Puesto que nuestro apartamento estaba en el tercer piso, no había conseguido encontrar un medio satisfactorio de que nos entregaran en casa el Post del domingo. Habíamos probado varios métodos, pero la mitad de las veces el periódico desaparecía.
Me duché y me abrigué. El hombre del tiempo había predicho una temperatura máxima de tres grados. Cuando me disponía a salir, el presentador del telediario anunció la noticia más destacada de la mañana. Me quedé petrificado; oí las palabras, pero tardé un poco en comprender su significado. Me acerqué lentamente al mostrador de la cocina donde estaba el televisor, contemplando la pantalla boquiabierto de asombro e incredulidad.
Hacia las once de la noche, la policía del distrito de Columbia había encontrado un pequeño coche cerca de Fort Totten Park en el sector nordeste, una de las llamadas «zonas de guerra». Estaba aparcado en la calle con los neumáticos hundidos en el hielo.
En el interior había una joven madre y sus cuatro hijos, todos muertos por asfixia. La policía sospechaba que la familia vivía en el automóvil y había tratado de calentarse. El tubo de escape del vehículo estaba obturado con un montón de nieve. Algunos detalles, pero ningún nombre.
Bajé corriendo a la calle, resbalé sobre la nieve sin perder el equilibrio, bajé por la calle P hacia la avenida Wisconsin y me dirigí al quiosco de la Treinta y cuatro. Horrorizado y casi sin resuello, tomé el periódico. En una esquina inferior de la primera plana estaba la noticia, visiblemente insertada en el último momento. Ningún nombre.
Abrí el periódico por la sección de sucesos y arroje el resto de las páginas a la acera. La noticia se ampliaba en la página catorce con unos estereotipados comentarios de la policía y las consabidas advertencias acerca de los peligros de los tubos de escape obturados. Después, los desgarradores detalles: la madre, de sólo veintidós años, se llamaba Lontae Burton; la niña, Temeko. Los dos hermanos menores, Alonzo y Dante, de apenas dos años, eran gemelos. El hermano mayor, Ontario, tenía cuatro años. Debí de emitir un sonido muy raro, pues un hombre que estaba practicando jogging me miró con extrañeza, como si fuera un tipo peligroso. Me alejé con el periódico abierto en la mano, pisando las otras veinte secciones esparcidas por la acera.
–¡Perdone! – gritó una voz encolerizada a mi espalda-. ¿Sería tan amable de pagarme?
Seguí caminando.
Se acercó a mí por detrás y gritó:
–Oiga, amigo.
Me detuve justo el tiempo suficiente para sacar del bolsillo un billete de cinco dólares y arrojárselo a los pies sin apenas mirarlo.
En la calle P, cerca del apartamento, me apoyé contra el muro de ladrillo de la espléndida casa adosada de alguien. La nieve de la acera había sido meticulosamente retirada.
Volví a leer muy despacio la noticia, confiando en que el final fuera distinto. Los interrogantes y los pensamientos se agolpaban sin orden ni concierto en mi mente, pero dos de las preguntas se repetían una y otra vez: ¿por qué no habían regresado al albergue?, ¿habría muerto la niña envuelta en mi chaqueta de algodón?
Debía esforzarme para pensar, y caminar me resultaba casi imposible. Después del sobresalto vino el remordimiento. ¿Por qué no había hecho algo por ellos la noche del viernes, cuando los había visto por primera vez? Habría podido llevarlos a un cómodo hotel y ocuparme de que comiesen…
El teléfono estaba sonando cuando entré en el apartamento. Era Mordecai, quien me preguntó si me había enterado de la noticia. Le pregunté a mi vez si recordaba el pañal mojado. La misma familia, dije. Él no sabía cómo se llamaban. Le hablé de mi encuentro con Ontario.
–Lo lamento mucho, Michael -dijo en tono mucho más triste.
–Yo también.
Apenas si lograba articular palabra. Acordamos reunirnos más tarde. Me senté en el sofá y permanecí una hora sin moverme.
Después fui al coche y saqué las bolsas de comida, juguetes y ropa que les había comprado.
Sólo por curiosidad, Mordecai se presentó en mi despacho al mediodía. En sus tiempos había estado en muchos bufetes importantes, pero quería ver el lugar donde había caído Señor. Lo acompañé en un breve recorrido y le conté a grandes rasgos el incidente de los rehenes.
Nos marchamos en su coche. Me alegré de que hubiera poco tráfico por ser domingo, pues Mordecai no mostraba demasiado interés por lo que hacían los demás automovilistas.
–La madre de Lontae tiene treinta y ocho años y cumple una condena de diez años por venta de crack -me explicó. Se había informado por teléfono-. Dos hermanos, ambos en la cárcel. Lontae tenía un historial de drogadicción y prostitución. Ni idea de quién o quiénes eran los padres de las criaturas.
–¿Cómo lo ha averiguado?
–Localicé a su abuela en una urbanización. La última vez que vio a Lontae, ésta sólo tenía tres hijos y vendía droga con su madre. Según la mujer, cortó las relaciones con su hija y su nieta por culpa de la droga.
–¿Quién se ocupará de enterrarlos?
–Los mismos que enterraron a Devon Hardy.
–¿Cuánto costaría un entierro corriente?
–El precio se puede negociar. ¿Tiene usted interés en saberlo?
–Me gustaría que fuesen enterrados debidamente.
Nos encontrábamos en la avenida Pennsylvania, pasando por delante de los gigantescos edificios del Congreso, con el Capitolio al fondo. No pude por menos que maldecir en silencio a aquellos necios que cada mes se gastaban miles de millones de dólares cuando había tanta gente sin hogar. ¿Cómo era posible que cuatro niños inocentes hubieran muerto en la calle prácticamente a la sombra del Capitolio por no tener un lugar donde vivir?
No deberían haber nacido, habrían dicho algunos habitantes de la zona de la ciudad donde yo residía.
Los cuerpos habían sido trasladados al edificio de la Oficina del Forense, que también albergaba el depósito de cadáveres. Era una construcción de dos plantas de conglomerado marrón perteneciente al Hospital General del distrito de Columbia. Permanecerían allí hasta que alguien los reclamara. Si no aparecía nadie en un plazo de cuarenta y ocho horas, serían embalsamados de conformidad con la ley, colocados en unos ataúdes de madera y enterrados rápidamente en el cementerio cercano al estadio RFK.
Mordecai aparcó en un espacio reservado a minusválidos y, tras reflexionar por un instante, me preguntó:
–¿Está seguro de que quiere entrar?
–Creo que sí.
No era la primera vez que él visitaba el lugar, y había llamado con antelación. Un guardia de seguridad con un uniforme muy mal confeccionado se atrevió a cortarnos el paso, pero Mordecai le pegó un grito tan tremendo que hizo que mi estómago se encogiese más de lo que ya estaba.
El guardia se apartó de nosotros, alegrándose de poder hacerlo. En una puerta de cristal figuraban las palabras DEPÓSITO DE CADÁVERES pintadas en negro. Mordecai entró como si fuera el amo.
–Soy Mordecai Green, abogado de la familia Burton -le dijo con voz de trueno al joven del mostrador.
Más que un anuncio, parecía un desafío.
El joven estudió una tablilla con broche de presión y rebuscó entre otros papeles.
–¿Qué demonios está haciendo? – le preguntó Mordecai en tono áspero.
El joven levantó la mirada con expresión retadora, pero enseguida se dio cuenta de la corpulencia de su adversario.
–Un momento -dijo, acercándose a su ordenador.
Mordecai se volvió hacia mí y comentó en voz alta:
–Cualquiera diría que guardan mil muertos aquí dentro.
Comprendí que no tenía la menor paciencia con los burócratas y los funcionarios de la administración del Estado, y recordé lo que me había contado acerca de la petición de disculpas de la secretaria de la Seguridad Social. Para Mordecai, la mitad del ejercicio de la abogacía consistía en avasallar y pegar gritos.
Apareció un pálido caballero medio calvo con el pelo teñido de negro, nos dio un pegajoso apretón de manos y se presentó como Bill. Llevaba una bata color azul y calzaba zapatos con gruesa suela de goma. ¿Dónde encontraban gente dispuesta a trabajar en un depósito de cadáveres?
Franqueamos una puerta, avanzamos por un pasillo esterilizado donde la temperatura descendía progresivamente y al fin llegamos a la sala del depósito.
–¿Cuántos han recibido hoy? – preguntó Mordecai como si tuviera por costumbre pasar constantemente por allí para contar los cuerpos.
Bill hizo girar el tirador y contestó:
–Doce.
–¿Cómo se encuentra? – me preguntó Mordecai.
–No lo sé.
Bill empujó una puerta metálica y entramos. La atmósfera era fría y olía a líquido antiséptico. El suelo era de baldosas blancas y los tubos fluorescentes despedían una luz azulada. Seguí a Mordecai con la cabeza gacha, procurando no mirar alrededor, pero me fue imposible. Los cuerpos estaban cubiertos con sábanas blancas desde la cabeza hasta los tobillos, tal como se ve en la televisión. Pasamos por delante de unos pies blancos en uno de cuyos dedos gordos había sujeta una etiqueta. Después vinieron algunos pies negros. Nos volvimos y nos detuvimos en una esquina, a la izquierda de una camilla y a la derecha de una mesa.
–Lontae Burton -anunció Bill, retirando con ademán melodramático la sábana hasta la cintura de la difunta.
Se trataba, sin duda, de la madre de Ontario, envuelta en una sencilla bata blanca. La muerte no había dejado ninguna huella en su rostro. Podría haber estado durmiendo. No conseguía apartar los ojos de aquella figura.
–Es ella -dijo Mordecai como si la conociera de toda la vida.
Me miró buscando mi confirmación, y conseguí asentir con la cabeza. Bill dio media vuelta y yo contuve la respiración. Una sola sábana cubría a los niños.
Estaban tendidos muy juntos en una pulcra hilera con las manos cruzadas sobre unas batas idénticas. Parecían unos querubines dormidos, unos soldaditos de la calle que finalmente habían alcanzado la paz.
Sentí deseos de tocar a Ontario, de darle una palmada en el brazo y decirle que lo lamentaba, de despertarlo, llevármelo a casa, darle de comer y ofrecerle todo lo que deseara.
Me acerqué un poco más para verlos mejor.
–No los toque -me indicó Bill.
–Son ellos -intervino Mordecai al observar que yo asentía con la cabeza.
Mientras Bill los cubría, cerré los ojos y musité una breve plegaria, pidiendo misericordia y perdón. «No permitas que vuelva a ocurrir», me dijo el Señor.
A continuación Bill entró en una sala, pasillo abajo, y sacó dos grandes cestos de alambre con los efectos personales de la familia. Los arrojó sobre una mesa y entre los tres hicimos un inventario del contenido. La ropa que llevaban estaba sucia y raída. Mi chaqueta de algodón era la prenda más bonita que tenían. Había tres mantas, un bolso, unos juguetes baratos, un medicamento infantil, una toalla, más ropa sucia, una caja de barquillos de vainilla, una lata de cerveza sin abrir, unos cigarrillos, dos preservativos y unos veinte dólares en billetes y monedas.
–El coche está en el depósito municipal -nos informó Bill-. Dicen que está lleno de basura.
–Nos encargaremos de él -repuso Mordecai.
Firmamos los impresos del inventario y nos fuimos con los efectos personales de la familia de Lontae Burton.
–¿Qué hacemos con eso? – pregunté.
–Lléveselo a la abuela. ¿Quiere su chaqueta?
–No.
La funeraria era propiedad de un pastor conocido de Mordecai, quien no lo apreciaba demasiado porque su iglesia no se mostraba lo bastante amable con los indigentes, pero lo soportaba.
Aparcamos delante de la iglesia, en la avenida Georgia, cerca de la Universidad Howard, una zona más limpia de la ciudad, con menos ventanas tapiadas.
–Será mejor que se quede aquí. Si estoy a solas con él podré hablarle más claro.
No me apetecía quedarme sentado en el coche sin compañía, pero me fiaba de él.
–Muy bien -dije, hundiéndome unos centímetros más en el asiento mientras miraba temerosamente alrededor.
–No le ocurrirá nada.
Se fue y yo eché el seguro a las portezuelas. Al cabo de unos minutos me tranquilicé y empecé a pensar. Mordecai quería estar a solas con el pastor por motivos económicos. Mi presencia habría complicado las cosas. ¿Quién era yo?, ¿cuál era mi interés por aquella familia? El precio aumentaría de inmediato.
En la acera reinaba un gran ajetreo. La gente apuraba el paso, azotada por el cortante viento. Pasó una madre con sus dos hijos cogidos de la mano, envueltos en prendas de calidad. ¿Dónde estaban la noche anterior cuando Ontario y su familia permanecían acurrucados en el gélido interior del vehículo, respirando inadvertidamente monóxido de carbono hasta morir asfixiados? ¿Dónde estábamos todos los demás?
El mundo cerraba sus puertas. Nada tenía sentido. En menos de una semana había visto muertas a seis personas de la calle, y no estaba preparado para asimilar aquel golpe. Era un culto, acomodado y bien alimentado abogado blanco que se dirigía por el carril rápido hacia una riqueza importante y todas las maravillosas cosas que con ella podría adquirir. Mi matrimonio se había ido al garete, pero me recuperaría. Había un montón de mujeres estupendas por ahí. No estaba demasiado preocupado.
Maldije a Señor por haber puesto mi vida en entredicho, y a Ontario por haberme partido el corazón.
Una llamada a la ventanilla me sobresaltó. Tenía los nervios a flor de piel. Era Mordecai, de pie en la nieve, junto al bordillo. Bajé el cristal.
Dice que enterrará a los cinco por dos mil dólares.
–Lo que sea -contesté.
Se marchó y regresó al cabo de pocos minutos, se sentó al volante y se alejó a toda velocidad.
–El funeral se celebrará el martes aquí en la iglesia. Ataúdes de madera, pero bonitos. Pondrá algunas flores para que quede mejor. Pedía tres mil, pero le dije que vendrían los representantes de la prensa y que, a lo mejor, saldría en la televisión. Eso le gustó. Dos mil no está mal.
–Gracias, Mordecai.
–¿Cómo se encuentra?
–Mal.
Regresamos a mi despacho sin apenas hablar.
A James, el hermano menor de Claire, le habían diagnosticado la enfermedad de Hodgkin, de ahí que la familia se reuniese en Providence. No tenía nada que ver conmigo. La oí hablar del fin de semana, del sobresalto de la noticia, de las lágrimas y las oraciones mientras todos se abrazaban y consolaban a James y a su mujer. La suya es una familia de besucones y llorones, por lo que me alegraba de que ella no me hubiera pedido que la acompañase. El tratamiento empezaría de inmediato; el pronóstico era bueno.
Claire se alegraba de estar en casa y de tener a alguien con quien desahogarse. Tomamos vino en el estudio, junto al fuego, con una manta sobre las rodillas. Era casi romántico, pero yo tenía demasiadas cicatrices como para pensar siquiera en la posibilidad de mostrarme sentimental. Hice un valeroso esfuerzo por escucharla, lamentarlo por el pobre James y pronunciar las frasecitas de rigor.
No era lo que yo esperaba y no estaba seguro de que fuese lo que quería. Pensé que, a lo mejor, lucharíamos contra molinos de viento y que incluso se producirían algunas escaramuzas. Las cosas no tardarían en ponerse feas, más tarde, cuando tramitáramos nuestra separación como verdaderos adultos, cabía esperar que se volvieran civilizadas.
Sin embargo, después de lo de Ontario no estaba preparado para abordar ningún asunto que exigiera una participación afectiva. Estaba agotado. Ella no hacía más que repetirme lo cansado que parecía. Estuve casi a punto de darle las gracias.
Con un esfuerzo sobrehumano la escuché hasta el final y, poco a poco, la conversación se deslizó hacia mí y mi fin de semana. Se lo conté todo, mi nueva vida de voluntario en los centros de acogida y lo de Ontario y su familia. Le mostré el reportaje del periódico.
Se conmovió sinceramente, pero también pareció desconcertada. Yo no era el mismo que la semana anterior y ella no estaba segura de que la última versión fuese mejor que la antigua. Yo tampoco lo estaba.
Gracias al vino, conseguí dormir sin que me persiguiera la pesadilla del fin de semana. Mientras me dirigía en mi automóvil hacia el bufete, decidí poner cierta distancia con la gente de la calle. Soportaría el entierro. Buscaría un poco de tiempo para trabajar gratuitamente por los sin hogar. Prolongaría mi amistad con Mordecai y era probable incluso que me convirtiese en un asiduo visitante de su despacho. De vez en cuando me dejaría caer por el comedor de miss Dolly y la ayudaría a dar de comer a los hambrientos. Entregaría dinero y contribuiría a recaudar más fondos para la gente sin recursos. Yo podía ser mucho más útil como fuente de ingresos que cualquier abogado de los pobres.
Mientras conducía llegué a la conclusión de que necesitaba varias Jornadas de dieciocho horas para reorganizar mis prioridades. Mi carrera había sufrido un pequeño descarrilamiento.
Una orgía de trabajo lo arreglaría todo. Sólo un necio habría despreciado aquella oportunidad de ganar dinero que a mí se me ofrecía.
Elegí otro ascensor que no fuera el de Señor. Éste ya formaba parte del pasado; lo aparté de mis pensamientos. No miré hacia la sala de juntas en la que él había muerto. Arrojé mi cartera de documentos y mi abrigo sobre una silla de mi despacho y salí a tomarme un café. Mientras caminaba a grandes zancadas por el pasillo antes de las seis de la mañana, hablaba con un compañero por aquí y un administrativo por allá, me quitaba la chaqueta y me remangaba, pensé que estar de vuelta era estupendo.
Lo primero que hice fue echar un vistazo al Wall Street Journal, en parte porque sabía que éste no hablaría para nada de la gente de la calle que moría en el distrito de Columbia. Después pasé al Post. En la primera plana de la sección metropolitana había un pequeño reportaje acerca de la familia de Lontae Burton, con una fotografía de su abuela llorando delante de un edificio de apartamentos. La leí y dejé a un lado el periódico. Yo sabía mucho más que el reportero y estaba decidido a no distraerme. Debajo del Post había una carpeta de cartulina amarilla tamaño folio del tipo que nuestra empresa utilizaba a millones. El que no llevase ninguna indicación la convertía en sospechosa. Estaba allí plenamente a la vista en el centro de mi escritorio, colocada por una persona anónima. La abrí muy despacio.
Dentro sólo había dos hojas de papel. La primera era una fotocopia del reportaje del Post del día anterior, el mismo que yo había leído diez veces y le había mostrado a Claire la víspera. Debajo descubrí una fotocopia de algo sacado de un archivo oficial de Drake Sweeney. El encabezamiento rezaba: DESALOJADOS -RIVER OAKS TAG, INC.
La primera columna contenía los números del uno al diecisiete. El número cuatro correspondía a Devon Hardy; el quince, a Lontae Burton y «tres o cuatro hijos».
Deposité lentamente la carpeta sobre el escritorio, me levanté, me acerqué a la puerta, la cerré con llave y me apoyé contra ella. Permanecí un par de minutos inmóvil, contemplando la carpeta que había sobre el escritorio. Tenía que dar por sentado que su contenido era cierto y fidedigno. ¿Por qué razón se hubiera molestado alguien en inventarse semejante cosa? Volví a tomarla con sumo cuidado. En el reverso de la segunda hoja mi anónimo informador había garabateado a lápiz: «El desahucio fue incorrecto, tanto legal como éticamente.»
Lo había escrito en letras de imprenta para evitar que lo descubrieran en caso de que yo lo hiciese analizar. El trazo era muy débil y el bolígrafo apenas había rozado el papel.
Mantuve la puerta cerrada por espacio de una hora, en cuyo transcurso alterné entre permanecer de pie delante de la ventana contemplando la salida del sol y sentado ante mi escritorio contemplando la carpeta. Las idas y venidas por el pasillo se intensificaron y, al final, oí la voz de Polly. Abrí la puerta, la saludé como si todo fuera bien e hice cuanto se esperaba de mí, pero sin la menor convicción.
La mañana estuvo llena de reuniones y juntas, dos de ellas con Rudolph y unos clientes. Actué como debía, pero no logré recordar nada de lo que hicimos o dijimos. Rudolph no cabía en sí de alegría por haber recuperado a su estrella y que ésta volviera a ser la misma de antes.
Me mostré casi grosero con quienes querían hablar del incidente de los rehenes y sus consecuencias. Puesto que yo aparentaba ser el mismo de siempre, lo que incluía mostrarme agresivo, las preocupaciones acerca de mi estabilidad se desvanecieron. A media mañana llamó mi padre. No acertaba a recordar cuándo había telefoneado por última vez a mi despacho. Dijo que en Memphis estaba lloviendo, que él estaba sentado en casa muerto de aburrimiento y que…, bueno, él y mi madre estaban preocupados por mí.
Claire se encontraba bien, le expliqué, y, para pisar terreno seguro, le conté lo de su hermano James, al que solamente habían visto una vez, en la boda. Mostré la debida preocupación por la familia de Claire, y eso le gustó.
Papá se alegraba de haberme encontrado en el despacho, pues significaba que seguía al pie del cañón, ganando dinero y esperando ganar mucho más. Me pidió que me mantuviera en contacto.
Media hora más tarde me llamó mi hermano Warner desde su despacho en un imponente edificio del centro de Atlanta. Me llevaba seis años, era socio de otro importante bufete jurídico y uno de esos especialistas en litigios para quienes todo vale. Debido a la diferencia de edad, Warren y yo nunca habíamos estado muy unidos cuando niños, pero disfrutábamos de nuestra mutua compañía. Durante su divorcio, que había ocurrido tres años atrás, me consultaba cada semana.
Al igual que yo, vivía pendiente del reloj, por lo que su conversación sería breve.
–He hablado con papá -me dijo-. Me lo ha contado todo.
–No me extraña.
–Comprendo lo que sientes. Todos pasamos por eso. Trabajas de firme, ganas mucho dinero y nunca te detienes para ayudar a los humildes. De pronto ocurre algo y vuelves a pensar en la Facultad de Derecho, en el primer año de carrera, cuando todos rebosábamos de ideales y queríamos utilizar nuestros títulos para salvar a la humanidad. ¿Te acuerdas?
–Sí; hace mucho tiempo de eso.
–Muy cierto. Durante mi primer año de carrera hicieron una encuesta. Más de la mitad de los alumnos de mi clase quería dedicarse a cuestiones sociales. Cuando tres años más tarde nos graduamos, todo el mundo fue en busca del dinero. No sé lo que ocurrió.
–La Facultad de Derecho te convierte en un ser avaricioso.
–Supongo que sí. Nuestra empresa tiene un programa que le permite a uno tomarse un año de excedencia, una especie de año sabático, y dedicarse a cuestiones de interés social. Al cabo de doce meses regresas como si jamás te hubieras ido. ¿Hacen algo parecido en vuestro bufete?
Aquello era muy propio de Warner. Cuando yo tenía un problema, él ya tenía la solución. Así de sencillo. Doce meses y uno volvía como nuevo. Un breve desvío, pero con el futuro asegurado.
–Lo hacen, pero no con los asociados -contesté-. Sé de uno o dos socios que dejaron su trabajo para dedicarse a este o aquel organismo y regresaron al cabo de dos años. Pero un asociado no puede hacerlo.
–Tus circunstancias son distintas. Has sufrido un trauma, estuvieron a punto de matarte por el simple hecho de pertenecer a la empresa. Hablaré con alguien, diré que necesitas un poco de tiempo libre. Tómate un año y vuelve al despacho.
–Tal vez resultase… -admití, tratando de tranquilizarlo. Warner era porfiado e insistente, siempre tenía que pronunciar la última palabra, sobre todo, con la familia-. Tengo que dejarte -añadí.
Él también tenía que colgar. Prometimos hablar más tarde.
Almorcé con Rudolph y un cliente en un espléndido restaurante. Técnicamente se trataba de un almuerzo de trabajo, lo cual significaba que nos abstendríamos de tomar alcohol y que facturaríamos al cliente el tiempo que le dedicáramos. Rudolph cobraba a razón de cuatrocientos dólares por hora; yo, a razón de trescientos. Nos pasamos dos horas comiendo y trabajando, de modo que al cliente el almuerzo le costó mil cuatrocientos dólares. La empresa tenía una cuenta en el restaurante. Éste pasaría la factura a Drake Sweeney y, por el camino, nuestros hábiles contables encontrarían la manera de cobrarle también al cliente el importe de la comida.
La tarde fue una incesante sucesión de llamadas y reuniones. Por simple fuerza de voluntad conseguí mantener las apariencias y superar la prueba, cobrando de paso una elevada cantidad. Jamás en mi vida la legislación antimonopolio me había parecido más abstrusa y aburrida.
Eran casi las cinco cuando logré encontrar unos minutos para estar a solas. Le dije adiós a Polly y volví a cerrar la puerta. Abrí la misteriosa carpeta y en un cuaderno empecé a tomar notas jurídicas al azar, garabatos y diagramas con flechas que apuntaban hacía RiverOaks y Drake Sweeney desde todas direcciones. Braden Chance, el socio especializado en bienes inmuebles con quien me había enfrentado a propósito del expediente, era quien recibía casi todos los disparos en representación de la empresa.
Mi principal sospechoso era su auxiliar, el joven que había oído nuestro duro intercambio de palabras y que segundos después, mientras yo abandonaba su despacho, había calificado a Chance de «imbécil». Él debía de conocer los detalles del desahucio y seguramente tendría acceso al expediente.
Utilizando un teléfono móvil para eludir los registros de DS, llamé a un auxiliar del Departamento Antimonopolios. Su despacho estaba a la vuelta del mío. Él me envió a otro y, con un poco de esfuerzo, averigüé que el nombre del tipo a quien buscaba era Héctor Palma. Llevaba unos tres años en la casa, siempre en el Departamento Inmobiliario. Quería localizarlo, pero fuera del despacho.
Llamó Mordecai. Me preguntó qué planes tenía para la cena.
–Invito yo -anunció.
–¿A sopa?
Soltó una carcajada.
–Por supuesto que no. Conozco una sandwichería estupenda.
Acordamos reunirnos a las siete. Claire había regresado a sus hábitos hospitalarios, ajena al tiempo, las comidas o los maridos. Se puso en contacto conmigo a media tarde; en pocas palabras me dijo que no tenía ni idea de cuándo podría volver a casa, pero sería muy tarde.
A la hora de cenar, cada cual por su lado. No se lo reprochaba. Había aprendido de mí el estilo de vida del carril de circulación rápida.
Nos encontramos en un restaurante cerca del DuPont Circle. El bar de la entrada estaba lleno de bien pagados funcionarios de la administración del Estado que se tomaban un trago antes de huir de la ciudad. Nos sentamos en un reservado del fondo y pedimos una copa.
–El asunto de Burton está adquiriendo cada vez más importancia -dijo Mordecai, y bebió un sorbo de cerveza.
–Lo siento; me he pasado doce horas encerrado en una cueva. ¿Qué ha ocurrido?
–Mucho interés por parte de la prensa. Una madre y sus cuatro hijitos hallados muertos en el automóvil donde vivían. Los encuentran a un par de kilómetros de la colina del Capitolio, donde están tramitando una reforma de la beneficencia estatal que enviará a más madres a la calle. Muy bonito,
–O sea, que el entierro será todo un espectáculo.
–Sin la menor duda. Hoy he hablado con docenas de activistas sin hogar. Asistirán, y tienen previsto hacerlo con los suyos. El lugar estará lleno de gente de la calle. Muchos fotógrafos y reporteros. Cuatro pequeños ataúdes al lado del de la madre, y las cámaras lo captarán todo para el telediario de las seis. Primero haremos una concentración y después una marcha.
–Puede que de sus muertes surja algo bueno.
–Puede que sí.
En mi calidad de curtido abogado de la gran ciudad, sabía que todas las invitaciones a almorzar o a cenar tenían un propósito. Mordecai se traía algo entre manos. Lo adiviné por la forma en que me miraba a los ojos.
–¿Se sabe por qué razón estaban sin hogar? – pregunté, tratando de sonsacarle.
–No. Probablemente, la de costumbre. No he tenido tiempo de hacer preguntas.
Mientras me dirigía hacia el local había tomado la decisión de no comentarle nada acerca de la misteriosa carpeta y su contenido. Era materia confidencial, y yo estaba al corriente gracias al puesto que ocupaba en Drake Sweeney. Revelar lo que sabía sobre las actividades de un cliente habría constituido una grave falta de honradez profesional. La idea de divulgarlo me daba miedo. Además, no había comprobado ningún dato.
El camarero nos sirvió las ensaladas y empezamos a comer.
–Esta tarde hemos celebrado una reunión de empresa -me dijo Mordecai entre bocado y bocado-. Yo, Abraham y Sofía. Necesitamos ayuda.
No me sorprendió oír aquello.
–¿Qué clase de ayuda?
–Otro abogado.
–Pensé que no tenían ni un centavo.
–Siempre reservamos una pequeña suma. Hemos adoptado una nueva estrategia de mercado.
La idea de que el consultorio jurídico de la calle Catorce estuviese preocupado por la estrategia de mercado se me antojó graciosa; justamente lo que él pretendía. Ambos nos miramos sonriendo.
–Si consiguiéramos que el nuevo abogado dedicara diez horas a la semana a reunir dinero, podría permitirse el lujo de pagarse el sueldo.
Volvimos a sonreír.
–Por mucho que nos moleste reconocerlo -prosiguió Mordecai-, nuestra supervivencia dependerá de la capacidad que tengamos de reunir dinero. La Fundación Cohen se encuentra en un estado precario. Hasta ahora no hemos necesitado mendigar, pero las cosas tienen que cambiar.
–¿En qué consistiría el resto del trabajo?
–El ejercicio del derecho de la calle. Ya ha recibido usted una buena dosis de eso. Ha visto nuestra sede. Es un vertedero de basura. Sofía es una bruja. Abraham es un estúpido. Los clientes huelen mal y el dinero es un chiste.
–¿Cuánto dinero?
–Podemos ofrecerle treinta mil dólares al año, pero sólo estamos en condiciones de prometerle la mitad durante los primeros seis meses.
–Por qué?
–El fondo cierra sus libros el 13 de junio, día en que nos dirán cuánto recibiremos el próximo año fiscal, que empieza el primero de julio. Tenemos reservas suficientes para pagarle los seis meses siguientes, Después, los cuatro nos repartiremos lo que quede una vez deducidos los gastos.
–¿Abraham y Sofía están de acuerdo?
–Después del sermón que les he echado, sí. Pensamos que usted debe de tener buenos contactos con los abogados y, como ha recibido una excelente educación, es apuesto, inteligente y todas estas mierdas, lo de reunir dinero se le debe de dar muy bien.
–¿Y si yo no quiero dedicarme a reunir dinero?
–Los cuatro tendríamos que rebajarnos un poco más el sueldo, y es probable que tuviéramos que conformarnos con veinte mil dólares al año. Y después con quince mil. Y cuando el fondo se agote tal vez vayamos a parar a la calle como nuestros clientes, y convertirnos en unos abogados pobres.
–O sea, que yo soy el futuro del consultorio jurídico de la calle Catorce…
–Ésa es la conclusión a que hemos llegado. Lo aceptaremos como socio de pleno derecho. A ver si Drake Sweeney logra superar esta oferta.
–Estoy conmovido -dije.
Y también un poco asustado. El ofrecimiento de trabajo no era inesperado, pero su llegada abría una puerta que yo no estaba muy seguro de querer cruzar.
Nos sirvieron la sopa de alubias negras y pedimos más cerveza.
–¿Cuál es la historia de Abraham? – pregunté.
–Nació en Brooklyn, en el seno de una familia judía. Vino a Washington para incorporarse al equipo del senador Moynihan. Se pasó unos cuantos años en el Capitolio y acabó en la calle. Es extremadamente listo. Dedica casi todo su tiempo a coordinar litigios con los abogados de oficio de los grandes bufetes. Ahora mismo mantiene un pleito contra la Oficina del Censo para conseguir que los indigentes sean tenidos en cuenta. Y ha puesto una querella contra el sistema escolar del distrito de Columbia para garantizar la escolarización de los niños pobres. Su capacidad de letrado deja mucho que desear, pero es muy hábil en el planteamiento de la táctica de los pleitos.
–¿Y Sofía?
–Es una asistente social que lleva once años estudiando derecho por la noche. Actúa y piensa como un abogado, sobre todo cuando maltrata a los funcionarios del Estado. Dice por lo menos diez veces al día: «Soy Sofía Mendoza, abogada.»
–¿Es también secretaria?
–No. No tenemos secretarias. Cada cual mecanografía y archiva lo suyo y se prepara su propio café. – Se inclinó hacia delante y, bajando la voz, añadió-: Los tres llevamos mucho tiempo juntos, Michael, y cada uno ha excavado su pequeña cueva. Para serle sincero, necesitamos una cara nueva con nuevas ideas.
–Las perspectivas económicas son atractivas -dije en tono de broma.
–Usted no está en esto por el dinero -replicó con una sonrisa-, sino para salvar su alma.
Esa noche me costó mucho conciliar el sueño. Mi alma… ¿Tendría los arrestos suficientes para seguir adelante? ¿Estaba considerando en serio aceptar un trabajo por el que apenas cobraría?
Literalmente, le estaba diciendo adiós a la posibilidad de convertirme en millonario, a las posesiones que tanto había anhelado.
Sin embargo, era el momento de hacerlo. El que mi matrimonio hubiese fracasado parecía indicarme que era hora de que introdujese cambios drásticos en mi vida.
–Seguramente será la gripe -le dije a Polly, quien, como le habían enseñado a hacer, pidió detalles concretos.
¿Fiebre, irritación de garganta, dolor de cabeza? Cualquiera de las tres cosas o las tres a la vez, me daba igual. Si uno pretendía faltar al trabajo, más le valía estar enfermo de verdad. Polly rellenaría un impreso y se lo enviaría a Rudolph. Anticipándome a la llamada de éste, me fui a dar una vuelta por Georgetown. La nieve estaba fundiéndose rápidamente y la temperatura debía de rondar los cinco grados. Me entretuve una hora paseando por Washington Harbor, bebiendo capuchinos que compraba a los vendedores ambulantes y contemplando a los remeros en el Potomac, que tiritaban de frío.
A las diez me fui al entierro.
En la acera, delante de la iglesia, habían colocado una valla. Los policías habían dejado las motocicletas en la calle y montaban guardia en torno a ella; cerca de allí estaban las unidades móviles de la televisión.
Cuando llegué, una multitud escuchaba las palabras de un orador a través de un micrófono.
Los presentes mantenían levantadas varias pancartas por encima de sus cabezas para que fueran enfocadas por las cámaras. Aparqué a tres manzanas de distancia y eché a correr hacia la iglesia. En lugar de entrar por la puerta principal, me dirigí hacia una lateral, vigilada por un anciano conserje. Le pregunté si el templo tenía galería. Él me preguntó a su vez si era reportero.
Me acompañó al interior y me indicó una puerta. Le di las gracias, franqueé la puerta, subí por un tramo de escaleras y salí a la galería que daba a la espléndida nave de abajo. La alfombra era de color borgoña; los bancos, de madera oscura, y las pulcras ventanas tenían vidrieras de colores. Era una iglesia preciosa, y por un instante comprendí la razón por la cual el reverendo se mostraba reacio a abrir sus puertas a los vagabundos.
Estaba solo y podía elegir el asiento. Me acerqué muy despacio a un lugar situado justo encima de la puerta posterior, desde el que se veía el pasillo central hasta el púlpito. Un coro empezó a cantar en los peldaños de la entrada mientras yo permanecía sentado en la tranquilidad de la desierta iglesia y la música llegaba suavemente hasta mí desde el exterior.
Cesó la música, se abrieron las puertas y empezó la estampida. El suelo de la galería se estremeció mientras los asistentes al funeral entraban en la iglesia. El coro ocupó su lugar detrás del púlpito.
El reverendo dirigía el tráfico: los reporteros de la televisión en una esquina, la reducida familia en el primer banco, los activistas y los sin hogar hacia el centro. Mordecai entró con dos personas a quienes yo no conocía. Se abrió una puerta lateral y aparecieron los presos, la madre y los dos hermanos de Lontae, vestidos con la ropa azul de la prisión, con esposas y grilletes, encadenados el uno al otro y escoltados por cuatro guardias armados. Los hicieron sentar en el segundo banco del pasillo central, detrás de la abuela y de otros parientes.
Cuando todo se calmó, el órgano empezó a tocar con melancólica lentitud. Oí un ruido que procedía de abajo y todas las cabezas se volvieron. El reverendo subió al púlpito y nos pidió que nos levantáramos.
Unos conserjes con guantes blancos empujaron los ataúdes de madera por el pasillo y los alinearon en la parte anterior de la iglesia, con Lontae en el centro. El de la niña era muy pequeñito, de menos de un metro de longitud. Los de Ontario, Alonzo y Dante eran de tamaño mediano. El espectáculo resultaba tan estremecedor que muy pronto se empezaron a escuchar unos sollozos. El coro comenzó a cantar y a mecerse al compás de la melodía. Los conserjes colocaron las flores alrededor de los ataúdes y por un segundo temí, horrorizado, que los abrieran. jamás había asistido a un funeral negro. No tenía ni idea de lo que iba a ocurrir, pero había visto en los telediarios que a veces se abrían los ataúdes y los familiares besaban el cadáver. Los buitres ya estaban preparados con sus cámaras.
Pero los ataúdes permanecieron cerrados, y de esta manera el mundo no pudo saber lo que yo sabía, que Ontario y su familia parecían en paz.
Nos sentamos y el reverendo rezó una larga plegaria. Después hubo un solo de sor no sé quién seguido de unos momentos de silencio. El reverendo leyó unos pasajes de las Sagradas Escrituras y pronunció un breve sermón. A continuación, una activista de los sin hogar lanzó un cáustico ataque contra la sociedad y sus dirigentes, que permitían que ocurrieran tales cosas. Acusó al Congreso y especialmente a los republicanos, reprochó a la ciudad su falta de liderazgo y atacó a los tribunales de justicia y a la burocracia. Pero reservó los ataques más duros para las clases altas, para aquellos que, teniendo dinero y poder, no hacían nada por los pobres y los enfermos. Expresaba su furia de manera clara y vehemente, pero me dio la impresión de que no se encontraba muy cómoda en un funeral.
Cuando hubo terminado, la aplaudieron. El reverendo siguió su ejemplo y se pasó un buen rato fustigando a todos los que no eran afroamericanos y tenían dinero.
Siguieron un solo, más lecturas de las Sagradas Escrituras y un emocionante himno del coro que a punto estuvo de hacerme llorar. Se inició una procesión para apoyar las manos sobre los difuntos, pero enseguida se rompió cuando los asistentes empezaron a lanzar gemidos y a acariciar los féretros. «Que los abran», gritó alguien, pero el reverendo sacudió la cabeza para indicar que no lo hiciesen.
La multitud se congregó junto al púlpito y alrededor de los ataúdes, gritando y sollozando mientras el coro elevaba el volumen de sus cantos. La abuela, acariciada y consolada por los demás, era la más ruidosa.
No podía creerlo. ¿Dónde habían estado todas esas personas durante los últimos meses de la vida de Lontae? Aquellos cuerpecillos que yacían en los ataúdes jamás habían conocido tanto amor.
Las cámaras se acercaron un poco más mientras la emoción de los asistentes se desbordaba. Lo que estaba presenciando era, por encima de todo, un espectáculo.
Al final intervino el reverendo, que consiguió restablecer el orden. Por dos mil dólares, no había estado nada mal. Me sentí orgulloso.
Volvieron a concentrarse en el exterior e iniciaron la marcha más o menos en dirección a la colina del Capitolio. Mordecai iba en el centro. Cuando doblaron la esquina, me pregunté en cuántas marchas y manifestaciones habría participado. Probablemente me hubiera contestado que no en las suficientes.
Rudolph Mayes se había convertido en socio de Drake Sweeney a la edad de treinta años, y nadie había batido todavía su récord. Si la vida seguía los derroteros que él tenía previstos, algún día sería el socio más veterano. El derecho era su vida, tal como sus tres exesposas habrían podido atestiguar. En todo lo demás era un desastre, pero en la empresa era un consumado jugador en equipo.
A las seis de la tarde estaba aguardándome en su despacho con un montón de trabajo. Polly y las secretarias se habían ido, al igual que casi todos los auxiliares y administrativos. Pasadas las cinco y media, el ajetreo del pasillo se reducía considerablemente.
Cerré la puerta y me senté.
–Creí que estabas enfermo -me dijo.
–Me voy, Rudolph -le anuncié con todo el valor de que logré hacer acopio, a pesar de que sentía un nudo en el estómago.
Puso unos libros a un lado y colocó el capuchón a su lujosa estilográfica.
–Te escucho.
–Dejo la casa. Me han hecho una oferta de trabajo en un bufete especializado en asuntos sociales.
–No seas estúpido, Michael.
–No soy estúpido. Ya lo he decidido. Y quiero marcharme de aquí causando los mínimos trastornos posibles.
–Serás socio dentro de tres años.
–He encontrado una oferta mucho mejor.
Como no se le ocurría ninguna respuesta, puso los ojos en blanco en gesto de exasperación.
–Vamos, Mike. No puedes venirte abajo por un solo incidente.
–No me he venido abajo, Rudolph. Cambio de especialidad, eso es todo.
–Ninguno de los restantes ocho rehenes lo ha hecho.
–Pues si están contentos, me alegro por ellos. Además, ya sabes que los que pertenecen al Departamento de Litigios son una raza muy rara.
–¿Adónde te vas, Michael?
–A un consultorio jurídico de las inmediaciones de Logan Circle. Se especializa en derecho de la gente sin hogar.
–¿Derecho de la gente sin hogar?
–Sí.
–¿Cuánto te pagan?
–Una auténtica fortuna. ¿Quieres hacer un donativo?
–Estás perdiendo el juicio.
–Una pequeña crisis, Rudolph. Sólo tengo treinta y dos años, así es que soy demasiado joven para las locuras de la mediana edad. Supongo que empezaré a cometer las mías muy pronto.
–Tómate un mes libre. Vete a trabajar con los sin hogar, quítate esa obsesión de la cabeza y vuelve. Es un momento terrible para dejarlo. Sabes lo atrasados que estamos en el trabajo…
–No dará resultado, Rudolph. Uno no se divierte cuando hay una red de seguridad.
–¿Que no se divierte? ¿Acaso lo haces por diversión?
–Por supuesto que sí. Imagínate lo divertido que sería trabajar sin estar pendiente del reloj.
–¿Y qué me dices de Claire? – preguntó, revelando toda la profundidad de su desesperación.
Rudolph apenas la conocía, y era la persona menos indicada de la empresa para dar consejos matrimoniales.
–Ella está bien -le contesté-. Quisiera dejarlo el viernes.
Soltó un gruñido, con expresión de derrota. Cerró los ojos y meneó lentamente la cabeza.
–No puedo creerlo.
–Lo siento, Rudolph.
Nos dimos un apretón de manos y prometimos reunirnos temprano para desayunar y discutir mis asuntos pendientes.
No quería que Polly se enterara por medio de terceros, de modo que regresé a mi despacho y la llamé. Estaba en su casa de Arlington, preparando la cena. Le estropeé el fin de semana.
Compré un poco de comida tailandesa y me la llevé al apartamento. Metí una botella de vino en la nevera, puse la mesa y empecé a ensayar mis argumentos.
Si Claire sospechaba una emboscada, no lo aparentaba. A lo largo de los años habíamos adquirido la costumbre de hacer caso omiso el uno del otro en lugar de pelearnos. Por lo tanto, nuestras tácticas distaban mucho de ser refinadas.
Sin embargo, me gustaba la idea de estar absolutamente preparado para el impacto que produciría y las bromas consiguientes. Pensé que sería tan bonito como injusto, y perfectamente aceptable dentro de los límites de un matrimonio que estaba desmoronándose.
Ya eran casi las diez; ella había comido a toda prisa horas antes, por lo que nos fuimos directamente al apartamento con una copa de vino. Coloqué más troncos en la chimenea y nos acomodamos en nuestros sillones preferidos. A los pocos minutos dije:
–Tenemos que hablar.
–¿De qué se trata? – preguntó con absoluta indiferencia.
–Pienso dejar el bufete.
–¿En serio?
Tomó un sorbo de vino. Admiré su frialdad. O bien lo esperaba o bien quería aparentar despreocupación.
–Pues sí. No puedo volver.
–¿Porqué no?
–Necesito un cambio. De repente he caído en la cuenta de que el trabajo con las empresas me resulta aburrido y carente de interés, y quiero hacer algo para ayudar a la gente.
–Qué bonito. – Claire ya estaba pensando en el dinero, y yo me preguntaba cuánto tardaríamos en mencionar el tema-. En realidad, me parece admirable, Michael.
–Te he hablado de Mordecai Green. Me ha ofrecido un trabajo en su consultorio jurídico. Empiezo el lunes.
–¿El lunes?
–Sí.
–O sea, que ya lo has decidido.
–Sí.
–Sin discutirlo conmigo. Yo no tengo voz en este asunto, ¿verdad?
–No puedo volver al bufete, Claire. Hoy se lo he dicho a Rudolph.
Otro sorbo, un leve rechinar de dientes, un destello de cólera, pero dejó que pasara. Su dominio de sí misma era asombroso.
Contemplamos el fuego, hipnotizados por las llamas anaranjadas. Ella fue la primera en romper el silencio.
–¿Puedo preguntar qué repercusión económica tendrá en nosotros?
–Cambiará algunas cosas.
–¿A cuánto asciende el nuevo sueldo?
–A treinta mil dólares anuales.
–Treinta mil dólares anuales -musitó. Después volvió a repetirlo, consiguiendo que pareciera todavía menos-. Yo gano más que eso.
Sus ingresos ascendían a treinta y un mil dólares, cifra que aumentaría de manera considerable en los años siguientes, cuando empezaría a ganar dinero a espuertas. Yo había decidido no mostrarme comprensivo si el tema económico era motivo de quejas.
–Uno no se dedica a asuntos sociales por dinero -dije, procurando no sonar como un beato-. Si no recuerdo mal, tú no estudiaste medicina pensando en hacerte rica.
Como todos los estudiantes de medicina del país, Claire había iniciado la carrera jurando que el dinero no era su principal objetivo. Quería ayudar a la humanidad, y otro tanto aseguraban los estudiantes de derecho. Todos mentíamos.
Hizo cálculos sin apartar la mirada del fuego. Deduje que debía de estar pensando en el alquiler. Era un bonito apartamento; por los dos mil cuatrocientos dólares mensuales que pagábamos podría haber sido mucho más bonito. Los muebles estaban bien. Nos enorgullecíamos de nuestra vivienda, una preciosa casa adosada situada en una calle de un barrio elegante, pero pasábamos muy poco tiempo en ella. Y raras veces teníamos invitados. La mudanza sería un reajuste, pero podríamos resistirlo.
Siempre habíamos sido sinceros en cuestiones económicas; no ocultábamos nada. Ella sabía que teníamos unos cincuenta y un mil dólares en fondos de inversión y otros doce mil en nuestra cuenta corriente. Me sorprendí de lo poco que habíamos ahorrado en seis años de matrimonio. Cuando uno circula por el carril rápido de una gran empresa, el dinero parece interminable.
–Supongo que tendremos que hacer algunos reajustes, ¿verdad? – preguntó, mirándome fríamente. La palabra «reajustes» estaba llena de insinuaciones.
–Supongo que sí.
–Estoy cansada -dijo.
Apuró el contenido de su vaso y se fue al dormitorio.
Qué penoso, pensé. Ni siquiera podíamos hacer acopio del suficiente rencor como para pelearnos en toda regla.
Como es natural, yo era plenamente consciente de mi nueva situación en la vida. Era una historia maravillosa: un joven y ambicioso abogado se convierte en defensor de los pobres; vuelve la espalda a una importante empresa para trabajar gratuitamente. Aunque pensara que estaba perdiendo el juicio, Claire no había podido criticar a un santo.
Coloqué otro tronco en la chimenea, volví a llenar mi copa y me quedé dormido en el sofá.
Tenía una noticia extraordinaria que darme. La víspera había hablado con Arthur y estaban preparando una propuesta de concesión de año sabático. La empresa añadiría un complemento equivalente al sueldo que me había ofrecido el consultorio jurídico. Era una causa muy digna y ellos se empeñarían aún más en la protección de los derechos de los pobres. Me nombrarían abogado de oficio de la empresa durante un año, y de esa manera todos se librarían de su mala conciencia. Regresaría con las pilas cargadas, habría apagado mi sed de justicia y podría dedicar una vez más mi talento a la mayor gloria de Drake Sweeney.
La idea me impresionó y emocionó; no podía rechazarla sin más. Prometí tomar una decisión cuanto antes. Me advirtió de que la proposición tendría que ser aprobada por la junta directiva, puesto que yo no era socio.
La empresa jamás había considerado la posibilidad de conceder un permiso semejante a alguien que no lo fuese.
Rudolph deseaba con toda el alma que yo me quedara, y en ello no entraba para nada la amistad. Nuestro departamento tenía tanto trabajo que necesitábamos por lo menos otros dos asociados con la misma experiencia que yo. Era un mal momento para marcharme, pero no me importaba. La empresa tenía ochocientos abogados. Encontrarían a las personas que necesitaban.
El año anterior yo había facturado casi setecientos cincuenta mil dólares, por eso estaba desayunando en su elegante comedor privado y escuchaba los planes urgentes que habían ideado para conservarme. Tenía su lógica que tomaran mi sueldo anual, se lo echaran a los indigentes o a cualquier otra obra de caridad que yo quisiera y, al cabo de un año, me atrajeran de nuevo a la empresa por medio de halagos.
En cuanto terminó de exponerme la idea del año sabático, empezamos a revisar los asuntos más urgentes de mi despacho. Estábamos elaborando una lista de las cosas que se tenían que hacer, cuando Braden Chance se sentó a una mesa cerca de la nuestra. Al principio no me vio. Había una docena de socios desayunando, la mayoría de ellos solos y profundamente enfrascados en la lectura de la prensa matinal. Procuré no prestarle atención, pero finalmente volví la mirada hacia él y advertí que me observaba con rabia.
–Buenos días, Braden -dije en voz alta, provocándole un sobresalto y obligando a Rudolph a volverse para ver de quién se trataba.
Chance asintió con la cabeza en silencio y, de repente, dedicó toda su atención a una tostada.
–¿Lo conoces? – me preguntó Rudolph en voz baja.
–He hablado con él -contesté.
Durante nuestra breve reunión en su despacho, Chance me había preguntado el nombre de mi socio supervisor. Yo le había dicho que era Rudolph. Estaba claro que no había presentado ninguna queja.
–Es un estúpido -susurró Rudolph.
Era una opinión unánime. Pasó una página, se olvidó inmediatamente de Chance y siguió adelante. Había un montón de trabajo sin terminar en mi despacho.
No podía quitarme de la cabeza a Chance y el expediente del desahucio. Tenía un aspecto casi femenino; su piel era muy pálida, sus rasgos extremadamente delicados y su porte frágil. No podía imaginármelo en las calles, examinando almacenes abandonados llenos de squatters y ensuciándose las manos para cerciorarse de que el trabajo se hubiera hecho a conciencia. Claro que él jamás hacía nada semejante; de eso se encargaban sus auxiliares. Chance permanecía sentado en su despacho supervisando el papeleo y cobrando varios cientos de dólares por hora mientras los Héctor Palma de la empresa se encargaban de los detalles más desagradables. Chance almorzaba y jugaba al golf con los ejecutivos de RiverOaks; ése era su papel como socio.
Probablemente no conocía los nombres de las personas desalojadas del almacén de RiverOaks – TAG. ¿Por qué iba a conocerlos? Eran unos simples intrusos sin nombre, rostro ni hogar. No estaba allí con la policía cuando los sacaron a rastras de sus pequeñas viviendas y los echaron a la calle. Pero quizás Héctor Palma lo hubiese visto.
Además, si Chance ignoraba los nombres de Lontae Burton y su familia, mal podía establecer una relación entre el desahucio y sus muertes. O era probable que ahora los conociese, que alguien se lo hubiera dicho.
Las preguntas tendría que responderlas Palma, y muy pronto por cierto. Estábamos a miércoles. Yo me iba el viernes.
Rudolph dio por terminado nuestro desayuno a las ocho, justo a tiempo para asistir a otra reunión con unas personas muy importantes. Me fui a mi despacho y me puse a leer el Post. Publicaba una estremecedora fotografía de los cinco ataúdes cerrados en el interior del templo y un detallado reportaje acerca de la ceremonia religiosa y la marcha que se había organizado a continuación.
Había también un editorial, muy bien escrito, en el que se desafiaba a todos los que teníamos comida y techo a que pensáramos en las Lontae Burtons de nuestra ciudad. Tales personas no desaparecerían. Era imposible barrerlas de las calles y depositarlas en algún lugar oculto para que no tuviéramos que verlas. Vivían en coches, en chabolas, se morían de frío en improvisadas tiendas de campaña, dormían en los bancos de los parques a la espera de que les concedieran una cama en los abarrotados y a veces peligrosos centros de acogida. Compartíamos la misma ciudad; ellas formaban parte de nuestra sociedad. Si nosotros no las ayudábamos, su número se multiplicaría. Y seguirían muriéndose en nuestras calles. Recorté el editorial, lo doblé y me lo guardé en el billetero.
A través de los auxiliares logré establecer contacto con Héctor Palma. No habría sido prudente abordarlo de modo directo, ya que lo más probable era que Chance estuviese al acecho.
Nos reunimos en la biblioteca principal del tercer piso entre montones de libros, lejos de las cámaras del servicio de seguridad y de las miradas indiscretas de los demás. Estaba extremadamente nervioso.
–¿Ha dejado usted la carpeta en mi escritorio? – le pregunté a bocajarro.
No había tiempo para insinuaciones.
–¿Qué carpeta? – preguntó a su vez, mirando en todas direcciones como si unos pistoleros nos estuvieran siguiendo.
–La de los desahucios de RiverOaks – TAG. Fue usted quien se encargó de este asunto, ¿verdad?
Palma ignoraba si yo sabía mucho o poco.
–Sí -contestó.
–¿Dónde está el expediente?
Sacó un libro de un estante, como si estuviera estudiando algo.
–Chance conserva todos los expedientes.
–¿En su despacho?
–Sí; guardados bajo llave en un archivador.
Hablábamos prácticamente en susurros. Yo no estaba preocupado por aquel encuentro, pero aun así empecé a mirar alrededor. Cualquiera que nos hubiese observado habría comprendido de inmediato que estábamos tramando algo.
–¿Qué hay en el expediente? pregunté.
–Cosas malas.
–Cuénteme.
–Tengo mujer y cuatro hijos. No quiero que me despidan.
–Le doy mi palabra.
–Usted se va. ¿Qué le importa lo que ocurra?
Las noticias se propagaban con rapidez, pero no me sorprendía. A menudo me preguntaba quién contaba más chismes, si los abogados o sus secretarias. Probablemente los auxiliares.
–¿Por qué dejó la carpeta en mi escritorio? pregunté.
Sacó otro libro y advertí que le temblaba la mano.
–No sé de qué me habla.
Pasó unas cuantas páginas y se alejó hacia el fondo del pasillo. Yo lo seguí tras cerciorarme de que no había nadie cerca. Se detuvo y sacó otro libro; a pesar de todo, estaba deseando hablar.
–Necesito ese expediente le dije.
–No lo tengo.
–Pues entonces ¿cómo puedo conseguirlo?
–Tendrá que robarlo.
–Muy bien. ¿Dónde encuentro la llave?
Estudió mi rostro por un instante, tratando de establecer hasta qué punto yo hablaba en serio.
–No tengo la llave -dijo.
–¿De dónde ha sacado la lista de los desalojados?
–No sé de qué me habla.
–Sí, lo sabe. Usted la puso encima de mi escritorio.
–Está usted loco contestó al tiempo que se alejaba.
Esperé a que se detuviera, pero siguió caminando entre las estanterías, pasó por delante de las abarrotadas hileras y del mostrador de la entrada y abandonó la biblioteca.
Al contrario de lo que le había hecho creer a Rudolph, yo no tenía la menor intención de romperme la cabeza durante mis últimos tres días en la empresa. En lugar de ello, cubrí mi escritorio de basura antimonopolio, cerré la puerta, fijé la vista en la pared y pensé con una sonrisa en todas las cosas que dejaba atrás. La tensión iba esfumándose a medida que respiraba hondo. Ya basta de trabajar con un cronómetro ajustado alrededor del cuello. Ya basta de semanas de ochenta horas por temor a que mis ambiciosos compañeros las hicieran de ochenta y cinco. Ya basta de lamerles el culo a los de arriba. Ya basta de pesadillas acerca de la posibilidad de que me cerraran en las narices la puerta de la categoría de socio.
Llamé a Mordecai y acepté oficialmente el trabajo. Soltó una carcajada y comentó en broma que ya encontraría la manera de pagarme. Empezaría el lunes, pero él quería que me pasara antes por el consultorio para orientarme un poco. Me imaginé el interior de las oficinas de la calle Catorce y me pregunté cuál de aquellos vacíos y atestados despachos me asignarían.
Hacia el final de la tarde recibí una tras otra las solemnes despedidas de unos amigos y compañeros absolutamente convencidos de que me había vuelto loco.
Lo resistí muy bien. A fin de cuentas, había emprendido el camino de la santidad.
Entretanto, mi mujer estaba visitando a una abogada especialista en divorcios con fama de ser una implacable exprimidora de cojones.
Cuando regresé a casa a las seis, más temprano que de costumbre, estaba esperándome. Hallé la mesa de la cocina cubierta de notas y hojas impresas. Al lado había una calculadora. Claire se mostraba fría y parecía muy bien preparada. Esta vez caí en la trampa.
–Sugiero que nos divorciemos por diferencias inconciliables dijo cordialmente. No reñimos ni vivimos reprochándonos cosas. Ambos reconocemos sin necesidad de palabras que nuestro matrimonio ha terminado.
Hizo una pausa, a la espera de que yo dijera algo. No podía simular sorpresa. Ella había tomado una decisión; ¿de qué habría servido poner reparos? Tenía que aparentar tanta sangre fría como ella.
–Claro -dije con la mayor indiferencia posible.
El hecho de poder mostrarme finalmente sincero me producía cierta sensación de alivio, pero me molestaba que ella tuviera más deseos de divorciarse que yo.
Para conservar su posición de fuerza, me comentó su reunión con Jacqueline Hume, su nueva abogada especialista en divorcios, soltándome el nombre como si fuera una descarga de mortero y añadiendo, para mi información, las interesadas opiniones que su portavoz había expresado.
–¿Por qué has contratado a una abogada? pregunté, interrumpiéndola.
–Quiero tener la certeza de que estoy protegida.
–¿Y crees que yo me aprovecharía de ti?
–Tú eres abogado. Quiero un abogado. Así de sencillo.
–Habrías podido ahorrarte un montón de dinero si no la hubieras contratado dije, tratando de mostrarme un poco agresivo. A fin de cuentas, aquello era un divorcio.
–Pero me siento mucho mejor ahora que lo he hecho.
Me entregó el documento A, una hoja de trabajo donde constaban nuestros activos y nuestros pasivos. El documento B era una propuesta de división de ambas cosas.
Como era de esperar, Claire pretendía quedarse con la mayor parte. Teníamos doce mil dólares en efectivo y quería la mitad para pagar el préstamo bancario de su coche. A mí me dejarían dos mil quinientos dólares de lo que quedara. No se hablaba para nada de los dieciséis mil dólares que aún debía por mi Lexus. Ella quería cuarenta mil dólares de los cincuenta mil que teníamos en fondos de inversión. Por mi parte, yo podía quedarme con mi plan de pensión.
–No me parece un reparto muy equitativo dije.
–No, no lo es me replicó con toda la confianza de quien cuenta con la ayuda de un perro de presa.
–¿Por qué no?
–Porque yo no soy quien está pasando por una crisis existencial.
–O sea, que la culpa es mía…
–Aquí no se le está echando la culpa a nadie. Nos repartimos los bienes. Debido a motivos que sólo tú conoces, has decidido reducir tus ingresos anuales en noventa mil dólares. ¿Por qué tendría yo que sufrir las consecuencias? Mi abogada confía en convencer al juez de que tu actuación nos ha perjudicado económicamente. Si tú quieres volverte loco, muy bien; pero no esperes que yo me muera de hambre.
–No es muy probable que eso ocurra.
–No pienso discutir.
–Yo tampoco discutiría si me quedara con todo.
Me sentía obligado a crear dificultades. No podíamos gritar ni arrojarnos los trastos por la cabeza. No teníamos la menor intención de echarnos a llorar. No podíamos hacernos hirientes acusaciones de aventuras extraconyugales o consumo de sustancias químicas. ¿Qué clase de divorcio era aquél?
Uno muy estéril. No me hizo caso y siguió estudiando su lista de notas, preparada sin duda por su abogada.
–El contrato de alquiler expira el 13 de junio y yo me quedaré aquí hasta entonces. Son diez mil dólares de alquiler.
–¿Cuándo quieres que me vaya?
–Cuanto antes.
–Muy bien.
Si ella quería que me fuera, yo no pensaba suplicarle que me permitiese quedarme. Era un ejercicio de arrogancia. ¿Cuál de los dos podía mostrar más desdén por el otro?
Estuve casi a punto de decir una estupidez como: «¿Piensas traer a alguien?»
Quería sacarla de quicio, contemplar cómo se desvanecía su altivez. Pero conservé la frialdad.
–Mañana mismo me voy dije.
No supo qué contestar, pero no frunció el entrecejo.
–Por qué te consideras con derecho a quedarte con el ochenta por ciento de los fondos de inversión? le pregunté a continuación.
–No es el ochenta por ciento. Me gastaré diez mil en el alquiler, otros tres mil en artículos de consumo y dos mil en la liquidación de las tarjetas de crédito que están a nombre de ambos. Además, tendremos que pagar unos seis mil dólares de impuestos de la declaración conjunta. Eso suma un total de veintiún mil dólares.
El documento C era una exhaustiva lista de las propiedades personales, empezando con el estudio y terminando con el dormitorio vacío. Puesto que ninguno de los dos se atrevería a discutir por las sartenes y las cacerolas, el reparto fue de lo más amistoso.
–Quédate lo que quieras -dije varias veces, sobre todo cuando estábamos repartiéndonos las toallas y la ropa de cama.
Nos intercambiamos varias cosas con suma amabilidad. Mi actitud en relación con ciertos objetos se debió más a la desgana de moverlos de lugar que al orgullo de poseerlos.
Yo quería un televisor y unos cuantos platos. La soltería se me había echado repentinamente encima y tenía dificultades para enfrentarme con la perspectiva de amueblar una nueva casa.
Ella, en cambio, se había pasado horas viviendo en el futuro.
Pero era justa. Terminamos con el engorro del documento C y declaramos haber hecho un reparto equitativo. Firmaríamos un acuerdo de separación, esperaríamos seis meses, compareceríamos juntos ante un tribunal y disolveríamos legalmente nuestra unión.
La erosión del matrimonio había sido lenta pero segura. El cambio de nuestras carreras nos había golpeado como una bala. Las cosas estaban moviéndose con excesiva rapidez, y yo no podía detenerlas.
No habría ninguna red de seguridad. La puerta se cerraría de golpe cuando yo la franqueara.
–¿Estás seguro de que sabes lo que haces? – me preguntó, de pie delante de mi escritorio. A su lado, en el suelo, había dos grandes cajas de embalaje. Polly ya había empezado a recoger mis trastos.
–Estoy seguro -contesté con una sonrisa. No te preocupes por mí.
–Lo he intentado.
–Gracias, Rudolph.
Se fue sacudiendo la cabeza.
Después de la personalidad oculta que Claire me había revelado la víspera, otros pensamientos más urgentes que el año sabático ocupaban mi mente. Estaba a punto de divorciarme, de recuperar la soltería y de convertirme en un sin hogar.
De pronto, empecé a preocuparme por un nuevo apartamento y no digamos por el nuevo empleo, el nuevo despacho y la nueva carrera. Cerré la puerta y eché un vistazo a la sección inmobiliaria de los anuncios clasificados.
Vendería el coche y me libraría del pago de los cuatrocientos ochenta dólares mensuales. Me compraría un cacharro, lo aseguraría al máximo y esperaría a que desapareciera en la oscuridad de mis nuevos barrios. Si quería disfrutar de un apartamento aceptable en el distrito de Columbia, estaba claro que buena parte de mi nuevo sueldo sería para el alquiler.
Salí a almorzar temprano y me pasé dos horas examinando rápidamente varias buhardillas del centro de Washington. La más barata era una pocilga de mil cien dólares mensuales, demasiado cara para un abogado de los sin hogar.
A mi regreso del almuerzo me esperaba sobre el escritorio otra sencilla carpeta de cartulina tamaño folio sin ninguna indicación en la parte exterior. Dentro encontré dos llaves fijadas con cinta adhesiva a la parte izquierda y una nota mecanografiada grapada a la derecha. La nota rezaba: «La llave de arriba es la de la puerta de Chance. La de abajo es la del archivador que hay debajo de la ventana. Copie y devuelva. Cuidado, Chance es muy desconfiado. Pierda las llaves.»
Polly apareció de inmediato, tal como solía hacer siempre; sin llamar y sin hacer el menor ruido: una simple presencia fantasmagórica en la estancia. Hacía pucheros y no me prestó la menor atención. Llevábamos cuatro años juntos y, según afirmaba, mi partida la desconsolaba. En realidad, no estábamos muy unidos. En cuestión de días la asignarían a otro abogado. Era una persona muy agradable, pero la menor de mis preocupaciones.
Cerré rápidamente la carpeta sin saber si ella la había visto. Esperé un instante mientras se encargaba de ordenar mis cajas.
No la mencionó, lo que significaba que no había visto nada. Pero, puesto que veía todo lo que ocurría en el pasillo en las inmediaciones de mi despacho, no acertaba a imaginar de qué manera Héctor o quien fuera había entrado y salido sin ser visto.
Barry Nuzzo, compañero de secuestro y amigo, entró para mantener una conversación muy seria conmigo. Cerró la puerta y rodeó las cajas. Como no me apetecía hablar de mi partida, le comenté lo de Claire. Su esposa y ella eran de Providence, circunstancia que en Washington parecía curiosamente significativa. Habíamos salido juntos algunas veces a lo largo de los años, pero la amistad del grupo había seguido el mismo camino que mi matrimonio.
Se sorprendió, se entristeció y después pareció que se lo tomaba bastante bien.
–Estás pasando un mal mes -dijo. Lo lamento.
–He desatendido demasiadas cosas -repuse.
Hablamos de los viejos tiempos, de los hombres que habían entrado y salido. No nos habíamos reunido para comentar el incidente de Señor con una cerveza en la mano, lo que me parecía extraño. Dos amigos se enfrentan juntos con la muerte, salen ilesos y después están demasiado ocupados como para ayudarse mutuamente a superar las consecuencias.
Al final, llegamos a ello; era difícil evitarlo estando las cajas de embalaje en el suelo. Comprendí que el motivo de nuestra conversación era el incidente del secuestro.
–Siento haberte defraudado -dijo.
–Por Dios, Barry.
–No, de veras. Debería haber estado a tu lado.
–¿Por qué?
–Porque es evidente que has perdido la razón -contestó, y soltó una carcajada.
Traté de seguirle la corriente.
–Sí, supongo que ahora estoy un poco chiflado, pero lo superaré.
–No, lo digo en serio, me han comentado que tienes dificultades. Quise localizarte la semana pasada, pero te habías ido. Estaba preocupado por ti, pero tenía un juicio, como de costumbre.
–Lo sé.
–Me remuerde la conciencia por no haberte echado una mano, Mike. Te pido perdón.
–Vamos, no digas disparates.
–Todos nos llevamos un susto de muerte, pero a ti habrían podido matarte.
–Habrían podido matarnos a todos, Barry. Un disparo errado y, zás… Será mejor que lo olvidemos.
–Lo último que vi mientras corríamos hacia la puerta fue a ti gritando en el suelo con la cara cubierta de sangre. Pensé que habías resultado herido. Salimos atropelladamente, unas personas nos agarraron entre gritos y pensé que de un momento a otro iba a producirse una explosión. Mike está ahí dentro, me dije, y está herido. Nos detuvimos junto a los ascensores. Alguien nos libró de las ataduras y yo me volví justo en el momento en que los policías te agarraban. Recuerdo la sangre. Toda aquella maldita sangre.
Permanecí en silencio. Barry necesitaba desahogarse para tranquilizar su espíritu. Podría decirles a Rudolph y a los demás que, por lo menos, había intentado disuadirme de mi propósito.
Mientras bajábamos, no cesaba de preguntarme si estarías herido. Nadie podía contestarme. Creo que transcurrió una hora antes de que alguien me dijera que estabas bien. Quería llamarte al regresar a casa, pero los niños no me dejaban en paz. Debería haberlo hecho.
–No te preocupes.
–Perdona, Mike.
–Por favor, no vuelvas a repetirlo. Ya pasó. Habríamos podido pasarnos días enteros hablando de ello y nada hubiera cambiado.
–¿Cuándo comprendiste que querías irte?
Tuve que reflexionar por un instante. La respuesta sincera habría sido en aquel momento del domingo en que Bill retiró las sábanas y vi a mi pequeño amigo Ontario finalmente en paz. En aquel preciso instante, en el depósito de cadáveres de la ciudad, me convertí en otra persona.
–Este fin de semana contesté sin dar más explicaciones.
No las necesitaba.
Sacudió la cabeza como si él fuera el culpable de que aquellas cajas de embalaje estuviesen allí. Decidí ayudarlo.
–No habrías podido impedir que lo hiciera, Barry. Nadie habría podido impedirlo.
Asintió lentamente con la cabeza porque estaba empezando a comprenderlo un poco. El cañón de una pistola en la cara, el reloj se detiene y las prioridades emergen de repente: Dios, la familia, los amigos. El dinero pasa a ocupar el último lugar. La firma y la profesión se desvanecen mientras pasan los horribles segundos y uno se da cuenta de que aquél podría ser el último día de su vida.
–¿Y tú? pregunté. – ¿Cómo estás?
La firma y la profesión ocupan durante unas cuantas horas el último lugar.
–Empezamos un juicio el martes. De hecho, estábamos preparándolo cuando Señor nos interrumpió. No podíamos pedirle al juez un aplazamiento porque el cliente llevaba cuatro años esperando, y no habíamos resultado heridos, al menos físicamente; de modo que pisamos el acelerador, empezamos el juicio y no aminoramos la marcha. Aquel juicio nos salvó.
Por supuesto que sí. El trabajo es la terapia e incluso la salvación en Drake Sweeney. Sentí deseos de gritárselo, pues dos semanas atrás yo habría afirmado lo mismo.
–Estupendo dije. – Qué bonito. O sea, que estás bien, ¿verdad?
–Pues claro.
Era un especialista en litigios, un luchador viril con la piel curtida. Además, tenía tres hijos, lo que significaba que el lujo de un cambio a los treinta y tantos estaba descartado.
De repente, el reloj lo llamó. Nos dimos un apretón de manos, nos abrazamos e hicimos las consabidas promesas de mantenernos en contacto.
Mantuve la puerta cerrada para poder contemplar la carpeta y decidir qué iba a hacer. No tardé en llegar a ciertas suposiciones. Una, las llaves funcionaban. Dos, no era una trampa; yo no tenía enemigos conocidos y, de todos modos, me iba. Tres, el expediente estaba efectivamente en el despacho, en el cajón del fondo del archivador que había debajo de la ventana. Cuatro, se podía sacar sin que nadie lo viera. Cinco, se podía copiar en poco tiempo. Seis, se podía devolver como si nada hubiera ocurrido. Siete, y lo más importante, contenía pruebas demoledoras.
Lo anoté todo en un cuaderno. La retirada del expediente habría sido un motivo de despido inmediato, pero eso me daba igual. Lo mismo habría ocurrido en caso de que me hubiesen sorprendido en el despacho de Chance con una llave no autorizada.
La copia sería un reto. Puesto que ningún expediente del bufete tenía menos de dos centímetros y medio de grosor, tendría que fotocopiar probablemente unas cien páginas, suponiendo que lo copiase todo, por lo que tendría que pasarme varios minutos junto a la fotocopiadora, a la vista de todo el mundo. Sería demasiado peligroso. Las copias las hacían las secretarias y los administrativos, no los abogados. Las máquinas eran de alta tecnología, es decir, muy complicadas, y seguramente quedarían bloqueadas en el preciso instante en que yo apretara un botón. Además, estaban codificadas, lo cual significaba que había que pulsar unos botones determinados para que cada copia fuese facturada a un cliente. Y estaban situadas en zonas abiertas. No recordaba que hubiera ninguna fotocopiadora en un rincón. Quizá lograra encontrar alguna en otra sección de la empresa, pero mi presencia allí resultaría sospechosa.
Tendría que abandonar el edificio con el expediente y rozar los límites de un acto delictivo. Sin embargo, yo no robaría el expediente, sino que lo pediría prestado, sencillamente.
A las cuatro crucé el Departamento Inmobiliario con la camisa arremangada y un montón de expedientes en las manos, como si tuviera algún asunto importante que resolver allí. Héctor no estaba en su escritorio. Braden Chance se encontraba en su despacho con la puerta entreabierta, hablando por teléfono con su voz de hijo de puta. Una secretarla me miró sonriendo cuando pasé por su lado. No vi ninguna cámara de seguridad vigilando desde arriba. En algunas plantas las había y en otras no. ¿Quién habría querido quebrantar la seguridad en el Departamento Inmobiliario?
Me fui a las cinco. Me compré unos bocadillos en una tienda de comida preparada y me dirigí hacia mi nuevo despacho.
Mis socios aún estaban allí, esperándome. Sofía esbozó incluso una sonrisa cuando nos dimos un apretón de manos, pero sólo por un instante.
–Bienvenido a bordo -me dijo Abraham con la cara muy seria, como si yo estuviera subiendo a un barco que se hundía.
Mordecai agitó los brazos, señalándome una pequeña oficina al lado de la suya.
–¿Qué tal? dijo. Suite E.
–Muy bonito -contesté, entrando en mi nuevo despacho.
Era aproximadamente la mitad de grande que el que yo acababa de dejar. Mi antiguo escritorio no habría cabido allí. Había cuatro archivadores junto a la pared, cada uno de un color distinto. La única iluminación procedía de una bombilla que colgaba del techo. No vi ningún teléfono.
–Me gusta -dije, y no mentía.
–Mañana pondremos un teléfono -anunció, bajando la persiana sobre una unidad de corriente alterna instalada en una ventana. Eso lo ocupó por última vez un joven abogado llamado Banebridge.
–¿Qué fue de él?
–No sabía manejar el dinero.
Estaba oscureciendo y Sofía parecía deseosa de marcharse. Abraham se retiró a su despacho. Mordecai y yo nos sentamos ante mi escritorio y cenamos los bocadillos que yo había llevado y el pésimo café que él había preparado.
La fotocopiadora era un voluminoso artilugio de los años ochenta sin los paneles de codificación y los silbidos y timbres que tenía los de mi anterior bufete. Estaba en un rincón de la sala principal, cerca de uno de los cuatro escritorios cubiertos de viejos expedientes.
–¿A qué hora se va usted hoy por la noche? – le pregunté a Mordecai entre bocado y bocado.
–No lo sé. Dentro de una hora, quizá. ¿Por qué?
–Simple curiosidad. Regresaré a Drake Sweeney y me quedaré allí un par de horas; quieren que termine unos asuntos urgentes. Después me gustaría traer aquí, esta misma noche, los trastos de mi despacho. ¿Sería posible?
Mordecai estaba masticando. Introdujo la mano en un cajón, sacó un llavero con tres llaves y me lo lanzó.
–Entre y salga cuando quiera me dijo.
–¿Será seguro?
–No. Tenga cuidado. Aparque allí fuera, lo más cerca posible de la puerta, camine rápido y cierre la puerta con llave. – Debió de leer el temor en mis ojos, pues añadió: -Uno se acostumbra. Ánimo.
A las seis y media regresé valerosamente a mi coche. La acera estaba desierta; no hubo gamberros, disparos ni arañazos en mi Lexus. Me sentí orgulloso mientras abría la portezuela y me alejaba de aquel lugar. A lo mejor lograba sobrevivir en las calles.
El camino de vuelta a Drake Sweeney me llevó once minutos. Si tardaba media hora en copiar el expediente, éste permanecería fuera del despacho de Chance aproximadamente una hora. Suponiendo que todo fuera bien. Y él jamás se enteraría. Esperé hasta las ocho, y entonces bajé como el que no quiere la cosa al Departamento Inmobiliario otra vez con la camisa arremangada, como si estuviera trabajando.
Los pasillos se hallaban desiertos. Llamé con los nudillos a la puerta del despacho de Chance y no obtuve respuesta. Después comprobé la situación en todos los despachos, llamando primero con suavidad y después más fuerte y haciendo girar finalmente el tirador.
Aproximadamente la mitad de ellos estaban cerrados con llave. A la vuelta de cada esquina busqué la posible presencia de cámaras de seguridad. Miré en las salas de juntas y los servicios de secretaría. No había ni un alma.
La llave del despacho era exactamente igual que la mía, del mismo color y tamaño. Funcionaba perfectamente, y enseguida me encontré en un despacho a oscuras y me enfrenté con el dilema de si encender las luces o no. Una persona que circulara con su automóvil no podría decir cuál de los despachos se había iluminado de repente, y dudaba que alguien desde el pasillo pudiera ver un rayo de luz por debajo de la puerta. Además, estaba todo muy oscuro y yo no llevaba linterna. Cerré la puerta, encendí la luz, me acerqué directamente al archivador que había bajo la ventana y lo abrí con la segunda llave. Me arrodillé y abrí el cajón.
Había docenas de expedientes, todos relacionados con RiverOaks y perfectamente ordenados según un método extremadamente preciso. Chance y su secretaria estaban muy bien organizados, cualidad que nuestra empresa apreciaba mucho. Un grueso expediente llevaba la etiqueta «RiverOaks/TAG Inc.». Lo saqué con cuidado y empecé a hojearlo. Quería asegurarme de que era el que yo buscaba.
«¡Eh!», gritó de pronto una voz masculina en el pasillo, pegándome un susto.
Otra voz masculina contestó desde varias puertas más abajo y dos hombres se pusieron a conversar muy cerca de la puerta del despacho de Chance. Hablaban de baloncesto.
Con paso vacilante me acerqué a la puerta. Apagué la luz y presté atención. Después me pasé diez minutos sentado en el espléndido sofá de cuero de Chance. Si me veían abandonar el despacho con las manos vacías, nadie podría acusarme de nada. Aún quedaba un día para que me fuese; claro que entonces tampoco tendría el expediente.
¿Y si alguien me veía salir con aquellos documentos? Estaría perdido.
Examiné desesperadamente la posibilidad de verme atrapado en distintas situaciones. Ten paciencia, me dije. Se irán. Al tema del baloncesto siguió el de las chicas. Ninguno de los dos parecía casado; probablemente fuesen estudiantes de la Facultad de Derecho de Georgetown que trabajaban por las noches. Sus voces no tardaron en perderse en la distancia.
Cerré el cajón en la oscuridad y me hice con el expediente. Cinco minutos, seis, siete, ocho. Abrí rápidamente la puerta, asomé muy despacio la cabeza y miré a un lado y a otro del pasillo. No había nadie. Pasé por delante del escritorio de Héctor y me dirigí hacia la zona de recepción, apurando el paso con indiferencia.
–¡Eh! – gritó alguien a mi espalda.
Doblé una esquina y volví la cabeza justo a tiempo para ver a un tipo acercarse a mí. La puerta más cercana daba acceso a una pequeña biblioteca. Entré; afortunadamente, estaba a oscuras. Avancé entre las estanterías de libros hasta que encontré otra puerta en el fondo. La abrí y en el extremo opuesto de un corto pasillo vi una puerta sobre la cual había una señal de salida. La franqueé. Pensando que sería más rápido bajar las escaleras que subirlas, hice lo primero a toda prisa a pesar de que mi despacho estaba dos pisos más arriba. Si por casualidad el tipo me había reconocido, lo más probable era que fuese a buscarme allí.
Salí a la planta baja casi sin resuello. No quería que nadie me viera, en especial el guardia de seguridad que vigilaba junto a los ascensores para impedir la entrada de gente de la calle. Me dirigí hacia una salida lateral, la que Polly y yo utilizamos para esquivar a los reporteros la noche en que Señor murió de un disparo. Hacía un frío glacial y eché a correr hacia mi automóvil, sin chaqueta y bajo una ligera llovizna.
Los pensamientos de un torpe ladrón primerizo. Había cometido una gran estupidez. Sin embargo, no me habían atrapado. Nadie me había visto salir del despacho de Chance. Nadie sabía que tenía en mi poder un expediente que no era mío.
No debería haber corrido. Al oír el grito del hombre, habría tenido que detenerme, intercambiar unas palabras con él, comportarme como si tal cosa y, en caso de que él hubiera insistido en que le mostrase el expediente, reprenderlo y ordenarle que se marchara. Probablemente era uno de los estudiantes que trabajaban como pasantes.
Pero ¿por qué había gritado de aquella manera? Si no me conocía, ¿por qué había querido detenerme cuando me vio al otro extremo del pasillo? Enfilé rápidamente la avenida Massachusetts para hacer la copia y devolver cuanto antes los documentos al lugar que les correspondía. Más de una vez me había pasado toda la noche allí, de modo que si tenía que esperar hasta las tres de la madrugada para poder entrar subrepticiamente en el despacho de Chance, lo haría. Me tranquilicé un poco. No podía saber que una detención por tráfico de droga acababa de fallar, que un policía había resultado herido y que el jaguar de un traficante estaba bajando a toda velocidad por la calle Dieciocho. Había visto el semáforo en verde en New Hampshire, pero a los chicos que habían disparado contra el policía les importaba un bledo el reglamento de tráfico. Vi el Jaguar como una mancha borrosa a mi izquierda y, de repente, la bolsa de aire me estalló en la cara.
Cuando recuperé el conocimiento, la portezuela de mi lado se me estaba clavando en el hombro izquierdo. Unos rostros negros me miraban a través de la ventanilla rota. Oí unas sirenas y volví a desmayarme.
Un enfermero me desabrochó el cinturón de seguridad y entre varios me sacaron por encima del tablero de instrumentos a través de la portezuela del acompañante.
–No veo sangre -dijo alguien.
–¿Puede caminar? – me preguntó otro enfermero.
Me dolían el hombro y las costillas. Traté de levantarme, pero las piernas no me respondían.
–Estoy bien -contesté, sentándome en el borde de la litera. A mi espalda había un barullo tremendo, pero yo no podía volverme. Me ataron con unas correas y, mientras me introducían en la ambulancia, vi el jaguar volcado y rodeado de agentes de la policía y miembros del equipo de primeros auxilios. Estoy bien, estoy bien repetía una y otra vez mientras me tomaban la tensión.
Nos habíamos puesto en marcha; el ulular de la sirena sonaba cada vez más débil.
Me llevaron a la sala de urgencias del Centro Médico de la Universidad George Washington. Las radiografías no revelaron ninguna fractura. Estaba magullado y me dolía todo el cuerpo. Me atiborraron de analgésicos y me trasladaron en camilla a una habitación.
Desperté en medio de la noche. Claire estaba durmiendo en una silla, junto a mi cama.
Parecíamos absolutamente normales y felices, una encantadora pareja cuyos miembros se profesaban un profundo afecto. Me quedé dormido preguntándome por qué razón estábamos divorciándonos.
Una enfermera me despertó a las siete y me entregó la nota. Volví a leerla mientras ella me hablaba del mal tiempo nieve y cellisca y me tomaba nuevamente la tensión. Le pedí un periódico. Me lo trajo treinta minutos más tarde, junto con los cereales del desayuno. El reportaje ocupaba la primera plana de la sección de información metropolitana. El agente de la brigada antidroga había recibido varios disparos en el transcurso de un tiroteo; su estado era muy grave. Había matado a un traficante. El segundo traficante, el conductor del jaguar, había muerto en la escena del accidente en circunstancias todavía no aclaradas. A mí no me mencionaba para nada, lo que me parecía muy bien.
Si yo no me hubiera visto envuelto en el tiroteo, éste habría sido uno de los muchos que se producían entre la policía y los traficantes de droga, y no le habría dado la menor importancia. Bienvenido a las calles. Traté de convencerme de que lo mismo habría podido ocurrirle a cualquier profesional del distrito de Columbia, pero no era fácil. Circular de noche por aquella zona de la ciudad equivalía a buscarse problemas.
La parte superior del brazo izquierdo estaba hinchada y medio azulada. El hombro y la clavícula estaban rígidos y sensibles al tacto. Las costillas sólo me dolían cuando respiraba, pero estaban tan magulladas que no podía moverme. Me dirigí al cuarto de baño donde, tras hacer mis necesidades, me miré en el espejo. Una bolsa de aire es una pequeña bomba. El impacto da de lleno en el rostro y el pecho; pero los daños eran mínimos: los ojos y la nariz un poco hinchados y el labio superior con una forma ligeramente distinta. Todo aquello desaparecería durante el fin de semana.
La enfermera regresó con otras pastillas. Le pedí que las identificara una por una y me negué a tomarlas en redondo; eran para el dolor y la rigidez, y yo quería tener la mente muy clara. El médico se presentó hacia las siete y media para echar un rápido vistazo. No tenía nada roto ni desgarrado, de modo que mis horas como paciente estaban contadas. Me sugirió otra tanda de radiografías para estar más seguro. Intenté negarme también a eso, pero ya había discutido la cuestión con mi mujer.
Me pasé una eternidad cojeando en mi habitación, comprobando el estado de las partes afectadas de mi cuerpo, mirando el telediario de la mañana, confiando en que ningún conocido entrara de repente y me viese con mi bata amarilla de cachemira.
Encontrar un automóvil que ha sufrido un accidente en el distrito de Columbia es una tarea desconcertante, sobre todo cuando se inicia poco después de producido aquél.
Empecé con el listín telefónico, mi única fuente, pero en la mitad de los números de Tráfico a los que llamé nadie contestó. En la otra mitad lo hicieron con la mayor indiferencia. Era viernes, demasiado temprano y hacía mal tiempo, ¿para qué molestarse?
Casi todos los vehículos accidentados se trasladaban a un depósito municipal de la Rasco Road, en la zona nordeste. Lo averigüé a través de una secretaria del Distrito Central. Trabajaba en el Departamento de Control Animal y yo estaba marcando números de la policía al azar. A veces los vehículos eran trasladados a otros depósitos, y no habría sido extraño que el mío aún estuviese enganchado a la grúa. Las grúas eran de propiedad privada, me explicó la secretaria, lo que siempre había causado problemas. Antes ella trabajaba en Tráfico, pero no le gustaba.
Pensé en Mordecai, mi nueva fuente de información acerca de todo lo relacionado con la calle. Esperé hasta las nueve y le telefoneé. Le conté lo ocurrido, le aseguré que a pesar de encontrarme en el hospital estaba en plena forma y le pregunté si sabía cómo localizar un vehículo accidentado. Tenía unas cuantas ideas.
Llamé a Polly y le dije lo mismo.
–¿No va usted a venir? – preguntó, tartamudeando.
Estoy en el hospital, Polly; ¿no me ha oído?
Percibí un cierto titubeo que me confirmó lo que me temía. Me imaginé un pastel con un cuenco de ponche a su lado, probablemente sobre la mesa de una sala de juntas, con cincuenta personas alrededor proponiendo distintos brindis y pronunciando breves discursos acerca de mis maravillosas cualidades. Había asistido a un par de fiestas de aquella clase. Eran horribles. Estaba firmemente decidido a eludir mi despedida.
–¿Cuándo le dan el alta? – me preguntó.
–No lo sé. Tal vez mañana.
Mentía. Me iría antes del mediodía, con el beneplácito de los médicos o sin él.
Más titubeos. El pastel, el ponche, los importantes discursos de personas atareadas, puede que incluso uno o dos regalos. ¿Qué iba a hacer ella ahora?
–Lo lamento -dijo.
–Yo también. ¿Alguien me busca?
–No, aún no.
–Muy bien. Por favor, comunique a Rudolph mi accidente y dígale que lo llamaré más tarde. Tengo que colgar. Quieren hacerme más pruebas.
Y así terminó mi en otro tiempo prometedora carrera en Drake Sweeney. Me salté mi fiesta de despedida. A la edad de treinta y dos años me había liberado de los grilletes de la esclavitud empresarial y del dinero. Seguiría los dictados de mi propia conciencia. Me habría sentido estupendamente bien si no hubiese sido por el dolor que sentía en las costillas cada vez que me movía.
Claire llegó pasadas las once y estuvo de plática con mi médico en el pasillo. Yo los oía hablar en su jerga. Entraron en la habitación, me anunciaron conjuntamente el alta y yo me puse la ropa limpia que ella me había traído. Me acompañó a casa en su automóvil, pero durante el breve trayecto apenas pronunciamos palabra. No había ninguna posibilidad de reconciliación. ¿Por qué iba a cambiar las cosas un simple accidente de automóvil?
Preparó una sopa de tomate y me ayudó a tenderme en el sofá. Dejó mis pastillas alineadas en el mostrador de la cocina, me dio un par de instrucciones y se marchó.
Me pasé inmóvil unos diez minutos, el tiempo suficiente para tomarme la sopa y unas cuantas galletas saladas, y a continuación empecé a llamar por teléfono. Mordecai no había descubierto nada.
Llamé también a varias administraciones de fincas para averiguar sobre apartamentos en arriendo. Después pedí un automóvil de alquiler con chófer y por fin tomé una larga ducha caliente para que se me desentumeciera el cuerpo.
Mi chofer se llamaba León. Me senté a su lado en el asiento del acompañante, procurando no hacer muecas y reprimir los gemidos cada vez que un bache hacía sacudir el coche.
No podía permitirme el lujo de alquilar un apartamento bonito, pero quería uno que al menos fuera seguro. León tenía unas cuantas ideas. Paramos en un quiosco, donde recogí dos folletos gratuitos con información inmobiliaria del distrito.
A juicio de León, un buen sitio para vivir en aquel momento aunque la situación podía cambiar en seis meses, me advirtió era Adams Morgan, al norte de DuPont Circle. Se trataba de un barrio conocido por el que yo había pasado muchas veces sin experimentar el menor deseo de detenerme a dar una vuelta por él. Las calles estaban flanqueadas por casas adosadas de principios de siglo, todas ellas ocupadas, lo cual en el distrito de Columbia era sinónimo de vitalidad. Según León, había muchos bares y clubes, y allí estaban los mejores restaurantes entre los que se habían inaugurado recientemente. Las peores zonas se extendían justo a la vuelta de la esquina, y había que andarse con mucho cuidado. Si hasta las personas importantes como los senadores sufrían atracos en la colina del Capitolio, era evidente que nadie estaba a salvo.
Mientras nos dirigíamos a Adams Morgan, León tropezó de repente con un bache más grande que su automóvil. Caímos en él, permanecimos en suspenso en el aire algo así como diez segundos y aterrizamos violentamente. No pude evitar soltar un grito de dolor. León me miró con expresión horrorizada, y no pude por menos que contarle la verdad acerca de dónde había dormido la víspera. Aminoró considerablemente la marcha y se convirtió en mi corredor de fincas. Me ayudó a subir por las escaleras de un ruinoso apartamento cuya alfombra despedía un inconfundible olor a orina de gato. Sin dejar lugar a dudas, León le dijo a la casera que debería darle vergüenza enseñar una vivienda en semejantes condiciones.
La segunda parada fue una buhardilla rehabilitada.
Quedaba en la quinta Planta, no había ascensor y la calefacción dejaba mucho que desear. León le dio cortésmente las gracias al encargado.
La siguiente buhardilla estaba en el cuarto piso, pero contaba con un limpio y bonito ascensor. Era una casa adosada en Wyoming, una calle arbolada a dos pasos de Connecticut. El alquiler ascendía a quinientos cincuenta dólares al mes, y dije que sí antes de verla. Me sentía cada vez peor y no hacía más que pensar en las pastillas analgésicas que me había dejado en el mostrador de la cocina. Estaba dispuesto a alquilar lo que fuese, en este caso tres pequeñas habitaciones en una buhardilla con techos inclinados, un cuarto de baño con unas tuberías en aparente buen estado, suelo limpio y un poco de vista a la calle.
–Lo tomamos -le dijo León al casero.
Yo estaba apoyado contra una puerta, a punto de caer desplomado al suelo. En un pequeño despacho del sótano leí apresuradamente el contrato, lo firmé y extendí el cheque del depósito y el alquiler del primer mes.
Claire quería que me fuera aquel fin de semana, y yo estaba dispuesto a complacerla.
Ignoro si a León le extrañó mi traslado desde la elegancia de Georgetown a un palomar de tres habitaciones de Adams Morgan, pero era demasiado profesional como para hacer pregunta alguna. Me llevó a nuestro apartamento y esperó en el coche mientras yo me tragaba las pastillas y dormía una siesta.
El sonido de un teléfono me devolvió a la realidad. Lo busqué a tientas, lo encontré y conseguí contestar.
–¿Diga?
–Creí que estabas en el hospital. – Era Rudolph.
Oí su voz y la reconocí, aun cuando la bruma de los analgésicos aún no se había disipado.
Lo estaba contesté con voz pastosa. Ahora no lo estoy. ¿Qué quieres?
Te hemos echado de menos esta tarde.
Lo imaginaba; el numerito del ponche y el pastel.
–Yo no tenía previsto verme envuelto en un accidente de circulación. Te ruego que me perdones.
–Muchas personas querían despedirse de ti.
–Pueden dejarme una nota. Diles que me la envíen por fax.
–Te encuentras muy mal, ¿verdad?
–Sí, Rudolph. Es como si un coche acabara de atropellarme.
–¿Tomas medicamentos?
–¿Por qué te preocupas tanto?
–Perdona. Oye, Braden Chance ha estado en mi despacho hace una hora. Quiere verte urgentemente. Curioso, ¿verdad?
La bruma se disipó por completo.
–¿Por qué quiere verme?
No me lo ha dicho, pero está buscándote.
–Dile que me he ido.
–Ya se lo he dicho. Siento molestarte. Pásate por aquí si tienes un momento. Aún te quedan amigos en la firma.
–Gracias, Rudolph.
Me guardé las pastillas en el bolsillo. León estaba echando una cabezada en el coche. Mientras circulábamos a toda velocidad, llamé a Mordecai. Había encontrado el informe del accidente; el servicio de grúa era Hundley Towing. La empresa utilizaba un contestador automático en casi todas sus llamadas. Las calles estaban resbaladizas, había habido muchos accidentes y las grúas no daban abasto. Finalmente, hacia las tres un mecánico se puso al teléfono, pero no me sirvió de nada.
León encontró la empresa Hundley en la calle Rhode Island, cerca de la Séptima. En tiempos mejores había sido una próspera gasolinera, pero ahora era, a la vez, garaje, servicio de grúas, agencia de coches de segunda mano y servicio de alquiler de remolque de caravanas.
Todas las ventanas estaban protegidas con barrotes de hierro. León se acercó todo lo que pudo a la entrada.
–Vigile -le dije mientras bajaba y entraba a toda prisa. La puerta de vaivén me golpeó el brazo izquierdo. El dolor me obligó a inclinarme hacia delante. Un mecánico vestido con un grasiento mono dobló una esquina y me miró con cara de pocos amigos.
Le expliqué la razón de mi presencia. Tomó una tablilla con sujetapapeles y estudió las notas. Oí a unos hombres hablar y soltar maldiciones al fondo del local, debían de estar jugando a los dados, bebiendo whisky o, probablemente, vendiendo crack.
–Lo tiene la policía -dijo sin dejar de examinar los papeles.
–¿Sabe por qué?
–Pues la verdad es que no. ¿Hubo algún delito o algo así?
–Sí, pero mi coche no tuvo nada que ver.
Me miró con semblante inexpresivo. Tenía sus propios problemas.
–¿Se le ocurre dónde podría estar? pregunté lo más amablemente que pude.
–Cuando se los quedan, suelen llevarlos a un depósito de la calle Georgia, al norte de Howard.
–¿Cuántos depósitos municipales hay?
Se alejó encogiéndose de hombros.
–Más de uno -contestó antes de desaparecer.
Abrí la puerta con mucho cuidado y regresé al coche de León.
Ya había oscurecido cuando encontramos el depósito, media manzana protegida por una valla metálica rematada con alambre de púas. Dentro había centenares de coches accidentados dispuestos al azar, algunos amontonados encima de otros.
León permaneció a mi lado en la acera, mirando a través de la valla metálica.
–Está allí -dije, señalándolo con el dedo.
El Lexus se hallaba al lado de un cobertizo, con el morro apuntando hacia nosotros. El impacto había destrozado la parte izquierda. El guardabarros había desaparecido y el motor estaba aplastado y a la vista.
–Es usted un hombre de suerte -susurró León.
Al lado de mi coche estaba el Jaguar; tenía la capota hundida y todas las ventanillas arrancadas.
En el cobertizo había una especie de despacho, pero estaba cerrado y a oscuras.
La entrada estaba cerrada con gruesas cadenas. El alambre de púas brillaba bajo la lluvia. A la vuelta de la esquina, no lejos del lugar donde nos encontrábamos, vi a unos tipos con pinta de duros. Adiviné que estaban observándonos.
–Larguémonos de aquí dije.
León me llevó al Aeropuerto Internacional, el único lugar donde yo sabía que se podía alquilar un coche.
La mesa estaba puesta y en la cocina había comida china. Claire me esperaba con cierta inquietud, aunque me habría resultado imposible adivinar cuánta. Le informé que había tenido que alquilar un coche siguiendo las instrucciones de mi compañía de seguros. Me examinó como un competente médico y me hizo tomar una pastilla.
–Pensaba que ibas a descansar -dijo.
–Lo he intentado, pero ha sido imposible. Estoy muerto de hambre.
Sería nuestra última cena juntos como marido y mujer, y todo terminaría tal como había empezado: con una comida rápida preparada en un restaurante cualquiera.
–¿Conoces a un tal Héctor Palma? – me preguntó al cabo de un rato.
Tragué saliva.
–Sí.
–Ha llamado hace una hora. Dijo que necesitaba hablar contigo. ¿Quién es?
Es un auxiliar de la empresa. Tendría que haber pasado la mañana con él revisando uno de mis casos. Debe de estar en un apuro.
Me lo imagino. Quiere reunirse contigo esta noche a las nueve en el Nathan's de la calle M.
¿Por qué en un bar? musité.
No lo dijo. Me pareció que no se fiaba.
El apetito se me pasó de golpe, pero seguí comiendo para aparentar tranquilidad. Aunque no era necesario, ya que a Claire le importaba un bledo.
A pesar del considerable dolor que sentía, me dirigí a pie hacia la calle M bajo una fina lluvia que se estaba transformando en aguanieve. Aparcar un viernes por la noche habría sido imposible. Quería estirar un poco los músculos y despejarme la mente.
El motivo de la reunión debía de ser algún problema. Me preparé para lo que me esperaba. Traté de inventarme unas mentiras a fin de borrar mi rastro y otras mentiras a fin de borrar las anteriores. Tras haberme convertido en ladrón, mentir no me parecía tan grave. Cabía la posibilidad de que Héctor actuara en nombre de la empresa; hasta era posible que llevara unos escuchas encima. Decidí que prestaría mucha atención y diría muy poco.
El Nathan's estaba medio vacío. Había llegado con diez minutos de antelación, pero él ya estaba allí, esperándome en un pequeño reservado. En cuanto me acerqué, se levantó de un salto y me tendió la mano.
Usted debe de ser Michael. Soy Héctor Palma, del Departamento Inmobiliario; encantado de conocerle.
Era una agresión, un estallido de personalidad que me puso en guardia. Le estreché la mano medio aturdido y le dije algo así como:
–Encantado de conocerle.
Me indicó el reservado y, con una cordial sonrisa en los labios, dijo:
–Tome asiento.
Me incliné cuidadosamente y me introduje en el reservado.
–¿Qué le ha pasado en la cara? – me preguntó.
–Le he dado un beso a una bolsa de aire.
–Ah, sí, ya me he enterado del accidente -repuso con excesiva rapidez. – ¿Cómo se encuentra? – ¿Tiene algún hueso roto?
–No -contesté muy despacio, tratando de adivinar sus intenciones.
–Me enteré de que al otro lo habían matado -añadió una décima de segundo después de que yo hubiera hablado.
Llevaba la voz cantante y yo tenía que seguirlo.
–Sí; era un traficante de droga.
–Menuda ciudad -masculló mientras se acercaba el camarero. ¿Qué va a tomar? me preguntó.
–Un café -contesté.
En aquel momento, mientras decidía qué iba a tomar, su pie empezó a rozarme la pierna.
–¿Qué cervezas tienen? – le preguntó al camarero.
El hombre, que como todo camarero aborrecía que se lo preguntaran, miró al frente y empezó a soltar la retahíla de marcas.
El roce de su pie contra mi pierna hizo que ambos nos miráramos a los ojos. Medio oculto detrás del camarero, se señaló imperceptiblemente el pecho con el dedo índice derecho.
–Una Molston Light -anunció de repente.
El camarero se retiró. Llevaba escuchas y estaban observándonos. Dondequiera que estuvieran, no podían vernos a través de un camarero. Experimenté el instintivo deseo de volver la cabeza para echar un vistazo a los clientes del bar, pero resistí la tentación gracias, en buena medida, a que tenía el cuello más rígido que una tabla.
Ésa era la explicación de que me hubiese saludado como si jamás nos hubiéramos visto. Héctor había estado sometido durante el día a un interrogatorio implacable y lo había negado todo.
–Soy auxiliar del Departamento Inmobiliario -me explicó. – Usted conoce a Braden Chance, uno de los socios de la empresa.
–Sí.
Puesto que sabía que mis palabras estaban siendo grabadas, diría lo menos posible.
–Trabajo sobre todo para él,-prosiguió. – Usted visitó su despacho la semana pasada y hablamos un momento.
–Si usted lo dice. No recuerdo haberlo visto.
Capté una leve sonrisa, una suavización de la piel que rodeaba los ojos, detalles que una cámara de vigilancia no podría detectar. Por debajo de la mesa, le rocé la pierna con el pie. Confiaba en que estuviéramos bailando al mismo son.
–Mire -dijo, – la razón de que le haya pedido que se reúna aquí conmigo es la desaparición de un expediente del despacho de Braden.
–¿Acaso se me acusa de ello?
–Bien… no, pero es un posible sospechoso. Se trata de un expediente que usted pidió ver cuando irrumpió en su despacho la semana pasada.
–Eso significa que me acusan -dije en tono airado.
Todavía no, tranquilícese. La empresa está llevando a cabo una investigación exhaustiva, y, sencillamente, estamos hablando con todas las personas que se nos ocurren. Puesto que yo oí que usted le pedía a Braden el expediente, la empresa me ha pedido que le hable. Eso es todo.
–No sé de qué me habla.
–¿No sabe nada del expediente?
–Por supuesto que no. ¿Por qué iba a llevarme un expediente del despacho de un socio?
–¿Se sometería usted a un detector de mentiras? – me preguntó.
–Pues claro -contesté con firmeza e incluso con indignación.
Por nada del mundo me habría sometido a un detector de mentiras.
–Nos piden que todos los que estuvimos mínimamente cerca del expediente nos sometamos a esa prueba.
Nos sirvieron el café y la cerveza y ello nos ofreció una breve pausa para evaluar la situación. Héctor acababa de decirme que se encontraba en una situación apurada. La prueba del detector de mentiras lo destrozaría. ¿Conocía a Michael Brock antes de que éste abandonara la empresa? ¿Había hablado con él del expediente que faltaba? ¿Le había facilitado una copia de algo sacado de dicho expediente? ¿Lo había ayudado a sacar el expediente que faltaba? Sí o no. Duras preguntas con respuestas sencillas. Habría sido imposible superar la prueba mintiendo.
–También están tomando huellas dactilares -añadió bajando un poco la voz, no para evitar el micrófono oculto sino más bien para suavizar el golpe.
No dio resultado. La posibilidad de dejar huellas no se me había ocurrido ni antes ni después del robo.
–Mejor para ellos.
–Se han pasado toda la tarde tomándolas. En la puerta, el interruptor de la luz, el archivador… Un montón de huellas.
–Espero que encuentren al hombre que buscan.
–En realidad, es pura casualidad, ¿sabe? Braden tenía cien archivadores abiertos en su despacho y el único expediente que falta es precisamente el que usted quería ver.
–¿Acaso insinúa algo?
–Sólo lo que he dicho. Pura casualidad.
Todo era un montaje destinado a nuestros oyentes.
Quizá conviniese que yo mejorara un poco mi interpretación.
–No me gusta su tono de voz -le dije prácticamente a gritos. – Si quiere acusarme de algo, vaya a la policía, consiga una orden judicial y mande detenerme. De lo contrario, será mejor que se guarde sus estúpidas opiniones.
–La policía ya interviene -anunció en tono gélido, borrando de golpe mi falso arrebato de cólera. – Se trata de un caso de robo.
–Por supuesto. Atrape al ladrón y deje de perder el tiempo conmigo.
Bebió un buen sorbo de cerveza.
–¿Le dio alguien un juego de llaves del despacho de Braden?
–Naturalmente que no.
–Pues bien, han encontrado una carpeta vacía encima de su escritorio, junto con una nota acerca de las dos llaves, una de la puerta y la otra de un archivador.
–No sé nada de eso -declaré con la mayor arrogancia que pude, tratando de recordar el último lugar donde había dejado la carpeta vacía. Las cosas se complicaban; no me habían enseñado a pensar como un criminal, sino como un abogado.
Héctor tomó otro largo trago de cerveza y yo un sorbo de café.
Ya habíamos dicho suficiente. Tanto la empresa como Héctor habían transmitido sus mensajes. La primera quería recuperar el expediente con todo su contenido intacto. El segundo quería hacerme saber que su implicación podía costarle el puesto.
De mí dependía salvarlo. Podía devolver el expediente, confesarlo todo y prometer que mantendría su contenido en secreto, en cuyo caso era probable que la empresa me perdonase. Nadie saldría perjudicado. La condición para la devolución podría ser la protección del puesto de trabajo de Héctor.
–¿Alguna otra cosa? – pregunté, repentinamente deseoso de marcharme.
–Nada más. ¿Cuándo podrá someterse usted al detector de mentiras?
–Ya le llamaré.
Tomé mi abrigo y me fui.
Pero conocía a unos cuantos. Uno de ellos era el sargento Peeler, un hombre «de las calles» según Mordecai. Peeler trabajaba con muchachos problemáticos en un centro cercano al consultorio jurídico y tanto él como Mordecai pertenecían a la misma iglesia. Peeler tenía contactos y podía tirar de unos cuantos hilos para recuperar mi coche.
Entró en el consultorio poco después de las nueve de la mañana del sábado. Mordecai y yo intentábamos entrar en calor bebiendo una taza de café. Peeler no estaba de servicio los sábados. Tuve la impresión de que habría preferido quedarse en la cama.
Me acomodé en el asiento de atrás y Mordecai se sentó al volante y no paró de hablar mientras circulábamos en dirección al nordeste por las resbaladizas calles. En lugar de la nieve que habían previsto los meteorólogos estaba cayendo una fina lluvia. Había muy poco tráfico.
Era una de esas crudas mañanas de febrero en que sólo los más valientes se atrevían a salir a la calle.
Aparcamos frente a la verja, cerrada con candado, del depósito municipal que había en las inmediaciones de la avenida Georgia.
–Esperad aquí -me indicó Peeler.
Vi los restos de mi Lexus.
Se acercó a la verja, pulsó un timbre que había en un poste y se abrió la puerta del cobertizo que albergaba el despacho. Un policía bajito y delgado se acercó con un paraguas e intercambió unas palabras con Peeler, quien a continuación regresó al automóvil, cerró la portezuela y se sacudió el agua de los hombros.
–Está esperándolo -dijo.
Me apeé, abrí el paraguas para protegerme de la lluvia y apuré el paso hacia la verja donde aguardaba el oficial Winkle, que tras mirarme con una expresión en la que no se apreciaba la menor simpatía o buena voluntad, sacó un gran manojo de llaves, consiguió dar con tres que correspondían a los gruesos candados y masculló mientras abría la verja:
–Por aquí.
Crucé con él el solar cubierto de grava evitando, en la medida de lo posible, los charcos llenos de barro y agua. Me dolía el cuerpo a cada movimiento, por lo que mis brincos y rodeos para evitarlos eran más bien limitados. Se fue directamente hacia mi coche.
Yo me dirigí al asiento delantero. No vi el expediente. Tras un instante de terror lo encontré intacto en el suelo detrás del asiento del conductor. Lo tomé y sentí deseos de irme. No estaba de humor para comprobar los daños sufridos por mi coche. Había sobrevivido, y eso era lo único que importaba. Ya discutiría con la compañía de seguros la semana entrante.
–¿Es ése? – preguntó Winkle.
–Sí -contesté, con ganas de marcharme de allí.
–Sígame.
Entramos en el cobertizo, donde una estufa de butano encendida nos echó encima una vaharada de aire caliente desde uno de los rincones. Winkle tomó una de las tablillas de papeles de la pared y clavó la mirada en el expediente que yo sostenía en la mano.
–Una carpeta de cartulina marrón -dijo, haciendo una anotación. – De unos cinco centímetros de grosor. – Seguía escribiendo, mientras yo la apretaba contra mi pecho como si fuera un tesoro.
–¿Lleva algún nombre?
No estaba en condiciones de protestar. Si conseguía hacer un comentario ingenioso, jamás me encontrarían.
–Por qué quiere saberlo? – pregunté.
–Déjela encima de la mesa -dijo.
Y allí la dejé.
–RiverOaks barra TAG, Inc. – dijo sin dejar de escribir. – Número de archivo TBC963381.
Sentí que el abismo se abría un poco más bajo mis pies.
–¿Es suya? – me preguntó, señalándola sin el menor asomo de sospecha.
–Sí.
–Muy bien. Ya puede irse.
Le di las gracias y no obtuve respuesta. Por un segundo deseé cruzar corriendo el depósito, pero el simple hecho de caminar ya constituía todo un reto. Cerró la verja a mi espalda.
Mordecai y Peeler se volvieron y vieron el expediente en cuanto subí al coche. Ninguno de los dos tenía idea de lo que era; sólo le había dicho a Mordecai que el expediente era muy importante y tenía que recuperarlo antes de que se perdiera.
–¿Tanto trabajo por una simple carpeta de cartulina?
Estuve tentado de pasar las páginas mientras regresábamos al consultorio, pero no lo hice.
Le di las gracias a Peeler, me despedí de Mordecai y me dirigí hacia mi nueva buhardilla conduciendo con mucho cuidado.
El origen del dinero era el Gobierno federal, lo que no era de extrañar en el distrito de Columbia. La administración de Correos proyectaba construir en la ciudad un edificio de veinte millones de dólares para el servicio de paquetería, y RiverOaks era una de las muchas empresas agresivas que aspiraban a construirlo, alquilarlo y gestionarlo. Se habían estudiado al menos tres emplazamientos, todos en zonas degradadas de la ciudad, la lista de los cuales había sido publicada el pasado mes de diciembre. RiverOaks había empezado a comprar ávidamente toda una serie de inmuebles baratos por si llegaba a necesitarlos.
TAG era una empresa debidamente registrada cuyo único accionista era un tal Tillman Gantry, descrito en un memorándum del expediente como antiguo proxeneta, estafador de poca monta y delincuente condenado en dos ocasiones. Se trataba, en definitiva, de uno de los muchos personajes de esa clase que abundaban en la ciudad. Tras purgar sus delitos, Gantry había descubierto los automóviles usados y los inmuebles. Compraba edificios abandonados que unas veces reformaba ligeramente para volver a venderlos y otras, cedía en alquiler. En el expediente se enumeraban catorce propiedades de TAG. El camino de Gantry se cruzó con el de RiverOaks cuando el servicio de Correos de Estados Unidos necesitó más espacio.
El 6 de enero Correos comunicó a RiverOaks por carta certificada que la empresa había sido elegida como contratista propietaria arrendataria del nuevo edificio de paquetería. En un memorándum de acuerdo se especificaba un alquiler anual de un millón y medio de dólares por un período garantizado de veinte años. El documento señalaba, con la celeridad propia de las empresas no estatales, que el acuerdo entre RiverOaks y Correos debería firmarse no más tarde del 1 de marzo, o de lo contrario quedaría sin efecto. Tras siete años de proyectos y estudios, el Gobierno quería que el edificio se construyera de la noche a la mañana.
RiverOaks, junto con sus abogados y sus corredores de fincas, puso manos a la obra. En enero la empresa adquirió unos inmuebles en Florida Avenue cerca del almacén donde se había producido el desahucio. El expediente incluía dos planos de la zona en los que se indicaban, con distintos colores, los inmuebles ya adquiridos y los que estaban siendo objeto de negociación.
Sólo faltaban siete días para el 1 de marzo; no era de extrañar que Chance hubiera echado en falta el expediente enseguida.
El almacén de Florida Avenue había sido adquirido el mes de julio del año anterior por una suma no revelada en la documentación que yo poseía. RiverOaks lo había comprado por doscientos mil dólares el 31 de enero, cuatro días antes de que tuviera lugar el desahucio que había dejado en la calle a Devon Hardy y a la familia Burton.
En el desnudo suelo de madera de lo que sería mi salón, extendí con sumo cuidado todas las hojas que componían el expediente, las examiné y las describí detalladamente en un cuaderno para luego volver a colocarlas en el mismo orden. Allí estaban todos los papeles que debía haber en cualquier archivo correspondiente a inmuebles: datos tributarios de los años anteriores, escrituras previas, un acuerdo de compraventa del inmueble, correspondencia con el corredor de fincas y documentos de cierre de la operación. La venta se haría en efectivo y, por consiguiente, no intervendría ningún banco.
En la solapa interior izquierda de la carpeta estaba el llamado diario, un impreso utilizado para registrar cada apunte, con la fecha y una breve descripción. Se podía juzgar la capacidad organizadora de una secretaria de Drake Sweeney por el grado de detalle del diario de la carpeta. Todo cuanto se incluía en el expediente documentos, planos, fotografías o gráficos tenía que anotarse en el diario. Es lo que nos habían inculcado durante nuestro período de entrenamiento. Casi todos lo habíamos aprendido tras un arduo esfuerzo; no había nada más exasperante que examinar un grueso expediente en busca de algo que no estaba lo bastante detallado. Según un axioma de la empresa: «Si no consigues encontrarlo en treinta segundos, no sirve para nada.»
El expediente de Chance contenía información exhaustiva; su secretaria era una mujer meticulosa. Pero alguien lo había manipulado.
El 22 de enero Héctor se había dirigido solo al almacén para llevar a cabo una inspección de rutina previa a la compra. Al franquear la puerta, había sido atracado por dos delincuentes callejeros que lo habían golpeado en la cabeza con una especie de estaca y le habían robado el billetero y el dinero en efectivo a punta de navaja. El 23 de enero se había quedado en casa y había preparado un memorándum para ser incluido en el expediente, en el cual describía el atraco. La última frase decía: «Regresaré el lunes 27 de enero con protección para inspeccionar el lugar.» El memo figuraba debidamente registrado en el diario, pero no había ninguna referencia a su segunda visita. Un apunte del diario del 27 de enero rezaba: «Memorándum de HP, visita al lugar, inspección del local.»
Héctor fue al almacén con un guardia el 27 de enero, inspeccionó el lugar, descubrió sin duda la masiva presencia de squatters y redactó un informe que, a juzgar por sus restantes escritos, debía de ser muy pormenorizado.
El memorándum había desaparecido del expediente, lo que no constituía delito alguno; yo mismo había sacado constantemente documentos de los expedientes sin hacer ninguna anotación en el diario. Pero siempre volvía a dejarlos en su sitio. Cualquier cosa que figurase registrada en el diario tenía que estar en la carpeta.
La operación se había cerrado el viernes 31 de enero. El martes Héctor regresó al almacén para echar a los squatters. Lo ayudó un guardia de un servicio privado de seguridad, un agente de policía del distrito de Columbia y cuatro matones de una empresa de desahucios. Según el memo, de dos páginas, tardaron tres horas. Por más que tratara de ocultar sus sentimientos, Héctor no tenía valor para llevar a cabo desahucios.
El corazón me dio un vuelco cuando leí lo siguiente: «La madre tenía cuatro hijos, uno de ellos un bebé. Vivía en un apartamento de dos habitaciones sin cañerías. Dormían sobre dos colchones, en el suelo. Luchó contra el policía en presencia de sus hijos. Al final, la echaron.»
De modo que Ontario había sido testigo de la lucha de su madre.
Había una lista de los desalojados, diecisiete en total sin contar los niños, y coincidía con la que alguien había dejado sobre mi escritorio el lunes por la mañana junto con una copia del reportaje del Post.
En la parte posterior de la carpeta, en una hoja suelta que no había merecido el honor de figurar en el diario, estaban las diecisiete notificaciones de desahucio. Ninguna de ellas había sido enviada. Los squatters no tienen derechos, ni siquiera el de recibir una notificación. Las notificaciones se habían preparado con posterioridad en un intento de borrar las huellas. Probablemente las hubiese añadido el propio Chance después del incidente de Señor por si eran necesarias.
La manipulación parecía tan evidente como insensata, pero Chance era un socio, y resultaba prácticamente inaudito que un socio entregase una carpeta.
Nadie la había entregado; la habían robado. Constituía un hurto, un delito cuyas pruebas se estaban reuniendo en aquellos momentos. El ladrón era un idiota.
Como parte del ritual llevado a cabo siete años atrás, antes de mi incorporación a la empresa, unos investigadores privados me habían tomado las huellas dactilares. Sería muy fácil establecer una relación entre aquellas huellas y las que sin duda habrían tomado en el archivador de Chance. Sería cuestión de minutos. Estaba seguro de que ya lo habrían hecho. ¿Se cursaría una orden de detención? Era inevitable.
Casi todo el suelo estaba cubierto de papeles cuando terminé, tres horas después de haber empezado. Volví a ordenar cuidadosamente el expediente, me fui al consultorio y lo copié.
Se había ido de compras, rezaba la nota. Teníamos un bonito juego de maletas que no habíamos mencionado al hacer el reparto de bienes. En un futuro próximo ella viajaría más que yo, por lo que decidí quedarme con los objetos más baratos, un talego de lona y unas bolsas de gimnasia. No quería que me encontrara en casa, por lo que arrojé sobre la cama las cosas indispensables, como calcetines, ropa interior, camisetas, artículos de aseo y zapatos, pero sólo los que había utilizado el año anterior. Ella podría deshacerse de lo demás. Vacié rápidamente mis cajones y el lado del botiquín de medicamentos que me correspondía. Herido y dolorido tanto física como mentalmente, arrastré las bolsas hasta el coche y volví a subir para recoger varios trajes y demás prendas de vestir. Encontré mi viejo saco de dormir, que llevaba por lo menos cinco años sin usar, y decidí llevármelo, junto con un cubrecama acolchado y una almohada. Tenía derecho a llevarme también mi despertador, mi radio y mi reproductor portátil de discos compactos, así como algunos de éstos, el televisor en color de trece pulgadas que había en el mostrador de la cocina, una cafetera, el secador del cabello y el juego de toallas azules.
Cuando tuve el coche lleno, dejé una nota, en la que explicaba que me había ido, al lado de la que ella había dejado. No quise mirarla; experimentaba unos sentimientos contradictorios a los que no estaba preparado para enfrentarme. No estaba muy seguro de cómo se mudaba uno a otra casa, pues apenas si lo había hecho.
Cerré la puerta y bajé por la escalera. Sabía que volvería al cabo de un par de días para recoger el resto de mis efectos personales, pero intuía que era la última vez que bajaba por aquellos peldaños.
Claire leería la nota, examinaría los cajones y los armarios para ver qué me había llevado y, cuando comprendiera que me había marchado de verdad, se sentaría en el estudio y derramaría una lagrimita. Aun cuando era probable que llorase en serio, no tardaría en recuperarse, y entonces pasaría sin dificultad a la siguiente fase.
Mientras me alejaba, no experimenté la menor sensación de liberación. Tanto Claire como yo habíamos perdido.
Echaba de menos mi sillón giratorio de cuero, que giraba, se balanceaba e inclinaba a mi antojo. El nuevo era ligeramente mejor que esas sillas de tijera que se alquilan para las bodas. En días normales prometía ser muy incómodo, pero yo estaba tan magullado que en esos momentos me parecía un instrumento de tortura.
El escritorio era un desvencijado mueble de segunda mano, probablemente sacado de una escuela abandonada, era cuadrado y macizo, con tres cajones en cada lado, de los cuales se abrían cuatro. Las dos sillas para los clientes que había delante eran de tijera, una de ellas negra y la otra de un color verdoso que yo jamás había visto.
Las paredes llevaban décadas sin que nadie las pintara y habían adquirido un tono amarillo limón pálido. El yeso estaba agrietado y las arañas se habían adueñado de los rincones del techo. La única decoración era un cartel enmarcado que anunciaba una Marcha por la justicia en julio de 1988.
El suelo era de roble antiguo y los bordes de las tablas estaban desgastadas, lo que significaba que habían sido rozadas por muchos pies en años anteriores. Estaba barrido y la escoba y el recogedor que había en un rincón eran una delicada manera de decirme que yo tendría que encargarme de la limpieza del lugar.
¡Oh, cuán bajo pueden caer los poderosos! Si mi hermano Warren me hubiera visto sentado allí un domingo, muerto de frío junto a mi triste y pequeño escritorio, con las paredes de yeso agrietadas y encerrado bajo llave para que mis presuntos clientes no me atracaran, me habría soltado unos insultos tan sonoros y variados que hubiese experimentado el impulso de anotarlos.
No acertaba a comprender la reacción de mis padres. Muy pronto me vería obligado a telefonearles para darles el disgusto de mi cambio de domicilio.
Una violenta llamada a la puerta me hizo dar un respingo. Me incorporé en mi asiento sin saber qué hacer. ¿Acaso los delincuentes de la calle venían por mí? Mientras me acercaba a la puerta, se produjo otra llamada, y entonces vi una figura que trataba de mirar a través de los barrotes y el grueso cristal de la puerta de entrada.
Era Barry Nuzzo, temblando de frío y temiendo ser víctima de una agresión. Abrí y lo hice pasar.
–¡Menuda pocilga! – exclamó alegremente, mirando alrededor mientras yo volvía a cerrar la puerta con llave.
–Bonito, ¿verdad? – dije, y retrocedí mientras me preguntaba a qué obedecería su visita.
–¡Esto parece un vertedero!
El sitio le hacía gracia. Rodeó el escritorio de Sofía a la vez que se quitaba lentamente los guantes sin atreverse a tocar nada por temor a provocar un alud de carpetas.
Procuramos limitar los gastos generales para quedarnos con todo el dinero dije. Era un viejo chiste que circulaba en Drake Sweeney. Los socios discutían constantemente a propósito de los gastos generales, pero, al mismo tiempo, la mayoría de ellos quería cambiar la decoración de sus despachos.
–¿O sea que has venido aquí por dinero? – me preguntó con expresión risueña.
–Por supuesto.
–Has perdido el juicio.
–He descubierto mi vocación.
–Sí, oyes voces.
–¿Para eso has venido? ¿Para decirme que estoy chiflado?
–He llamado a Claire.
–¿Y qué te ha dicho?
–Que te habías ido.
–Es verdad. Vamos a divorciarnos.
–¿Qué te pasa en la cara?
Una bolsa de aire.
–Ah, sí; lo había olvidado. Creía que sólo se había abollado el guardabarros.
–Y se abolló.
Dejó el abrigo sobre el respaldo de una silla y rápidamente volvió a ponérselo.
–¿La reducción de los gastos generales significa no pagar la factura de la calefacción?
–De vez en cuando nos saltamos un mes.
Recorrió la estancia y asomó la cabeza por las puertas de los pequeños despachos laterales.
–¿Quién financia este proyecto?
–Una fundación.
–¿Una fundación que está quedándose sin fondos?
–Sí, y rápidamente.
–¿Y cómo lo encontraste?
–Señor solía venir por aquí. Éstos eran sus abogados.
–El bueno de Señor… -musitó Barry. Interrumpió momentáneamente su inspección y fijó la mirada en la pared. ¿Crees que nos habría matado?
–No. Nadie le hacía caso. Era otro pobre tipo sin hogar. Quería que le hicieran caso.
–¿Se te pasó en algún momento por la cabeza la posibilidad de abalanzarte sobre él?
–No, más bien pensaba apoderarme de su arma y pegarle un tiro a Rafter.
–Ojalá lo hubieras hecho.
–Quizá la próxima vez.
–Tienes un poco de café?
–Pues claro. Siéntate.
No quería que Barry me acompañara a la cocina, pues ésta dejaba mucho que desear. Encontré una taza, la lavé rápidamente y la llené de café. Lo invité a pasar a mi despacho.
–Bonito -dijo, mirando alrededor.
–Aquí es donde se hacen los grandes negocios expliqué con orgullo.
Tomamos posiciones a ambos lados del escritorio en unas chirriantes sillas a punto de romperse.
–¿Con esto soñabas en la Facultad de Derecho? – me preguntó.
–Ya no me acuerdo de la Facultad de Derecho. He facturado muchas horas desde entonces.
Finalmente me miró a la cara sin sonreír, como si hubiese pasado el momento de hacer bromas. Por mucho que me doliera, no pude evitar preguntarme si Barry llevaría un escucha oculto. Habían enviado a Héctor al combate con un micro debajo de la camisa, así que eran capaces de hacer otro tanto con Barry. Él no se habría ofrecido voluntariamente, pero era probable que lo hubiesen presionado. Yo me había convertido en un enemigo.
–¿De modo que viniste aquí en busca de Señor…? – dijo.
–Supongo que sí.
–¿Y qué has descubierto?
–¿Te estás haciendo el tonto, Barry? ¿Qué ocurre en la empresa? ¿Estáis estrechando el cerco en torno a mí?
Sopesó cuidadosamente las preguntas mientras tomaba rápidos sorbos de café.
–Este brebaje es horrible dijo, a punto de escupirlo. Pero por lo menos está caliente. Lamento lo de Claire.
–Prefiero no hablar de eso.
–Falta un expediente, Michael. Todo el mundo te señala.
–¿Quién sabe que estás aquí?
–Mi mujer.
–¿Te envía la empresa?
–Rotundamente, no.
Lo creí. Era amigo mío desde hacía siete años, y a veces había sido muy íntimo. Pero en general habíamos estado demasiado ocupados como para cultivar nuestra amistad.
–¿Por qué me señalan? pregunté.
–El expediente tiene algo que ver con Señor. Fuiste a ver a Braden Chance y le pediste que te dejara examinarlo. Te vieron en las inmediaciones de su despacho la noche en que desapareció.
–Hay pruebas de que alguien te facilitó unas llaves que quizá no deberías haber tenido.
–¿Eso es todo?
–Eso y las huellas dactilares.
–¿Las huellas dactilares? – inquirí yo, fingiendo sorpresa.
–Por todas partes. En la puerta, en el interruptor de la luz, en el archivador. Son idénticas. Estuviste allí, Michael. Te llevaste el expediente. ¿Qué pretendes hacer con él?
–¿Qué sabes de ese expediente?
Señor fue desalojado por uno de nuestros clientes. Ocupaba el inmueble ilegalmente. Perdió la chaveta, nos pegó un susto a todos y tú estuviste casi a punto de ser alcanzado por un disparo. Te desmoronaste.
–¿Eso es todo?
–Es todo lo que ellos nos han dicho.
–¿Quiénes son ellos?
–Los peces gordos.
–A última hora del viernes todos recibimos unos memorandos y cuando digo todos me refiero a los abogados, las secretarias, los auxiliares, todo el mundo, informándonos de que se había sustraído un expediente, de que eras el sospechoso y de que ningún empleado de la casa debía mantener contactos contigo. Ahora mismo tengo prohibido estar aquí.
–No se lo diré a nadie.
–Gracias.
Aunque Braden Chance hubiese establecido una relación entre el desahucio y Lontae Burton, no sería capaz de confesárselo a nadie.
Ni siquiera a los demás socios. Barry estaba diciendo la verdad. Probablemente pensara que mi único interés por el expediente era Devon Hardy.
–Entonces ¿por qué has venido?
–Soy tu amigo. Todo está desquiciado en este momento. El viernes la policía estuvo en el bufete, ¿te imaginas? La semana pasada un chiflado nos retuvo como rehenes. Ahora tú te has arrojado al abismo, y, por si fuera poco, el asunto de Claire. ¿Por qué no hacemos una pausa? Vámonos a algún sitio un par de semanas. Con nuestras mujeres.
–¿Adónde?
–No lo sé. Qué más da. A las islas.
–¿Y qué conseguiríamos con eso?
–Ante todo, relajarnos. Jugaríamos un poco al tenis. Dormiríamos. Cargaríamos las pilas.
–¿Paga la empresa?
–Pago yo.
–Te olvidas de Claire. Todo ha terminado, Barry. Ha tardado mucho tiempo, pero ha terminado.
–De acuerdo. Nos vamos tú y yo.
–Pero tú no puedes mantener ningún contacto conmigo.
Se me ocurre una idea. Creo que podría ir a ver a Arthur y mantener una larga charla con él. Se puede arreglar. Tú devuelves el expediente, te olvidas de su contenido, la casa perdona y olvida, tú y yo nos vamos un par de semanas a Maui a jugar al tenis y, a nuestro regreso, vuelves al elegante despacho que te corresponde.
–Te han enviado aquí, ¿verdad?
–No, te lo juro.
–No dará resultado, Barry.
–Dime por qué no. Te lo ruego.
–Ser abogado significa algo más que facturar horas y ganar dinero. ¿Por qué queremos convertirnos en unas putas empresariales? Ya estoy cansado de todo eso, Barry. Quiero otra cosa.
–Pareces un estudiante de primer curso de derecho.
–Exactamente. Elegimos esta profesión porque pensábamos que el derecho era una vocación sublime. Ser abogados nos permitiría luchar contra la injusticia y los males de la sociedad y hacer toda clase de buenas obras. Entonces éramos muy idealistas. ¿Por qué no podemos volver a serlo?
–Por las hipotecas.
–No pretendo reclutarte. Tienes tres hijos; por suerte, Claire y yo no tenemos ninguno. Puedo permitirme el lujo de volverme un poco chiflado.
En un rincón, un radiador, en el que no había reparado, empezó a crujir y a soltar un silbido. Lo miramos confiando en recibir un poco de calor. Pasó un minuto. Pasaron dos.
–Van por ti, Michael musitó Barry, mirando el radiador sin verlo.
–¿Ellos? ¿Quieres decir nosotros?
–Sí. La empresa. No se puede robar un expediente. Piensa en el cliente. El cliente tiene derecho a que sus asuntos sean confidenciales. Si se pierde un expediente, la empresa no tiene más remedio que buscarlo.
–¿Me acusarán de un delito?
–Tal vez. Están furiosos, Michael, y no puedes reprochárselo. Están pensando en la posibilidad de pedir medidas disciplinarias al Colegio de Abogados. Es muy probable que te retiren la licencia. Rafter ya está trabajando en ello.
Por qué no apuntó Señor un poco más bajo?
–Están decididos a todo.
–La empresa tiene más que perder que yo.
Me miró fijamente en silencio. Ignoraba el contenido del expediente.
–¿Hay algo más que lo de Señor? preguntó.
–Mucho más. La empresa saldrá muy mal parada. Si vienen por mí, yo iré por ellos.
No se puede utilizar un expediente robado. Ningún tribunal del país lo aceptaría como prueba. Tú no entiendes de litigios.
–Pero estoy aprendiendo. Diles que se retiren. Recuerda que tengo el expediente, y que lo que contiene apesta.
–No eran más que unos squatters, Michael.
–Es mucho más complicado de lo que parece. Alguien tiene que sentarse con Braden Chance y averiguar la verdad. Dile a Rafter que haga sus deberes antes de cometer un disparate.
–Créeme, Barry, eso es cosa de primera plana. No os atreveréis a salir de casa.
–¿Propones una tregua? Tú conservas el expediente y nosotros te dejamos en paz.
–Por el momento, tal vez. La semana que viene o la otra, no lo sé.
–Por qué no hablas con Arthur? Yo actuaré de mediador. Nos reuniremos en un despacho los tres y aclararemos este asunto a puerta cerrada. ¿Qué te parece?
–Demasiado tarde. Ha habido muertos.
–Señor hizo que lo mataran.
–Hubo otros dije. Comprendí que ya era suficiente. A pesar de ser mi amigo, Barry les contaría nuestra conversación a los jefes.
–¿Quieres explicármelo? inquirió.
–No puedo. Es confidencial.
–Suena un poco falso, viniendo de un abogado que roba expedientes.
El radiador comenzó a gorgotear y durante un buen rato no pudimos hacer otra cosa que contemplarlo. Ninguno de los dos quería decir cosas de las que más tarde pudiera arrepentirse. Se interesó por los restantes abogados del consultorio. Lo acompañé en un rápido recorrido.
–Increíble -musitó más de una vez. Luego, ya en la puerta, preguntó:
–¿Podemos seguir en contacto?
–Desde luego.
Naturalmente, él advirtió de inmediato el cambio de estilo cuando entré en su despacho y le anuncié que ya estaba preparado para empezar. No dijo nada, pero su mirada se demoró en las Nike. Las había visto otras veces cuando los tipos de los grandes bufetes bajaban de sus torres para pasar unas cuantas horas con los pobres. Por alguna razón inexplicable, éstos se sentían obligados a dejarse crecer las patillas y a ponerse tejanos.
–Tu clientela será una mezcla de tercios -me dijo, conduciendo muy mal con una sola mano mientras sostenía la taza de café con la otra sin prestar la menor atención a los vehículos que circulaban alrededor de nosotros.
–Un tercio, aproximadamente, tiene trabajo; otro tercio, que incluye a algunos de éstos, corresponde a familias con hijos. Un tercio está formado por incapacitados mentales y otro por veteranos de guerra. Un tercio de los que pueden optar a viviendas por sus bajos ingresos, las consigue. En los últimos quince años se han eliminado dos millones y medio de viviendas de renta baja y los programas federales de construcción de viviendas han sufrido un recorte de un setenta por ciento. No es de extrañar que la gente viva en la calle. Las administraciones están equilibrando los presupuestos a costa de los pobres.
Las estadísticas brotaban de su boca sin el menor esfuerzo. Aquello era su vida y su profesión. Como abogado acostumbrado a tomar notas con meticulosidad, reprimí el impulso de abrir mi cartera y empezar a hacer apresuradas anotaciones y me limité a escuchar.
–Esta gente cobra el salario mínimo -prosiguió, – de modo que la posibilidad de obtener viviendas de promoción privada ni siquiera se contempla. Ellos ni siquiera lo sueñan. Además, sus ingresos no han seguido el mismo ritmo que los costes de la vivienda, por eso se quedan cada vez más rezagados y, al mismo tiempo, los programas de ayuda reciben cada vez más golpes. Tenlo bien presente: sólo el catorce por ciento de los incapacitados sin hogar recibe ayuda por incapacidad. ¡Un catorce por ciento! Verás casos de este tipo a montones.
Nos detuvimos ante un semáforo en rojo, bloqueando parcialmente el cruce. Los cláxones empezaron a sonar alrededor de nosotros. Me hundí un poco más en el asiento, temiendo otra colisión. Mordecai no parecía darse cuenta de que su automóvil estaba obstaculizando el tráfico de la hora punta.
–Lo más terrible de la carencia de hogar es lo que no se ve por las calles -añadió. – Aproximadamente la mitad de los pobres gasta el setenta por ciento de sus ingresos tratando de conservar la vivienda que tiene. Según la Oficina de Vivienda y Urbanismo deberían gastar un tercio.
–En esta ciudad hay decenas de miles de personas que se aferran desesperadamente a sus viviendas; basta que dejen de pagar la mensualidad, tengan que ingresar con urgencia en el hospital o se produzca una inesperada situación de emergencia para que pierdan la vivienda.
–¿Adónde van entonces?
–Raras veces acuden directamente a los centros de acogida. En un primer momento recurren a la familia y después a los amigos. La tensión es enorme porque su familia y sus amigos también reciben subsidios de vivienda y los arrendamientos limitan el número de personas que pueden habitar una unidad. Se ven obligados a incumplir las normas y a exponerse al desahucio. Andan de acá para allá; a veces dejan a uno de sus hijos con la hermana y a otro con un amigo. La situación va de mal en peor. Muchas personas sin hogar temen los centros de acogida y procuran evitarlos. – Hizo una pausa para dar otro sorbo al café.
–¿Por qué? – pregunté.
No todos los centros son buenos. Ha habido atracos, robos e incluso violaciones.
Y allí pensaba yo vivir el resto de mi carrera de abogado.
–He olvidado la pistola -dije.
–No te ocurrirá nada. En esta ciudad hay centenares de voluntarios que trabajan gratuitamente, jamás he oído decir que alguno de ellos haya sufrido daño alguno.
–Menos mal.
Ahora estábamos circulando con un poco más de cuidado.
–La mitad de la gente tiene algún problema de drogadicción, como tu amigo Devon Hardy -me explicó. – Es algo muy frecuente.
–¿Qué se puede hacer por ellos?
–Me temo que no demasiado. Quedan algunos programas, pero es muy difícil encontrar una cama. Tuvimos suerte de colocar a Hardy en un programa de recuperación para veteranos, pero se fue. El adicto es quien decide cuándo quiere estar sereno.
–¿Cuál es la droga más habitual?
–El alcohol. Es la más accesible. Y mucho crack, porque también es barato. Aquí verás de todo, menos drogas de diseño, que son demasiado caras.
–¿Cuáles serán mis primeros casos?
–Estás preocupado, ¿verdad?
–Sí, y no tengo la menor idea.
–Tranquilízate. El trabajo no es complicado, pero exige paciencia. Verás a personas que no reciben las prestaciones a que tienen derecho, como vales para alimentos, por ejemplo. Algún divorcio. Alguien con quejas contra un casero. Una disputa de carácter laboral. Y seguro que te toca algún caso penal.
–¿Qué tipo de caso penal?
–Cosas de poca monta. En la Norteamérica urbana se tiende a criminalizar la situación de los indigentes. En las ciudades se han aprobado toda clase de disposiciones encaminadas a perseguir a los que viven en la calle. No pueden pedir limosna, no pueden dormir en los bancos, no pueden acampar debajo de un puente, no pueden guardar sus efectos personales en un parque público, no pueden sentarse en las aceras, no pueden comer en público. Muchas de estas reglamentaciones han sido anuladas por los tribunales. Abraham ha conseguido convencer a los jueces federales de que estas disposiciones quebrantan los derechos contemplados en la Primera Enmienda a la Constitución. Por eso los municipios tratan de hacer cumplir selectivamente las leyes generales, como, por ejemplo, la de vagos y vagabundos y embriaguez en lugares públicos. Y apuntan a los sin hogar. Si un tipo bien vestido se emborracha en un bar y mea en una calleja, no pasa nada. Un mendigo mea en la misma calleja y lo detienen por orinar en público. Los barridos son muy frecuentes.
–¿Los barridos?
–Sí. Eligen una zona de la ciudad, recogen a todos los sin hogar y los sueltan en otro sitio. Atlanta lo hizo antes de los Juegos Olímpicos.
–No podían tener a todos aquellos pobres pidiendo limosna y durmiendo en los bancos de los parques ante los ojos del mundo. Enviaron a sus propios SS y eliminaron el problema. Y después presumieron de lo bonito que estaba todo.
–¿Adónde los llevaron?
–A los centros de acogida por supuesto que no, pues no tienen ninguno. Sencillamente los llevaron de un lado para otro, los soltaron en otras zonas de la ciudad como si fueran estiércol-. Tomó un rápido sorbo de café y reguló la calefacción, apartando las manos del volante durante cinco segundos. – Recuerda, Michael, que todo el mundo ha de estar en algún sitio. Esta gente carece de alternativas. Si tienes hambre, pides comida. Si estás cansado, duermes en cualquier sitio que encuentres. Si cuentas con un techo, debes vivir en algún sitio.
–¿Los detienen?
–Cada día, y es una política pública muy estúpida. Imagínate un tipo que vive en la calle, entra en los albergues y sale de ellos, trabaja aquí o allá por el salario mínimo y hace todo lo que puede por mejorar su situación y convertirse en una persona autosuficiente, pero lo detienen por dormir debajo de un puente. Él no quisiera dormir debajo de un puente, pero todo el mundo tiene que dormir en algún sitio. Se siente culpable porque el Ayuntamiento, haciendo gala de una brillante inteligencia, ha decretado que carecer de techo es un delito. Tiene que pagar treinta dólares para salir de la cárcel y otros treinta de multa. Sesenta dólares que salen de un bolsillo casi vacío. De esta manera el tipo se hunde un poco más en la marginación. Lo detienen, lo humillan, lo castigan y, encima, tiene que comprender que su comportamiento es equivocado. Ocurre en casi todas nuestras ciudades.
–¿Y no estaría mejor en la cárcel?
–¿Has estado en la cárcel últimamente?
No.
–Pues no vayas. Los policías no están preparados para tratar a los indigentes y mucho menos a los enfermos mentales y los drogadictos. Las cárceles están abarrotadas de reclusos. El sistema judicial es una pesadilla y la persecución de los vagabundos sólo sirve para atascarlo más de lo que están. Y aquí viene lo más estúpido: mantener a una persona en la cárcel cuesta un veinticinco por ciento más por día que proporcionarle cobijo, comida, transporte y servicios de asesoramiento. Como es natural, todo eso se traduciría en un beneficio a largo plazo, y sería mucho más lógico. Un veinticinco por ciento más lógico, sin incluir los gastos del arresto y de su tramitación. De todas maneras, casi todas las ciudades están en bancarrota y muy especialmente el distrito de Columbia (recuerda que es por eso por lo que están clausurando los centros de acogida), y aun así malgastan el dinero convirtiendo a los sin hogar en unos delincuentes.
–Al parecer, la situación está madura para los litigios -dije a pesar de que Mordecai no necesitaba que lo aguijonearan.
–No paramos de presentar querellas. Los abogados de todo el país están atacando estas leyes. Los malditos ayuntamientos se gastan más dinero en honorarios de abogados que en construir centros de acogida para los indigentes. Hay que amar mucho este país. Nueva York, la ciudad más rica del mundo, no puede ofrecer cobijo a todos sus habitantes; la gente duerme en la calle y pide limosna en la Quinta Avenida, y eso molesta a los sensibles neoyorquinos, que eligen a Rudy como se llame porque les promete limpiar las calles y consigue que el competente consejo municipal declare ilegal la situación de los sin hogar, así por las buenas. No pueden pedir limosna, no pueden sentarse en las aceras, no pueden ser unos vagabundos, mientras las autoridades recortan los presupuestos y las ayudas, cierran los albergues y, al mismo tiempo, se gastan una maldita fortuna pagando a los abogados neoyorquinos para que los defiendan por haber intentado eliminar a los pobres.
–¿Cómo está Washington?
–No tan mal como Nueva York, pero temo que no mucho mejor.
Nos encontrábamos en una zona de la ciudad que dos semanas. atrás yo no habría cruzado en pleno día ni siquiera con un vehículo blindado. Las lunas de los escaparates estaban protegidas con barrotes de hierro; los edificios de viviendas, unas estructuras elevadas carentes de vida, mostraban la ropa tendida en los balcones. Todos eran de ladrillo gris y se caracterizaban por la sosería arquitectónica propia de las viviendas de protección oficial.
–Washington es una ciudad negra con un porcentaje considerable de la población que vive de la beneficencia -añadió. – Atrae a muchas personas que quieren un cambio, activistas y radicales. Personas como tú.
–Yo no soy precisamente un activista ni un radical.
–Estamos a lunes por la mañana. Piensa dónde has estado todos los lunes por la mañana en los últimos siete años.
–Sentado ante mi escritorio.
–Un escritorio muy bonito.
–Sí.
–En un elegante despacho.
–Sí.
–Ahora eres un radical dijo, mirándome con una amplia sonrisa en los labios.
Y con eso terminó mi cursillo de orientación.
Más adelante, a la derecha vimos un grupo de hombres muy abrigados, acurrucados en una esquina en torno a una estufa de butano. Doblamos la esquina y aparcamos junto al bordillo. Muchos años atrás, el edificio había sido la sede de unos grandes almacenes. Un rótulo pintado a mano rezaba: CASA DEL BUEN SAMARITANO.
–Es un albergue privado -me explicó Mordecai. – Noventa camas, comida aceptable, fundado por un grupo de iglesias de Arlington. Llevamos seis años viniendo aquí.
Cerca de la entrada había una furgoneta de un banco de alimentos de la cual unos voluntarios descargaban cajas de fruta y verdura. Mordecai se dirigió a un anciano que se hallaba ante la puerta, quien nos hizo pasar.
–Voy a acompañarte en un breve recorrido por la casa dijo Mordecai.
Lo seguí cruzando la planta principal. Era un laberinto de pasillos cortos, todos flanqueados por unas pequeñas habitaciones cuadradas hechas con planchas de yeso sin pintar. Cada habitación disponía de una puerta con una cerradura.
–Buenos días -dijo Mordecai, asomando la cabeza en una de ellas.
Sentado en el borde de un catre había un hombrecillo de ojos enloquecidos, que nos miró en silencio.
–Es una buena habitación -me indicó Mordecai. – Tiene intimidad, una buena cama, sitio para guardar cosas y luz eléctrica.
Pulsó un interruptor que había junto a la puerta y la lámpara se apagó. Por un segundo la habitación quedó un poco más a oscuras, hasta que él volvió a pulsar el interruptor. Los ojos enloquecidos no parpadearon.
La habitación carecía de techo; los viejos paneles de los antiguos almacenes se encontraban a unos nueve metros por encima de ella.
–¿Y el cuarto de baño? pregunté.
–Están en la parte de atrás. Pocos son los albergues que ofrecen cuartos de baño individuales.
–Que pase un buen día -le dijo al hombrecillo, que asintió con la cabeza.
Había varios aparatos de radio encendidos, algunos con música, otros con noticiarios. Observé gran movimiento de gente. Era un lunes por la mañana; tenían trabajos y lugares adonde ir.
–¿Es difícil conseguir habitaciones aquí? – pregunté, aunque conocía la respuesta.
Prácticamente imposible. La lista de espera es interminable, y el albergue puede decidir quiénes entran.
–¿Cuanto tiempo permanecen aquí?
–Depende. El promedio es de unos tres meses. Este es uno de los más bonitos, de modo que se sienten seguros en él. En cuanto consiguen estabilizar su situación, el albergue trata de encontrarles un alojamiento acorde con sus ingresos.
Nos acercamos a la directora del albergue, una joven calzada con botas de combate, a quien me presentó como «nuestro nuevo abogado».
Ella me dio la bienvenida al albergue. Mientras Mordecai y la joven hablaban de un cliente que había desaparecido, me alejé por el pasillo hasta que encontré la sección familiar. Oí llorar a un bebé y me encaminé hacia una puerta abierta. La habitación era ligeramente más espaciosa que la otra y estaba dividida en compartimientos diminutos. Una fornida muchacha de no más de veinticinco años estaba sentada en una silla, a tres metros de distancia de donde me encontraba, desnuda de cintura para arriba, dando el pecho a una criatura sin que mi presencia le causara la menor turbación. Los niños de corta edad saltaban sobre la cama; en la radio sonaba un rap.
De pronto se llevó la mano derecha al otro pecho y me lo ofreció. Di media vuelta y regresé junto a Mordecai.
Los clientes nos esperaban. Nuestro despacho ocupaba un rincón del comedor, cerca de la cocina; por mesa contábamos con una silla de tijera que habíamos pedido prestada a la cocina. Mordecai abrió un archivador del rincón y pusimos manos a la obra. Seis personas esperaban sentadas en unas sillas contra la pared.
–¿El primero? – llamó Mordecai.
Se acercó una mujer con su silla. Se sentó delante de sus letrados, ambos con una pluma y unos folios en la mano, uno de ellos un veterano abogado de la calle y el otro un novato.
Se llamaba Waylene, veintisiete años, dos hijos y sin marido.
–La mitad de ellos procede del albergue -me explicó Mordecai mientras ambos tomábamos notas-. La otra mitad, de la calle.
–¿Los atendemos a todos?
–A todos los que carecen de hogar.
El problema de Waylene no era complicado. Había trabajado en un restaurante de comida rápida antes de dejarlo por un motivo que Mordecai no consideró importante, y le debían las últimas dos pagas. Como no tenía domicilio fijo, el empleador había enviado los cheques a una dirección equivocada. Los cheques habían desaparecido; el empleador se desentendió del asunto.
–¿Dónde estará usted la semana que viene? – le preguntó Mordecai.
En un sitio, o tal vez en otro; no lo sabía. Buscaba trabajo, y si lo encontraba era posible que ocurriesen otras cosas y entonces ella podría irse a vivir con fulanito de tal. O buscarse un lugar para ella sola.
–Recuperaré su dinero e indicaré que envíen los cheques a mi despacho. – Le entregó una tarjeta de visita-. Llámeme a este número dentro de una semana.
La joven tomó la tarjeta, nos dio las gracias y se retiró a toda prisa.
–Telefonea al restaurante donde trabajaba esta chica, identifícate como su abogado, muéstrate amable al principio y después, si no colaboran, arma un alboroto. En caso de que sea necesario, pásate por allí y recoge personalmente los cheques.
Anoté las instrucciones como si fueran muy complicadas. A Waylene le debían doscientos diez dólares. El último caso en el que yo había intervenido en Drake Sweeney había sido una disputa antimonopolio en la que estaban en juego novecientos millones de dólares.
El segundo cliente no supo exponernos ningún problema legal concreto. Sólo quería hablar con alguien. Estaba borracho o mentalmente enfermo, probablemente ambas cosas a la vez. Mordecai lo acompañó a la cocina y le ofreció una taza de café.
–Algunos de estos pobrecillos no pueden resistir la tentación de hacer cola -me explicó.
La número tres era una residente del albergue; llevaba en él dos meses y, por consiguiente, la cuestión del domicilio presentaba menos problemas. Tenía cincuenta y ocho años, ofrecía un aspecto pulcro y cuidado y era viuda de un veterano de guerra. Según el montón de papeles que hojeé mientras mi jefe hablaba con ella, tenía derecho a una pensión de viudez, pero los cheques estaban siendo enviados a una cuenta de un banco de Maryland a la que ella no tenía acceso. Ella lo había explicado y sus papeles lo confirmaban.
–La Asociación de Veteranos es un buen organismo -dijo Mordecai-. Conseguiremos que envíen los cheques aquí.
La cola fue aumentando mientras atendíamos con eficacia a los clientes. Mordecai ya lo había visto todo muchas veces: interrupción de los vales de comida por falta de domicilio permanente; negativas de los administradores de fincas a devolver los depósitos de garantía; impago de las pensiones por alimento de los hijos; orden judicial de detención por extensión de cheques sin fondos; reclamación de pensión de invalidez a la Seguridad Social. Después de dos horas y diez clientes, me desplacé al otro extremo de la mesa y empecé a interrrogarlos personalmente.
Mi primer cliente fue Marvis. Quería divorciarse. Yo también. Tras escuchar su triste historia, experimenté el impulso de correr a casa y besarle los pies a Claire. La mujer de Marvis se dedicaba a la prostitución. Había sido decente hasta que descubrió el crack. El crack la llevó hasta un camello, de éste pasó a un proxeneta y finalmente a la vida de las calles. Por el camino robó y vendió todo lo que ambos poseían y acumuló deudas a cuenta del marido. Él se declaró insolvente. Ella se llevó a los dos hijos y se fue a vivir con su proxeneta.
Marvis quería hacer unas cuantas preguntas acerca de la mecánica del divorcio, y, puesto que yo sólo tenía unos conocimientos básicos al respecto, me escabullí como mejor pude. Mientras tomaba notas tuve una visión fugaz de Claire sentada en aquel preciso instante en el lujoso despacho de su abogada, ultimando los planes para disolver nuestra unión.
–¿Cuánto durará? – me preguntó, sacándome de mi breve ensoñación.
–Seis meses -contesté-. ¿Cree que ella se opondrá?
–¿A qué se refiere?
–A si accederá al divorcio.
–No hemos hablado de eso.
La mujer se había ido de casa un año atrás y, a mi juicio, se trataba de un claro caso de abandono del hogar conyugal. Si a ello se añadía el adulterio, el divorcio estaba chupado.
Marvis llevaba una semana en el albergue. Era serio y juicioso y buscaba trabajo. Disfruté de la media hora que pasé con él y me comprometí a conseguirle el divorcio.
La mañana pasó volando y mi nerviosismo se desvaneció. Estaba esforzándome en ayudar a personas reales con problemas reales, a personas insignificantes que no tenían ningún otro lugar donde encontrar asistencia jurídica. Se sentían intimidadas, y no sólo por mí, sino por el vasto universo de las leyes, las reglamentaciones, los tribunales y la burocracia. Aprendí a sonreír y a hacer que se sintieran cómodas. Algunas se disculpaban por no poder pagarme. El dinero no tenía importancia, les decía yo. El dinero no tenía importancia.
A las doce devolvimos la mesa para que pudieran servir el almuerzo. La zona del comedor se había llenado de gente; la sopa estaba lista.
Puesto que nos encontrábamos en el barrio, nos detuvimos a comer en el Florida Avenue Grill. El mío era el único rostro blanco del bullicioso restaurante, pero ya me estaba acostumbrando a mi palidez. Nadie había intentado asesinarme todavía. Al parecer, a nadie le importaba.
Sofía encontró un teléfono que casualmente funcionaba. Estaba debajo de un montón de expedientes en el escritorio más cercano a la puerta. Le di las gracias y me retiré a la intimidad de mi despacho. Conté ocho personas esperando en silencio los consejos legales de Sofía, que no era abogado. Mordecai me sugirió que dedicase la tarde a trabajar en los casos de los que nos habíamos hecho cargo por la mañana en el Buen Samaritano. Eran diecinueve en total. También me insinuó la conveniencia de que me diese prisa para ayudar a Sofía en su trabajo.
Si pensaba que el ritmo de la calle iba a ser más lento, me equivocaba. De repente, me hundí hasta las orejas en los problemas de otras personas. Por suerte, gracias a mis antecedentes de trabajador obsesivo logré estar a la altura de la situación.
No obstante, mi primera llamada telefónica la hice a Drake Sweeney. Pregunté por Héctor Palma del Departamento Inmobiliario y me dijeron que esperara. Colgué al cabo de cinco minutos y volví a llamar. Pensé en la posibilidad de telefonear a Polly y pedirle que mirara a ver qué le había ocurrido a Héctor. O quizás a Rudolph, o a Barry Nuzzo o a mi auxiliar preferido. Pero entonces caí en la cuenta de que ya no eran mis amigos. Me había ido. Estaba en el campo opuesto. Era el enemigo. También era una fuente de problemas, y los jefes les habían prohibido hablar conmigo.
En el listín telefónico había tres Héctor Palma. Iba a llamarlos, pero las líneas estaban ocupadas. El consultorio tenía dos líneas y cuatro abogados.
Sofía se fue a las cinco en punto, su hora habitual. Su barrio era conflictivo, y cuando oscurecía prefería estar en casa con la puerta cerrada. Mordecai lo hizo sobre las seis tras pasarse media hora conmigo analizando las actividades de la jornada. «No se queden hasta muy tarde y procuren irse los dos juntos», nos advirtió. Había hablado con Abraham Lebow, quien tenía previsto trabajar hasta las nueve, y le había aconsejado que nos fuéramos juntos. «Aparcad muy cerca. Apurad el paso. Vigiladlo todo.»
Antes de salir se detuvo en la puerta y me preguntó:
–Bueno pues, ¿qué te parece?
–Creo que se trata de una labor fascinante. El contacto humano es un gran estímulo.
–A veces te partirá el corazón.
–Ya me lo ha partido.
–Eso está bien. Si alguna vez llegas a un punto en el que ya no te duela, será el momento de irte.
–Acabo de empezar.
–Lo sé, y es bueno que estés aquí. Nos hacía falta un blanco anglosajón protestante como tú.
–Pues me alegro de ser un símbolo.
Se marchó, y volví a cerrar la puerta. Había detectado una tácita política de puertas abiertas; Sofía trabajaba en la sala central y a mí me había hecho gracia oírla toda la tarde responder por teléfono a un burócrata tras otro mientras todo el consultorio escuchaba. Mordecai era una fiera por teléfono, su voz, profunda y sonora, rugía exigiendo toda clase de cosas y profiriendo terribles amenazas. Abraham era mucho más reposado, pero la puerta de su despacho estaba permanentemente abierta. Puesto que aún no sabía qué estaba haciendo, yo prefería mantener la del mío cerrada. Tenía la certeza de que serían pacientes conmigo.
Llamé a los tres Héctor Palma que aparecían en la guía telefónica. El primero no era el que yo buscaba. En el segundo número no contestaron. El tercero era el contestador telefónico del verdadero Héctor Palma, que con tono áspero indicaba a quien fuese que no estaba en casa, que dejara el mensaje y que ya le devolvería la llamada.
Era su voz. Con los infinitos recursos de que disponía, la empresa tenía muchos medios y lugares donde esconder a Héctor Palma. Ochocientos abogados, ciento setenta auxiliares, despachos en Washington, Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Portland, Palm Beach, Londres y Hong Kong. Eran demasiado listos como para despedirlo por el hecho de saber demasiado. Le doblarían el sueldo, lo ascenderían, lo trasladarían a la sucursal de otra ciudad y le proporcionarían un apartamento más grande.
Anoté la dirección que figuraba en la guía telefónica. Si el contestador todavía estaba puesto, era posible que aún no lo hubiesen trasladado. Con mi recientemente adquirida habilidad callejera, estaba seguro de que conseguiría localizarlo.
Oí que llamaban suavemente a la puerta, y ésta se abrió como por arte de magia. El cerrojo y el tirador estaban gastados, por lo que la puerta se cerraba sin quedar trabada. Era Abraham.
–Tienes un minuto? – preguntó, sentándose.
Se trataba de su visita de cortesía, su saludo. Era un hombre discreto y distante con un cierto aire de intelectual que habría podido amedrentarme si yo no me hubiera pasado siete años en un edificio con cuatrocientos abogados de todos los colores y tamaños. Conocía una docena de tipos como él, serios y arrogantes, que no hacían el menor esfuerzo por ser cordiales con los demás.
–Quería darte la bienvenida -dijo, y a continuación se lanzó a una apasionada defensa de la especialización jurídica en cuestiones sociales. Era un chico de la clase media de Brooklyn, había estudiado derecho en Columbia, había pasado tres años horribles en una empresa de Wall Street, cuatro años en Atlanta con un grupo de lucha contra la pena de muerte y dos decepcionantes años en la colina del Capitolio hasta que le llamó la atención un anuncio de una publicación jurídica, solicitando un abogado para el consultorio jurídico de la calle Catorce-. No existe vocación más sublime que el derecho -añadió-. Es algo más que ganar dinero. – Después soltó un discurso contra los grandes bufetes y los abogados que ganaban millones de dólares en honorarios. Un amigo suyo de Brooklyn estaba ganando diez millones de dólares anuales con sus querellas contra los fabricantes de implantes mamarios de silicona-. iDiez millones de dólares al año! ¡Con eso se podría alojar y dar de comer a todos los indigentes del distrito de Columbia!
En cualquier caso, se alegraba de mi conversión y lamentaba el incidente de Señor.
–¿A qué te dedicas en concreto? – le pregunté.
Resultaba evidente que Abraham estaba disfrutando. Era fogoso e inteligente y utilizaba un vocabulario tan amplio que me daba vueltas la cabeza.
–A dos cosas. Política. Trabajo con otros abogados para reformar la legislación, y dirijo los litigios, en general, acciones populares. Hemos presentado una querella contra el Departamento de Comercio porque los vagabundos apenas estaban representados en el censo del noventa. Hemos interpuesto una demanda contra el sistema escolar del distrito por negarse a admitir a los niños desamparados. Hemos emprendido una acción popular porque el distrito anuló indebidamente varios millares de subvenciones de alojamiento sin el obligado procedimiento. Hemos atacado muchos de los estatutos destinados a criminalizar la condición de las personas que carecen de hogar. Presentaremos querellas contra casi todo si joden a los indigentes.
–Son unos litigios muy complicados.
–Lo son, pero, afortunadamente, aquí en el distrito de Columbia hay muchos abogados excelentes dispuestos a dedicarnos tiempo. Yo soy el entrenador. Elaboro la estrategia del partido, reúno el equipo y decido las jugadas.
–¿No ves a los clientes?
–Algunas veces. Pero trabajo mejor cuando estoy solo en mi cuartito de allí. Por eso me alegro de que te hayas unido a nosotros. Tenemos muchas cosas que hacer y necesitamos ayuda.
Se levantó de un salto; la conversación había terminado. Habíamos decidido marcharnos a las nueve en punto. Se fue. Mientras soltaba una de sus parrafadas, observé que no llevaba anillo de casado.
El derecho era su vida. El viejo dicho según el cual el derecho era una amante celosa había alcanzado un nuevo nivel con personas como Abraham y yo.
El derecho era lo único que teníamos.
La policía del distrito esperó hasta casi la una de la madrugada para atacar como si de un comando se tratase. Llamaron al timbre y de inmediato empezaron a aporrear la puerta con los puños.
Para cuando Claire consiguió orientarse, levantarse de la cama y echarse algo encima del pijama, ellos ya estaban por derribar la puerta a puntapiés.
–¡Policía! – anunciaron en respuesta a su aterrorizada pregunta.
Abrió lentamente y retrocedió horrorizada mientras cuatro hombres -dos de uniforme y dos de paisano -entraban en el apartamento como si unas vidas humanas corrieran peligro.
–¡Apártese! – le espetó uno.
Claire se había quedado sin habla.
–¡Apártese! – le gritó otro.
Cerraron ruidosamente la puerta a su espalda. El jefe, el teniente Gasko, vestido con un barato y ceñido traje de calle, se adelantó y sacó del bolsillo unos papeles doblados.
–¿Es usted Claire Brock? – preguntó en una pésima imitación de Columbo.
Ella asintió boquiabierta.
–Soy el teniente Gasko. ¿Dónde está Michael Brock?
–Ya no vive aquí -consiguió balbucir Claire.
Los otros tres esperaban allí cerca, preparados para arrojarse encima de lo que fuera.
Gasko no se lo creía, pero no tenía una orden de detención sino tan sólo una autorización de registro.
–Traigo una autorización para registrar este apartamento, firmada a las cinco de esta tarde por el juez Kisner. – Desdobló los papeles y los mostró como si en semejante momento alguien pudiera leer y comprender la letra pequeña-. Apártese, por favor.
Claire retrocedió un poco más.
–¿Qué buscan? – preguntó.
–Está en los papeles -contestó Gasko, arrojándolos sobre el mueble bar.
Los cuatro policías se dispersaron por el apartamento.
El teléfono móvil se encontraba al lado de mi cabeza, que descansaba sobre un cojín en el suelo, en la parte superior de mi saco de dormir. Como parte de mi esfuerzo por identificarme con mis nuevos clientes, era la tercera noche que dormía en el suelo. Comía poco, dormía aún menos y estaba tratando de comprender lo que eran los bancos de los parques y las aceras. Tenía el lado izquierdo extremadamente dolorido, magullado y morado hasta la rodilla, por lo que procuraba dormir sobre el lado derecho.
Era un precio muy bajo. Tenía un techo, calefacción, una puerta cerrada, un empleo, la certeza de que al día siguiente comería, el futuro.
Encontré el teléfono a tientas y contesté:
–¿Diga?
–Michael -susurró Claire-. La policía está registrando el apartamento.
–¿Cómo?
–Están aquí en este momento. Son cuatro y tienen una autorización judicial.
–¿Qué quieren?
–Buscan un expediente.
–Voy para allí.
–Date prisa, por favor.
Irrumpí en el apartamento como un poseso. Gasko resultó ser el primer policía con quien tropecé.
–Mi nombre es Michael Brock. ¿Quién demonios es usted?
–Soy el teniente Gasko -contestó en tono despectivo.
–Déjeme ver su placa. – Me volví hacia Claire, quien, apoyada contra la nevera, se estaba tomando un café, un poco más serena y tranquila-. Dame un papel -le pedí.
Gasko se sacó la placa del bolsillo y la sostuvo en alto para que yo la viera.
–Larry Gasko -dije-. Será usted la primera persona contra la que interponga una querella a las nueve en punto de esta mañana. ¿Quién lo acompaña?
–Hay otros tres -intervino Claire, entregándome una hoja de papel-. Creo que están en los dormitorios.
Me dirigí hacia la parte de atrás seguido de Gasko y de Claire, algo más rezagada.
En el dormitorio de invitados vi a un agente uniformado que, a gatas en el suelo miraba debajo de la cama.
–Muéstreme su placa -exigí. Se levantó de golpe, dispuesto a luchar. Me adelanté un paso, rechiné los dientes y agregué-: Su placa, imbécil.
–¿Quién es usted? – preguntó, retrocediendo con la mirada fija en Gasko.
–Michael Brock. ¿Y usted?
Sacó una placa.
–Darrel Clark -dije en voz alta mientras anotaba el nombre-. Acusado número dos.
–No puede usted demandarme -masculló.
–Ya verá si no puedo. Dentro de ocho horas lo demandaré ante un tribunal federal exigiendo un millón de dólares por registro ilegal. Y ganaré, conseguiré que se celebre un juicio y lo perseguiré sin piedad hasta que se declare insolvente.
Los otros dos agentes salieron de mi antiguo dormitorio y me rodearon. Miré a Claire.
–Trae la cámara de video, por favor -le pedí yo-. Quiero grabarlo.
Claire se dirigió hacia el salón.
–Tenemos una autorización firmada por un juez -dijo Gasko, un poco a la defensiva.
Los otros tres se adelantaron para estrechar el cerco.
–El registro es ilegal -repliqué-. Las personas que han firmado la autorización serán demandadas, al igual que cada uno de ustedes. Serán suspendidos de empleo y probablemente de sueldo y tendrán que enfrentarse con un juicio.
–Gozamos de inmunidad -dijo Gasko.
–Eso ya lo veremos.
Claire regresó con la cámara.
–¿Les has explicado que yo no vivo aquí? – le pregunté.
–Sí -contestó, acercándose la cámara al ojo.
–Y, sin embargo, ustedes siguieron adelante con el registro, lo cual lo convirtió instantáneamente en ilegal. Deberían haberse detenido, pero entonces no hubiera tenido gracia, ¿verdad? Es mucho mejor husmear en los asuntos personales de los demás. Tuvieron una oportunidad, pero la desperdiciaron. Ahora pagarán las consecuencias.
–Está chiflado -soltó Gasko.
Procuraban disimular su temor, pero sabían que yo era abogado. No me habían encontrado en el apartamento, de modo que quizá yo supiese de qué estaba hablando. No lo sabía, pero en aquel momento la cosa sonaba bien.
El hielo legal sobre el que estaba patinando era muy delgado.
No le hice caso.
–Sus nombres, por favor -dije dirigiéndome a los otros dos. Sacaron las placas. Ralph Lilly y Robert Blower. Les di las gracias, como un auténtico experto, y añadí-: Serán los acusados números tres y cuatro. Y ahora, ¿por qué no se marchan?
–¿Dónde está el expediente? – preguntó Gasko.
–El expediente no está aquí porque yo no vivo aquí. Por eso será usted demandado, oficial Gasko.
–No crea que me asusta; me demandan cada dos por tres -dijo.
–Mejor para usted. ¿Quién es su abogado?
En la trascendental décima de segundo que siguió no pudo facilitarme el nombre de ninguno. Fui al estudio y ellos me siguieron a regañadientes.
–Márchense -les dije-. El expediente no está aquí.
Claire seguía grabando todo con la cámara de video, por lo que procuraban reducir al mínimo sus agresiones verbales. Blower musitó algo acerca de los abogados mientras los tres se encaminaban hacia la puerta.
Cuando se hubieron ido, leí la autorización de registro. Claire me observó, mientras tomaba café junto a la mesa de la cocina. El sobresalto inicial se había disipado; había vuelto a recuperar la calma e incluso la gélida frialdad de antes. No quería reconocer que se había llevado un susto de muerte, no se atrevía a parecer siquiera un poco vulnerable y, desde luego, no estaba dispuesta a dar la impresión de que me necesitaba aunque sólo fuera un poco.
–¿Qué hay en el expediente? – preguntó.
En realidad, no le interesaba. Lo que quería era una cierta seguridad de que nada semejante volvería a ocurrir.
–Es una historia muy larga.
Comprendió el mensaje: «No preguntes.»
–¿De veras vas a demandarlos?
–No. No hay fundamento para un juicio. Sencillamente quería librarme de ellos.
–Ha dado resultado. ¿Pueden volver?
–No.
–Es bueno saberlo.
Doblé la autorización de registro y me la guardé en el bolsillo. Sólo se refería a un objeto: el expediente de RiverOaks-TAG, que en aquellos momentos se encontraba muy bien escondido entre las paredes de mi nuevo apartamento junto con una copia del mismo.
–¿Les has dicho dónde vivo? – inquirí.
–No sé dónde vives -contestó.
Se produjo una pausa durante la cual habría sido apropiado que me preguntara dónde vivía. Pero no lo hizo.
–Lamento mucho lo ocurrido, Claire.
–No te preocupes; pero prométeme que no volverá a ocurrir.
–Te lo prometo.
Me fui sin un abrazo, un beso o el menor contacto, de la clase que fuera. Me limité a decir buenas noches y salir por la puerta. Era justo lo que ella quería.