CAPÍTULO VI

A los quince minutos de iniciada la carrera el crucero sideral marchaba a tres mil kilómetros por hora. El Almirante abandonó el puente de mando y se acercó al lugar donde la Sargento Abril se había sentado.

Al acercarse Miguel Ángel la joven se puso en pie. A él le agradó esta manifestación de respeto, cosa infrecuente entre la juventud, y especialmente en lo que se refería a aquellos que iban a parar a la Armada y el Ejército en virtud del compromiso contraído con el Servicio Obligatorio de Trabajo.

—¿Por qué fue deportada usted, Sargento? ¿Cuál es su delito? —le preguntó Aznar.

—Soy nieta del General Arrondo. Mi padre es el Contralmirante Abril.

—¿Nieta de Arrondo? Recuerdo al General, fue uno de los que cayeron en la defensa de la Sala de Control frente a los ankoranos, ¡un hombre excelente! ¿Abril dice usted? ¿No será Luis Abril?

—Luis Abril, transporte sideral “Isla de Menorca”, campaña contra las Mantis. Papá lo recuerda como la época más feliz de su vida, ustedes eran grandes amigos…

—Ya lo creo —dijo el Almirante, aunque en realidad no recordaba que hubiese existido tan gran amistad—. Nos hemos visto muy poco después de aquello. ¿Sabe cuántos contralmirantes hay en la Armada Sideral? ¡Más de quinientos! ¿Qué edad tiene su padre?

—Cuarenta y seis, igual que usted.

—Bueno, en realidad acabo de cumplir cuarenta y siete. ¿Cuántos tiene usted?

—Diecinueve.

El Almirante asintió moviendo la cabeza. ¡De pronto se daba cuenta de que era un hombre “mayor”! Sintió una especie de subterráneo desaliento. María Abril era una joven muy guapa, no demasiado alta, sino lo justo para no quedar en pequeña, bien proporcionada, esbelta… Tenía los ojos verdes, almendrados, extraordinariamente bellos.

—¿Quiere ocuparse de la radio, Sargento? —dijo el Almirante alejando de sí aquella tristeza que de pronto se había apoderado de él—. Tal vez escuchando sepamos si alguien se está fijando en nosotros. Deme línea al puente.

—Sí, señor.

El Almirante la siguió pensativamente con la mirada mientras ella se alejaba. Buena planta, redondas caderas y cintura esbelta, los hombros anchos… Era una joven fuerte sin duda.

Al volverse, los ojos de Miguel Ángel se encontraron con los de Banda que le estaba observando de una forma particular. El Almirante sabía que cuando la muchacha Tapo le miraba de aquel modo estaba leyéndole el pensamiento. Las facultades telepáticas de Banda molestaban a Miguel Ángel, como en general le ocurría con su hermano y su sobrino. Ahora, por el contrario, celebró que la Tapo pudiera ver su pensamiento. ¡Que supiera que le gustaba la Sargento Abril!

El lindo arco de las cejas de la muchacha se frunció. A continuación Banda sonrió. ¡Acaba de descubrir el infantil propósito de provocar sus celos!

Profiriendo un sordo gruñido, el Almirante pasó por delante de Banda y regresó al puente de mando. Tomó asiento en la butaca y se caló un juego de auriculares y micrófono. La velocidad del crucero pasó de tres mil a cuatro mil kilómetros por hora.

Poco después el Almirante escuchaba la voz de María Abril en su auricular:

—Hay gran actividad en la radio, señor. Comunicaciones entre el transporte sideral y “Valera”, de “Valera” con el transporte y los cruceros, de los cruceros con el transporte y con alguna unidad de transmisiones situada en tierra, de los cruceros entre sí…

—Permanezca atenta a las comunicaciones entre los cruceros y esa estación de tierra, gracias —dijo el Almirante.

Echó hacia atrás el respaldo reclinable de la butaca y miró a las dos enormes pantallas que cubrían todo el techo.

Nada había cambiado, los cruceros seguían allá arriba, formando una “sombrilla” protectora de dos mil kilómetros de radio. En unos minutos más el crucero “Boston” —tal era su nombre— alcanzaría el borde exterior de la concentración, lo cual no significaba ni mucho menos que se hubiera conjurado el peligro. En el denso ambiente gaseoso donde se movía el “Boston” éste no podía alcanzar velocidades superiores a diez mil kilómetros por hora. Por el contrario, a 60 u 80 kilómetros de altura, donde apenas había aire, los cruceros podían moverse a mucha mayor velocidad y dar alcance al “Boston” incluso aunque éste se hubiera alejado ya varios miles de kilómetros.

La voz de María Abril sonó de nuevo en el auricular de Miguel Ángel.

—Almirante, ¿quiere escuchar esto?

Sin esperar la respuesta de Aznar, la Sargento estableció la comunicación. Se escuchó una voz de hombre:

“Alfa Rojo a Círculo Dos. El buque al cual se refieren está fuera de nuestro control. Ningún crucero está realizando misión alguna de ese tipo. Pero acabamos de recibir un informe de la Quinta Escuadrilla Triángulo Azul. Un crucero se separó de la escuadrilla para cambiar de emplazamiento… No tendría ninguna gracia que el Almirante Aznar hubiera escapado en él.

“Atención, Círculo Dos a Alfa Rojo. Me reitero en mi apreciación anterior, ese buque se mueve de una forma muy extraña. Está aumentando la velocidad. Si ustedes quieren iremos a investigar.

“De acuerdo, Círculo Dos. Destaque una escuadrilla para interceptar a ese buque. Obliguen a su comandante a identificarse y háganlo regresar.

“Círculo Dos a Alfa Rojo. Recibido, vamos allá.

La voz de Fidel Aznar preguntó a través de la línea:

—¿Crees que se refieren a nosotros, Almirante?

—Seguro que nos han descubierto. Abre el acelerador y remóntate cuanto puedas.

Fidel Aznar empujó haciéndolas girar las dos pequeñas ruedas moleteadas de la consola adosada al brazo derecho de su butaca.

En la tobera de popa, un doble rayo de luz aumentó de luminosidad, prolongando dos líneas paralelas a gran distancia. Esta luz, semejante a barras de oro sólido, era tan brillante que podía verse perfectamente incluso a pleno sol. El “Boston” salió impulsado hacia adelante como un proyectil. Simultáneamente elevó la proa y empezó a escalar el cielo.

A 70 kilómetros de altura sobre la playa de desembarco, una escuadrilla integrada por cinco cruceros siderales puso sus motores en marcha y se apartó de la concentración acelerando con increíble rapidez. Había empezado la persecución.

—Uno contra cinco —murmuró pensativamente Miguel Ángel Aznar, y elevando la voz dijo—: No podremos con ellos. Doctor, ve con Banda y los Tapos al almacén, buscad armaduras y backs para todos y también fusiles de luz sólida. Sargento Abril, vaya con ellos.

Adler Ban Aldrik abandonó la cámara de derrota seguido de los Tapos y de María Abril.

Escalando el cielo en pronunciado ángulo, el crucero sideral “Boston” alcanzaba en este momento los cien kilómetros de altura. El Capitán Fidel empujó hacia adelante la pequeña palanca que tenía en la mano izquierda, nivelando el buque y haciendo girar a tope las dos ruedas que mandaban el mecanismo de velocidad.

A mayor velocidad de diez mil kilómetros/segundo el crucero no podía guiarse por control manual, pues el más pequeño error podía acarrear una catástrofe. Fidel se inclinó ligeramente hacia adelante y movió ágilmente los dedos sobre el teclado de la computadora. En la pantalla electrónica aparecieron las palabras: “control automático”. Las órdenes correspondía darlas al piloto, pero la computadora rechazaría cualquier proposición errónea o absurda que se le hiciera.

Fidel Aznar pulsó en el tablero un botón bajo la designación “Radar”. La pantalla panorámica de televisión se oscureció, mostrando un pequeño punto negro y una serie de círculos concéntricos fluorescentes. Fidel escribió en el teclado la escala escogida, apareciendo en el margen superior derecho de la pantalla la anotación: “escala radar 1.000”. Echó un vistazo a los cinco puntos que brillaban allí entre el tercero y el cuarto círculo y dijo:

—Lo siento, Almirante, nos ganaron la mano en la maniobra de aceleración, el aire nos frenó mucho. Tres mil quinientos kilómetros y siguen acercándose.

—Sabía que sería muy difícil escapar de ellos —contestó Miguel Ángel Aznar a través del teléfono.

—¿Qué podemos hacer?

—Nada. Nos interrogarán por radio, esperarán a que nos identifiquemos y luego desconectarán el sistema automático de tiro para dirigir su artillería por medios manuales. Tendremos que movernos en zig-zag para evitar sus tiros, aunque no cabe confiar demasiado en este truco. Más pronto o más tarde nos acertarán en los motores. Entonces abandonaremos el buque y trataremos de llegar a tierra.

—Bueno, supongo que es todo lo que podemos hacer —murmuró Fidel Aznar. Esperó una respuesta, pero su tío permaneció en silencio.

Transcurrieron unos minutos. En la pantalla negra los cinco puntos progresaban lentamente y estaban ya en el tercero de los círculos concéntricos. María Abril había dejado conectada la radio. Hasta el auricular de Miguel Ángel Aznar llegó una voz irritada:

“Círculo Dos a Alfa Rojo. El buque fugitivo no contesta a nuestros requerimientos. ¿Qué hacemos? Cambio.

“Alfa Rojo a Círculo Dos. Creemos que los Aznar huyen en ese buque. No lo dejen escapar. Cambio.

“No pueden escapar, los tenemos a tiro. Cambio.

“Derríbenlo”.

—Bueno, Almirante. Ya está armado el cisco, van a disparar sobre nosotros —dijo el Capitán Fidel.

—Empieza a maniobrar —contestó el Almirante.

Fidel se inclinó sobre el teclado de la computadora y escribió un complicado programa de maniobras, algo parecido a: “derecha y arriba, arriba y derecha, abajo, arriba e izquierda, izquierda, izquierda, arriba e izquierda, abajo, derecha, izquierda”… “Repetir programa a la inversa hasta la mitad”. “Repetir programa de la mitad al final”. “Repetir todo…”

Apretó un botón. En la pantalla electrónica apareció la palabra “operando”. El buque empezó a ejecutar todas las maniobras introducidas en el programa. En este momento abrían fuego los cruceros perseguidores.

A tres mil kilómetros de distancia el tiro de los proyectores de “luz sólida” era totalmente eficaz. Lo que resultaba difícil en este caso era acertar en el blanco, pues a larga distancia una fracción de grado de desviación a la salida del proyector equivalía a un error de kilómetros al final de la trayectoria.

Otra ventaja para los fugitivos era que, aun siendo muy grande el buque, el blanco que ofrecía era en realidad pequeño; cuarenta metros de ancho por otros cuarenta metros de alto. Pero los persecutores eran cinco contra uno y cada uno de sus proyectores lanzaba 60 disparos por segundo; prácticamente un chorro continuo de “luz sólida”. Además, al ofrecer la popa al enemigo, el “Boston” presentaba a éste su parte más vulnerable, precisamente los motores de “luz sólida” que impulsaban el buque por reacción.

Acelerando continuamente, con los motores a la máxima potencia, el “Boston” estaba alcanzando velocidades enormes. A pesar de ello, los persecutores le iban dando alcance poco a poco. La aceleración inicial era determinante, y en este punto la escuadrilla llevaba ventaja porque había iniciado la carrera en un medio donde el aire ofrecía mucha menor resistencia.

Adler Ban Aldrik y la Sargento Abril regresaron con los Tapos. Excepto el monje “bundo” todos venían equipados con armadura de “diamantina” y aparato de vuelo individual. El gigantesco Adler Ban Aldrik era también el único que no traía consigo ningún arma, aunque sí el “back” de tipo de mochila.

Miguel Ángel Aznar abandonó el puente de mando.

—¿Dónde está tu armadura? —preguntó al “bundo”.

—No las hay a mi medida en el almacén.

El Almirante no había previsto esta contingencia. Adler Ban Aldrik, con sus dos metros de estatura y su robusta constitución, estaba fuera de las medidas ordinarias sobre las que solían fabricarse las armaduras de vacío. Había podido encontrar una armadura a su medida quizá en un gran arsenal, pero el almacén de armas y pertrechos de un buque era muy limitado.

—Es una contrariedad —murmuró—. Una vez en tierra puede hacerte mucha falta.

—No importa, me arreglaré sin ella.

—Bien, siéntate ahí y programa una danza distinta para que no siempre sea la misma. Fidel y yo vamos al almacén por nuestras armaduras.

Sólo invirtieron quince minutos en bajar al almacén, escoger las armaduras adecuadas a su talla, meterse en ellas, adosarse el equipo de vuelo individual (back) y tomar un par de fusiles de un armario.

Regresaron a la cámara de derrota utilizando el ascensor.

Adler Ban Aldrik continuaba sentado ante los mandos.

—¿Qué vamos a hacer respecto a la tripulación? —preguntó.

Miguel Ángel Aznar había olvidado por completo a la tripulación. Reflexionó unos instantes y luego propuso:

—Dejaremos conectado el dispositivo automático para que la “Traslator” empiece a funcionar quince minutos después que hayamos abandonado el buque. Cuando la tripulación regrese y compruebe que no hay nadie a bordo correrán a la radio. Naturalmente, confirmarán que estuvimos aquí. La escuadrilla dará media vuelta y vendrá a buscarnos. Tal vez nos derriben antes de llegar a tierra, lo cual tendremos bien merecido por habernos mostrado tan tiernamente humanitarios.

Adler Ban Aldrik se puso en pie.

—Vayan bajando, yo me ocuparé de conectar el automático de la “Traslator” —dijo tomando su “back” de mochila y echándosela al hombro.

El Almirante le vio salir y se sintió preocupado. Pensaba que tenían razonables probabilidades de llegar a tierra sanos y salvos, pero era una contrariedad que el “bundo” no hubiese encontrado una armadura a su medida. En el aerobote habría una atmósfera presurizada con un contenido apropiado de oxígeno, pero si un disparo de “luz sólida” atravesaba el ligero casco de la nave Adler Ban Aldrik podría morir por descompresión rápida.

—Muchachos, pónganse las escafandras y asegúrense de que el oxígeno llega sin dificultad a sus pulmones —advirtió a los Tapos.

Los tres Tapos se colocaron las escafandras y Fidel Aznar y María Abril comprobaron la correcta colocación del equipo. Este equipo comprendía armadura total de “diamantina” teñida de azul oscuro, escafandra del mismo material con la parte frontal de cristal polarizado, radio-receptor incorporado a la escafandra y mochila voladora (back) adosada a una especie de joroba exprofesamente dispuesta para recibirla en la espalda.

El Almirante miraba pensativamente a María Abril. Sus miradas se encontraron cuando la muchacha se disponía a calarse la escafandra.

—¿Está segura de querer venir con nosotros? —le preguntó Miguel Ángel.

—¿Lo pone en duda? —respondió la chica con expresión de sorpresa.

—¿Ha pensado usted en el riesgo que va a correr? No huimos de un enemigo para correr a reunirnos con ciertos amigos. Estos de quien huimos son nuestros amigos. Fuera de ellos no encontraremos en todo el circumplaneta un alma que se compadezca de nosotros. Somos igualmente proscritos para los valeranos, los Ghuros y las Mantis. Incluso si nos encontramos con algún izrailita vagabundo será un enemigo también. ¿Por qué comprometerse? Ésta no es su causa, después de todo. Es una cuestión personal de los Aznar.

—Mire, si lo que quieren es dejarme atrás, no tienen por qué andar con remilgos, díganlo claramente —respondió la muchacha frunciendo el ceño.

—No es por eso, se lo aseguro —protestó el Almirante.

—¿Por qué me rechazan pues?

—No la rechazo, sólo le advierto a lo que se expone. Pero si quiere unir su suerte a la nuestra no me opondré.

—Iré con ustedes, ya está decidido —dijo María Abril.

El Almirante hizo un ademán como excusándose del daño que pudiera sobrevenirle. Se ajustó la escafandra, abrió la espita del oxígeno y cogió su fusil.

Entraron todos en el ascensor y bajaron hasta la bodega.

Ocupando todo el fondo de la bodega había una pequeña aeronave pintada con colores pardos y verdes de “camouflage”, un bote de salvamento dispuesto sobre un tren que a su vez se deslizaba sobre un par de raíles que se interrumpían ante el cerrado portón del casco del buque.

—No utilicen la radio en ningún momento —advirtió Miguel Ángel a sus compañeros utilizando el amplificador y altavoz de su escafandra—. Lo que habláramos entre nosotros por la radio podría ser escuchado a bordo de los buques que nos siguen. Y ahora suban al bote. Fidel, tú vas a ser el piloto.

—Sí, jefe —contestó el muchacho festivamente.

En el interior de la aeronave el espacio estaba muy bien aprovechado. Entraron todos en el aparato, tomando asiento Fidel en el puesto del piloto, y el Almirante a su lado, aunque ambos asientos quedaban separados por una consola central.

Los Tapos y la Sargento Abril se acomodaron en los asientos de atrás, esperando todos hasta que llegó Adler Ban Aldrik con el “back” sujeto a la espalda por una serie de tirantes a modo de los paracaidistas. El “bundo” cerró la portezuela, lo cual quedó indicado por una pequeña luz verde en el tablero de instrumentos.

Fidel Aznar puso en marcha el reactor nuclear de la aeronave y luego apretó un botón eléctrico. Ante la proa del bote el gran portón se abrió hacia dentro en dos hojas macizas de un metro de espesor. Quedó a la vista un segundo muro metálico que se corrió en dos secciones a derecha e izquierda. Todavía detrás de este lienzo quedaba otra puerta de dos hojas que giraron sobre los robustos goznes abriendo hacia afuera.

—¡Atención, allá vamos! —avisó Fidel Aznar. A continuación empujó hacia adelante el acelerador.

Un grueso rayo de luz salió proyectado por la tobera de la aeronave. Ésta salió impulsada hacia adelante, cabalgando sobre el tren que a su vez se deslizaba por los raíles. Ante el portón abierto el carro se detuvo en seco y el aerobote fue proyectado fuera del buque.

El Capitán Fidel movió a tope el regulador de velocidad y los pasajeros sintieron sus espaldas incrustarse en el mullido de los respaldos.