? Invitaba él, aclaró sin darme tiempo a contestar; un amigo le había hablado de un nuevo restaurante fabuloso llamado Danny O's. ¡La comida era fantástica! Yo llevaba mucho tiempo sin pensar en comidas caras.
El Danny O's me parecía muy bien. Estaba de moda, era ruidoso, exageradamente caro y lamentablemente típico.
Me pasé un buen rato contemplando el teléfono, mucho después de que nuestra conversación hubiera terminado.
No me apetecía ver a Warner porque no quería escuchar lo que tenía que decirme. No se encontraba en la ciudad por asuntos de negocios, tal como solía ocurrir aproximadamente una vez al año. Imaginé que lo enviaban mis preocupados padres, a quienes les dolía el nuevo divorcio y les entristecía el que hubiese perdido repentinamente la razón. Era necesario que alguien comprobase qué ocurría. Siempre le tocaba a Warner.
Nos reunimos junto a la bulliciosa barra del Danny O's. Antes de que nos diésemos la mano o nos abrazáramos, mi hermano retrocedió un paso para estudiar mi nuevo aspecto. Barba, melena, pantalones caqui, todo.
–Un auténtico radical -susurró con una mezcla a partes iguales de humor y sarcasmo.
–Me alegro de verte -dije, procurando hacer caso omiso de su actitud.
–Estás delgado.
–Pues tú no.
Se dio una palmada en el estómago como si los pocos kilos de más los hubiera aumentado aquel día.
–Ya lo perderé.
Tenía treinta y ocho años, era guapo y seguía siendo muy presumido. El simple hecho de que yo hubiera hecho un comentario acerca de su exceso de peso lo induciría a perderlo en menos de un mes.
Warner llevaba tres años soltero. Las mujeres eran muy importantes para él. Había habido acusaciones de adulterio durante su divorcio, pero por ambas partes.
–Estás estupendo -le dije.
Y era verdad. Traje y camisa a la medida. Corbata cara. Yo tenía un armario lleno de prendas como aquéllas.
–Tú también. ¿Es así como te vistes ahora para ir al trabajo?
–Casi siempre. A veces prescindo de la corbata.
Pedimos un par de cervezas y nos las tomamos rodeados de gente. Warner estudiaba a cuanta mujer pasaba por nuestro lado.
–¿Cómo está Claire? – me preguntó. Los preámbulos estaban de más.
–Supongo que bien. Hemos pedido el divorcio por mutuo acuerdo. He dejado el apartamento.
–Y ella ¿es feliz?
–Creo que se ha alegrado de librarse de mí. Yo diría que Claire es hoy más feliz de lo que era hace un mes.
–¿Ha encontrado a otro?
–No lo creo -contesté.
Tenía que andarme con cuidado, pues buena parte de nuestra conversación, sino toda, sería transmitida a mis padres, en particular cualquier detalle escandaloso sobre los motivos del divorcio. Les encantaría echar la culpa a Claire, y si resultaba que yo la había sorprendido acostándose por ahí, el divorcio les parecería lógico.
–¿Y tú? – preguntó.
–No.
–Entonces ¿por qué divorciarse?
–Por muchas razones que prefiero no comentar.
No era lo que él quería. Su separación había sido muy desagradable y ambas partes habían luchado por la custodia de los hijos. Él me había explicado todos los detalles, a menudo hasta el extremo de provocarme un aburrimiento mortal, y ahora quería que yo hiciera lo mismo.
–¿Un día te despertaste y decidiste divorciarte sin más?
–Tú has pasado por eso, Warner. No es tan fácil.
El maitre nos acompañó al fondo de la sala. Pasamos junto a una mesa, alrededor de la cual Wayne Umstead estaba sentado con dos hombres a quienes yo no reconocí. Umstead había sido compañero mío de secuestro, el que Señor había elegido para recoger la comida del pasillo, el que había estado a punto de recibir el disparo del tirador de precisión. No me vio.
Una copia de la demanda judicial había sido entregada a Arthur Jacobs, presidente de la junta directiva, a las once de la mañana mientras yo estaba en la CWC. Puesto que Umstead no era socio del bufete, me pregunté si sabría algo de la querella.
Vaya si sabía. En las urgentes reuniones que se habían celebrado a lo largo de toda la tarde la noticia había caído como una bomba. Había que preparar la defensa; se transmitieron órdenes; se acorraló a la gente. Ni una sola palabra a nadie que no perteneciese a la empresa. Había que aparentar que se hacía caso omiso de la querella.
Por suerte, nuestra mesa no era visible desde la de Umstead. Miré alrededor para asegurarme de que no hubiese más enemigos en el restaurante. Warner pidió martinis para los dos, pero yo me apresuré a aclarar que sólo quería agua.
Mi hermano Warner iba a tope en todo: el trabajo, el juego, la comida, la bebida, hasta los libros y las viejas películas. Había estado a punto de morir congelado durante una ventisca en una montaña en Perú y había sido mordido por una serpiente de agua venenosa mientras practicaba submarinismo en Australia. Su adaptación a la fase posterior al divorcio había sido extremadamente fácil, sobre todo porque le encantaba viajar y practicar el vuelo con ala delta, y el alpinismo, y luchar con tiburones, y perseguir a cuanta mujer se cruzara en su camino.
Como socio de un importante bufete de Atlanta, ganaba un montón de dinero. Y gastaba mucho. La cena giraría en torno al dinero.
–¿Agua? – dijo en tono despectivo-. Vamos, hombre. Toma un trago.
–Nó -protesté.
Warner pasaría del martini al vino. Saldríamos muy tarde del restaurante y él permanecería despierto hasta las cuatro de la madrugada manoseándose la bragueta y sacudiéndose de encima la ligera resaca como si se tratara de un momento más del día.
–Qué tonto eres -murmuró.
Eché un vistazo al menú mientras él seguía buscando faldas.
Le sirvieron la bebida y pedimos los platos.
–Háblame de tu trabajo -me dijo, procurando desesperadamente dar la impresión de estar muy interesado en el tema.
–¿Por qué?
–Porque debe de ser fascinante.
–¿Por qué lo dices?
–Has despreciado una fortuna. Tiene que haber una buena razón.
–Hay razones, y para mí son lo bastante buenas.
Warner había planeado aquel encuentro. Tenía un propósito, un objetivo y un esquema de lo que iba a decir para llegar hasta allí. Yo no sabía muy bien qué pretendía.
–La semana pasada me detuvieron -solté.
Me miró boquiabierto, tal como yo había supuesto que haría.
–¿Cómo has dicho?
Le conté la historia de cabo a rabo. Se mostró crítico con el robo, pero no intenté justificarlo. El expediente propiamente dicho era otra cuestión muy complicada que ninguno de los dos deseaba explorar.
–¿Significa eso que has roto todos los lazos que te unían a Drake Sweeney, – me preguntó mientras comíamos.
–Con caracter permanente.
–¿Cuánto tiempo tienes previsto dedicarte a los asuntos de carácter social?
–Acabo de empezar. La verdad es que no he pensado en el final. ¿Por qué?
–¿Cuánto tiempo podrás trabajar a cambio de nada?
–Mientras pueda sobrevivir.
–O sea, que la norma es la supervivencia…
–Por el momento. ¿Cuál es la tuya?
La pregunta era ridícula.
–El dinero. Cuánto gano; cuánto gasto; cuánto puedo ahorrar y ver crecer mi dinero para que un día acumule un montón y no tenga que preocuparme por nada.
Ya lo había oído antes. La codicia descarada era digna de admiración, una versión ligeramente más burda de lo que nos habían enseñado de niños. Si trabajas duro y ganas mucho dinero, la sociedad en su conjunto se beneficiará en cierto modo de ello.
Estaba desafiándome a que lo criticase pero yo no tenía intención de hacerlo. Habría sido un combate sin vencedores; sólo un desagradable empate.
–¿Cuánto tienes? – le pregunté.
Warner se enorgullecía de su riqueza.
–Para cuando cumpla cuarenta años habré reunido un millón de dólares en fondos de inversión. Cuando cumpla cuarenta y cinco, serán tres millones. Cuando cumpla cincuenta, diez. Y entonces me retiraré.
Antes conocíamos aquellas cifras de memoria. Los grandes bufetes jurídicos eran iguales en todas partes.
–¿Y tú? – me preguntó mientras cortaba un trozo de pollo.
–Veamos… Ahora tengo treinta y dos años y cuento más o menos con cinco mil dólares. Cuando tenga treinta y cinco, si trabajo duro y ahorro dinero, tendré unos diez mil. A los cincuenta habré reunido aproximadamente veinte mil en fondos de inversión.
–No está mal. Dieciocho años de pobreza.
–Tú no sabes nada de la pobreza.
–Puede que sí. Para las personas como nosotros la pobreza es un apartamento barato, un coche de segunda mano con abolladuras y golpes, ropa de mala calidad, falta de dinero para viajar, jugar, ver mundo, ahorrar e invertir, jubilación inexistente, sin seguro médico privado ni nada.
–Perfecto. Acabas de demostrar mi afirmación. No sabes nada de la pobreza. ¿Cuánto ganarás este año?
–Novecientos mil.
–Yo ganaré treinta mil. ¿Qué harías si alguien te obligara a trabajar por treinta mil dólares?
–Me mataría.
–Lo creo. Estoy seguro de que te pegarías un tiro antes que trabajar por esa cantidad.
–En eso te equivocas. Me tomaría unas pastillas.
–Cobarde.
–No habría manera de que trabajara por tan poco.
–Podrías trabajar por tan poco, pero no podrías vivir con tan poco.
–Es lo mismo.
–En eso justamente tú y yo somos distintos -dije.
–Vaya si lo somos. Pero ¿cómo nos hemos vuelto tan distintos, Michael? Hace un mes, tú eras como yo. Y ahora mírate… con esas estúpidas patillas y esa ropa descolorida y esa tontería de ponerse al servicio de la gente y salvar a la humanidad. ¿En qué te has equivocado?
Respiré hondo y no pude evitar sentir que me hacía gracia su pregunta. Él también se tranquilizó. Éramos demasiado civilizados como para pelearnos en público.
–Eres un necio -me dijo, inclinándose hacia mí-. Estabas circulando por la vía rápida, a punto de convertirte en socio del bufete. Eres listo e inteligente, soltero y sin hijos. A los treinta y cinco años habrías estado ganando un millón de dólares al año. Haz el cálculo si quieres.
–Ya lo he hecho, Warner. He perdido la afición al dinero. Es la maldición del demonio.
–Qué original. Permíteme que te haga una pregunta. Imagínate que un día despiertas y tienes, por ejemplo, sesenta años. Estás cansado de salvar el mundo porque es, sencillamente, imposible. No tienes ni un orinal donde mear, ni un centavo, ni empresa, ni socios, ni una esposa que gane sus buenos dólares como neurocirujana, nadie que te eche una mano. ¿Qué harías?
–Bueno, ya he pensado en eso; llamaría a mi hermano mayor, que para entonces será inmensamente rico.
–¿Y si me he muerto?
–Inclúyeme en tu testamento. El hermano pródigo.
Volvimos a concentrarnos en la comida y la conversación se desvaneció. Warren era lo bastante arrogante como para pensar que un duro enfrentamiento me haría entrar en razón. Creía que unas certeras descripciones de las consecuencias de mis errores me inducirían a dejarme de tonterías y a buscarme un empleo en toda regla.
Me parecía oírlo decir a mis padres: «Yo hablaré con él.»
Aún le quedaban unas cuantas municiones. Me preguntó qué paquete de beneficios teníamos en el consultorio jurídico de la calle Catorce. Muy menguado, contesté. ¿Y qué tal el plan de jubilación? No había ninguno, que yo supiera. Me dijo que, a su juicio, antes de regresar al mundo real debería pasarme sólo un par de años salvando almas. Le di las gracias, y él me dio el espléndido consejo de que me buscara una mujer que tuviese las mismas ideas que yo, pero con dinero, y me casara con ella.
Nos despedimos en la acera, delante del restaurante. Le aseguré que sabía lo que hacía y que no me pasaría nada, y le pedí que diese a nuestros padres un informe optimista de la situación.
–No hagas que se preocupen, Warner. Explícales que aquí todo va de maravilla.
–Llámame si tienes hambre -me dijo en tono de chanza.
Lo saludé con la mano y me fui.
El Pylon Grill era una cafetería del Foggy Bottom que permanecía abierta toda la noche, muy cerca de la Universidad George Washington. Era conocida como lugar de reunión de insomnes y adictos a las noticias. La primera edición del Post llegaba cada noche poco antes de las doce y el local estaba tan lleno de gente como una tienda de comida preparada a la hora del almuerzo. Compré un periódico y me senté a la barra, cuyo aspecto era de lo más extraño, pues todos los clientes que había delante de ella leían ávidamente el periódico. Me llamó la atención el silencio que reinaba en el Pylon. El Post había llegado unos minutos antes que yo y treinta personas lo leían tan afanosamente como si se hubiera declarado una guerra.
El reportaje era típico del Post. Empezaba en la primera plana bajo un llamativo titular y seguía en la página diez, donde se publicaban las fotografías, entre las que se incluían una de Lontae sacada de las pancartas de la marcha en demanda de justicia, una de Mordecai tomada cuando tenía diez años menos y un trío que sin duda humillaría a los príncipes de sangre azul de Drake Sweeney. Arthur Jacobs figuraba en el centro, con una fotografía policial de Tillman Gantry a su izquierda y, a su derecha, otra del mismo tipo correspondiente a Devon Hardy, relacionado con los hechos sólo porque había sido desalojado y había resultado muerto de manera muy espectacular.
Arthur Jacobs flanqueado por dos delincuentes, dos criminales afroamericanos con unos numeritos sobre el pecho, alineados como iguales en la décima plana del Post.
Ya podía imaginarlos en sus despachos y en las salas de juntas con las puertas cerradas y los teléfonos desconectados tras haber cancelado todas las reuniones. Planearían sus respuestas, se inventarían cien estrategias distintas, llamarían a sus expertos en relaciones públicas. Sería su hora más negra.
La guerra de faxes empezaría muy temprano. Las fotografías del trío se enviarían a los grandes bufetes jurídicos del país, y todos se partirían de risa.
Gantry ofrecía un aspecto amenazador, y no pude evitar asustarme al pensar contra quién estábamos enfrentándonos.
Después aparecía mi fotografía, la misma que el periódico había utilizado el sábado anterior al anunciar mi detención. Se me describía como el eslabón entre el bufete y Lontae Burton, aunque el reportero ignoraba que yo la había conocido personalmente.
El reportaje era largo y exhaustivo. Empezaba con el desalojo y todos los que habían intervenido en él, incluido Hardy, quien se había presentado siete días después en la sede de Drake Sweeney, donde había tomado rehenes, uno de los cuales era yo. De mí pasaba a Mordecai, y de éste a la muerte de los Burton. Mencionaba mi detención, pero yo había procurado facilitar al reportero la menor información posible acerca del disputado expediente.
El reportero había cumplido con su promesa. No se citaba nuestro nombre, sólo se hablaba de fuentes autorizadas. Ni yo mismo habría podido escribirlo mejor.
Ni una sola palabra de los acusados. Al parecer, el autor del reportaje se había tomado muy pocas molestias, o ninguna, en ponerse en contacto con ellos.