CAPÍTULO 20

El martes era el día de ingresos en la Comunidad para la No Violencia Creativa o CNVC, el mayor albergue del distrito.

Una vez más, conducía Mordecai. Su plan era acompañarme durante la primera semana y después dejarme suelto en las calles.

Mis amenazas y advertencias a Barry Nuzzo habían caído en saco roto. Drake Sweeney pensaba pegar duro, y no me extrañaba.

La incursión en mi antiguo apartamento antes del amanecer había sido una grosera advertencia de lo que iba a ocurrir. Tuve que confesarle a Mordecai la verdad acerca de lo que había hecho.

–Mi mujer y yo nos hemos separado -dije en cuanto el vehículo se puso en marcha-. Me he mudado de casa.

El pobre hombre no estaba preparado para una noticia tan amarga a las ocho de la mañana.

–Lo siento -musitó; me miró y a punto estuvo de atropellar a un imprudente peatón.

–No lo sientas. A primera hora de esta mañana la policía ha hecho una incursión en mi antiguo apartamento, buscándome a mí y, más concretamente, un expediente que me llevé al dejar la empresa.

–¿Qué clase de expediente?

–El de Devon Hardy y Lontae Burton.

–Te escucho.

–Tal como ahora sabemos, Devon Hardy tomó unos rehenes y resultó muerto porque Drake Sweeney lo había desalojado de su hogar junto con otros dieciséis adultos y algunos niños. Lontae y su pequeña familia formaban parte del grupo.

–Esta ciudad es un pañuelo -dijo Mordecai tras reflexionar por un instante.

–El almacén desalojado estaba ubicado casualmente en unos terrenos en los que RiverOaks tenía previsto construir un edificio para el servicio de Correos. Se trata de un proyecto de veinte millones de dólares.

–Conozco el almacén. Siempre ha estado ocupado por squatters.

–Sólo que no eran squatters, o al menos no lo creo.

–¿Es una conjetura o lo sabes con certeza?

–Por el momento, es una conjetura. El expediente ha sido manipulado; han eliminado algunos papeles y han añadido otros. Un auxiliar llamado Héctor Palma se encargó de realizar el trabajo sucio (las visitas al lugar y el desahucio propiamente dicho), y ahora se ha convertido en mi informador anónimo. Me envió una nota en la que me comunicaba que los desahucios eran ilegales. Me facilitó un juego de llaves para que consiguiera el expediente. A partir de ayer ya no trabaja en el bufete del distrito.

–¿Dónde está?

–Me encantaría saberlo.

–¿Él te dio las llaves?

–No me las entregó en persona, sino que las dejó encima del escritorio con las instrucciones correspondientes.

–¿Y tú las utilizaste?

–Sí.

–¿Para robar un expediente?

–No pensaba robarlo. Me dirigía al consultorio para fotocopiarlo cuando un insensato se saltó un semáforo en rojo y me envió al hospital.

–¿Es el expediente que recuperaste del interior de tu coche?

–Sí. Iba a copiarlo y devolverlo a su archivador en Drake Sweeney. Nadie se habría enterado.

–Pongo en duda la conveniencia de hacerlo. – Estuvo en un tris de llamarme estúpido, pero nuestra relación todavía era incipiente-. ¿Qué es lo que le falta? – preguntó.

Le resumí la historia de RiverOaks y su carrera para hacerse con la construcción del edificio de Correos.

–Tenía que conseguir rápidamente el solar. La primera vez que Palma acudió al almacén, lo atracaron. Memorándum para el expediente. Volvió con un guardia de seguridad. Falta el memorándum. Fue debidamente anotado en el diario del expediente y más tarde retirado, quizá por Braden Chance.

–¿Qué decía el memorándum?

–No lo sé; pero tengo la corazonada de que Héctor inspeccionó el almacén, encontró a los squatters en sus improvisados apartamentos, habló con ellos y se enteró de que le pagaban un alquiler a Tillman Gantry. No eran ocupantes ilegales, sino inquilinos con derecho a toda la protección que se contempla en la Ley de Arrendamientos Urbanos. Para entonces, el derribo ya estaba decidido, se tenía que cerrar la venta, Gantry estaba a punto de ganar mucho dinero, el memorándum no se tuvo en cuenta y se llevó a cabo el desalojo.

–Había diecisiete personas.

–Sin contar los niños.

–¿Conoces los nombres de los demás?

–Sí. Alguien, sospecho que Palma, me hizo llegar una lista. Si pudiéramos localizar a esas personas, tendríamos testigos.

–Tal vez; pero lo más probable es que Gantry los haya amenazado. Es un hombre importante con una pistola muy grande; se cree una especie de padrino. Cuando le dice a alguien que se calle, éste obedece o acaba flotando en un río.

–Pero tú no le tienes miedo, ¿verdad, Mordecai? Vamos a localizarlo y a acosarlo un poco; se vendrá abajo y lo contará todo.

–Llevas mucho tiempo en la calle, ¿no es cierto? He contratado a un insensato.

–Cuando nos vea echará a correr.

Las bromas no resultaban muy eficaces a aquella hora de la mañana. La calefacción del automóvil tampoco, a pesar de que el ventilador funcionaba a toda velocidad. El interior del coche estaba helado.

–¿Cuánto cobró Gantry por el almacén? – preguntó Mordecai.

–Doscientos mil. Lo había comprado seis meses atrás; en el expediente no se indica por cuánto.

–¿Y a quién se lo compró?

–Al Ayuntamiento. Estaba abandonado.

–Debió de pagar unos cinco mil. Diez mil como máximo.

–No fue un mal negocio. Gantry ha subido de categoría. Siempre se había dedicado a cosas de poca monta, casas adosadas, túneles de lavado de coches, tiendas de comestibles, pequeños negocios.

–¿Y por qué razón iba a comprar un almacén y dividir el espacio en apartamentos baratos de renta baja?

–Para disponer de dinero en efectivo. Supongamos que pagó cinco mil y se gastó otros mil en levantar tabiques e instalar un par de lavabos. Se da de alta de la luz y ya tiene un negocio. Se corre la voz y aparecen los inquilinos; les cobra cien dólares mensuales pagaderos sólo en efectivo. De todos modos, a sus clientes les importan un bledo los papeles. Deja que el almacén parezca un edificio abandonado para que, en caso de que se produzca una inspección municipal, él pueda decir que son unos simples squatters. Promete echarlos, pero no tiene la menor intención de hacerlo. Es algo que ocurre constantemente por aquí. Alojamientos ilegales.

Estuve a punto de preguntarle por qué el Ayuntamiento no obligaba a cumplir la ley, pero me contuve. La respuesta habría sido los incontables baches de las calles que nadie arreglaba por falta de presupuesto; la flota de vehículos de la policía, un tercio de los cuales se encontraba en tan mal estado que su utilización era un peligro; las escuelas con los tejados a punto de derrumbarse; y las quinientas madres y criaturas sin hogar que no conseguían encontrar cobijo. La ciudad no funcionaba, así de sencillo.

Y un casero renegado que en realidad sacaba a la gente de la calle, no constituía precisamente una prioridad.

–¿Y cómo localizarás a Héctor Palma? – preguntó.

–Supongo que la empresa habrá sido lo bastante lista como para no despedirlo. Tienen otros siete bufetes, e imagino que lo habrán escondido en algún sitio. Daré con él.

Estábamos en el centro de la ciudad. Mordecai señaló con el dedo y dijo:

–¿Ves esos remolques amontonados? Es Mount Vernon Square.

Se trataba de una media manzana rodeada por una valla muy alta que impedía la visión desde el exterior. Los remolques eran de distintas formas y tamaños, algunos se encontraban en muy mal estado y todos parecían sucios y malolientes.

–Es el peor albergue de la ciudad. Son los viejos remolques del servicio de Correos que el Gobierno regaló al distrito de Columbia, el cual a su vez tuvo la brillante idea de llenarlos de gente sin hogar. Están apretujados en el interior de los remolques como las sardinas en una lata.

Al llegar al cruce de la Segunda con la D, me señaló un alargado edificio de tres pisos, en el que se hacinaban mil trescientas personas.

La CNVC había sido fundada a principios de la década de los setenta por un grupo de antibelicistas que se había reunido en Washington para presionar al Gobierno.

En el transcurso de sus protestas por los alrededores del Capitolio conocieron a unos veteranos del Vietnam que vivían en la calle, y empezaron a acogerlos. Se trasladaron a barrios más grandes de distintos lugares de la ciudad y su número aumentó. Al terminar la guerra se preocuparon por la apurada situación de los indigentes del distrito de Columbia. A principios de los años ochenta apareció en escena un activista llamado Mitch Sriyder, quien se convirtió rápidamente en la voz ruidosa y apasionada de la gente de la calle.

La CNVC encontró un colegio estatal abandonado y todavía propiedad del Gobierno y lo ocupó con seiscientos squatters. Se convirtió en su cuartel general y en su hogar. Trataron de expulsarlos por distintos medios, pero todo fue inútil. En 1984 Snyder hizo una huelga de hambre de cincuenta y un días de duración para llamar la atención de la sociedad sobre la situación de abandono en que se encontraban los sin hogar. Cuando faltaba un mes para su reelección, el presidente Reagan anunció su valeroso plan de convertir el edificio en un albergue modelo para quienes carecían de hogar. Sriyder dio por finalizada su huelga. Todo el mundo estaba contento. Una vez conseguida la reelección, Reagan renegó de su promesa y se produjeron toda suerte de desagradables litigios.

En 1989 el Ayuntamiento construyó un albergue en el sudeste, muy lejos del centro, y empezó a preparar el traslado de los sin hogar de la CNVC; pero muy pronto descubrió que éstos eran un hueso muy duro de roer. No querían irse. Snyder anunció que estaban tapiando las ventanas y preparándose para un asedio. Empezó a circular el rumor de que allí dentro había ochocientas personas, que tenían un arsenal, que estallaría una guerra.

El Ayuntamiento retiró su ultimátum y consiguió restablecer la paz. La CNVC alcanzó las mil trescientas camas y se convirtió en el albergue más grande del país. Mitch Snyder se suicidó en 1990 y el Ayuntamiento le dedicó una calle.

Cuando llegamos eran casi las ocho y media, la hora en que los residentes se marchaban. Muchos tenían trabajo y casi todos deseaban pasar el día fuera de allí. Unos cien hombres holgazaneaban cerca de la entrada, fumando y conversando jovialmente acerca de las cosas de que se suele hablar en una fría mañana después de un descanso nocturno cálido y reparador. Tras franquear la puerta del primer nivel, Mordecai entró en una especie de garita y habló con un supervisor. Firmó y cruzamos el vestíbulo abriéndonos paso entre un enjambre de hombres que salían a toda prisa. Traté de que no reparasen en mi palidez, pero me fue imposible. Iba razonablemente bien vestido, con chaqueta y corbata. Durante toda mi vida había conocido la riqueza, y ahora flotaba a la deriva en un mar de negros, duros jóvenes de la calle, la mayoría con antecedentes penales y muy pocos de ellos con tres dólares en el bolsillo. Estaba seguro de que alguno me partiría el cuello y me robaría la cartera. Evité mirarlos a la cara y bajé los ojos con ceño. Nos detuvimos junto a la puerta de ingresos.

–Las armas y la droga están terminantemente prohibidas -anunció Mordecai mientras los hombres bajaban apresuradamente por la escalera.

Me tranquilicé un poco.

–¿Alguna vez te pones nervioso aquí dentro?

–Uno se acostumbra.

Para él era fácil decirlo. Hablaba el mismo idioma.

Al lado de la puerta, sujeta a una tablilla con broche de presión, había una hoja para el consultorio jurídico. Mordecai la tomó y ambos estudiamos los nombres escritos en ella. Hasta el momento nuestros clientes eran trece.

–Un poco por debajo de la media -dijo Mordecai. Mientras esperábamos a que abrieran, me facilitó más información-. Aquello de allí es la oficina de Correos. Una de las tareas más exasperantes de este trabajo es la de mantenernos al día acerca de nuestros clientes. Los domicilios son muy escurridizos. Los buenos albergues permiten que los residentes envíen y reciban correspondencia.

–Me señaló otra puerta-. Eso es el cuarto de la ropa. Se admiten de treinta a cuarenta nuevos residentes cada semana. El primer paso es una revisión médica; la tuberculosis es el mayor peligro. El segundo paso es una visita a aquel cuarto para recibir tres juegos de ropa: muda, calcetines y demás. Una vez al mes un cliente puede pedir otro traje; de modo que al terminar el año tiene un vestuario aceptable. Y no son porquerías. Reciben más donaciones de ropa de las que necesitan.

–¿Un año?

–Sí. Al cabo de un año los echan a la calle. Puede parecer muy duro, pero no lo es, ya que el objetivo es la autosuficiencia. Cuando alguien ingresa aquí sabe que dispone de doce meses para asearse, dejar la bebida, adquirir algunos conocimientos y encontrar un trabajo. Casi todos se van antes de que concluya el plazo. A algunos les gustaría quedarse aquí para siempre.

Un hombre llamado Ernie se presentó con un impresionante llavero. Abrió la puerta de la sala de ingresos y, una vez que se hubo marchado, nos dispusimos a facilitar asesoramiento. Mordecai se acercó a la puerta con la tablilla y llamó al primero:

–Luther Williams.

Luther apenas pasaba por la puerta e hizo crujir la silla cuando se sentó delante de nosotros. Vestía un uniforme de faena de color verde y llevaba unos calcetines blancos que asomaban por encima de unas sandalias de goma anaranjadas. Trabajaba por las noches en una sala de calderas del Pentágono. Su amiga lo había abandonado llevándoselo todo, y, por si fuera poco, estaba endeudado hasta el cuello. Había perdido su apartamento y se avergonzaba de vivir en el albergue.

–Necesito un respiro -musitó.

Me compadecí de él.

Tenía que pagar un montón de facturas y las entidades de crédito lo acosaban. Por el momento, se había escondido en la CNVC.

–Vamos a hacer una declaración de insolvencia -me dijo Mordecai.

Yo no tenía la menor idea de cómo se hacía una declaración de insolvencia. Fruncí el entrecejo y asentí con la cabeza. Luther pareció darse por satisfecho. Nos pasamos unos veinte minutos rellenando impresos, y él se fue muy contento.

El siguiente cliente fue Tommy, quien entró con brío en la estancia y nos tendió una mano con las uñas pintadas de un rojo brillante. Yo se la estreché; Mordecai se abstuvo de hacerlo. Tommy estaba siguiendo un programa intensivo de desintoxicación -era adicto al crack y la heroína-, debía unos impuestos atrasados. Llevaba tres años sin hacer la declaración de la renta y Hacienda había descubierto de repente sus descuidos. Además, debía un par de miles de dólares de pensión por alimentos de su hijo. Me tranquilizó en cierto modo saber que, aun a su manera, era padre. El programa de desintoxicación era muy intenso -siete días por semana -y no permitía que el interesado tuviese un trabajo de jornada completa.

–No hay forma de que te libres de pagar los impuestos ni la pensión para alimentos de tu hijo -le explicó Mordecai.

–Pero es que yo no puedo trabajar porque estoy desintoxicándome y si dejo la desintoxicación volveré a la droga. Si no puedo trabajar y no puedo declararme insolvente, ¿qué puedo hacer?

–Nada. No te preocupes por eso hasta que termines el programa de desintoxicación y encuentres un trabajo. Entonces llama a Michael Brock, aquí presente.

Tommy me guiñó un ojo sonriendo y abandonó la estancia como si flotara entre nubes.

–Creo que le gustas -me dijo Mordecai.

Ernie nos entregó otra hoja en la que figuraban once nombres. Fuera se había formado una cola de gente. Decidimos dividir esfuerzos. Yo me fui al fondo de la estancia, Mordecai se quedó donde estaba y empezamos a atender a los clientes de dos en dos.

En mi segundo día de trabajo como abogado de los pobres a tiempo completo ya estaba tomando notas y actuando como si tuviese la misma categoría que mi colega. A continuación, me tocó un joven acusado de tráfico de droga. Lo anoté todo para poder comentárselo a Mordecai más tarde, en el consultorio.

El siguiente caso me impresionó: un blanco de unos cuarenta años sin tatuajes, cicatrices en la cara, dientes rotos, pendientes, ojos inyectados en sangre ni nariz colorada. Llevaba barba de una semana y debía de hacer un mes que se había cortado el pelo al rape. Cuando nos dimos la mano, advertí que la suya estaba húmeda y laxa. Se llamaba Paul Pelham y llevaba tres meses en el albergue. Había sido médico.

Las drogas, el divorcio, la ruina económica y la retirada de la licencia ya eran agua pasada, unos recuerdos que, a pesar de ser recientes, ya estaban borrándose. Necesitaba, sencillamente, alguien con quien hablar, y si era blanco tanto mejor. De vez en cuando, lanzaba miradas temerosas a Mordecai.

Había sido un destacado ginecólogo en Scranton, Pennsylvania, con una casa preciosa, un Mercedes, una esposa muy guapa y dos hijos. Primero empezó a consumir Valium para pasar después a sustancias más fuertes. Por si fuera poco, se aficionó a las delicias de la cocaína y de las enfermeras de su clínica. Como actividad adicional, se dedicaba al negocio inmobiliario, para lo que contaba con la financiación de numerosas entidades bancarias. Un día, en el transcurso de un parto normal, el bebé se le cayó al suelo y murió.

El padre, un respetado pastor protestante, presenció el accidente. Pelham sufrió la humillación de un juicio, se hundió en las drogas y en las enfermeras y, al final, todo se derrumbó. Una paciente le contagió un herpes, él se lo contagió a su mujer y ésta se quedó con todo y se fue a vivir a Florida.

Su historia me dejó estupefacto. A todos los clientes que había conocido hasta entonces a lo largo de mi breve carrera como abogado de los indigentes les había pedido que me contaran de qué manera habían acabado en la calle. Quería cerciorarme de que algo así jamás podría sucederme; de que las personas de mi clase no tenían que preocuparse por la posibilidad de que les ocurriera semejante desgracia.

Pelham me fascinó porque, por primera vez, podía mirar a un cliente y pensar que bien podría ser yo. La vida podía ingeniárselas para derribar al suelo prácticamente a cualquiera. Y él estaba más que dispuesto a hablar de todo aquello.

Me dio a entender que tal vez su calvario aún no hubiese terminado. Yo había escuchado suficiente y estaba a punto de preguntarle por qué razón necesitaba a un abogado, cuando me dijo:

–En mi declaración de insolvencia oculté unas cuantas cosas.

Mordecai atendía con rapidez a sus clientes mientras nosotros, los dos chicos blancos, seguíamos charlando animadamente. Decidí volver a tomar notas.

–¿Qué clase de cosas?

El abogado que le había tramitado la declaración de insolvencia era un estafador, me explicó, y añadió que los bancos se habían apresurado a impedirle la redención de las hipotecas por falta de pago y lo habían arruinado. Pelham hablaba en un suave susurro y se detenía cada vez que Mordecai lo miraba.

–Y aún hay más -agregó.

–¿Qué?

–Eso es confidencial, ¿verdad? Quiero decir que he hablado con muchos abogados, pero siempre les he pagado. Bien sabe Dios lo que les he pagado.

–Absolutamente confidencial -lo tranquilicé.

Aunque trabajara de manera gratuita, el que se pagaran honorarios o no para nada influía en el privilegio de la confidencialidad entre abogado y cliente.

–No puede decírselo a nadie.

–No lo haré, se lo aseguro.

Se me ocurrió pensar que vivir en un albergue para personas sin hogar en el centro del distrito de Columbia junto con otras mil trescientas almas debía de ser una forma estupenda de esconderse.

Pareció calmarse y, bajando todavía más la voz, dijo: -Cuando nadaba en la abundancia descubrí que mi mujer se acostaba con otro hombre. Me lo dijo una de mis pacientes. Cuando te dedicas a examinar a mujeres desnudas, éstas te lo cuentan todo. Quedé destrozado. Contraté los servicios de un investigador privado y comprobé que era verdad. El otro hombre…, bueno, digamos que un día desapareció.

Hizo una pausa para que yo hiciera algún comentario. – ¿Desapareció? – pregunté.

–Sí. Jamás se le ha vuelto a ver.

–¿Ha muerto? – no lograba disimular mi asombro. Asintió levemente con la cabeza.

–¿Sabe dónde está?

Otra inclinación de la cabeza.

–Y eso ¿cuándo fue?

–Hace cuatro años.

Noté que me temblaba la mano mientras lo anotaba. Se inclinó hacia delante y susurró:

–Era un agente del FBI. Un viejo compañero de estudios de la Universidad de Pennsylvania.

–Vamos, hombre -dije sin estar demasiado seguro de que estuviera diciéndome la verdad.

–Van por mí.

–¿Quiénes?

–Los del FBI. Llevan cuatro años persiguiéndome. – ¿Y qué pretende que haga yo?

–No lo sé. Quizá llegar a un acuerdo con ellos. Estoy harto de que me pisen los talones.

Analicé la situación mientras Mordecai terminaba con un cliente y llamaba a otro. Pelham observaba todos sus movimientos.

–Necesito más información -le dije-. ¿Conoce el nombre del agente?

–Sí. Sé cuándo y dónde nació.

–Y cuándo y dónde murió.

–Sí.

Él no llevaba encima notas ni documentos.

–¿Por qué no va a verme a mi despacho? – le sugerí-. Traiga toda la información de que disponga. Allí podremos hablar.

–Lo pensaré -dijo, y echó un vistazo a su reloj.

Me explicó que trabajaba a tiempo parcial como conserje de una iglesia y que tenía prisa. Nos dimos un apretón de manos y se marchó.

Estaba aprendiendo rápidamente que uno de los retos que planteaba el ser abogado de los sin hogar era la capacidad de escuchar. Muchos de los clientes sólo querían hablar con alguien. Todos habían sido golpeados y apaleados de una manera u otra, y, puesto que el servicio de asesoría jurídica era gratuito, ¿por qué no desahogarse con los abogados? Mordecai era un maestro en el arte de hurgar delicadamente en los relatos y descubrir si había en ellos alguna cuestión en la que él pudiese intervenir. Yo aún no me había acostumbrado al hecho de que las personas pudieran ser tan pobres.

También estaba aprendiendo que los mejores casos eran los que podían resolverse sobre la marcha y sin necesidad de actuaciones posteriores. Tenía el cuaderno de notas lleno de peticiones de vales para alimentos, asistencia domiciliaria, servicios del Seguro Médico, tarjetas de la Seguridad Social e incluso permisos de conducir. Cuando teníamos alguna duda, rellenábamos un impreso.

Veintiséis clientes habían pasado por nuestra consulta antes del mediodía. Cuando nos fuimos, estábamos agotados.

–Vamos a dar un paseo -propuso Mordecai al salir a la calle. El cielo estaba despejado y el viento frío resultaba estimulante tras habernos pasado tres horas encerrados en una reducida habitación sin ventanas. En la acera de enfrente se levantaba el bonito y moderno edificio del Tribunal Fiscal de Estados Unidos. De hecho, la CNVC estaba rodeada de construcciones mucho más bonitas y modernas. Nos detuvimos al llegar a la esquina de la Segunda y la D para echar un vistazo al edificio.

–El contrato de arrendamiento expira dentro de cuatro años -dijo Mordecai-. Los buitres de las inmobiliarias ya están rondando por aquí. Dos manzanas más allá está previsto construir un nuevo centro de convenciones.

–La lucha será muy dura.

–Será una guerra.

Cruzamos la calle y echamos a andar en dirección al Capitolio.

–¿Qué le pasaba a ese blanco? – me preguntó.

El único blanco había sido Pelham.

–Una historia asombrosa -contesté sin saber muy bien por dónde empezar-. Antes era médico en Pennsylvania.

–¿Quién lo persigue ahora?

–¿Cómo?

–¿Quién lo persigue ahora?

–El FBI.

–Pues qué bien. La última vez era la CIA.

Me detuve en seco; él siguió andando.

–¿Lo has visto otras veces?

–Sí, suele visitarnos. Peter no sé qué.

–Paul Pelham.

–Eso también varía -dijo Mordecai volviendo la cabeza-. Es una historia impresionante, ¿verdad?

No pude contestar. Permanecí inmóvil mientras Mordecai, con las manos metidas en los bolsillos de la trinchera, seguía caminando medio muerto de risa.

CAPÍTULO 21

Cuando hice el suficiente acopio de valor como para decirle a Mordecai que necesitaba la tarde libre, él me comunicó en tono severo que mi situación era exactamente la misma que la de los demás, que nadie controlaba mi horario, y que, si necesitaba tiempo libre, tenía perfecto derecho a tomármelo. Abandoné a toda prisa el despacho. Sólo Sofía pareció advertirlo.

Me pasé una hora con el tasador de daños de la compañía de seguros. El Lexus estaba totalmente destrozado; mí compañía ofrecía veintiún mil cuatrocientos ochenta dólares con un finiquito para que después pudiera demandar a la compañía de seguros del Jaguar. Puesto que le debía al banco dieciséis mil dólares, me fui con un cheque de cinco mil y pico, cantidad más que suficiente para comprarme un coche acorde con mi nueva situación de abogado de los pobres, que no constituyera una tentación para los ladrones.

Perdí otra hora en la sala de espera de mi médico. Yo, que era un atareado abogado con teléfono móvil y muchos clientes, no podía soportar permanecer sentado entre las revistas, escuchando el tic tac del reloj.

Una enfermera me indicó que me quitase todo menos los calzoncillos. Después me pasé veinte minutos tendido sobre una fría camilla. Las magulladuras estaban adquiriendo un color marrón oscuro. El médico hurgó en las lesiones agravando mi tormento, y me dijo que volviera al cabo de dos semanas.

A las cuatro en punto llegué al despacho de la abogada de Claire, donde me atendió una antipática recepcionista vestida de hombre. Todo en aquel lugar respiraba desprecio. Los sonidos eran antimasculinos: la áspera y ronca voz de la chica que atendía el teléfono; la voz de una bruja cantando melodías country a través de los altavoces; la estridente voz que de vez en cuando se escuchaba desde el fondo del pasillo. Los colores eran suaves tonos pastel; lavanda, rosa y beige. Las revistas de la mesa auxiliar estaban allí como si fueran una declaración de principios: nada de chismes o historias románticas, sino temas serios relacionados con la mujer. No estaban destinadas a invitar a la lectura, sino a suscitar la admiración de las visitas.

Al principio, Jacqueline Hume había ganado una tonelada de dinero vaciando los bolsillos de unos médicos rebeldes, después se había ganado fama de dura al acabar con la carrera política de un par de senadores mujeriegos. Su nombre era el terror de todos los prósperos varones malcasados del distrito de Columbia. Yo estaba deseando firmar los documentos y marcharme.

Pero tuve que esperar media hora, y estaba a punto de armar un alboroto cuando una asociada me llamó y me acompañó a un despacho que había al fondo del pasillo. Allí me entregó el acuerdo de separación, y comprendí por primera vez la cruel realidad. El encabezamiento rezaba: «Claire Addison Brock contra Michael Nelson Brock.»

La ley exigía que antes de divorciarnos estuviéramos seis meses separados. Leí cuidadosamente el acuerdo, lo firmé y me marché. El día de Acción de Gracias volvería a ser oficialmente libre.

Mi cuarta etapa de aquella tarde fue el aparcamiento de Drake Sweeney, donde Polly se reunió conmigo a las cinco en punto con dos cajas de embalaje que contenían los recuerdos que aún quedaban en mi despacho.

Estuvo muy amable y eficiente conmigo, pero habló muy poco y tenía mucha prisa. Seguramente le habían colocado encima un dispositivo de escucha.

Recorrí varias manzanas y me detuve en una esquina abarrotada de gente. Marqué el número de Barry Nuzzo. Estaba reunido, como de costumbre. Dejé mi nombre, dije que era urgente y, en cuestión de treinta segundos, Barry me llamó.

–¿Podemos hablar? – le pregunté.

Di por sentado que estarían grabando la llamada.

–Pues claro.

–Estoy en la calle, en la esquina de la K y Connecticut. Vamos a tomarnos un café.

–Estaré ahí dentro de una hora.

–No, o vienes ahora mismo o nada.

No quería que los muchachos tuvieran tiempo de urdir planes. Ni de preparar dispositivos de escucha.

–Bueno, vamos a ver. Sí, de acuerdo. Podré arreglarlo.

–Estoy en el café Bingler's.

–Lo conozco.

–Te espero. Ven solo.

–Has visto demasiadas películas, Mike.

A los diez minutos ambos estábamos sentados delante de la luna de un abarrotado local con una humeante taza de café en la mano, contemplando el tráfico de peatones de la Connecticut.

–¿Por qué la autorización de registro? – pregunté.

–El expediente es nuestro. Tú lo tienes y nosotros queremos recuperarlo. Así de sencillo.

–Pues no lo encontraréis, de modo que ya podéis dejar de hacer los malditos registros.

–¿Dónde vives ahora?

Solté un gruñido y le dediqué mi mejor carcajada sarcástica.

–Después de una autorización de registro suele producirse una orden de detención -dije-. ¿Es eso lo que va a ocurrir?

–No estoy autorizado a informarte acerca de ello.

Gracias, amigo.

–Mira, Michael, Para empezar vamos a dejar claro que estás equivocado. Te has llevado algo que no es tuyo, y eso se llama, pura y llanamente, robar. Al hacerlo te has convertido en adversario de la empresa. Yo, tu amigo, sigo trabajando en ella. No puedes esperar que te ayude en unos momentos en que tus acciones pueden perjudicarnos. Tú has creado este lío, no yo.

–Braden Chance no lo ha dicho todo. Ese hombre es un gusano, un tipejo arrogante que cometió un delito de procedimiento ilegal y ahora está intentando protegerse. Os quiere hacer creer que se trata del simple robo de un expediente y que podéis perseguirme, pero esos documentos podrían constituir una humillación para la empresa.

–¿Qué propones entonces?

–Que me dejéis en paz y no cometáis ninguna estupidez.

–¿Como mandar detenerte, por ejemplo?

–Para empezar, sí. Me he pasado todo el día volviendo la cabeza, y no tiene gracia.

–No tenías que haber robado ese expediente.

–No tenía previsto hacerlo, ¿comprendes? Fue un préstamo. Quería fotocopiarlo y devolverlo, pero no pudo ser.

–O sea, que al final confiesas tenerlo en tu poder.

–Sí, pero también puedo negarlo.

–Estás jugando con fuego, Michael, y acabarás por quemarte.

–No, si me dejáis en paz. Te propongo una tregua de una semana. Nada de autorizaciones de registro. Nada de detenciones.

–Muy bien, ¿qué ofreces a cambio?

–No utilizaré el expediente para poner en aprietos a la empresa.

Barry sacudió la cabeza y tomó un sorbo de humeante café.

–No estoy en condiciones de cerrar tratos. No soy más que un simple asociado.

–¿Es Arthur el que lleva la voz cantante?

–Por supuesto..

–Pues dile que sólo hablaré contigo.

–Supones demasiadas cosas, Michael. Supones que la empresa quiere hablar contigo. Y la verdad es que no. Están furiosos por el robo del expediente y por tu negativa a devolverlo. No puedes reprochárselo.

–Procura que lo comprendan, Barry. Ese expediente será una noticia de primera plana; grandes titulares y entrometidos reporteros que contarán docenas de historias. Si me detienen, acudiré directamente al Post.

–Has perdido el juicio.

–Es probable. Chance tenía un auxiliar llamado Héctor Palma. ¿Has oído hablar de él?

–No.

–Pues no estás enterado de todo.

–Nunca dije que lo estuviera.

–Palma sabe demasiado acerca del expediente. Desde ayer ya no trabaja donde trabajaba la semana pasada. Ignoro dónde está, pero sería interesante averiguarlo. Pregúntaselo a Arthur.

–Devuelve ese expediente, Michael. No sé qué te propones hacer con él, pero no puedes utilizarlo en un juicio.

Apuré mi café y me bajé del taburete.

–Una tregua de una semana -dije, alejándome. Y pídele a Arthur que te ponga al corriente.

–Arthur no recibe órdenes de ti -replicó en tono áspero.

Me marché con rapidez, abriéndome paso entre la gente de la acera, prácticamente corriendo hacia Duppont Circle, deseoso de alejarme de Barry y de cualquier otro que hubieran enviado para espiarme.

Según la guía telefónica el domicilio de los Palma era un edificio de apartamentos en una urbanización de Bethesda. Como no tenía prisa y necesitaba pensar, rodeé la ciudad por la carretera de circunvalación, donde el tráfico era intenso.

Calculé que las probabilidades de que la policía me detuviese en el plazo de una semana eran del cincuenta por ciento. La empresa no tenía más remedio que ir por mí, y si Braden Chance les hubiera ocultado efectivamente la verdad a Arthur y a la junta directiva, ¿por qué no jugármelo el todo por el todo? Había suficientes pruebas sustanciales del robo como para convencer a un magistrado de la conveniencia de dictar una orden de detención.

El incidente de Señor había trastornado a la empresa. Chance había sido objeto de una reprimenda, los jefes lo habían interrogado exhaustivamente y era inconcebible pensar que éste hubiera confesado haber obrado mal de forma deliberada. Habría mentido en la esperanza de manipular el expediente y salir indemne. A fin de cuentas, sus víctimas sólo habían sido un puñado de squatters.

Pero en tal caso, ¿cómo había conseguido librarse de Héctor con semejante rapidez? No se trataba de una cuestión de dinero; Chance era socio de la empresa. En su lugar, yo le habría ofrecido dinero a Héctor con una mano mientras con la otra lo amenazaba con un despido fulminante. Y le habría pedido un favor a un socio de Denver, por ejemplo el rápido traslado de un auxiliar. No habría sido difícil.

Héctor estaba fuera, ocultándose de mí o de cualquier otro que pudiera hacerle preguntas.

¿Y lo del detector de mentiras? ¿Habría sido una simple amenaza de la empresa contra Héctor y contra mí? ¿Y si éste se hubiera sometido a la prueba y la hubiera superado? Lo dudaba.

Chance necesitaba a Héctor para ocultar la verdad. Héctor necesitaba a Chance para proteger su puesto de trabajo. En determinado momento, el socio debía de haber bloqueado la idea del detector de mentiras, en caso de que en algún momento ésta hubiera sido tomada en consideración.

La urbanización era alargada y se había construido sin orden ni concierto, añadiendo nuevos edificios hacia el norte, cada vez más lejos de la ciudad. Las calles que lo rodeaban estaban llenas de hamburgueserías, gasolineras, tiendas de alquiler de videos y todo lo que necesitaban para ahorrar tiempo quienes iban a la ciudad o venían de ella.

Aparqué junto a unas pistas de tenis e inicié el recorrido por el complejo de edificios. Me lo tomé con calma; después de aquella aventura no tenía adónde ir. Los policías del distrito podían acechar en cualquier lugar con una orden de detención y unas esposas. Procuré no pensar en las terroríficas historias que había oído contar acerca de la cárcel municipal, pero una de ellas me había quedado grabada a fuego en la memoria. Unos años atrás un joven asociado de Drake Sweeney se había pasado varias horas bebiendo en un bar de Georgetown un viernes a la salida del trabajo. Mientras circulaba en dirección a Virginia, había sido detenido por sospecha de conducción en estado de embriaguez. En la comisaría se había negado a someterse a la prueba de alcoholemia y había sido encerrado de inmediato, en el calabozo de los borrachos. El calabozo estaba abarrotado de gente y él era el único que vestía traje, el único que llevaba un espléndido reloj y unos estupendos mocasines y el único blanco. Tras pisar sin querer el pie de un compañero de celda, fue golpeado salvajemente hasta quedar convertido en una sanguinolenta piltrafa. Se pasó tres meses en el hospital, donde le reconstruyeron la cara, y después regresó a su casa de Wilmington, donde su familia se hizo cargo de él. Los daños cerebrales habían sido muy leves, pero suficientes para impedirle afrontar los rigores de una importante empresa.

El primer despacho estaba cerrado. Seguí andando por la acera en busca de otro. En la guía telefónica no figuraba el número del apartamento. Era un complejo muy seguro. Había bicicletas y juguetes de plástico en los pequeños patios. A través de las ventanas se veía a las familias comer y mirar la televisión. Las ventanas no estaban protegidas con barrotes. Los automóviles apretujados en los aparcamientos eran los típicos de tamaño medio que solían utilizar quienes iban a diario a la ciudad y casi todos estaban limpios y tenían los cuatro tapacubos.

Un guardia de seguridad me obligó a detenerme. Tras comprobar que yo no suponía ninguna amenaza, me señaló la oficina principal, a casi medio kilómetro de distancia.

–¿Cuántas unidades hay en este lugar? – le pregunté.

–Un montón -contestó. ¿Por qué tenía él que saber el número?

El encargado del turno de noche era un estudiante que se estaba comiendo un bocadillo; aun cuando tenía un libro de física abierto delante de él, estaba mirando en la tele el partido de los Bullets contra los Knicks. Le pregunté por Héctor Palma y tras consultar en un ordenador, me dio un número, el G-134.

–Pero se han mudado a otro sitio -añadió con la boca llena.

–Sí, ya lo sé -dije-. Yo trabajaba con Héctor. El viernes fue su último día. Estoy buscando un apartamento y quisiera ver el suyo.

–Sólo los sábados -me interrumpió, sacudiendo la cabeza-. Tenemos novecientas unidades. Y hay una lista de espera.

–El sábado me marcho.

–Lo lamento -dijo, y a continuación tomó otro bocado sin apartar la mirada de la pantalla del televisor.

Me saqué el billetero del bolsillo.

–¿Cuántos dormitorios? – pregunté.

–Dos -contestó mirando el monitor.

Héctor tenía cuatro hijos. Estaba seguro de que su vivienda debía de ser más espaciosa.

–¿Cuánto al mes?

–Setecientos cincuenta.

Saqué un billete de cien dólares y los ojos le brillaron.

–Trato hecho. Dame la llave. Echo un vistazo y vuelvo dentro de diez minutos. Nadie se enterará.

–Tenemos una lista de espera -repitió al tiempo que dejaba el bocadillo en una bandeja de papel.

–¿Está ahí? – pregunté señalando el ordenador.

–Sí -contestó, y se secó la boca.

–Pues entonces es fácil cambiar el orden.

Sacó las llaves de un cuartito y tomó el dinero.

–Diez minutos -dijo.

El apartamento estaba muy cerca, en la planta baja de un edificio de tres pisos. La llave funcionaba. El olor de pintura reciente se escapó a través de la puerta antes de que yo entrara. De hecho, aún no habían terminado de pintar; en el salón vi una escalera de mano, unos lienzos para cubrir muebles y unos cubos de color blanco.

Un equipo de especialistas en huellas dactilares no habría podido encontrar ni rastro del clan Palma. Todos los cajones, armarios y vitrinas estaban vacíos; todas las alfombras y los revestimientos habían sido arrancados y retirados. No había polvo, telarañas ni suciedad debajo del fregadero de la cocina. Todo estaba esterilizado. Todas las habitaciones tenían una capa reciente de pintura mate de color blanco menos el salón que estaba a medio terminar.

Regresé al despacho y arrojé la llave sobre el mostrador. – ¿Qué tal? – me preguntó el chico.

–Demasiado pequeño -contesté-. Pero gracias de todos modos.

–¿Quiere que le devuelva el dinero?

–¿Estás estudiando?

–Sí.

–Pues quédate con él.

–Gracias.

Me detuve en la puerta y pregunté:

–¿Dejó Palma su nueva dirección para que le envíen la correspondencia?

–Creía que usted trabajaba con él.

–Es verdad -dije, y cerré rápidamente la puerta a mi espalda.

CAPÍTULO 22

Cuando el miércoles por la mañana llegué al trabajo, vi a una mujer menuda sentada con la espalda apoyada contra nuestra puerta.

Eran casi las ocho; el despacho estaba cerrado; la temperatura era inferior a cero. Al principio pensé que se había quedado a pasar la noche allí, para protegerse del viento, pero cuando vio que me acercaba se levantó de un salto y me dijo:

–Buenos días.

La saludé con una sonrisa y empecé a buscar las llaves.

–¿Es usted abogado? – me preguntó.

–Sí.

–¿Para personas como yo?

Pensé que era una indigente, la única condición que exigíamos a nuestros clientes.

–Desde luego. Pasa, por favor -dije al tiempo que abría la puerta.

Hacía más frío dentro que fuera. Regulé un termostato que, según mis investigaciones, no estaba conectado con nada. Preparé café y encontré unas cuantas rosquillas rancias en la cocina. Se las ofrecí y rápidamente se comió una.

–¿Cómo te llamas? – le pregunté.

Estábamos sentados en la sala, cerca del escritorio de Sofía, esperando a que estuviese listo el café y rezando para que se calentaran los radiadores.

–Ruby.

–Yo soy Michael. ¿Dónde vives, Ruby?

–Por aquí y por allá.

Llevaba un chándal gris del Hoya de Georgetown, unos gruesos calcetines marrones y unas sucias zapatillas blancas sin marca. Tenía entre treinta y cuarenta años, estaba delgada como un palillo y era ligeramente bizca.

–Vamos -dije sonriendo-, tengo que saber dónde vives. ¿En algún centro de acogida?

–Antes vivía en un albergue, pero tuve que irme. Por poco me violan. Tengo un coche.

No había visto ningún vehículo aparcado cerca del edificio al llegar.

–Tienes coche?

–Sí.

–¿Sabes conducir?

–No. Duermo en el asiento de atrás.

Contra mi costumbre, estaba haciendo preguntas sin un cuaderno a mano. Llené de café dos grandes vasos de papel y ambos nos dirigimos a mi despacho, donde, gracias a Dios, el radiador gorgoteaba. Cerré la puerta. Mordecai no tardaría en llegar y jamás había aprendido el arte de entrar con discreción.

Ruby se sentó en el borde de la silla de tijera destinada a mis clientes, inclinada sobre el vaso de café, que sostenía con ambas manos, como si fuese la última fuente de calor de que pudiera gozar en la vida.

–¿En qué puedo ayudarte? – inquirí, provisto ya de un surtido de cuadernos tamaño folio.

–Se trata de mi hijo, Terrence. Tiene dieciséis años y se lo han llevado.

–¿Quién se lo ha llevado?

–El Ayuntamiento, la gente que se encarga de las adopciones.

–¿Y dónde está ahora?

–Lo tienen ellos.

Sus respuestas eran unos breves y nerviosos estallidos.

–Por qué no te tranquilizas y me hablas de Terrence? – le propuse.

Y lo hizo. Sin hacer el menor esfuerzo por mirarme a los ojos me soltó toda la historia. Tiempo atrás, no recordaba cuánto, pero Terrence debía de tener unos diez años, los dos vivían solos en un pequeño apartamento. La detuvieron por vender droga y la encerraron cuatro meses en la cárcel. Terrence se fue a vivir con su tía. Cuando la soltaron, recogió a Terrence y ambos iniciaron una existencia de pesadilla en las calles. Dormían en coches, en edificios desocupados o debajo de los puentes cuando hacía buen tiempo; si hacía frío, se iban a un albergue. Se las arregló para que el niño fuera a la escuela. Pedía limosna en las aceras, vendía su cuerpo -«hacer la calle», lo llamaba-, o un poco de crack. Hacía lo que hiciera falta con tal de que Terrence estuviese bien alimentado, vistiera como Dios manda y fuese a la escuela.

Pero era una adicta y no consiguió librarse del crack. Se quedó embarazada y, cuando nació el niño, el Ayuntamiento se hizo inmediatamente cargo de él. Padecía síndrome de abstinencia.

No parecía sentir el menor afecto por el niño; sólo le importaba Terrence. Los del Ayuntamiento empezaron a hacerle preguntas acerca de él, y madre e hijo se hundieron progresivamente en las sombras de la falta de hogar. Desesperada, recurrió a una familia para la que había trabajado como asistenta, los Rowland, cuyos hijos ya eran mayores y se habían marchado del hogar. Vivían en una acogedora casita cerca de la Universidad Howard. Ruby ofreció pagarles cincuenta dólares al mes a cambio de que Terrence viviese con ellos. Encima del porche trasero tenían un pequeño dormitorio; ella lo había limpiado muchas veces, y le pareció que sería ideal para Terrence. Los Rowland dudaron un poco al principio, pero finalmente se mostraron de acuerdo.

Por aquel entonces eran buena gente. Ruby fue autorizada a visitar a su hijo durante una hora todas las noches. Las notas escolares del niño mejoraron; estaba aseado y a salvo, y Ruby se sentía muy feliz.

Organizó su vida en torno a la de Terrence: nuevos comedores sociales y programas de acogida más cerca de los Rowland; distintos albergues para casos urgentes; distintos callejones, parques y coches abandonados. Cada mes conseguía reunir el dinero y jamás se saltaba la visita nocturna a su hijo.

Hasta que volvieron a detenerla. La primera vez fue por ejercicio de la prostitución; la segunda por dormir en el banco de un parque de Farragut Square. Puede que hubiera una tercera, pero no lo recordaba.

En una ocasión la llevaron corriendo al Hospital General del distrito de Columbia. Alguien la había encontrado tendida en la calle sin conocimiento. La enviaron a un centro para drogadictos, pero se fue a los tres días porque echaba de menos a Terrence.

Una noche estaba con el niño en la habitación de éste cuando él le miró el vientre y le preguntó si volvía a estar embarazada.

Ella respondió que creía que sí. ¿Quién era el padre? No tenía ni idea. Él la maldijo y le pegó tales gritos que los Rowland le pidieron que se fuera.

Durante su embarazo, Terrence apenas le prestó atención. Fue muy doloroso dormir en coches, mendigar por las calles, contar las horas que faltaban para ver a su hijo y, cuando este momento llegaba, ser objeto de su desprecio durante una hora, sentada en un rincón de la habitación mientras él hacía los deberes.

Al llegar a este punto de su relato, Ruby se echó a llorar. Tomé unas notas y oí que Mordecai paseaba a grandes zancadas por la sala principal, tratando de iniciar una discusión con Sofía.

Su tercer embarazo, del que apenas hacía un año, se saldó con otra criatura con síndrome de abstinencia, de la que el Ayuntamiento se hizo cargo de inmediato.

Se pasó cuatro días sin ver a Terrence mientras permanecía en el hospital recuperándose del parto. Cuando le dieron el alta, regresó a la única vida que conocía.

Terrence era un alumno aventajado, excelente en matemáticas y español, tocaba muy bien el trombón y era un estupendo actor en las representaciones teatrales de la escuela. Soñaba con ingresar en la Academia Naval. El señor Rowland era militar retirado.

Ruby llegó una noche a visitar a su hijo en muy mal estado. La señora Rowland discutió con ella en la cocina. Ambas cambiaron palabras muy duras y se dieron ultimatos. Terrence se puso de parte de los Rowland; tres contra una. O ella buscaba la ayuda que necesitaba o le prohibirían las visitas. Ruby contestó que se llevaría al niño. Terrence dijo que no iría con ella a ninguna parte.

Al día siguiente, una asistente social del Ayuntamiento estaba esperándola. Alguien se había adelantado y había acudido a los tribunales. Cederían a Terrence en adopción. Los nuevos padres serían los Rowland, con quienes ya llevaba tres años viviendo. Las visitas terminarían a menos que ella se sometiera a un programa de desintoxicación y no consumiese drogas durante un período de sesenta días.

Habían transcurrido tres semanas.

–Quiero ver a mi hijo -dijo-. Lo echo mucho de menos.

–¿Estás sometiéndote a un tratamiento de desintoxicación? – le pregunté.

Sacudió rápidamente la cabeza y cerró los ojos.

–¿Y por qué no?

–No consigo que me admitan.

Yo no tenía ni idea de qué trámites había que realizar para que admitiesen en un centro de desintoxicación a una adicta al crack que vivía en la calle, pero ya era hora de que lo averiguara. Me imaginé a Terrence en su caldeada habitación, bien alimentado, bien vestido, a salvo, limpio, haciendo sus deberes bajo la severa supervisión del señor y la señora Rowland, que lo querían casi tanto como la propia Ruby.

Me lo imaginé desayunando en torno a la mesa familiar, recitando listas de palabras mientras se comía su cuenco de cereales calientes y la señora Rowland apartaba a un lado el periódico de la mañana y ponía a prueba sus conocimientos de español. Terrence era un niño equilibrado y normal, a diferencia de mi pobre cliente, que vivía en el infierno.

Y ella quería que yo volviera a reunirlos.

–Eso llevará algún tiempo -le dije sin saber el tiempo que podría llevar cualquiera de los asuntos que tenía entre manos. En una ciudad en la que quinientas familias esperaban un pequeño espacio en un centro de acogida, no debía de haber muchas camas para drogadictos-.

–No podrás ver a Terrence hasta que dejes de drogarte -añadí, procurando adoptar un tono santurrón.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y permaneció en silencio.

Comprendí lo poco que sabía acerca de la drogadicción. ¿De dónde sacaba la droga? ¿Cuánto dinero le costaba? ¿Cuántas dosis se administraba cada día? ¿Cuánto tiempo tardaría en recuperarse? ¿Y después, para curarse? ¿Qué posibilidades tenía de librarse de un hábito con el que llevaba viviendo más de diez años?

¿Y qué hacía el Ayuntamiento con todos aquellos bebés que nacían con el síndrome de abstinencia? Carecía de documentos, de dirección y de carné de identidad; sólo tenía una historia desgarradora. Al verla tan a gusto sentada en la silla de mi despacho me pregunté cuándo podría decirle que se marchara. El café ya se había terminado.

Unas voces estridentes, de las que sólo reconocí la de Sofía, me devolvieron a la realidad. Mientras corría hacia la puerta, mi primer pensamiento fue que otro chiflado como Señor acababa de entrar con una pistola.

Pero se trataba de otras pistolas. Había regresado el teniente Gasko acompañado de un buen número de refuerzos. Tres agentes uniformados se habían acercado a Sofía, que protestaba hecha una furia, sin el menor resultado.

Otros dos polis de vaqueros y camiseta esperaban para entrar en acción. Salí de mi despacho justo en el momento en que Mordecai salía del suyo.

–Hola, Mikey -me saludó Gasko.

–¿Qué demonios significa esto? – gritó Mordecai con una voz que retumbó contra las paredes de la estancia.

Uno de los agentes de uniforme llegó a extraer su revólver reglamentario.

Gasko se acercó a Mordecai y, mostrándole unos papeles, dijo:

–Tenemos una orden de registro. ¿Es usted el señor Green?

–Lo soy -contestó Mordecai, y le arrebató los papeles de la mano.

–¿Qué está buscando? – le pregunté a gritos a Gasko.

–Lo mismo que la otra vez -contestó, también a gritos-. Dénoslo y tendremos mucho gusto en retirarnos.

–No está aquí.

–¿Qué es este expediente que se menciona aquí? – preguntó Mordecai, echando un vistazo a la orden de registro.

–El expediente del desahucio -contesté.

–No he visto su demanda -me dijo Gasko. Reconocí a los dos agentes uniformados; eran Lilly y Blower-. Habla demasiado -añadió.

–¡Largo de aquí! – le soltó Sofía a Blower al ver que éste se acercaba a su escritorio.

Gasko parecía dispuesto a desempeñar a fondo su papel.

–Mire, señora -le dijo con su habitual sonrisa despectiva-. Podemos hacerlo de dos maneras. O bien, usted se sienta en esa silla y cierra el pico, o bien le ponemos las esposas y usted permanece dos horas sentada en el asiento posterior de un automóvil.

Un agente estaba asomando la cabeza al interior de los despachos laterales. Intuí que Ruby, detrás de mí, se tranquilizaba.

Cálmate -le dijo Mordecai a Sofía-. Procura calmarte.

–¿Qué hay arriba? – me preguntó Gasko.

–Un almacén -respondió Mordecai.

–¿Es suyo el almacén?

–Sí.

–No está aquí -dije-. Pierden el tiempo.

–Pues lo perdemos y listo.

Un presunto cliente abrió la puerta de entrada, provocándonos a todos un sobresalto. Echó un rápido vistazo a la estancia y finalmente fijó la mirada en los tres policías de uniforme. A continuación se marchó a toda prisa.

Le pedí a Ruby que también se fuera. Después entré en el despacho de Mordecai y cerré la puerta.

–¿Dónde está el expediente? – me preguntó él en voz baja.

–No está aquí, te lo juro. Sólo tratan de hostigarme.

–La orden parece válida. Ha habido un robo así que es razonable suponer que el expediente lo tiene el abogado que lo sustrajo.

Intenté decir algo que sonara jurídicamente brillante, de inventarme alguna incisiva estratagema legal que detuviera en seco el registro y obligara a los policías a salir por piernas. Pero me fallaron las palabras. Más bien me avergoncé de ser el culpable de que la policía metiera las narices en el consultorio.

–Tienes una copia del expediente? – inquirió Mordecai.

–Sí.

–¿Y no se te ha ocurrido devolverles el original?

–Imposible. Equivaldría a admitir mi culpabilidad. No saben a ciencia cierta que estoy en posesión del expediente, y, aunque lo devolviera, imaginarían que lo he copiado.

Se rascó la barbilla, al tiempo que asentía con la cabeza. Salimos de su despacho justo en el momento en que Lilly daba un traspiés junto al escritorio que había al lado del de Sofía.

Una montaña de carpetas cayó al suelo. Sofía le pegó un grito y Gasko se lo pegó a ella. La tensión estaba deslizándose rápidamente de las simples palabras a la agresión física.

Cerré la puerta de entrada para que nuestros clientes no presenciaran el registro.

–Vamos a hacerlo de la siguiente manera -anunció Mordecai.

Los agentes lo miraron enfurecidos, a pesar de su deseo de que alguien los orientara. Registrar un bufete jurídico era algo muy distinto a una redada de un bar lleno de menores de edad.

–El expediente no está aquí, ¿de acuerdo? Empezaremos con esta promesa. Pueden ustedes mirar todos los expedientes que quieran, pero no pueden abrirlos. Ya que eso sería violar la intimidad del cliente. ¿Les parece bien?

Los otros policías miraron a Gasko, quien se encogió de hombros como si la propuesta le pareciera aceptable.

Empezamos por mi despacho; los seis policías, Mordecai y yo nos apretujamos en la pequeña estancia, procurando por todos los medios no tocarnos. Abrí todos los cajones de mi escritorio, para muchos de los cuales tuve que recurrir a un fuerte tirón. En determinado momento oí que Gasko comentaba para sus adentros:

–Bonito despacho.

Saqué uno a uno los expedientes de mis armarios, se los pasé a Gasko por delante de las narices y volví a dejarlos en su sitio. Sólo llevaba allí desde el lunes, de modo que, no había mucho que registrar.

Mordecai abandonó el despacho y se dirigió hacia el teléfono que había sobre el escritorio de Sofía. Cuando Gasko declaró oficialmente registrado mi despacho, salimos justo en el momento en que Mordecai decía a quien hubiese llamado:

–Sí, señor juez, muchas gracias. Está aquí mismo. – Con una amplia sonrisa le pasó el auricular a Gasko y añadió-: Es el juez Kisner, el caballero que ha firmado la orden de registro. Quiere hablar con usted.

Gasko tomó el auricular como si se lo entregara un leproso y, sosteniéndolo a varios centímetros de su oído, dijo:

–Gasco al habla.

Mordecai se dirigió a los demás policías.

–Señores, pueden registrar esta habitación pero no así en los despachos laterales. órdenes del juez.

–Sí, señor -musitó Gasko, y colgó el auricular.

Nos pasamos una hora controlando sus movimientos mientras ellos iban de escritorio en escritorio, cuatro en total incluido el de Sofía. Al cabo de pocos minutos comprendieron que el registro sería infructuoso, por lo que decidieron prolongarlo, moviéndose con la mayor lentitud posible. Cada escritorio estaba cubierto de carpetas cerradas desde hacía mucho tiempo. Los libros y las publicaciones jurídicas, cubiertos de polvo, llevaban varios años sin que nadie los hojeara.

Hubo que eliminar algunas telarañas. Cada expediente estaba etiquetado con el nombre del caso, escrito a mano o bien a máquina. Dos agentes anotaban los nombres que Gasko y los otros les decían. Fue una tarea aburrida y totalmente inútil.

Dejaron el escritorio de Sofía para el final. Ella misma se encargó de decirles los nombres de los expedientes, deletreando hasta los más fáciles, como Jones, Smith o Williams. Los agentes mantenían las distancias. Ella abría los cajones justo lo suficiente para que echaran un rápido vistazo. Tenía un cajón personal que nadie quería ver. Yo estaba seguro de que allí dentro guardaba armas de fuego.

Se fueron sin decir ni adiós. Me disculpé ante Sofía y Mordecai por aquella intromisión y me retiré a la seguridad de mi despacho.

CAPÍTULO 23

El número cinco de la lista de desalojados era Kelvin Lam, un nombre que a Mordecai le sonaba vagamente. En cierta ocasión éste había calculado la cantidad de personas sin hogar en el distrito en unas diez mil, y había por lo menos un número análogo de expedientes repartidos por todo el consultorio jurídico de la calle Catorce. A Mordecai le sonaban todos los nombres.

Recorrió el circuito de las cocinas sociales, centros de acogida y proveedores de servicios, predicadores, agentes de policía y otros abogados que se ocupaban de los indigentes. Cuando oscureció, bajamos a una iglesia del centro de la ciudad rodeada de edificios comerciales y lujosos hoteles. En un espacioso sótano situado dos pisos más abajo, el programa de las Cinco Barras de Pan se hallaba en pleno apogeo.

La sala estaba llena de mesas plegables rodeadas de hambrientos que comían y charlaban. No era un comedor social; en los platos había maíz, patatas, un trozo de algo que parecía pollo o pavo, ensalada de frutas y pan. Yo no había cenado, y el aroma me despertó el apetito.

–Llevo años sin venir por aquí -dijo Mordecai mientras ambos permanecíamos de pie en la entrada-. Dan de comer a trescientas personas al día. ¿No te parece maravilloso?

¿Y de dónde sale la comida?

–De la Cocina Central del D.C., un servicio de la CNVC. Han desarrollado un extraordinario sistema de recogida de excedentes alimenticios de los restaurantes locales, y no me refiero a las sobras, sino los alimentos sin cocinar que se estropean si no se utilizan de inmediato. Tienen una flota de furgonetas frigorífico y recorren la ciudad recogiendo alimentos que llevan a la cocina, donde los guisan y congelan. Más de dos mil al día.

–Pues tiene muy buena pinta.

–Son francamente buenas.

Una joven llamada Liza se acercó a nosotros. Era nueva en las Cinco Barras de Pan. Mordecai había conocido a su predecesora, de quien ambos hablaron brevemente mientras yo me entretenía mirando comer a la gente.

Reparé en algo que debería haber observado antes. Entre los indigentes se advertían distintos niveles en la escala socioeconómica. Alrededor de una mesa seis hombres comían y comentaban animadamente un partido de baloncesto que acababan de mirar en la televisión. Iban razonablemente bien vestidos. Uno estaba comiendo con los guantes puestos, pero, dejando aparte ese detalle, el grupo habría podido estar sentado en cualquier bar obrero de la ciudad sin que sus componentes fueran inmediatamente calificados de personas sin hogar. Detrás de ellos, un corpulento individuo con unas gruesas gafas ahumadas comía solo, tomando el pollo con los dedos. Llevaba unas botas de goma muy parecidas a las que yo le había visto a Señor. Su chaqueta estaba muy sucia y deshilachada. No prestaba la menor atención a cuanto lo rodeaba. Estaba claro que su vida era considerablemente más dura que la de los hombres que se reían en la mesa de al lado. Éstos disponían de agua caliente y jabón, mientras que él no. Ellos dormían en albergues. Él lo hacía en los parques, con las palomas. Pero todos carecían de hogar.

Liza no conocía a Kelvin Lam, pero preguntaría por ahí. La vimos caminar entre la gente, hablar con unos y con otros, indicando las papeleras de un rincón, echando una mano a una anciana.

En determinado momento tomó asiento entre dos hombres que no se molestaron en mirarla mientras seguían conversando entre sí. Después se fue a otra mesa, y a otra. Lo más sorprendente fue la aparición de un abogado, un joven asociado de un importante bufete, voluntario del Consultorio jurídico de las Personas Sin Hogar de Washington. Reconoció a Mordecai, con quien había coincidido el año anterior en una campaña de recogida de fondos. Nos pasamos un rato hablando de cuestiones jurídicas, tras lo cual se fue a una habitación del fondo para iniciar sus tres horas de asesoramiento.

–El consultorio jurídico con que colabora cuenta con ciento cincuenta voluntarios -dijo Mordecai.

–¿Es suficiente? – pregunté.

–Nunca es suficiente. Creo que tendríamos que revitalizar nuestro programa de voluntarios. No sé si te animarías a hacerte cargo de él y supervisarlo. A Abraham le gusta la idea.

Era grato saber que Mordecai y Abraham, y sin duda también Sofía, habían estado comentando la posibilidad de que yo dirigiese un programa.

–Ampliará nuestra base, nos hará más visibles en la comunidad jurídica y nos ayudará a obtener dinero.

–Pues claro -dije sin demasiada convicción.

–La cuestión del dinero me asusta, Michael. La Fundación Cohen está en muy mala situación. No sé cuánto tiempo conseguiremos sobrevivir. Me temo que nos veremos obligados a pedir más limosnas, como todas las restantes obras benéficas de la ciudad.

–¿Nunca te has dedicado a reunir fondos?

–Muy poco. Es un trabajo extremadamente duro y lleva mucho tiempo.

Liza regresó.

–Kelvin Lam está en la parte de atrás -indicó, asintiendo con la cabeza-. La segunda mesa desde el fondo. Lleva una gorra de los Redskins.

–¿Has hablado con él? – le preguntó Mordecai.

Sí. Está sereno y con la mente despejada; dice que se alojaba en la CNVC y que trabaja a tiempo parcial en una empresa de recogida de basura.

–Tenéis algún cuartito que podamos utilizar?

–Pues claro.

–Dile que un abogado de los sin hogar necesita hablar con él.

Lam no nos saludó ni tendió la mano. Mordecai se sentó en el borde de la mesa. Yo me quedé de pie en un rincón. Lam tomó la única silla que había y me dirigió una mirada que me puso la carne de gallina.

–No pasa nada -dijo Mordecai, utilizando su mejor tono tranquilizador-. Tenemos que hacerte unas cuantas preguntas, eso es todo.

Lam ni siquiera nos miró. Iba vestido como un residente de albergue -pantalones vaqueros, camiseta, zapatillas, chaqueta de lana-, lo cual lo diferenciaba de quienes dormían debajo de un puente, con sus múltiples y malolientes capas de ropa.

–¿Conoces a una mujer llamada Lontae Burton? – preguntó Mordecai actuando en nombre de nosotros, los abogados

Lam negó con la cabeza.

–¿Y a Devon Hardy?

Otro no.

–¿El mes pasado vivías en un almacén abandonado?

–Sí.

–¿En la esquina de New York con Florida?

–Sí.

–¿Pagabas alquiler?

–Sí.

–¿Cien dólares al mes?

–Sí.

–¿A un tal Tillman Gantry?

Lam se quedó inmóvil y cerró los ojos para reflexionar.

–¿A quién? – preguntó.

–¿Quién era el propietario del almacén?

–Yo le pagaba el alquiler a un tipo que se llamaba Johnny.

–¿Y para quién trabajaba ese tal Johnny?

–No lo sé ni me importa.

–¿Cuánto tiempo estuviste viviendo allí?

–Unos cuatro meses.

–¿Por qué te fuiste?

–Me desalojaron.

–¿Quién te desalojo?

–No lo sé. Un día aparecieron unos policías con unos tipos. Nos llevaron a rastras y nos echaron a la acera. Un par de días después derribaron el almacén con un bulldozer.

–¿Les explicaste a los policías que pagabas un alquiler por vivir allí?

–Muchos lo dijeron. Una mujer con unos niños pequeños intentó resistirse, pero no le sirvió de nada.

Yo prefiero no meterme con la policía. Da mal resultado, tío.

–¿Te enviaron alguna notificación antes del desahucio?

–No.

–¿No recibisteis ningún aviso?

–No. Nada. Se presentaron sin más.

–¿No les entregaron ningún escrito?

–Ninguno. Los policías dijeron que éramos ocupantes ilegales y que teníamos que irnos enseguida.

–Os instalasteis allí el pasado otoño, hacia el mes de octubre.

–Algo así.

–¿Cómo encontrasteis el lugar?

–No lo sé. Alguien dijo que en el almacén alquilaban unos pequeños apartamentos. Un alquiler barato, ¿sabe? Fui allí para comprobarlo. Estaban levantando unos tabiques y colocando unas tablas. Había un techo, un lavabo no muy lejos, agua corriente. No estaba mal.

–¿Y te instalaste allí?

–Exacto.

–Firmaste un contrato de alquiler?

No. El tipo me dijo que el apartamento era ilegal y que no se podía hacer nada por escrito. Me pidió que si alguien preguntaba dijese que era un squatter.

–¿Y quería el dinero en efectivo?

–Sólo en efectivo.

–Pagabas todos los meses?

–Lo intentaba. Venía a cobrar sobre el día quince.

–¿Estabas al corriente de pago cuando te echaron?

–No del todo.

–¿Cuánto debías?

–Un mes, quizá.

–Te echaron por eso?

–No lo sé. No dieron ninguna explicación. Nos echaron a todos de golpe.

–¿Conocías a las demás personas que vivían en el almacén?

–Conocía a una o dos. Pero cada cual estaba en su casa. Cada apartamento tenía una buena puerta que se podía cerrar con llave.

–La madre que has mencionado, la que se enfrentó con la policía, ¿la conocías?

–No. La vi un par de veces. Vivía al otro lado.

–¿Al otro lado?

–Sí. En la parte central del almacén no había cañerías, por eso construyeron los apartamentos en los extremos.

–¿Podías ver su apartamento desde el tuyo?

–No. Era un almacén muy grande.

–¿Qué tamaño tenía tu apartamento?

–Tenía dos habitaciones; el tamaño no lo sé.

–Tenían electricidad?

–Sí, tendieron unos cables. Podíamos enchufar aparatos de radio y cosas así. Teníamos luz y agua corriente, pero el lavabo era común.

–Tenían calefacción?

–No mucha. Hacía frío, pero no tanto como cuando uno duerme en la calle.

–O sea, que estaban contentos en aquel lugar

–Estaba bastante bien. Quiero decir que por cien dólares al mes no estaba mal.

–Dices que conocías a otros dos. ¿Cómo se llamaban? – Herman Harris y Shine no sé qué.

–¿Dónde están ahora?

–No los he visto.

–¿Dónde vives?

–En la CNVC.

Mordecai se sacó una tarjeta de visita del bolsillo y se la entregó a Lam.

–¿Cuánto tiempo te quedarás allí? – le preguntó.

–No lo sé.

–¿Puedes mantenerte en contacto conmigo?

–¿Por qué?

–Es posible que necesites un abogado. Llámame si cambias de albergue o te vas a vivir por tu cuenta.

Lam tomó la tarjeta en silencio. Le dimos las gracias a Liza y regresamos al despacho.

Tal como ocurre en todos los juicios, había varias maneras de proceder contra los acusados. Éstos eran tres -RiverOaks, Drake Sweeney y TAG-, y no creíamos que hubiera que añadir ningún otro. El primer método era el de la emboscada; otro, el de servicio y volea.

En caso de que eligiéramos la emboscada, prepararíamos el esquema de nuestras alegaciones, acudiríamos a un tribunal, interpondríamos una querella, lo filtraríamos a la prensa y confiaríamos en poder demostrar lo que creíamos saber. La ventaja era el elemento sorpresa, el sonrojo de los acusados y, al menos eso esperábamos, también el de la opinión pública. El inconveniente era el equivalente jurídico de arrojarse al vacío desde un acantilado con la firme pero no confirmada creencia de que abajo hay una red.

El método del servicio y volea empezaría con una carta a los acusados, en la que haríamos las mismas alegaciones, pero en lugar de demandarlos los invitaríamos a discutir la cuestión.

Se produciría un intercambio de cartas, en el que cada una de las partes podría predecir en general lo que iba a hacer la otra. Si se lograba demostrar la acusación, lo más probable era que se llegara discretamente a un acuerdo, con lo que se evitaría el litigio.

La táctica de la emboscada nos atraía a Mordecai y a mí por dos razones. La empresa no había mostrado el menor interés en dejarme en paz; los dos registros eran una clara prueba de que Arthur, y Rafter y su banda de especialistas del Departamento de Litigios tenían intención de hacerme la vida imposible. Mi detención sería una noticia sensacional que sin duda filtrarían a la prensa con la intención de humillarme y aumentar la presión sobre mí. Debíamos prepararnos para atacar.

La segunda razón apuntaba directamente al núcleo de nuestro caso. Héctor y los demás testigos no podían ser obligados a declarar hasta que interpusiéramos una querella. Durante el período de presentación de pruebas que seguiría a esto tendríamos ocasión de hacer toda clase de preguntas a los acusados, que se verían obligados a responder bajo juramento. También podríamos solicitar la declaración de cualquier persona que quisiéramos. En caso de que encontráramos a Héctor Palma, estaríamos en condiciones de someterlo a un duro interrogatorio. Si lográbamos dar con los demás desalojados, no podrían evitar decir lo que había ocurrido. Teníamos que averiguar lo que todo el mundo sabía y sólo podíamos hacerlo valiéndonos de las pruebas presentadas ante un tribunal.

En teoría, nuestro caso era muy sencillo: Los squatters del almacén le pagaban un alquiler a Tillman Gantry, o a alguien que trabajaba para él, en efectivo, sin contrato y sin recibos. A Gantry se le había presentado la oportunidad de vender el inmueble a RiverOaks, pero todo debía hacerse muy rápido. Gantry había mentido a RiverOaks y a los abogados de la constructora acerca de los squatters.

Drake Sweeney, actuando con gran diligencia, había enviado a Héctor Palma para que inspeccionara el inmueble antes de concretar la operación. Héctor había sido atracado durante su primera visita, había llevado consigo un guardia de seguridad en la segunda y, al inspeccionar el almacén, había descubierto que los residentes no eran squatters sino inquilinos. Se lo comunicó en un memorándum a Braden Chance, quien tomó la fatídica decisión de no hacer caso y cerrar el trato. Los inquilinos habían sido desalojados sin contemplaciones y sin seguir el procedimiento que exigía la ley, como si fueran meros intrusos.

Un desahucio legal habría requerido por lo menos treinta días más, un período de tiempo que ninguna de las dos partes estaba dispuesta a perder. Pasado ese lapso, lo peor del invierno ya habría quedado atrás, así como las amenazas de nevadas y de temperaturas bajo cero, y no habría sido necesario dormir en un coche con la calefacción encendida. Se trataba tan sólo de gente sin hogar, que carecía de documentos y recibos de alquiler y cuyo rastro resultaba muy difícil de seguir.

No era un caso complicado, pero presentaba obstáculos enormes. Conseguir la declaración de unas personas sin hogar podía ser muy peligroso, sobre todo si el señor Gantry decidía dejar sentir su autoridad. Él mandaba en las calles, un terreno en el que no me apetecía demasiado luchar. Aunque Mordecai había tejido una amplia red de favores y rumores no podía competir con la artillería de Gantry. Nos pasamos una hora discutiendo las distintas maneras de evitar la acusación de TAG. Por motivos obvios, el juicio sería mucho más embrollado y peligroso en caso de que Gantry fuera una de las partes. Podíamos interponer una querella sin mencionar su nombre y dejar que los otros dos acusados -RiverOaks y Drake Sweeney -lo arrastraran al juicio como tercer acusado.

Pero Gantry formaba parte de nuestra teoría de la responsabilidad y no incluirlo como acusado nos habría causado dificultades a medida que avanzara el juicio.

Teníamos que encontrar a Héctor Palma y, a continuación, convencerlo de que presentara el memorándum oculto o nos revelase su contenido. Lo primero sería fácil; lo segundo, tal vez imposible. Probablemente no estuviese dispuesto a hacerlo, pues tenía mujer y cuatro hijos, como se había ocupado de recordarme, y debía conservar su puesto de trabajo. El juicio planteaba otros problemas, empezando por el de simple procedimiento. Nosotros como abogados no teníamos autoridad para interponer una querella en nombre de los herederos de Lontae Burton y sus cuatro hijos. Era necesario que nos contratase la familia. Puesto que su madre y sus dos hermanos estaban en la cárcel y la identidad de su padre aún no se conocía, Mordecai era partidario de presentar al Tribunal de Familia una solicitud de nombramiento de un fideicomisario que se encargara de los asuntos de la herencia de Lontae. De esta manera podríamos prescindir de su familia, al menos por el momento. En caso de que percibiéramos una indemnización, la cuestión de la familia se convertiría en una pesadilla. Lo más lógico era pensar que los cuatro niños procedían de dos o más padres, por lo que en caso de que se satisficiera una indemnización cada uno de ellos debería ser informado.

–Ya nos encargaremos de eso más tarde -dijo Mordecai-. Primero tenemos que ganar el juicio.

Nos encontrábamos en la sala ante el escritorio que había al lado del de Sofía. Yo tecleaba en el vetusto ordenador, y Mordecai dictaba mientras paseaba por la habitación.

Permanecimos en el despacho hasta medianoche, preparando la estrategia, redactando una y otra vez el texto de la querella, examinando teorías, discutiendo el procedimiento, soñando con el mejor medio de arrastrar a RiverOaks y a mi antigua empresa a un juicio espectacular. Él lo veía como un punto decisivo, un momento trascendental para invertir el declive del interés de la opinión pública por los indigentes. Yo lo veía como un medio para enmendar un error, sencillamente.

CAPÍTULO 24

Otro café con Ruby. Cuando llegué, a las ocho menos cuarto de la mañana, estaba esperándome junto a la puerta de entrada. Se alegró mucho de verme. ¿Cómo podía una persona estar tan contenta tras pasarse ocho horas tratando de dormir en el asiento trasero de un coche abandonado?

–¿Tiene una rosquilla? – me preguntó cuando encendí la luz. Ya se había convertido en una costumbre.

–Voy a ver. Siéntate; prepararé el café.

Hice tintinear los cacharros de la cocina mientras limpiaba la cafetera y buscaba algo que comer. Las rosquillas rancias de la víspera estaban aún más duras, pero era todo cuanto había. Debía renovar las existencias, por si a Ruby se le ocurría presentarse por tercer día consecutivo. Algo me decía que iba a hacerlo. Se comió una rosquilla, mordisqueando los duros bordes, tratando de parecer educada.

–¿Dónde desayunas? – le pregunté.

–Por lo general no desayuno.

–¿Y el almuerzo y la cena?

–Almuerzo en el Naomi de la calle Diez. Para cenar voy a la Misión Calvary de la Quince.

–¿Qué haces durante el día?

Estaba nuevamente inclinada sobre el vaso de papel, como si quisiera calentar su frágil cuerpo.

Suelo pasarlo en el Naomi -contestó.

–¿Cuántas mujeres hay allí?

–No lo sé. Muchas. Nos tratan muy bien, pero allí sólo puedes estar de día.

–¿Está exclusivamente dedicado a mujeres sin hogar?

–Sí. Cierran a las cuatro. Casi todas las mujeres viven en albergues; algunas lo hacen en la calle. Yo tengo un coche.

–¿Saben que consumes crack?

–Creo que sí. Quieren que asista a reuniones para borrachos y gente que se droga. No soy la única. Muchas mujeres lo hacen también, ¿sabe?

–¿Anoche te colocaste?

Las palabras resonaron en mis oídos. Me parecía increíble que pudiera hacer semejantes preguntas.

Inclinó la cabeza y cerró los ojos.

–Dime la verdad.

–Tuve que hacerlo. Lo hago todas las noches.

No pensaba regañarla. El día anterior no había hecho nada para ayudarla a encontrar un tratamiento. De pronto, semejante tarea se convirtió en mi máxima prioridad.

Me pidió otra rosquilla. Envolví la última que quedaba en papel de aluminio, se la entregué y volví a llenar la taza de café. Tenía que hacer algo en el Naomi y se le estaba haciendo tarde, así que se fue a toda prisa.

La marcha empezó en el edificio de la Fiscalía del distrito con una concentración en demanda de justicia. Puesto que Mordecai era un destacado personaje en el mundo de los indigentes, me dejó entre los manifestantes y se fue a ocupar su sitio en la tribuna.

Un coro de una iglesia cuyos miembros vestían unas túnicas color borgoña y oro se situó en las gradas y empezó a entonar himnos pegadizos. Cientos de agentes de la policía recorrían la calle tras interrumpir el tráfico. La CNVC había prometido la presencia de millares de sus activistas. Llegaron todos juntos en una desorganizada columna de hombres sin hogar, orgullosos de su condición.

Los oí antes de verlos, lanzando sus bien ensayadas consignas desde varias manzanas de distancia. Doblaron la esquina y las cámaras de televisión corrieron a su encuentro. Se reunieron delante del edificio de la Fiscalía y empezaron a agitar sus pancartas, muchas de las cuales eran de confección casera y estaban pintadas a mano. BASTA DE ASESINATOS; SALVEMOS LOS ALBERGUES; TENGO DERECHO A UN HOGAR; TRABAJO, TRABAJO, TRABAJO, rezaban. Las levantaban por encima de sus cabezas y las hacían bailar al ritmo de los himnos y de los sonoros cantos.

Varios autobuses de la iglesia se detuvieron delante de las vallas dispuestas por la policía y de ellos bajaron centenares de personas, muchas sin el menor aspecto de vivir en la calle. Eran feligreses bien vestidos, en su mayoría mujeres. La multitud crecía por momentos y el espacio que me rodeaba era cada vez más reducido. No conocía a nadie, aparte de Mordecai. Sofía y Abraham se hallaban entre los presentes, pero yo no los veía. Habían dicho que sería la manifestación de gente sin hogar más grande de los últimos diez años, la «marcha por Lontae». Unas grandes pancartas orladas de negro mostraban unas fotografías ampliadas de Lontae Burton con la siniestra pregunta ¿QUIÉN MATÓ A LONTAE? Estaban repartidas por toda la concentración y rápidamente se convirtieron en las preferidas, incluso entre los hombres de la CWC, que llevaban sus propias pancartas de protesta. El rostro de Lontae oscilaba y se movía por encima de la masa de gente.

Una solitaria sirena silbó en la distancia y fue acercándose poco a poco. Un furgón funerario con escolta policial fue autorizado a franquear las vallas y a detenerse delante del edificio de la Fiscalía, rodeado por la muchedumbre. Se abrieron las portezuelas de atrás y los portadores, seis hombres de la calle, sacaron un ataúd falso pintado de negro y, tras colocárselo sobre los hombros, se dispusieron a iniciar el cortejo. Otros portadores sacaron cuatro ataúdes pintados del mismo color, pero mucho más pequeños.

La multitud se apartó formando un pasillo y el cortejo inició lentamente la marcha hacia las escalinatas mientras el coro entonaba un solemne réquiem que me emocionó hasta las lágrimas. Era una marcha fúnebre. Uno de aquellos pequeños ataúdes representaba a Ontario.

La muchedumbre volvió a juntarse. Las manos se levantaron para tocar los ataúdes de manera tal que éstos parecieron flotar, balanceándose lentamente.

La escena contenía un gran dramatismo y las cámaras instaladas cerca de la tribuna captaron la impresionante marcha del cortejo. En las cuarenta y ocho horas siguientes veríamos la escena repetida varias veces por la televisión.

Los ataúdes fueron colocados el uno al lado del otro con el de Lontae en el centro, un poco por debajo de la tribuna donde se encontraba Mordecai. Los filmaron y fotografiaron desde todos los ángulos posibles, y a continuación dieron comienzo los discursos.

El moderador era un activista que empezó dando las gracias a todos los grupos que habían participado en la organización de la marcha. La lista era impresionante. Mientras él iba recitando los nombres, quedé gratamente sorprendido por el considerable número de albergues, misiones, comedores sociales, coaliciones, consultorios jurídicos, clínicas, iglesias, centros, grupos asistenciales, programas de capacitación laboral y de desintoxicación e incluso algunos cargos públicos, todos ellos responsables en mayor o menor medida de la celebración de aquel acto. Contando con un apoyo tan grande, ¿cómo era posible que existiera el problema de los vagabundos? Los seis oradores siguientes contestaron a mi pregunta. En primer lugar, por falta de fondos, y, en segundo, por culpa de los recortes presupuestarios, la insensibilidad del Gobierno central, el desinterés de las autoridades municipales y de las personas con medios para resolverlo, un sistema judicial excesivamente conservador y un largo etcétera.

Cada orador repitió los mismos temas, excepto Mordecai, que habló en quinto lugar y provocó un silencio sepulcral entre los presentes con su relato de las últimas horas de los Burton. Cuando contó cómo le había cambiado el pañal al bebé, probablemente el último de su vida, no se oía ni un carraspeo ni un susurro. Contemplé los ataúdes como si uno de ellos contuviera el cadáver del bebé.

Después, explicó Mordecai con voz profunda y sonora, la familia abandonó el albergue y regresó a las calles, donde Lontae y sus hijos sólo sobrevivieron unas cuantas horas. Mordecai se tomó muchas licencias en el relato de los acontecimientos, pues nadie sabía lo que había ocurrido. Yo sí lo sabía, pero me daba igual. La muchedumbre lo escuchaba como hipnotizada. Cuando describió los últimos momentos de Lontae y los pequeños, apretujados en el interior del vehículo en un vano intento de conservar el calor, oí a mi alrededor el llanto de varias mujeres.

En aquel instante mis pensamientos se volvieron egoístas. Si aquel hombre, mi amigo y compañero de profesión, podía cautivar a una multitud de miles de personas desde una tribuna situada a cuarenta metros de distancia, ¿qué no sería capaz de hacer con los doce miembros del jurado, sentados lo bastante cerca de él como para poder tocarlo?

Comprendí de pronto que el juicio de Burton jamás conseguiría llegar tan lejos. Ningún abogado defensor en su sano juicio permitiría que Mordecai Green predicara en presencia de un jurado compuesto por afroamericanos. Si nuestras conjeturas resultaban ser ciertas y conseguíamos demostrarlo, el juicio no llegaría a celebrarse.

Tras pasarse una hora y media escuchando discursos, la muchedumbre ya comenzaba a perder la paciencia y quería ponerse en marcha. El coro reanudó sus cantos y los portadores levantaron los ataúdes y los llevaron a hombros, encabezando el cortejo para alejarse del edificio. Detrás de los féretros caminaban los máximos dirigentes, entre ellos Mordecai. Los demás los seguíamos. Alguien me entregó una pancarta de Lontae, que sostuve tan arriba como los demás manifestantes. Los seres privilegiados no hacen marchas ni protestan; su mundo, pulcro y seguro, se rige por unas leyes cuyo propósito es preservar su felicidad.

Yo jamás me había echado a la calle; ¿para qué? A lo largo de las primeras dos manzanas me sentí un poco extraño caminando en medio de la multitud enarbolando una pancarta en la que se exhibía el rostro de una madre negra de veintidós años que había alumbrado cuatro hijos ilegítimos. Pero yo ya no era la misma persona de unas cuantas semanas atrás. No habría podido volver a serlo ni aun queriéndolo. Mi pasado giraba en torno al dinero, las propiedades y la posición social, cuestiones todas ellas que ahora me desagradaban.

Así pues, me relajé y disfruté del paseo. Canté con los indigentes, moví mi pancarta en perfecta sincronía con las demás e incluso entoné himnos que no conocía. Saboreé mi primer ejercicio de protesta civil. No sería el último.

Las vallas nos protegían en nuestro lento avance hacia la colina del Capitolio. La marcha se había organizado muy bien y el número de asistentes llamaba enormemente la atención. Los ataúdes fueron depositados en las escalinatas del Capitolio. Nos congregamos alrededor de ellos y escuchamos otra serie de encendidos discursos pronunciados por activistas de los derechos civiles y dos miembros del Congreso. Los discursos ya se habían quedado anticuados; había oído suficiente. Mis hermanos sin hogar tenían muy poco que hacer. Había abierto treinta y un archivos desde que el lunes iniciara mi nueva carrera. Treinta y una personas de carne y hueso me esperaban para que les consiguiera vales de Comida, les buscase alojamiento, presentara demandas de divorcio, las defendiera de acusaciones delictivas, encontrase el modo de que cobraran los salarios que les debían, paralizara desahucios, las ayudara a librarse de sus drogodependencias y obrara el milagro de que se hiciera justicia. En mi calidad de abogado especialista en legislación antimonopolio raras veces tenía que ver a mis clientes. En la calle las cosas eran distintas.

Le compré un cigarro barato a un vendedor callejero y me fui a dar un breve paseo por el Mall.