CAPÍTULO III

EN su nuevo confinamiento los presos podían ir de un lado a otro con entera libertad, aunque no podían salir de la ciudad, cuyos accesos habían sido bloqueados y estaban celosamente guardados por miembros de la Policía Republicana.

Las emisiones de la televisión nacional llegaban hasta la cosmonave y eran seguidas con interés por los prisioneros en sus confortables apartamentos.

En todo el planetillo el proceso contra los militares continuaba a buen ritmo. Prácticamente, con haber asistido a uno de los procesos, podía decirse que se habían visto y escuchado todos, pues uno con otros se parecían como gotas de agua. Las mismas acusaciones, repetidas una y otra vez con el mismo acento, el mismo ceño hostil en los jueces e idéntica actitud en el pueblo que acudía a llenar las salas e insultaba a los reos a la entrada y la salida de la audiencia.

Tal era la atmósfera de odio creada alrededor de los militares, que los jueces no habrían podido alterar su veredicto aunque se lo hubiesen propuesto. Pero esto nunca ocurrió. Los jueces, todos de reciente nombramiento, estaban bien instruidos y su único cometido consistía en dar al pueblo lo que el pueblo quería.

Dos días después de Miguel Ángel Aznar llegó a la nave prisión su hermano Fidel. El “bundo” supo encontrar sin necesidad de guía el apartamento del Almirante, algo retirado de la Plaza Mayor, donde se habían instalado los altos jefes de la Armada y el Ejército llegados hasta entonces.

Para un hombre como el doctor Aznar, capaz de penetrar el pensamiento de cualquiera, lo que pasaba en el alma de su hermano era como un libro abierto.

—Estás dolido porque te han hecho el vacío, ¿eh? —insinuó.

—¿Crees que es justo lo que hacen conmigo? —se quejó el almirante.

—¡Podredumbre humana! ¿Por qué te preocupas? ¿Hay algo que te recrimina tu conciencia?

—¡Por supuesto que no!

—Eso es lo único que importa.

Así era de lacónico el doctor Aznar. En verdad, tenerle como compañero era poco menos que estar solo en casa. Rara vez hablaba si no se le preguntaba. Y pocas eran las ocasiones de trabar conversación con él, pues pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su habitación.

¿Qué hacía el “bundo” durante horas a solas en su cuarto?

Para un espía que le vigilara a través del ojo de la cerradura, la respuesta no ofrecería dudas. Contestaría rápidamente “¡nada!”. Miguel diría “piensa”. Pero si le preguntaran en qué pensaba su hermano se habría visto en apuros. Evidentemente, el “bundo” desarrollaba una actividad mental incansable. Pero lo que bullía en el interior de aquella gran cabeza era un misterio.

Al final de la semana el joven Fidel Aznar vino a reunirse con su padre y su tío.

Alto, de un metro ochenta de estatura, rubio y de ojos azules, Fidel Aznar era un guapo mocetón de veintidós años. Con Fidel en casa, los días cobraron un nuevo aire para Miguel Ángel. Charlaban, discutían, paseaban y seguían los programas de la televisión. Aunque también era un paragnóstico, el joven Fidel era muy distinto de su padre. Fidel había sido educado en el ambiente y la cultura terrícola; era un terrícola, y pensaba, reaccionaba y actuaba como tal.

Vista la causa contra la clase militar, los tribunales continuaron con la clase profesional a la búsqueda de responsabilidades.

En la sociedad valerana, donde no existía el estímulo de la riqueza, era necesario buscar otras motivaciones generadoras de esfuerzos. El Estado no pagaba a sus técnicos e investigadores, sencillamente porque no había nada que el valerano pudiera comprar con dinero. La industria nacional cubría las necesidades materiales generosamente. Respecto a las necesidades de tipo espiritual, era cosa de cada individuo hallar un modo de llenarlas y enriquecerlas.

Para la inmensa mayoría de los valeranos todas sus obligaciones con el Estado se reducían a permanecer dos años en el Servicio Obligatorio de Trabajo. Durante este tiempo al valerano, fuera hombre o mujer, podía tocarle en suerte servir en el Ejército o la Armada, trabajar en una fábrica, formar parte de un equipo de entretenimiento o vigilar los controles de un reactor nuclear. Una vez licenciado podía dedicarse a la práctica de las artes, a escribir un libro, o simplemente a no hacer nada durante el resto de su larga vida.

Teniendo en cuenta que incluso la enseñanza se impartía por medio de máquinas, poco era el esfuerzo que el ciudadano tenía que hacer para ganarse el derecho a vivir de renta.

Evidentemente, si todos los valeranos se hubieran limitado a cumplir estrictamente con dos años de trabajo, poco habría prosperado esta sociedad. La Medicina, la investigación y las exploraciones en el campo de la Física, la Electrónica y la Astronomía, por citar algunos casos, no habría podido progresar a falta de continuidad en el esfuerzo.

Si la cultura no se había estacionado era gracias a la existencia de dos fuerzas motoras generadoras de energía; la innata curiosidad del hombre, y el deseo de sobresalir de la sociedad masificada. La masificación, en la que todos los valeranos quedaban igualados en bienes materiales y culturales, era el mal crónico de la Era actual. Los valeranos luchaban por escapar de aquella trampa, y pugnaban por ser “alguien”, por poseer “algo” suyo, propio y que les distinguiera de los demás.

Mientras unos alcanzaban la fama pintando cuadros, escribiendo una novela o modelando esculturas, otros llegaban a la cumbre por sus trabajos de investigación, sus descubrimientos o sus inventos.

La gran masa, por lo general, no apreciaba en su justo valor el mérito de estos intelectuales, a quienes acusaban de vanidosos. Pocas veces se tenía en cuenta el esfuerzo, la tenacidad, los largos años de estudio y de fracasos de estos hombres y mujeres hasta que alguno alcanzaba el éxito y la celebridad.

Ciertamente, estos profesionales solían caer en el vicio del orgullo. Eran vanidosos, excéntricos y ególatras, y presumían de su superioridad hasta hacerse antipáticos. Poca gente comprendía que la vanidad de estos profesionales era el precio que la sociedad tenía que pagar por sus servicios. Nadie había hecho tanto por el bienestar, la salud y la prosperidad de la sociedad valerana como estas minorías elitistas. Pero tenían que estar recordándolo con frecuencia para que se les tuviera en cuenta.

Los cargos formulados contra los profesionales eran injustos y absurdos: “no haberse opuesto al régimen militar”, “colaborar y alentar la dictadura oligárquica” y “haber aconsejado y apoyado el viaje de Valera al hiperespacio, poniendo en peligro el autoplaneta y retrasando el regreso a Atolón”.

Como ya había ocurrido con los militares, las acusaciones no iban contra una persona determinada, sino contra una clase. Mediante este sistema sin precedentes de aplicar la justicia, se hacía pagar a justos por pecadores. Algo absurdo.

Se sentaba a un centenar de hombres y mujeres, generalmente sin otra cosa en común que la profesión, se leían sus nombres y el fiscal enumeraba los cargos. Un abogado hacía una pantomima de defensa, el tribunal se retiraba a deliberar y regresaba al cabo de un rato, después de tomar un zumo de frutas, para anunciar su veredicto. Este veredicto era siempre de culpabilidad. Se leía de nuevo la lista de los culpables y se les enviaba al “Isla de Borneo”.

El proceso, seguido con interés los primeros días, se repetía con tanta monotonía que acabó provocando el tedio general. La televisión abandonó las sesiones para ocuparse de otros temas de actualidad, y ni siquiera entre los presos producía inquietud el asunto, pues ya se sabía de antemano en qué iba a parar.

Todavía los tribunales no se habían pronunciado, y ya era del dominio público que los reos iban a ser deportados a Atolón.

Como para confirmar los rumores en este sentido, se supo que el “Isla de Borneo” estaba tomando a bordo gran cantidad de equipo, especialmente materiales y maquinaria, la mayor parte de esta última reducida por el conocido procedimiento de comprimir los espacios vacíos de la materia.

En dos meses los tribunales valeranos procesaron alrededor de sesenta mil intelectuales y profesionales, que vinieron a reunirse por etapas a los militares procesados anteriormente. Finalmente se procedió a juzgar al Almirante MacLane, acto que revistió especial solemnidad y atrajo de nuevo a la Corte a la Televisión.

Los cargos que se pronunciaron contra MacLane eran probablemente los más graves que jamás se escucharon en “Valera” contra un ex Almirante Mayor y Comandante Jefe de las Fuerzas Armadas. La palabra “genocidio” sonó repetidas veces en el curso de la prolongada sesión, provocando las iras de un público apasionado.

De hecho, la comparecencia de MacLane en último lugar fue una maniobra hábilmente buscada para refrescar la memoria del pueblo y despabilar a la conciencia, un tanto adormilada después del aburrimiento de los procesos anteriores, presentando al Almirante como figura representativa de una clase. Se alcanzó el efecto psicológico que se buscaba, y MacLane fue declarado culpable con gran satisfacción de los valeranos. A continuación se hizo pública la sentencia contra los militares y la clase profesional e intelectual. Todos condenados al exilio en Atolón.

Se autorizaba a las familias y simpatizantes que lo desearan a unirse a los deportados.

Al día siguiente de promulgada la ley empezaron a llegar al “Isla de Borneo” las familias de los deportados.

Respecto de la libertad de opción a escoger entre el exilio voluntario y la continuidad en “Valera”, se denunciaron casos que ponían en entredicho la legalidad de los métodos empleados por el Gobierno. De hecho, la supuesta “autorización” era una “invitación” a las familias de los deportados para que abandonaran el autoplaneta. Había muchos que, amparados en el sentido de voluntariedad de la ley, preferían permanecer en “Valera” y seguir la suerte del planetillo dondequiera que éste fuera en el futuro. Éstos eran visitados por la Policía y “aconsejados” para que unieran su suerte a la de sus parientes deportados. Si el individuo se mostraba remiso a entender el sentido de la insinuación, era acompañado por la propia Policía hasta ciertas “Traslator” emplazadas en lugares discretísimos y despachado diligentemente al “Isla de Borneo”.

Esto se hacía no solamente con los familiares más próximos, como hijos, hermanos y nietos, sino con otros parientes lejanos, tales como primos y sobrinos del deportado.

Pese a la discreción con que el asunto fue llevado, trascendió la noticia de las deportaciones “voluntarias” y muchos valeranos se escondieron. Pero las investigaciones de la Policía, en numerosas ocasiones la denuncia de vecinos acabaron por dar con los fugitivos.

La partida del “Isla de Borneo” se demoró dos semanas más de lo previsto y en este intervalo llegaron a bordo los Tapos.

Los Tapos eran físicamente idénticos a los valeranos. Los etnólogos no habían podido determinar todavía si estos Tapos eran los últimos supervivientes de la civilización atolonita, o si llegaron de la Tierra en una época posterior a la desaparición de los atolonitas. En cualquier caso serían descendientes de valeranos, pues tan valeranos eran los que se quedaron en la colonia de Nueva Hispania, como los que marcharon en el autoplaneta a reconquistar la Tierra y posteriormente la repoblaron.

Los valeranos, al regresar de nuevo a Atolón después de una ausencia de un millón de años, se propusieron explotar el circumplaneta, al que hallaron habitado por los Ghuro. También encontraron insectos gigantes (mantis) y humanoides (Tapos).

Reunidos en tribus, escasos en número, los Tapos habían sobrevivido milagrosamente a las catástrofes geológicas que alteraron la fisonomía del circumplaneta, a los rigores del clima, la persecución de los “ghuros” y los ataques de las “mantis”.

Ernesto Setúbal, antropólogo y amigo de los Aznar que estudiaba el pasado de los Tapos, aseguraba que éstos habían escapado del exterminio gracias a sus sorprendentes facultades parapsicológicas.

Los Tapos practicaban como cosa corriente la telepatía, la desmaterialización y la psicokinesis. Sus “brujos” realizaban increíbles curaciones por hiloclastia. Ciertamente ellos habían perdido toda noción de su origen, no sabían leer y carecían de tradición escrita. Sin embargo, conservaron su identidad paragnóstica, e incluso probablemente desarrollaron algunos aspectos de esta fenomenología, continuamente estimulada y ejercitada como arma de defensa contra los ataques de sus enemigos.

Los Tapos habían sido descubiertos por Miguel Ángel Aznar cuando éste llevaba a cabo una incursión en Atolón para investigar a los habitantes del circumplaneta. Al regresar a “Valera” el Almirante llevó consigo un pequeño grupo de Tapos y dos prisioneros “ghuros”. Con los Tapos se encontraba Banda, una muchacha rubia de extraordinaria belleza de la cual acabó enamorándose Aznar. Posteriormente, en el curso de los asaltos a Atolón, el Ejército y la Armada valeranos rescataron algún otro grupo de Tapos que evacuaron al autoplaneta.

Era precisamente el grupo de Banda el que se encontraba a bordo del “Isla de Borneo”. Su llegada fue una sorpresa total para Miguel Ángel Aznar.

El joven Fidel, que acababa de llegar de la calle, le dio la noticia:

—Banda está aquí.

—¿Banda? —murmuró el Almirante mientras el corazón empezaba a latirle desbocadamente.

—Con su hermano y todos los del grupo. Aceptaron la invitación de unirse a nosotros para regresar a Atolón.

—¿Por qué han querido regresar? —preguntó Miguel Ángel, todavía aturdido y sin reparar mucho en lo que decía.

—Los Tapos han vivido año y medio con nosotros. No es que les disguste “Valera”, aunque jamás podrán comprender algunos aspectos de nuestro desconcertante mundo. Los Tapos han sabido que el autoplaneta se dispone a emprender cierto viaje y les han dicho que probablemente no regresará nunca más a Atolón. Banda y su gente no quieren dejar Atolón. Éste es su mundo y lo aman. Además, las cosas serán distintas ahora que nosotros vamos a colonizar el circumplaneta… ¡Tío, no me estás escuchando! —exclamó Fidel.

—¿Cómo dices? —murmuró el Almirante enrojeciendo.

—Estás pensando en Banda. Te gustaría mucho saber que Banda viene con nosotros porque te ama y quiere estar cerca de ti. Lo siento, ésa no es la verdad —dijo el muchacho.

El Almirante clavó sus ojos en las azules pupilas de su sobrino.

—Eres innecesariamente cruel. Después de todo, ¿qué mal hay en que yo crea que ella me ama todavía? —le recriminó con voz dolida—. Pero eres como tu padre… y como la misma Banda. Tenéis que decir siempre la verdad, aunque con la verdad causéis daño a quienes preferirían seguir engañados.

—Es una manera de ser, forma parte de nuestra personalidad.

—¡Tonterías! Nadie está obligado a decir solamente la verdad, especialmente cuando no se te pregunta. Ahora mismo no era necesario que me dijeras la verdad. Con haberte callado me habrías hecho un favor.

—Lo siento —murmuró el joven enrojeciendo y apartando la mirada.

—¿Estás enamorado de Banda? —preguntó el Almirante. Y en vista del silencio de su sobrino añadió irónicamente—: Recuerda que estás obligado a decir siempre la verdad.

Fidel Aznar levantó los ojos y miró a la cara a su tío.

—La amo —confesó mientras aumentaba su rubor.

—¿De modo que es eso? —exclamó el Almirante sorprendido.

—No te lo hubiera dicho si no supiera lo que piensas acerca de Banda.

—O sea que, según los casos, sí sabes aplicar la diplomacia del silencio.

—Yo no soy Adler Ban Aldrik… ni tampoco un Tapo como Banda. Puedo ser tan hipócrita, retorcido e intrigante como un terrícola genuino si se da el caso. Y no es porque me guste ser así. El secreto me pesaba. No hubiese dicho nada si Banda no hubiese regresado. Pero ya que está aquí y va a seguir con nosotros, prefiero poner las cosas en claro. Amo a Banda, y no es de ahora. Creo que me enamoré de ella el primer día que la vi —confesó el muchacho de un tirón.

El Almirante guardó silencio, mientras con el recuerdo volvía atrás en el tiempo en busca de indicios reveladores. Pero en verdad, todo lo que podía recordar era que, precisamente en los once meses que vivió con Banda, apenas si vio a Fidel un par de veces. No sólo el muchacho no había buscado el encuentro con Banda, sino que de hecho parecía haberla rehuido.

—Sí, yo evitaba tu casa por no encontrarme con Banda —confesó Fidel interceptando el pensamiento de su tío.

—¡Y yo que pensaba que no venías a verme porque desaprobabas mis relaciones íntimas con Banda!

—Tenía celos. Por eso no podía arriesgarme a ir por tu casa. No hubiera sido leal contigo. Y además Banda me habría descubierto leyendo en mi pensamiento —admitió.

—Recuerdo que después de haber roto con Banda tú solías salir con ella —dijo el Almirante—. Es de suponer que ella conoce tus sentimientos. ¿Vas a casarte con Banda? Haréis una magnifica pareja, dos paragnósticos con poderes telepáticos. Por lo menos estaréis en igualdad de condiciones, y no como me ocurría a mí. Banda siempre podía saber lo que pensaba. Sólo quiero hacerte un ruego. No la traigas por mi casa. Temo que no podría evitar ciertos recuerdos… recuerdos que tú leerías en mi mente y te ofenderían.

—Sé lo que quieres decir —dijo Fidel ruborizándose—. De todos modos no voy a casarme con Banda. No ahora, tal y como están de complicadas las cosas. Ni siquiera sabemos si permaneceremos más de un día en Atolón después que nos desembarquen y “Valera” se haya alejado. Nos esperan tiempos difíciles.

El Almirante asintió silenciosamente con la cabeza.

En el ánimo de los deportados cobraba realidad cada día la idea de una tremenda injusticia. El Gobierno de Valera no podía condenar a muerte a 750.000 hombres, mujeres y niños, sin echar sobre sí la mancha de un terrible genocidio. Pero había hallado una fórmula para deshacerse de toda una clase social enviándola al exilio, donde en breve tiempo sería exterminada. Los “ghuros” serían los ejecutores de estos condenados, descargando la conciencia de los valeranos del peso de tan horrendo crimen.