PRIMERA PARTE

Depende mucho de la psicóloga, demasiado. Pero eso no le viene mal. No solamente porque hoy por hoy no sabría qué hacer sin ella, ni podría mantener a raya los pensamientos ansiosos, ni podría actuar en el Teatro Romea, sino porque se siente atraído por ella, tal como se supone que le debe de pasar a la mayoría de los hombres que se ponen en manos de una psicóloga. Se llama Eugenia Llort, y la conoció hace casi dos semanas, la noche del asesinato. Desde entonces se ven cada día: una especie de terapia intensiva. Una hora por la mañana, en la consulta, y casi dos horas por la noche, en el Teatro Romea, adonde ella acude como si fuera una espectadora normal y corriente. Se sienta en primera fila, en la butaca número dos, que él puede ver desde cualquier punto del escenario.

—Iré por si acaso —le dijo al principio.

Y no ha dejado de acudir.

Por la mañana, en la consulta, lo que él tiene que hacer es recordar la noche del asesinato. No lo recuerda todo, ni mucho menos. Lo que más recuerda es la mirada de la víctima, Marina C., una mirada en la que no había rabia ni odio, sino desconcierto, como si la pobre chica no entendiera por qué le habían disparado ni por qué se estaba desangrando. Intuía lo que más tarde ha terminado por saberse: que todo fue un error. Según fuentes policiales, un error relacionado con un asunto de drogas. No era a Marina C. a quien querían matar.

La primera persona que él, Héctor Amat, ha visto morir en cuarenta y cuatro años. Hasta ahora los dramas los había vivido en el escenario. Con la salvedad de que no se puede decir que viviera un drama; únicamente fue un espectador involuntario. Pasaba por allí, salía de trabajar del Romea, había ido al aparcamiento Ciutat Vella a buscar el coche para volver a casa. Tuvo suerte, no resultó herido (al menos físicamente).

Al cabo de un rato, no recuerda si mucho o poco, cosa que en estos momentos le preocupa, porque cree que debió llamar a urgencias inmediatamente (pero ¿cómo podía llamar, si no tiene teléfono móvil?), al cabo de un rato llegó Eugenia Llort. Era su primera guardia como psicóloga de emergencias. Lo acompañó. Lo apaciguó con sus manos blancas, venosas.

Desde aquella noche se siente desamparado ante la realidad. Tiene ansiedad. La ansiedad, de hecho, está ahí desde hace tiempo, pero hasta ahora no la había llamado así. No había puesto nombre a unos síntomas —la opresión en el pecho, el ritmo cardiaco acelerado— que la visión del asesinato ha multiplicado por diez, por cien.

Hasta ahora había oído hablar de la ansiedad, como todo el mundo, pero la relacionaba con personas nerviosas (y el suyo era un temperamento más bien tranquilo). Hasta ahora pensaba que la ansiedad era el nudo en el estómago al subir el telón. O bien que los ansiosos eran los otros, los actores histriónicos, de un carácter eruptivo. Actores desequilibrados. Y él, que se vanagloriaba de muy pocas cosas —tan solo de haber interpretado a lo largo de veintidós años algunos papeles de manera digna—, se veía a sí mismo como un hombre equilibrado, con los pies en la tierra.

Ahora ha perdido el equilibrio. No solo mental, también físico. No sabe exactamente si tiene mareos o vértigo, no sabe si es él quien da vueltas o lo de afuera. Por suerte estos días interpreta un personaje que bebe más de la cuenta, y los espectadores creen que sus andares torpes son intencionados, hasta el extremo de que lo aplauden. Tiene su gracia —por no decir que es patético— que a él, que es abstemio, lo aplaudan por interpretar a un tipo que no sabe beber.

El problema grave es el miedo. Eso es harina de otro costal. Según la psicóloga Llort, su sistema nervioso primitivo se ha vuelto hipersensible: intuye peligros donde no los hay. En la calle, mientras va andando, tiene miedo de abalanzarse sobre la gente. Y se pasa toda la tarde temiendo sufrir, por la noche, un ataque de ansiedad en mitad de la función ante cientos de espectadores. Como le ocurrió al también perfeccionista Daniel Day-Lewis. En 1989, mientras interpretaba Hamlet en el National Theatre de Londres, Day-Lewis comenzó a tener convulsiones y a llorar. No es cierto, como se ha especulado, que viera el fantasma de su padre. Sufrió un ataque de pánico, se marchó corriendo, dejó la representación a medias y desde entonces no ha vuelto a hacer teatro.

Si Héctor tuviera un ataque de pánico a media función, tendría que pedir la baja. Pero en Barcelona, a diferencia de Londres, no hay actores suplentes. En caso de que él se cogiera una baja, la obra que representa actualmente en el Romea, Suave es la noche, se tendría que suspender.

Va tirando gracias a la psicóloga. La ve como una especie de entrenadora personal, o una psicóloga de cabecera. Una psicóloga que, por la mañana y por la noche, lo protege de sí mismo, de sus pensamientos ansiosos. Y no porque él se lo haya pedido, no por un capricho de actor, sino porque ella, hoy por hoy, tiene pocos pacientes en la nueva consulta y puede ofrecerle su apoyo en cualquier momento.

La psicóloga Llort, la espectadora Llort. Provista de todas las virtudes: recta, disciplinada y, al mismo tiempo, con una gran dosis de humanidad. A veces, para sí mismo, la llama «la mujer perfecta», dado que siempre encuentra la actitud y las palabras oportunas para cada ocasión, sin retraerse ni excederse. Se agradece un poco de contención, por contraste con la desinhibición verbal y corporal de la que la mayoría de los actores y actrices hacen gala. En el transcurso de una conversación pasan de la inanición y el desmayo a la patochada y la histeria.

Él se pregunta hasta qué punto es eficaz la terapia o la terapeuta. La afabilidad exquisita con la que lo trata. La afabilidad: un medicamento que va liberando su principio activo.

O quizá lo efectivo es la manera en que lo escucha. Las parejas que él ha tenido hasta el momento —la mayoría actrices salvo la última, Ruth, periodista que ahora quiere ser su «mejor amiga»—, las parejas que él ha tenido hasta el momento no lo escuchaban tanto. Escuchan más bien poco, las actrices. De hecho, hoy en día poca gente escucha. Las mentes sobrecargadas de estímulos: desde el escenario se ven las pantallitas de los teléfonos móviles encendiéndose, apagándose.

Eugenia Llort lo escucha con un aprecio sincero, como si fuese una amiga, o una conocida que deseara ser amiga y que se interesara por él. Una buena entrevistadora: también parece eso. De vez en cuando salen de la consulta y pasean para que él vaya perdiendo los miedos y los vértigos. Entonces, como le aburre hablar de él, se permite alguna salida de tono, alguna exageración, y ella ríe, lo toma del brazo. Así pues, hay complicidad. Ella se ha pintado los labios y se ha arreglado con trajes elegantes de tonos amarronados, grises; la raya de los pantalones, impecable. Usa perfumes franceses. ¿Se arreglan tanto las psicólogas? ¿Y si se arregla para él?

Es inevitable que haga este tipo de conjeturas: el personaje que interpreta en el Teatro Romea, Dick Diver, es un psicólogo que abandona su carrera después de enamorarse de una paciente. Y a pesar de que la situación de Héctor no tiene nada que ver con la de Dick Diver —para empezar, él es el paciente—, no puede evitar fantasear con todo lo que podría dar de sí una aproximación a Eugenia Llort. Si es que este acercamiento no se está produciendo ya. Si es que no hay algo más entre ellos dos.

Es consciente de que ahora la prioridad es otra: dejar de tener miedo, recuperar la normalidad. Pero ¿acaso las fantasías no forman parte de la normalidad? ¿No forma parte de la normalidad sentirse atraído por la mujer a la que le abres tu mente? ¿Hay algo más íntimo que abrir la mente a alguien? ¿El sexo? Hoy en día, desde luego que no. En el escenario debe haber poco sexo; queda maquinal, ridículo.

Se despiden a las doce del mediodía, y por la noche se vuelven a ver, aunque en otro contexto —en el Teatro Romea—, en el que ya no pueden charlar. Ella se sienta como si fuese una espectadora más, en primera fila, en la butaca número dos. Mientras él actúa, cuando finge que está ensimismado, aprovecha para mirarla de reojo. Teóricamente, él actúa para doscientos espectadores, a veces trescientos, incluso cuatrocientos; pero, en función de cómo está sentada ella, de si la oye reírse o toser —cosa que, en el Romea, un teatro pequeño, es fácil que suceda—, en función de las reacciones de ella, él matiza la interpretación.


—Iré al Teatro Romea por si acaso —le dijo ella el primer día de terapia.

Y no ha dejado de acudir.

Los compañeros bromean acerca de su «admiradora» —así la llaman—, a pesar de que saben muy bien que él no tiene muchas admiradoras. Solamente ha protagonizado dos series de televisión. No ha hecho películas, ni ha «triunfado» en Hollywood. Últimamente se dedica de manera exclusiva al teatro. Quiere tener al público enfrente, sentirlo reír, respirar; el público como un todo. ¿Qué gracia tiene actuar ante una cámara? Además, le desagrada el proceso industrial de las series: se hacen como salchichas.

«¿Qué tal con la nueva admiradora?», le preguntan los compañeros con un tono jocoso. Otro punto a favor del teatro: esa sensación de equipo, el compañerismo, los abrazos. Nada de encerrarse en una caravana a la espera de la siguiente escena.

«¿Qué tal con la nueva admiradora?». A sus compañeros les intriga que la psicóloga esté allí día sí, día también. No obstante, la terapia no tiene nada de extravagante, es la que se suele hacer en estos casos. El primer día, la psicóloga Llort le dijo que seguirían los mismos pasos que si tuviera miedo a volar. En ese supuesto, irían juntos al aeropuerto del Prat y pasearían por dentro de un avión que no tuviera que despegar. Luego cogerían juntos un vuelo, dos, tres, los que hicieran falta.

—Y no tendrías que preocuparte —añadió con voz firme—. Yo estaría sentada a tu lado.

No tendría que preocuparse. Se le quedó grabada esa frase. Como si, en lugar de una psicóloga, fuese un ángel de la guarda.

En efecto, estuvieron paseando por la Rambla y por la calle del Hospital, entraron en el Romea, vacío en aquel momento, y caminaron por allí, como si se tratase de un avión que no tuviera que despegar. Al cabo de un rato, él recuperó la seguridad para actuar. La seguridad en los propios recursos: la había perdido.

Aquel día, el domingo, el día después del asesinato, se había desvelado cuando llevaba cuatro horas durmiendo. Había tenido el primer flashback, la mirada de la chica malherida, llena de desconcierto. No era la primera vez que había visto a aquella chica, eso estaba claro. Aquella cara le sonaba de algo, pero no sabía de qué. Ni lo sabe aún. La amnesia: una parte de su cerebro quiere protegerlo y guarda bajo llave algunos recuerdos.

Él había permanecido con la chica durante un buen rato, pero no recordaba si había perdido el conocimiento, lo que debía de querer decir que sí. Vaya manera de ayudar a la pobre chica, desmayándose. No obstante, era la primera vez que veía una muerte violenta. Hasta entonces, la muerte solo había sido una herramienta, en el escenario, para alimentar la imaginación de los vivos. Los asesinatos formaban parte de la sección de sucesos —¿aún existía la sección de sucesos?— de los periódicos que ya no leía. Desde hacía medio año tampoco tenía teléfono móvil, y había dado de baja la línea ADSL. Demasiadas interrupciones, demasiados estímulos. Él no se consideraba un artista, sino un currante. «Trabajas muy bien» era el elogio que más le repetían sus seguidores. Bien o mal, trabajaba mucho. Se pasaba semanas, meses, metiéndose en la piel del personaje. Y para conseguirlo necesitaba aislarse del mundo exterior, vivir en una especie de burbuja. Su mente limitada tenía que estar libre. Antes lo conseguía sin mucho esfuerzo. Ahora todo eran distracciones. Las conciencias de la población como un continente invadido por las nuevas tecnologías.

A media mañana del domingo había sonado el teléfono fijo. Lo llamaba aquella mujer tan amable que la noche anterior lo había ayudado en el aparcamiento a rehacerse del crimen y que —en ese preciso momento acababa de enterarse— era psicóloga. Él no sabía que hubiese psicólogas que acompañaban a las ambulancias. ¿Eran de la seguridad social? ¿No recortaban psicólogos, con la crisis? Una llamada de seguimiento. Se llamaba Eugenia Llort y quería saber cómo se encontraba. Luego le había dado su número de teléfono. Él le había agradecido la llamada mientras pensaba que no necesitaba para nada una psicóloga. No había sufrido ningún daño, no necesitaba ayuda psicológica, nunca la había necesitado: sus heridas psíquicas, las de un hombre normal y corriente, las exteriorizaba encima del escenario. Además, acudir a un psicólogo habría supuesto analizarse, y él no quería mirarse el ombligo: los interesantes eran los otros. Nunca antes en la historia se había dado tanta importancia al yo: lo que me gusta, mis amigos, lo que pienso, lo que siento. En el escenario tienes que desprenderte del ego. Si no, te estás interpretando a ti mismo.

Después de comer había cogido el metro para ir al centro a trabajar, al Teatro Romea, y había sido precisamente mientras bajaba por la Rambla cuando lo había asaltado aquello. Una fuerte opresión en el tórax. Palpitaciones. Le costaba respirar.

¿Estaba sufriendo un ataque al corazón? ¿Se estaba muriendo? Nunca había experimentado nada parecido. La sensación era de irrealidad. La visión de lo que había a su alrededor —los peatones, los puestos de flores, los quioscos—, todo se desdibujaba como una acuarela mojada.

No recordaba cuántos minutos había permanecido sentado en el suelo, en medio del gentío. Cuando se había visto con fuerzas para levantarse, había ido a una cabina para llamar a la psicóloga, si bien es verdad que mientras la llamaba estaba pensando que debería ir a urgencias, que aquello no había sido nada de tipo psicológico.

Al poco rato se habían encontrado en Canaletas. Una mujer más alta de lo que recordaba de la noche anterior. La suya era una belleza indómita; los ojos oscuros, directos. Pero parecía querer compensar aquel físico intimidante con un aire tímido, alusivo.

Él le había contado lo de la sensación de irrealidad, de acuarela mojada. Era actor y al cabo de menos de dos horas tenía que actuar, no podía dejar la función, estaba acostumbrado a trabajar con gripe, con fiebre, con dolor de muelas. En Barcelona no había actores suplentes.

—No te preocupes —dijo ella—. Yo te acompañaré al Teatro Romea.

Como si aquel fuese el medicamento que pudiera aliviarlo: que lo acompañasen. Que ella lo acompañase.

Mientras paseaban Ramblas abajo, le había explicado con un tono de voz pedagógico que no había sufrido ningún infarto ni había estado a punto de morir. Sí, era lógico que se hubiera asustado; pero una crisis de ansiedad no era algo grave. Lo importante era que hiciese lo que tuviera previsto, que no dejase de hacer nada por miedo. Y fue allí, justo en la esquina de la calle del Hospital, donde él se dio cuenta de que en efecto tenía miedo. Miedo del miedo. Miedo de volver a sufrir aquello que no se parecía a nada. ¿Cómo es que a él le había dado tan fuerte?, pensaba mientras seguía caminando, poco a poco. ¿Cómo es que había hombres para los que los ataques de ansiedad eran pura rutina? Que los dejaban pasar y que después continuaban la actividad que tenían entre manos. Los hombres no hablaban mucho de los ataques de ansiedad. Más bien los ahogaban en alcohol. El macho ibérico, por descontado, no los sufría. Eran las mujeres, las mujeres actrices, las que convivían con los ataques de ansiedad como quien convive con una enfermedad crónica. Él, ahora que pensaba en ello, no sabía nada de la ansiedad. ¿Era una enfermedad? ¿O quizá era el preámbulo, el preestreno de la enfermedad? Hasta ahora creía que la ansiedad era el nudo en el estómago de cuando subía el telón. Eran los otros, los actores histriónicos, desequilibrados.

Ahora el desequilibrado era él. Estaba mareado, tal vez a causa de la respiración entrecortada. O quizá no le llegaba suficiente oxígeno al cerebro. La psicóloga debió de notar su paso oscilante, porque lo cogió de la mano. Antes le había pedido permiso: o era muy educada o no quería asustarlo.

—Te cojo la mano, ¿de acuerdo?

Así habían entrado en el Teatro Romea, cogidos de la mano, como si estuviera convaleciente y no pudiera valerse por sí mismo. Por suerte, aún no había espectadores. Se dirigieron al bar, él pidió un agua, pero fue incapaz de tomar un sorbo. Su actitud era de perplejidad. ¿Tan grave era aquello? ¿Tan frágil era él? ¿Dónde estaba su firmeza ante la adversidad? La firmeza del hombre que no perdía los nervios antes de un estreno, cuando toda la compañía estaba histérica.

Los siguientes minutos habló ella, con suavidad, casi con ternura. Fue entonces cuando le explicó que procederían de la misma manera que en el caso de que tuviera miedo a volar. El tratamiento se llamaba cognitivo-conductual. Pasearían por el escenario, aprovechando que aún no había ningún espectador. Él no tenía que preocuparse por nada; ella estaría a su lado en todo momento. En otras circunstancias él habría pensado: «Qué creído se lo tiene esta mujer, que está convencida de que con ella al lado se me pasarán todos los males». Pero entonces se encontraba atenazado por el miedo.

Pasearon por el escenario, donde solamente estaba el técnico de iluminación preparando la luz rabiosa de la primera escena, que transcurre en una playa de la Costa Azul. Fueron al camerino, que debía de ser el primero que ella pisaba en toda su vida, ya que dijo que las bombillas blancas de los espejos eran como las de las películas. Iba soltando comentarios de este tipo —«¿Vosotros os maquilláis?»; «¿No tenéis maquilladora?»—, como si quisiera distraerlo de sí mismo, de sus pensamientos ansiosos. Aun así, eran comentarios sinceros: una mujer de una edad indefinida de entre treinta y cinco y cuarenta años que no había perdido la capacidad de sorpresa.

Cuando llegó el momento de empezar la función, como ella no podía seguir a su lado («Quedaría muy bien a tu lado, mientras actúas —dijo con sorna, para quitar hierro a la situación—; teatro experimental, podríamos llamarlo»), pactaron que se sentaría en primera fila. Justo en el centro, al lado del pasillo, en la butaca número dos, que se veía desde cualquier punto del escenario.

—Creo —le dijo con aquella educada contención suya, con modestia, como dejando claro que no quería colgarse ninguna medalla—, creo que el hecho de saber que puedes contar conmigo, pase lo que pase, te ayudará a hacer la función.

Y así había sido.

La psicóloga Llort, la espectadora Llort.


Al día siguiente a las once se vieron en la consulta —donde Héctor se encuentra ahora mismo haciendo tiempo—. Una consulta de seguimiento, igual que el día anterior había tenido lugar la llamada de seguimiento.

La psicóloga Llort le pidió que intentara describir, con el máximo detalle, cómo se había sentido el día antes en la Rambla.

Él lo hizo, y concluyó que aquello no era del todo nuevo. El ataque de ansiedad sí, pero la sensación de mareo, la opresión en el pecho, la taquicardia hacía tiempo que las arrastraba. Nunca les había hecho mucho caso. De hecho, nunca había pensado que fuesen síntomas que tuvieran relación entre ellos. La sensación de mareo la atribuía al calor, o al hecho de que quizá tenía la tensión baja. Y la opresión en el pecho y la taquicardia, a los nervios.

Era ahora cuando formaban un todo. Se habían multiplicado por diez, por cien.

Solía pasar, le dijo la terapeuta. La visión del asesinato había sido un desencadenante, como el catalizador de una reacción química. Y más si aquella chica le sonaba de algo.

¿De qué le sonaba?

Ni idea.

Tendrían que trabajarlo, había dicho la terapeuta. Él debería intentar recordar de qué le sonaba la chica. También el mayor número posible de detalles de la noche en el aparcamiento.

—¿Qué recuerdas exactamente? —le preguntó.

Y mientras él contaba la secuencia del asesinato en el aparcamiento, tuvo su segundo ataque de ansiedad.

Y la terapeuta regresó, por fuerza, al papel de cuidadora. Le entregó una bolsa con el fin de que respirara dentro y equilibrara así el oxígeno y el dióxido de carbono. Había hiperventilado, pero, según ella, al cabo de pocos minutos ya estaría bien. Era necesario que tuviera bien presente que no había ningún peligro.

Lo miraba con sus ojos comprensivos. Ojos pendientes de un hombre avergonzado. Acercó la butaca a la de él y continuó hablando con un tono de voz dulce. Su sistema nervioso primitivo, el sistema que nos había permitido sobrevivir como especie, tenía un exceso de celo. Intuía peligros donde no los había. Aquel día no, porque era un lunes, su día festivo, el día en que los teatros cerraban; pero al día siguiente ella volvería al Romea.

—Iré por si acaso.

Y había ido.

Y él había vuelto a salvar la función.

Nada que ver con las supersticiones de los actores, como las flores amarillas en el camerino, o el hecho de desearse «mucha mierda». Se había tratado más bien de una cuestión médica. Si hubiera sido un enfermo del corazón, si hubiese sufrido un infarto y tuviese miedo de sufrir otro en plena función, ¿verdad que habría actuado mejor sabiendo que tenía un cardiólogo en primera fila, pendiente de él? Pues eso.

Y después de aquel martes, había repetido la dinámica una noche tras otra.

Hasta hoy. Por si acaso.

No es ninguna superstición ni ningún capricho de actor. Los hechos hablan por sí solos: cada tarde, después de comer, nota una opresión en el tórax, la respiración entrecortada. Como un mecanismo automático, sin que él lo haya provocado con ningún pensamiento negativo. Si bien durante el resto de la tarde los pensamientos negativos van apareciendo: el miedo a volver a la calle del Hospital, la calle del aparcamiento, la calle del asesinato de la pobre chica, la misma calle del Teatro Romea. Si él actualmente trabajara, pongamos por caso, en el Teatro Nacional, en la otra punta de Barcelona, quizá no tendría este tipo de temores anticipatorios. El miedo a pinchar, a no estar a la altura, a tener un ataque en plena función y no saber qué hacer. No poder recurrir a la técnica, el temor a olvidarse de una réplica, a tener ganas de desaparecer, de salir corriendo; miedo a echarse a llorar; qué exageración, qué enfermiza es la ansiedad. Se acentúa durante la tarde a medida que él va escuchando a su cuerpo. Y no sabe hasta qué punto él mismo la acentúa escuchándolo demasiado. Tres horas antes de la función, cuando coge el metro para ir al centro de Barcelona, de repente se da cuenta de que está temblando, empapado en sudor. No obstante, sigue adelante, tal como Eugenia Llort le dijo que hiciera. A veces en mitad del gentío del vagón tiene claustrofobia, pero, según la psicóloga, es normal. Los síntomas se mezclan con los de otras patologías, y la claustrofobia es uno de ellos.

Todo cambia antes de comenzar la función, en el camerino. Contrariamente a lo que habría imaginado, los nervios van a menos. Tal vez tiene que ver con el espacio; el camerino como un refugio. Quizá es lo que Eugenia Llort dice que en psicología se llama efecto santuario: lugares, personas que calman a los ansiosos.

Se lo dijo el otro día, mientras paseaban.

—Sí, existen las «personas santuario». No te rías —dijo ella riendo también.

Personas y lugares «santuario» que eran claves a la hora de diagnosticar la ansiedad. El sistema de salud público tardaba un año y medio en diagnosticarla. Al enfermo le hacían todo tipo de pruebas, hasta que los médicos lo descartaban todo. Y solo entonces diagnosticaban la ansiedad. Según la psicóloga Llort, sería más sencillo si preguntasen al enfermo si había lugares o personas que lo calmaban. Ninguna otra enfermedad dependía de quién tenías cerca.

Bajaban por los Jardinets de Gràcia, charlando en mitad del bullicio de los coches. La mañana era soleada. El cielo era de un color azul pálido. Hicieron una especie de parada técnica enfrente del Cine Casablanca, que había cerrado hacía poco, ahogado por las deudas.

—¿Estás bien? —le preguntó Eugenia Llort. Y prosiguieron hacia los jardines del Palau Robert.

Pasearon entre las palmeras, los helechos, los nísperos. Solo había madres y criaturas. Y loros, muchos loros.

—Celebro ser tu espectadora santuario —le dijo ella. Y volvieron a reírse.

Uno de esos momentos de complicidad.

Luego, mientras continuaban caminando, como él iba mirando al suelo para no perder el equilibrio, se fijó en uno de los rótulos del parterre: Agapanthus africanus, también llamada, según el rótulo, flor del amor. Héctor no hizo ningún comentario. Ninguna broma sobre el tema del amor. Si había algo más entre ellos, ya iría saliendo sin necesidad de forzarlo. Ni de hacer chistes fáciles.

La psicóloga Llort, la espectadora santuario Llort. Cada noche, en cuanto la ve llegar al Teatro Romea, cosa que suele suceder hacia las ocho y media, Héctor comienza a sosegarse. A ella no le ha surgido ningún imprevisto, ninguna guardia de emergencias como la de la noche en que se conocieron. El pulso de él se desacelera. El ritmo cardiaco vuelve a ser el habitual de antes de una función. Es decir, hay tensión, aunque se trata de una tensión controlada. Malo sería que no notase el flujo de adrenalina antes de actuar.

Ve llegar a Eugenia Llort a través de un pequeño monitor que hay en el camerino. Un monitor en blanco y negro del año de María Castaña que en su día el gerente del Romea debió de hacer instalar para vanagloriarse de que el teatro contaba con tecnología punta. Hasta ahora él no había hecho mucho caso del monitor. No miraba qué espectadores habían ido o dejado de ir. El público era como un todo, casi abstracto. Tenía muy presente la lección de Peter Brook: el público era una especie de socio del que los actores tenían que olvidarse.

Ahora cada noche la ve llegar. Una mujer que va sola al teatro. Una mujer alta, angulosa, esbelta. Podría ser una actriz que va a ver a sus compañeros. De hecho, tiene la expresión severa que él asocia a las actrices francesas.

A través del monitor la ve llegar al bar y esperar a que el camarero termine de servir los últimos bocadillos, cafés, copas de cava. La ve pedir un agua y dirigirse al vestíbulo. La cuadrícula del suelo, en blanco y negro, vista a través del monitor, parece la de un tablero de ajedrez. Y allí en medio está ella, rodeada de espectadores que charlan, de pie junto al piano, sentados en los sofás rojos que en el monitor son grises. Eugenia suele echar un vistazo a las fotografías colgadas en la pared, las sesenta y cinco fotografías históricas del teatro. De repente, se oye la grabación a través del sistema de megafonía: «Bienvenidos al Teatro Romea. El espectáculo comenzará dentro de diez minutos».

Entonces ella entra en la platea. Se sienta en primera fila, en la butaca número dos. Coge la botella de agua, que coloca sobre sus piernas, cruzadas.

Y así de martes a domingo. El mismo ritual. La misma butaca.

Atiende a la función entera. Una espectadora agradecida. Y se marcha justo cuando empiezan los aplausos, por la puerta lateral, la que está al lado de la sastrería. Así se ahorra las colas de la salida.


Una espectadora agradecida, a pesar de que la pobre debe de saberse la obra de memoria: los diálogos, los tonos de voz, los errores, las expresiones de los actores cuando se despistan, cuando improvisan. A estas alturas, dos semanas después del estreno, el peligro es confiarse y cometer errores estúpidos. Eugenia Llort debe de detectarlos al instante. No obstante, la suya es una actitud generosa: va al teatro predispuesta a que le guste la función.

A veces ya la oye reírse en la primera escena, que tiene un punto cómico. Él ha salido al escenario vestido con un bañador de rayas rojas y una gorra de jockey. En una mano lleva un rastrillo y, en la otra, un tubo de crema bronceadora Ambre Solaire (en la época de la obra dejaba de estar de moda la piel blanca).

Pues bien, después de la primera réplica, que hace referencia a un rumor que circula sobre North: «Un personaje que habría secuestrado a un camarero con la intención de partirlo en dos», ya la oye reírse de buena gana. Una carcajada verdaderamente contagiosa: empieza ella y luego se añade el resto de los espectadores.

Ayer la oyó reírse cuando Nicole dijo que el apellido McKisko le sonaba a «sucedáneo de gasolina o de mantequilla».

Se ríe, también, porque él da risa. En el escenario, sus vértigos y mareos dan risa. Por no decir que dan pena.

La noche del estreno, cuando aún no sufría de vértigos, Ruth, su ex (ya se habían separado, pero ella seguía sin cortarse), le dijo:

—Seco como un árbol. Tengo que decírtelo porque, si no, reviento: este personaje te queda seco como un árbol.

El director, Ferran Madico, fue más diplomático y usó otro calificativo: metálico. El personaje le quedaba «metálico».

Pero al cabo de dos días tuvo lugar el asesinato, y, durante la función del día siguiente, el episodio del mueble bar. Y aquel episodio, quién lo hubiera dicho, hizo que él mejorase la interpretación. O, mejor dicho, que mejorase la acogida del público.

El mueble bar está situado en el centro mismo del escenario y es el punto neurálgico de una obra en la que los personajes no paran de beber vino Bujolais, champán, whisky. En realidad el whisky es zumo de manzana, si bien los actores lo saborean como si fuese Old Fitzgerald Bourbon, tal como señala la etiqueta. Durante los ensayos, el director Madico les había dado la siguiente instrucción:

—Vuestros personajes beben tanto que están por encima de la bebida.

Pues bien, el día del episodio del mueble bar, la actriz Laura Conejero, que interpreta el papel de Nicole, acababa de dar la réplica de los hombres brillantes que se destruyen a sí mismos. Él, o, para ser exactos, Dick Diver, le respondió, con un tono de ebria racionalidad, que los hombres inteligentes son los que siempre se mueven en el borde del abismo. Se bebió de un trago lo que debía de ser el tercer whisky, y fue entonces, en el momento en el que volvía al mueble bar para servirse otra copa, cuando perdió completamente el equilibrio. Durante unos segundos se sintió aéreo. Las botellas temblaban en la claridad ambarina. Suerte que Laura Conejero, rápida de reflejos, lo agarró. Si no, se habría caído de bruces. De hecho, se le cayó el vaso, que se rompió: el zumo de manzana salpicó el traje chaqueta de Coco Chanel de Laura y a él le dejó los pantalones hechos un asco, igual que si se hubiese meado.

Los espectadores aplaudieron más que en el estreno, con algarabía y ovación incluidas.

—Hoy no has estado por encima de la bebida —le dijo Laura, risueña, entre bastidores—. Más bien has estado por debajo.

Desde entonces, Héctor exagera su paso inestable. Camina como si cada paso fuese un experimento. Se está pasando, sabe que está siendo efectista. El autor de la novela en que está basada la obra, Scott Fitzgerald, no debía de querer que Dick Diver perdiese el equilibrio de aquella manera, a pesar de que bebe como una esponja. Dick va por mal camino, pero durante buena parte de la obra debería ir sin perder la templanza.

Recuerda que Ruth, desde el primer día, se mostró escéptica ante el hecho de que aceptase ser el protagonista de Suave es la noche.

¿Quién era el protagonista? Un psiquiatra idealista, encantador, dotado de una inteligencia lúcida. Lo llamaban Dick el Afortunado. Lo tenía todo para convertirse en un Freud norteamericano. Trabajaba en la clínica Dohmler, cerca del lago de Zúrich. Hasta que se enamoró de una paciente esquizofrénica y rica, Nicole Warren, se casó y se fue a vivir con ella a la Costa Azul francesa. Aquello era la felicidad. Pero se dejó seducir por el glamour, por el lujo —y por una adolescente llamada Rosemary Hoyt—, y todo se fue al garete. El exceso de alcohol fue una de las causas, quizá la causa principal, del declive. En la obra de teatro del Romea pondrían énfasis en los problemas de Dick Diver con la bebida. Si bien, durante buena parte de la función, la bebida no sería un problema, sino la metáfora, la representación visible de una forma de vivir libre, irresponsable.

—¿Puedo serte sincera, Héctor? —le preguntó Ruth una noche, cuando él acababa de empezar con los ensayos (todavía no se habían separado). Había llegado a casa preocupado: había algo en el personaje que se le escapaba.

Ruth acababa de cenar una pizza vegetariana y estaba en el sofá, medio adormilada. Una chica menuda, de cuerpo compacto, intranquila como un pájaro. Llevaba una camiseta desgastada y vaqueros raídos.

—Pues te seré sincera —dijo Ruth con su voz áspera, de textura arenosa, de exfumadora—: este personaje no te va nada.

Tenía razón. Para empezar, él no bebía alcohol. Se lo prohibió cuando era joven. Si bebiera, al día siguiente sería incapaz de trabajar bien. A diferencia de Dick Diver, o de Scott Fitzgerald —ahora no recuerda cuál de los dos—, que, con su inteligencia de primera clase, al día siguiente era capaz de tener dos ideas opuestas en la mente y al mismo tiempo conservar la capacidad de funcionar.

Además, él tenía miedo del mal alcohol. Miedo a perder el control y a hacer el ridículo, una creencia que, según Ruth, no cuadraba con un hombre que, en cierto modo, se ganaba la vida haciendo el ridículo. También tenía razón, Ruth. Aunque le faltaba añadir que el «ridículo» de él en el escenario estaba aceptado socialmente. Incluso cobraba por hacerlo. Pero era un ridículo controlado. Cuerdo.

—He ahí el quid de tu problema —añadió Ruth.

Se refería a la cordura. El seny.

Su «problema».

No sabía Héctor que tenía un problema con la cordura.

La vida ya era bastante caótica: o le ponías un poco de seny, o te llevaría por mal camino. En cualquier caso, quedaba claro que Ruth se estaba distanciando de él. Su templanza, que cinco años antes, cuando empezaban a salir, veía como una virtud, ahora se había convertido en un defecto. Tal vez era un hombre demasiado estable y, consecuentemente, previsible. Y quizá el amor, como la física, necesitaba una dosis de incertidumbre. Ruth anhelaba a un actor que en el día a día hiciese el papel de actor. Un hombre de emotividad y gestualidad desatadas, que de vez en cuando montase una escena y la distrajese de sus preocupaciones periodísticas. En el fondo, ella deseaba a un actor con mayúsculas.


Él no es en absoluto un actor con mayúsculas. Quizá hacemos lo contrario de lo que somos, igual que enseñamos aquello que necesitamos aprender. Y él es actor porque es tímido. Hace veintiséis años se matriculó en el Instituto del Teatro con el único objetivo de superar la timidez, tal como había leído en la desaparecida revista Escenas que había hecho Robert de Niro (a quien nunca ha llegado a la suela del zapato). No es el único actor tímido: ahora mismo le vienen a la cabeza Robert Duvall y James Franco. Y, por supuesto, Woody Allen. No es un mitómano, si bien tiene un único mito: Woody Allen.

Héctor se matriculó en el Instituto del Teatro porque durante toda la infancia y la adolescencia el infierno había sido salir a la pizarra. Cuando el maestro pedía un voluntario, él fingía que se le caía el bolígrafo, o se escondía, o de repente tenía que ir al baño. No soportaba tantas miradas clavadas. En el Instituto del Teatro había superado la timidez o, mejor dicho, había aprendido a no interpretar el papel de tímido. De hecho, ser actor es el trabajo más fácil del mundo. Todos somos actores, interpretamos todos los papeles de la obra. No somos los mismos en el trabajo que en el salón de casa, en una cena de negocios que en una cena con los amigos. Ser actor es el trabajo más fácil del mundo, siempre que los nervios no te bloqueen.

En el Instituto del Teatro aprendió a tener presencia encima de un escenario y por fin aprendió qué tenía que hacer con las manos, en vez de llevarlas siempre en los bolsillos. No hacía falta que gesticulase demasiado: como el carácter catalán era un poco adusto —les había explicado un profesor—, lo mejor sería que gesticulasen poco. También aprendió a desprenderse del ego sobre un escenario. En caso contrario, te estabas interpretando a ti mismo.

Esto le ha sido útil en la vida en general: en una época como la actual, en que se sobredimensiona el yo, lo que pienso, lo que siento, mis gustos, mis fotos, no concederte importancia a ti mismo supone un gran descanso. Mucha gente está preocupada por su importancia personal. Por la imagen que los otros tienen de ellos. Es como si hubiesen creado un yo ideal en su fantasía, a cuya altura tienen que estar. En este sentido, Facebook es un martirio. Porque nadie está a la altura del yo ideal que ahí se proyecta.

Naturalmente, si consigues darte menos importancia te quitas un peso de encima. Para empezar, no tienes que defenderte. Si te critican, no pasa nada. Si en Internet te insultan, qué le vamos a hacer. En eso discrepa de Ruth: ella «lucha» para evitar los insultos en Internet. La sacan de quicio los insultos en la sección de comentarios de la edición digital del periódico en el que trabaja.

A Héctor lo han insultado poquísimo, que él sepa. Y en ningún teatro le han lanzado tomates. Si llega ese día, procurará echarse unas buenas risas a cuenta de ello. Esto no significa que sea un irresponsable; al contrario: es responsable, y mucho, demasiado. Pero cultiva una especie de desapego hacia su yo actor. No porque sea un hombre evolucionado espiritualmente ni nada parecido, sino porque nunca ha tenido vocación. Cuando salió del Instituto del Teatro no tenía sentido embarcarse en otra carrera. Comenzó a presentarse a castings y, como los hacía relajado, porque a él no le iba la vida en ello, le fueron saliendo trabajos.

Consiguió un papel en una serie televisiva autonómica que transcurría en las claridades de plástico del supermercado de los Aiguadé. Actuó al lado de Josep Maria Flotats en Cyrano de Bergerac, si bien el público iba al Poliorama a ver a Flotats, y no a jovencitos como él. Aquel papel le abrió puertas, a pesar de que él no tenía nada en común con Flotats. Héctor formaba parte de la primera generación de actores catalanes que no impostaba la voz ni sobreactuaba.

Comenzó a recibir premios. Cabe mencionar que en Cataluña es habitual recibir premios inmerecidos: somos tan pocos que un día u otro te toca algún premio. Él, a lo largo de estos veintidós años, ha recibido premios municipales, nacionales y de la crítica, incluso el Serra d’Or. Recuerda con ilusión el Premio Butaca por el monólogo de vigilante de museo de Thomas Bernhard en Maestros antiguos. Y sobre todo recuerda el Premio Nacional por Walden o la vida en los bosques, de Thoreau, un monólogo que consiguió llevar a la Sala Beckett pero que, entre el público, pasó sin pena ni gloria, y que, por cierto, lo empujó a dejar de tener correo electrónico y teléfono móvil, un extremo que ahora mismo le preocupa porque tiene la duda de si en el aparcamiento podía haber ayudado más y mejor a la chica asesinada, Marina C.

Ha recibido muchos aplausos, por lo cual está sinceramente agradecido. No obstante, los aplausos, como los premios, forman parte del malentendido en el que se ha convertido su carrera. Mientras el público aplaude, experimenta lo que la terapeuta Llort llama una disociación. Como si aquellos aplausos no tuviesen nada que ver con él. Como cuando alguien se enamora de ti y piensas: «Aquí debe de haber un malentendido. Ve cosas maravillosas en mí que yo no tengo».

Él es un actor con oficio, y punto. La técnica puede aprenderla cualquiera. Después es cuestión de interiorizar el personaje, de estar bien dirigido y de ensayar mucho.

Y también es cuestión de no salir de fiesta. Cada noche, cuando termina, intercambia algunas palabras amables con los seguidores que lo esperan haciendo cola en el vestíbulo, les firma autógrafos, y se va a su casa, a leer. No es un buen actor, pero un buen lector sí. Y cuando acaba el trabajo, prefiere la compañía de un libro a las conversaciones vacilantes y vacías provocadas por el alcohol.

Tampoco soporta los humos. No solo el humo de tabaco. El de los humos de los actores es un tópico; pero él ha concluido que, si se ha convertido en un tópico, es porque es cierto. Actores que van por la vida de actores, todo afectación, y que te miran por encima del hombro. No son todos así, y sería injusto generalizar —los compañeros de Suave es la noche son majos; agradece su camaradería—, pero son muchos los que interpretan el papel de actores en su vida cotidiana. Las salidas de tono, las crisis existenciales, los vaivenes emocionales son su pan de cada día. Y a Héctor todo eso le da pereza.

En resumidas cuentas, estos días en que es un actor voluble (pero qué actor no lo es: siempre esperando una llamada, un trabajo, un guion, y luego hay que esperar la aprobación de los demás; una verdadera esclavitud, la aprobación de los demás), estos días, pues, en los que la ansiedad lo hace más voluble, dependiente de una psicóloga que lo ayuda a salvar las funciones, unos días en los que ya no le basta con lo que le ha permitido seguir adelante todos estos años (suerte tiene de la mandíbula, que le otorga un aire de consistencia: un periódico la caricaturizó hace años, cuando interpretaba el papel de Gloucester en El rey Lear, en el Teatro Lliure: «Una perseverancia como la de Héctor Amat necesita esta mandíbula», había escrito el periodista); estos días, pues, en los que solamente lo salvan los vértigos, se está planteando si la ansiedad no es una señal.

Una señal de que debería dejarlo.

Ser honesto consigo mismo y dar carpetazo al trabajo de actor, para el cual nunca ha estado dotado. Él no ha venido a esta vida a que lo miren, sino a mirar.


Ahora mira a través de la ventana de la consulta de Eugenia Llort. El resplandor amarillento del sol enciende el cristal. El cielo es de un azul perdido, casi blanco. Falta poco para las once. Viernes por la mañana.

Ha llegado antes de lo que es habitual, y la psicóloga Llort le ha dicho si no le importaría esperar mientras ella iba a la cocina a calentar agua para el té verde. Té verde sin teína: bastante alterado tiene él ya el sistema nervioso.

Esta consulta es todo serenidad, como sus manos, como ella. Eugenia Llort parece moverse a cámara lenta. Aquí, mientras lo escucha, suele contraer los músculos de la frente. Los músculos perfectos de sus piernas y sus brazos descansan inactivos.

La consulta es una de las habitaciones del piso que acaba de alquilar en la minúscula calle de Gràcia. Una de las pocas cosas que Héctor sabe de ella. Una terapeuta próxima, cómplice, que lo coge del brazo cuando pasean para que él vaya perdiendo el miedo, pero que sabe mantener la distancia clínica. Lo único que le ha confiado, como de pasada, es que hace poco que se ha separado de su pareja y ha cambiado de vida. Ha dejado la antigua consulta de la calle Muntaner y se ha inscrito en las guardias de emergencias del Colegio de Psicólogos. La de él fue su primera guardia. Qué suerte, piensa él. Podía haber caído en manos de cualquier psicólogo lacaniano, frío.

La psicóloga Llort. Ha dejado, pues, la antigua consulta de la calle Muntaner, que compartía con otros psicólogos, y ha abierto esta.

Una consulta minimalista, despojada de muebles y objetos. Lo único que rompe la armonía es un cojín rojo en un rincón. El resto es espacio vacío: ningún diván, ningún mueble ni ninguna mesita u objeto que obstaculice la visión del paciente, su postura. El cuerpo dice cosas que la palabra no dice. El suelo es de madera, con una capa de pintura blanca que le otorga una cualidad alpina. No hay cortinas: una consulta con vistas. (En este mismo edificio, aquí debajo, hay una guardería que se llama Tomavistas).

Justo enfrente hay un hotel, el Hotel Casa Fuster. Esta calle, la calle de Gràcia, es tan estrecha que el hotel está ahí mismo, a unos diez o doce metros. Y él cada mañana, mientras mira a Eugenia, ve las habitaciones como un decorado de fondo, cosa que no le viene mal, desviar la mirada de vez en cuando, interrumpir el contacto visual con ella, no ser tan descarado mirándola todo el rato. Y suele ver lo que ocurre en dos o tres habitaciones del hotel: turistas en albornoz, que se acaban de duchar, o que desayunan. Incluso puede ver los detalles: mermeladas, zumos de naranja, jamón con pan con tomate.

Ahora ve a dos turistas que deben de ser rusos, de piel rosada, de color de langostino cocido. Están haciendo las maletas. A punto de bajar a recepción para hacer el check out. Ellos deben de pensar: «¿Qué está mirando este?». Un hombre plantado ante la ventana. Si fuesen catalanes quizá lo reconocerían: «Aquel… ¿no es el actor?», «¿Qué hace ahí mirando como un bobo?»; «¿Qué hace un actor haciendo de espectador?».

Acude a menudo al Hotel Casa Fuster, a hacer sesiones fotográficas. El Bar Vienés, de estilo modernista, con los sofás granates, los techos altísimos, es uno de los lugares favoritos de los fotógrafos. Precisamente pasado mañana, domingo, tiene que volver, al acabar la función. Tiene una sesión de fotos para una entrevista que le hizo un periodista de The New York Times.

En un instante, llegará Eugenia Llort, con la bandeja y el té verde. Comenzarán recordando la noche del asesinato. A estas alturas ya han hablado mucho de la ansiedad, y Eugenia tiene poco más que añadir. Han dejado la teoría atrás y han pasado a la práctica: los paseos para que él vaya perdiendo los miedos. ¿Cuál es el resumen de la teoría? Pues que la ansiedad y el perfeccionismo son la cara y la cruz de la misma moneda. Que él, sin ser consciente de ello, ya era un hombre ansioso desde hace tiempo. A causa de su autoexigencia. Y el asesinato ha llevado los síntomas hasta el extremo. El ataque de ansiedad ha hecho que él fuera consciente de su rigidez. Aunque la psicóloga Llort no fue tan contundente, y se lo dijo en forma de preguntas.

—¿Crees que eres demasiado autoexigente?

Desde luego.

—Y ¿demasiado rígido?

Pues al parecer sí.

Esto ya está dicho desde hace días, y ahora lo que hacen es recordar la noche del asesinato. O, mejor dicho, la recuerda él. Ella le va dando paso con sus «continúa» (aquí la psicóloga es un poco seca). Recordar el asesinato: a su ex, Ruth, le parece «masoquista». Según Ruth, no tiene sentido recrearse en una cosa que ya ha pasado. En cambio, según Eugenia Llort, es necesario recordarlo. No solo para ver si a Héctor le viene a la cabeza de qué le sonaba la chica muerta, si antes había tenido algún tipo de relación con ella —según la terapeuta Llort, es normal que el cerebro borre recuerdos asociados a las personas implicadas en un episodio de estrés postraumático—, sino porque es preciso que vaya aceptando los recuerdos, «acogiéndolos», de manera que dejen de sacudirlo.

El objetivo final es que él haga su propio relato. Por eso Eugenia Llort, durante una guardia de emergencias, no es partidaria de inyectar tranquilizantes a las víctimas. Porque los tranquilizantes te impiden ver con claridad lo que sucede a tu alrededor. Y más adelante, en el futuro, no podrás hacer tu propio relato de ello. Y recordar uno mismo los detalles, sin que te los cuenten, se ve que es básico para superar el mal trago.

¿Qué recuerda él del asesinato? He aquí el relato que ha ido componiendo estos días.

Para ser sábado, el primer sábado que representaban la obra, el aforo del Teatro Romea estaba completo, a pesar de que jugaba el Barça. Los actores habían remontado el bajón del día anterior, habitual después de un estreno. Estaban animados por las críticas que aquel mismo día habían publicado los periódicos. Él no las había leído: desde que comenzara los ensayos se había aislado del mundo y estaba de «ayuno de noticias». Para ponerse en la piel de un personaje necesitaba aislarse. Si bien esta vez lo había llevado hasta el extremo. No solo no leía noticias, sino que se había dado de baja de la línea ADSL y había prescindido del teléfono móvil. Adiós a las distracciones, adiós a las interrupciones. Adiós a la negatividad que flotaba en el ambiente. Entre la prima de riesgo y los recortes parecía que se acercaba el apocalipsis. No, no podía permitir que le afectara aquel estado de miedo colectivo. Para parecerse a Dick Diver necesitaba incorporar en sí oscuridad y melancolía, pero también alegría y efervescencia. Dick Diver era capaz de contagiar excitación a todo el mundo —«con una intensidad que no era proporcional al motivo que la provocaba»— en la época de la Gran Depresión económica. Pero Héctor era mucho más limitado que Dick Diver.

No podía estar alegre rodeado de información negativa. Bastante sufría ya los recortes de los teatros públicos, de las productoras. Estas ajustaban los costes hasta el extremo de que una sola persona, como en el caso de Suave es la noche, tenía que ocuparse de la regidoría, del vestuario, de la sastrería. Bastante sufría ya las dificultades para cobrar de los ayuntamientos las giras atrasadas; la cultura desterrada al infinito. Las salas cada vez más vacías, un descenso del treinta por ciento de espectadores el último año; la peor temporada en Barcelona en veinte años. Ya era bastante lamentable la situación como para, encima, tener que consumir una información negativa que solamente empeoraría la interpretación del personaje.

Aquella noche, después de la función, los compañeros habían estado comentando las críticas. Él solo había escuchado. Los críticos destacaban la ambición de la obra, a pesar de los escasos recursos. Una escenografía minimalista, alejada de la suntuosidad de la novela. «Un Scott Fitzgerald low cost», afirmaba uno de los titulares. Un crítico elogiaba los vídeos que se proyectan contra la pared y que reflejan el jolgorio de los comedores de Villa Diana y del Hotel de Gausse. Según el crítico, los vídeos imprimían a la obra un ritmo de jazz band, alejado de la morosidad de la versión cinematográfica de Henry King.

Después de comentar las críticas, el técnico de sonido había propuesto salir de copas. Héctor había declinado amablemente la invitación. ¿Alcohol? No, gracias. Tenía tantas ganas de volver a casa que ni siquiera se había desmaquillado. En el rostro llevaba restos de maquillaje mezclados con la crema bronceadora Ambre Solaire. Se limpiaría con toallitas húmedas cuando parara el coche en algún semáforo. A la salida el conserje, Ciril, le dijo riendo que su cara era como la de una figura del Museo de Cera. Había sido la última vez que Héctor se había reído. De hecho, desde aquella vez, ahora que lo piensa, no ha vuelto a reírse.

La calle del Hospital estaba sucia y enmarañada, y el hormigueo humano era el habitual de un sábado por la noche: la música desbordando los bares, los jóvenes gritando, vociferando, con los vasos en la mano. Delante del aparcamiento Ciutat Vella, en la acera, se encontró con Nacho, el encargado, que había salido a fumar un cigarrillo. Un hombre pequeño como un pigmeo, Nacho. Su cuerpo estaba formado por una superposición de superficies redondas: la cabeza redonda, la barriga redonda y los muslos redondos. Tenía las facciones atormentadas, como si le hubiesen hecho la cara a puñetazos. Aun así era simpático, de una viveza extrema. Hacía esfuerzos para parecer pulcro, a pesar de que su aire era más bien desaliñado. Los pantalones se le caían, se remetía por dentro la camisa. Teóricamente aquella noche tenía fiesta, pero estaba sustituyendo al chico del turno del fin de semana, que se había puesto enfermo.

Tecleaba en el móvil y a la vez fumaba. Tenía los ojos vivísimos, Nacho. Le contó a Héctor que estaba chateando con su novia a través del WhatsApp. Comentaban el partido del Barça, que había ganado 4-5 al Deportivo. Un partido «loco», según Nacho, con un hat trick de Messi.

Se despidieron y, mientras entraba en el aparcamiento, pensó que a Nacho el monitor de ordenador que tenía en la garita de entrada también le servía para ver el fútbol. Un monitor con la pantalla dividida en cuadraditos; cada cuadradito, una cámara. Monitor que al cabo de pocos instantes captó el asesinato.

Justo cuando llegó al coche, le pareció escuchar dos estallidos fuertes, graves. Pensó: «Se han pasado», creyendo que lo que acababa de escuchar era el sonido de petardos. Ya los había oído antes, mientras hablaba con Nacho. En Canaletas debían de estar celebrando la victoria del Barça. «Se han pasado», pensó, y luego pensó que quizá había sido Nacho quien había soltado aquellos truenos, aprovechando que estaba en la calle, excitado. Escuchó el tubo de escape de una moto de gran cilindrada. Y la siguiente imagen ya fue la de la chica. Una chica pelirroja de pelo largo tumbada en el suelo, a unos veinte metros. De entrada, como iba muy bien vestida, un vestido amarillo y vaporoso de entretiempo que dejaba sus hombros al desnudo (en el omóplato llevaba unas estrellas tatuadas), Héctor pensó que debía de volver de una cena o de una fiesta y que debía de haber tropezado. Que se había hecho daño y no podía levantarse. También pensó, por primera vez, que aquella cara le sonaba. No sabía de qué. Le solía pasar con las caras. No solo porque tenía poca memoria visual, sino porque cada día veía tantas caras, las del público, que se había acostumbrado a no fijarse en ellas. El público como un todo, casi abstracto. ¿De qué le sonaba aquella chica? Dejó de lado las cavilaciones cuando vio sangre en el estómago. Entonces lo entendió todo con una claridad meridiana: los petardos que no eran petardos, la moto de gran cilindrada huyendo.

Estos días aquí en la consulta lo ha recordado, con pelos y señales. Ha recordado el temblor de los hombros de la chica. El tatuaje. Ha recordado sus labios, de un rosa pálido. Que respiraba con lentitud. Y ha recordado, desde luego, la mirada llena de desconcierto. No recuerda nada más. He aquí el problema: en su memoria existe un vacío de unos minutos, o quizá horas. Se dice a sí mismo que vio morir a la chica, pero en realidad vio a la chica malherida. No la vio morir, no vio que se le cerrasen los párpados.

Tampoco recuerda cuánto rato transcurrió hasta que llegó la ambulancia. Y teme que aquel lapso de tiempo fuera demasiado grande.

Esta noche en casa no ha dejado de darle vueltas. Se ha desvelado más de una vez. Su mente se ha vuelto ansiosa. Y ahora que ya no está tan preocupada por los mareos, necesita otros motivos de preocupación. Esta noche no ha dejado de pensar en la llamada. ¿Quién hizo la llamada a emergencias? ¿Cuándo? ¿Cuánto tardó en llegar la ambulancia?

Ahora quiere planteárselo a la psicóloga Llort.

Precisamente el último recuerdo del aparcamiento es el de ella. Héctor aún no sabía su nombre, ni siquiera sabía que era psicóloga. Estaban en el rincón del ascensor, un sitio «de seguridad», como le ha contado después, en el que él tuviera la certeza de que no volvería a ver nada parecido a lo que acababa de presenciar. Él tenía los pantalones manchados de sangre. Hubo un momento en que creyó que aquella mujer le miraba la sangre de los pantalones: en realidad observaba los pequeños temblores, espasmos, que emanaban de sus rodillas. Lo apaciguó con sus manos blancas, venosas.


Ahora en la consulta vuelve con el té verde sin teína. Tiene cara de sueño. Debe de estar cansada, debido a que va al teatro cada noche. Hoy el té verde lleva trozos de piña y polvo de aloe vera.

—Muchas gracias —le dice Héctor—. Y gracias, una vez más, por la risa de ayer.

El público de ayer era frío. Dejó de serlo gracias a la risa contagiosa que Eugenia soltó cuando Nicole dijo que el apellido McKisko le sonaba a «sucedáneo de gasolina o de mantequilla».

—Gracias a ti, Héctor, como siempre. Ya sabes que yo no entiendo nada de teatro y que los últimos años he ido poco; demasiadas horas encerrada en la consulta. Pero opino, como dicen tus admiradores, que trabajas muy bien. No me cansaré nunca de decírtelo.

Él piensa: el malentendido. También existe el malentendido con la terapeuta, a pesar de que ella sabe de sobra que no está haciendo una buena interpretación. Pierde el equilibrio, tiene que agarrarse a la actriz Laura Conejero (ya le ha roto dos veces el collar de perlas).

Eugenia se sienta, cruza las piernas. Hoy lleva una camisa blanca, una falda gris y unas media informales, con puntos negros, suspensivos. Quizá las medias pretenden compensar la formalidad de la terapia, la asepsia de la habitación. Quizá ha dado un toque de originalidad a su vestimenta pensando en él. Los zapatos son los de siempre: negros, planos, de estar por casa. Al fin y al cabo, ella está en su casa. Y no puede ponerse zapatos de tacón: sería demasiado alta, más intimidante aún. Da un sorbo al té y le pregunta:

—¿Cómo ha ido la noche?

«No demasiado bien», le dice él. Se ha despertado al cabo de cuatro horas y no ha dejado de darle vueltas a la cabeza. Está claro que su mente se ha vuelto ansiosa.

—¿Qué te preocupa?

«El rato de amnesia», le responde él. Han hablado de ello en otras ocasiones. El rato en que él no recuerda qué demonios pasó ni qué hizo.

—Continúa, por favor.

Ya sabe que es normal. Que después de un episodio de estrés postraumático el cerebro borra la información, o la guarda en el inconsciente. Pero, después de darle tantas vueltas, querría saber quién llamó a emergencias. Quién llamó a la ambulancia. Él no; imposible, no tiene teléfono móvil.

—Continúa, por favor.

En el aparcamiento no había nadie; lo recuerda perfectamente. ¿Quién llamó, pues, a emergencias? Seguramente Nacho, el encargado. Pero ¿cuánto rato pasó antes de que llamara? Debió de pasar una eternidad. Porque Nacho debió de tardar mucho en darse cuenta, al encontrarse fuera, en mitad del fragor de la celebración de Canaletas y del hormigueo humano del sábado por la noche en las Ramblas. Nacho no debió de oír los disparos, enseguida se habría presentado en la planta –1. Y si se hubiera presentado, él lo recordaría. La imagen que le vendría a la cabeza no sería la de él solo con Marina C., sino que estaría también allí Nacho removiendo cielo y tierra, o haciendo las primeras curas de emergencia.

—Continúa.

Tiene miedo de que Marina C. hubiera perdido un tiempo valiosísimo. Si él hubiese hecho la llamada inmediatamente, quizá la ambulancia habría llegado antes… Quizá Marina C. se habría salvado. Habría continuado malherida, pero quizá no habría muerto desangrada.

—Continúa.

Todo esto lo ha pensado esta noche, una vez más. No ha dejado de darle vueltas. Su mente se ha vuelto ansiosa. Y pasa sin transición del asesinato a sus limitaciones como actor. Si él fuera un buen actor, no le haría falta aislarse para interiorizar el estado de ánimo del personaje. Y si no necesitase aislarse, no habría hecho el ayuno de noticias: habría llevado encima teléfono móvil y quizá habría salvado la vida de la pobre chica.

—Héctor, si te parece, de momento, dejemos a un lado esas conjeturas —le dice Eugenia, mientras deja de tener las manos una sobre otra, en el regazo, y con los dedos de la mano derecha se acaricia el lóbulo de la oreja, como hace siempre que quiere cambiar de tema—. Háblame un poco más del ayuno de noticias.

De acuerdo. La idea procede de un fragmento de Henry David Thoreau, uno de sus escritores favoritos. Le hizo ilusión poder llevar a la Sala Beckett el monólogo Walden o la vida en los bosques, que Thoreau escribió el año 1854. ¿Quiere que le recite el fragmento?

—Adelante.

«Si hemos leído una noticia sobre un hombre al que han robado, al que han asesinado o que ha muerto por accidente, sobre una casa quemada, o un naufragio, o la explosión de un barco de vapor, o sobre una vaca atropellada por el Tren del Oeste, o sobre una plaga de langostas en pleno invierno, ya no hace falta que leamos otra nunca más. Con una basta. ¿Para qué necesitas mil ejemplos? Todas las noticias, que es el nombre que reciben, son chismorreos, y aquellos que los editan y leen son viejas que toman el té».

Hasta aquí el fragmento. En la época de Thoreau la gente acudía a «las oficinas» para enterarse de las noticias. Una vez, «incluso —escribió Thoreau— se rompieron varios cristales del establecimiento por la presión de la multitud». Es decir, los impactos de los chismorreos eran limitados, puntuales. Cristales rotos y punto. En cambio, hoy en día las nuevas tecnologías —Internet, los smartphones, Facebook, Twitter— sobrecargan las mentes todo el santo día. La conciencia de la población como un continente invadido por las nuevas tecnologías. Tanta negatividad ha acabado afectando al estado de ánimo colectivo. La gente está cada vez más acojonada.

—Continúa.

Hace más de medio año, en cuanto comenzó los ensayos de Suave es la noche, se aisló porque necesitaba interiorizar el estado de ánimo de Dick Diver. Era una limitación suya: o se aislaba, o de ninguna manera lograría parecerse a un hombre como Dick Diver. Y, dicho sea de paso, le gustaba aislarse. Le gustaba dejar de escuchar declaraciones catastrofistas. Hoy día la libertad no era solamente vivir en democracia: había una libertad interna contra la cual conspiraba el sistema y que consistía en vivir sin miedo. No hacía falta irse al bosque y encerrarse en una cabaña, como había hecho Thoreau. Bastaba con no consumir noticias.

—Continúa.

Cosas de la vida, ahora se ha convertido en un hombre atemorizado.

—Continúa, Héctor, por favor.

Huelga decir que a Ruth el ayuno de noticias le pareció un despropósito. Ella, que según su redactor jefe era «una periodista de raza», que vibraba con la información, no entendía que él desconectase del mundo. Un actor, alguien con influencia en la opinión pública, tendría que mojarse para combatir las injusticias del poder económico, político. Él le había contestado que el ayuno de noticias había acabado siendo una cuestión de salud mental. ¿Acaso ella no cuidaba su cuerpo yendo al gimnasio o comiendo productos ecológicos? Pues él tenía derecho a cuidar su mente. Ruth le había respondido: «Ah, pero ¿tenéis mente los actores?». Aludía a unas polémicas declaraciones de Papitu, sobrenombre del dramaturgo Benet i Jornet, en las que había tachado a los actores de «analfabetos». En otra época Ruth habría dicho la misma frase, pero riéndose, con su agudo sentido del humor. Pero ahora lo había dicho con un tono amargo, como un insulto de los que ella detestaba en la edición digital del periódico. Mal asunto. Estaba claro que tenían los días contados.

—Continúa.

Se separaron y él se dio de baja de la ADSL. Ya consultaría el correo electrónico en un cibercafé. De nuevo tuvo muy presente a Thoreau, quien afirmaba no haber recibido en toda su vida más de una o dos cartas «dignas de ser leídas». Thoreau podía vivir perfectamente sin correo, dado que muy pocas veces transmitía «comunicaciones realmente importantes». En fin. Pasaron los días y prescindió del teléfono móvil. Podía haber comprado uno de esos móviles que solo sirven para hablar y que ahora parecen prehistóricos, pero después de unas semanas de no llevar encima el iPhone se había acostumbrado a no estar localizable a todas horas, y lo agradecía. También se había acostumbrado a no estar pendiente de los WhatsApp, y agradecía el haberse librado de aquella adhesión total al presente. No al presente de los sonidos, de los olores, de los árboles o del paisaje humano, sino a un presente irreal.

—Continúa.

Hace poco, durante las entrevistas de promoción de Suave es la noche, el periodista de The New York Times (el periódico para el cual pasado mañana tiene que ir a hacerse unas fotos aquí al lado, al Hotel Casa Fuster), se lo preguntó: ¿cómo lograba ir sin móvil? Él había citado unas declaraciones del escritor Umberto Eco que había leído en una revista en la sala de espera del dentista. Cada vez que a Umberto Eco le preguntaban por qué no tenía móvil, contestaba que cuando murió su padre, hacía cuarenta años (por tanto, antes de que existiesen los teléfonos móviles), estaba de viaje y no pudieron darle la noticia hasta muchas horas después. Pues bien, aquellas horas de retraso, decía Eco, no habían cambiado nada. La situación no habría cambiado aunque él hubiese sabido la noticia al cabo de cinco minutos.

La psicóloga Llort deja de acariciarse el lóbulo de la oreja. Ya se ha terminado el té verde. Ni en sus manos ni en el resto de su cuerpo hay ningún tipo de tensión. Está relajada y alerta.

Héctor piensa: quizá no quiere retomar la cuestión del teléfono móvil en el aparcamiento, del hecho de que él no llevara, de quién llamó a la ambulancia. Le acaba de decir: «Si te parece, de momento dejemos esas conjeturas». Por tanto, debe de querer ocuparse de ello en la siguiente sesión de terapia, que no será hasta la semana próxima, el lunes. Aunque se verán esta noche en el Romea, y mañana y pasado mañana, allí hará de espectadora, y eso significa que no charlarán. O sea, que hasta el lunes la cuestión lo seguirá carcomiendo. Su mente se ha vuelto ansiosa. Y necesita dudas para irse extendiendo en ramificaciones extrañas.

Ahora que ya no se preocupa tanto por los mareos porque va salvando las funciones gracias a Eugenia —que ya no tiene las piernas cruzadas, debe de querer dar por terminada la sesión—, su mente no deja de dar vueltas a la cuestión de la llamada.

Quizá la solución sería leer los periódicos. Los recortes de periódico que Ruth le guarda en una carpeta. Siempre le ha recortado los artículos, las críticas, las entrevistas que hacían referencia a él. Y ahora que quiere ser su «mejor amiga», recorta y guarda en una carpeta las informaciones sobre el asesinato. No han salido muchas, según le ha dicho estos días, porque enseguida detuvieron al presunto culpable.

—¿Cuándo podré leer los periódicos? —le pregunta finalmente a Eugenia.

Se siente raro habiendo hecho esta pregunta. Él, leer periódicos. Él, que está en ayuno de noticias.

—¿Qué?

—Quiero decir que cuándo podré saber qué pasó antes de que llegara la ambulancia. Leer los periódicos sería una manera de saberlo.

En los ojos de ella hay un atisbo de desconcierto.

—Leerlos, evidentemente, puedes hacerlo cuando quieras; solo faltaría. Yo no soy nadie para decirte lo que tienes o no tienes que hacer. Ahora bien, lo ideal sería que los leyeras más adelante, cuando lo hayas superado un poco.

—¿Superado un poco?

—Quiero decir —matiza Eugenia Llort alzando la mano ante la cara, como si quisiera zanjar allí la cuestión—, quiero decir que sería bueno que los recuerdos fuesen aflorando por sí mismos. Que no nos saltemos etapas.

—Quizá podrías decírmelo tú.

—¿El qué?

—El tiempo que pasó antes de que llegara la ambulancia. No sé si tú fuiste al aparcamiento por tu cuenta o en ambulancia. En cualquier caso, cuando llegaste, ¿Marina C. ya estaba muerta?

Héctor piensa: demasiadas preguntas. Se ha pasado con tantas preguntas. Las preguntas siempre tienen un punto inquisitivo. Él tiene que sufrirlas en las entrevistas (y nunca se le ocurren buenas respuestas). ¿Dónde se ha visto que un paciente le haga preguntas a su terapeuta?

Eugenia lo está mirando, con ojos un poco ausentes. Debe de tener, como dice ella, un pensamiento disociado. Una parte de ella, la profesional, debe de pensar que es él quien tiene que llegar a sus conclusiones. Y la otra parte debe de pensar que no le costaría nada responderle para que se quedara tranquilo. O quizá no. Quizá las sospechas de él están totalmente justificadas y ella no quiere que sepa que, en efecto, la ambulancia tardó una eternidad.

—Haremos una cosa —le responde finalmente—. El lunes iremos al aparcamiento. Iremos antes de lo que habíamos previsto; allí te será más fácil recordarlo todo. Lo importante es que seas tú quien haga el relato entero de lo que ocurrió. Es cierto que, si fueras un lector de periódicos, la información te habría llegado hace días. Pero ya que no ha sido así, todo eso que tenemos a nuestro favor.

Debe de haber puesto cara de pocos amigos, porque ella añade:

—No tienes que preocuparte por nada. Yo estaré a tu lado.


El sábado el sueño lo abandona, como siempre, al despuntar el alba. Un sábado espeso, desapacible, cubierto de nubes que amenazan lluvia. Lo despierta la imagen de Marina C., y enseguida empieza con las cavilaciones pesimistas. No tendría que haber aceptado ir al aparcamiento. Desde la noche del asesinato no se ha atrevido a ir. No, no se ve con fuerzas para volver al aparcamiento.

Sabe que si se recrea en este pensamiento, está perdido. El sistema nervioso primitivo lo tiene acorralado, en su redil. Lo ha convertido en un hombre tremendamente vulnerable. Si se recrea en este pensamiento, acabará provocando una conducta de evitación.

La última fue el martes pasado, a mediodía, tocadas las doce, cuando acababa de salir de la consulta. Caminaba hacia la parada del metro con la intención de volver a casa. Pero justo en la esquina con la Diagonal recordó que allí, en aquel rascacielos negro, estaba el despacho de abogados Cuatrecasas e hizo una asociación de ideas: pensó que quizá Marina C. (su apellido es Cuatrecasas; Ruth no entiende por qué él solamente la llama C.: no era una menor de edad, pero a él lo tranquiliza llamarla C., como si así fuese anónima), en la esquina del paseo de Gràcia con Diagonal pensó que tal vez Marina Cuatrecasas pertenecía a aquella familia de prestigiosos abogados. Quizá era hija o nieta del propietario. Y, al pensar en ello, lo recorrió un escalofrío. No pudo evitar sentir miedo, uno de los miedos recurrentes, miedo a perder el control y el equilibrio y tropezar con alguno de los transeúntes que subían por el paseo de Gràcia. Miedo a abalanzarse sobre alguien. Podía haberse quedado quieto, haberse sentado en un banco; pero aquella habría sido una conducta de evitación.

Siguió adelante. Llegó aturdido a la parada del metro. No se sintió con fuerzas de bajar a la estación, lo bloqueó un miedo extremo. ¿Y si, ya en el andén, perdía el equilibrio? ¿Y si se caía a la vía del tren? Eran pensamientos sin ningún sentido. No obstante, fue incapaz de bajar a la estación. Tuvo que volver a casa en taxi. Una ruina.

Piensa de nuevo en la perspectiva de ir al aparcamiento el lunes. Intenta conciliar el sueño. No puede: se imagina andando por la planta –1. ¿Qué imágenes lo asaltarán? ¿Le vendrá alguna reminiscencia de Marina C.? No únicamente de la noche del aparcamiento, sino del pasado. En un sitio u otro debió de encontrársela, hace años; por algo le suena su cara.

El nombre y el apellido no le sonaban de nada; el rostro sí. Una pregunta recurrente: «¿De qué me suena esta cara?». Él no es nada fisonomista. Y suele encontrarse personas que se alegran de verlo y que esperan un pequeño reconocimiento. «Hola, Héctor, ¿te acuerdas de mí?». Un día estuvieron charlando un rato en el vestíbulo de un teatro y dan por hecho que él tendría que recordar su nombre y su cara. O, como mínimo, el contexto en que tuvo lugar el encuentro. «¿No te acuerdas? ¡Pero si me firmaste un autógrafo!».

En ocasiones no es un seguidor más, sino un verdadero admirador. Un verdadero admirador suele quedarse sin palabras, o le tiemblan las manos, o suda furtivamente. Un verdadero admirador te habla con una apasionada fascinación. A veces ya lo detectas en un rincón del vestíbulo, o haciendo cola para la firma de autógrafos. Ves un par de ojos que te informan de que mientras actuabas la comunión se ha producido. Y luego habláis, y te confía algún sentimiento íntimo. Y lo agradeces mucho. Después de todo, eres su empleado.

Y si al cabo de un tiempo, por casualidad os volvéis a encontrar y tú no lo reconoces, él (o ella) tiene una decepción. Y Héctor queda fatal. ¿Empieza a sufrir de alzhéimer? En absoluto. Tiene buena memoria para los nombres, para los guiones, para los libros, para las voces. Tiene buena memoria para todo, menos para las caras.

¿De qué le sonaba la cara de la chica malherida? No era la primera vez que veía aquel rostro enmarcado de pelo rojo. No era una excompañera de clase, ni una vecina, ni debía de tener relación con el mundo del teatro: no era una regidora, ni una ayudante, ni una técnica de sonido ni de iluminación. Si así fuera, él se acordaría. De los compañeros se acuerda; siempre son los mismos; el mundo del teatro catalán es pequeño. A aquella chica debió de verla en contadas ocasiones. Pero alguna de aquellas ocasiones debió de ser significativa. Debía de ser una verdadera admiradora.

—¿Tenía algún tipo de relación con la víctima? —le preguntó un agente de los Mossos d’Esquadra, en la comisaría, dos días después del asesinato.

Una declaración rutinaria, un trámite. Había sido testigo de un crimen, y le habían pedido que se pasase por la comisaría de la calle Nou de la Rambla.

En teoría él podía ayudarlos a identificar al asesino (ahora Héctor cree que ya debían de tenerlo medio identificado gracias a las cámaras de seguridad del aparcamiento; en algún momento el asesino debió de quitarse el casco; un asesino inepto: no solo se confundió de víctima, sino que se quitó el casco).

Hicieron pasar a Héctor a un anexo de la comisaría sin luz natural. Lo había recibido un agente que le había estrechado la mano con una cordialidad fatigada. Un agente cargado de espaldas que tenía un aire de desengaño. Quizá lo habían arrinconado allí, conjeturó Héctor, después de que hubiera disparado una pelota de goma en una manifestación.

—¿Había tenido, señor Amat, alguna relación con la víctima, Marina Cuatrecasas?

No, él tan solo pasaba por allí. Le sonaba la cara, pero no. No había tenido ningún tipo de relación con ella.

—¿Ha dicho que le sonaba la cara?

Sí. Le solía pasar.

—¿De qué le sonaba?

Ni idea. Quizá del teatro. Del público.

—Ya. Y no la recuerda.

No.

—¿No recuerda nada de nada?

Nada de nada. Igual que si más adelante se encontrase con él, vestido de paisano, no lo reconocería hasta que no le dijese: «Soy el agente que le tomó declaración». No era nada fisonomista. Desgraciadamente. Debía de ser la consecuencia de actuar cada noche ante cientos de personas.

—Le atendió una psicóloga, ¿verdad?

Sí, la psicóloga Llort.

—¿Notó algún comportamiento extraño en la psicóloga?

¿Un comportamiento extraño? No, al contrario. Lo acompañó y lo reconfortó. Y al día siguiente fue a rescatarlo a las Ramblas, después de su primer ataque de ansiedad. Y, de hecho, él ahora estaba actuando gracias a ella. No, ningún comportamiento extraño. Una gran profesional. ¿Podría hacerlo constar en su informe?

—¿El qué?

Que la terapeuta Llort es una gran profesional.

—De acuerdo.

Ahí lo dejaron. Una declaración sin importancia. Y, en cuanto a la última pregunta —si había notado un comportamiento extraño en la psicóloga—, el agente debía de hacérsela a todo el mundo. A Nacho también debió de preguntarle si había visto algún comportamiento extraño en Héctor Amat. Un puro trámite.


Tumbado aún en la cama, se recrea en la perspectiva de volver al aparcamiento pasado mañana, lunes. ¿Qué va a hacer en el sótano –1? No será una sesión de terapia convencional. Tendrá que intentar que le vengan nuevos recuerdos. De qué le sonaba la cara de la chica; a qué hora llegó la ambulancia. Héctor deduce que podrá curar «la herida» más fácilmente si conecta con sus propias imágenes. En caso contrario, las imágenes que le cuenten otros —los periódicos, la policía— serán un relato ajeno. Igual que las imágenes de sucesos en televisión, que siempre resultan un tanto ajenas, aunque tengan que ver con un hecho del cual hemos sido testigos.

Piensa durante un buen rato en la perspectiva de volver al aparcamiento. Nota el sudor frío.

Súbitamente, el dormitorio le parece esponjoso, con alternancias de claridad y de media luz, una luz casi submarina. Se le acelera el ritmo cardiaco. Nota una sensación física de dolor que le oprime el pecho. Le falta el aire.

Experimenta un nuevo ataque de ansiedad.

Ha aprendido a esperar. A respirar hondo y a esperar.

Pasan unos minutos, mira por la ventana, los colores ocres y amarillos de Collserola, el montón de hojas doradas. Llueve. A pesar de la modorra que produce el agua, la lluvia torrencial, lenta y somnolienta, sabe que le costará conciliar el sueño. De manera que se levanta y se dirige al comedor, a buscar el ordenador portátil. Abre este documento Word, que ha titulado «Primera parte», y comienza a escribir en él.

Ya hace días que Eugenia le dijo que, en casa, tuviera el ordenador portátil a mano, para cuando se le enredasen los pensamientos en ramificaciones extrañas. Ella lo dijo de manera más sencilla:

—El documento Word, para cuando tu pensamiento lo complique todo.

Él le acababa de preguntar qué podía hacer cuando de madrugada se despertaba y ya no podía dormirse de nuevo. Eugenia se fue hacia dentro, hacia las estancias de su piso, y regresó con una caja de Trankimazin 0,50 mg. Los psicólogos no podían recetar tranquilizantes, pero tenía para las guardias de emergencias. Durante el día estaría más sosegado y de noche dormiría mejor. Ella solo era partidaria de los tranquilizantes en casos puntuales; creaban adicción.

Héctor le había dado las gracias, se los quedaba por si acaso, pero procuraría no tomárselos. Muchas veces había visto actores que dependían de ellos y que no veían más allá de su entumecimiento. Llegaban al teatro somnolientos, arrastrando las palabras. Al pobre personaje Dick Diver solo le faltaría eso.

—Entonces, escribe —dijo Eugenia Llort—. Si no quieres tomar tranquilizantes, escribe. Una especie de diario. En una libreta o en un documento Word. A mí me va muy bien el documento Word.

Héctor había pensado: ¿qué demonios tiene que escribir ella? ¿También escribe una psicóloga perfecta? ¿Qué tiene que escribir una mujer que mantiene los nervios a raya?

—Imagínate —prosiguió ella— que el documento Word es un cajón que cierras. Te lo recomiendo. El documento Word, para cuando tu pensamiento lo complique todo.

Charlaron un rato más, él le expresó sus dudas. No sabía si sería capaz de escribir un diario. No le gustaba mirarse el ombligo. No le gustaba la escritura confesional ni la primera persona. Nunca como en la actualidad se había dado tanta importancia al yo.

—Pues si no quieres escribir en primera persona —dijo decidida—, escribe en tercera persona, como si Héctor Amat fuese otro. Así no te sentirás incómodo. Además, el hecho de tomar distancia te ayudará a relativizar lo que te pasa. Puedes utilizar un estilo seco, como si fueses un notario levantando acta.

Duda: ¿es su estilo lo bastante seco? ¿Es el de un notario levantando acta?

Advertencia: evitar escribir sobre el proceso de escritura, que no tiene ningún interés. Se aburre cuando lee a escritores que escriben sobre otros escritores. ¡Qué endogamia! Sería como si los actores solamente interpretasen el papel de actores.

No quiere mirarse el ombligo, pero hace dos semanas que no deja de fijarse en su cuerpo, sus miedos, su respiración. La enfermedad nos vuelve egoístas.


Son las ocho de la mañana pasadas, todavía no hace ni cinco horas que se ha metido en la cama. Debería procurar dormirse otra vez, tiene que descansar como sea, ya que hoy sábado, con función doble, es el día más exigente.

Al final se va al sofá del comedor y conecta el DVD con la intención de ver un episodio de la serie In Treatment, traducida aquí como En terapia. Le gusta la contención del actor protagonista, Gabriel Byrne. Una de las críticas que la serie ha recibido en Estados Unidos es la de ser «teatro televisado». Este es uno de los motivos por los que a él le gusta. Comenzó a verla con Ruth, en su ordenador portátil, los dos en el sofá. Era durante el periodo en el que él trabajaba a destajo, documentándose. No solo releyó Suave es la noche y toda la obra de Scott Fitzgerald; también compró libros de Freud con el fin de informarse sobre las relaciones de transferencia y contratransferencia entre psicólogos y pacientes, el tipo de relación que mantenían Dick y Nicole Diver. De Freud, a Héctor le llamó la atención que en 1925 había recibido ofertas para participar en películas y que había respondido que el cine no podía representar las abstracciones de manera digna.

Las relaciones de transferencia y contratransferencia: gran tema. ¿Es el tipo de relación que Eugenia Llort tiene con él? Quizá sí. Tiempo al tiempo.

En la serie En terapia, el psicólogo Paul Weston se enamora de su paciente Laura (Melissa George), después de que ella se le haya declarado. En la segunda temporada, el psicólogo Weston ya se ha divorciado de su mujer, Kate, y se ha ido a vivir a Brooklyn.

Y en el capítulo de la tercera temporada, que Héctor comienza a ver esta mañana de insomnio, otra de sus pacientes, una abogada rubia (Héctor no recuerda su nombre; en el momento más emocionante lo asalta el sueño), quiere besarlo y le dice, a él, el psicólogo Weston, que se le ve de lejos que se la quiere follar. Se lo dice así, con estas palabras.

Se queda dormido. Se despierta cuando suena el teléfono.

Es Ruth.

—¿Me invitas mañana a comer en tu casa?

Claro.

—Genial. Llevaré un pastel de calabaza.

«¿Me invitas mañana a comer en tu casa?». Es curioso. En el piso que hasta hace poco compartían y que aún está lleno de objetos de ella. Últimamente quiere ser su «mejor amiga». En el fondo ya hace tiempo que lo es. Hará por lo menos un par de años que se desenamoró de él (anhelaba un actor con mayúsculas; está convencido de ello). Cuando lo dejó, le confió que no sentía por él «lo que debería sentir». Se la notaba liberada. Probablemente ya había pasado el proceso de duelo; en caso contrario no querría que fuesen amigos.

Él también debe de haber superado el duelo. Si no, no se sentiría atraído por Eugenia Llort. Aunque puede que la atracción hacia Eugenia Llort sea una huida hacia delante. No obstante, si tuviera que escoger entre Ruth y Eugenia, ahora mismo elegiría a Eugenia.

Como si pudiésemos escoger. Como si no fuese la vida la que escoge.

Él y Ruth son la noche y el día; ha quedado demostrado que no encajan. Lo dice el maestro Woody Allen: «Una relación es como las piezas de un puzle: o encajas o no encajas». El carácter de Héctor encajaría con el de Eugenia. Llega una edad en que valoras la estabilidad. La vida ya es bastante caótica: o le pones algo de sensatez, o te lleva por el camino de la amargura. Y Eugenia, incluso más que él, es la personificación del buen juicio. Le gustaría tener largas conversaciones con ella, escucharla disertar sobre el tema de la vida interior.

Ruth solo busca estímulos exteriores. Un día de estos se pondrá a grabar vídeos con el móvil tirándose en paracaídas. La búsqueda de «emociones fuertes». Qué pereza, las emociones fuertes. O retomará las clases de surf. Hace un par de veranos empezó a tomar clases de surf, ya se imaginaba hecha una Ursula Andress. Lo dejó el primer día, cuando escuchó al profesor pedir a un compañero suyo un traje de neopreno de «una talla de niño de doce años para la señorita, por favor». «¡Una talla de niño!», exclamó cuando llegó a casa, indignada.

Detestaba que la elogiasen por el físico, a pesar de ser una mujer muy guapa. Cuando era adolescente, en el instituto, harta de que le dijesen que era la más guapa de la clase, decidió no peinarse ni cambiarse de ropa nunca más, a ver si se afeaba un poco.

Detestaba que la elogiasen por el físico, pero tampoco le gustaba que según qué hombres ignorasen completamente su cuerpo. Especialmente sus pechos. Unos pechos llenos, que parecían demasiado grandes respecto al resto del cuerpo. No soportaba a los hombres que babeaban mientras se los miraban, ni los que hacían comentarios a propósito (sobre todo comentarios por Internet). Pero tampoco quería que pasasen desapercibidos: estaba orgullosa de ellos. Y aquel profesor de surf únicamente se había fijado en el hecho de que era bajita y menuda: había pasado por alto sus pechos. ¡Ella no era plana como una tabla!

A las tres y media, Héctor sale hacia el Teatro Romea. Durante el viaje en tren, se levanta para estirar las piernas, hace uso de la agarradera para mantenerse de pie, pierde el equilibrio. Sale del vagón a tientas, como si estuviese a oscuras. Agradece que hoy, con función doble, su mente ansiosa tendrá menos tiempo de pensar. Qué descanso, dejar de pensar.

En el camerino, lo primero que hace es ducharse. Los camerinos del Romea no tienen aire acondicionado, solo un ventilador. Se pone el bañador de rayas rojas, se maquilla. La piel del rostro va adquiriendo un color de jarrón antiguo. Se pone la gorra y sobre la mesa deja el rastrillo y la crema bronceadora Ambre Solaire, a punto para salir cuando sea la hora.

A y media pasadas, a través del monitor, ve llegar a Eugenia Llort. Se nota que es sábado, porque hoy va más arreglada que de costumbre y lleva un vestido negro, con un pliegue en la espalda. Y, en lugar de los zapatos planos que suele calzarse en la consulta, se ha puesto unas botas altas que se atan por delante. Parece que se haya puesto rímel, pero Héctor no lo ve bien; el monitor tan solo le permite atisbar la sombra oscura bajo los ojos.

También se nota que es sábado porque una vez en el bar, en lugar de pedir un agua, pide una copa de cava. Una mujer sola, en la barra del bar del Teatro Romea, tomando una copa de cava. Podría ser una actriz que va a ver a sus compañeros. Pero no. Solo va a verlo a él. Todo un privilegio. ¿Beben cava las psicólogas antes de trabajar? La pregunta no viene al caso, dado que Eugenia Llort trabaja y, al mismo tiempo, no trabaja. Viene a verlo «por si acaso». No está haciendo una guardia de emergencias y no tiene que tener los cinco sentidos puestos en ello. Por otro lado, ¿dónde dice que solo con una copa de cava no pueda tener la cabeza despejada? No todo el mundo es como él, un blandengue que ni siquiera bebe cava.

Quizá, cuando dejen de ser terapeuta y paciente, podrían tomar cava juntos. Quizá él podría hacer una excepción. Total, una copa de cava no le haría ningún daño. Ella, que es una mujer perfecta, bien que se la bebe. Se permite un momento de distensión. Fin de semana. Yendo al teatro sola. Es extraño que los sábados no pida dos entradas al conserje. Una entrada para ella y otra para un acompañante. Seguro que tiene hombres que le van detrás, ahora que se ha separado.

Se oye la grabación a través del sistema de megafonía: «Bienvenidos al Teatro Romea. El espectáculo comenzará dentro de diez minutos». Se termina la copa de cava, la deja sobre la barra y se dirige a la platea. Una vez en la primera fila, toma asiento en la butaca número dos.


El domingo la comida con Ruth empieza bien, pero acaba con un sentimiento de inquietud que irá en aumento. Héctor ha preparado el plato vegetariano favorito de ella, que lleva espinacas, garbanzos, tofu y semillas de sésamo. También para ella ha abierto una botella de vino tinto, un vino de l’Empordà, Martí Fabra. Él beberá agua.

Ella está más nerviosa de lo habitual. Se aparta el pelo, castaño, continuamente de las orejas. Comienzan hablando de un reportaje que tiene que escribir, un reportaje sobre una empresa de Olot que funciona la mar de bien en tiempos de crisis, una empresa de maniquís. Exportan a China, para las tiendas Zara y Mango. A Ruth le llama la atención cómo están hechos los maniquís. Dice que son pequeñas obras maestras, con aquellas miradas.

A él le viene bien oír hablar de un tema tan alejado de su realidad, aunque, ahora que lo piensa, hay actores catalanes que son como maniquís: pasmarotes rígidos, mecánicos, de una gravedad absoluta. Actores que solo trabajan con la voz. Él es un ejemplo. Suerte del vértigo, que lo humaniza.

—Supongo —le comenta a Ruth— que los maniquís chinos deben de hacerlos con ojos orientales.

—¡No, qué va! En China los quieren con ojos occidentales. Allí cada vez se hacen más operaciones de cirugía estética para imitarnos los ojos. Un poco triste, ¿verdad?

Charlan unos minutos más sobre los maniquís. Él tiene la impresión de que cada vez son más andróginos: no sabes si son hombres o mujeres. Ruth lo niega: en la empresa que visita estos días, Atrezzo, fabrican a las mujeres maniquís «con tetas y culo». Y a los hombres «marcando paquete». Los moldes de los maniquís los hacen a partir de modelos reales. Mañana lunes tiene que volver a la fábrica para continuar entrevistando a maquilladores, peluqueros, escultores. En Olot, antes hacían santos y ahora hacen maniquís. Las modelos son perfectas, pero las maniquís aún lo son más. Lo son tanto —dice Ruth— que algunas modelos, cuando ven cómo ha quedado su maniquí, le tienen envidia.

Al acabar de decirlo ha soltado una carcajada. Una risa que le sale de dentro.

Héctor piensa que ha recuperado la alegría, a diferencia de los últimos meses de relación, cuando estaba apática. Se la ve razonablemente feliz.

Se equivoca.

Se da cuenta cuando ella se termina la primera copa de vino y menciona el «mal ambiente» que hay en la redacción. Esta semana les han dicho que están preparando un ERE. Sobran sesenta y cinco trabajadores. Va a haber una reducción de plantilla, eso seguro, pero no harán públicos los nombres de los afectados hasta dentro de quince días. Ella teme ser una de las que se vayan a la calle. No solo porque es una de las más jóvenes, y la indemnización les saldrá más barata; también a causa de la «lucha» que últimamente ha emprendido contra la dirección del periódico por el asunto de los insultos.

A pesar de que no se corta ni un pelo a la hora de llamar a las cosas por su nombre, Ruth es intransigente con los insultos. Y en las ediciones digitales de los periódicos, empezando por el suyo, los hay y muchos, demasiados. Lectores anónimos que escriben lo que les da la gana. Y el periódico no los filtra con cuidado. El director dice que tendría que tener dos o tres personas dedicadas expresamente a leer los comentarios, y no puede permitírselo. A ella le hierve la sangre. Ha plantado cara al director, más de una vez, y sabe que es una redactora incómoda.

Hace poco se presentó en su despacho y le dijo que era indignante que un director orgulloso de contar con un defensor del lector, otro de la igualdad y un libro de estilo tolerase la calumnia en la edición de Internet amparándose en la libertad de expresión. «Estás promoviendo, por omisión, que se vulneren mis derechos fundamentales». Le llevaba impreso el artículo 12 de la Declaración de los Derechos Fundamentales de la ONU, que lo dejaba bien claro: «Nadie será objeto de ataques a su honra o reputación».

En la edición digital, los insultos eran moneda de cambio y sustituían a los argumentos. Ella escribía un artículo bien documentado, para una cabecera respetable, y, debajo, se encontraba comentarios llenos de desprecio, de resentimiento, de odio. Escritos por opinadores que no se identificaban. «Si son anónimos, son cobardes», solía decir con una expresión biliosa, intemperante. «Te esfuerzas por escribir un artículo con rigor y, al día siguiente, debajo, te encuentras todo tipo de comentarios que te ponen a parir. Lo más suave que te dicen es que estás buena. Y lo que más repiten, la misma cantinela, es que, a pesar de tus tetas, eres una mal follada» (los reportajes no, pero los artículos están encabezados por su foto. Ruth sale de medio cuerpo, y sus pechos no pasan desapercibidos).

«Te sientes una estatua importante: cualquier perro se te puede mear encima».

Frases como estas las repetía a menudo, con su voz ronca. El director seguía sin darle la razón, alegando motivaciones económicas. En realidad no se atrevía a poner un cortafuegos a los comentarios para no molestar al colectivo de internautas: necesitaba las visitas de la edición digital. «Gracias a la tolerancia de mi director, cualquier anónimo puede salir a la palestra y dejar allí su cagada de mosca».

Últimamente, el director la evitaba. Cuando se presentaba en su despacho, le decía que no podía atenderla. En la cafetería, apenas la saludaba.

Ahora Ruth cree que tiene todos los números para irse a la calle. El ERE es la excusa ideal.

Lo sabrá dentro de quince días. El hecho de que la empresa los tenga quince días esperando le parece «una tortura», «una forma de maltrato psicológico». Le hierve la sangre.

Le da miedo quedarse en paro. Hoy en día es muy difícil encontrar trabajo de periodista. Le da miedo tener que volver a vivir en casa de sus padres.

—No hace falta que te diga —murmura Héctor— que siempre puedes volver aquí. —Héctor lo dice para echarle una mano: no se imagina retomando la relación con Ruth, ahora que tiene en la cabeza a Eugenia Llort.

Ella se queda callada. Viene a decir, sin decirlo, que ni siquiera contempla esa posibilidad. Actualmente vive en una habitación que ha alquilado en el piso de una conocida, Paula.

Continúa desahogándose: en el periódico está habiendo muchas bajas, aparentemente por enfermedad o estrés. Y ella también está tocada.

—Creo que estoy un poco como tú.

—¿Qué quieres decir?

—Que debo de tener ansiedad. —Toma otro trago de vino y matiza—: Pero en comparación con la tuya, mi ansiedad es de estar por casa.

Ruth, piensa él, tiene todos los números para ser ansiosa. No solamente por el ERE inminente y por su futuro incierto, sino porque está enganchada todo el día al teléfono móvil: se despierta y, antes de levantarse de la cama, ya echa un vistazo a las ediciones digitales de los periódicos. Un teléfono móvil que no para de sonar. Notificaciones, correos electrónicos, SMS, Line, WhatsApp. Dependiendo de la notificación que reciba, o de la noticia —o comentario—, un escalofrío le recorre la espalda.

—Héctor, quería pedirte una cosa. ¿Verdad que tú no tomas los tranquilizantes? ¿Me podrías dar alguno?

Al contrario que él, Ruth no da ninguna importancia al hecho de tomar ansiolíticos. Los debe de ver como un avance de la medicina. Es curioso que vaya al gimnasio para cuidar el cuerpo, que sea vegetariana no solo por respeto a los animales, sino para no intoxicarse, y que, en cambio, tome medicamentos con tanta alegría. Cuando se lesiona haciendo deporte, se receta relajantes musculares porque la dejan en un «estado de flotación».

Héctor se levanta de la mesa y va a buscar la caja de Trankimazin 0,50 mg por empezar. Ruth da otro sorbo al vino. Se la ve más tranquila.

—Gracias, guapo. ¿Seguro que no las necesitarás?

No, no le hacen falta. Se encuentra mejor. Va salvando las funciones.

Se terminan el plato vegetariano, Héctor trae el postre, el pastel de calabaza tipo biscuit con canela y vainilla.

—Y tú, ¿cómo estás? —le pregunta ella.


Héctor le expresa su preocupación sobre la llamada. Le cuenta que mañana lunes, antes de lo que estaba previsto, volverá al aparcamiento. Quiere saber quién hizo la llamada a emergencias y, sobre todo, cuándo se hizo.

—¿Te suena, Ruth, si la ambulancia tardó mucho o poco? Quizá los recortes del periódico de la carpeta que me has preparado lo dicen. ¿Lo has visto, de pasada, en algún recorte?

Ella arruga la frente. Héctor sabe qué está pensando. Que le está bien empleado. Que se habría ahorrado todo esto —la duda, por lo menos— si hubiese llevado teléfono móvil. Si no hubiese hecho el ayuno de noticias. Si fuese un ciudadano preocupado por las injusticias del poder económico, político, en lugar de un ciudadano aislado del mundo.

Pero Ruth no le dice nada de todo esto. Toma un bocado del pastel de calabaza y le responde:

—Los periódicos no informan sobre cuánto tiempo tardan las ambulancias.

Solo le falta añadir: «Si leyeses los periódicos lo sabrías».

—Pero vaya, tú mismo llegarás mañana a tus propias conclusiones. ¿No es eso lo que te ha dicho la psicóloga?

—Pero ¿tú sabes algo más?

—Lo que yo sepa o deje de saber no es importante.

—O sea, que sabes algo más.

—Saberlo, puedo saberlo todo. Puedo pedir el vídeo de las cámaras del aparcamiento a un contacto que tengo en la policía: el vídeo no está bajo secreto judicial. Pero ahora mismo, Héctor, lo que tienes que hacer es seguir tu proceso. Ir digiriéndolo.

—¿Ir digiriéndolo? O sea, que no quieres decírmelo.

—Venga, Héctor, por favor.

Parece que quiera protegerlo. Esta mujer que no tiene pelos en la lengua ahora no se moja. Debe de querer protegerlo de sí mismo. Aún lo quiere, aunque como amiga. «Ya no siento lo que debería sentir, pero seremos amigos». Héctor piensa: es mejor dejarlo correr. No hace falta que la pinche más, mañana ya se enterará de todos los detalles. No merece la pena echar por tierra el propósito de la terapeuta Llort: que él mismo haga su relato. Que en el aparcamiento recuerde cuánto tardó la ambulancia y de qué le sonaba la cara de la chica.

—¿Qué hora es? —dice Ruth—. ¿Quieres que te lleve al teatro? He venido con el coche.

La pereza del domingo por la tarde. Así como el sábado, con la función doble, es el día más duro, el domingo es el día que da más pereza actuar. Los espectadores hacen la digestión de comidas copiosas y algunos aprovechan para echar una cabezadita. De vez en cuando se oyen ronquidos.

Mientras se ponen los abrigos, él cambia de tema.

—He retomado En terapia. Gran serie.

Como Ruth está callada (parece tener la cabeza en otra parte, debe de estar pensando en el ERE del periódico), él continúa hablando y dice que cada vez le gusta más el estoicismo del psicólogo Paul Weston.

—Aun así, el hombre tiene su punto rarito. Parece un personaje de Fitzgerald. Va de mal en peor, pero lo hace con un gesto serio, impertérrito.

De repente, Ruth baja de la nube. Sus ojos adquieren una expresión audaz.

—Le podrías recomendar la serie a tu psicóloga, seguro que le gusta.

—¿Qué quieres decir?

—Pues, hombre, quiero decir que esta mujer también es un poco rara.

—¿Qué?

—Por cierto, qué nombre tan feo, ¿no? Eugenia. Es de señora mayor. Podría ser el nombre de una de las viejecitas que van a verte al Teatro Romea.

Héctor no entiende esta salida, lo que deja entrever. No precisamente por la referencia a las viejecitas; es verdad que al Romea acuden muchas. La temporada pasada representaban allí La habitación azul, en la que David Selvas hacía una felación, y al cabo de cinco minutos algunas viejecitas abandonaban el teatro escandalizadas.

Lo que no entiende es el tono de voz que ha adoptado Ruth, de celos. El mismo tono que adoptaba tiempo atrás cuando se ponía celosa de alguna actriz: en vez de reconocer los celos abiertamente, criticaba a la actriz. Héctor no entiende que tenga celos de la psicóloga, si ya no siente por él «lo que debería sentir». Debe de sentir una especie de amor fraternal hacia él. Quiere ser su «mejor amiga».

—Ruth, creo que te equivocas. Puedo decirlo con conocimiento de causa, ya que veo a Eugenia Llort cada día, y por partida doble, por la mañana y por la noche. Te aseguro que no es para nada rara. Es más, a veces incluso pienso que es una persona perfecta.

Se arrepiente nada más decirlo. Pero al menos ha dicho «persona perfecta» y no «mujer perfecta».

—¡Perfecta! Qué aburrimiento, ¿no? ¿Y dónde está la gracia en una mujer perfecta?

—Quiero decir —insiste justificándose— que siempre tiene el punto justo. Como sabes, yo nunca había ido al psicólogo y creía que los psicólogos eran fríos. Y aunque la psicóloga Llort es fría en la consulta y no para de decir «continúa», en general desprende humanidad. El punto justo. La contención que, tú y yo seguro que en eso estamos de acuerdo, tendría una gran actriz.

—Porque eso es lo que es: una gran actriz.

—Perdona, Ruth, pero no sé adónde quieres ir a parar.

—Mira, voy a hablarte con franqueza, porque ya va siendo hora de que alguien te hable bien claro sobre esta psicóloga que tienes en un pedestal. Supongo que, ahora que te encuentras mejor, me permitirás que te sea sincera.


Héctor piensa: la sinceridad. Ya estamos otra vez. En nombre de la sinceridad se dicen todo tipo de crueldades. Un vómito, a veces, la sinceridad. No es exactamente el caso de Ruth, aunque cuando anuncia que será sincera, él sabe que tiene que ponerse en guardia.

Cuando se conocieron hace cinco años, le atrajo esa manera de ser de ella, sin ambages. Se conocieron del modo en que se suelen conocer actores y periodistas, a través de una entrevista. Ruth lo entrevistó para hablar de A cielo abierto, donde él interpretaba el papel de Tom Sergeant. En la práctica, le hizo una entrevista personal: le llamaba la atención que un hombre que se había definido como tímido empedernido hubiese destacado como actor. Y no solo «destacado», sino —como dijo ella— «triunfado». Una periodista hiperbólica. Llevaba una carpeta llena de recortes que demostraban su «triunfo». Elogios de directores, productores, críticos. Elogios desmesurados, pensaba Héctor. El malentendido.

Cuando aún era muy joven —le recordó aquella periodista mostrándole un recorte de hacía un montón de años— ya lo habían catalogado como «actor revelación». Y últimamente algún crítico había apuntado que era «el mejor actor catalán».

Muy típico de Cataluña, había pensado Héctor. Tenemos el mejor cocinero, el mejor entrenador de fútbol. ¿Él era el mejor actor? En absoluto. Qué exageración. Qué malentendido.

Estaban sentados en el bar del Teatro Nacional, al terminar una función, mientras a su alrededor las mujeres de la limpieza recogían los platos y las copas sucias. Él le estaba contando que había bastantes actores tímidos: le venía a la cabeza Robert de Niro y, también, claro, Woody Allen, a quien admiraba mucho. Aquí Ruth lo interrumpió: «Woody Allen siempre interpreta el mismo papel, el papel de Woody Allen. ¿Lo admira por eso?». Ella había continuado en aquella dirección: más que una entrevista, parecía querer una sesión de esgrima verbal. «Usted sostiene que un actor tiene que desprenderse del ego, que, si no, se está interpretando a sí mismo. Pues la verdad es que Woody Allen no se desprende ni siquiera un poco de su ego».

Él había sonreído. Había sido la primera vez que había pensado: «Tiene razón».

Había sonreído porque no se le ocurría ninguna respuesta. Le solía pasar. Aquel era el momento, durante las entrevistas, también en las ruedas de prensa, en que tenía que dar una respuesta ingeniosa. Pero otro de los motivos por los que no era un buen actor, ni lo sería nunca, es que no tenía espontaneidad. Consecuentemente, no se le ocurrían respuestas ingeniosas. Se le ocurrían horas después de haber terminado la entrevista. Cuando ya estaba haciendo otra actividad, de repente, pensaba: «Tendría que haber contestado tal o cual cosa». En cambio, la mayoría de los actores soltaban cualquier insensatez, y ya con eso proporcionaban un titular. Él era incapaz de hacerlo. Cuando recogía un premio, tenía que memorizar previamente lo que diría. No podía improvisar. Igual que en el escenario no podía improvisar la réplica cuando algún compañero se despistaba. ¡Cuánto echaba de menos a los apuntadores! Hoy en día los compañeros se salvaban unos a otros: si un actor se olvidaba de lo que le tocaba decir —normalmente a causa de los excesos etílicos de la noche anterior—, otro lo ayudaba improvisando. Él era incapaz de hacer modificaciones sobre la marcha. Más de una vez, a su pesar, había dejado a algún compañero con el culo al aire.

Pero ahora, ante esta entrevistadora llamada Ruth, no tenía que improvisar. Bastaba con repetir lo que ya había dicho en entrevistas anteriores. Y así lo había hecho. Era tímido, sí, pero se consideraba un currante y gracias al esfuerzo y a un concepto que actualmente estaba en desuso, el sacrificio, había superado la timidez. No se consideraba un artista. Un día genialoide podía tenerlo cualquiera, el mérito era ser regular un día sí y otro también.

«Sí que se pone el listón bajo, ¿no?», había repreguntado ella.

Y fue entonces, cansado de estar repitiendo lo que ya había dicho mil veces como un disco rayado, porque al no tener espontaneidad no podía hacer otra cosa que repetirse; fue entonces, cansado también del género de las entrevistas, que no tenían nada que ver con el teatro y que él aceptaba a regañadientes porque las productoras lo exigían en los contratos; fue entonces, cansado de la llamada «promoción» y, al mismo tiempo, atraído por aquella entrevistadora de cuerpo menudo y compacto que se había descalzado y que estaba sentada en la silla con las piernas en forma de «Z»; fue entonces cuando se abrió.

Le dijo que sí, que seguramente se ponía el listón bajo. Pero con eso se daba por satisfecho. Ya era mucho vivir de la interpretación hoy en día, sin tener que hacer trabajos extras. Y ya era mucho vivir de la interpretación cuando no estabas dotado para ello y no lo estarías nunca: él no tenía madera de actor. Por otro lado, el de actor era el trabajo más fácil del mundo. Todos interpretábamos cada día todos los papeles de la obra. No éramos los mismos cenando con los amigos que en una cena de trabajo. Sí, todos éramos actores. Ser actor era el trabajo más fácil del mundo, siempre que te liberases de los bloqueos.

Al cabo de dos días, Ruth le había enviado la entrevista para que le echase un vistazo antes de que saliera publicada. Y cuando él vio que el titular era «No tengo madera de actor», la llamó y le preguntó si sería posible cambiarlo. ¿Quién pagaría el dinero de una entrada de A cielo abierto para ver a un actor que confesaba que no tenía madera de actor? Ruth aceptó, a pesar de que no tenía ninguna obligación, ya que no había tergiversado sus palabras. Cuando él la invitó a cenar para agradecérselo, le confesó que durante la entrevista se había dejado llevar demasiado. Que había sido demasiado sincero.

Y ahora, cinco años más tarde, después de la comida vegetariana, es ella quien le ha anunciado que será sincera en relación con Eugenia Llort.

—Pues te voy a ser sincera, Héctor. Lo mires como lo mires, esta psicóloga es inquietante. No es normal que te atienda cada día. Me he informado (Ruth se informa de todo) y resulta que un psicólogo, como mucho, ve a los pacientes una vez por semana; dos, si me apuras. Y resulta que tu psicóloga perfecta no solo te atiende cada mañana en la consulta, sino que, encima, va al teatro a verte por las tardes. ¿No te parece extraño?

—Viene por si acaso.

—Pues, según los psicólogos a los que he consultado, no hace falta.

—¿Has consultado con psicólogos?

—Sí, he fingido que preparaba un reportaje. Lo he hecho por ti, Héctor. Y según todos los psicólogos, se podría entender que los días posteriores al shock del asesinato hubieseis tenido alguna sesión más larga. Pero no entra dentro de la lógica (aunque no les he dado detalles; tranquilo, no les he contado nada de ti; no aparecerás en los periódicos como el actor inseguro que depende de una psicóloga para actuar); no entra dentro de la lógica que ella asista cada día a la función. Y aún menos cuando ya casi puedes hacer vida normal.

—Puedo hacer vida normal precisamente gracias a ella. Sin ella, no podría salir al escenario.

—Eso es un pensamiento mágico.

—Será lo que tú quieras, pero ella es psicóloga.

—Una psicóloga rara. Hazme caso. La primera que tendría que ir al psicólogo es ella.

—Ruth, creo que has bebido demasiado vino. ¿Seguro que puedes conducir?

—Héctor, eres un inocentón. Pero tienes que saber que esa mujer es rara. Quizá por eso se hizo psicóloga, porque es rara. Igual que tú te hiciste actor porque eras un discapacitado social.

—Muchas gracias.

—O eso, o está colgada de ti y quiere estar contigo cuanto más tiempo mejor.

A él esta conclusión le gusta más. Es lo que él creía. Piensa que a lo mejor sí, entonces, cuando dejen de ser paciente y terapeuta, él y Eugenia Llort podrán tener una historia.

Cae la tarde, de tonos amarillos y tostados. Cielo de otoño, con nubes altas.

Ruth lo deja en la puerta del Teatro Romea.

A las cinco y media, a través del monitor, la ve llegar: la psicóloga Llort, la espectadora Llort. Se nota que es domingo, fin de semana todavía, porque, una vez en el bar, vuelve a pedir una copa de cava.


Al cabo de tres horas, después de la función, tiene que ir al Hotel Casa Fuster, a hacer las fotos para The New York Times.

El periodista le hizo la entrevista tres semanas atrás, coincidiendo con la rueda de prensa del estreno de Suave es la noche. Y solo faltan las fotografías. El periodista vino a Barcelona expresamente para entrevistarlo: una vez más, allí había un malentendido.

Durante la entrevista lo había tratado, como Ruth en su día, y como otros periodistas en los últimos años, como «el mejor actor catalán» del momento. Héctor, al escuchar este calificativo, había bajado la cabeza avergonzado. Según el periodista de The New York Times, su nombre sonaba para protagonizar una versión de Suave es la noche que se estaba programando en Broadway para 2015. Héctor le dijo que no le constaba; él no había recibido ninguna oferta. Sí, su inglés era digno; pero él era un actor «casero». El periodista norteamericano no entendió aquello de «casero».

Héctor sonrió al imaginarse en Broadway. Cogiendo taxis amarillos, desmaquillándose con toallitas húmedas mientras regresaba a algún hotel de la Sexta Avenida. Allí por lo menos tendría la ventaja de ser un desconocido. No tendría que recordar caras. Y frecuentaría los lugares favoritos de Woody Allen. Pero todo aquello eran castillos en el aire. ¿Qué se le había perdido a él en Broadway?

En las sesiones fotográficas no acepta ni peluquería ni maquillaje ni estilismo ni trajes caros que jamás se pondría. Las fotos deben rezumar naturalidad. Cuando los fotógrafos empiezan a decirle dónde tiene que sentarse, cómo debe mirar al objetivo, qué debe hacer con las manos, respira hondo. Y les pide, con gran amabilidad, que por favor lo dejen ser él mismo. Dando por hecho que no sabe, exactamente, cómo es él. Su yo está formado por capas que ha ido añadiendo personaje tras personaje. Le viene a la cabeza la biografía de Elia Kazan. Decía que, cuando era joven, en el Group Theatre, se había ido transformando en otro hombre, clavado al que estaba interpretando.

¿Hasta qué punto Héctor podría convertirse en un hombre como Dick Diver? Le gustaría tener su virtuosismo con la gente. La capacidad de prodigar carnavales de afecto. Le gustaría ser un hombre que se divirtiese de manera inocente a pesar del contexto de crisis económica, social y política. Un hombre que pudiese disfrutar de manera irresponsable.

La irresponsabilidad. Practicarla. Un momento, un día, unos días en los que dejase de ser cauteloso, controlado. Unos días en los que su espíritu dejase de tener esta especie de imposibilidad física de entregarse a la vida, que es mezcla y espontaneidad y flujo constante. Es lo que hacen la mayoría de los actores; están como cabras.

Sí, tan solo un acto de irresponsabilidad o de rauxa: con eso sería suficiente. ¿Es lo mismo la irresponsabilidad que la rauxa? No exactamente.

Le viene a la cabeza, de la época en la que se estaba documentando, que, en una de las cartas de amor que Zelda envió a Scott Fitzgerald cuando estaba ingresada en el psiquiátrico, la mujer bromeaba diciendo que era una de las mejores pacientes encerrada en la «sección de los irresponsables».

En la entrada del Hotel Casa Fuster lo saluda el conserje, vestido con frac y un sombrero de copa, que, en realidad, tiene el rictus de un maniquí. A mano izquierda está el Bar Vienés, un salón inmenso con decenas de sofás granates, gaudinianos, el piano, la barra. Un mostrador con la prensa internacional. En el centro, una mesa con libros. ¿Leerá alguien estos libros? Hay siete u ocho clientes; parejas, la mayoría. Turistas extranjeros de esos que él ve cada mañana desde la consulta de Eugenia Llort.

Mientras hace tiempo esperando al fotógrafo, intercambia algunas palabras de cortesía con el camarero Ermengol. Ermengol es un hombre alto, distinguido, de una admirable elegancia natural, que domina la contención como instrumento de trato social. La complicidad entre ambos nació hace cinco años, el verano de 2007, y precisamente desempeñó un papel importante la entrevista que le había hecho Ruth.

Una noche como la de hoy, en la que Héctor debía someterse a una sesión fotográfica, Ermengol se le acercó y le dijo que había leído en el periódico que Woody Allen era uno de sus actores favoritos. Pues bien, tenía una buena noticia para él: aquella semana, cada mediodía, cerraban el Bar Vienés expresamente para que Woody Allen ensayara allí tocando el clarinete. Luego, al oído, lo invitó a asistir a uno de los ensayos.

—¿Cómo te va, Ermengol? —le pregunta mientras se sienta en una de las butacas del centro.

—Me va bien —le responde el camarero—. Aunque hoy en día no puedes decirlo muy alto, que te va bien. Te miran con mala cara. Es mejor decir: «Vamos tirando».

Héctor sonríe y opta por cambiar de tema, porque no quiere hablar sobre la crisis. Le pregunta cómo es que hoy no toca el pianista, y Ermengol le dice que el domingo es el día más flojo de clientela y el pianista tiene fiesta. Igual que los jueves, cuando hay concierto de jazz acompañado de la cena Duke Ellington. Sí, como lo oye, hay novedades en el hotel (ahora hacía tiempo que no iba por allí). Últimamente los clientes pueden escoger entre la cena Duke Ellington o las tapas Louis Armstrong.

Héctor no sabe si Ermengol se está riendo de él. Tapas Louis Armstrong le suena a chiste. O eso, o bien el responsable de marketing del hotel es un poco bruto: debe de recomendar a los clientes que compren souvenirs de toros. Ermengol le acerca uno de los nuevos trípticos y, en efecto, las tapas Louis Armstrong son reales: sesenta y cinco euros por persona. La cena Duke Ellington cuesta cien euros. Héctor no es tacaño, pero se da cuenta de que no para de mirar los precios. Quizá porque en Suave es la noche a los personajes el dinero les sale por las orejas. Quizá porque en este hotel nada está al alcance de su bolsillo, cada vez más vacío. Los sueldos de los actores no dejan de bajar; hoy en día cobran un cincuenta por ciento menos que hace cinco años.

—¿Un café con estevia, como siempre, señor Amat?

—Hoy tomaré una tila, si tiene la bondad.

Suele tomar estevia en lugar de azúcar por influjo de Ruth. Mientras Ermengol va a buscar la tila, recuerda el almuerzo con Ruth. Una vez pasada la alegría inicial por el hecho de corroborar que algo debe de sentir Eugenia Llort por él, le preocupa (y en parte es bueno que se preocupe por algo que no sean los miedos y los vértigos) el uso y el abuso que Ruth ha hecho del calificativo rara refiriéndose a Eugenia Llort. Ruth puede ser una mujer franca, demasiado franca a veces, pero no usa las palabras a la ligera. Por eso no soporta los insultos. Y no habría utilizado el calificativo rara si no hubiese considerado que esta palabra era la más adecuada para definir a Eugenia Llort. Pero ¿qué elementos tiene para juzgarla? Solo uno: la terapia de él, un hombre acerca del cual no es objetiva porque siente celos retrospectivos. Aun así, ha consultado con psicólogos y ha concluido que «no es normal» que una terapeuta vea a su paciente cada día. Tal vez tiene razón. Quizá es exagerado que Eugenia Llort vaya a verlo cada noche al Teatro Romea. Al fin y al cabo, él ha conocido a actores con ansiedad, de los que aparecían soñolientos a causa del efecto de los sedantes, y nunca han actuado con el psicólogo en primera fila.

Pero Eugenia Llort va al Romea porque, independientemente de si siente algo por él, debe de gustarle el trabajo bien hecho. Además, tiene pocos pacientes, acaba de abrir su consulta y se lo puede permitir. Y ¿cómo es que tiene pocos pacientes? Otra rareza. Si hasta ahora trabajaba en una consulta, debía de tener una clientela habitual. Es extraño que, siendo una psicóloga tan cordial y con todas las virtudes, algunos pacientes, por no decir muchos, no la hayan seguido a la nueva consulta.

Llega el fotógrafo de The New York Times. Un joven afable que se llama Martin, con el pelo peinado hacia atrás, la cola de caballo. La ropa le va ancha, hasta el extremo de que los vaqueros se le caen y dejan entrever los calzoncillos.

Martin va al grano: le pide a Héctor si puede sentarse en el fondo, en el rincón, en el sofá más voluminoso de todos, el que da a la esquina con la calle de Gràcia (la calle de Eugenia. ¿Qué andará haciendo ahora Eugenia?).

Él mira a la cámara como la miraría Dick Diver. La mirada soñadora, inseparable de una fuerza idealista.

—¿Puedes ponerte de pie, por favor? —le pide el fotógrafo.

Héctor le contesta que, si no le importa, preferiría estar sentado. Teme perder el equilibrio (si bien esto no se lo dice).

Enseguida se siente culpable por haber dicho que no a este fotógrafo tan simpático. Para compensarlo, le propone hacer algunas fotos con una copa de cava en la mano. Después de todo, su personaje estaría bebiendo champán francés.

—Genial —dice el fotógrafo.

Hace un gesto a Ermengol y le pregunta si le podría traer una copa de cava.

—Que sean dos —añade el fotógrafo Martin.

Las dos copas de cava que les sirve Ermengol son de Pere Ventura vintage 2009 (quince euros cada una).

Continúan haciendo las fotos, y Héctor, mirando a la cámara con la copa en la mano, se siente protagonizando un anuncio de Navidad. Cruza las piernas, sonríe. Le viene a la memoria un momento de Suave es la noche en el que la voz en off dice que la bebida hacía que los momentos felices del pasado coincidiesen con el presente, como si los estuviesen viviendo todavía. Héctor, a pesar de ser abstemio, nunca ha tenido nada en contra del alcohol. Al contrario: está a favor de todas las drogas, las legales y las ilegales, porque son una forma de trascender el ego. Hace años vio en un documental que incluso los gatos se drogan con objeto de desconectar de ellos mismos: en el campo, buscan una hierba que los deja colocados.

Sí, él está a favor del alcohol aunque no beba desde que se lo prohibió, cuando salió del Instituto del Teatro y constató que, con las resacas, no podía trabajar bien. Es más, una persona que no beba alcohol es sospechosa: suele ser rígida mentalmente. Él también debe de serlo, claro.

—¿Héctor? —dice el fotógrafo.

—Sí, perdona.

—¿Puedes tomar un sorbo de cava?

—¿Cómo?

—Beberlo.

Él bebiendo cava. Tan solo un poco.

No se acabará el mundo. De hecho, este fin de semana ha visto a Eugenia en el bar del Romea beberse dos copas. De modo que Héctor bebe.

Es muy bueno, este cava. Toma otro sorbo, mientras cambia de postura en medio de los cojines amarillos y rojizos del sofá.

Cuando termina la sesión fotográfica, el siguiente impulso lo pilla por sorpresa. Va a recepción y le pregunta a la recepcionista:

—Quisiera saber si tiene alguna habitación libre para esta noche. Una habitación que dé a la calle de Gràcia.

La recepcionista (se llama Ecaterina, según la placa que lleva en la chaqueta) adopta una expresión medio sorprendida. No debe de estar acostumbrada a que le pidan habitaciones que dan a una calle minúscula. Las habitaciones más solicitadas deben de ser las que tienen vistas al paseo de Gràcia, y no a una calle estrecha en la que solo hay una tienda de antigüedades y una iglesia. La recepcionista Ecaterina continúa tecleando en el ordenador.

—Se me olvidaba. ¿Podría ser en el último piso, la habitación? El de arriba de todo.

Las habitaciones que él suele ver desde la consulta son las del último piso.

La recepcionista asiente con la cabeza, incorporando la información, y al cabo de unos instantes le dice que sí, que ningún problema. La habitación 514 está libre.

Ecaterina le hace rellenar un formulario, le pide la tarjeta de crédito. La broma le costará doscientos cuarenta euros. El folleto que le entrega informa de que el Hotel Casa Fuster de cinco estrellas respeta el interior del edificio, de 1908, de estilo modernista, catalogado como patrimonio de la humanidad. También informa de los extras, opcionales: flores en la habitación, 50 euros; la botella Pere Ventura vintage, 60; una de champán, 131.


Ha venido a la vida a mirar, y no a ser mirado, piensa mientras sube en el ascensor. El aire está estancado. La luz anaranjada, débil.

Le viene a la cabeza la tarde de julio de 2007 en la que, gracias a Ermengol, tuvo el privilegio de ser espectador, el único espectador, del ensayo de Woody Allen tocando el clarinete.

Woody Allen lo había marcado de una manera indeleble, por diversos motivos. No solo porque, como él, era tímido y había salido adelante. También porque no iba por la vida de gran director. Era consciente de sus limitaciones. Nunca había tenido un público masivo ni había hecho un tipo de cine demasiado rentable: las suyas eran películas modestas hechas con presupuestos modestos. No había creado escuela, los directores jóvenes no lo imitaban. Se veía a sí mismo como el músico Thelonious Monk. «Aunque él era un genio», matizaba Allen en la biografía de Eric Lax que Héctor había devorado en una noche. Thelonious Monk decía que no se debía tocar lo que el público quisiera: se debía tocar lo que uno quería y dejar que la música atrapase al público.

En cuanto a las críticas, el maestro Allen no las leía. Decía que era absurdo leer que eras un genio de la comedia, o que actuabas de mala fe. Si las críticas hablaban bien de ti, te envanecías, y si te dejaban como un trapo sucio, te deprimías. Uno tenía que limitarse a trabajar, y no pensar en los elogios ni en el dinero. «Cuanto menos pienses en ti mismo, mejor». Aquello le había gustado a Héctor: no pensar en uno mismo. Adiós al ego. «No pensar en uno mismo, como un pícher de béisbol: cuanto menos consciente sea de sus movimientos, mejor».

Sí, Woody Allen había sido, y era, el referente. Cada año Héctor esperaba como agua de mayo su última película. Gracias a sus películas había descubierto, bastantes años atrás, la costumbre, muy americana, de contarle la vida a un desconocido llamado «psicólogo».

Aquel julio de 2007 no acababa de creerse que estaría justo enfrente de él. Con un poco de suerte después del ensayo tomarían un café y charlarían, no de cine, pero sí de la vida, de lo más importante actualmente para Allen, sus rutinas en Nueva York: llevar a los niños al colegio, acudir a la sala de montaje. ¡Qué ilusión, hablar con el maestro! También le habría hecho ilusión conocer a Robert de Niro. Pero la fragilidad de Woody Allen lo hacía más entrañable.

Aquel mediodía —que recuerda justo cuando está a punto de entrar en la habitación 514, y quizá piensa en ello con morosidad porque está a punto de cometer una locura: espiar a su psicóloga—, Woody Allen llegó en una furgoneta negra de cristales oscuros. Solo lo acompañaba el chófer; ni secretaria ni agente. Tampoco había admiradores en la puerta, y eso que lo buscaban por toda la ciudad. Estaba rodando Vicky Cristina Barcelona, y, como aquí era una celebridad, si los barceloneses se hubiesen enterado de que ensayaba en el Bar Vienés habrían hecho cola para pedirle autógrafos, igual que hacían cola ante el Hotel Arts, donde se alojaba, y en los lugares de Horta donde rodaban Penélope Cruz y Scarlett Johansson («una pánfila con el culo gordo», según Ruth, que ya estaba viviendo en el piso de Héctor). Los periodistas esperaban a Woody Allen en la puerta del restaurante Ca l’Isidre, donde solía ir a comer pulpitos para cenar y donde, a la hora del postre, se quedaba dormido, según había publicado la prensa rosa.

Una vez encima del pequeño escenario del Bar Vienés, se arremangó la camisa blanca, cerró los ojos y comenzó a tocar el clarinete. De vez en cuando se quitaba las gafas de pasta negra para frotarse los ojos con un pañuelo blanco. Volvía a apretar los párpados y continuaba tocando. Su ensimismamiento era increíble. Y cómo disfrutaba de ese ensimismamiento. Todo él se dejaba llevar por la música de jazz de Nueva Orleans. La pierna izquierda seguía el ritmo del banjo, golpeaba el escenario con la suela de los zapatos marrones, de invierno. Vestía pantalones de pana. El hecho de que no diese importancia a la indumentaria, como en las películas, donde siempre llevaba las mismas camisas, formaba parte de su encanto.

Héctor, a unos diez metros del escenario, lo miraba boquiabierto. No se lo podía creer, el maestro tocando delante de él. ¿Tocaba para él? Un poco sí. Tocaba por su propio placer, pero segurísimo que lo tenía presente. Quizá Ermengol le había pedido permiso, y Allen no había puesto ninguna pega. Héctor nunca había actuado para un único espectador.

Por si fuera poco, un espectador incondicional, que no lo juzgaba. ¿Desafinaba, el maestro? Sí, pero las imperfecciones formaban parte de su encanto, igual que los pantalones de pana en pleno verano.

La hora pasó volando. Mientras los músicos recogían los instrumentos, Ermengol los presentó. El maestro Allen sonrió, una sonrisa fugaz y amistosa en sus labios finos.

Se estrecharon la mano.

El maestro continuó sonriendo y mirándolo con sus ojos acuosos, esperando que él le dijese algo. Era el momento de invitarlo a tomar un café, nada, unos minutos, para hablar de Nueva York, de Barcelona. El momento de agradecerle que lo hubiese aceptado como espectador. El momento de expresarle su admiración, como hacían con él los verdaderos admiradores que lo esperaban a la salida del teatro. Para un actor, para un músico, estas palabras de ánimo eran el bien más preciado. Para Woody Allen, más que las de cualquier crítico. Total, no los leía…

Pero a Héctor no se le ocurría ninguna réplica.

El maestro continuaba mirándolo, esperando que él le dijese algo del estilo de lo que le solían decir todos los actores españoles: que el sueño de su vida sería trabajar con él. Pero Héctor no se vería capaz de trabajar con Woody Allen. Por el inglés, ningún problema. El problema era la autoexigencia, su mente puntillosa. No estaría a la altura del maestro.

Quería una réplica mejor. Una réplica que no se le ocurría.

Lo ideal sería una réplica divertida y elegante, relacionada con los pantalones de pana, o con el hecho de que tenía encanto incluso cuando desafinaba. Pero ¿cómo iba a atreverse a decirle a Woody Allen que desafinaba? No, aquella no era una réplica adecuada. Lo ideal habría sido un chiste, pero Héctor tenía una pésima memoria para los chistes. Solo recordaba uno, en estos momentos, de Woody Allen. Aquel que decía que los mosquitos mueren entre aplausos.

Pero ¿qué sentido tenía contar un chiste al autor del chiste?

Cualquier otro actor habría tenido una salida graciosa. Y se habría reído con el maestro. Quizá se habrían hecho amigos y habrían ido a comer pulpitos. Pero a él no se le ocurría nada de nada. Estaba literalmente en blanco.

Al final fue el maestro el que rompió el hielo, antes de salir hacia la furgoneta negra.

Thank you —le dijo Woody Allen mirándolo con unos ojos entre curiosos y compasivos.


La habitación 514. Ya ha entrado. Antiguamente debía de formar parte del desván del edificio. Tiene el techo inclinado. El ambiente es de un lujo acogedor. Las paredes, el suelo y hasta el nórdico de la cama son de color marrón oscuro.

Entrando a mano derecha hay un cuadro gris, una acuarela de la fachada de la Casa Fuster que le recuerda el efecto del primer ataque de ansiedad: la tinta diluida.

Sobre la mesita en la que suelen desayunar los clientes que él ve desde la consulta, reposa el libro Universo Dalí. Entrando a mano izquierda, un escritorio con unos altavoces para el iPod, un catálogo del restaurante del hotel, el Galaxó, y otro titulado «Dulces sueños», con toda la variedad de almohadas: Elba («para aquellos que duermen de lado»), Brasilia («para los que duermen boca arriba»), Ergofibra («recomendado para la zona cervical»), Victoria («fibra antimicrobiana y antifúngica») y Pisa («de grosor y firmeza muy adecuados»).

Y, por supuesto, están las ventanas. Por eso ha venido. Dos ventanas indiscretas que dan a un balcón, al que no se puede acceder: la barandilla es muy baja y alguien podría caerse. Abre el cortinaje, mira a través de la ventana, y, ahí mismo, está el piso de Eugenia Llort. Desde aquí se ven perfectamente tres habitaciones. El comedor, la consulta y una especie de gimnasio, con pesas y una cinta de correr. Hay luz en el comedor, pero Eugenia no está ahí; debe de andar por la casa.

Corre el cortinaje, no sea que ella vuelva y lo vea. Solo asomará la cabeza entre el cortinaje, como los compañeros que se asoman por el telón para ver quién ha ido o ha dejado de ir al teatro. En el Romea no necesitan hacerlo, gracias al monitor del camerino. El monitor por donde él ve llegar a la psicóloga que lo salva de sus pensamientos ansiosos.

Y así se lo va a agradecer: espiándola.

Asoma la cabeza entre el cortinaje y se dedica a mirar el comedor de Eugenia, una especie de loft que también hace de cocina y de estudio. Un par de lámparas iluminan las paredes de ladrillo visto; la luz tibia produce un efecto delicioso. No le sorprende que haya pocos objetos, al estilo de la consulta. Tampoco le sorprende que justo al lado de la ventana haya un escritorio: Eugenia debe de querer tener allí luz natural. Le sorprende ver tan bien el ordenador sobre el escritorio, un ordenador que está encendido: en la pantalla está la página del correo electrónico, el Gmail. Si ahora mismo tuviese unos prismáticos, podría leer el correo que Eugenia tiene a medio escribir. En casa aún tiene unos prismáticos de cuando iba con Ruth de excursión a ver los pájaros de los Aiguamolls de l’Empordà.

Enseguida se arrepiente de estos pensamientos. No, él no miraría los correos electrónicos de Eugenia, no es ningún fisgón.

¿Y qué está haciendo, entonces, en esta habitación?

Apaga las luces, abre un poco el cortinaje, acerca una butaca a la ventana y se sienta. Con las luces apagadas Eugenia no lo verá; la luz de la calle Gràcia es tenue.

Tarda unos veinte minutos en salir. Tiene el pelo mojado, se acaba de duchar. Va vestida con una blusa de seda con encaje que parece un camisón corto y que le da un aire de reposo seductor. En la mano lleva un plato, una cena ligera, una tortilla acompañada de lechuga, tomate y unas lonchas finísimas de jamón york o pavo. Parece que Eugenia no es una gourmet. Pero está en su casa, un domingo por la noche; no tendría sentido una comilona.

Él, cuando suele llegar a casa después de trabajar, mientras hace «la descompresión», como él lo llama, cocina pescado a la plancha, o sopa de verduras. Si viviese con ella, le prepararía buenos platos vegetarianos, tal como hacía antes con Ruth. Eugenia cenaría sola, a una hora decente, y cuando él llegase del teatro se sentarían con el ordenador portátil delante y verían En terapia. No, a Eugenia esta serie le daría pereza, la psicología es su pan de cada día. Una psicóloga «rara», según Ruth. ¿Lo es? ¿Tiene algún comportamiento extraño ahora mismo? En absoluto. Se ha sentado y está delante del ordenador, escribiendo. De vez en cuando, da un bocado. A cámara lenta. La tortilla se le va a enfriar.

Ve todo esto desde el hotel, y también ve, y se fija en ello por primera vez, un corcho en la pared, justo enfrente del escritorio. Un corcho enorme, de unos tres metros; es extraño que no se haya fijado hasta ahora; debe de estar lento de reflejos por el cava.

En el corcho hay recortes de periódico clavados con chinchetas, textos acompañados de fotos, la misma foto. Parece una foto de agencia, de las que se publican en todos los periódicos. Parece la imagen de una plaza de aparcamiento. ¿Del aparcamiento Ciutat Vella? Sí, sin duda. La foto debieron de sacarla el día después del asesinato, domingo, porque la plaza de aparcamiento está vacía. Hay una sombra en el suelo, una mancha oscura. O bien es una mancha de aceite, o bien es el rastro del charco de sangre de la chica muerta. Desde aquí él no lo puede saber. Necesitaría los prismáticos.

Lo sabrá cuando Ruth le pase la carpeta con los recortes de periódico. No apareció gran cosa, le ha dicho estos días, porque enseguida detuvieron al presunto asesino. Pero está claro que a Eugenia la poca cosa que los periódicos han publicado le interesa. En caso contrario, no tendría los recortes clavados en el corcho, justo enfrente del escritorio. Quizá quiere prepararse el regreso de mañana al aparcamiento. Quizá se documenta, como hace Ruth, o como hace él con los personajes. Pero es extraño que una psicóloga se documente. Ya lo tiene a él, en la consulta, cada día.

¿Y si los recortes tienen algo que ver con su actuación? La actuación de ella la noche del asesinato. No, las terapeutas no actúan. Acompañan. Y ella lo hizo muy bien. Una gran profesional. Héctor lo hizo constar en el informe de los Mossos d’Esquadra. Después de que el agente le preguntase si había notado «algún comportamiento extraño» en la psicóloga.

Tal vez el comportamiento extraño tuvo lugar. Quizá los periódicos se hicieron eco y por eso los tiene colgados en el corcho.

Tal vez Ruth lo leyó y lo guarda en la carpeta, y quizá por eso ha sido tan osada a la hora de calificar a la psicóloga como «rara».

Eugenia apaga el ordenador. Ya debe de haber contestado los emails. Se pone unos auriculares, un MP3, y se tumba en el sofá descalza. Hora de escuchar música. ¿Qué música escuchará? ¿Música clásica? ¿Música para conciliar el sueño?

Han pasado unos minutos. A quien le ha entrado sueño ha sido a él. Se ha quedado dormido. Estaba cansado: el almuerzo con Ruth, la función, la sesión fotográfica, el cava. Se ha quedado dormido en la butaca, delante de la ventana. Suerte que las luces de la habitación 514 están apagadas y Eugenia no puede haberlo visto. Ella también debe de haberse ido a dormir, porque el comedor está oscuro.

Volverá a casa, a cambiarse de ropa: a las diez de la mañana tiene que estar en la esquina de las Ramblas con la calle del Hospital, el lugar donde quedaron para ir juntos al aparcamiento. Antes de irse, se ducha. Ya que no ha aprovechado la cama, al menos prueba la ducha. El chorro de agua fría lo revitaliza. ¿Tiene resaca? Ni idea. El lavabo es grisáceo, de mármol, y el jabón, Loewe. Hay dos albornoces, dos pares de zapatillas, todo con el nombre grabado de Hotel Casa Fuster y un incomprensible subtítulo: «Monumento». Qué despropósito, el subtítulo. El hotel es bonito, pero el marketing se podría mejorar. Se viste, baja a recepción y paga los doscientos cuarenta euros más la tasa turística por haber dormido una noche en Barcelona. El Bar Vienés está cerrado, aún no sirven desayunos, deben de ser las cuatro o las cinco de la madrugada.

Coge un taxi. Una vez en casa, escucha los mensajes del contestador, un hábito antiguo, como diría Ruth. Precisamente el único mensaje es de ella: le agradece la caja de Trankimazin. Ya se ha tomado una pastilla y le ha ido la mar de bien, la ha dejado «en estado de flotación». Acaba diciéndole que mañana irá a la fábrica de maniquís de Olot, a proseguir con el reportaje, y que por la noche lo llamará para saber cómo le ha ido a él en el aparcamiento. «Que vaya bien», le dice antes de colgar.


—¿Has descansado bien? —es lo primero que le pregunta Eugenia, a las diez de la mañana, en la esquina de las Ramblas con la calle del Hospital.

Él no sabe cómo interpretar la pregunta. ¿Lo habrá visto en la ventana del hotel? No, en su expresión no habría amabilidad, sino indignación. O lo habría llamado hace un buen rato para anular el encuentro: «Discúlpame, pero no me encuentro bien. Iremos otro día al aparcamiento». O bien se habría enfadado tanto que habría abandonado la terapia. No, no puede haberlo visto. Ha tomado, o tomó, todas las precauciones: las luces apagadas, las cortinas corridas.

—Sí, gracias. He descansado bastante bien.

No miente del todo. Al menos se ha distraído de los pensamientos ansiosos. No se ha pasado la noche dando vueltas a la perspectiva de regresar al aparcamiento.

Y ahora ya están volviendo allí. La calle del Hospital, un lunes por la mañana. Solamente están abiertos bazares y tiendas de fruta. A pesar de que el cielo está cubierto y pronto lloverá, los trabajadores de Barcelona Neta riegan el suelo con mangueras.

La única ocasión en que caminaron por aquí juntos fue el día siguiente del asesinato, cuando ella lo fue a rescatar a Canaletas y lo cogió de la mano. Va vestida de manera informal, como en la guardia de emergencias, con vaqueros, zapatillas de deporte, una camiseta negra ceñida. Ropa cómoda, supone él, por si tiene que atenderlo deprisa y corriendo y tiene que sentarse en el suelo.

En la entrada del aparcamiento no hay nadie, Nacho debe de estar en otra planta o en la oficina. Siendo lunes por la mañana, hay pocos coches. Eugenia anda con una cautela lánguida y educada, ambos saben adónde van, vuelven al escenario de un crimen. Ya no debe de estar acordonado con las cintas azules de la policía o de los Mossos d’Esquadra, ya se debe de poder aparcar. Quizá en un rincón hay un ramo de flores en memoria de Marina C.

Bajan la escalera. Él espera instrucciones. Que Eugenia le diga en qué tiene que pensar una vez que estén delante de la plaza número 33c: si tiene que tener la mente en blanco para que le vengan nuevo recuerdos.

El sótano –1 es exactamente como lo recordaba, si bien hoy apenas hay coches. Las paredes blancas, la mitad inferior negra, con una raya azul entremedio. En la pared de la plaza 33c hay dos extintores y, en el techo, un tubo fluorescente estropeado, que parpadea. La única secuela del crimen es la sombra en el suelo muy tenue, la sombra de la fotografía.

—Héctor, lo haremos como si estuviésemos en la consulta. Volveremos a recordarlo todo. Con un poco de suerte, la de hoy no será una repetición más.

Él se siente como si tuviese que recitar, en el escenario, por primera vez, un guion que ya ha memorizado. Así pues, vuelve a esbozar la crónica de los hechos.

Le cuenta a la psicóloga Llort —que escucha con los brazos cruzados, con gesto serio, un poco tensa— que aquel sábado habían acabado de representar la función con el aforo completo, a pesar de que jugaba el Barça. Le cuenta que, al terminar, los compañeros le propusieron salir de copas y que él había declinado la invitación argumentando que tenía sueño. (Piensa: si me hubiese ido de copas, no habría visto el asesinato. ¿Tanto me costaba tomar una copa? Las últimas horas he tomado unas cuantas, de cava, y no se ha acabado el mundo. Si hubiese salido de copas, ahora no estaría aquí).

—Continúa, por favor.

Luego ya hubo los disparos. Justo cuando se encontraba a unos cuatro o cinco metros de donde están ahora, al lado de aquel pilar, escuchó las detonaciones. «Se han pasado», pensó, creía que eran petardos. Ya había escuchado petardos antes, mientras hablaba con Nacho. En Canaletas debían de estar celebrando la victoria del Barça. «Se han pasado», pensó, y luego pensó que había sido Nacho quien había disparado aquellos truenos, aprovechando que estaba en la calle. Recuerda el tubo de escape de la moto de gran cilindrada. Y la siguiente imagen ya es la de Marina C. Una chica pelirroja, de pelo largo, tumbada en el suelo. Justo allí donde está la sombra. Que no es ninguna sombra, ahora que se fija, sino una mancha. Sí, la mancha que salió en los periódicos es el rastro del chorro de sangre. No es una mancha de aceite.

—¿Has visto los periódicos?

No, no. Los recortes los tiene Ruth, en la carpeta. Pero él sabe que en las fotos había una mancha. No sabe nada más.

—De acuerdo. Continúa.

Marina C. iba bien vestida. Debía de regresar de una cena o de una fiesta, y debió de tropezar. Debió de torcerse el tobillo y no podía levantarse. Llevaba un vestido vaporoso. Un tatuaje en el omóplato. A medida que él se acercaba a ella, lo entendió todo con una claridad meridiana. Los petardos que no eran petardos, sino disparos. La mirada llena de desconcierto. La chica respiraba con una lentitud aterradora.

—¿Recuerdas de qué te sonaba su cara?

De momento no recuerda nada.

—¿Nada de nada?

Nada de nada.

—La habías visto antes, ¿verdad?

Sí, pero sigue sin recordar cuándo ni dónde.

—Tranquilo. Tenemos tiempo. Tómate el tiempo que necesites.

Tampoco recuerda si él la ayudó, ni cómo; no debió de ayudarla mucho, si igualmente murió, la pobre. Ni tampoco recuerda quién hizo la llamada a emergencias, ni cuánto tardó en llegar la ambulancia. Y quiere recordarlo.

—Héctor, no te preocupes. No tenemos prisa.

Después de decir esto, Eugenia se gira, se dirige hasta el rincón del ascensor, donde hay unas cuantas sillas plegables, de plástico, apoyadas en la pared. Vuelve con dos sillas y prosigue con las instrucciones:

—Nos quedaremos aquí sentados un rato. A ver si te viene alguna imagen. Si te viene algún recuerdo nuevo, será en forma de imagen.

Permanecen en silencio. El aparcamiento está vacío. Pocas oficinas, en el barrio del Raval. Se oye el ruido sordo de un coche que se aleja. Él piensa: las imágenes. Le tienen que llegar nuevas imágenes. O bien de la cara de ella, del lugar en el que se conocieron, o bien imágenes relacionadas con el rato que tardó la ambulancia.

Todo lo que nos llevaremos de esta vida: imágenes. El inconsciente prefiere las imágenes a las palabras y los conceptos. El inconsciente, que lo quiere proteger.

Tiene que dejar de pensar, tiene que relajarse. Tiene que hacer respiraciones profundas, como cuando le viene un ataque. ¿Cómo es que ahora no lo asalta la ansiedad? Se encuentra justo donde pasó todo y, no obstante, se siente tranquilo. Quizá es porque está cerca de la terapeuta Llort. El efecto santuario. Como cuando, en el Romea, está sentada en primera fila. «Celebro ser tu espectadora santuario», le dijo mientras paseaban. Uno de aquellos momentos de complicidad. Hoy, en cambio, adopta el rol de psicóloga distante.

Tiene que dejar de pensar. Tiene que dejar espacio para las imágenes. Otro de los motivos por los cuales prefiere el teatro al cine y las series es que no se sustenta tanto en las imágenes. También pesa la atmósfera, si el teatro huele a cerrado, si el público tiene tos, si fuera hace un buen día, si juega el Barça.

—Buenos días, ¿os puedo ayudar?

Es la voz de un hombre. Es Espada, uno de los vigilantes. Los mira con unos ojos pequeños y entornados que se asemejan a la ranura de una hucha. Debe de haberlos visto a través del monitor: un hombre y una mujer en medio del sótano –1, sentados en sillas plegables, como si estuviesen en el comedor de su casa. Una imagen irracional.

—Estamos recordando la noche de los hechos —le dice Héctor con aplomo, como si estuviesen recordando las vacaciones de verano.

—¿La noche de los hechos?

—La noche en que mataron a aquella pobre chica.

Espada les lanza una mirada interrogante. Debe de captar la excitación reprimida de ellos dos.

—¿Y Nacho, hoy no está? —le pregunta Héctor cambiando de tema. No viene al caso decirle que la mujer que lo acompaña, y que ahora tiene una expresión de reserva, extremadamente seria, es psicóloga. No viene al caso que le cuente que están esperando que a él le vengan imágenes.

—¿Nacho? —dice Espada—. ¿No lo sabe?

—¿El qué?

—Nacho está de baja. El pobre, como usted sabe… —Espada no recuerda su nombre.

—Héctor.

—Como usted sabe, Héctor, el pobre aquella noche estaba de guardia. Y se ha hundido. El médico le ha firmado la baja por depresión.

—Lo siento mucho.

—Es que el tema de la denuncia ha sido muy fuerte.

—¿La denuncia?

—Sí, la denuncia. ¿No se ha enterado? Ha salido en los periódicos.

Los periódicos. Lo que le faltaba. Han venido al aparcamiento porque él no tenía que leer los periódicos todavía, y ahora resulta que Espada está a punto de revelarle lo que publicaron. Lo que dicen los recortes de periódico que Eugenia tiene colgados en el corcho del comedor. Los recortes que Ruth le guarda en una carpeta. Todo el mundo sabe lo que publicaron menos él. Quizá es una cruz con la que tenemos que cargar, la de saberlo todo en todo momento y que nos arrojen basura en forma de palabras e imágenes. Las conciencias de la población como un continente invadido.

—Deduzco que no los ha leído —dice Espada, mientras se ajusta las gafas sobre la nariz.

Tiene ganas, piensa Héctor, de contar qué decían los periódicos. Y está a punto de aguarles la fiesta. Eugenia debería cortar la conversación en este punto. Pero no dice nada. Cada vez parece más tensa.

—Los periódicos nos han hecho mucho daño —prosigue Espada—. La clientela ha caído en picado. A ver: ellos hicieron su trabajo, publicaron la noticia. Una desgracia le puede pasar a cualquier aparcamiento. Como ha dicho el representante del gremio, no nos podemos permitir contratar seguridad privada. Vale, hasta aquí todo entra, dentro de la desgracia, en la normalidad. Lo que nos ha matado ha sido la denuncia. Bueno, perdón, matado no es la palabra; siento haberla usado; quiero decir que nos ha hundido.

—¿Qué denuncia?

—Sí, perdón, me he ido por las ramas. El marido de la mujer muerta ha denunciado al aparcamiento, por omisión y negligencia. Lo que nos faltaba. —Héctor siente un estremecimiento, y piensa: «Escucha. Escucha y punto. No hagas cavilaciones. Escucha lo que te está diciendo este hombre»—. Resulta que el marido de la mujer es médico, y está convencido de que si hubiésemos llamado a emergencias inmediatamente, ella se habría salvado. Y, por supuesto, Nacho se lo ha tomado como algo personal. Tiene claro que la denuncia es contra él, aunque formalmente vaya dirigida al aparcamiento. Cree que si no hubiese salido a fumarse un pitillo, si no se hubiese distraído, habría podido salvarle la vida a la pobre mujer. El marido médico está convencido de ello: ha escrito una nota de prensa en que explica que los dos disparos de bala no dañaron ningún órgano vital y que su mujer murió porque perdió mucha sangre.

Héctor permanece en silencio. Siente el pulso latiendo bajo la piel.

—En fin, así estamos. Usted estaba aquí aquella noche, según me dijo Nacho.

—Sí, salía del Romea, de trabajar.

—¿Y todo bien?

—¿Cómo?

—¿Se encuentra bien, al menos?

—Voy tirando. Gracias.

—Tengo que volver a la entrada —cierra la conversación Espada—. Ustedes a lo suyo, sin prisas. Si necesitan algo, ya saben dónde estoy.

No necesitarán nada más, piensa Héctor, porque no tienen nada más que hacer. Ya no podrá hacer su relato: le ha venido dictado por Espada.

—Lo siento muchísimo —le dice Eugenia—. Me habría gustado que lo hubieses sabido de otra manera.

Está abatida. Es lógico: ha fallado su estrategia para que le viniesen nuevos recuerdos.

Devuelven las sillas a su sitio y se marchan del sótano –1. Mientras suben la escalera, en el rincón donde hay un dibujo de la Boquería, él se marea y se agarra a la barandilla. Por primera vez intuye que los vértigos y los mareos son dos síntomas diferentes. Ahora no pierde el equilibrio, sino que lo ve todo borroso, desenfocado, como si tuviese mucha presión en el cerebro, como si tuviese agua; las orejas tapadas. Quizá mientras escuchaba a Espada ha retenido el aire durante demasiados segundos. Dejar de respirar debía ser la manera de digerir la información. O, al contrario: quizá ha respirado demasiado deprisa, ha hiperventilado, y no le llega suficiente oxígeno al cerebro.

Eugenia se da cuenta y le coge la mano. Así salen del aparcamiento: cogidos de la mano.

Llueve. Un turbión. Las nubes hinchadas de humedad han reventado como si fuesen globos.

Se están mojando.

En la mano de ella no hay firmeza, es una mano de mantequilla. Y, encima, está tan seria, se la ve tan afectada que Héctor piensa que en realidad es él quien le coge la mano a ella.


Una vez en la calle del Hospital, enfrente de la panadería Forn Boix, ella hace ademán de despedirse. Pero Héctor no quiere dejarlo aquí, le gustaría que charlasen un poco. Si hablan aunque sea de la lluvia, los dos se irán más sosegados.

No sabe qué decir, para variar. Y no quiere hacerle preguntas inquisitivas, del estilo de «¿Cómo es que estás tan afectada?» (la pregunta que haría Ruth).

Al final opta por el agradecimiento:

—Eugenia, discúlpame un momento de nada. Tan solo quiero agradecerte lo que has hecho. Te agradezco que hayas intentado que yo mismo hiciese mi relato. No ha sido posible, pero al menos lo hemos intentado.

Héctor está hablando por hablar, le da apuro despedirse de ella, le da apuro quedarse solo. Hoy es lunes, su día festivo, y por la noche no se verán en el Teatro Romea. Espera que a partir de ahora todo continúe igual: la consulta de cada mañana y, por la noche, ella sentada en primera fila del teatro. Pero ¿y si ella da por concluida la terapia? Al fin y al cabo, en la consulta él ya no tendrá que intentar recordar nada. Si en el aparcamiento no le han venido nuevos recuerdos, aún le vendrán menos en la consulta. Además, ahora ya sabe que la ambulancia llegó tarde. Ya sabe que él lo podía haber evitado. Es verdad que todavía no recuerda de qué le sonaba la cara de la chica, lo más probable es que un día le firmara un autógrafo. No tendría tanta importancia, en el sentido de que aquello no cambiaría nada significativo. Consecuentemente, no sería extraño que mañana Eugenia Llort, en el ambiente plácido de la consulta, le dijese que da por finalizada la terapia. Que han procurado que él hiciese su relato: no ha sido posible y es hora de pasar página. Si mañana Eugenia le dice que da por terminada la terapia, cosa que no sería muy extraña, viendo cómo está ahora, abatida, mirándolo sin mirarlo, perdida en sus pensamientos (debe de estar cavilando acerca de esta posibilidad), él tendrá que pedirle por favor que no.

Quizá, antes de que llegue ese momento fatídico, aquí y ahora él debería dejarle claro que la necesita. Porque en el Teatro Romea sería incapaz de actuar sin ella. Y Suave es la noche aún permanecerá en cartel unos cuantos meses. La necesita más de lo que deben de necesitar la mayoría de los pacientes a la mayoría de los psicólogos. Psicólogos, como dice Ruth, a los cuales solamente ven una vez por semana. Necesita a Eugenia Llort porque si últimamente la vida de él tiene un cierto equilibrio, equilibrio no en el sentido físico, sino en el mental, es gracias al hecho de verla cada día. Ahora mismo, le gustaría decirle: «Te necesito». Pero no sería la mejor réplica. Ahora mismo se le tiene que ocurrir una réplica inteligente y clara. Y debería ocurrírsele rápido, Eugenia se debe de estar cansando de estar parada en mitad de la calle mojándose; una lluvia con una cualidad oscilatoria; su pelo negro mojado; los ojos medio abiertos, humedecidos; unos ojos que lo miran sin mirarlo; hay algo profundo en la mirada de ella, una compasión que va más allá del significado habitual y que también envuelve los significados de lástima, afinidad, ternura.

Se le tiene que ocurrir una réplica, ahora mismo. Una manera de decirle que la necesita. Si no tuviera el sentido del ridículo tan acentuado, si fuese un actor con mayúsculas, de los que van por la vida de actores, ahora y aquí le cantaría aquella canción: Stand by Me. Quédate a mi lado. Sus compañeros no tienen manías a la hora de cantar. Y si no cantan, recurren a un verso de Shakespeare o a un chiste de Woody Allen. Actores de emotividad y gestualidad desatadas, que montan el numerito. Se les ocurren réplicas ingeniosas. No, a él no se le ocurre ninguna réplica para decir ahora a esta mujer que está absorta, encerrada en sí misma —debe de estar pensando en concluir la terapia—, y él tiene que reaccionar antes de que sea demasiado tarde, hacerle esta petición como si fuese un gran favor: la necesita. Stand by Me. Tiene que decírselo, aunque quede ridículamente dramático e insensato. De manera que se lo dice:

—Eugenia, no sé qué haremos a partir de ahora. En la consulta ya no tiene sentido intentar recordar. Ahora ya lo sé todo, o al menos sé los hechos principales. No sé qué haremos a partir de ahora, pero te aseguro que en el Romea sería incapaz de actuar sin ti, como bien sabes. Por tanto, tengo que pedirte que te quedes conmigo. Quédate conmigo.

Se arrepiente justo después de haberlo dicho. Se lo ha dicho con tono imperativo. Al menos podría haber dicho: «Por favor, quédate conmigo». O «Por favor, ¿podrías quedarte conmigo?». «¿Podremos continuar haciendo terapia?».

Pero Eugenia no se lo tiene en cuenta. Baja de la nube, dibuja una sonrisa amable y reacciona como siempre, de acuerdo con su gran humanidad:

—Por supuesto, Héctor. Faltaría más. No tienes que preocuparte por nada.

—Muchas gracias.

—¿Te ves con fuerzas para volver a casa?

—Sí.

—Pues nos vemos mañana por la mañana en la consulta.

La tarde, aprovechando que tiene fiesta, Héctor la dedica a escribir este documento Word, con el fin de evitar que el pensamiento se le complique en ramificaciones extrañas. Una tarde de una vacuidad total.

Por la noche, viendo que Ruth no lo ha hecho, llama él. Quiere preguntarle cómo le ha ido la visita a la fábrica de maniquís de Olot y quiere contarle la visita al aparcamiento.

Ruth no contesta al teléfono móvil. Lo tiene apagado. La llama al fijo y lo coge su compañera de piso, Paula. Le dice que Ruth no puede ponerse, que está en la cama. No se encuentra bien. Se ve que hoy, en la fábrica de maniquís, ha tenido «una crisis» de ansiedad. Suerte de los tranquilizantes que él le había dado. Aun así, la han dejado fuera de combate, porque se ha tomado dos.

—¿Dos tranquilizantes de golpe? —le pregunta él.

—Ya sabes que Ruth es todo o nada.

Paula añade que Ruth ha ido a tumbarse un rato, y supone que ya no se levantará hasta mañana por la mañana. Le dirá que él ha llamado.

Héctor no sabe qué hacer, no sabe cómo llenar la noche. Si tuviera función, al menos dejaría de pensar en sí mismo. Qué cansada es la propia personalidad. Le gustaría hacer un clic y desconectar de los pensamientos.

Es lo único que deseas en momentos como este, dejar de pensar. El pensamiento dando vueltas sobre sí mismo, como un remolino.

Decide regresar al Hotel Casa Fuster. Allí se distraerá.


—¿Una copa de cava, señor Amat? —le pregunta Ermengol en cuanto llega al Bar Vienés.

Sí, por supuesto, gracias.

Al cabo de un instante, Ermengol vuelve con una copa de Pere Ventura vintage. Mientras le llena la copa, le dice:

—Perdone que me meta donde no me llaman, señor Amat. Siendo como es una celebridad, no pasa desapercibido entre el personal de hotel cuando se queda una noche, como hizo ayer. Fue una sorpresa para todos nosotros, y un honor.

—Gracias, Ermengol. Es muy amable.

—Lo hemos comentado este mediodía, en una reunión improvisada entre un servidor y el personal de recepción. Y hemos llegado a la conclusión de que un hombre de su categoría, que contribuye al prestigio del hotel, se merecía una de las habitaciones que dan al paseo de Gràcia, y no la 514. Puedo decir en nombre del hotel que lamentamos no haberle recomendado una de nuestras suites. La 311, por ejemplo, estaba libre.

—No se preocupe, Ermengol. Estuve muy cómodo.

Ermengol es una joya. De entrada porque no le hace preguntas inquisitivas: no le pregunta qué demonios hace ahora mismo, un lunes por la noche, en el bar, solo, cuando podría estar con la gente interesante del mundo de la farándula. Tampoco le pregunta por qué narices se quedó a dormir en un hotel de Barcelona viviendo en Barcelona (Ermengol no sabe que vive en las afueras, no lo ha dicho en ninguna entrevista).

—¿Volverá a quedarse entre nosotros, esta noche?

De momento, beberá más cava Pere Ventura.

Al menos con el cava dejará de pensar. El pensamiento dando vueltas como un remolino. En momentos como este, lo único que quieres es distraerte. Héctor está tranquilo solamente porque sabe que continuará la terapia con Eugenia. Solo por eso. De fondo, persiste la punzada de culpabilidad: ha quedado demostrado que él cometió un error no llevando el teléfono móvil. ¿Realmente fue un error? Fue mala suerte, si bien su inconsciente lo debe de percibir como un error. La ansiedad también debe de estar provocada porque, inconscientemente, ha sabido desde el primer día que él podía haber ayudado más y mejor a Marina C. Y que incluso le podía haber salvado la vida si hubiese llevado teléfono móvil. Si no hubiese hecho el ayuno de noticias. Si no se hubiese aislado de la vida real para preparar el personaje. Si no tuviese que trabajárselo tanto. Si no percibiese el talento como una larga conquista. Si pudiese improvisar, beber, cantar Stand by Me, tomarse la vida a la ligera. Si tuviese, en definitiva, lo que tiene que tener un buen actor.

Suele experimentar un oscuro abatimiento como el de ahora cuando comete errores encima del escenario. No es un actor genialoide, pero al menos es un actor regular, sin altibajos. Eso significa que no comete errores. Por eso no sale de fiesta: para estar en plena forma. Por eso ha currado tanto durante los meses previos de ensayos (aunque hoy en día los ensayos no te los paguen; empiezas a cobrar el día del estreno). Por eso se ha aislado en una burbuja: para bordar el personaje, en la medida en que se lo permiten sus limitaciones. ¿Verdad que los pilotos de aviación o los cirujanos no pueden permitirse según qué errores? Pues los actores tampoco.

Pero de vez en cuando, aparecen. Él es humano, no es un maniquí. Y cuando comete errores, sale del teatro hecho polvo. No tiene ganas de intercambiar comentarios con los seguidores que le esperan en la entrada. De manera que, por si acaso, siempre tiene localizadas las puertas de emergencia del teatro en el que actúa. Las puertas de emergencia le permitirán escabullirse después de una función en la que haya cometido un error imperdonable.

Sí, es demasiado autoexigente. La autoexigencia y la ansiedad: la cara y la cruz de la misma moneda.

Las mejores puertas de emergencia son las del Teatro Nacional. Sales por una de las puertas del fondo, y no te ve nadie. Vas a parar al césped que da a la calle Padilla. Bajas corriendo hasta el parking, que está allí mismo. Tienes que correr, antes de que los espectadores, que en aquel momento salen por la puerta principal, lleguen a la zona. Harías el ridículo si pocos minutos después de que te hayan aplaudido te vieran huir de ellos, avergonzado, por la puerta de emergencia.

Bebe más cava.

Le viene una reminiscencia.

¿Debida al cava? Probablemente. ¿El alcohol hace venir reminiscencias? Pues parece que sí.

Le viene a la memoria un episodio del Teatro Nacional que debe de ser significativo, porque lo recuerda muy bien. Ojalá en el parking Ciutat Vella le hubiesen venido imágenes con esta claridad.

El recuerdo es de hace cosa de un año. En el Teatro Nacional interpretaba el papel de John, el profesor de Oleanna, y una noche se equivocó de réplica. Dijo una frase que no venía a cuento, una frase que John le tendría que haber dicho a su alumna Carol al cabo de por lo menos tres cuartos de hora, cuando la tensión entre ellos dos habría aumentado y se habrían convertido en enemigos acérrimos. No venía al caso, aquella réplica. Y, aunque la actriz que hacía de Carol improvisó y salvó los papeles, Héctor se hundió.

Mientras proseguía la actuación, pensaba: «Equivocarse de réplica es un error de principiante. Significa que no estás por lo que tienes que estar. Un error que no puedo permitirme. Los directores me contratan y los espectadores pagan una entrada cara porque saben que vienen a ver buen teatro y dan por hecho que este tipo de errores no se producirán. Que el actor principal no se equivocará de réplica. Lo mínimo que tiene que hacer un actor es concentrarse en lo que está diciendo. Es lo que no he hecho. Hay actores genialoides que sí se lo pueden permitir, como un famoso actor italiano que escribió en sus memorias que mientras recitaba a Pirandello pensaba en la lluvia y en la ropa que se había dejado tendida. Pero yo de ninguna manera puedo dejar de concentrarme en el texto, porque, si no, cometo errores imperdonables, como el que acabo de perpetrar».

El error grave había sido tener estos pensamientos. Héctor estuvo apagado toda la representación.

Recuerda que cuando acabó la función, después de los aplausos, se le caía la cara de vergüenza. Se puso la cazadora y se marchó corriendo por la puerta de emergencia del Teatro Nacional. Con tanta mala suerte que, un instante después, en la calle Padilla, coincidió con una espectadora que lo reconoció.

¿Era ella?

Una chica pelirroja.

Sí, era ella.

Debía de ser una gran admiradora. Aquella debía de ser la segunda o tercera vez que acudía a ver la obra, y debía de haberse ido antes de tiempo para ahorrarse el gentío de la salida (como ahora hace Eugenia Llort cada noche en el Romea).

La chica pelirroja lo miraba con una sonrisa de oreja a oreja, emocionada por haberse encontrado con él.

—Gracias por haber trabajado tan bien —le dijo.

Él no supo qué responder. No podía decirle que se equivocaba. Que allí había habido un malentendido.

No recuerda qué pasó después, cuando él volvió a casa. Supone que Ruth debía de estar tumbada en el sofá, leyendo, medio dormida. Cuando debió de verlo con cara de pocos amigos, debió de deducir que había cometido uno de sus «errores garrafales», como los llamaba ella, que creía que no era lógico que se sintiera tan abatido por un error. Después de todo, en el trabajo de periodista los errores eran el pan de cada día. Luego los rectificaban con una fe de erratas, un breve al lado de las cartas al director, y aquí paz y después gloria.

Héctor debió de decirle hola con una voz apagada y debió de añadir que se iba a la cama. Sin ánimo siquiera para cenar. Y debió de meterse en la cama para coger el sueño lo antes posible y dejar de pensar.

Momentos como aquel, de la máxima autoexigencia, en que los aplausos no tenían ningún tipo de importancia, momentos como aquel en que lo único que contaba era la autocrítica, la voz interior que lo taladraba porque no había estado a la altura de sí mismo —momentos como aquel también debieron de desgastar la relación con Ruth—. No, él no se perdonaba los errores. Errores que otro actor se habría echado a las espaldas, errores que la mayor parte de los espectadores, incluidos los críticos, no detectaban. Errores que cometía muy de vez en cuando, pero que lo mortificaban.

Errores que no son nada en comparación con el que ya sabe que cometió la noche del asesinato: un error por omisión. Y, por si fuera poco, la víctima era una verdadera admiradora.

Cuando Ermengol vuelve a servirle una copa de cava, Héctor se da cuenta de que antes ha habido una confusión. Ermengol le ha preguntado si se quedaría una noche más en el hotel, y Héctor no ha respondido.

Quizá ha sido el efecto de bajar la cabeza para tomar otro sorbo de cava, o quizá es que está perdiendo la coordinación de los movimientos a causa de los vértigos o de los mareos o de la ansiedad o lo que sea; el caso es que Ermengol lo ha interpretado como un gesto de asentimiento.

—Celebro que vuelva a quedarse una noche más con nosotros, señor Amat. Yo mismo me ocupo de que tenga la suite a punto.

—Es muy amable, Ermengol, pero preferiría volver a la habitación 514, siempre que no esté ocupada. Ayer estuve muy cómodo.

—No habrá ningún problema, señor Amat. Sepa que tenemos unos descuentos especiales para cuando el cliente se aloja más de una noche. Y si por cualquier cosa tuviese que quedarse una semana, entonces la habitación le sale muy bien de precio. Yo le recomendaría que la cogiese por una semana. Aunque al final solo se quede cuatro o cinco días, ya le compensa.

—Se lo agradezco mucho, pero una semana no es necesario.

O bien Ermengol no lo ha escuchado, o bien ha tomado la iniciativa, porque va a recepción, habla con Ecaterina y, cuando regresa, le dice que la 514 está libre y que, «por si acaso», se la ha reservado una semana.

Él se termina la copa de cava, se dirige al ascensor y sube hacia la habitación 514. Hoy al menos va bien preparado: no solo lleva una bolsa con ropa y un libro (de Julio Ramón Ribeyro, uno de los mejores diarios que se han escrito nunca en lengua castellana), sino que también ha cogido los prismáticos.