SEGUNDA PARTE
—Todo el mundo tiene ansiedad —le dice Ruth.
Han pasado tres días desde la visita frustrada al aparcamiento.
Hoy es jueves. Héctor ha ido a verla al piso que comparte con Paula, que ahora no está.
Un piso pequeño, en el barrio del Putxet, desde el que se ve el mar, al fondo, y las pistas del aeropuerto del Prat, con los aviones que despegan. Se oyen pájaros y el saxo de un joven que toca en medio de los árboles. Cada centímetro de piso está bien aprovechado, hay libros de gatos y de caballos. Paula ha domesticado a su gato, un gato negro, basándose en la doma de caballos. Ruth se lo acaba de contar, muy seria, y él no lo ha entendido (ni la domesticación ni la seriedad).
En las paredes hay fotos de los viajes de Paula, que es periodista freelance; no le falta trabajo, se lo busca. Cada estancia del piso tiene un color diferente: la habitación de Ruth es azul; el comedor, amarillo; la cocina, roja. Una cocina roja, madre de Dios. «Las comidas os deben de quedar picantes», le habría dicho a Ruth tiempo atrás. O bien: «¡Qué mareo, tantos colorines!». Pero hoy Ruth no está para tonterías. Y, por lo que a él respecta, sobre los mareos no haría bromas. Solo se vería capaz de hacer bromas sobre los vértigos, ahora que ha descubierto que son un síntoma diferente de los mareos. Los vértigos que el público continúa atribuyendo a una buena interpretación. Y él se recrea, exagera el paso tambaleante.
Están sentados en el sofá, como cuando veían series en el ordenador portátil. En el regazo, Ruth tiene al gato, que se llama Cheever, en homenaje al escritor (al parecer, al gato le gusta lamer whisky).
Ruth, desmejorada, blanquecina, cada día que pasa está más preocupada por el ERE del periódico, inminente. Le ha contado que está enviando currículos, por si acaso. Estos días se distrae escribiendo desde casa el reportaje de los maniquís, que ya tendría que haber entregado, si bien el director le ha dicho que no corre prisa. El director sigue evitándola. Ya debe de haber tomado la decisión de despedirla.
El lunes, en la fábrica de maniquís, Ruth sufrió «la crisis de ansiedad» al ver tantos maniquís de pie, como soldados de un ejército de robots. Una imagen «terrorífica», aunque ya la ha visto en alguna película de ciencia ficción. Estos días han llegado a la conclusión, Paula y ella, de que la imagen en cuestión podría ser una metáfora de la ansiedad. Porque resulta que Paula también tiene ansiedad.
Y es entonces cuando Ruth le dice:
—Todo el mundo tiene ansiedad. Quizá tengo percepción selectiva, quizá me pasa lo mismo que a las mujeres embarazadas, que por todas partes ven mujeres embarazadas. El caso es que me estoy dando cuenta de que hoy todo el mundo tiene ansiedad, en menor o mayor grado. Mujeres, sobre todo. Tú eres una excepción.
En otros tiempos habría añadido, guiñándole un ojo, algo como: «Debe de ser que eres más mujer que hombre».
Ahora continúa con la perorata. Todo Cristo tiene ansiedad, si bien para la mayoría de la gente —como, por ejemplo, Paula— forma parte del día a día. Las crisis de Paula son rutinarias, sin ningún desencadenante que las provoque. Le suelen venir cuando más relajada está, mientras ve la televisión o toma el sol en la terraza. Han llegado a la conclusión, como periodistas a las cuales les gustan los titulares, de que la ansiedad es la patología de este nuevo siglo. Ansiedad causada por la situación económica, por el miedo a perder el trabajo. Ansiedad por el hecho de no dar abasto, porque es necesario ser la mujer perfecta, la madre perfecta, la amante perfecta. Y, a todo esto, hay que añadir la ansiedad por el hecho de tener ansiedad.
—Ya ves, pues, que no eres el único. Todo el mundo anda igual.
Ella continúa tomándose los tranquilizantes de dos en dos. Le explica la rutina: se pone las dos pastillas bajo la lengua y, al cabo de veinte minutos, comienza a entrar en «el estado de flotación». La consecuencia, aparte de la somnolencia y la dificultad para concentrarse, es el llamado efecto rebote: hay momentos del día en los que la ansiedad se acentúa. Confía en que, con el tiempo, una vez pase la incertidumbre del ERE, será capaz de convivir con la ansiedad con la misma deportividad que Paula. Hoy por hoy, está tan tocada que ni siquiera le afectan los insultos que no deja de leer en la edición digital del periódico.
—Y tú, ¿cómo estás, guapo?
Él no puede decirle que tiene la cabeza un poco nublada: no puede hablarle del hotel ni del cava que ayer bebió hasta bien entrada la madrugada (como está haciendo cada noche. No solo cava, sino también gin-tonics).
Le cuenta a Ruth que, una vez que ha averiguado de qué le sonaba la cara de la chica muerta, su problema ahora mismo son los remordimientos. Ha quedado claro que podía haber ayudado más y mejor a Marina C.
—Claro, debes de pensar que en el aparcamiento cometiste un error garrafal.
—Más o menos. Fue mala suerte. Pero sí, lo vivo como si hubiese cometido un error.
—No te hagas mala sangre. La pobre chica estaba malherida. Se habría muerto igualmente.
—Su marido no piensa lo mismo.
—Su marido puede decir misa. Sea como fuere, tú eras un cliente que pasaba por allí. ¿Dónde se ha visto que los clientes tengan que vigilar los aparcamientos? La responsabilidad en ningún caso es tuya.
—La responsabilidad legal, no, pero la moral sí.
Ruth opta por hacer una pausa.
—¿Quieres un té?
Aturdida por los tranquilizantes, no debe de querer ponerse a discutir responsabilidades morales. Se va a la cocina. Sus movimientos parecen los de Eugenia Llort: a cámara lenta. Cuando regresa con las dos tazas de té, él le dice, con la boca pequeña:
—Estos días, como te puedes imaginar, me estoy arrepintiendo de haber hecho el ayuno de noticias, de haberlo llevado hasta el extremo.
En otros tiempos, ella habría exclamado acalorada: «¿Lo ves? ¡Has terminado por darme la razón!». Pero ahora sonríe como si todo estuviese bien, como si practicase meditación y tuviese un estado de conciencia elevado. Realmente los tranquilizantes son las drogas de la época. Drogas legales, aceptadas socialmente, pero drogas, al fin y al cabo. La población drogada. «El sistema», como lo llaman Ruth y Paula, nos empuja a ser productivos y a buscar la excelencia, y nos droga para que lo soportemos. Qué tremendo que los médicos de cabecera receten tranquilizantes. Al parecer, en España ya se consumen más tranquilizantes que aspirinas.
—No te hagas mala sangre —repite Ruth adoptando el papel de mejor amiga—. Por cierto, hablando del ayuno de noticias, ¿quieres la carpeta?
La carpeta. Ni se acordaba, él, de la carpeta. Debe de ser una carpeta de cartón con gomas, como las que Ruth usaba cuando le recortaba todo lo que salía de él en los periódicos. Aquel sería uno de sus regalos fijos, le dijo cuando empezaron a salir: hacerle dosieres de prensa. Entrevistas, críticas, reportajes: todo iba a parar a carpetas que él guardaba en un estante, para echarles un futuro vistazo que nunca tenía lugar. Aquello también debió de distanciarlos, el hecho de que ella diera tanta importancia a la irrealidad de los medios de comunicación y él no. Era lógico. Ella vivía de los medios. Aún vive de ello.
—Si no te importa, voy a tumbarme un rato. El Trankimazin me provoca mucho sueño. Parezco una zombi.
Él abre la carpeta. En el primer recorte ya aparece la foto de la plaza de aparcamiento 33c. Una foto distribuida por la agencia Europa Press en la que se distingue claramente la mancha de sangre. Todos los recortes coinciden en decir que en aquel rincón acordonado murió la víctima. Y todos los periódicos la llaman por el nombre y el apellido: Marina Cuatrecasas. Los titulares son: «Matan a tiros a una chica en Ciutat Vella», «Mujer asesinada a causa de dos disparos» y el que se repite más: «Asesinato en el aparcamiento». En la letra pequeña cuentan, haciéndose eco del teletipo de Europa Press, que el vigilante halló a la chica muerta con dos disparos en el estómago «mortales de necesidad». La Vanguardia informa de que la policía científica buscó pruebas en el escenario del crimen. El País se hace eco del motorista que disparó a la joven varios tiros «a bocajarro». Según el mismo periódico, uno de los disparos le provocó la muerte al destrozarle una vena que hizo que la chica se desangrase rápidamente. Se desconoce el móvil, apunta el periódico. Al día siguiente la noticia ocupa menos espacio. Todos los rotativos informan de que los Mossos prosiguen las investigaciones para identificar al asesino y encontrar el arma del crimen, una pistola de calibre pequeño. Ningún periódico concreta a qué hora llegó la ambulancia.
Al cabo de cinco días ya hay un detenido, de nacionalidad búlgara. El visionado de los vídeos de las cámaras del aparcamiento «ha sido clave». En el momento de la detención, según han informado a El Mundo los Mossos d’Esquadra, el presunto agresor iba armado. Un periódico, el único que tiene sección de sucesos, publica una exclusiva, firmada por la periodista Tura Soler. En la noticia se cita por primera vez el nombre del detenido, Tsvetan Hristov, y el móvil del asesinato: un asunto de drogas, una venganza. Según las primeras investigaciones, la que tendría que haber sido la víctima debía cientos de miles de euros al jefe de una organización de tráfico de drogas a la cual pertenecía Hristov. El texto destaca las contradicciones de Hristov al ser interrogado por la policía: también había dicho que la mujer «había estafado» dinero al jefe de la organización. Fuera como fuese, Hristov había sido el encargado de ejecutar el asesinato. Pero una serie de «coincidencias fatales» entre Marina Cuatrecasas y la que debía ser la víctima (ambas eran pelirrojas y llevaban, tanto una como la otra, un tatuaje en el omóplato) habían confundido al búlgaro.
Un asesino inepto, piensa Héctor, indignado, mientras pasa la página. Un hombre inepto para vivir. Debería ser él quien estuviese muerto.
El resto de los periódicos dedican poco espacio al error. Quizá porque la exclusiva es de la competencia, o quizá porque —como Héctor sabe a través de Ruth— los periódicos no tienen dinero ni reporteros para investigar. Se tienen que dedicar al día a día, y esta noticia ya es antigua. O quizá porque el detenido es búlgaro: si fuese catalán, se habría gastado más tinta.
El asesinato deja de ser noticia durante unos días. Hasta que el marido de la víctima hace llegar a las redacciones una nota de prensa en la que informa que denunciará al aparcamiento por desatención y negligencia. Todos los periódicos cuentan lo mismo: el doctor Cuartiella, que es como se llama el marido, asegura que, contrariamente a lo que se ha dicho, los disparos no eran «mortales de necesidad», y que si a su mujer la hubiesen atendido inmediatamente, habría sobrevivido. El doctor Cuartiella es contundente respecto a este punto: «No habría muerto desangrada». También quiere que quede claro que su mujer nunca ha tenido relación con el presunto asesino, ni con sus asuntos de drogas ni con la banda a la cual pertenece. Dos periódicos, Abc y El Periódico, publican fotos de él, de archivo. Un hombre mayor que Marina C. Bajo el pelo gris peinado hacia atrás, las facciones nobles. Un hombre distinguido. Héctor se imagina su vida matrimonial ordenada. Se imagina una vida de médico con una discreción llevada hasta extremos admirables, le debe de haber costado hacer la nota de prensa. No debe de haber querido ofrecer una rueda de prensa, con cámaras y focos. La luz cegadora de los focos.
Cuando Ruth regresa de la siesta, con el gato Cheever entre los brazos, le dice:
—Ahora ya sabes prácticamente todo lo que pasó.
—¿Prácticamente?
—Aún no sabes lo que hiciste mientras estuviste con la chica. No recuerdas en qué momento murió. Supongo que perdiste el conocimiento.
—Ruth, no creo que sea necesario remover más el asunto.
—Es cierto. Aquí el único que tiene motivos para removerlo es el marido. Pero son ganas; no está bien asesorado, no sabe cómo canalizar la ira. Al fin y al cabo, su mujer ya está muerta. Todo lo que podrá sacar del vigilante es dinero. Por cierto, ¿no crees que deberías ir a verlo, a Nacho? Al menos para decirle que tú también lo estás pasando mal. Que tiene tu apoyo. No decirle que te sientes culpable, eso no hace falta.
Sí, tiene razón Ruth. Como casi siempre.
Permanecen unos segundos en silencio, hasta que ella cambia de tema y le pregunta:
—¿Cómo va la terapia? ¿Qué tal la psicóloga perfecta? —Ruth sonríe. Se ha levantado de la siesta de buen humor—. Seguro que ya no la ves tan perfecta. Por la cara que pones, seguro que ya te has dado cuenta de que es rara. Aunque, por supuesto, estos días yo también soy una desequilibrada. Pero al menos no me dedico a aconsejar a la gente sobre cómo tener la mente equilibrada.
A él le gustaría responder que Eugenia Llort no lo aconseja. Que, como buena terapeuta, deja que él llegue a sus propias conclusiones. Por eso fueron al aparcamiento; para que él se construyese su propio relato.
No le dice nada, no sabría por dónde empezar. No le puede decir nada del Hotel Casa Fuster.
De entrada, Ruth no se lo creería. Le diría que le está tomando el pelo. «Tú nunca te atreverías a espiar a nadie», añadiría con una sonrisa sardónica. O quizá creería que está ensayando una versión teatral de La ventana indiscreta. Y remacharía el clavo: «Este personaje, parecido a Cary Grant, sí que te va».
Cuando él aclarase que no está preparando ningún papel, ella se preocuparía seriamente por su estado mental.
O quizá no. Quizá le gustaría saber que por fin se está soltando. La cordura o seny está dejando de ser un problema para él.
No ha sido fruto de una decisión, el hecho de soltarse. Cuando el lunes volvió con los prismáticos a la habitación 514, no tenía intención de quedarse más noches. Tan solo quería dejar de pensar en la visita frustrada al aparcamiento. Al día siguiente se ducharía, bajaría a la calle de Gràcia y, a las once en punto, tocaría el timbre de la consulta. Hasta aquí los planes. Pero una vez dentro de la habitación 514 volvió a mirar por la ventana y la escena que vio, una escena protagonizada por una Eugenia Llort desconocida, lo empujó a quedarse un día más.
En cuanto entró en la habitación 514, apagó todas las luces. Cogió los prismáticos de la bolsa, se descalzó, se sentó en la butaca, delante de la ventana, cerca del cristal. Eugenia escribía de nuevo en el ordenador; aquellas debían de ser las horas en las que más se concentraba. Una mujer nocturna. Estaba escribiendo un fragmento de un documento Word. El cuerpo de letra grande, un cuerpo 16 de la letra Georgia, ayudaba a que los prismáticos captasen bien el texto. No escribía nada de trabajo, ningún informe sobre ningún paciente o guardia de emergencias. De hecho, el título del documento era «Calle de Gràcia, 1, 4.º», su dirección actual. Parecía una especie de diario, como el que él está escribiendo ahora mismo. O sea, la psicóloga hacía aquello que predicaba. Y su pensamiento también lo complicaba todo. El texto Word como un cajón, para guardar el pasado.
Él bajó los prismáticos, no quería vulnerar su privacidad hasta aquel extremo: habría sido como leer su correspondencia. Pero no pudo evitar ver que el texto hacía referencia al concepto de «empatía», y a un tal Borja, que debía de ser su excompañero, porque no salía muy bien parado. Entre el fragmento de la empatía y el de Borja, había unas cuantas páginas. Eugenia avanzaba y retrocedía, haciendo y rehaciendo el texto, meticulosa, sin un ápice de torrencialidad. Escribía en tercera persona, igual que le había recomendado hacer a él. Cuando terminó, guardó el texto en la red, en la nube, en Google Drive, donde entraba con contraseña, una contraseña que él no quiso saber, a pesar de que con los prismáticos podría haber visto perfectamente cómo la tecleaba. Pero no, no quería mirarla. Tenía miedo de sí mismo: unas horas más tarde, empujado por el cava, sería capaz de conectarse a la wifi del hotel, entrar en Google Drive, teclear la contraseña de Eugenia y leer su documento Word. No, no había perdido del todo el seny.
La escena comenzó cuando, igual que la noche anterior, ella se puso los auriculares y se tumbó en el sofá. Pero a diferencia de la noche anterior, esta se echó a llorar.
Como si, con la oscuridad, su voluntad se debilitase. Como si aquello que la razón había contenido durante todo el día, la oscuridad lo sacase afuera.
Con la oscuridad llegan las adicciones: abrimos la nevera y picamos o bebemos aquello que durante el día nos habíamos prohibido. El cerebro reptiliano recupera el poder. «Solo esta noche —solemos decir—. He tenido un mal día y me lo puedo permitir». De noche, damos rienda suelta a los vicios. No obstante, el de Eugenia Llort no era un vicio. No había bebido en exceso, contrariamente a lo que habría podido hacer pensar el hecho de que el fin de semana hubiese tomado dos copas de cava en el Teatro Romea. En su escritorio, junto a un sándwich a medio comer, tenía una copa de vino tinto. Seguramente con el objetivo de desinhibirse, tal como estaba haciendo.
La noche anterior, o bien no lloraba, o bien, sin los prismáticos, a él las lágrimas le habían pasado desapercibidas. Ahora una profunda tristeza inundaba su rostro. Dejaba que las lágrimas le fuesen cayendo, sin enjugárselas con ningún pañuelo.
A él le habría gustado vestirse, salir de la habitación, bajar a la calle de Gràcia número 1, tocar el timbre del cuarto piso y decirle que estaba a su lado. Que era consciente de que, en el aparcamiento, las cosas no habían ido como ella esperaba. Quizá lloraba porque estaba convencida de que había cometido un fallo garrafal, como los de él. No, todo lo que había pasado era que a él no le habían venido nuevos recuerdos. Que Espada se lo había contado todo. Lo que él ya sabría si no hubiese hecho el ayuno de noticias.
No obstante, quizá no lloraba por ese motivo. Quizá estaba pasando el duelo por su relación rota: acababa de escribir un texto en el que hacía referencia a su excompañero.
La escena tuvo un colofón. Al cabo de un cuarto de hora de estar en el sofá, vestida tan solo con la camisola, llorando sin secarse las lágrimas ni sonarse —Eugenia era elegante incluso en aquello—, se levantó y fue hacia la habitación de la consulta. Agarró el cojín rojo, el que siempre descansa en un rincón, se lo llevó al comedor y comenzó a golpearlo mientras gimoteaba. Dos o tres veces gritó, haciendo gestos de desesperación. Los alaridos debían de salirle de muy adentro. Golpeaba el cojín como habría golpeado un saco de boxeo.
A Héctor la escena le afectó profundamente. Si al día siguiente se quedó en la habitación, fue para ver si se repetía. Para ver si se había tratado de un episodio puntual o si allí había algo más. Quizá, de ellos dos, Eugenia era quien lo pasaba peor. Quizá tenía mucho dolor acumulado y necesitaba sacar afuera la rabia. Él siempre había sacado la rabia en el escenario, cuando el personaje lo requería. En eso el teatro era terapéutico. Con Dick Diver tenía que sacar la rabia cuando Nicole perdía los papeles (en la escena que transcurría en el lavabo, ante la mirada atónita del personaje de la señora McKisko).
Quizá lo que Eugenia hizo ayer cuando se levantó también tuvo que ver con la rabia. Quizá fue otra forma de descargarla.
Llevaba puesto lo que a él, de entrada, le pareció un pijama blanco. Era un chándal, ya que fue a la habitación al lado del comedor, una estancia pelada y espartana, e hizo estiramientos en el suelo. Al cabo de unos minutos empezó a correr en la cinta. Una mujer sana: hacía deporte a primera hora de la mañana. La máquina parecía nueva, tenía plásticos en la parte superior. Estaba situada, como el escritorio, junto a la ventana. Durante los tres cuartos de hora que estuvo corriendo, Héctor tuvo que tener mucho cuidado para no ser visto. Con la claridad de la mañana, no podía tener las cortinas descorridas. De manera que ahora sí, asomaba literalmente la nariz entre las cortinas. La pinta de él no tenía desperdicio. Se había dejado el pijama en casa y solo llevaba la camiseta y los calzoncillos con los que había dormido.
Eugenia corría y escuchaba música con unos auriculares de color plátano. Debía de ser una música diferente a la de la noche anterior, una música enérgica. Su rostro tenía un aire grave, si bien es lo habitual: Héctor no ha visto nunca a nadie reírse mientras corre.
Corría y miraba hacia el hotel, como si estuviese en un gimnasio de los que tienen las cintas y bicicletas elípticas junto a las ventanas. Eugenia debía de ver una habitación con las cortinas azules y marrones corridas, una habitación que ella ni siquiera debía de saber que era la 514. A él, obviamente, no lo veía. Era imposible que viera sus ojos y su nariz por el pequeño agujero que dejaba entre el cortinaje. Debía de pensar que los turistas que se alojaban en aquella habitación estaban durmiendo.
Fue entonces, viéndola sudar y correr, cuando tuvo un pensamiento que durante el día volvería a aparecer: era extraño que una mujer tan sana, que durante la jornada comió solo cuando tuvo hambre, y además pequeñas cantidades, tostadas con salmón, a mediodía una ensalada de muchos colores, con lechuga y zanahoria y aguacate y tomates, y a media tarde fresas, fue entonces cuando pensó que era extraño que, siendo como era una mujer sana, no saliera a correr al aire libre. A la carretera de Les Aigües, por ejemplo. O cerca del mar. O al menos al gimnasio que está a pocos metros, en la calle Gran de Gràcia, un DIR. Salvo el rato de ir a verlo a él al Teatro Romea, durante todo el día estuvo recluida en el piso.
Cuando a las once de la mañana se encontraron en la consulta, el rostro de ella estaba tranquilo, y la única huella de la noche anterior eran las ojeras malva bajo los ojos. ¿Era este el secreto de su serenidad cotidiana? ¿Llorar, golpear un cojín, correr?
Él había salido de la habitación 514 cinco minutos antes de las once. Había tomado una precaución: después de ducharse, se había secado el pelo. Representaba que había ido en metro, y su pelo había tenido tiempo de sobra de secarse.
La sonrisa de Eugenia era la de siempre, acogedora, y sus movimientos a cámara lenta estaban muy alejados de los golpes contra el cojín de la noche anterior. O sea, interpretaba un papel. El papel de la calma. Mientras le servía el té verde sin teína, Héctor no pudo evitar mirar de reojo el cojín del rincón. La funda de aquel cojín rojo debía de estar llena de manchas irregulares de saliva y de lágrimas.
Tomó asiento y comenzó hablando de la visita al aparcamiento. «Qué le vamos a hacer», le dijo. Las cosas no habían ido como ella había previsto. Pero todo aquello era agua pasada. Nos teníamos que acostumbrar a dejar que las cosas sencillamente pasasen, había dicho ella. Sin querer controlarlas tanto.
Héctor no sabía si aquel mensaje se lo decía a sí misma o a él, el hombre controlador.
Había continuado hablando: en efecto, la ambulancia había tardado «una eternidad». En efecto, el vigilante Nacho había llamado tardísimo al servicio de emergencias médicas. Lo ideal habría sido que Héctor lo hubiese sabido a través de algún recuerdo, no de las explicaciones de Espada. Si lo hubiese recordado todo, si él mismo hubiese hecho el relato, prácticamente habrían cortado de raíz el origen del estrés postraumático.
No obstante, él ya estaba mucho mejor. Las imágenes de Marina Cuatrecasas ya no lo desvelaban en mitad de la noche. Tenían que pasar página y mirar hacia delante.
Eugenia dejó la taza de porcelana en el suelo y le hizo la pregunta de siempre:
—¿Cómo estás?
Héctor no podía responderle que estaba preocupado por ella.
Decidió hablarle de la reminiscencia.
Le contó que una reminiscencia le había venido justo cuando menos lo esperaba, la tarde anterior (no dijo que fue precisamente enfrente, en el Hotel Casa Fuster, bebiendo cava).
—Continúa.
Le había venido a la cabeza de qué recordaba a Marina C. En efecto, tal como sospechaba, era una verdadera admiradora. Hacía más de un año, después de una función de Oleanna, ella le había pedido un autógrafo. Justamente un día en que él había hecho una pésima representación. Había cometido un error imperdonable mientras interpretaba Oleanna y se había marchado por la puerta de emergencia del Teatro Nacional, la que da a la calle Padilla. Y se había encontrado cara a cara con la chica pelirroja, que sí, era ella, sin duda. Lo había felicitado por haber «trabajado tan bien». Y él, avergonzado por la función que acababa de hacer, no había sabido qué responderle. De eso conocía a la pobre chica.
Los minutos siguientes Eugenia le explicó, con su tono pedagógico, que en ocasiones teníamos reminiscencias cuando menos nos lo esperábamos. Cuando estábamos relajados. Al inconsciente no se lo podía presionar. Y quizá lo habían presionado demasiado acudiendo al aparcamiento. En cualquier caso, ella celebraba («ya nos entendemos —añadió—; lo que se dice celebrar, no celebro nada») que él recordase de qué le sonaba la cara de aquella chica.
Quizá, añadió Eugenia, la ansiedad de él tenía su origen en situaciones como aquella. No necesariamente en aquella situación, sería mucha casualidad, pero sí en situaciones en las que él consideraba que no había estado a la altura de los espectadores. Situaciones en las que alguien del público le felicitaba sin creerse él merecedor de los elogios.
Y después de ver en el aparcamiento a aquella verdadera admiradora, y, encima, de verla muerta, se le habían disparado los síntomas. Era solo una hipótesis, pero Eugenia creía que tenía fundamento. Podrían trabajar a partir de ahora, en la consulta, en esa dirección.
—¿Hay alguna otra cuestión en la que quieras trabajar durante las próximas sesiones, algo que te preocupe?
Héctor no podía responder que era ella la que lo tenía muy preocupado.
Y optó por sacar un tema que ya llevaba preparado.
—Tendría que dejarlo —le dijo y, justo después de decirlo, se quedó un instante callado, una especie de pausa retórica, porque, de repente, ella adoptó una expresión desconcertada. Permaneció en silencio un instante apenas; no se esperaba que el rostro de Eugenia se ensombreciese de aquella manera. Terminó la frase—: Quiero decir que debería dejar el trabajo de actor.
Entonces ella respiró más tranquila. Se deshizo la pequeña arruga que se le había formado en la frente. Quizá, pensó Héctor, por un instante Eugenia había deducido que él quería dejar la terapia. ¡Pero si era él quien el día anterior tenía miedo de que ella diera por terminada la terapia! Fue él quien le dijo en tono dramático y risible «quédate conmigo».
No, él no era tan importante como para que su psicóloga se asustara ante la posibilidad de perderlo como paciente. ¿Por qué se había puesto seria, entonces?
—Continúa.
El asesinato, los vértigos, los miedos: eran señales. Señales de que tenía que dejar de ser actor. De hecho, si durante esta vida había recibido señales en algún sentido, había sido en ese. Y ahora las señales eran muy elocuentes.
—Continúa.
La vida nos iba dando señales, y él se había pasado media vida fingiendo que no existían, o bien luchando contra ellas en nombre del llamado espíritu de superación. No tendría que haberse matriculado en el Instituto del Teatro. No tendría que haber luchado nunca contra su naturaleza introvertida. Durante dos décadas había vivido de cara a la galería. O sea, había estado haciendo lo contrario de lo que le pedía el cuerpo, creyendo que así superaba una limitación. Que, gracias a la limitación —en este caso, la timidez—, había sacado lo mejor de sí mismo, como el grano de arena que entra en la ostra y hace la perla. Pero él había seguido un camino equivocado. Ahora lo veía claro. El asesinato, los vértigos, los miedos: eran señales.
—Continúa, por favor.
Qué curioso, esto de las señales que nos da la vida. La mayoría de la gente las llamaba casualidades, a las señales. Se sorprendían y continuaban como si nada. Él lo había hecho hasta que ahora, repentinamente, tenía la certeza de que allí había una especie de inteligencia, no sabía cómo llamarla, una inteligencia universal, que le estaba diciendo que tenía que dejarlo. Por primera vez no le llevaría la contraria a aquella inteligencia. Se rendiría ante ella. Ahora lo más importante era acabar bien la temporada de Suave es la noche. Tenía un contrato, debía cumplirlo, y además la obra estaba siendo un éxito de público. Pero cuando terminase, se tomaría un periodo de reflexión, una pausa. Para un actor, estar unos meses, incluso una temporada, sin representar ninguna obra nueva era habitual. Los seguidores creerían que estaba preparando un nuevo papel. Mientras tanto, él pensaría qué hacer, hacia dónde tirar, qué otro trabajo se ajustaba mejor a su carácter. Había venido a la vida a mirar, no a ser mirado.
—Continúa.
Parecía mentira que no lo hubiera decidido antes. Que durante dos décadas hubiera perdido, literalmente, el tiempo. Al menos se había dado cuenta ahora, cuando aún le quedaban por lo menos veinte o veinticinco años de vida laboral. Al menos podría empezar de cero, como había hecho ella.
—Yo continúo ejerciendo la psicología.
Si, él se refería al hecho de haber comenzado una nueva vida, en otro piso, y de hacer como hace las guardias de emergencias.
Eugenia no había respondido. Había proseguido con sus «continúa». Una mujer reservada en lo referente a su vida personal. No hizo lo que habría hecho una amiga, o una madre. «¿Qué estás diciendo? ¿Dejar de ser actor? ¿Te lo has pensado bien? ¿Quieres decir que ahora es el momento de dejarlo, con la crisis?». Nuestros entornos suelen ser conservadores. Si fuese por ellos, no nos moveríamos nunca del mismo sitio.
Cuando se despidieron, Héctor percibió que en los ojos de Eugenia había más brillo. Quizá se había olvidado de ella misma durante aquella hora. Qué cansada es la propia personalidad. Quizá le gustaba el nuevo rumbo que había adquirido la terapia, lejos del aparcamiento.
A las doce, Héctor regresó directamente al hotel, a la habitación 514. No pasó por el bar para desayunar. No quería perderse el momento en que Eugenia dejaba de ejercer el rol de terapeuta y volvía al comedor, a la intimidad de su piso.
Él estuvo el resto del día en la habitación 514. Más que el paso del tiempo, nos cambian los espacios. Nuestro yo es distinto en casa que en el anonimato de un hotel de cinco estrellas, donde nos hacen la cama y por la noche nos dejan una tarjeta que nos informa de la temperatura prevista para mañana. Un lugar de paso, donde somos un poco extranjeros. En el Hotel Casa Fuster prácticamente no había hombres solitarios como él, la clientela estaba formada por parejas. Hombres y mujeres que, como Dick y Nicole Diver en el periodo fastuoso de sus vidas, sustentan su identidad en las posesiones. Tengo un reloj Cartier y un coche Porsche y por consiguiente una identidad privilegiada que está por encima del resto, igual que los actores que van por la vida de actores y miran a la gente por encima del hombro. He venido a Barcelona a comprar al paseo de Gràcia y a visitar el Museo Picasso, la Pedrera, el Parque Güell. Y el dinero me tendría que evitar hacer colas. Pero no es así. De manera que soporto las colas mientras no dejo de mirar la pantallita del teléfono móvil y me da el sol y mi piel blanca se vuelve rosada, de color de langostino cocido, y regreso al hotel y no tengo ganas de hacer nada. Y me abstraigo. Me abstraigo en el bar, en la terraza tomando un cóctel, junto a la piscina.
Héctor no se abstrajo. Miró. Lo que más le sorprendió fue que Eugenia no tuviese ni un paciente más. Hace tres semanas le dijo que podía ir a verlo al Romea porque acababa de abrir la consulta y tenía pocos pacientes: no le dijo que no tuviera ninguno. Ayer la consulta estuvo vacía durante todo el día, y Eugenia se quedó en el comedor, con una indolencia entre confortable y monacal. Escribió en el documento Word y leyó un libro de poesía de Emily Dickinson. No recibió llamadas, no habló por teléfono, ni siquiera salió a comprar comida. A primera hora de la tarde, apareció el chico del súper: le subió las bolsas de la compra, que antes ella había encargado por Internet. Era lógico que se quisiera ahorrar subir la compra cuatro pisos, en el edificio no hay ascensor. En cualquier caso, quedaba claro que Eugenia, después de la separación, apostaba por la soledad. Quizá hacía muchos años que trabajaba a destajo y ahora quería descansar. Y sacarse de dentro la rabia acumulada.
Durante el día la escena no se repitió.
Y si Héctor decidió quedarse en el hotel fue para comprobar si de noche la escena se repetía. Si era sistemático, aquello de dejarse llevar a última hora, una rutina, igual que correr.
Él solamente salió del hotel media hora (cada vez le gustaba más el olor de recepción, de incienso de vainilla) para ir a comer un bocadillo al bar de al lado, el Buenas Migas.
Y por la tarde salió del hotel porque tenía función.
Se marchó con tiempo de sobra, porque Eugenia también iba a pie al Romea, y no quería encontrársela bajando por el paseo de Gràcia. No habría sabido qué decirle, si bien podía inventarse que regresaba de una sesión de fotos.
Durante la función ella se rio en las escenas cómicas. Por tanto, el llanto y la rabia de la noche anterior no eran incompatibles con la risa, cuando tocaba reír. Sí, Eugenia tenía su punto de actriz.
Cuando terminó la función, volvió al hotel en taxi. Ella también solía volver en taxi; no coincidirían en la parada, porque ella se marchaba enseguida, justo cuando comenzaban los aplausos, con el fin de no encontrarse las colas de la salida del Romea.
Héctor tenía mucha hambre, y una vez en el hotel se dirigió al Bar Vienés y pidió a Ermengol la cena Duke Ellington. Lo primero que le dijo Ermengol, mientras le servía una copa de cava como aperitivo, fue que celebraba que hubiese aceptado la oferta de la semana. Él no dijo ni sí ni no, cosa que Ermengol debió de interpretar como un asentimiento.
Lo segundo que le dijo, mientras cenaba, fue:
—Enhorabuena por la iniciativa de las zanahorias.
Héctor no sabía a qué se refería. Ermengol le entregó uno de los periódicos de la entrada, de la mesa donde disponían la prensa internacional. Sí, incluso lo había publicado la prensa internacional, dijo Ermengol mostrándole el Herald Tribune. El teatro de Bescanó había vendido zanahorias en lugar de entradas para el estreno de una obra, Suicidas, como protesta por la subida del IVA en la cultura. Los responsables de la compañía defendían que el cuatro por ciento de IVA de las verduras y las hortalizas era mucho más justo que el veintiuno por ciento del de la cultura. Y el alcalde de Bescanó —que, según Ermengol, tenía un pasado como carnicero— había declarado que la zanahoria era «el alimento de la cultura».
—La función fue un éxito —concluyó Ermengol—. El teatro tuvo que colgar el cartel de «Entradas agotadas».
Y, en cuanto lo dijo, Ermengol soltó una carcajada. Las gafas de montura metálica, que normalmente le otorgaban un aire reflexivo, ahora le temblaban sobre la nariz. Se reía tan a gusto que le contagió la risa a Héctor, quien, al final, ya no sabía si se reía de las zanahorias o de la risa celebratoria de Ermengol.
Debió de ser por la risa, por el momento de distensión, por lo que terminó aceptando la propuesta de probar el nuevo gin-tonic de la casa, África Monumento.
La ginebra era Mombasa Club y la tónica de burbujas finas.
A Héctor se le debía de notar en la cara que tenía prisa por marcharse a la habitación (para observar a Eugenia, que debía de estar comiendo un bocadillo para cenar), porque Ermengol le dijo que haría que le subiesen el gin-tonic a la habitación.
Al cabo de un rato, Eugenia repitió la escena. El llanto, el cojín. Con todo, esa noche Héctor no se preocupó tanto. Quizá su mente se estaba volviendo menos ansiosa. Quizá ayudaba el gin-tonic.
Se lo bebía a pequeños sorbos, pero seguramente le hacía mucho efecto, igual que le pasaba, según recuerda de la época en la que se documentaba, a Fitzgerald. Hemingway había escrito que Fitzgerald, que «bebía para soportar a la gente y los sitios», no era un verdadero borracho, dado que le hacían mucho efecto pequeñas cantidades de alcohol.
Héctor bebía, y con toda seguridad le causaban efecto pequeñas cantidades del gin-tonic, sumadas a las dos copas de cava que se había tomado en el Bar Vienés. De todas maneras, no notaba nada que no fuera serenidad, y una cierta alegría contenida. Hacía años que no bebía gin-tonic. Desde que salía con los compañeros, al terminar las primeras funciones. Enseguida se autoprohibió el alcohol, porque al día siguiente no tenía la mente despejada. Y él era incapaz de hacer nada bueno sin tener la cabeza despejada, pero ahora que volvía a probar el gin-tonic, por primera vez en casi diez años, era consciente de todo lo que se había perdido. No era extraño que los actores recurriesen cada noche al alcohol para hacer la descompresión.
Le vino a la memoria que un fragmento del diario que estaba leyendo estos días, de Julio Ramón Ribeyro, mencionaba, precisamente, el alcohol.
Héctor cogió el libro, volvió a la butaca —Eugenia aún estaba tumbada en el sofá, debía de estar a punto de dormirse, tenía la mirada absorta en dirección al hotel— y releyó el fragmento de Ribeyro: «El alcohol produce en nuestros sentidos una vibración que nos permite distorsionar nuestra percepción de la realidad y emprender de ella una nueva lectura. Al beber cambiamos sencillamente de lente y recibimos del mundo una imagen que tiene en todo caso la ventaja de ser distinta de la natural. En este sentido la embriaguez es un método de conocimiento. La embriaguez moderada, es decir, aquella que nos aleja de nosotros mismos sin abandonarnos, no la borrachera, en la cual nuestra conciencia le dice adiós a nuestro comportamiento».
Sí, la embriaguez que Héctor experimentaba era moderada, y quizá en esta nueva etapa que empezaría muy pronto, en la que abandonaría el mundo de la interpretación, podría probar gin-tonics y recuperar el placer del alcohol. No era extraño que los gatos buscasen plantas para colocarse. Él, ahora mismo, no pensaba ni en los ahogos ni en los vértigos ni en los miedos. El gin-tonic tenía un efecto sedante sobre su sistema nervioso, el primitivo y el otro, el moderno, o como se llamase, ahora no le venía a la memoria. En estos momentos se veía capaz de caminar por toda la ciudad sin abalanzarse sobre ningún transeúnte. Ahora mismo haría una función lanzado, alocado. El gin-tonic sí que era una buena droga, y no los tranquilizantes. El gin-tonic debería estar subvencionado por la seguridad social y recetado por los médicos.
Eugenia se había levantado a estirar las piernas. Y continuaba con la mirada absorta, en dirección al hotel. Se acercó a la ventana, debía de querer ver el panorama. Miraba el hotel con fijación.
Él no la veía bien, porque no tenía los prismáticos en la mano —la tenía ocupada con la copa—. A Eugenia le debió de llamar la atención algo de la habitación de al lado. Quizá los turistas rusos de la habitación contigua se estaban peleando. O quizá estaban intercambiando fluidos. Vete a saber.
No, la mirada de ella iba en dirección a su habitación 514. Eugenia tenía los brazos cruzados y estaba plantada justo enfrente de la ventana. De repente Héctor lo entendió todo. Con el efecto del cava y de los gin-tonics, se había despistado y había olvidado apagar las luces. Eugenia lo había reconocido y lo miraba a él, sí, a él.
Le habría gustado huir por la puerta de emergencia del hotel, como hacía en los teatros cuando cometía un error garrafal.
Todo esto es lo que no le podía contar a Ruth este mediodía. Ruth no habría entendido nada y se habría mostrado muy celosa. Habría confirmado que la psicóloga era rara y que él, de repente, también lo era.
O quizá le habría gustado saber que había sido un poco gamberro.
Antes de irse del piso de Ruth, desde su teléfono ha llamado a Nacho (tal como Ruth le acababa de sugerir). Primero ha llamado al aparcamiento y le ha pedido su teléfono a Espada. Y, a continuación, ha llamado a Nacho y le ha preguntado si podía pasar a verlo esta misma tarde. Nacho parecía contento.
—Mil gracias. No me esperaba esta llamada.
Héctor tiene tiempo de sobra, hasta dentro de tres horas no tiene que estar en el Teatro Romea. Además, Nacho vive cerca del teatro, en la calle Peu de la Creu.
Mientras se dirige a casa de Nacho, piensa en Eugenia.
Esta mañana, como un cobarde, en un momento en el que ella aún estaba durmiendo (se ha asegurado de ello, mirando de nuevo por la ventana), la ha llamado, le ha dejado un mensaje en el contestador diciéndole que no se encontraba bien y que hoy, desafortunadamente, no podría acudir a la consulta.
No sabe qué pasará esta noche. No sabe si ella irá a verlo al Teatro Romea. Debe de estar enfadada, y con razón. Pero, conociéndola, sería extraño que lo dejase colgado en el teatro, incapaz de actuar. Lo más probable es que mañana, cuando él vuelva a la consulta —porque sí, tiene que volver, como un hombre, y disculparse, y quizá reconocerle de una vez que se siente atraído por ella—, lo más probable es que ella le diga que deja la terapia. Que seguirá acudiendo al Teatro Romea mientras la obra permanezca en cartel; pero que por la mañana ya no hace falta que sigan hablando. Que ha perdido la confianza en él.
O quizá no. Quizá, en efecto, está enamorada de él y se siente halagada por el hecho de que él haya pagado una habitación de hotel solo para verla.
¿Para espiarla? No necesariamente.
Él puede negar que la haya espiado. No ha visto nada que no vería un turista. Aun así, el hecho de que él no sea un turista hace su acto enfermizo. Pero, después de todo, ¿acaso no es él un enfermo? ¿No es la ansiedad una enfermedad? ¿Y no es una enfermedad el enamoramiento? Todo el día pensando en la persona deseada, esperando noticias suyas. ¿Hay alguna diferencia con la obsesión?
Nacho lo recibe con una vaga sonrisa y un abrazo. Es tan pequeño, Nacho, que a él el abrazo le llega a la cintura. Lo invita a pasar al comedor. El aire respirado y vuelto a respirar. En las paredes hay calendarios astrológicos y de motociclismo. Y los libros que tiene encima de la mesa, junto al periódico deportivo, son de budismo. Una combinación curiosa, la de Nacho: los deportes, la astrología y el budismo.
Lo invita a sentarse. Su cara es de un color amarillo terroso. Los ojillos reflejan una honda melancolía. Le pregunta qué quiere beber: solo tiene agua y Coca-Cola sin cafeína. Se lo pregunta sin ánimo, Nacho no parece ni querer ni poder disimular la inapetencia. Es como si una segunda naturaleza, desprovista de impulso vital, hubiese sustituido aquel temperamento que era capaz de enviar WhatsApps mientras fumaba, al tiempo que se remetía la camisa en los pantalones.
Le da las gracias por la visita. Le parece todo un detalle por parte de Héctor. Y más siendo un día laborable: dentro de un rato tiene que irse al Teatro Romea, ¿verdad? ¿Pasará por el aparcamiento?, le pregunta.
Héctor le responde que no, desde el accidente tiene «algunos problemas» y de momento no utiliza el coche.
—Sé de qué tipo de problemas me habla —dice Nacho, y acto seguido comienza a enumerar los suyos, sus problemas.
Ha tenido que coger la baja por depresión. No tiene ganas de hacer nada. Está atontado a causa de las pastillas que le ha recetado el psiquiatra.
Héctor le dice que él también está haciendo terapia, aunque con una psicóloga. El otro día fueron al aparcamiento, precisamente, para ver si conseguía que le viniesen nuevos recuerdos: una de las consecuencias del estrés postraumático es la amnesia.
Mientras se lo cuenta, Nacho está pero no está. Tiene mucha tos: es como si oyeras el eco de un alcantarillado. No lo escucha atentamente. Tiene la cabeza en otro sitio.
—Mi problema ahora mismo es que la empresa del aparcamiento ya no confía en mí. Los propietarios no me lo han dicho, pero se ve a la legua.
—Lo siento mucho.
—Y cuando me den el alta, otra cosa que no sé cuándo pasará, no sé qué haré. Ya me veo yendo a juicio, y perdiéndolo. Y no creo que después me quieran en el aparcamiento.
Héctor piensa que es mejor que le diga ahora lo que ha venido a decirle:
—Mira, Nacho, quería decirte que siento mucho todo este asunto y que estoy a tu lado. Vale que tú eras el responsable de lo que ocurriese en el aparcamiento, y vale que a ti te tocará ir a juicio por culpa de ese marido que no sabe cómo canalizar la rabia [por un instante piensa en Eugenia; seguro que ahora mismo ya no debe de estar canalizando la rabia y, si lo hace, será con las persianas bajadas]. De acuerdo que tú eras el responsable, pero he venido para decirte que yo también me siento bastante responsable, por no decir mucho, de la muerte de la pobre chica. Yo fui el primero en verla, y no hice nada.
—¿Usted? Pero ¿qué dice? —De repente los ojos de Nacho parecen más agitados, si bien mantienen un fondo de tristeza—. ¿Qué quería hacer, Héctor? ¿Qué habría podido hacer?
—Para empezar, llamar a emergencias. En el sótano –1 hay cobertura, ¿no?
—Sí, claro. Pero, Héctor, con franqueza, usted no estaba en condiciones de llamar a emergencias.
La pregunta que a Héctor le viene a la cabeza es: ¿en qué condiciones estaba? Pero no hace falta que la formule, Nacho tiene ganas de hablar y habla:
—No, Héctor, no estaba en condiciones. De ninguna manera. Yo lo recuerdo todo. Demasiado bien lo recuerdo. No le negaré que me da un poco de envidia, Héctor, y, por favor, no se lo tome a mal, me da un poco de envidia que usted no recuerde ciertas cosas. Todo eso que se ahorra. Mi enemigo ahora mismo es la memoria, mi mente, como he leído en libros budistas que me ha recomendado Míriam estos días de baja. Una tirana, la mente. Yo nunca me había encontrado con un asesinato, en el aparcamiento. Me había encontrado de todo: hurtos, robo, un intento de violación; pero nunca un asesinato.
—Continúa.
—¿Cómo?
—Perdón, Nacho, quiero decir que te sigo.
—Bueno, el caso es que aquel sábado, como usted sabe, a mí no me tocaba trabajar. Estaba haciendo la sustitución del chico del fin de semana, Jordi, que se había puesto enfermo. A él nada se le habría pasado por alto. Él habría tenido bien controlada la hora en que había entrado la chica y el hecho de que tardaba demasiado en salir. Pero yo me confié. Los sábados por la noche son más tranquilos de lo que parece. Los jóvenes que salen de fiesta no cogen el coche, la Guardia Urbana satura la zona de controles de alcoholemia. Y, además, aquella noche, con la celebración de la victoria del Barça en Canaletas, habían cortado muchas calles. Teníamos pocos coches, y por eso me relajé. Salí para que me diera el aire. Había visto el partido del Barça y, la verdad, estaba contento.
—Me acuerdo.
—Cuando usted y yo nos vimos, estaba hablando del partido con mi novia, Míriam. El hat trick de Messi había sido una pasada.
—También me acuerdo, me lo dijiste.
—Mientras chateaba con Míriam, vi al búlgaro, el hombre de la moto. Vi que entraba, que cogía el tique. La chica había entrado justo antes. Cuando al cabo de unos minutos vi salir la moto, pensé que quizá el motorista se había equivocado de aparcamiento, o que quizá había cambiado de planes. Debería haber sospechado de una moto que entra y sale en tan poco rato. Pero no sospeché nada, porque estaba despistado por culpa del Barça, o por la edad, que no perdona. También porque todo lo que tuviese que ver con Míriam me absorbía. Estábamos planeando casarnos y no parábamos con los preparativos; ya sabe cómo son las bodas, una trabajera. Míriam estaba en casa de unas amigas, de fiesta, y estaba un poco alegre, y me había dicho cosas bonitas. Estos días en los libros budistas he leído que el tiempo no es lineal, que el pasado y el futuro se mezclan en el presente, y quizá Míriam quiso suavizar, diciéndome cosas tan bonitas, lo que tenía que pasar después, o, mejor dicho, lo que ya estaba pasando en el sótano –1. Pero vaya, todo esto son especulaciones mías.
—Continúa.
—El caso es que tenía que haber estado pendiente de mi trabajo. Tendría que haberme dado cuenta de que había pasado demasiado rato desde que usted y la chica pelirroja habían entrado. De hecho, yo daba por descontado que ya habían salido. Pero entre el cansancio, los mensajitos con Míriam y el jaleo de los bares y de los contenedores que unos canallas habían vaciado en las Ramblas, no controlé nada. Con la salvedad de que uno no puede controlar todos los coches que entran y salen: eso es lo que me digo para consolarme cuando el tirano interior me maltrata. Pero a continuación me digo que no debería haber estado afuera tanto rato. Porque estuve afuera mucho rato. Demasiado. Nuestra obligación es pasar por todas las plantas una vez cada hora. Comprobar que todo esté en orden. Y como hacía relativamente poco que lo había hecho, tardé más de una hora en volver a bajar a la planta –1. Y cuando finalmente bajé, los vi, a usted y a la chica, en el suelo. Lo primero que pensé fue que los dos estaban muertos. Porque los dos estaban con los ojos cerrados. Usted tenía a la chica en el regazo.
—En el regazo —repite Héctor.
—Me quedé hecho polvo. Estos días he pensado mucho en usted y se lo he dicho a Míriam: debe de ser un golpe muy duro que una chica se te muera en los brazos. Sí, ella estaba con la cabeza encima de su regazo. Usted tenía los pantalones manchados de sangre, la cabeza de ella en el regazo y la mano en su cabeza. De entrada pensé que usted también estaba muerto, es decir, que lo primero que pensé fue que habían matado a dos personas: había mucha sangre en el suelo, y daba la impresión de que era de los dos. Y, de hecho, cuando llamé a emergencias, les dije que acababan de matar a dos personas, cosa que no era cierta, como supe cuando llegó la ambulancia. Llamé a emergencias antes de comprobar nada, en aquel momento de caos di prioridad a la llamada. Y di por hecho que los primeros auxilios ya no servirían de nada. Al cabo del rato supe que usted estaba vivo. Lo supe cuando ya habían venido compañeros del aparcamiento a relevarme. Cuando yo había vuelto a bajar y lo había visto a usted en un rincón, con la psicóloga. Una mujer morena, alta.
—Sí, es la misma psicóloga que me atiende estos días.
—No me extraña que esté en manos de una psicóloga. Tiene que ser muy duro que una mujer se te muera en los brazos, desangrada.
—Yo no era consciente del todo.
Han pasado unos minutos. Héctor aún siente el sudor frío. Nota la opresión, como una plancha que le aplasta el pecho.
Nacho le ha traído un vaso de agua y ha abierto la ventana para que le dé el aire.
—Nos queda el consuelo de que la chica murió en sus brazos, Héctor, que para ella no eran los brazos de un hombre cualquiera. Lo sé porque cuatro horas antes, cuando metió el coche en el aparcamiento, yo había estado charlando con ella. Como usted sabe, yo soy mucho de hablar con los clientes. En un lugar tan árido como un aparcamiento, mal vamos si no pones un poco de cordialidad al asunto. Y unas horas antes, cuando la chica trajo su coche, un Mini negro, me preguntó si tendríamos abierto cuando terminase la función del Teatro Romea. Yo le había respondido que estuviera tranquila, que teníamos abierto toda la noche. Luego, cuando hubo aparcado el coche y ya se marchaba, muy elegante ella, habíamos hablado un poco más. Yo no tenía nada que hacer; aún no había empezado el partido del Barça. Y ella iba con tiempo de sobra, de modo que aproveché para preguntarle cómo era que una mujer tan guapa iba sola al teatro, que si ella quería, yo la acompañaba. Se rio. Me gustó que no se lo tuviese creído, que aceptase un piropo.
—¿Qué más te dijo?
—Que su marido tenía una guardia. No me dijo a qué se dedicaba el marido. No acostumbraba ir sola al teatro, se le hacía raro, como ir sola al cine. Pero añadió que aquella obra del Teatro Romea lo valía. Hacía meses que la esperaba como agua de mayo porque era actriz amateur, en el Poblenou, y era «muy fan» del protagonista. Hasta estaba nerviosa.
—Sí, estos días he recordado que le firmé un autógrafo.
—Por tanto, nos queda el consuelo de que la chica murió en las mejores manos. Las mejores manos para ella, por supuesto. Debía de pensar que todo aquello lo estaba soñando: el hombre, la moto, los disparos, la sangre y usted. Debió de morir como en un sueño.
Héctor se marcha al Teatro Romea, a pie. Se ha despedido de Nacho con un fuerte abrazo. Y, como el día en que cogió la mano de Eugenia al salir del aparcamiento, no ha sabido si era él quien abrazaba a Nacho o si era Nacho quien lo abrazaba a él.
A la entrada del teatro, Ciril, el conserje, le pregunta si quiere un pañuelo de papel.
—Sí, gracias —dice Héctor.
No se había dado cuenta: tiene lágrimas en los ojos.
Todavía falta una hora y media para la función.
Mientras se seca con el pañuelo, le pregunta a Ciril si puede utilizar uno de los ordenadores de la oficina. Faltaría más, responde Ciril, y le escribe la contraseña. La palabra contraseña hace que vuelva a pensar en Eugenia: ahora debe de haber terminado de escribir un fragmento de su texto Word y debe de estar arreglándose para venir a la función.
Si es que viene. Si es que no lo manda a paseo, después de haberlo pillado esta noche mirándola por la ventana.
El recuerdo que Eugenia debía de querer que le viniera en el aparcamiento era el que le acaba de contar Nacho: el de la muerte de Marina C. en sus brazos. Una escena demasiado importante como para que la tengan que describir los demás.
Una vez en la oficina, Héctor se conecta al Facebook. No se conectaba desde antes del ayuno de noticias. En su muro hay muchas felicitaciones por Suave es la noche. Le gustaría responder los comentarios uno por uno, decir a los amigos virtuales que no saben lo que representan para él esas palabras de ánimo.
Teclea el nombre de Marina Cuatrecasas y enseguida le aparece su perfil. Lo primero que ve son las fotos. Una chica con una actitud sincera, abierta de par en par, luminosa como la claridad del día. Nada que ver con la mirada de perplejidad que él recuerda del aparcamiento. Su mirada expresiva se parece, ahora le viene a la cabeza, a la de la actriz Carey Mulligan, que últimamente él ha visto en una película espléndida, Drive.
Según este perfil de Facebook que nadie ha dado de baja y que informa de todo en presente, Marina Cuatrecasas es antropóloga. Nació el 4 de mayo de 1979. Nadie ha escrito la fecha de la muerte, su marido no debe de saber la contraseña, ni le debe de interesar nada de lo que quede en Facebook; bastante tiene con digerir la muerte y canalizar la rabia, mal liberada. Las aficiones de Marina Cuatrecasas eran correr y el teatro. En el álbum titulado «Carreras», hay 42 fotos en la mayoría de las cuales aparece con mallas y camiseta. En muchas sale riendo y con un gesto que se va repitiendo: la medalla en la boca, como si la quisiera romper con los dientes. Hay fotos con carteles de la 28th Athens Classic Marathon. De donde hay más fotos es del maratón de Barcelona. El resto de las fotos son del Centro Teatral Poblenou. Representaciones de Navidad y Reyes; ensayos; fotos en las que lee el papel con otros actores aficionados. También hay fotos dentro de furgonetas; los decorados arriba y abajo; un trabajo desagradecido, el de actor amateur. Actúan en muchas fiestas mayores y los ayuntamientos no les pagan; la cultura desterrada al infinito.
Se da cuenta de que si puede estar viendo estas fotos es porque son amigos virtuales. Ella debió de pedirle que lo fueran. Él tiene 4.998 amigos, el límite que le permite Facebook. Nunca ha querido la página de personaje célebre.
Antes de apagar el ordenador, mira el muro de ella: está lleno de mensajes de pésame. Amigos o conocidos que no saben exactamente qué escribir. Amigos o conocidos que se dirigen a ella como si pudiera leer sus textos. «Descansa en paz». «Mis condolencias, Marina». «Al menos has muerto después de hacer lo que más te gustaba: ver teatro». «Hasta siempre, Marina». «Nos has dejado, Marina».
El resto de los mensajes recuerdan su simpatía, su abnegación; recuerdan que hacía los mejores bocadillos, que era la chófer de la compañía; la mejor apuntadora, se sabía los papeles de todos, no solo los de ella. Una de esas actrices aficionadas que no quería lucirse. Que sacrificaba su papel, si era necesario, con tal de salvar la función, cosa cada vez menos habitual.
Va bajando el cursor hasta el día de su muerte. En el muro está el último mensaje que ella escribió, aquella tarde. El último texto, de hecho, que debió de escribir en su vida, aparte de algún WhatsApp que quizá envió a su marido médico mientras hacía tiempo en el vestíbulo del Teatro Romea.
En el muro escribió que aquella noche iba al teatro. Como hace tanta gente anunciando en el Facebook los planes de futuro inmediato, sobre todo los del fin de semana; media humanidad esperando que llegue el viernes. Debía de estar muy animada: escribió que aquella noche los astros se habían conjurado —lo decía así, «se han conjurado»— para que tuviera una noche redonda.
Héctor tiene que respirar hondo. La respiración se le entrecorta.
Una noche redonda, escribió Marina Cuatrecasas. Ahora parece una broma de mal gusto.
A continuación argumentó el porqué: «Suave es la noche es mi novela favorita, os la recomiendo, y Héctor Amat un actor genial, como la copa de un pino. Sin duda, el mejor actor catalán de su generación».
Al día siguiente, viernes, a las once en punto, ante el número 1 de la calle de Gràcia, él llama al timbre del piso de Eugenia Llort. Esta noche la ha vuelto a pasar en el hotel, aprovechando la oferta de una semana de Ermengol. Ha tenido las cortinas corridas. Ni se le ha ocurrido asomar la nariz, a pesar de que se ha tomado tres o cuatro gin-tonics —no se acuerda exactamente— para intentar olvidar.
Tal como él había conjeturado, ayer por la noche Eugenia Llort volvió al Teatro Romea.
Eso significa que es una mujer responsable. Aunque debe de haberse enfadado después de haberlo pillado espiándola desde el hotel, no quiere dejarlo colgado. Sabe de sobra que él no podría seguir las representaciones de Suave es la noche sin verla sentada en primera fila. Y, a pesar de que sabe que a la larga su intención es dejar la carrera de actor, ella debe de querer que salga por la puerta grande, como Dios manda, después de haber terminado una obra, y no a media temporada, dejando a los compañeros sin trabajo —en Barcelona no hay actores suplentes—. La gran humanidad de Eugenia. Una mujer perfecta, sin duda.
Ahora Héctor llama al timbre, el del cuarto piso. Nervioso como un niño que hubiese cometido una travesura. Como siempre, ella le abre la puerta de la calle sin decirle nada; ya sabe que es él.
Héctor no le ha dejado ningún mensaje nuevo en el contestador y, por tanto, Eugenia debía dar por hecho que esta mañana volvería a la consulta. Y ella tampoco le ha dejado ningún mensaje en el contestador de casa anulando la hora de terapia. Desde el hotel, él ha llamado esta mañana a su propia casa para escuchar los mensajes. Un hábito antiguo, de antes de que se inventaran los teléfonos móviles.
Una vez arriba, le abre la puerta y lo recibe extremadamente seria.
—Buenos días.
Hoy en sus labios no ha dibujado una sonrisa afable. Hoy no le dice que va a la cocina a calentar agua para el té verde. Es más, por primera vez no lo invitará a tomar té: en el suelo no está la bandeja, ni las tazas de porcelana.
En cualquier momento, ella sacará el tema.
Seguramente hablará alto y claro, como Ruth, y le dirá: «Eres un idiota. ¿Lo haces a menudo, eso de espiar a las psicólogas? ¿Te da morbo? ¿Cuántos años me dijiste que tenías? ¿Cuarenta y cuatro? Más vale que te sigas dedicando al teatro, majo, porque, contrariamente a lo que pensabas, haces bien el numerito. Me dices: “Quédate conmigo”, y me vienes a espiar. O quizá ya has descubierto tu vocación. ¿Cómo lo llamaste? Ah, sí, que habías venido al mundo a mirar. Y empiezas mirando a la mujer que te ayuda a salir del atolladero. ¿No tienes nada mejor que hacer?».
Esto es lo que le diría Ruth. En lo que respecta a Eugenia, él no tiene ni idea. No la conoce tanto. Ahora se ha sentado y cruza las piernas, una sobre la otra; sus movimientos a cámara lenta. Permanece un instante en silencio, suele hacerlo. Él nota la taquicardia, respira hondo. Se siente pequeño. Nervioso y pequeño, como cuando en el colegio tenía que salir a la pizarra. La señorita está a punto de regañarlo.
—Héctor, tenemos que hablar —dice finalmente ella con rabia contenida.
Ya está. Lo que se temía. Cuando una mujer te dice: «Tenemos que hablar» es que algo va mal. Además, es un imperativo. Como cuando él le dijo: «Quédate conmigo». Pero él se lo pedía.
«Tenemos que hablar». Como si no hubiesen hablado. En la consulta no han hecho otra cosa que hablar. Sobre todo él.
«Tenemos que hablar». Una frase hecha, como la de Ruth cuando le dice: «Te voy a ser sincera» y él sabe que tiene que prepararse para lo peor.
Eugenia tiene la mirada perdida. Aunque aparentemente lo mira a él, está y al mismo tiempo no está, como el otro día a la salida del aparcamiento. Como una gata. Mira al vacío, ensimismada; el rostro inexpresivo.
Está alargando el silencio más de lo habitual. Héctor desvía ligeramente la mirada y ve, de fondo, el hotel. La mujer del servicio de limpieza está haciendo la habitación 514. Ya ha hecho la cama y ha retirado las copas de gin-tonic. Esta noche, mientras bebía con las cortinas bien corridas, le ha pasado por la cabeza, inmerso en un delirio alcoholizado, que tendría que pedirle a Eugenia que dejasen la terapia —no sería necesario, había pensado él; ya lo haría ella— y que comenzasen la historia que ya deberían haber empezado hace tiempo, o que, de hecho, ya habían empezado, aunque fuese como terapeuta y paciente, dado que debía de haber algo más entre ellos dos.
Los efectos del gin-tonic. La mente dispersándose en ramificaciones eufóricas.
Aun así, no debería descartar que ella quiera proponérselo ahora mismo. «Tenemos que hablar». ¿No podría ser en positivo, ese «tenemos que hablar»? Quizá ella quiere decirle que por fin ha ocurrido la transferencia y contratransferencia. Igual que entre el psiquiatra Dick Diver y su paciente Nicole.
Se da cuenta de que está haciendo las mismas conjeturas que haría cualquier enamorado. ¡Qué previsible, el enamoramiento! Siempre que no seas tú quien lo sufra. Existen esos periodos intermedios, de incertidumbre, en los que no te acabas de creer que gustes a la otra persona. Como cuando te dicen: «Gracias por trabajar tan bien». Un malentendido, también, el enamoramiento.
«Tenemos que hablar». Quizá ella está siendo sutil y dentro de unos instantes le proponga cenar esta misma noche, en el Bar Vienés. Quizá le confiese que va al Teatro Romea a ayudarlo, pero también que es una ayuda egoísta: lo que quiere es estar cerca de él cuanto más tiempo mejor. Y quizá le confíe que se siente halagada por el hecho de que él se haya tomado la molestia de pagar una habitación de un hotel solo para mirarla.
De repente, Eugenia cambia de postura.
Tenía la espalda rígida, y ahora respira hondo y mueve la cabeza de izquierda a derecha, para relajar las cervicales. Luego se acaricia el lóbulo de la oreja. Cuando se acaricia el lóbulo de la oreja es porque quiere cambiar de tema.
Finalmente le pregunta, sin nada de énfasis:
—¿Estás seguro de que quieres tirar la toalla como actor?
Pues sí, ha cambiado de tema. Mejor dicho, no ha llegado a sacarle el tema. ¿Cómo es posible? ¿Le parece bien que la espíe? ¿Pretende fingir que no ha pasado nada?
Él no entiende nada, si bien se siente aliviado.
No entiende el comportamiento de esta mujer, que, en efecto, es rara. Pero todo eso que se lleva él. Se quita un peso de encima. Ella debe de haber decidido que hará la vista gorda. Que le dará una segunda oportunidad.
Héctor contesta su pregunta.
Le contesta que, la verdad, no está seguro de querer tirar la toalla como actor. Ahora mismo se siente desorientado (habría añadido: no solo en ese sentido).
Le cuenta a Eugenia que ayer lo dejó tocado una visita que hizo a Nacho. Ahora que ya había vuelto al aparcamiento, ahora que ya había leído los recortes de periódico, que ya lo sabía todo, o creía que lo sabía todo, había ido a ver a Nacho. La intención era mostrarle su apoyo y decirle que no estaba solo: él también podía haber ayudado más y mejor a Marina C. Y así lo hizo. Se lo dijo. Y Nacho le respondió que él no estaba en condiciones de ayudar a Marina C. Pero lo que más le afectó fue lo que le dijo acto seguido: que la chica había muerto en sus brazos. Supone que este era el recuerdo que debería haberle venido en el aparcamiento, ¿verdad? Era eso lo que ella quería que recordase en el aparcamiento, ¿no?
—Sí, en efecto.
Por supuesto. Un recuerdo demasiado importante como para que te lo tuviesen que contar los demás.
—Después de que Nacho te lo dijera, ¿te ha venido alguna imagen?
No, ninguna imagen. ¿Hay algo que aún no sepa?
—No, ya lo sabes todo. Ya sabes que la chica murió en tus brazos. Ese era el principal recuerdo que tenías que acoger.
De acuerdo, gracias. Regresando a la cuestión de tirar la toalla como actor, Nacho le dijo ayer que la chica muerta, Marina C., venía a verlo actuar. Era una verdadera admiradora, tal como él ya sabía. Después de la visita a Nacho, en la oficina del Teatro Romea, entró en Facebook y echó un vistazo al perfil de ella. Y vio que a Marina C. aquella noche le hacía mucha ilusión ir al Romea y que lo definía a él como el mejor actor catalán de su generación. Y aquello lo dejó tocado.
—Continúa.
Tirar la toalla. No lo tiene nada claro. ¿Y si todo es una señal en sentido contrario? ¿Y si debe continuar siendo actor? La vida nos va dando señales. La cuestión es cómo interpretarlas.
Héctor continúa hablando durante lo que queda de hora. Repasa todas las señales. No solamente las de ahora, sino las de los últimos veintidós años. Los premios inmerecidos (que tal vez no eran tan inmerecidos). Los elogios, el hecho de que le digan que «trabaja muy bien». Quizá un buen actor es el que trabaja; el talento es una larga conquista. Quizá nadie genialoide llega nunca a nada. Hay rutina, en la actuación. Hay solo papeles que te sabes de memoria, y que tienes que recitar una noche tras otra. Las «emociones fuertes» que tanto le gustan a Ruth se desvanecen al cabo de dos, tres semanas, cuando cada noche estás haciendo lo mismo y el personaje ya no tiene ningún misterio.
Quizá sí que, en el fondo, es buen actor. Al menos los demás, el público, lo consideran así. ¿Debe continuar porque gusta a los demás? ¿Es una señal gustar a los demás?
Tendrán que continuar hablando sobre todo esto en las próximas consultas, porque se ha acabado la hora. Ha pasado volando.
Eugenia ha repetido todo el rato sus «continúa». Durante toda la hora lo ha mirado fijamente, y se ha evaporado de su rostro la rabia contenida con la que lo ha recibido. Debe de haberse olvidado del tema, momentáneamente. Ha hecho la vista gorda. Incluso ha habido un momento en el que ha hecho una pausa para ir a la cocina. «Prepararé un poco de té», ha dicho. Héctor temía que cuando volviese le sacase el tema y le repitiese: «Tenemos que hablar». Pero no.
Y él ha proseguido con la perorata.
Como hoy es viernes, representa que ahora deberían despedirse hasta el lunes. Ella irá a verlo al Teatro Romea hoy, mañana y domingo, y el lunes deberían verse de nuevo a las once aquí, en la consulta. Como siempre.
Y, en efecto, Eugenia es una mujer de lo más responsable, porque antes de despedirse le dice:
—El lunes seguimos hablando.