CAPÍTULO IV
EL mismo día de la llegada de los Tapos, sin previo aviso, el transporte sideral abandonaba su órbita de satélite alrededor del planetillo y se dirigía al circumplaneta. Pero los deportados ni siquiera se enteraron de que estaban viajando, hasta que la Televisión Nacional dio la noticia en el boletín de la mañana siguiente.
En los días siguientes, mientras el “Isla de Borneo” realizaba la travesía del espacio, la Televisión iba a ocuparse de los deportados con cierta inusitada asiduidad. Al parecer se trataba de una campaña psicológica destinada a acallar los remordimientos de conciencia de los valeranos.
Tal campaña consistía en persuadir a la opinión pública de “Valera” de que los deportados no iban a quedar indefensos ni desprovistos de medios una vez fueran desembarcados en Atolón. A tal efecto se proyectaron mapas del lugar escogido para el desembarco, en el borde de una extensa altiplanicie donde se desplomaban las cataratas de Dazza, las mayores de todo el circumplaneta, y se citaron cifras del copioso equipo que quedaría en manos de los deportados; reactores nucleares, máquinas “Karendón” de tipo medio y pequeño, maquinaria de obras públicas y materiales de construcción.
La altiplanicie era, por su altura y situación, uno de los lugares más salubres del enorme circumplaneta, con lluvias regulares, vientos constantes y un clima moderado. Este altiplano había sido solar de la antigua civilización bartpur, y en él había tenido lugar uno de los dos importantes desembarcos del Ejército Valerano. Se trataba por lo tanto de un territorio ya conquistado, lo que facilitaría el acomodo de la nueva colonia y su sostenimiento posterior.
Para que los deportados pudieran defender su territorio dispondrían de elevado número de proyectores de ondas gravitacionales, baterías de “luz sólida” y grandes cantidades de missiles de cabeza nuclear. Además en los bordes del altiplano, donde éste descendía en largos y angostos valles en dirección al océano, había quedado gran cantidad de material bélico, especialmente “tarántulas” robots y esferas blindadas, abandonado allí cuando los soldados izrailitas desertaron en masa. Muchos de estos izrailitas andaban errantes por los seis millones de kilómetros cuadrados del altiplano, donde también abandonaron más de dos millones de caza-interceptores “Delta” que podrían recuperarse.
Finalmente, como para testimoniar los sinceros deseos de prosperidad y supervivencia de la colonia, la República de Valera iba a dotar a ésta con cuatro divisiones de cruceros de combate.
A sólo un día del desembarco en Bartpur, la noticia surtió el efecto de un estimulante en el decaído ánimo de los deportados, que ahora veían razonables probabilidades de sobrevivir en el circumplaneta.
Al regresar al apartamento una hora más tarde, Fidel Aznar palmeó amistosamente en la espalda de su tío.
—¡Enhorabuena, Almirante! El Gobierno de Valera no va dejarnos desvalidos después de todo. ¡Cuatro divisiones! ¡Veinte mil cruceros! Esa fuerza vale un Potosí en nuestras circunstancias.
—Por mucho que nos doren la píldora, lo que han hecho con nosotros no deja de ser una guarrada —contestó Miguel Ángel Aznar.
—Pero más vale tener esas divisiones que nada.
—Bueno, no bastará para alejar definitivamente la amenaza de los Ghuros, pero puede servir para tenerlos a raya mientras consolidamos nuestra presencia en el territorio.
Desde que llegó al “Isla de Borneo” Miguel Ángel Aznar vivía retirado respecto de la “colonia”, herido en su orgullo por la actitud de ciertos colegas que le hacían responsable de la desgracia colectiva de la oligarquía.
Pese a todo, todavía conservaba algunos de sus viejos amigos. Los Ferrer, los Castillo, los Valera, así como Edward Roerich y la doctora Devesa le visitaban con frecuencia o le recibían en sus casas. En cambio, de sus colegas del Estado Mayor, sólo mantenían contacto con los almirantes Valenciano y Azpeitia.
Aquellos que durante tanto tiempo habían detentado el poder no se resignaban a pasar a un segundo plano, y seguían actuando en el ámbito de la reducida colonia como antaño hicieran ante la sociedad de “Valera”. Tal era el caso del Estado Mayor General, que disuelto por la II República volvía a surgir de sus cenizas arrogándose atribuciones que nadie le había conferido.
El mismo día que iba a iniciarse el desembarco, Azpeitia fue a ver a Aznar y almorzó con él y Adler Ban Aldrik.
—Haces mal en autoexcluirte de toda gestión pública —dijo el Almirante Azpeitia—. Lo que hace falta en estos momentos es gente como tú, capaz de atemperar los extremismos de esa pandilla de ambiciosos.
Al parecer, el Estado Mayor General había estado reunido hasta altas horas de la madrugada, haciendo planes para estructurar la fuerza sideral que el Gobierno de Valera prometió entregar a los deportados.
—Esperan a que MacLane venga a reunirse con nosotros para ofrecerle el puesto de Almirante Mayor —aseguró Azpeitia.
—No sé si te comprendo. ¿Van a ofrecerle el mando de la Armada, o esa jefatura alcanza también a todos los aspectos de la vida de la colonia?
—MacLane será el jefe supremo, con iguales atribuciones que tenía en “Valera”.
—¡Pero ya no estamos en “Valera”! —protestó Miguel Ángel.
—Para nuestros amigos del Estado Mayor el cambio de escenario no implica el cambio forzoso de los actores. Los actores son los mismos, y también la obra que representan.
—¿Y qué dicen los profesionales de la clase intelectual?
—De momento están callados. ¿Por qué iban a protestar?
—Si el régimen militar les parecía bien en Valera, no debe ser distinto en la colonia —repuso Azpeitia con ironía.
En las palabras de Azpeitia iba implícita cierta crítica contra los Aznar, pues su régimen militar había sido mucho más prolongado que el de MacLane, aunque algo distinto.
—En Valera el régimen militar tenía cierta justificación. En un autoplaneta es norma que el mando recaiga sobre una persona, su Comandante, que es quien toma las decisiones y se responsabiliza de la buena marcha de la nave. La vida a bordo está condicionada a la misión que la nave está cumpliendo. La tripulación ha aceptado voluntariamente las condiciones previas a la iniciación del vuelo y además no puede volverse a casa ni abandonar la nave mientras ésta viaja. Pero en nuestra colonia de Atolón las cosas serán distintas. Los colonos han llegado allí forzosamente y sólo se sienten obligados en la parte que les corresponde contribuir a la defensa de la comunidad. En todo lo demás el colono querrá ser libre; libre de opinar, de expresar sus ideas y sus críticas, e intervenir en los asuntos públicos.
—Bien, de acuerdo. Pero antes de reclamar sus libertades los colonos tendremos que ganar a pulso nuestro derecho a permanecer en Atolón. De momento lo más aconsejable es que el mando recaiga sobre un jefe supremo, porque los problemas se nos van a amontonar tan pronto pongamos pie en el circumplaneta. Si los Ghuros olvidan sus diferencias y llegan a una alianza, nuestros días en Atolón estarán contados. Incluso con las cuatro divisiones de cruceros que los republicanos nos han prometido.
Adler Ban Aldrik, testigo silencioso hasta este momento, medió en la conversación y dijo:
—¿Por qué, en vez de luchar contra los Ghuros, no tratan de negociar una paz con ellos?
—¿Negociar con los Ghuros? —exclamó Azpeitia—. ¡Eso es imposible!
—¿Por qué?
—Bueno, en primer lugar porque somos totalmente distintos.
—Distintos no quiere decir necesariamente antagonistas. El circumplaneta es muy grande y en él hay lugar para Ghuros y terrícolas. Por ejemplo, los Ghuros nunca habitaron el altiplano de Bartpur. Ellos extraen sus alimentos del mar, razón por la cual suelen establecer sus ciudades a lo largo de las costas. Ghuros y terrícolas podrían convivir pacíficamente en el circumplaneta.
El Almirante Azpeitia miró sorprendido a Miguel Ángel Aznar. Éste sonrió afirmando con la cabeza.
—Así es como piensa él.
—Pues no sé qué contestarle —dijo Azpeitia—. No cabe duda que en nuestra precaria situación, un pacto con los Ghuros representaría un alivio, al menos mientras consolidamos nuestras posiciones y nos hacemos fuertes en nuestro territorio. Sólo que me pregunto, ¿por qué habrían de aceptar los Ghuros? Ellos son muchos, y aunque los bombardeos de nuestra Armada les dejó baldados de momento, el tiempo juega a su favor. No les destruimos todas sus esferonaves, y todavía pueden construir muchas más. Sólo se negocia en una situación de debilidad o equilibrio de fuerzas.
—Esa es una forma típica de razonar de los terrícolas, lo cual no quiere decir que los Ghuros piensen igual.
—Sólo hay una lógica, y la lógica en este caso es que si los Ghuros pueden echarnos no querrán negociar. ¿Para qué? No habría ventaja para ellos, sino todo lo contrario. Por poco que nos conozcan saben que si nos conceden una tregua, en ese tiempo llegaremos a ser más fuertes, y casi tan numerosos como ellos.
—Para que nuestra colonia evolucione hasta alcanzar una población de algunos miles de millones habrán de pasar varios siglos. En ese tiempo tal vez llegue a cambiar nuestra forma de pensar, incluso es posible que nos gusten los Ghuros.
Azpeitia miró al “bundo” con expresión de profunda sorpresa, como dudando de su juicio.
—No estoy loco —dijo el “bundo” sonriendo—. Si quisieran confiarme esa misión yo la llevaría a cabo con mucho gusto, y hasta creo que con éxito.
—Mi hermano es un pacifista —dijo el Almirante Aznar al desconcertado Azpeitia—. Se recorrería andando el circumplaneta por hablar con los Ghuros y convencerles de que era ventajoso para ellos un tratado de paz.
—Si no recuerdo mal usted ha sido la única persona que pudo hablar con un Ghuro —dijo Azpeitia.
—También mi hijo.
—¡Oh, sí! Me olvidaba de Fidel, él también tiene facultades telepáticas. En fin, no es cosa mía. Si lo fuera confiaría en usted y le rogaría que intentara pactar con los Ghuros. Nada se pierde con intentarlo. ¿Por qué no habla con MacLane?
—¿Sigues siendo miembro del Estado Mayor? —preguntó Miguel Ángel.
—Sí, por el momento. Estamos esperando la llegada de MacLane para organizamos, pero existe la impresión de que el Almirante será el último en llegar. Si hubiera ocasión mencionaría este asunto en la primera asamblea del Estado Mayor.
—Usted no confía en absoluto en que una gestión de este tipo pudiera dar resultado —dijo Adler Ban Aldrik.
—¡No, nada de eso! —protestó Azpeitia enrojeciendo. Luego confesó avergonzado—: Usted lee en mi pensamiento, no le puedo engañar. Sinceramente no creo que diera resultado el intentarlo. Los Ghuros tendrían que ser tontos para pactar con nosotros cuando tienen todas las ventajas de su parte.
—Pero usted mismo dijo que nada se perdía con intentarlo.
—Eso es verdad. Voy a lanzar la idea en la próxima reunión del Estado Mayor. ¿No me cree?
—Ahora sí. Ahora sí que está diciendo lo que siente —respondió el “bundo”.
Azpeitia se despidió diciendo que tenía que ir a ayudar a su esposa a hacer los preparativos para abandonar el apartamento. El desembarco no comenzaría hasta las doce de la noche, hora de “Valera”, pero la gente debería estar preparada en el hangar superior y la cubierta de vuelos dos horas antes.
* * *
El Mar de Alfa era un mar interior tan grande como el Océano Índico, enclavado en el centro y hacía el borde oriental del altiplano. Más de treinta ríos importantes vertían en este mar de agua dulce, el cual a su vez dejaba escapar el imponente río Sotza, que en el borde de la meseta daba origen a las cataratas de Dazza, el mayor recurso hidráulico del circumplaneta.
Toda la altiplanicie, seis millones de kilómetros cuadrados, circundada de elevadas montañas cubiertas de nieves perpetuas, se conocía de antiguo por el territorio de Bartpur. En realidad, Bartpur era el nombre del circumplaneta, rebautizado por los terrícolas con el nombre de Atolón.
Los bartpuranos, al perder otros vastísimos territorios invadidos por los insectos gigantes (mantis) quedaron cercados en el altiplano, cuyas altas cordilleras lo convertían en una especie de bastión casi inexpugnable. Sin embargo, con el tiempo, las implacables “mantis” llegaron también a la altiplanicie, acabando por obligar a los bartpuranos a “ausentarse”.
La “evasión” de los bartpuranos consistió en desmaterializarse en las máquinas “Karendón”. Estas máquinas y los grandes rollos de cinta perforada de oro obtenidas de la desmaterialización de los bartpuranos, fueron cuidadosamente escondidos en profundas grutas perfectamente acondicionadas, donde los valeranos las encontrarían miles de años más tarde, conducidos hasta el lugar secreto por Izrail, el maravilloso robot guardián de los bartpuranos, cuyo nombre nativo era Dholak[2].
El altiplano había sido cabeza de puente de los desembarcos valeranos en la guerra contra los Ghuros. Por lo tanto en estos momentos Bartpur era casi el único lugar del circumplaneta donde los deportados podían ir sin verse obligados a conquistar el terreno previamente. Había otros lugares donde los exilados podrían haber desembarcado, porque el circumplaneta era enorme, pero ninguno tan seguro como éste.
La altura, el clima, el régimen de lluvias y el mismo hecho de estar rodeado de altas cordilleras de montanas, hacían de este territorio el lugar ideal para iniciar desde él la reconquista de Atolón.
Estos sueños de conquista, sin embargo, estaban muy lejos de la mente de los deportados el día que desembarcaron en Bartpur.
De los 755.580 valeranos que iban a ser abandonados en Atolón, el joven Almirante Aznar era quizá el que había puesto mayor énfasis en la necesidad de reconquistar el circumplaneta, “a fin de preservar y asegurar la continuidad de nuestra civilización y la pervivencia de nuestra raza”. Hermosas palabras que el Presidente de la II República volvió contra él en su mensaje de despedida a los deportados.
“Se os ofrece la oportunidad de hacer realidad vuestros sueños de grandeza, levantando en Atolón ese poderoso imperio que quisisteis endosarnos a los valeranos”. ¡Irónico Señor Presidente!
El “Isla de Borneo” había descendido sobre una llanura arenosa, a la salida de un amplio valle abierto sobre el Mar de Alfa. Más de la mitad del gigantesco transporte quedaba sobre el mar, y la otra mitad sobre la playa cubriendo cinco kilómetros en profundidad y doce de anchura del valle, a una altura que oscilaba entre los 70 y 90 metros, ya que por su tamaño y peso se estaba moviendo continuamente, contrarrestando las fuerzas de gravedad que tiraban de él.
Mientras por la parte inferior el transporte sideral depositaba en el suelo centenares de miles de toneladas de equipo diverso, a mil metros de altura, en la enorme cubierta de vuelos barrida por el viento, los deportados se dirigían en grupos de doscientos o doscientos cincuenta a los cruceros siderales.
Con las bodegas llenas de hombres, niños y mujeres, maletas y animales domésticos, los cruceros se dirigían con las puertas abiertas al interior del valle, descendían hasta tocar el suelo y descargaban el rebaño humano.
En el cielo, formando una sombrilla protectora, flotaban a gran altura 15.000 cruceros siderales idénticos a los que participaban en la operación de desembarco.
Aunque efectuado en perfecto sincronismo y con rapidez, la operación iba a durar todo un día.
Los deportados, al llegar a tierra con sus maletas, sus perros y sus pájaros, miraban aprensivamente a su alrededor, al paisaje estéril y desértico. Las madres, como cluecas, se ocupan de los niños, tratando de impedir que se alejaran y perdieran entre la confusión reinante.
Llegados a tierra los deportados no tenían siquiera un lugar donde guarecer del ardiente sol, que en el circumplaneta brillaba siempre en el cénit dando lugar a un día sin fin. Entre el cargamento del transporte venían barracones prefabricados desmontables, pero de momento el único techo sobre sus cabezas era el luminoso azul del cielo.
No se habían hecho previsiones para poner orden en tierra, ni nadie sabía qué hacer una vez saltaba de su nave. Afortunadamente la mayoría llevaba algunas provisiones, pero hubo problemas con el agua, y especialmente por la falta de letrinas, lo que obligaba a la gente a alejarse en busca de algún lugar apartado, que cada vez estaba más lejos de la playa de desembarco.
Un riachuelo corría por el fondo del valle, pero el agua estaba tan sucia y removida que había que andar varios kilómetros curso arriba para encontrarla aceptablemente clara.
Habiendo sido llamados a embarcar por orden alfabético, los tres Aznar coincidieron en la playa de desembarco con el Almirante Azpeitia y toda la familia de éste, que comprendía a esposa, hijos, padres, hermanos, sobrinos y cuñados. Hacia las seis de la mañana, desde un aerobote de la policía, llamaron a través de un altavoz a los miembros del Estado Mayor para que fueran a reunirse en un lugar determinado.
Hacia el mediodía había tres cuartos de millón de deportados en la playa de desembarco, echados en el suelo, de pie o sentados en las maletas. El aerobote regresó volando lentamente, utilizando de nuevo el megáfono para rogar a los hombres que ayudaran en el transporte de los barracones prefabricados y la construcción de letrinas, pero sólo unos pocos respondieron a la requisitoria, permaneciendo la mayoría indiferentes.
Algunas cápsulas portadoras de máquinas “Traslator” aterrizaron durante la tarde en distintos lugares del amplio valle y empezaron a funcionar fabricando grandes cantidades de alimentos y garrafones de agua. Aunque eran muchas las máquinas, los exilados también eran muchos y corrieron a rodear a las “Traslator” en una pugna por alcanzar alimentos y agua antes que los demás. Hubo empujones, palabras airadas y peleas, entre otras manifestaciones de insolidaridad y falta de espíritu cívico.
Las primeras medidas del Estado Mayor empezaron a producirse hacia media tarde. Los cruceros que venían con los últimos contingentes no regresaron al transporte sideral, sino que fueron enviados a aterrizar en la parte alta del valle, desde donde empezaron a suministrar provisiones a los grupos que habían llegado hasta allí.
Fue una buena idea llevar los cruceros tan lejos, pues ello obligó a los deportados a caminar 12 y 15 kilómetros, descongestionando la playa de desembarco.
Fidel Aznar se había alejado para buscar a los Tapos de cuyo grupo formaba parte la hermosa Banda. Regresó dos horas más tarde con Banda y su hermano Crando, más una veintena de otros Tapos entre los que había hombres, mujeres y niños.
Hacía muchos meses que Miguel Ángel Aznar no veía a Banda, y aunque las condiciones en que se realizaba su reencuentro no eran muy apropiadas para evocar románticos recuerdos, el Almirante no pudo evitar cierta emoción.
Rubia, alta y esbelta como un junco, la muchacha vestía unos pantalones largos bastante ceñidos a las caderas y los muslos, y un jersey azul de cuello alto muy ajustado, que hacía resaltar el joven y firme busto.
Mientras Banda se limitaba a permanecer en silencio, su hermano Crando y los demás componentes del grupo iban a saludar afectuosamente al Almirante. En efecto, se conocían. Éste era el grupo que el Almirante Aznar rescató de Atolón y llevó consigo a “Valera” durante su incursión en el circumplaneta. Los Tapos tenían un aspecto saludable y estaban muy contentos de verse de nuevo en su mundo.
Todavía estaba Aznar saludando a sus amigos cuando se produjo cierto revuelo alrededor de un crucero sideral que acababa de aterrizar no lejos de allí. La voz se extendió rápidamente:
“¡Es MacLane! ¡El Almirante MacLane acaba de llegar!”
La gente corrió hacia el crucero, que estaba abriendo su gran portón lateral.
—¡¡¡MacLane. MacLane!!! —gritaba el gentío.
Una figura apareció en el hueco del portón del buque. Saludó con la mano. El público rompió en aplausos y en repetidos gritos de “¡¡¡MacLane, MacLane!!!”
—Casi no puedo creerlo —exclamó Fidel Aznar—. Fue la desastrosa política de MacLane la que nos llevó a esta situación ¡y encima le aplauden como un héroe! ¿Están todos locos?
El Almirante Aznar contestó con amargura:
—MacLane perdió la guerra, pero no fue él quien rindió el poder a la plebe. Tal acto, considerado por la oligarquía como una traición, me correspondió a mí.
El joven Fidel miró sorprendido a su tío.
—¡Pero tú hiciste lo debido, qué caray! El pueblo tenía derecho a reclamar sus libertades.
—Claro que sí. Pero quien está aquí no es el pueblo que ganó sus libertades, sino la oligarquía que perdió su posición de privilegio.
—¡Pues estamos bien! Los de allá te echan, y los de aquí tampoco te quieren. ¿Qué se hizo de la proverbial buena estrella de los Aznar? Estamos en pleno eclipse.
—Ya volverá a brillar —dijo el Almirante.
—¿Estás seguro?
—Bueno, MacLane es un dictador nato. La oligarquía le ha dado el mango de la sartén, pero con el tiempo MacLane acabará friéndolos a todos. Ya verás, esos que hoy le vitorean acabarán colgándole de un árbol.
El buque había echado una pasarela y el Almirante MacLane descendía por ella vitoreado por la multitud.
—Tanta estupidez me produce náuseas —dijo Fidel—. ¿Por qué no vamos andando hacia los cruceros que están allá arriba? Los niños tienen hambre.
Se despidieron de los Azpeitia y se dirigieron hacia los cruceros. Los más próximos quedaban a diez kilómetros, pero era tal la cantidad de gente a su alrededor que no había forma de acercarse. Siguieron andando, dejando atrás otros cruceros hasta que llegaron a uno que tenía abierto el portón y echada la rampa de acceso.
Subieron al buque corriendo todos hacia los servicios sanitarios. Al salir poco después del lavabo, el Almirante Aznar se encontró de frente con un Teniente de navío que llevaba pistola al cinto. Detrás del Teniente, bloqueando el corredor vio dos astronautas con metralletas, correaje y cartucheras de reglamento.
—¿Es usted el Almirante Aznar, verdad? —preguntó el oficial saludando militarmente.
—Sí, yo soy.
—Tengo orden de arrestarle. ¿Están con usted su hermano y su sobrino?
El doctor Aznar y Fidel salían en este momento al pasillo. Nadie habría podido confundir al “bundo” con otra persona, pues su gran estatura y su voluminoso cráneo eran tan conocidos como sus portentosas facultades paragnósticas y sus curas milagrosas.
—Quedan arrestados —dijo el Teniente.
—¿Está seguro de no equivocarse? —preguntó Fidel.
—No hay posibilidad de error, señor —contestó el oficial haciendo una seña a los astronautas para que avanzaran—. Acabábamos de recibir la orden por telex y nos disponíamos a salir en su busca cuando llegaron ustedes. Nos advirtieron que probablemente andarían por aquí.
—Las órdenes que se reciben por telex suelen llevar cita de emisión. ¿Quién dio esa orden?
—El Almirante Mayor, señor.
Los dos astronautas estaban uno a cada lado del Teniente.
En este momento Miguel Ángel Aznar vio a Crando y Chaye que salían de otro lavabo detrás de los valeranos. Aznar sintió cólera y amargura. Probablemente la primera orden de MacLane al desembarcar había sido la de disponer su captura. ¿Por qué? La respuesta era sencilla. Él, Miguel Ángel Aznar, había sido el artífice de la rendición de la oligarquía ante las masas que reclamaban su derecho a las libertades democráticas. MacLane no iba a perdonárselo, al contrario. Le haría pagar por ello.