CALLE DE GRÀCIA, 1, 4.º

Cuando oyó hablar de la «empatía», tuvo la certeza de que aquel era el concepto que la definía más y mejor. Más que la paciencia, que hasta entonces había sido el rasgo favorito de su carácter. Fue en la Universidad Autónoma, hace ahora casi quince años. Ella, a diferencia de buena parte de la clase, tenía clara la vocación. Si existía el destino, el suyo era ser psicóloga. Durante las largas conversaciones que mantenía con sus amigas, ella era la que escuchaba, la que guardaba secretos, la confesora. Tenía una facilidad innata para ponerse en la piel del otro. En el segundo curso de la carrera aprendió que acababa de descubrirse la explicación científica de aquella especie de talento innato: las neuronas espejo. Los jueves por la noche, cuando salía de fiesta por los bares de la plaza de la Virreina, le ofrecían la droga de moda, el éxtasis. No llegó a probarla, no solo porque le daban miedo las drogas, sino porque estaba convencida de que no le haría ningún efecto. Teóricamente, el éxtasis estimulaba la apertura afectiva hacia los demás. A ella no le hacía falta. Aquello era su pan de cada día.

En la facultad, en clase de la doctora Jenny Moix, descubrió que la droga originariamente se tenía que llamar empatía. Al final la comercializaron con el nombre de «éxtasis» porque en los años ochenta casi nadie conocía el significado de la palabra empatía. Ella tampoco. Fue con la profesora Moix con quien supo que aquel era el concepto que la definía más y mejor, si es que las personas nos podíamos definir por un concepto. ¿Era la suya una cualidad extraordinaria? Ella creía que no. Al menos no más que la de muchas mujeres, acostumbradas a cuidar de otros, a poner los intereses de los otros por delante de los propios. No obstante, en clase hicieron un test que reveló que tenía un nivel de empatía superior a la media.

Aquel trimestre comenzaron estudiando a Adam Smith: doscientos años antes de que existiesen los escáneres cerebrales, Smith ya había afirmado que la empatía era la base de la acción moral. Estudiaron el caso de Phineas Cage, un clásico en el campo de la neuropsicología. El 13 de septiembre de 1848, Phineas Cage estaba trabajando en la construcción de un ferrocarril en Vermont, dinamitando piedra, cuando sufrió un terrible accidente. La pólvora que estaba colocando estalló inesperadamente y provocó que una barra de hierro le atravesara un lado de la cara por detrás del ojo izquierdo y le saliera por el cráneo. No obstante, estaba vivo, consciente, hablaba. Durante los años siguientes, el cambio que los demás percibieron en Phineas Cage fue que, mientras que antes era un hombre educado, ahora era impetuoso, no paraba de insultarlos y no mostraba ningún tipo de inhibición social. Iba totalmente a la suya. Había perdido la capacidad de empatía.

En la clase de Eugenia, la media del test que midió la empatía de los alumnos fue de 4,5, del cero al seis. Los chicos hicieron bajar la media, porque la mayoría a duras penas llegaba al 4. El nivel 4 correspondía a individuos que se sentían más cómodos cuando hablaban sobre temas que no incluían las emociones y que preferían solucionar los problemas de manera práctica. En el nivel 5 las relaciones de amistad se solían basar en la intimidad emocional, en compartir confidencias. Y en el 6 nos encontrábamos con personas de una «empatía extraordinaria», que se centraban continuamente en los sentimientos del otro. Era la puntuación de Eugenia, un 6. «Su empatía parece hallarse en un estado continuo de hiperexcitación, de modo que el resto de la gente nunca desaparece del todo de su radar», afirmaba un libro de la bibliografía. Eran personas altruistas psicológicamente. Tanto que se sobrecargaban. Era el caso de Eugenia.

Había nacido y crecido en un ambiente de seguridad afectiva. De su padre, Joan, había aprendido el orden y la disciplina: en casa siempre se desayunaba, almorzaba y cenaba a la misma hora. No se podían saltar las comidas. Tenía que existir un tiempo para el trabajo y un tiempo para el reposo. La siesta de él era sagrada. Hasta el extremo de que la madre contaba, con una sonrisa entre burlona e indignada, que el día de su boda, en el hotel de la Costa Brava donde hacían el banquete, después de comer su padre pidió una habitación para echarse la siesta. ¡El día de su boda! Había unos hábitos que no podían romper. Ahora, para Eugenia psicóloga, aquel comportamiento granítico tendría un diagnóstico claro. Pero entonces no juzgaba a su padre.

Además, tenía muchas maneras de compensar la rigidez, como jugar al tenis con los amigos. Eso sí, iban cada martes y jueves, y antes él pasaba a recogerlos en coche a las seis en punto, en la esquina del paseo de Sant Joan con Rosselló. Un retraso por parte de alguno de los amigos le enojaba. Pero no lo expresaba. Un hombre reservado, se decía entonces. La madre, Constança, era toda efervescencia emocional, se llevaba bien con todo el mundo, reía y se entristecía con facilidad. Su padre era la corrección personificada; formaba parte de una generación de hombres que reprimía las emociones. Salvo los domingos por la tarde, en el campo del Barça, donde gritaban como descosidos. De todas maneras, su ex, Borja, de quien se acaba de separar, también es igual, y no pertenece a la misma generación.

El trabajo de final de carrera lo hizo sobre la empatía: era su tema. En toda psicoterapia, para que resultara exitosa, debía haber comprensión empática. Entonces el terapeuta podía verbalizar sentimientos que el cliente no era capaz de experimentar plenamente, ni de expresar. En el trabajo también profundizaba en las investigaciones de Kahut y Rogers, quienes habían convertido la empatía en la piedra angular de la psicoterapia del siglo XX. Y, por último, desarrollaba la teoría de Jean Piaget, que ahora Eugenia —después de su primera guardia de emergencias en un aparcamiento de Ciutat Vella, una guardia fallida— recuerda con una punzada de inquietud: no podías ser empático si después de presenciar una tragedia te quedabas demasiado afectada, temblando. La empatía requería una cierta distancia.

La falta de distancia terapéutica ya había sido un problema cuando comenzó a ejercer como psicóloga. Si bien entonces no era consciente de ello. Al contrario, tanta proximidad con el paciente era una virtud. La joven Eugenia Llort, a quien habían contratado en la misma consulta donde había hecho las prácticas del último año de carrera, el Instituto Bolinches, tenía un talento innato y lo ponía al servicio de los demás. Aquello era sentirte realizada: hacer lo que te gustaba, y hacerlo bien. Pasarte horas escuchando las preocupaciones de los demás sin que tuvieras la sensación de estar aguantando rollos, tal como le sucedía a Laia Bové, que era su mejor amiga, que lo sigue siendo y que también es psicóloga. A Eugenia los cincuenta minutos de una consulta se le pasaban volando. Al cabo de pocos meses, ya tenía lista de espera. Había corrido el boca a boca, y muchas mujeres y hombres —más hombres que mujeres— querían que los atendiera ella. «Usted sí que me entiende» era la frase que más le repetían los pacientes. Lo primero que ella les preguntaba era: «¿Cómo está?». Una pregunta retórica, de buena educación, innecesaria, porque por la manera en que había entrado la persona, por cómo se movía, por cómo se había quitado la chaqueta, por la comunicación no verbal, por las microexpresiones que tan bien había descrito Paul Ekman —en resumen, por el aire de la persona— ya sabía cómo estaba.

Tenía que haberse dado cuenta de que el exceso de empatía comenzaba a ser un problema. Había pacientes que querían seguir con la terapia a toda costa. Cuando ella ya la había dado por terminada, sufrían recaídas para poder continuar acudiendo a la consulta. Y también tenía que haberse dado cuenta de que existía «el contagio», como lo llama ahora: todo lo que a ella, como si se tratase de un resfriado, se le contagiaba de los pacientes. Recuerda al señor H., que llegaba poco aseado a la consulta, olía a sudor y llevaba las uñas negras y la ropa sin lavar. Pues bien, Eugenia un día se dio cuenta de que ella hacía dos días que no se duchaba ni se lavaba los dientes. Se había despistado a causa de la cantidad de trabajo que tenía, no lo había atribuido a un exceso de empatía hacia el paciente. Cabe decir que nunca más llegó a ese extremo. También recuerda al paciente D., un hombre con TOC, que tenía que hacer una serie de rituales cada mañana, como lavarse las manos seis veces, ni una más ni una menos, o asegurarse de que los fogones del gas estaban cerrados, revisándolos y volviéndolos a revisar, no fuera que hubiese una explosión de gas mientras él estaba fuera de casa. Pues bien, durante aquella época Eugenia adquirió la costumbre, antes de salir de su piso, de mirar el bolso seis veces para comprobar que no se dejaba las llaves ni el monedero. Sí, había un contagio de los pacientes. El extremo más molesto fue el de F., una chica con hiperhidrosis, sudoración excesiva, que hizo que durante una buena época a Eugenia le sudaran las manos cuando se ponía nerviosa. Por suerte, todos aquellos síntomas desaparecían, ninguno se hizo crónico.

La complicidad con los pacientes fue en alza. Le vienen a la memoria los casos de las víctimas de abusos sexuales. Había muchas mujeres que ni siquiera lo sabían y que llegaban a la consulta por otras patologías. De repente, después de una relajación o una sesión de hipnosis, les venía un recuerdo espontáneo que lo revelaba todo: la imagen de tocamientos, o del pene de un tío, de un abuelo, incluso del padre, en su boca. El momento en el que lo descubrían era durísimo, también para Eugenia. Un día, con una paciente llamada A., de veintiocho años, que adoraba a su padre y que asoció el recuerdo del papel pintado de la pared con los tocamientos de los que era objeto cuando era una niña y que por eso no soportaba las paredes con papel pintado —un día Eugenia se dio cuenta de que también ella estaba llorando. «¿Se encuentra bien?», le dijo A. ¡La paciente preguntando a la psicóloga si se encontraba bien! Se abrazaron y lloraron juntas.

Se llevaba los problemas a casa. «Eso es que eres joven», le decía el director del centro de la calle Muntaner, Antoni Bolinches. «Con el tiempo ya aprenderás a desconectar», decía Antoni, con su voz sibilina, serpenteante, como si hablara entre dientes. Ella se conectaba demasiado. Día y noche y fines de semana. Entregada al trabajo, sus relaciones sentimentales eran secundarias. Las parejas le duraban poco, no solo porque les dedicaba poco tiempo —y la pareja, tal como decía Antoni Bolinches, «es para quien se la trabaja»—, sino porque iba tropezando con los mismos perfiles de personalidad. Solía enamorarse de hombres a los que tenía que salvar. Hombres con poco empuje, desvalidos. O desorientados, porque estaban pasando una mala época. Ella les hacía de psicóloga, de animadora, de coach. Era ella quien les decía qué podían hacer con sus vidas, quien los animaba a montar negocios, a hacer viajes, a incorporar nuevos hábitos. Era ella quien los tenía que salvar de sí mismos. Y como solían ser hombres con una autoestima baja, tenían un problema añadido: los celos.

Por un lado, celos de la vida profesional de ella, una mujer que se ganaba bastante bien la vida —haciendo más horas que un reloj— y que tenía lo que ellos consideraban «una carrera». Por otro lado, estaban los celos que ella no soportaba, los celos de macho, de hombre posesivo. Ella, sencillamente, era amable con todo el mundo. Con los amigos y conocidos y saludados, con los vecinos y los dependientes y los camareros. A un camarero le cambiabas el día con una sonrisa, con un comentario agradable. ¿Tenía que renunciar a ser simpática? De ninguna manera. Ya había demasiada gente desagradable. Pero la mala fortuna la hacía tropezar con chicos a los cuales la educación, la cultura, había hecho posesivos. En el fondo no era la mala suerte: era ella, que, inconscientemente, los escogía inseguros para poderlos salvar. Sin embargo, llegaba un momento en que empezaba a sentirse constreñida, como si la relación fuese un jersey que le quedara pequeño. Llegaba un momento en que sentía tirria o incluso aversión por aquel hombre. El patrón se había ido repitiendo. Era una de sus asignaturas pendientes: la cuestión de las relaciones.

Cuando conoció a Borja creyó que por fin rompía aquel patrón. Un hombre seguro de sí mismo, al que no tenía que salvar. Los había presentado su amiga Laia Bové, que quería que conociese a un hombre «interesante» que no tenía nada que ver con el mundo de ellas dos. Laia había organizado una cena informal y los había sentado juntos, en medio de diez o doce amigos más. ¿Qué le llamó la atención a Eugenia de aquel hombre de gafas de carey, barba negra y raya perfecta? Que hablase con la más exquisita educación. Que tuviese unas maneras tan suaves y al mismo tiempo tan masculinas. Mientras se llevaba los canapés a la boca con movimientos breves y elegantes, le contaba que era economista y que trabajaba asesorando a grandes bancos. A diferencia de ella, preocupada aún por S., una paciente bulímica a la que acababa de ver y que no le había dejado el cuerpo precisamente con ganas de cenar, él estaba tranquilo, como si viniese de un balneario. Los pliegues de los labios finos dibujaban todo el tiempo una sonrisa benevolente. En aquel hombre nada destacaba de manera muy marcada: no parecía tener ninguna debilidad, ningún trauma que superar. Freud se consideraba un hombre afortunado porque nada en la vida le había sido fácil: a aquel hombre, en cambio, todo parecía irle sobre ruedas. Rezumaba simplicidad, autosuficiencia.

A media cena se animó y pasó a ser jovial, como si le hubiese hecho efecto el vino, a pesar de que había bebido poco. Con todo, en ningún momento fue brusco ni dijo una palabra fuera de tono. Sencillamente, tenía dos registros: uno tranquilo y otro enérgico. Le contó que su día a día consistía en asistir a reuniones y que prefería de largo las reuniones con hombres. No era machista; no quería que Eugenia lo malinterpretase. Era una cuestión práctica: en las reuniones en las que tenía que poner de acuerdo a dos partes, si había más mujeres que hombres, las dos partes tardaban de media tres semanas en ponerse de acuerdo. Si había más hombres, una semana.

Comenzaron a quedar. Una noche la llevó a cenar al restaurante Via Veneto. A ella se le quedó grabada la atmósfera amarronada, recargada. Las arañas de cristal, la claridad anacrónica. Y se le quedó grabado el final de la cena. Borja había comido una escudella con pasta y carne y, de segundo, un huevo de Calaf con patatas y trufa negra. Ella le había hablado de psicología, de su formación: comparable a la Universidad de Navarra o al IESE, lugares en los que había estudiado él, en psicología tenían el programa Sat de Claudio Naranjo, si bien ella había ido tomando herramientas de todas partes, desde la PNL a las constelaciones familiares. Y, sobre todo, la Gestalt. La Gestalt la había marcado mucho.

«¿Gestalt? —le había preguntado Borja—. ¿Eso no era una secta?».

Eugenia le había respondido que la definición de secta era muy relativa: al fin y al cabo, la Iglesia católica se podría considerar una secta, la secta más influyente —y machista— de la historia. El comentario no le hizo gracia a Borja; se había esforzado en disimularlo. Fue durante el postre cuando Eugenia hizo un comentario que no tenía que haber hecho. Había pedido la «Naranja al estilo Via Veneto». La gracia de aquel postre era que el propietario del restaurante, el señor Monje, pelaba la naranja delante de ti con un cuchillo muy largo, como si estuviese haciendo una escultura. La piel iba cayendo con lentitud, de un solo trazo, haciendo zigzags. Fue entonces cuando Borja dijo que le sonaba que hacía muchos años, en la época del gobierno socialista, una comisión del Congreso de los Diputados había incluido la Gestalt en la lista de sectas. Eugenia le replicó que aquello decía muy poco en favor del rigor de los diputados: con el tiempo se había demostrado que la Gestalt, de secta, nada de nada. Actualmente en cada ciudad había unos cuantos centros Gestalt, y tenían muy buena acogida. Ella utilizaba algunos de sus métodos, como el ejercicio de la silla o el de golpear un cojín.

Sin embargo, aquello que más la había marcado había sido la amplitud de miras de la Gestalt: incluso aceptaba que el paciente y el terapeuta se enamorasen uno del otro. Aquel sentimiento se convertía en material de terapia, como si el psicólogo dijese: «Vale, nos hemos enamorado: y ahora, ¿qué hacemos?, ¿cómo lo trabajamos?».

La respuesta de Borja no se hizo esperar:

—Y tú, ¿te has enamorado alguna vez de un paciente?

Eugenia se rio y contestó:

—Secreto profesional.

Luego, mientras tomaban los cafés, ella lo matizó: enamoramiento no, pero era lógico que una terminara sintiendo cierto amor por la mayoría de los pacientes.

—¿Cierto amor? —preguntó él, como si aquello no encajase en su mapa mental—. Supongo que quieres decir afecto, no amor.

—Quiero decir amor —respondió Eugenia y, a continuación, demasiado audaz, añadió—: si no sientes amor hacia el paciente, la terapia no funciona. Si sientes rabia, u odio, lo mejor que puedes hacer es decirle adiós.


A la larga se arrepintió de la audacia de aquel comentario. Habían salido casi un año y al final se habían ido a vivir juntos. Ella habría preferido que alquilasen un piso nuevo, un lugar donde no tuviese la sensación de estar invadiendo el espacio de él. Aun así, no tenía sentido que gastasen el dinero teniendo él como tenía un piso de su propiedad en la zona alta de Barcelona, en la avenida Pau Casals. Aquella era la ventaja de trabajar para grandes bancos: ganaba mucho dinero. La regulación bancaria europea obligaba a los bancos a capitalizarse y ser más solventes. Se veían empujados a la venta de «la cartera industrial», las participaciones que tenían en empresas de otros sectores. El trabajo de Borja consistía en valorar aquellas empresas, cosa que era todo un arte, ya que no cotizaban en bolsa. Era todo un arte valorar activos e inmuebles con precios hinchados y mal tasados. Saber qué porcentaje de la deuda sería recuperable. A continuación buscaba un comprador, a cambio de jugosas comisiones.

No había movido dinero de manera ilegal, ni tenía cuentas en Suiza ni en ningún paraíso fiscal. Pagaba todos los impuestos, y pagaba muchos. Sus orígenes eran humildes: había nacido y crecido en una masía del Penedés, de la que sus padres eran guardeses. Ahora tenía un chófer, que lo llevaba a todas partes en un Seat Ibiza. Su objetivo no era presumir de coche sino llegar rápido a los sitios, no depender de encontrar taxi y encajar el máximo de reuniones en un solo día. Aquello, el Seat Ibiza, era un detalle, a ojos de Eugenia, de su autenticidad. Podía ser un nuevo rico, pero no hacía ostentación de ello. «Lástima que seas de derechas —solía decirle ella, entre risas—. Un defecto u otro tenías que tener». Para ella, las etiquetas de derechas e izquierdas eran artificiales, como todas las etiquetas. Quizá en alguna época habían tenido sentido, pero no ahora. Borja se excusaba diciendo que al menos la gente de derechas solía ser culta y bien educada. Y él lo era. Todo un caballero. Tenía gestos de otra época, como abrirle la puerta o ponerle el abrigo. Los fines de semana la invitaba a exposiciones, al Liceo, a esquiar, a montar a caballo, a jugar al tenis en el Real Club de Polo, a ir de excursión al Montseny con amigos que vestían como si estuviesen eternamente de vacaciones: camisas holgadas, mangas arremangadas, las gafas de sol en el bolsillo, un jersey colgando de los hombros.

Hombres teóricamente maduros que en el fondo eran niños que se negaban a crecer. Eugenia podía estar enamorada —más o menos enamorada—, pero no era ciega y conforme los meses pasaron llegó a la conclusión de que Borja formaba parte del colectivo de hombres Peter Pan. No soportaba el paso del tiempo, ni en él ni en los demás. En el baño tenía cremas hidratantes y antienvejecimiento. Era intransigente con todo aquello que transmitiera dejadez: unos dientes sucios, un aliento fuerte, una barriga colosal. En las mujeres con las que había estado, siempre había sentido aversión a encontrar pelos «allí donde no deberían estar». Eugenia había fingido no oírlo.

Había tenido bastantes parejas. Aquel era otro de sus rasgos de Peter Pan: huir del compromiso. Ninguna pareja le había durado más de tres o cuatro años. Eugenia no podía juzgarlo; ella tampoco había tenido relaciones mucho más duraderas. Ambos se habían pasado la vida buscando un ideal que nunca encontraban. Y ella debería haber tenido claro que Borja tampoco era el ideal, al contrario. No tenía nada que ver con ella. Eso sí: la tenía atrapada sexualmente. En la cama, todo era fácil. A ella le gustaba la suavidad de su piel, lubricada, voluptuosa. Y sobre todo le gustaba su seguridad a prueba de bomba. La zarandeaba y la giraba, como él decía, «vuelta y vuelta», como si fuese un filete jugoso. La penetraba en la mesa de madera de la cocina y contra el cristal de la terraza con vistas al Turó Park. La penetraba encima del mármol, dentro del jacuzzi, en cualquier sitio donde él pudiera demostrar su virilidad. Eugenia no estaba acostumbrada a aquella inexpugnabilidad física: había días en que terminaba dolorida. Dolorida, pero contenta. Él se transformaba, pasaba sin transición de la calma a la avidez. De repente su rostro parecía sediento, ansioso por poseerla. Los ojos se le salían, enrojecidos.

Les pasó factura la convivencia. Ella llegaba a casa y hablaba de los pacientes del día. Los pacientes: aquel era su tema. Y él necesitaba desconectar. Se repantigaba en el sofá con el mando a distancia. Decía que la televisión era como una cinta limpiadora de las antiguas casetes: le limpiaba el cabezal. Es decir, le limpiaba las preocupaciones. La imagen era buena. No obstante, al cabo del tiempo, cuando la escena se repetía una noche tras otra, ella se preguntaba de qué demonios tenía que desconectar. Ya se pasaba todo el día desconectado de sí mismo, con mil reuniones y llamadas. Un hombre con una vida flotante, con un séquito de gente internacional. Cogía aviones solamente para coincidir con clientes, se reunía en los coches de ellos (en el fondo, no quería estar solo en ningún momento del día) y le interesaban temas abstractos, como las decisiones del Fondo Monetario Internacional. Cuando volvía a casa, ni ella tenía ganas de hablar de aquellos temas, ni él tenía ganas de escuchar las miserias de individuos neuróticos. En casa estaba cansado, apagado. La cordialidad la guardaba para la vida social. Cuando se encontraba con otras personas, era vigoroso, entusiasta. Tenía, pues, altibajos. ¿Era ciclotímico? Quizá sí. En casa parecía un alma en pena. Menos cuando practicaban sexo, claro. Entonces se espabilaba, como por arte de magia.

De manera que ella iba a lo suyo. Dedicaba las noches a tomar notas de las consultas del día. Delante de los pacientes no tomaba notas para mantener el contacto visual. Si Borja hubiese sido de otra manera, primero habrían cenado y charlado, y luego, cuando él se hubiese ido a dormir, ella se habría quedado despierta un par de horas tomando notas. Pero como él veía la televisión para limpiar «el cabezal», ella aprovechaba para trabajar. «¿Por qué te programas tantas consultas? —le preguntaba él—. Podrías hacer menos y, entre consulta y consulta, tomar notas. Podrías reducir el número de pacientes por lo menos a la mitad. No necesitas el dinero». Pero Eugenia no hacía las consultas por dinero. Últimamente había bastantes pacientes que no podían pagar, y ella les decía que ya encontrarían el modo, que no se preocupasen. Con Borja discrepaba sobre aquella manera de entender «el trabajo». Pero no era trabajo lo que ella hacía. Al menos ella no lo vivía como un trabajo. Era otra cosa. A pesar de que la expresión podía sonar muy grandilocuente, era una «misión» en la vida. Sin ninguna connotación religiosa, como le habría gustado a Borja. Era lo que ella podía ofrecer al mundo. Poner su grano de arena para curar a una sociedad profundamente enferma. Borja le sugería que diese conferencias, o acudiese a programas de televisión; así ayudaría a más gente dedicando menos horas. Pero ella quería tratar a las personas de una en una. Era lo que mejor sabía hacer. Mirarlas, escucharlas. Empatizar con ellas.

Solo de vez en cuando le hablaba de los pacientes. Cuando se refería a pacientes hombres, Borja permanecía callado, o miraba la BlackBerry. A raíz de un paciente llamado Viladrich fue cuando ella constató que aquel retraimiento lo provocaban los celos.

Tenía un nuevo paciente, le contó un día, que sufría todas las disfunciones sexuales. Aun así, el problema grave no eran las disfunciones, sino la agorafobia: hacían la consulta a través de Internet, por Skype, porque el chico no podía salir de su casa. Como siempre que un hombre acudía a ella por disfunciones sexuales, trabajarían la autoestima. Los hombres creían que la tenían pequeña, cuando en realidad lo que tenían pequeña era la autoestima. Por aquel entonces Eugenia aún podía hacer este tipo de comentarios, solo faltaría. Si de algo iba sobrado Borja era de potencia sexual.

El fin de semana siguiente volvió a hablarle del paciente Viladrich. Un paciente que solo practicaba el sexo con prostitutas porque con ellas no tenía que preocuparse de «cumplir». También decía que, total, de una manera o de otra, siempre se acaba pagando por el sexo. A Borja aquel comentario le hizo gracia. Pero la siguiente —y última— vez que Eugenia sacó el tema, ya no le hizo tanta gracia. No entendía, le dijo a Borja, que un hombre guapo, porque Viladrich era objetivamente guapo, además de sensible, tuviera que pagar para tener sexo. Era injusto. Pero la vida no era justa ni injusta. Aquel era un concepto falso, como ser de derechas o de izquierdas.

Borja reaccionó de un modo desacostumbrado:

—¿Guapo y sensible? ¿También te has enamorado del paciente Viladrich? ¿Cómo era aquello? Ah, no; era amor hacia el paciente, ¿verdad?

Borja aludía a la conversación que habían tenido en el Via Veneto hacía mucho tiempo, cuando empezaban a salir. Eugenia no contestó. Había sido un error enfatizar las palabras guapo y sensible. Debería tener más cuidado.

Pero, a partir de entonces, aquella salida de tono de Borja la condicionó demasiado. Porque, para evitar que cualquier otro día le contestara con cajas destempladas, no hizo lo que tendría que haber hecho: ir a casa del paciente Viladrich y hacer las consultas allí. Tenerlo bien cerca. Abandonar las sesiones por Internet con Skype, que son como ver a través de un retrovisor, con un ángulo de visión limitado: no ves entero el cuerpo del paciente, su postura, no ves bien la palidez de la piel ni hasta qué punto está demacrado. No, ella fue una estúpida porque no quiso echar más leña en el fuego de los celos de Borja. No quería que un buen día le dijese: «¿Ahora resulta que haces terapia a domicilio? ¿Es eso amor hacia el paciente?».

Viladrich era un chico de treinta y un años encantador, poquita cosa, dulce, frágil. A pesar de que físicamente era delgado, espigado, su aspecto general era encogido. Debía de ser alto, pero a través de la webcam Eugenia nunca lo vio de pie. Si hubiese tenido que destacar un rasgo de su personalidad, sin duda habría sido la ingenuidad. En sus ojos azules había un candor insondable. Decía y repetía que él no estaba hecho para el sexo. Si se iba a la cama con una mujer que le importase, lo traicionaban los nervios. El sexo era como el dormir: no dependía de su voluntad. Por más que se esforzase, el cuerpo iba a lo suyo. Por eso recurría a las prostitutas. Con ellas no tenía que preocuparse. De más joven había tenido algunas relaciones «normales», y todas habían terminado como el rosario de la aurora por culpa del sexo. Desde entonces, siempre había pagado. Había tenido sexo que incluso podía calificar de exitoso, porque, como con las putas no tenía que cumplir, algún día incluso aguantaba un poco antes de eyacular. Sexualmente era un guiñapo y si le había pedido hora a ella, una psicóloga de quien tenía buenas referencias, era para superarlo. Necesitaba superarlo, vaya. Porque, fortuitamente, el amor había entrado en su vida. Una mujer maravillosa se había fijado en él. Y quería satisfacerla sexualmente.

—Continúa, por favor —dijo Eugenia, el primer día de terapia, a través de Skype.

Y Viladrich prosiguió, contándole que había conocido a aquella mujer maravillosa gracias a su trabajo de escritor. Eugenia pensó que allí debía de haber una historia de frustración profesional: había tenido unos cuantos pacientes escritores, y eran unos muertos de hambre que creían que el mundo estaba en deuda con ellos. El paciente que no se duchaba era, precisamente, escritor. Sin embargo, Viladrich —según le contaba aquel primer día a través de la webcam— se ganaba bien la vida. No tenía grandes aspiraciones y escribía libros de encargo, libros autobiográficos que las editoriales solían promocionar como biografías o memorias. Libros de personajes famosos, pero también de anónimos que deseaban dejar constancia de sus teorías, de una trayectoria. Había escrito libros para empresarios, para médicos, para cantantes de ópera, para cocineros. Libros que firmaban ellos, el nombre de Viladrich no salía por ninguna parte. Estaba de acuerdo. Después de todo, el material no provenía de su experiencia o imaginación. Él solamente tenía que grabar y transcribir horas de conversaciones. Separaba el grano de la paja de todo aquel material, lo ordenaba, procuraba hacerlo atractivo para los lectores. Es decir, que el trabajo más duro y el que se prolongaba más tenía lugar en su casa. Se pasaba días recluido, sin ver a nadie, y aquello debía de estar relacionado con la agorafobia que le había diagnosticado un psiquiatra que, obviamente, había tenido que desplazarse a su piso. Tenía confianza con el psiquiatra. Hacía años, Viladrich le había escrito un libro, un refrito de su tesis doctoral. Sin embargo, si le había pedido hora a Eugenia no había sido por la agorafobia, sino por la causa profunda, que debía de ser sexual: la incapacidad para satisfacer sexualmente a aquella mujer maravillosa. La conocía desde hacía tiempo, pero ahora acababan de liarse. Siempre la había llamado la triatleta.

—Continúa —añadió Eugenia.

Lara. Lara Turbau: así se llamaba la triatleta. La había conocido gracias a su marido, un osteópata. Aún eran marido y mujer, pero pronto se divorciarían. El marido se llamaba Joan Fluvià y era el osteópata de Viladrich. Como se pasaba tantas horas sentado ante el ordenador, sufría dolores en las cervicales y de vez en cuando lo visitaba para que las recolocase. Fluvià era un hombre rebosante de salud, que compartía consulta con un fisioterapeuta y con su mujer. Una mujer imponente, que entre semana se ganaba la vida como nutricionista y los fines de semana era triatleta y participaba en ironmans y ultramans. Un día, después de haberle recolocado la espalda (a Viladrich), el osteópata Fluvià le hizo un encargo profesional: un libro para regalar a los clientes de la clínica. Un libro con las lecciones que había aprendido después de cuidar tantas espaldas.

—Continúa.

Enseguida se pusieron a la tarea. Quedaban los viernes por la tarde, que era cuando Fluvià y su mujer comenzaban el fin de semana. Hacían las entrevistas en casa del médico, un dúplex en la calle París. La triatleta solía deambular por el piso y de vez en cuando les servía agua, galletas, cafés. Formaban la pareja ideal, pensaba Viladrich. Una pareja con cuerpos esbeltos, musculados, bronceados. A pesar de que aún no tenían hijos, estaba claro que habían venido al mundo a reproducir la especie. A veces la triatleta se sentaba a escucharlos, «como un florero», tal como le diría más adelante que la hacía sentir su marido. Viladrich no la miraba con ojos codiciosos, no se atrevía; una mujer inalcanzable. La cintura fina, los muslos exuberantes. Solía ponerse jerséis que le dejaban los hombros al aire y unos aros dorados en las orejas que no eran precisamente de estar por casa. La espalda recta y el mentón elevado le conferían orgullo; una de esas mujeres orgullosas, con carácter. Lo miraba con una expresión perspicaz, como si escrutara sus profundidades. Y él desviaba la mirada.

—Continúa.

En teoría, él no estaba por ella. En teoría, y en la práctica, de hecho, estaba concentrado en el discurso de su marido osteópata, que durante aquellas tardes le contaba cómo armonizaba las estructuras óseas: evitaba que el noventa por ciento de las hernias discales terminaran en el quirófano. También le hablaba de la relación entre los dolores de cabeza y la espalda: el ochenta por ciento de la irrigación cerebral fluía por una arteria que pasaba por una vértebra cervical, y, una vez bien colocada la vértebra, el dolor de cabeza desaparecía. Los pacientes —como él mismo, Viladrich, podía certificar— salían de la consulta sintiéndose y viendo mejor.

—Continúa, por favor.

Todo cambió un viernes en que el osteópata no pudo estar presente. Tenía un viaje a un congreso en Tenerife y su secretaria se había olvidado de llamar a Viladrich para cancelar la visita, de manera que él, como cada viernes a las cinco en punto, se presentó en el piso de la calle París. Lo recibió la triatleta, se disculpó por el error de la secretaria, que era nueva, y le dijo que al menos se quedara a merendar. Y así lo hizo. Y no solo a merendar. La conversación se alargó. Viladrich debió de caerle muy bien, porque ella se abrió. Había cierto poso de menosprecio en sus palabras: ella había conseguido muchos de los éxitos por los cuales su marido se colgaba las medallas. Buena parte de los deportistas de elite que pasaban por la clínica en realidad no tenían problemas en los huesos, sino en el hígado. El metabolismo de fármacos y estrógenos era la causa de disfunciones hepáticas que, a la larga, creaban alteraciones musculares tendinosas. Y ella se ocupaba de eso. Les hacía una cura de desintoxicación con alcachofa, boldo, cardo, fumaria y cola de caballo. Era ella, por tanto, quien curaba los dolores de cabeza de los deportistas de elite.

—Continúa.

Conversaron mucho, hasta que se hizo tarde. Ella le propuso que se quedara a cenar. Comida japonesa, acompañada de una botella de sake que hizo que ella se dejase llevar del todo. Su divorcio era inminente: mirando «por casualidad» el teléfono móvil de su marido, había descubierto que era un mujeriego. Se tiraba a muchas pacientes. Eso sí, antes les recolocaba la espalda. «Como Llongueras, el peluquero, no sé si te acuerdas; él admitió en un programa de televisión que se había tirado a muchas clientas para que se sintiesen menos solas». Pues eso. Ahora ella entendía por qué los últimos años no tenían relaciones sexuales. Su marido ni se fijaba en ella. Hacía años que se sentía profundamente insatisfecha, le dijo a Viladrich, mientras se acababan la segunda botella de sake. Hacía doce años que estaba casada y nunca había tenido la sensación de que funcionasen sexualmente: había llegado el momento de empezar de cero y tener «sexo de calidad». A los hombres de aquí —no especificó qué quería decir con «de aquí»— les faltaba algo. Una especie de energía. No descartaba apuntarse a algún curso de sexo tántrico; quizá allí conocería a algún hombre potente. O bien cuando se divorciase se iría a vivir a otro continente, otra geografía; no descartaba que el problema fuese el continente. Se bebieron otra botella de sake, y fue entonces cuando ella tuvo la reacción encendida: le desabrochó el cinturón y le quitó los pantalones. «Me das mucho morbo».

—Continúa, por favor.

Él se sentía con temblores en la boca del estómago, pero feliz como no recordaba haberlo estado nunca. Al cabo de un instante, era un manojo de nervios. No pudo penetrarla. Solamente hubo caricias. Al día siguiente lo intentaron de nuevo, y al final ella se masturbó con un consolador del tamaño de un pepino, mientras le hacía una felación apartándose el pelo rubio con la mano para que él viera cómo sus labios le chupaban «la pequeñita», como la llamaba ella. A «la pequeñita» no hubo manera de ponerla dura. Si él lo llega a saber, coge la Viagra de casa. Mientras desayunaban, ella adoptó un tono agresivo: «Me da igual lo que hagas, pero yo quiero tu polla bien dura», le dijo. Era una especie de orden. Él se lo tomó por el lado bueno: aquella orden demostraba que quería volver a verlo. Ella daba por hecho que se habían convertido en amantes. «Ah, y otra cosa: el próximo día haz el favor de depilarte. ¿Adónde vas con esos pelos?».

—Continúa —dijo Eugenia durante aquella primera sesión a través de Skype, pensando que a Borja, que tampoco soportaba el exceso de vello, le habría hecho gracia aquel comentario (aún no había demostrado tener celos de los pacientes; o solo lo había hecho en forma de retraimiento)—. Continúa, por favor.

Antes de despedirse de él, la triatleta le repitió que le daba «mucho morbo». Y que hiciese el favor de ir a ver a un psicólogo, para resolver aquellas «inseguridades». Que la próxima vez tenía que follársela bien follada.

—Continúa.

Aquella misma noche comenzó la agorafobia. No había podido bajar a tirar la basura. Cuando estaba en la puerta principal de la calle Balmes, donde vivía (desde donde le estaba hablando ahora mismo a través de Skype), tuvo una sensación terrorífica. No era él. Su cuerpo no era su cuerpo. Según el psiquiatra, aquello se llamaba despersonalización. Había subido arrastrándose escaleras arriba, aferrándose a los escalones como una lagartija. Ahora no podía ni bajar la escalera. Ni tampoco podía coger el ascensor, no solo por la claustrofobia, sino porque le daba apuro encontrarse con algún vecino.

—Continúa.

Según el psiquiatra, estaba evitando afrontar aquel reto sexual que le atraía y le atemorizaba al mismo tiempo. Si conseguía resolver la cuestión sexual, la agorafobia disminuiría. Eso y los medicamentos, por supuesto; si bien algunos medicamentos tardarían semanas en hacerle efecto. Aprovechando la confianza, el psiquiatra le había regalado algunas cajas de antidepresivos y tranquilizantes. La comida podía comprarla por Internet, pero los medicamentos no. Y si se tenía que quedar semanas o incluso meses encerrado en casa, al menos no tendría que preocuparse de ir a la farmacia.


La dinámica de aquel primer día se repitió durante las siguientes semanas. Hacían todas las consultas a través de Skype, cada martes y jueves, a las diez de la mañana. Eso lo obligaba a él a levantarse temprano, al menos aquellos dos días. Eugenia intuía que Viladrich se estaba dejando demasiado. No parecía un hombre enamorado. Le gustaba mucho la triatleta, quería satisfacerla sexualmente, pero tenía la creencia limitante —de la cual no era consciente— de que él no se merecía el amor. Y se lo merecía. ¡Desde luego que se lo merecía! Porque era encantador. Con su voz fina como la cuerda de un violín, le contaba a Eugenia que escribir el tipo de libros que él escribía era una manera de interesarse no solamente por vidas de famosos, sino también por vidas que no pasarían a la historia, dado que muchos de aquellos libros eran de gente anónima. Un chico, pensaba ella, que no se daba importancia a sí mismo. Un chico que se ponía al servicio de los demás. Se sentía identificada con él: él tampoco tenía sensación de estar «aguantando rollos» de los entrevistados. Él también tenía una especie de «misión» en la vida. Y necesitaba que lo salvaran.

A través de la pantalla del ordenador se lo veía abatido, demacrado, y solo le brillaban los ojos cuando hablaba de la triatleta y del próximo encuentro sexual entre ambos, que tendría lugar cuando él hubiese superado alguna de sus «inseguridades». Con un poco de suerte, le decía a Eugenia, aquel encuentro y los sucesivos cambiarían su vida. La triatleta dejaría a su marido y podrían comenzar una relación estable. La primera relación sólida y sin pagar que él tendría en su vida. Eso sí, antes tendría que cumplir. Por tanto, quería prepararse bien, sexualmente.

La triatleta no paraba de enviarle mensajes de WhatsApp en los que le contaba cómo se masturbaba pensando en él. ¿Estaba yendo a un psicólogo para solucionar sus «inseguridades»? Sí, le había respondido él. No le podía decir, obviamente, que la cosa se había complicado y que no podía salir de casa. Le daba largas a la triatleta. Le decía que tardarían unas semanas en verse. No solo porque necesitaba acabar con las «inseguridades», sino porque tenía mucho trabajo: debía dejar terminado urgentemente un libro sobre la cocina de un discípulo de Ferran Adrià. La misma excusa que le había dado a su marido osteópata para anular las siguientes entrevistas. A la triatleta que le diera largas aún la excitaba más, cada día tenía más ganas de verlo.

Durante las sesiones a través de Skype, Eugenia intentaba que el paciente recuperase la autoconfianza. En lugar de estar animado ante la perspectiva de ver a la triatleta, sentía pánico. En el sentido literal. De ahí los ataques de pánico y la consecuente agorafobia. La autoconfianza que debía recuperar el paciente Viladrich no debería depender de lo que pasase o dejase de pasar con la triatleta, una relación que estaba condenada, porque la triatleta se había fijado en él sencillamente porque era el primer buen chico que pasaba por allí. Quería un buen chico en contraposición a su marido mujeriego, quería un hombre que nunca fuera mujeriego. Aun así, había que conservar la esperanza, pensaba Eugenia. Quizá la triatleta sería paciente, como una puta.

El asunto de las prostitutas también lo tocaron durante aquellas consultas. Eugenia procuraba que el paciente evocase el sentimiento de confianza que le suscitaban. Que se recrease en ello, a fin de que pudiese extrapolarlo, a la larga, al resto de las relaciones sexuales. ¿Cómo se sentía con las prostitutas? ¿Por qué no tenía la sensación de tener que cumplir? ¿Qué le hacían en la cama? ¿En qué se basaba para afirmar que eran mujeres pacientes? Después de todo, eran profesionales que tenían que ir al grano. Eugenia también le daba pie a que hablase de las experiencias sexuales que había tenido siendo joven, con chicas «normales» que muy pronto se cansaban de él.

Y habían hablado bastante de su infancia. Era hijo único, y sus padres, que habían muerto hacía años en accidente de tráfico, habían sido muy exigentes con él. Debía obtener las mejores notas y estudiar una carrera técnica. Dedicarse a escribir era una de sus ilusiones de futuro. «Eres un peliculero», le solía decir su padre. Aquello debió de marcarlo. Pero lo que más debió de marcarlo, estaba seguro de ello, había sido estudiar en un colegio en el que niños y niñas estaban en clases separadas. No se atrevía a hablar con las chicas y, cuando se tenía que acercar a alguna, se ponía colorado. Irremediablemente. Colorado como un tomate. Las chicas eran inalcanzables. Parecían mayores de la edad que tenían. A él le infundían respeto, seguramente miedo.

—Y ¿qué tal el día a día? ¿Qué hiciste ayer? —le preguntaba Eugenia: la agorafobia seguía siendo el asunto más importante por resolver.

Y él cada vez tenía peor cara. Era lógico que estuviera pálido, no le daba el sol. Durante el día las persianas estaban medio bajadas. Había mañanas claras y luminosas, pero en la pantalla del ordenador Eugenia veía un estudio en penumbra, lúgubre, tétrico. Muchos libros amontonados. Papeles por el suelo. Y ya no veía nada más. No veía las manos del paciente Viladrich. Tan solo le veía la cara y las camisetas negras. Y de vez en cuando camisas de rayas, que parecían planchadas. Cuando ella tenía dudas sobre si debería ir a su casa a hacer la terapia presencial, pensaba: «Al menos tiene las camisas planchadas. Si se plancha las camisas y pide, como dice, la comida al supermercado (y si, además, toma antidepresivos y tiene la expectativa de reencontrarse con la triatleta), la situación no es desesperante ni urgente».

Se equivocaba. Nunca se había equivocado tanto.

¿Cómo era el día a día del paciente Viladrich? Pues trabajaba mucho, o al menos eso le decía a ella. Transcribía las entrevistas con el osteópata Fluvià, ahora que las tenía frescas, y leía. Solía leer a más escritoras que escritores, exceptuando escritores como Proust, que eran como mujeres. No le gustaba la prosa masculina, si es que había prosas masculinas y femeninas, cosa muy discutible. Últimamente había leído a Joyce Carol Oates, porque buscaba sentirse identificado con mujeres que tuviesen el mismo problema que él, no el sexual, naturalmente, sino el otro. Carol Oates había escrito que desde siempre había habido más mujeres que hombres que habían sentido el impulso de recluirse en casa. De hecho, tradicionalmente las mujeres se quedaban en casa, mientras que los hombres salían a «ganarse la vida». En el hecho de quedarse en casa había un consuelo primitivo: igual que un animal herido o moribundo se escondía para estar solo, la persona abatida tenía ansia de soledad. Para morir, o para curarse.

También estaba releyendo a Emily Dickinson, que sufrió la misma enfermedad que él. Los médicos de aquella época se referían a la enfermedad como postración nerviosa. A Emily Dickinson parecía gustarle. Encerrada en su casa de Amherst, Massachusetts, se sentía al mismo tiempo «recluida y libre». No tenía más que retirarse a su habitación: en ese momento comenzaba «la libertad». A partir de 1861 dejó de pasear a su perro, Carlo, dejó de ir a la iglesia, a tertulias, y se fue retirando gradualmente del mundo. Incluso dejó de salir al jardín. «Trabajo en mi cárcel y soy rehén de mí misma», había escrito.

Eugenia no podía evitar sentirse próxima, a pesar de la distancia impuesta por Internet, por el maldito Skype, no podía evitar sentirse próxima a un cliente que leía a Emily Dickinson, la mejor poetisa americana del siglo XIX. Ella era una buena lectora. Leía para entender mejor el mundo y para entender mejor a los demás. No para entretenerse: leer era mucho más interesante que entretenerse. Borja, en cambio, no leía. Borja y Viladrich eran la noche y el día, y, cuanto más charlaba con Viladrich, menos le apetecía por la noche reencontrarse con Borja, repantingado ante el televisor. En aquel entonces él ya había demostrado sus celos, ya le había hecho el comentario: «¿Guapo y sensible? ¿También te has enamorado de Viladrich?», con el cual había dado a entender que ella se enamoraba sistemáticamente de los pacientes, una falsedad. Lo que era sistemático era el amor hacia el paciente, tal como ella le había dicho cuando empezaron a salir. Pero la expresión amor hacia el paciente quedaba lejos del mapa mental de Borja, como ella había ido corroborando día tras día.

Eugenia había intentado salvarlo, había intentado ensanchar su mapa mental. Una forma de ver la vida, la de Borja, en blanco y negro. Aquello que la había atraído de él al principio, su simplicidad, la falta de neurosis, ahora le provocaba urticaria. ¿Cómo podía ser tan simple, aquel hombre? ¿No tenía matices ni claroscuros? Incluso ahora, cuando intenta escribir sobre él en este documento Word, le gustaría darle más densidad. Pero no puede. Borja debía de ser interesante en el trabajo, con los clientes, hablando de cifras macroeconómicas, cerrando acuerdos con sonrisas comerciales. Pero en la intimidad solo era interesante en la cama, y aun gracias. El deseo entre los dos iba a menos porque siempre va a menos si no hay algo más, que suele ser una mezcla de complicidad y humor y valores en común. Y admiración: ella procuraba sentir admiración por su frialdad emocional, pero no lo conseguía.

En la manera de comportarse de él, tan solo veía pegas. Los amigos estaban para sacarles provecho. Borja no lo decía, pero lo pensaba. Defendía que, de las relaciones, salían negocios. Eugenia desconocía cómo se relacionaba con sus «contactos»; pero sí sabía que, en realidad, «los amigos» eran colegas con los que quedaba cuando no quería estar solo. La mayoría de las veces, a la hora de comer. Borja se burlaba de las fiambreras, y de hecho en sus oficinas de Diagonal no había ni una triste sala con microondas donde calentarse la comida, porque la empresa daba por hecho que comer de fiambrera era cutre. Así pues, los mediodías Borja los aprovechaba o bien para tener comidas de trabajo, o bien para comer con el primer amigo disponible. Eugenia había acudido a algunas de estas comidas, se había apuntado a última hora, y había notado que Borja no tenía ningún interés en el interlocutor. Se aburría, no paraba de mirar el teléfono móvil, solo quería regresar al despacho. ¿Por qué había quedado, entonces? Para evitar comer solo.

Sí, ella había intentado salvarlo. Había intentado que potenciase los vínculos personales, que se interesara sinceramente por los demás. Que saliese de su zona de confort y viese a gente con la que no podría hacer negocios. Habían ido a hacer de voluntarios al Casal d’Infants del Raval y a unas jornadas del Teaming. Había otras maneras de comportarse, totalmente desinteresadas. Cada encuentro era una oportunidad de enriquecimiento. ¡Si no había nada más enriquecedor que las personas! Borja discrepaba de aquella afirmación. Lo enriquecedor era lo que hacían las personas, y no todas. Algunas, muy escogidas. El resto de la especie humana era un rebaño de ovejas.

Afirmaciones como esas las hacía el fin de semana, cuando comían o cenaban con algunos de sus «amigos», en el Montseny, o después de jugar al tenis. Como todos eran de derechas y cínicos, Borja no se cortaba ni un pelo. Un sábado, en uno de sus arrebatos de euforia, mientras comían con Ignacio y Mery, declaró con solemnidad que suerte que había una guerra por generación. Bueno, ellos se estaban salvando, pero muy pronto habría otra, y en casa. Era una ley universal no escrita. Suerte que había una guerra por generación, las guerras eran una manera de hacer limpieza, igual que el cuerpo limpiaba sus células para renovarse. Eugenia todavía no sabe si Borja lo decía para provocar —sostenía que una de las gracias de los encuentros informales eran las exageraciones—, o si se lo creía de verdad.

La humanidad, según Borja, iba de mal en peor: no era cierto, contrariamente a lo que ella pensaba, que cada vez hubiese más conciencia, no solo medioambiental, sino en otros sentidos: ayudarnos los unos a los otros, todos éramos uno. Según Borja, eso era «una moda». Pues bienvenida sea la moda, había respondido ella. Gracias a «la moda», había más solidaridad que nunca, se practicaba más yoga, más meditación. Había más inteligencia emocional, había replicado Eugenia mirándolo expresamente. Borja le había respondido que inteligencia y emocional eran términos incompatibles. Los sentimientos no podían ser inteligentes.

Comentarios como aquellos denotaban un distanciamiento del marco de referencias de Eugenia. Si es que nunca había habido proximidad, por parte de Borja. Más bien había habido un silencio, un retraimiento, como con los pacientes hombres. Y ahora se dejaba ir. Ahora era él. Eugenia supone que la relación se habría ido deteriorando, como de hecho estaba sucediendo, poco a poco. Pero la ruptura se aceleró por dos motivos: porque ella cada vez se sentía más cercana al paciente Viladrich y por el episodio del baño.

El episodio del baño tuvo lugar un domingo por la tarde en el piso. Se habían ido a echar la siesta, pero, en lugar de dormir, él había empezado a tocarla. Ella cada vez tenía menos ganas de sexo, sentía aversión cuando él le ponía las manos encima o, al día siguiente, cuando descubría los cardenales en los muslos. A pesar de la aversión, se dejó hacer. Sabía, por la experiencia clínica, que si una mujer se deja hacer se acaba excitando, aunque al principio no tenga ganas. Así pues, comenzaron. Y él, después de hacerle un masaje, se fue al baño. Eugenia, de repente, tuvo una especie de revelación. Entendió la naturaleza de lo que ella creía que era un comportamiento ciclotímico: aquel pasar de ser un hombre apagado a ser un hombre enérgico.

Al cabo de un par de minutos, sin hacer ruido, ella también fue al baño. Solían dejar la puerta ajustada, sin cerrar el pestillo. Siempre habían respetado la intimidad del otro. Por primera y última vez, Eugenia abrió la puerta sin llamar. Y lo vio todo: las rayas, la cocaína, y a él esnifando con un billete de veinte euros.

—¿Qué haces? —le preguntó ella. Una pregunta retórica: estaba muy claro lo que estaba haciendo.

Él levantó los brazos para protegerse, como si ella fuese a pegarle un tortazo. Se quedó con la mano derecha suspendida y la boca ligeramente abierta, pero no se atrevió a decir nada. Lo más sorprendente era que ella no se hubiese dado cuenta hasta entonces. Para compensar los efectos de la coca, tenía que tomar Viagra o Cialis. Una potencia sexual, la suya, de medio pelo. Como la del paciente Viladrich, con la diferencia de que al menos Viladrich tenía el coraje de reconocerlo.

Aquella noche no se hablaron. La estrategia de Borja para afrontar los temas delicados era fingir que no existían. Pero al día siguiente ella le dijo:

—Creo que deberías ponerte en manos de un psicólogo especialista en adicciones.

Lo preocupante para Eugenia no fue tanto que consumiera cocaína, allá él, ya era mayorcito, como su reacción intempestiva:

—¿Un psicólogo? ¿Y qué cojones tiene que decirme a mí un psicólogo?

Se sintió agredida. Hasta ahora Borja había subestimado todo lo que tuviese que ver con el autoconocimiento. Ahora subestimaba, menospreciaba a los psicólogos. No había entendido nada de nada. Ni de ella ni de su vocación. Un psicólogo no decía ni dejaba de decir. ¿Es que no la había escuchado durante el tiempo que hacía que vivían juntos? En cualquier caso, ella pasaba de salvarlo de la adicción. Allá él. ¿Solo se metía coca para tener sexo? Era probable que lo hiciese para llevar aquel ritmo desenfrenado durante el resto del día: ella ni se había dado cuenta. Sí, era lo más probable, y por eso llegaba a casa tan cansado. Por eso tenía tantos altibajos: dependía de si había esnifado. Allá él. Si él se lo hubiese confiado desde el principio, ella habría intentado salvarlo de la adicción. Incluso habría tomado con él, para animarlo a dejarlo juntos progresivamente. Eugenia habría sido capaz de eso. Ahora ya no tenía fuerzas. Solo deseaba dejar aquel piso y regresar a su vida de soltera, sin tener que hacer de madre de ningún niño Peter Pan.

El martes siguiente, cuando el paciente Viladrich volvía a tener hora con ella, estaba preparada para anunciarle que, a partir de entonces, harían la terapia cara a cara. No a través de Internet: ella iría a su piso de la calle Balmes. Los avances serían más rápidos. Ahora ya daban igual los comentarios celosos de Borja.

Pero tendría que esperar. Porque aquel martes Viladrich comenzó diciéndole:

—No puedo seguir dándole largas a Lara.

No podía continuar excusándose, argumentando que tenía mucho trabajo. La triatleta, según le decía por teléfono, se moría de ganas de verlo. Si no encontraba un rato para ella, le decía, era que no la deseaba. De manera que habían quedado aquel jueves por la noche. La triatleta iría a verlo a su piso, y cenarían y dormirían juntos, aprovechando que el marido osteópata tenía un viaje «de los suyos».

En consecuencia, Eugenia optó por no anunciarle nada, todavía, de las consultas presenciales. El pobre Viladrich, después de semanas de no ver a nadie, se encontraría ante la expectativa de recibir a dos mujeres en su piso un mismo día, aunque las visitas tuviesen objetivos completamente diferentes. Eugenia esperaría al martes siguiente, una vez que él hubiese recibido la visita de la triatleta, para anunciarle que a partir de entonces harían «terapia a domicilio», como diría Borja.

Resultaría muy necesario, dado que difícilmente el encuentro con la triatleta iría bien. La autoestima de Viladrich continuaba bajo mínimos y si había aceptado recibir a la triatleta era porque tenía miedo de perderla, no porque se sintiera con fuerzas para «cumplir». Le preguntó a Eugenia si podían dedicar aquella sesión del martes y la siguiente del jueves a preparar «cuestiones prácticas», en lugar de centrarse, como habían hecho hasta entonces, en su pasado infantil y en la confianza que le suscitaban las prostitutas. Y así lo hicieron. Las consultas de martes y jueves, las últimas que harían por Skype, Eugenia las dedicó a responder preguntas.

Viladrich le preguntaba qué tenía que hacer durante las horas previas a la llegada de Lara Turbau. ¿Debía masturbarse para evitar eyacular tan pronto? ¿O se tenía que masturbar ahora que faltaban dos días? Y si se masturbaba, ¿tenía que hacerlo pensando en Lara, o viendo algún vídeo pornográfico? Y, una vez que ella llegase al piso, con el fin de tener una erección aceptable, evidentemente tomaría Viagra o Cialis. ¿Qué marca era mejor? ¿Podía mezclar Viagra y Cialis con los antidepresivos y los tranquilizantes? ¿Y con el sake? Porque pediría comida japonesa a un restaurante con servicio a domicilio y dos o tres botellas de sake. ¿El sake que tomase durante la cena afectaría a la erección? ¿Y los prolegómenos? ¿Eran necesarios muchos prolegómenos? Aquellos días Lara le había confesado una fantasía que le hacía ilusión: meterse «la pequeñita» en la boca y notar cómo se iba poniendo dura. Pero si él se tomaba Viagra o Cialis ya la tendría dura de entrada. No dura del todo, nunca la tenía dura del todo, pero sí un poco gorda. ¿Tenía que renunciar a aquella fantasía?

Eugenia le respondía las preguntas con aplomo. Veía su propia cara en el recuadro derecho de la pantalla del ordenador, y pensaba, sin modestia: al menos mis ojos irradian una comprensión tolerante. Al menos el paciente se siente comprendido, no se siente empequeñecido por el hecho de estar preguntándomelo. Si se siente empequeñecido por algo es por el nuevo encuentro con la triatleta. Pero tiene miedo de perderla y quiere intentarlo. Cree que con un poco de suerte salvará la cita. Confía en tener una erección aceptable con Viagra o Cialis, mejor Cialis 20 mg; ahora se lo diré. Ojalá la triatleta tenga paciencia, como una puta. Ojalá no quiera usarlo como un juguete y vea en él a un hombre, y no una polla. Claro que yo no soy nadie para pensar eso: con Borja, durante este tiempo, me ha gustado estar bien follada. Las mujeres hemos tenido que aguantar, históricamente, demasiada insatisfacción sexual. Pero deberíamos procurar escoger bien. «Y tú, ¿has escogido bien?», se preguntaba Eugenia. No. He escogido un cocainómano que no solo no quiere dejar la adicción, sino que menosprecia a los psicólogos.

En cambio, Viladrich, que me habla ahora mismo a través de la webcam con su voz cada vez más fina, fina como la cuerda de un violín a punto de romperse, reconoce sus limitaciones y las quiere superar y confía ciegamente en una terapeuta. Ojalá yo pudiera ir ahora mismo a su casa. Si no fuese su terapeuta, ahora mismo iría a su casa y le demostraría que, contrariamente a lo que cree, se merece amor. Es digno de ser amado y se merece el amor y se merece hacer y que le hagan el amor. Si no fuese su terapeuta y nos acabásemos de conocer, estoy segura de que me parecería atractivo, como de hecho ya me lo parece, y no me importaría enrollarme con él. Un chico sensible, la noche y el día con Borja. Haríamos el amor con ternura, a diferencia de lo que he hecho hasta ahora con Borja. Yo acariciaría a este chico con infinita paciencia. Me lo comería como si fuese uno de esos bollos dulces que no quieres que se acaben nunca. Pero ha ido a fijarse en él una mujer que concibe el sexo como un deporte. Y tú, ¿no concebías el sexo como un deporte, con Borja, encima de la mesa, cuando te giraba como un filete, vuelta y vuelta?

Todo eso había pensado Eugenia mientras el paciente Viladrich continuaba hablando a través de Skype. Si lo hubiese tenido enfrente, no habría desconectado como acababa de hacerlo. Lamentó haber desconectado. Continuó escuchándolo: ahora le hablaba de cómo había planificado la cena. Había pensado cenar en el estudio, directamente. No en el comedor, que estaba desordenado. Bueno, el estudio también, pero él estaba convencido de que a Lara le daría morbo hacer el amor encima de los libros. Antes le recitaría unos poemas eróticos de Pere Gimferrer. Iría leyendo, excitándola con la palabra, porque era la única forma que él creía que tenía de excitarla.

Al final de la sesión del jueves, Eugenia le deseó mucha suerte. Antes de despedirse, quedaron en que en la siguiente sesión del martes harían balance de cómo había ido «la cita». Sería el día, pensaba Eugenia, en que le anunciaría que a partir de entonces dejarían el Skype y harían las consultas en el piso de él. Procurarían que, poco a poco, él fuera saliendo de su guarida de la calle Balmes. La terapia cognitivo-conductual: afrontar de manera progresiva la calle, la gente. A partir del martes charlarían un rato y luego darían una vuelta. El primer día solamente podrían salir al rellano, el segundo hasta la puerta principal, y quizá el tercero y el cuarto ya podrían caminar por la calle. Ella, en todo momento, lo llevaría del brazo.

Aquel jueves y el día siguiente se quedó hasta tarde en la consulta, tomando notas y planificando la semana siguiente. Quedándose hasta tarde evitaba a Borja. No le apetecía llegar a casa y encontrárselo tirado delante de la tele, fingiendo que entre los dos no había pasado nada; las buenas maneras, tan hipócritas. El fin de semana Eugenia fue a pasarlo a la montaña, al Montnegre, a Can Benet Vives, donde vivían algunos amigos a los cuales hacía tiempo que no veía. Y el domingo por la noche quedó para cenar con su amiga Laia Bové. Lo primero que hizo Laia, una vez que Eugenia se lo hubo contado todo, fue disculparse: había sido ella quien le había presentado a Borja. Y luego hablaron, por supuesto, del paciente Viladrich. Sobre la naturaleza miedosa con la que había venido al mundo y sobre sus problemas sexuales, que no eran diferentes a los de muchos otros pacientes, salvo que él sí era diferente: «Es delicadeza en estado puro», sentenció Eugenia. Laia Bové le dijo, con aquella alegre desenvoltura suya: «Veo que el hombre sensible también a ti te da morbo, como a la triatleta. A ver si vas a terminar colgándote de él. Si es que no te has colgado ya».


El martes a las diez de la mañana se encontraba sentada ante el ordenador, a punto de hacer la consulta. El paciente Viladrich no estaba conectado. No se conectó en toda la hora de sesión. Ella llamó una, dos y tres veces a su teléfono móvil: lo tenía apagado. Era una constatación de que la cita con la triatleta no había ido bien. Viladrich no debía querer hablar de ello y se había recluido más todavía. Durante el día lo volvería a llamar, a ver si conseguía hablar con él. Si no, ya hablarían en la siguiente consulta, jueves, cuando él se hubiese serenado.

Pero el jueves tampoco respondió al Skype, ni al teléfono móvil, ni al fijo. A media mañana, Eugenia anuló todas las consultas y decidió ir a casa de él. Tenía la dirección, como la de todos los pacientes. Aquel chico debía de necesitar ayuda de otro tipo, médica. O quizá todo lo contrario: quizá la cita había ido tan bien que había conseguido salir de casa y ahora estaba con la triatleta en algún hotel. Pero si hubiese pasado eso, Viladrich la habría avisado. Estaría eufórico. Siendo un chico tan amable, habría querido compartir las buenas noticias.

La escalera de la calle Balmes era una escalera dejada, sin pasamano, que se perdía hacia arriba en una oscuridad densa. Las paredes azuladas estaban llenas de manchas de humedad. Los vecinos no debían de tener demasiado poder adquisitivo. O quizá todos eran artistas, como Viladrich, o con profesiones liberales que no les permitían pagar la pintura de la escalera comunitaria. En su piso, el tercero, la puerta estaba polvorienta. El timbre no funcionaba. Ella llamaba a la puerta con la mano y cada vez levantaba una nube de polvo. No respondía nadie. Estuvo por lo menos diez minutos llamando. Era el único piso de la planta, y no había ningún vecino más a quien pudiese preguntar si sabía algo de Joan, como se llamaba Viladrich. Y, si hubiese habido vecinos, todo lo que le habrían dicho es que aquel chico tímido, bien educado, últimamente salía poco de casa. Tan solo para abrir al chico que le subía el pedido del supermercado. Al cabo de un cuarto de hora, Eugenia tomó una decisión: iría a la clínica osteopática y hablaría directamente con la triatleta. Que la triatleta fuese la amante de su paciente era una información confidencial y, en teoría, no podía hacer uso de ella. No obstante, la situación lo justificaba: el paciente había desaparecido, no tenía familiares, y aquella mujer era la última que lo había visto. Quizá, en efecto, todo había ido bien y ella lo había recluido en un hotel o un apartamento para su disfrute.

La clínica osteopática estaba situada en la zona alta de Barcelona, cerca del piso de Borja, en la calle Amigó. Una clínica pequeña con las paredes blancas y las puertas y las sillas de madera. Un rótulo en la entrada dejaba claro que allí trabajaban tres especialistas: el osteópata Fluvià, un fisioterapeuta y la nutricionista Turbau. Eugenia preguntó por ella, le dijo a la recepcionista que era por un tema particular. No, no había pedido hora, pero era un poco urgente y esperaría hasta que pudiese recibirla. La recepcionista la hizo pasar a la sala de espera, donde Eugenia permaneció durante al menos tres cuartos de hora leyendo revistas de medicina integrativa, colocación postural y fotocopias en color plastificadas de entrevistas al osteópata Fluvià, un osteópata eminente, coincidían en decir los articulistas. Eugenia se lo imaginó sentado en el sofá de su casa, hablando a Viladrich, un oyente ideal, que debía de escucharlo con atención plena. ¡Qué lástima que los hombres más puros sean los más frágiles! Esos eran los hombres que le interesaban a ella. Qué importaba que tuviera que salvarlos.

La primera impresión que le causó Lara Turbau, mientras esta la hacía pasar a su despacho, las paredes llenas de pósteres de frutas y verduras, la primera impresión cuadraba con la que le había transmitido Viladrich. Al fin y al cabo, él era escritor y la había descrito muy bien: una rubia imponente. La espalda recta y el mentón elevado le conferían orgullo. Los brazaletes tintineaban ruidosamente en sus muñecas, y tenía los dedos coronados de esmalte de uñas azul. Aquella mujer en la cama debía de ser una dominatrix. No era extraño que Viladrich se empequeñeciera.

Eugenia le pidió disculpas por presentarse en la consulta sin haber avisado antes y, cosa aún más importante, para hacer uso de una información confidencial a la que había tenido acceso como psicóloga. Estaba al tanto de la relación incipiente que tenía con un paciente suyo, Joan Viladrich. Sabía que se habían visto el jueves de la semana anterior en el piso de él. Sabía que ella estaba al tanto de que Joan recibía tratamiento psicológico. Pues bien, hoy hacía justo una semana que no tenía noticias de él. Estaba preocupada y por eso había acudido a la clínica osteopática.

—¿Sabes algo de él?

Lara Turbau no parecía sorprendida. Ni por el hecho de que se hubiese presentado en la clínica ni por el hecho de que le estuviese hablando, de rebote, de su infidelidad. O tenía ya asumido que pronto se divorciaría, o ella también estaba preocupada. Y, en efecto, el modo en que respiró, una exhalación larga, le dio a entender a Eugenia que se sentía aliviada. Aliviada por el hecho de poder hablar con alguien de Joan Viladrich. Como si llevase días, ella también, dándole vueltas y no supiese con quién sincerarse.

—No, no sé nada. Lo he llamado para saber cómo se encontraba, pero no me ha devuelto las llamadas.

—¿Es que el jueves no se encontraba bien?

Iría por partes, le dijo Lara Turbau. Le contaría cómo había ido la visita a su casa, y así ella lo entendería todo.

—Supongo que fue mal.

Mal, no, fatal, puntualizó Lara Turbau, a la cual costaba llamar la triatleta viéndola con la bata blanca. Pero el hecho de que fuera fatal —proseguía— no tenía nada que ver con su, dijéramos, relación. Una relación que acababan de comenzar; a duras penas se habían enrollado una vez. Aquella primera noche no había ido muy bien, como ella debía de saber, siendo como era su psicóloga. Aun así, lo reconocía, se había encaprichado de aquel chico. Estaba a punto de divorciarse, y la relación le hacía ilusión, aunque terminara siendo pasajera; tampoco quería repetir los errores del pasado y juntarse enseguida con otro hombre. Quería vivir y punto. Necesitaba disfrutar de la vida. Y no tenía prisa. A Joan le había dado un margen de tiempo. No quería presionarlo. Si trabajaba sus inseguridades, a la larga, con un poco de suerte, se lo podrían pasar bien en la cama. Y eso para ella era básico. No era una obsesa del sexo ni nada de eso; sencillamente, quería tener relaciones sexuales satisfactorias. Era todo lo que pedía. Hace años que te cuidas, que haces ejercicio con regularidad y miras bien todo lo que comes…, y lo haces no solo para estar bien contigo misma, sino también para complacer a la persona que amas. Y resulta que no solamente no atraes ya a ese hombre, sino que él se folla todo lo que encuentra. Cuando conoces a otro hombre que te gusta, lo mínimo que deseas es tener buen sexo. Y lo intentas. Te vas a la cama con un chico que te parece guapísimo, una bellísima persona como Joan Viladrich. Y lo que haces, en lugar de excitarlo, es presionarlo.

—Continúa.

—¿Cómo?

—Perdona, quiero decir que te sigo.

De acuerdo. El jueves de la semana pasada fue al piso de Joan, por la noche, con la intención de cenar allí, si bien la comida era lo que menos importancia tenía de todo. La verdad es que fue con muchas ganas. Parecía mentira que, a estas alturas, un hombre pudiese desatar en ella aquel frenesí erótico. Cuando llamó a la puerta, ya escuchó de fondo música de jazz, de Billie Holiday. Joan parecía un dandi. Normalmente, en el piso de ella, cuando acudía a grabar conversaciones con su marido, solía vestir vaqueros y camisetas negras y, en cambio, en esta ocasión se había puesto un traje. ¡Un traje! Americana y pantalones grises, camisa blanca, una corbata con franjas transversales e, incluso, un pañuelo oscuro en el bolsillo. Solo le faltaba el sombrero. Al mismo tiempo, sin embargo, ella se fijó en dos detalles desagradables. Sus ojos, cargados de bolsas, revelaban un cansancio extremo. Y, cuando se dieron un beso, ella notó que el aliento de Joan olía a espinacas y maíz. Pensó que eran imaginaciones suyas: vestido como iba, no tendría sentido que no se hubiese lavado los dientes. No obstante, aquellos detalles iniciales cuadran con todo lo que vio después.

—Continúa.

Al principio, no. Al principio fueron a su estudio, que olía a incienso. Había incienso, supone ahora, para disimular el resto de los olores. Qué romántico, el humo de la barra de incienso iluminado por la claridad amarillenta de una bombilla colgada del techo. Un estudio de escritor, con pilas de montañas de libros por todas partes. Muchos libros en el suelo, donde formaban, según le contó Joan, un colchón imaginario donde harían el amor. Pobres libros, le había dicho ella; acabarían mojados de fluidos. Aprovechaba ese momento para decirle que ya tenía las bragas húmedas. Joan no prestó atención a aquel comentario y continuó enseñándole el estudio, con sus maneras agradables. Tenía estanterías con más libros, los libros importantes, de narrativa y poesía. Y un sofá, un sofá de cuero que tenía aquella especie de comodidad de las butacas hundidas, con la marca de las muchas horas que han soportado un cuerpo. Estaba también la mesa donde trabajaba, con huellas negras de tinta; a menudo escribía con pluma estilográfica. Había muchas plumas y bolígrafos y papeles y clips, pero a ella, de entrada, aquel desorden no la sorprendió. Joan, hasta entonces, le había parecido un hombre con la cabeza bien amueblada.

—Continúa.

Ahora él le contaría sus planes. Le leería poemas, unos poemas eróticos de un tal Gimferrer, antes de cenar. Poemas sobre bombones. Ella lo interrumpió para decirle que antes de cenar tenía necesidad de otra cosa. «Demuéstrame cómo has superado las inseguridades —le dijo—. Vamos a la cama». «A la cama, no —dijo él—, al colchón de libros». No, ella quería la cama, los libros le cortaban el rollo. Por favor, ¿podían irse a la cama ahora mismo? ¿Dónde estaba el dormitorio?, dijo ella, jugando. Y a continuación lo pegó a la pared y le sacó el cinturón, y luego lo empujó hacia el pasillo, donde debía de estar el dormitorio. Estaba tan excitada que no se dio cuenta de que él se estaba angustiando. Gimoteaba que no, que por favor volviesen al estudio, que allí lo tenía todo preparado. Ella insistía empujándolo hacia el fondo. Pensaba que él estaba coqueteando, haciéndose rogar, y lo obligó. Ella tenía más fuerza y lo arrastró hasta la habitación, siempre con la intención de jugar. Y fue entonces, una vez en el dormitorio, cuando se le cayó el alma a los pies.

—Entiendo lo que debió de pasar.

No, nada que ver con el sexo. Fue lo que vio en la habitación lo que la dejó atónita. No solo era el desorden, la ropa tirada por todas partes, de cualquier manera. En el suelo había pilas de sábanas arrugadas, pantalones, jerséis, calzoncillos hechos una piltrafa. En el estudio, los libros unos encima de otros tenían su encanto. Aquí la ropa, no; al contrario: aquel dormitorio era una madriguera. También había otros objetos; no se había fijado, solo vio que eran objetos oxidados. Un trastero. No solo fue la acumulación lo que la dejó boquiabierta. Tiene un nombre esta enfermedad de acumular, ¿verdad? Acumulación de ropa que debía de hacer mucho tiempo que no usaba, o, mejor dicho, que había usado muchas veces sin lavarla, dado que desprendía un tufo a algo rancio, a sudor. Camisetas que debía de hacer meses que nadie lavaba. Ella no era quisquillosa en lo referente al sudor, estaba acostumbrada a la peste a sudor del gimnasio y de las carreras. Pero aquello era repugnante. Le vinieron náuseas, y salió corriendo para ir al baño, pero se equivocó de puerta y en lugar de entrar en el baño entró en la cocina.

—¿Y?

El suelo de la cocina estaba lleno de bolsas de basura que hacía mucho tiempo que se tenían que haber bajado al contenedor. Una encima de la otra. Olían a podrido, y aquel olor se sumaba al de moho de un pan seco que había sobre la mesa de formica rosa. Un auténtico vertedero. Ella vomitó allí mismo, encima del pan seco. Joan Viladrich estaba detrás de ella, había palidecido, tenía la cara atravesada por líneas de sudor. Se lo podía explicar, le dijo. Pero ella sentía repugnancia, quería salir inmediatamente de aquella cueva. Cuando ya se iba, secándose los restos de vómito con un pañuelo, Joan se refirió a una enfermedad, la agorafobia, y ella le respondió que aquella enfermedad no era sinónimo de tener el piso hecho un asco. Aquel piso asqueroso debería estar clausurado por el ayuntamiento. Aquel piso no cumplía las mínimas normas higiénicas. Joan emitió un gemido suplicante que a ella le habría partido el corazón en otro contexto, no entonces. En aquel momento era incapaz de producir un solo pensamiento coherente.

—Continúa.

Aquella noche no durmió: una vez superado el asco, se sentía conmovida por la santa inocencia de aquel chico: ¿qué se pensaba? ¿Que ella no se movería del estudio en toda la noche? Al menos debía de tener el baño en condiciones. Al menos debió de contar con que ella iría al baño. Al día siguiente lo llamó para disculparse y para ofrecerse a pagar un equipo especializado que limpiase a fondo el piso e intentase eliminar el olor. Pero él no le respondía las llamadas. Ella lo llamó una vez, y otra. Él había desconectado el móvil. Y ahora, en parte, respiraba tranquila al poderlo compartir con alguien. Sí, también estaba preocupada. Suponía que ella, como psicóloga, estaba al tanto de todo.

—¿De qué?

De la enfermedad. De la suciedad.

—No, de la suciedad no.

¿Y de las marcas?

—¿Qué marcas?

Las que tenía en las manos. Es un detalle que antes había pasado por alto. Suponía que ambas lo daban por descontado. Después de entrar en el piso, mientras le enseñaba las pilas de libros, ella le había mirado las manos. Cuando entrevistaba a su marido había pensado que sería sumamente agradable acariciárselas, con aquella piel tan suave. En cambio, ahora tenía unas rayas rojas. Parecían hechas con las uñas. Pero se había fijado bien y se había dado cuenta de que eran más profundas, se las había hecho con un cuchillo o un estilete. Algunas heridas eran recientes, no habían cicatrizado. «¿Qué te has hecho?», le había preguntado. Y él le había respondido que había tenido un pequeño accidente con la moto, nada importante. Por supuesto, entonces ella aún no sabía que aquello era imposible. Imposible que cogiese la moto si no podía salir de casa. ¿De verdad que ella, como psicóloga, no sabía nada de aquellas heridas?

—No.

Conductas autolíticas se llamaban, ¿verdad? ¿No estaba al tanto de la suciedad extrema del piso, ni de la acumulación, ni de sus conductas autolíticas? ¿En serio? Entonces, ¿qué clase de psicóloga era ella? ¡Qué fuerte! Esperaba que no le hubiese ocurrido nada malo a Joan Viladrich, porque, en tal caso, la responsabilidad no sería obviamente del pobre Joan, enfermo, sino de su psicóloga, ciega e incompetente.


Le gusta la dulzura aletargada de este piso de alquiler y le gusta este callejón del barrio de Gràcia. La chica de la agencia inmobiliaria le dijo que si esperaba unas semanas más podría alquilar el piso de arriba, el quinto, que estaban acabando de reformar. Los ventanales eran más grandes, y entraba más claridad, ya que no lo tapaba el hotel. Pero Eugenia tenía prisa. Como sus movimientos eran tranquilos, un observador imparcial habría dicho que disponía de todo el tiempo del mundo. En realidad tenía prisa por terminar la visita con la chica de la agencia inmobiliaria, encantada de conversar con ella sobre «todas las posibilidades» del piso de arriba, el quinto, desde el cual, si subían ahora mismo, verían la terraza del hotel. Y, como aquel día no estaba nublado, en el horizonte atisbarían el mar.

Muchas gracias, le había dicho Eugenia, pero no necesitaba subir. Si había llevado el contrato, se lo firmaría y mañana le haría la transferencia bancaria para la fianza. Tenía prisa. Y respecto a las vistas, pensó, no le venía mal ver las habitaciones del hotel, porque así vería movimiento de gente. ¿Demasiada gente? No, los turistas. Los tendría cerca y lo bastante lejos al mismo tiempo. Igual que ahora tiene cerca y lo bastante lejos a los padres que vienen a traer y a recoger a los niños de dos guarderías, una la de su edificio, Tomavistas, y la otra en la esquina de la calle Sant Pere Màrtir, llamada Patronat Domènech. Le gusta oír el alboroto de los niños. La alegría que ella, hoy por hoy, está lejos de experimentar.

Está haciendo lo que tantas veces ha recomendado a sus pacientes: escribir. En tercera persona, para conseguir una cierta distancia. De hecho, durante los próximos meses, esta será una de sus escasas actividades. Escribir para poner orden en el pasado reciente. Escribir y leer. Aquí ha traído sus libros más preciados, un centenar. El resto los ha dejado en el piso de Borja. Si algo no quería ella en este piso, después del caso del paciente Viladrich, eran demasiados objetos. Quería que fuese un piso minimalista, que la sencillez exterior terminase siendo interior. Otra de las muchas cosas que la separaban de Borja era la austeridad como valor. Ella reivindicaba la austeridad desde hacía mucho tiempo, antes de que se convirtiese en una imposición social, y Borja seguía llevando un ritmo de vida desenfrenado. Para ella, todas las posesiones materiales que fuesen más allá de las necesidades básicas eran un obstáculo para la vida auténtica. Una persona era rica, le decía a Borja cuando aún hablaban, en función de la cantidad de cosas de las que se podía permitir prescindir. Él soltaba una risa sarcástica: era como si hablasen idiomas diferentes. ¿Cómo podía haberse juntado con aquel hombre? ¿Por qué había llegado a encontrarlo «interesante»? El enamoramiento, sin duda, había tenido la culpa. El enamoramiento, un estado de alienación mental transitoria. Pero eso forma parte del pasado y si ahora lo recuerda es solo para dejarlo escrito y cerrarlo. Lo importante es que se fije en el presente, en el día a día, en los pequeños hábitos cotidianos que debe ir incorporando para recuperar la conexión con su centro.

La soledad, aunque no sea elegida, la ayuda. Solo rompe la soledad para ocuparse de un paciente actor (lo conoció durante la primera guardia de emergencias y, como fue una guardia fallida, está en deuda con él) y para recibir a Laia Bové. Laia viene a verla a menudo. Le está haciendo de psicóloga, de amiga, de hermana mayor. Fue Laia quien la animó a hacer las guardias de emergencias cuando ella decidió que abandonaba la consulta. Tenía una necesidad visceral de cambiar de aires. No era suficiente con estar de baja, aunque la baja fuese larga, que lo sería. Fue Laia Bové quien le envió por Internet los enlaces de la inmobiliaria con las fotos de la calle de Gràcia y con un email en el que le decía que aquella era su calle ideal: situada al inicio de un barrio lleno de gente, con bares y terrazas y mucha vida, y que, al mismo tiempo, como era tan pequeña, daba sensación de aislamiento. Más adelante, cuando Eugenia se atreviese a salir a la calle podría caminar unos metros hasta la esquina de la calle Gran de Gràcia. Cogería un taxi y se desplazaría hasta cualquier punto de Barcelona. Más adelante. Y de manera progresiva. De momento haría lo que le habría recomendado a cualquier paciente: caminar unos metros, hasta la iglesia.

—Al menos camina hasta la farola de la esquina —le había sugerido Laia—. Inténtalo. Al menos inténtalo.

Había sido Laia quien había ido una mañana a Ikea y le había comprado los muebles que ella antes había escogido del catálogo. Muebles sencillos, poca cosa. Eso no significaba que tuviese el piso de cualquier manera, al contrario. Una de las tareas que Eugenia se impuso y que está cumpliendo es limpiarlo cada día. Mantenerlo ordenado y limpio no solo le da orden externo e interno, sino que la ayuda a distraerse. A la mente no se la puede dejar a su aire mucho tiempo, no para de complicarlo todo. De manera que cada mañana a las ocho suena el despertador y media hora después ya está haciendo abdominales y corriendo en la cinta de la habitación que ha habilitado como un pequeño gimnasio. El otro día Laia le trajo un regalo: unas mallas y una camiseta de correr.

—¿Dónde se ha visto, correr en pijama? —le dijo riéndose.

Tenía razón. Hasta ahora ha corrido con un pijama blanco, de algodón, viejo. Y sabe que debe evitar la dejadez. La ropa que tenía para ir a correr, de espándex, de marca, se la había regalado Borja. Ella la ha donado a Cáritas, como buena parte del guardarropa. Había creído que, en esta nueva vida, no necesitaría la ropa de correr. Hasta que Laia le había hecho ver que le convenía tener una cinta en casa, no podía estar todo el día sin moverse. Claro que entonces ni Laia ni ella contaban con que cada noche iría andando hasta el Teatro Romea, como una parte de «la terapia» que hace con el paciente actor.

Después de correr, hacer estiramientos y ducharse, se pasa una hora con el actor. Eugenia no quería ningún paciente más, tan solo quería hacer guardias de emergencias de vez en cuando, tirar de los ahorros. Últimamente, no teniendo que pagar piso con Borja, ha ahorrado. Y ahora no quería la complicidad de los pacientes, ni la consulta, ni nada de todo eso. Se había terminado aquella etapa como psicóloga. Continuaría siendo psicóloga, pero no ejercería en la consulta. Primero se recluiría en un piso —no podía hacer nada aparte de eso— y, a la larga, cuando pudiera salir de casa y estar entre la gente, aceptaría alguna de las ofertas que los últimos años había recibido para impartir clases en la Facultad de Psicología. No, no quería más pacientes de largo recorrido.

—Pues haz guardias de emergencias —le dijo Laia—. Ingresarás dinero y te obligarán a salir de casa.

Laia hacía guardias; en la consulta se aburría y necesitaba adrenalina. Puro nervio, Laia. Tiene el coraje de reivindicar exactamente lo que es: una psicóloga inquieta. Tiene un no sé qué de franqueza, dice siempre lo que le sale de dentro. Es menos contenida que ella. Laia sería incapaz de pasarse media consulta repitiendo «continúa».

Forma parte de la Junta del Colegio de Psicólogos y hace unos años fue una de las impulsoras de las guardias de emergencias. Estuvo al cargo de los cursos de formación de cien horas, imprescindibles para todos aquellos psicólogos que quisiesen hacer guardias, además de los tres años de experiencia en psicología clínica. Como al curso de cien horas no se habían inscrito muchos psicólogos, Laia le pidió a Eugenia que fuese. Ella se apuntó por hacerle un favor, para «hacer bulto», dado que sabía que no haría guardias. Tenía muchos pacientes y en la consulta no podía permitirse hacer un paréntesis, ni pausas. No podía dejar colgado a un paciente porque tenía que ir a hacer una guardia. Desde entonces, debe de hacer unos cinco o seis años, ni había pensado en ello, en las guardias. De vez en cuando Laia le contaba alguna anécdota, relacionada con la falta de sensibilización de la policía y los médicos sobre la importancia de gestionar el impacto psicológico que tenían según qué sucesos.

Pero ahora, de repente, aquella era la salida profesional, y personal, que le proponía Laia. Sacarle rendimiento al curso de cien horas. Teóricamente, Eugenia estaba capacitada para acudir al lugar de los hechos. (Solo teóricamente).

—¿Qué? ¿Guardias de emergencias? Estás loca —fue su primera reacción.

Delante de un paciente nunca se le habría ocurrido usar la palabra loca. Teníamos que cuidar el lenguaje y dejar de estigmatizar los trastornos mentales. Pero con Laia podía ser políticamente incorrecta. Aquel día estaban sentadas en el comedor desde donde ella escribe ahora estas líneas, al lado de la ventana (de reojo observa a los turistas del hotel; no tiene cortinas con el fin de poder ver movimiento de gente; no querría, como el malogrado paciente Viladrich, terminar bajando las persianas). «Estás loca», le había repetido a Laia, que continuaba diciéndole que sí, que ella lo veía claro, que las guardias de emergencias eran la solución. En cuanto a los trámites, apuntó Laia, no tenía que preocuparse por nada. Ella se ocuparía de todo el papeleo para que Eugenia no tuviese que desplazarse al Colegio de Psicólogos. Las guardias serían una terapia ocupacional. Una manera de tener que salir de casa por fuerza, quisiera o no. Evidentemente, se tomaría un sedante antes de salir a la calle. «Estás loca», le había vuelto a decir Eugenia, cada vez con menos convencimiento.

Hasta que se decidió. Repasó los apuntes relacionados con el estrés postraumático: cómo parar el golpe cuando ya no se podía parar. Memorizó los protocolos: llevaría los tranquilizantes encima, en la mochila, para que pudieran ser inyectados en cualquier momento. A las víctimas que no estuviesen heridas físicamente las acompañaría hasta un rincón de seguridad, un lugar desde el cual tuviesen la certeza de que no volverían a ver nada como lo que acababan de presenciar. Lo importante no sería lo que había pasado sino cómo lo había vivido la víctima, cómo respiraba, qué decía. Rebajar su ansiedad, generar confianza, cogerla de la mano, darle un abrazo. Y hablar de manera racional sobre los hechos, nunca sobre las emociones. Hablar de emociones empeoraría la situación. Lo más importante era que la víctima fuese consciente de lo que acababa de pasar. Que, a la larga, lo pudiese recordar, para poderlo curar.

La especialidad era relativamente nueva. El TEP, el trastorno por estrés postraumático, antes no existía. A los soldados que llegaban de la guerra les decían que sufrían «neurosis de guerra». Y, en España, después de la Guerra Civil, ni siquiera eso. A muchos soldados los aislaban, los daban por casos perdidos. En cuanto a los psicólogos de emergencias, en Barcelona habían comenzado a funcionar organizados —gracias al impulso de psicólogos como Laia— bajo el paraguas del 061, el año 2005, después del hundimiento en el barrio del Carmel. Hacían falta especialistas. No podía ser que, en un accidente, una catástrofe, acudiesen a ayudar psicólogos sin preparación. Este hecho también se hizo evidente el 11-M, en Madrid. Se tuvo que acabar atendiendo a los psicólogos, que se desmayaban cuando tenían que acompañar a un familiar a reconocer un cadáver.

—¿Estás segura de que podré hacerlo? —le preguntó a Laia la vigilia de la primera guardia.

Eugenia no estaba del todo segura. Podía esperar unos cuantos días, no venía de aquí. Podía llamar al supervisor y pedirle que avisase a otro psicólogo.

Laia la tranquilizó. Le dijo que las noches de los fines de semana eran «facilitas». Jóvenes que habían bebido demasiado, algún pequeño accidente de moto. Daba igual, estaba preparada, y un día u otro tenía que empezar.

—¿Me acompañarás?

—¡Venga, vamos, no seas cagada! La puedes hacer sola perfectamente.

Según Laia no solo podía, sino que necesitaba hacerla sola. Un día u otro tenía que salir de su edificio y andar hasta la calle Gran de Gràcia y coger un taxi. En cuanto el supervisor la llamase (obviamente, el supervisor no tenía que saber nada de su estado actual), se tomaría un diazepam. Justo en el taxi, ya empezaría a notar los efectos.

—Me da un poco de apuro presentarme a una guardia en taxi —le había dicho Eugenia a Laia riendo—. Pareceré una pija, como Borja. Tú vas en moto, ¿no?

—Sí. A veces me pasa a buscar una ambulancia. Pero los fines de semana no suele haber atascos, y cada uno va a las guardias como quiere, siempre que no sea en autobús o metro. En taxi irás rápido. Además, tranquila, que, en una guardia, nadie se fijará en qué llegas o dejas de llegar. Los policías y los bomberos tienen otras cosas que hacer. Durante la guardia, eres el último mono. Serás el último mono. Ve acostumbrándote.

Aquello le gustó a Eugenia. Era lo que ella quería: ser el último mono.

Sí, fue una guardia fallida. Uno de los objetivos del psicólogo de emergencias debe ser que la víctima se dé cuenta de lo que acaba de pasar. Una explosión de gas, un accidente, un atentado, un asesinato. Que sea consciente del instante preciso en el que se ha originado el trauma. En caso contrario, a la larga costará Dios y ayuda curarlo. Cabe señalar que hay veces en las que eso no es posible. Cuando un hecho nos sobrepasa, cerramos los ojos. Lo último que queremos es registrar los detalles. Hay psicólogos que, sin pretenderlo, ayudan a que la víctima se olvide. Eugenia había estudiado el caso de una mujer a la cual se le había muerto el hijo: nunca llegó a hacer bien el duelo, porque los psicólogos aquel día fatídico la sedaron demasiado. Nunca llegó a recordar el atropello de su hijo, a pesar de que había estado presente.

La noche de la guardia, a Héctor Amat no le hicieron falta los sedantes. El problema no fue ese. Con todo, el resultado fue el mismo: actualmente el paciente Amat no recuerda a la chica que murió en sus brazos. Por ese motivo estos días Eugenia intenta que evoque aquel recuerdo. Él lo tiene en el inconsciente. Antes de desmayarse, tendría que haberse dado cuenta. Oh, ¡desde luego que tendría que haberse dado cuenta! Eugenia tendría que haber estado a su lado cuando recuperaba el conocimiento y haberle hecho abrir bien los ojos. Que viese cómo había muerto la chica. Por muy duro que fuese.

Pero Eugenia no estaba.

Y eso que había llegado al aparcamiento antes que los efectivos de emergencias médicas. Eran las dos de la madrugada pasadas. Recuerda la primera impresión del aparcamiento: pequeño, recién pintado. Recuerda el dibujo del mercado de la Boquería en la pared blanca de la entrada y el paquete de Ducados que el vigilante tenía en la mano. Un vigilante alterado: seguramente al cabo de un rato sería él quien necesitaría atención psicológica. Le dijo a Eugenia, resoplando, que «los dos muertos» estaban abajo, en la planta –1 y le indicó cómo llegar, a través de la escalera junto a la taquilla. Él se quedaría en la entrada, esperando a la policía.

De manera que ella había bajado sola y había llegado a la planta –1 antes que la policía, antes que la ambulancia, antes que el médico forense. Ventajas del taxi, quién lo iba a decir. Aquella noche en las Ramblas había habido heridos leves —unos incidentes relacionados con la victoria del Barça—, y los equipos de emergencias estaban colapsados. Si no hubiese habido lo de los disparos en el aparcamiento de Ciutat Vella, el supervisor la habría hecho ir a las Ramblas. Pero el supervisor había establecido una prioridad, la había llamado enseguida, le había contado por encima lo de las muertes en el aparcamiento. Y ella había sido la primera en llegar. Y había visto los dos cuerpos, apoyados uno contra otro. Un hombre de mediana edad y una chica. La cabeza de la chica reposaba en las rodillas del hombre. Mucha sangre, un charco de sangre. Aquello era demasiado para Eugenia. Tuvo una reacción instintiva: salir corriendo. No pudo evitarlo, un mecanismo del sistema nervioso primitivo. Una reacción natural: correr, huir.

Al cabo de dos días se lo contó a un agente de policía. La habían llamado a declarar, a la comisaría de la calle Nou de la Rambla. Una declaración rutinaria. Después de un asesinato, incluso llaman a declarar a los psicólogos de emergencias. «¿Puede ser, señora Llort, que aquella noche se ausentase unos minutos del escenario del crimen?», le preguntó el policía (las cámaras de seguridad habían registrado su huida). Sí, le contestó ella. Correr, huir: una reacción natural; estaba conmocionada. Como el agente debía de saber, aquello solía pasar durante las primeras guardias de emergencias. Incluso les ocurría a los médicos. Sí, era su primera guardia y se había imaginado una noche tranquila: una bronca en una discoteca, un accidente de moto, una explosión de gas sin heridos. No le había dicho al agente de policía que en realidad no estaba preparada para un asesinato, no porque se tratase de su primera guardia, sino porque estaba enferma, sí, una psicóloga enferma haciendo una guardia, ¿cómo puede ser?, qué irresponsabilidad, tendría que haber estado de baja. Y no solo eso: tampoco estaba preparada para ver más cadáveres.

En el aparcamiento se fue corriendo hasta la escalera, hasta el servicio. Si alguien le hubiese preguntado por qué se iba, habría respondido que allí no tenía nada que hacer, que el trabajo era de la policía y del médico forense. Se encerró en el servicio y, sentada en la taza del váter, en medio del tufo a lejía y orina, se tomó otro diazepam. Esperaría allí unos minutos, hasta que se encontrase mejor.

No estaba preparada para ver más cadáveres. Todavía no habían cicatrizado, y tardarían en hacerlo, las heridas psíquicas a raíz de la muerte del paciente Viladrich.

El jueves que estuvo en la consulta osteopática, después de hablar con Lara Turbau había llamado a los Mossos d’Esquadra. Se lo contó todo, y, al cabo de menos de una hora, dos agentes estaban reventando la puerta del piso de la calle Balmes. El piso del chico leído y sensible, el piso al que ella tendría que haber acudido días atrás, semanas atrás. El piso de donde ella tendría que haber salido, cada martes y jueves, con Viladrich de la mano. Un día llegarían hasta el rellano de la escalera y otro hasta el siguiente rellano, y así poco a poco. Hasta que pudiera valerse por sí mismo y recuperase la autoestima.

Después de que los Mossos reventaran la puerta, una vez dentro del piso, lo que Eugenia encontró allí fue escabroso. La habitación abarrotada de libros, la fetidez de comida podrida y de ropa sucia, y el hedor de la descomposición del cadáver. La cara de Joan Viladrich abotargada: una sobredosis de somníferos y tranquilizantes, según confirmó más tarde el médico forense. En efecto, como le había dicho Lara Turbau, en las manos tenía heridas. Y ella no se había dado cuenta. El maldito Skype. Si ella hubiese visto las conductas autolíticas, habría pasado a la acción inmediatamente. Un paciente se le había suicidado. ¿Se le había? No, se había suicidado. Pero ella había sido incapaz de evitarlo. No había intuido que estaba tan mal. Ella, la psicóloga empática.

Permaneció en aquella madriguera pestilente el tiempo que el juez tardó en hacer la diligencia de levantamiento de cadáver. Durante aquel rato, lo único que Eugenia quiso ver fue el dormitorio. En efecto, era un vertedero de basura. ¿Cómo pudo pasar por alto todo aquello? Los indicios eran muchos, tal como le había dicho Lara Turbau. Un paciente te abre la mente, miras dentro, y te desentiendes hasta la próxima consulta. Y resulta que no te habías dado cuenta de que aquella mente estaba al límite. ¿Cómo puedes no sentirte responsable de la muerte del paciente? Por si fuera poco, los Mossos no hallaron ninguna carta, ninguna nota. Un suicida inhabitual: Joan Viladrich no había aclarado los motivos de su decisión. Debía de dar por hecho que no hacía falta, que la psicóloga ya lo sabía todo. La psicóloga que tendría que haberlo salvado de sí mismo.

Al día siguiente fue la mente de ella la que llegó al límite. Recuerda que aquel día Borja la había querido consolar, permaneciendo en silencio. Las buenas maneras. Ya era mucho que al menos se callara. Que al menos respetase en silencio su fracaso terapéutico, que no la intentase animar. Aquella mañana Eugenia anuló las consultas, él anuló reuniones con unos ejecutivos de La Caixa y estuvo a su lado. La acompañó al supermercado. Ella no tenía nada mejor que hacer: ir al supermercado, mirar productos, marcas, distraerse. Consumir, aquello que tanto gustaba a Borja, a pesar de que él no fuese nunca al supermercado. Iban los pobres mortales que llevaban la fiambrera al trabajo. Pero aquella mañana fueron los dos, como una pareja unida, y fue en la cola de la caja registradora donde comenzó todo: el «contagio», la enfermedad actual de ella.

Había comprado verduras, pasta, especias, salsa de tomate y un helado, nada, apenas cuatro cosas para comer y salmón para cenar. Estaban haciendo la cola de la caja registradora. Había mucha clientela. Ella estaba ensimismada, la mente en blanco, cuando de repente notó una mano en la espalda. La mano de Borja, pensó. Y sin pensar nada más notó que todo a su alrededor se difuminaba, la cola se volvía borrosa, dejaba de sentir. Los sonidos de la megafonía desaparecieron, como si, súbitamente, se hubiese quedado sorda. El corazón le iba a mil por hora. Sabía de sobra que estaba teniendo un ataque de pánico. En la cola del supermercado. Se quedó quieta. No soportaba que Borja la tocase. Era lo único en lo que pensaba: no lo soporto, no lo soporto, no lo soporto. Y, repitiéndolo, se calmó. La mano volvió a tocarle la espalda. Eugenia se giró con la intención de decirle a Borja que la dejase en paz, que no volviese a tocarla nunca más en su vida. Pero Borja estaba tres o cuatro metros más allá, al fondo, mirando el teléfono móvil. Era la mano de un desconocido la que la había tocado. Un hombre sonriente y amable. Tan solo quería avisarla de que se le había caído el monedero.

Aquella misma tarde ya no pudo salir de casa. La agorafobia suele comenzar así: un ataque de pánico cuando menos te lo esperas. No haría falta que ningún colega se lo diagnosticase, ni que empezasen a hurgar en su pasado para descubrir la causa. De la misma manera que hacía años, después de atender al señor H., que llegaba poco aseado a la consulta, ella había estado dos días sin ducharse; de la misma manera que del paciente D., con TOC, se le había contagiado la obsesión por los rituales y ella cada mañana miraba su bolso seis veces con el fin de comprobar que no se dejaba las llaves ni el monedero; de la misma manera que, después de atender a la paciente con hiperhidrosis, a Eugenia le sudaban las manos cuando se ponía nerviosa; de la misma manera, ahora, por un exceso de empatía —exceso de empatía hacia un paciente muerto—, era ella la agorafóbica.

Estuvo una semana encerrada en casa. Hasta que decidió separarse de Borja y se marchó a encerrarse en otra casa. Recluida y libre.

Recluida en el nuevo piso de la calle de Gràcia. Hasta que, empujada por Laia Bové, había decidido hacer esta guardia de emergencias. ¿Había terminado la guardia? No. Ella había salido corriendo, una pausa. Aún estaba en el servicio del aparcamiento Ciutat Vella. No le hacía daño a nadie: las víctimas estaban muertas. Ya no necesitaban que nadie las ayudase a parar el golpe en el momento en que no se podía parar. Un hombre y una chica, acababa de ver los cadáveres. Y ella no estaba preparada para ver más. Había sido inevitable hacer una asociación de ideas con el cadáver del paciente Viladrich.

Pero el caso del paciente Viladrich —pensaba aún encerrada en el servicio, mientras esperaba que le hiciese efecto el segundo diazepam— era agua pasada. No tenía que flagelarse más. Bastante lloraba ya en el piso de la calle de Gràcia. Bastante descargaba la rabia golpeando el cojín rojo. Ya había cambiado de vida, hacía todo lo que estaba en sus manos para superar el mal trago y la agorafobia. Se había inscrito en las guardias de emergencias, aquella era su primera guardia, no se acabaría el mundo por haberse ausentado unos minutos del lugar de los hechos. Además, según recordaba de haberlo estudiado durante el curso de cien horas, aquella era una reacción típica: salir corriendo del escenario. El sistema nervioso primitivo tomaba las riendas, pies para que os quiero. Debía regresar al lugar de los hechos, para hacer acto de presencia. Ahora ya notaba los efectos del segundo diazepam. Debía salir del servicio y volver a la plaza 33c. Quizá, con las prisas, no se había dado cuenta de que alguien necesitaba ayuda psicológica. Al menos el vigilante la necesitaría.

Volvió, pues, a la planta –1. Ya había llegado casi todo el mundo. Tres o cuatro agentes de la policía y los efectivos de emergencias médicas. No había dos muertos: esta era la noticia. El hombre no solo había sobrevivido, sino que ni siquiera había resultado herido. Cuarenta y cuatro años. Héctor Amat. Hace un rato ella lo había dado por muerto. Y ahora estaba sentado en el suelo, en el rincón del ascensor, lejos de la escena del crimen.

Eugenia le había dado su apoyo durante un buen rato. Había intentado que recordase lo que a ella acababa de contarle una enfermera: que la chica había muerto en su regazo. Pero Eugenia había llegado tarde. Héctor Amat tendría que haber recuperado el conocimiento con la chica al lado. Eugenia tendría que haberlo ayudado a recuperar la consciencia poco a poco. Tendría que haber conseguido que él se fijase bien en la chica muerta en sus brazos, por muy cruda que hubiese sido la imagen. Pero no había sido posible: Eugenia había salido corriendo y se había encerrado en el servicio. Había sido una temeridad hacer la guardia de emergencias. No estaba en condiciones psicológicas ni físicas para hacer nada, ni siquiera para salir de su casa.

Y si al día siguiente aceptó hacer un seguimiento de Héctor Amat, ella que ya no quería más pacientes, fue porque en cierto modo estaba en deuda con él.


A la mañana siguiente le hizo una llamada de seguimiento. Por la tarde fue él quien la llamó: lo hacía desde una cabina de Canaletas y le pedía ayuda. Ella, por descontado, no tenía previsto salir del piso de la calle de Gràcia. Ningún día tenía previsto salir del piso, solo durante las guardias de emergencias. Por eso había decidido hacerlas (si bien tardaría semanas en atreverse a hacer otra). Pero aquel hombre le pedía ayuda, y ella no se la podía negar.

Se tomó un diazepam, lo mezcló con una copa de vino para acelerar el efecto y, mientras notaba la tibieza que el vino le extendía por las venas, bajó en taxi hasta Canaletas, donde lo vio de nuevo. Héctor Amat. Era actor y estaba aturdido por un simple ataque de ansiedad. Bueno, los primeros ataques de ansiedad nunca son sencillos. Una irrealidad, una acuarela mojada, como decía el actor. A él le parecía el fin del mundo. Titubeaba, como si no encontrase las palabras. No se veía con fuerzas para ir al Teatro Romea, ni tampoco para actuar.

¡Pero si era ella la que no tenía ánimo para nada! Era ella la incapacitada. No debería estar allí, en medio del bullicio de gente de las Ramblas, igual que la noche anterior no tendría que haber hecho la guardia ni tendría que haber ido al aparcamiento Ciutat Vella. Ahora Eugenia hacía un esfuerzo sobrehumano. Respiraba hondo para sobreponerse al pánico, el de ella. Miraba fijamente al actor, lo escuchaba. Así, si se concentraba en él, evitaría males mayores. Evitaría mirar a la gente que pasaba por al lado. Era horrible, la gente tan cerca. Si desviaba la mirada hacia la multitud, existía el peligro de que volviese a salir corriendo. El corazón le latía como un tambor, sus pulmones estaban a punto de estallar. A ella sí que le faltaba aire.

Cuando se pusieron en movimiento, se tuvo que coger a la mano de aquel actor. Por suerte, el hombre tenía una estructura corporal fuerte. Sin su mano, Eugenia no habría sido capaz de andar en medio de la multitud. Le hablaba a aquel hombre para tratar de calmarse ella. Intentaba no fijarse en las siluetas, ni en las sandalias, ni en los colores de los semáforos, ni en las voces masificadas que gritaban por encima de la algarabía ambiental. Todo aquello era horroroso. Eugenia hablaba mientras notaba con una angustiosa nitidez las irregularidades de los latidos de su corazón.

Cogida de la mano del actor, entró en el Teatro Romea, se dirigió al bar. Continuó hablándole, sin saber apenas qué le decía. Fueron al camerino, una pequeña habitación con un ventilador en el techo. No había aire acondicionado, hacía mucho calor. Encima de la mesa había un secador de pelo del año de María Castaña. El resto era como en las películas: espejos, bombillas blancas, pinceles, recipientes de maquillaje. «¿Tú te maquillas?», le preguntó al actor, mientras le comenzaba a volver, lentamente, vacilante, una sensación de calma. El actor decía y repetía que estaba mareado. Pero ella notaba la mano de él, su cuerpo, como un pilar sólido en el que sustentarse. ¡Y el pobre estaba convencido de que era ella quien lo estaba ayudando! El mundo al revés.

Al cabo de un rato se sintió con fuerzas para explicarle los pasos que seguirían para que él perdiese los miedos. El mundo al revés. Los mismos pasos que apenas unas semanas antes tendría que haber seguido con el paciente Viladrich. Cogerlo de la mano, salir de casa, caminar por la calle Balmes, pasear un tramo, y el siguiente día otro tramo. Si él tuviese miedo a volar, le dijo al actor, los dos irían poco a poco al aeropuerto del Prat y pasearían por dentro de un avión que no tuviese que despegar. Luego tomarían juntos un vuelo, dos, tres, los que hicieran falta. El actor la escuchaba con una expresión vacía, como la de alguien que espera una traducción. Solo estaba asustado. Solo tenía que recuperar la seguridad perdida. Debía de dramatizarlo todo mucho. Debía de ser un exagerado, como todos los actores. Pero se creía lo que decía. No estaba mintiendo. Qué aturdimiento, por un triste ataque de ansiedad. Parecía mentira que nadie le hubiese enseñado que aquello podía pasar, que aquello pasaba. ¿Qué demonios les enseñaban en el Instituto del Teatro?

La prueba de fuego fue la función. Prueba de fuego no para él, sino para ella. El actor habría podido realizar la interpretación perfectamente sin que Eugenia se hubiese sentado en primera fila. Aun así, ella se lo propuso porque creía que le hacía bien, y también a ella. Nada de terapia cognitivo-conductual para ella: terapia de choque directamente. La había probado con algún paciente hacía años, cuando era más temeraria. Recordaba al paciente J., obsesionado por el orden y que no tenía ni un objeto fuera de sitio. Pues bien, Eugenia se presentó un día en su casa y, sin manías, se la desordenó. Todo patas arriba. Empezó por la cocina: sacó los cubiertos de los cajones, puso los vasos sobre el escritorio del estudio y vació una jarra de agua sobre la mesa llena de papeles (eran facturas). Sacó los objetos de los estantes de los muebles y los metió en las pilas del lavabo y el bidé. La perplejidad del paciente J. era increíble. Se había enfadado mucho, había descargado la rabia contra ella, incluso la había golpeado. Daba igual. Ella había conseguido su propósito: había cortado de raíz la obsesión del paciente por el orden.

No había repetido terapias de choque como aquella muchas veces más, porque no quería que la agrediesen y porque el director del centro, Antoni Bolinches, no lo veía con buenos ojos. Desde entonces lo había hecho todo progresivamente: la terapia cognitivo-conductual. Pero ahora mismo, en la platea del Teatro Romea, a punto de estar rodeada por cientos de personas, que era una de sus peores pesadillas como agorafóbica (también del malogrado paciente Viladrich), ahora mismo era ella quien estaba haciendo la terapia de choque. ¿Cómo reaccionaría cuando el público entrase en la platea? ¿También saldría corriendo, como en el aparcamiento? Antes de que abriesen las puertas se tomó otro diazepam. Por si acaso, se prometió que pasase lo que pasase, no giraría la cabeza hacia atrás. En ningún caso miraría a la multitud sentada (una decisión que ha mantenido hasta hoy). Se concentraría en el actor, como había hecho en las Ramblas. Teóricamente era el actor el que lo estaba pasando mal.

Si bien no lo pareció en ningún momento. Héctor Amat entusiasmó al público durante la hora y media que duró la función. Una hora y media que a Eugenia se le hizo eterna. No por la obra, sino porque solamente tenía ganas de levantarse y volver a casa. Pero tenía que fingir que estaba pendiente del actor, y así lo hizo. Hubo un momento en el que incluso se rio. Se rio por primera vez desde hacía tres semanas. Seguramente, pensó, la curación pasaba por la risa. Aquel actor que imitaba a un hombre borracho, con andares vacilantes, te hacía reír quisieses o no. Eugenia aún no sabía que los mareos no los hacía expresamente. Al final aplaudió como todo el mundo. Y se marchó tan rápido que aún no se habían acabado los aplausos. Así, como las luces no estaban encendidas, ella no vería las caras del gentío de platea. Salió por la puerta lateral, la de la izquierda, que da a la sastrería.

Por tanto, salvó los papeles. Los de ella y los de él. Había conseguido mantener a raya el pánico. Y tiene que reconocer que si al día siguiente le dijo al actor que volvería al Teatro Romea —«iré por si acaso»— fue por puro egoísmo. Para ayudarse, en primer lugar, a sí misma. Después de tantos años ocupándose de los demás, ya iba siendo hora de que ella se pusiese en primer lugar de la lista de prioridades. Que se salvase ella. Si un día había funcionado, si un día se había visto obligada a estar fuera de casa y entre la multitud del teatro, ¿por qué no podía intentarlo más días? Obligarse a salir de casa y a permanecer una hora y media entre cientos de espectadores sería, sin duda, la mejor terapia. Poco a poco dejaría de ser una terapia de choque, una terapia temeraria de las suyas. Poco a poco, podría ir reduciendo la dosis de sedantes.

Sí, aquella actitud fue —y continúa siendo— de puro egoísmo. Estos días ha recordado unas palabras que oyó decir al psicoterapeuta alemán Bert Hellinger en un seminario al que asistió hace años. Las palabras se le quedaron grabadas porque hacían referencia a la empatía. Dijo Hellinger: «Los psicoterapeutas absorben la energía vital de sus clientes y se nutren como vampiros. Eso es lo que llamamos empatía. Naturalmente —prosiguió—, también el cliente absorbe del terapeuta. Ambos se van vaciando mutuamente». En aquel momento, Eugenia no estuvo de acuerdo con aquella afirmación, por mucho que Hellinger fuese una autoridad mundial. Ahora aquellas palabras las hace suyas absolutamente.

Por las mañanas, Héctor Amat llega a la consulta a las once. A ella el hecho de saber que tiene un paciente a las once la obliga a levantarse temprano, a no caer en la dejadez ni en la postración de Viladrich. Cada mañana Eugenia tiene que esforzarse y no dejarse vencer por la flojera ni el agotamiento. Antes de que llegue el paciente Amat, tiene que tener la mente despejada, y el deporte ayuda. Después de una noche, con frecuencia, de insomnio, en que ha llorado y descargado la rabia contra el cojín rojo, a veces hasta que la primera luz del día centellea a través de la ventana; después de eso lo que le apetecería sería quedarse durmiendo. Recibir la visita del paciente Héctor Amat la obliga a ponerse las pilas, a vestirse bien, a oler bien. Suele llevar trajes de chaqueta oscuros y blusas de seda. Si Eugenia lo hubiese podido visitar cada mañana, Viladrich no habría terminado siendo prisionero de sí mismo y ahora estaría vivo.

Hay puntos en común entre los pacientes Viladrich y Amat. No en lo referente al diagnóstico, obviamente. El paciente Amat no está tan mal. De hecho, no lo está en absoluto: los mareos son una consecuencia lógica de la ansiedad. Si bien él los exagera, sin quererlo ni ser consciente de ello, porque obtiene un beneficio. Gracias a los mareos, interpreta bien el papel. Los problemas de Héctor Amat tampoco son sexuales, cosa que para Eugenia es un descanso: no tener que hablar de disfunciones ni de erecciones. No obstante, el hombre tiene puntos en común con el paciente Viladrich: la misma sensibilidad y la misma manera de empequeñecerse. Parece mentira que hombres tan válidos vivan tan empequeñecidos. Hasta el extremo de que Héctor Amat, que es un actor excelente, según los críticos (hay unanimidad entre ellos; estos días Eugenia ha leído muchas críticas por Internet, y todos los críticos dan por hecho que es el mejor actor catalán del momento y algunos, incluso, lo califican de «genio»), cree que no tiene madera de actor y quiere tirar la toalla.

Es increíble, nacemos con todas las potencialidades, nacemos siendo dioses, y la sociedad nos empequeñece y nos aplasta una y otra vez contra la mediocridad. Las ideologías, la educación, las religiones: únicamente empequeñecen al personal. Y hombres como Viladrich o Héctor Amat, con un grandísimo potencial, y en el caso de Héctor Amat, con mucho espíritu de superación —era un niño tímido—, dudan de sí mismos hasta extremos enfermizos.

Hasta el extremo de creer, como es su caso, que no podrá actuar sin ella sentada en primera fila. Es un pensamiento mágico: el convencimiento de que si en cualquier momento sufre un ataque de ansiedad en el escenario, ella lo ayudará. El paciente tiene muy presente la historia de otro actor, Daniel Day-Lewis, que un buen día, en el año 1989, mientras interpretaba Hamlet en el National Theatre de Londres, sufrió un ataque de pánico, se marchó corriendo y dejó la representación a medias. Héctor Amat está convencido de que si él tiene un ataque de ansiedad, ella subirá al escenario por la puerta lateral, se ocultará entre bambalinas y después lo ayudará a recuperar la serenidad. Como si fuese tan fácil. Como si ella pudiese levantarse en mitad de la función, ante toda aquella multitud. El ataque lo tendría ella.

En cualquier caso, este supuesto forma parte de su imaginación, la de él. Y las cosas no irían así. Si él tuviese un ataque en plena función, pues dejaría que pasara, ¡y a otra cosa! Eugenia tiene dos o tres ataques al día y deja que pasen, como aquella vez en el supermercado. Quizá Héctor Amat permanecería callado, cosa que los espectadores atribuirían a la embriaguez del personaje. Y al cabo de unos segundos o un minuto, recuperaría la serenidad perdida. Parece mentira que Héctor siga teniendo este temor, cuando en plena función no ha sufrido ni un solo ataque de ansiedad. No obstante, esta es su creencia limitante: que no podrá actuar sin ella sentada en primera fila. Una creencia que le permite ir tirando y «salvar», así lo llama, las funciones.

Y Eugenia, como diría Bert Hellinger, se aprovecha de ello. Se aprovecha del pensamiento mágico de este paciente, un pensamiento mágico que cada noche la obliga a salir de casa y bajar por el paseo de Gràcia hasta las Ramblas, hasta la calle del Hospital. Eso sí, antes de salir de casa se asegura de estar bien medicada. Una píldora de diazepam y, en ocasiones, 25 mg de Tofranil. Aparte, por supuesto, del escitalopram de mantenimiento que se ha tomado durante todo el día. En el bolso lleva las cajas de los tres medicamentos: eso le proporciona tranquilidad. Y también le proporciona tranquilidad el hecho de llevar el teléfono móvil con la batería cargada, por si acaso tiene que llamar a Laia Bové a medio paseo de Gràcia. Al principio, Laia la acompañaba. Laia la cogía del brazo. Hasta que se vio capaz de bajar sola. Aun así, hay días en los que es toda una proeza bajar andando entre tantos cuerpos que se rozan, que se evitan, que se tocan entre sí. Eugenia avanza a ciegas, consciente de que, cuantas más noches lo repita, más fácil acabará siendo. Pero solo será más fácil si lo va repitiendo un día sí y otro también. Si estuviese unos días sin salir de casa, entonces no querría salir nunca más.

Una vez en el Teatro Romea, procura no mirar a la gente. Saluda al conserje y, a su manera sonámbula, llega al bar, donde pide una botella de agua. Sabe que mientras anda está siendo observada por el paciente Amat. Se lo ha montado para poder mirarla a través de un pequeño monitor de televisión del camerino: dice que eso lo tranquiliza. «El efecto santuario». Son la pera, los actores. Un día les dices una cosa medio en broma, y lo convierten en rutina.

A ver, el efecto santuario existe, Eugenia no se lo ha inventado. Pero que al actor le haga efecto mirándola a través del monitor es otra cosa. Forma parte de su pensamiento mágico. Un pensamiento mágico que ella no solo respeta, sino que estimula. Tiene que reconocer que le gusta sentirse observada. Sentirse observada mientras entra en el Teatro Romea, mientras hace tiempo mirando las fotos históricas del recibidor, o fingiendo que las mira, dado que está totalmente sedada; sentirse observada la obliga a mantener la templanza y a no hacer lo que le apetecería: sentarse en el sofá del vestíbulo y cerrar los ojos. Los fines de semana, que es cuando hay más gente y el ambiente es más festivo, aprovecha para tomarse una copa de cava.

Cuando comienza Suave es la noche, por fin se olvida de sí misma. Como diría el actor: ¡qué cansada es la propia personalidad! Justo antes de que empiece la función, Eugenia ha superado la prueba de fuego: la entrada del público en la platea. Los espectadores entran atropelladamente, de golpe, como las señoras que cada año, el día que empiezan las rebajas, esperan la apertura de las puertas de unos grandes almacenes de la plaza Catalunya. Pero ella ya ha entrado antes. Justo la primera, o de las primeras. Durante la función, solamente ve con claridad a los dos o tres espectadores que están sentados a su lado, que suelen ser peces gordos o autoridades que han acudido con invitación. Suele ser gente estirada, y a Eugenia eso le viene muy bien: no se vería capaz de mantener una conversación. Ella solo hace de espectadora.

Sabe que siguiendo la obra atentamente, con entusiasmo, ayuda a los actores. Porque cuando se ríe fuerte y con ganas, el resto del público se une. También es una risa egoísta, la suya. Si su risa se contagia, si el público lo pasa bien, si sale con la convicción de que la obra es magistral, que lo es, y los actores también, sobre todo Héctor, si el público sale contento recomendará la obra y el boca a boca hará que el Teatro Romea se siga llenando. Por tanto, Suave es la noche permanecerá en la cartelera una buena temporada. Y eso a ella le conviene. Le conviene que el actor Héctor Amat la continúe necesitando. Le conviene seguir viniendo.

Cuando acaba la función, igual que el primer día, aplaude brevemente y sale antes de que el público se levante. La platea aún está a oscuras, no ve las caras. El efecto del sedante ha ido disminuyendo y no soportaría ver tanta gente. De modo que, como hace Héctor Amat cuando ha cometido un error garrafal, se escabulle por la puerta lateral y se va para evitar encontrarse con la multitud. Regresa a casa en taxi, recordando algunos momentos de la función para comentarlos a la mañana siguiente, en la consulta, con Héctor.

Su escena favorita es la de la cena. Una escena en la que ella experimenta una extraña melancolía. Representa que los protagonistas están cenando en Villa Diana, con un montón de invitados. El escenario está en penumbra, hay muchos candelabros. A Eugenia le gusta la alegría cordial que se establece alrededor de la mesa. Actualmente, para ella, cenar con gente es un imposible.

Gente, además, que representa que se lo pasa bien. Durante la cena, el doctor Diver, es decir, Héctor, se vuelve cálido, luminoso, expansivo. Nada que ver con el hombre desposeído de misterio que ella ha visto en la consulta. En el escenario, Héctor se transforma y subyuga a todo el mundo. La subyuga a ella, para empezar. Eugenia siente admiración por su talento, no lo puede evitar; cada vez le gusta más este hombre; admiración es lo que nunca había sentido por Borja. Pero Héctor, naturalmente, no solo la subyuga a ella. También subyuga al público. E incluso subyuga al resto de los actores: al final de la cena, los rostros de los demás actores se giran hacia él. Y a todos se les cae la baba, porque saben que él es el mejor. Como dice la voz en off del vídeo que cierra la escena —una voz en off que sigue el texto de Scott Fitzgerald—, los rostros de los invitados mirándolo son «como los rostros de los niños pobres mirando un árbol de Navidad».