CAPÍTULO VIII
LA HORDA AMARILLA
Mientras esperaban un informe rotundo del Servicio de Inteligencia aliado transcurrieron cinco días. La guerra envolvió en rojas llamas al globo terráqueo por los cuatro costados. Cada mañana Ángel se trasladaba a Washington para discutir con los altos jefes del Estado Mayor las minucias del pretendido golpe de mano contra Jakutsk, y cada día se enteraba de nuevos desastres.
La horda amarilla, después del retroceso de su primera jornada de operaciones, volvía a progresar hacia el corazón de los Estados Unidos después de haber invadido por completo Alaska y toda la parte central y sudeste del Canadá. En los macizos montañosos de la costa del Pacífico las tropas americanas resistían con tesón. Iba a ser muy difícil que los amarillos les echaran de allí, pero, en cambio, Otawa, con sus cinco millones de habitantes, había perecido junto con las demás populosas ciudades del centro y sudeste del antiguo Canadá.
El cuarto día de operaciones, después de haber sometido a Otawa a un intenso bombardeo atómico con proyectiles dirigidos, los asiáticos habían envuelto los espacios de la capital con densas nubes de gases tóxicos. Otawa se vio forzada a vivir exclusivamente del oxígeno que guardaba en sus reservas subterráneas. Tras esto, y después de haber reducido al silencio a las defensas antiaéreas de Otawa, oleadas masivas de aviones amarillos, derrotaron a la aviación norteamericana en una larga y furiosa batalla y dejaron caer una división de ingenieros zapadores paracaidistas, los cuales se dedicaron a la sistemática voladura de los caparazones de acero que protegían la entrada, mientras otros grupos ponían barrenos de carga atómica en la gruesa capa de hormigón armado que cubría a la ciudad varios metros bajo tierra.
Los zapadores introdujeron por el hueco de los ascensores cargas atómicas poderosas, y a continuación vertieron toneladas de líquidos venenosos.
Consumada su labor de zapa, los ingenieros se retiraron. Missiles de aire líquido estallaron sobre el cielo de Otawa.
El súbito descenso de temperatura acumuló negras nubes y éstas descargaron una lluvia torrencial sobre Otawa. La lluvia disolvió las substancias venenosas y las arrastró consigo a través de las resquebrajaduras hasta el seno de la urbe subterránea.
La gente comenzó a morir entre espantosos sufrimientos. El gas venenoso mataba por simple contacto, corroía casi todos los metales, entre éstos los de las caretas antigás, y sembró el espanto y la muerte por los profundos subterráneos. Al día siguiente, las bases americanas de los Grandes Lagos estaban bajo el fuego directo de la artillería asiática. Nueva York, Washington, Chicago, Pittsburg y las principales ciudades norteamericanas eran bombardeadas con proyectiles dirigidos. Después del intenso bombardeo, al amparo de las tinieblas de la noche, tropas aerotransportadas descendían sobre los principales centros industriales norteamericanos y se dedicaban a destruir las defensas antiaéreas.
Cuando Miguel Ángel Aznar llegó al mediodía de la sexta jornada a Washington, acompañado de Ina Peattie y del profesor Louis Frederick Stefansson, se sorprendió encontrando totalmente cambiada la fisonomía exterior de la capital de los Estados Unidos. Lo que antes fueran jardines y parques había quedado convertido en un desierto. Ni rastro quedaba de las limpias avenidas, encantadores lagos y coquetonas casitas y terrazas. Un palio funeral de humos se cernía sobre aquella devastación impresionante. Debajo de aquel erial, la ciudad subterránea esperaba con los nervios en tensión la llegada inminente de los bombarderos asiáticos para hacerle correr la misma suerte que la sacrificada Otawa.
Ángel recibió por radio el aviso de que aterrizara en Richmond. Desde esta localidad, un rápido ferrocarril subterráneo llevó al español y a sus acompañantes hasta Washington. El primer objetivo de los bombarderos amarillos habían sido, como es natural, las grandes centrales hidroeléctricas. Podía decirse, con razón, que no quedaba en todo el territorio de los Estados Unidos un solo embalse en pie, y aunque esto no significaba la inmediata ruina de la nación, era un detalle digno de tomarse en cuenta. Las centrales eléctricas que consumían energía atómica continuarían funcionando durante mucho tiempo, pero se hacía indispensable una medida drástica para economizar electricidad. Sólo funcionaban los servicios públicos verdaderamente indispensables. Ocho de las diez partes de los ascensores estaban parados. La televisión y la radio sólo funcionaban para las fuerzas armadas. Los túneles estaban casi completamente a oscuras. El “metro” no funcionaba. Los ciudadanos habían sido invitados por el Gobierno a no salir de sus casas y a revestirse de paciencia y energía.
Miguel Ángel tardó dos horas en poder ser recibido por el general Duxon. Cuando finalmente fue introducido en el despacho del general, el español estaba enojado y nervioso.
—¿Qué demonios ocurre? —fue su primera pregunta—. ¿Es que la iniciativa la tienen toda los amarillos?
—No me torture usted también con sus quejas, mister Aznar —repuso Duxon, por cuya cara pasaba una nube sombría—. Estamos haciendo lo posible para contener a la horda amarilla. No me negará usted que, para tomar la iniciativa, necesitamos antes pararles los pies a los asiáticos y recuperar fuerzas.
—¿Pero no preveían lo que iba a ocurrir?
—Sí, mas de nada ha servido. Tarjas-Kan es el amo absoluto de su pueblo y puede hacer y deshacer a su antojo. En los Estados Unidos es diferente. Hemos estado supeditando nuestras necesidades guerreras a la comodidad de nuestro pueblo. El pueblo norteamericano ha sido hasta ahora el más feliz del mundo. Para conseguirlo tuvimos que sacrificar buena parte de los gastos bélicos. ¿Y ahora qué? Ahora el pueblo americano comprende que ha estado malgastando su tiempo y entregado a una excesiva comodidad. Está dispuesto a sacrificar esas comodidades a cambio de seguir siendo libre y soberano… pero temo que sea demasiado tarde. Una potencia bélica como la de Tarjas-Kan no se improvisa en dos días ni en dos años. Ni siquiera en dos siglos. En Asia hay todavía muchos hombres que pasan hambre y muchas ciudades a la intemperie, donde el pavimento es deficiente, donde la luz es escasa, donde la gente vive hacinada en cabañas y expuesta a ser aniquilada con una sola bomba termonuclear. En vez de edificar la felicidad y seguridad de su pueblo, Tarjas-Kan ha estado años y años edificando una máquina guerrera de fuerza irresistible. ¿Qué le importa que millones y millones de asiáticos vivan como las bestias o mueran en una hora? Lo importante para él es aplastarnos… ¡y por Cristo! que está muy cerca de conseguirlo.
—¿Pero tan grave es la situación? —preguntó Ina Peattie.
—Muy grave. Doscientos mil aviones perdidos en seis días, cincuenta ciudades bombardeadas, toda Alaska y casi todo Canadá en manos del Imperio Asiático son el balance a favor del enemigo en lo que va de lucha. La Federación Ibérica está dándonos una lección de constancia y economía. Los países hispanos siempre supieron apañárselas con menos que los norteamericanos. Nosotros somos un pueblo mimado con exceso. La Aviación española, sin recibir refuerzos de sus países americanos, está dando la gran paliza al Imperio Asiático. En seis días dice haber derribado setenta mil aviones amarillos. Las tropas españolas, portuguesas y brasileñas han ocupado media Europa y prosiguen su avance. La resistencia de los asiáticos es cada vez mayor en Europa. Creíamos que la victoriosa invasión ibérica obligaría a Tarjas-Kan a retirar efectivos de los Estados Unidos. Pero no es así. El Imperio Asiático parece tener incalculables reservas de aviones. Golpea ahora con tanta dureza como el primer día de hostilidades. Sin duda quiere aplastarnos primero a nosotros y luego ajustar las cuentas a la Federación Ibérica.
—Bueno —gruñó Ángel—. Menos mal que los españoles adelantan lo que nosotros vamos perdiendo.
—El territorio ocupado por la Federación Ibérica es apenas nada en la vastedad de Asia. La Federación no podría ocupar jamás por sí sola todo el Imperio Asiático. Eche una mirada al mapa y se convencerá. Si nosotros somos arrollados, las probabilidades de victoria de los países latinos son nulas. Nos necesitan… y nosotros apenas si podemos defendernos.
—Bien —masculló el español entre dientes—. ¿Qué hay acerca de nuestro asalto contra la fortaleza de Tarjas-Kan? ¿Va a realizarse o no?
—He sometido el proyecto a la deliberación del Estado Mayor General… —balbuceó Duxon enrojeciendo.
—Y ha dicho que no —cortó Miguel Ángel secamente.
—En nuestra angustiosa situación no podemos lanzarnos en una aventura de tamaña naturaleza. El Estado Mayor ha calculado que para llegar al continente asiático y abrirnos paso hasta Jakutsk se necesitaría una concentración no menor de cincuenta mil aparatos, de los cuales perderíamos en lucha contra las formaciones de intercepción amarillas como el ochenta por ciento. Tenemos esos aviones, pero no podemos lanzarlos a la destrucción cuando se espera de un momento a otro a los bombarderos asiáticos sobre Nueva York y Washington. Por si todo esto no bastara, sepa que esta madrugada se han lanzado sobre diversas zonas industriales de los Estados Unidos grandes contingentes de comandos. Buscarlos uno a uno y aniquilarlos es una tarea de magnitud gigantesca.
—En fin —suspiró Miguel Ángel—. Que no pueden ayudarnos.
—Créame que lo siento, mister Aznar. He apoyado su idea ante el Estado Mayor con tesón y la mejor de mis voluntades. Les he hablado de los torpedos terrestres y de sus efectos maravillosos… pero el terror cunde en el seno del Estado Mayor General, ésa es la pura verdad. No quieren exponer un solo aparato en esa aventura cuando se cierne sobre nosotros el peligro de correr la misma suerte que Otawa.
—Perfectamente —cortó Miguel Ángel—. En tal caso espero que no les sorprenda si me dirijo a la Federación Ibérica en petición de ayuda.
—Pensaba señalarle yo mismo la posibilidad de que la Federación Ibérica, en plena euforia por sus victorias y con su aviación táctica, prácticamente completa, acoja su plan con verdadero entusiasmo.
—Espero que así sea —sonrió el español con cierta acidez, y tendiendo su mano a Duxon se despidió diciendo—: Ha sido para mí un honor conocerle, general. Sé que estaba usted de parte de mi plan y no dudo de que ha hecho lo posible porque se llevara a la práctica. Adiós y buena suerte.
Se volvió hacia Ina Peattie ofreciéndole la mano y diciendo:
—Bien, coronela. Creo que ha llegado el momento de separarnos.
La muchacha volvió sus ojos angustiados hacia Duxon.
—Mister Aznar —dijo el general—. Si no constituyera un estorbo para ustedes les rogaría que admitieran a la coronela Ina Peattie como observadora en nombre de los Estados Unidos.
—Por el contrario —sonrió el español—. Será para nosotros un placer contar con la supervisión de la coronela Peattie. Puede venir con nosotros, si es su gusto.
—¡Ya lo creo! —exclamó la joven entusiasmada—. Gracias por su designación, general Duxon.
Salieron los tres juntos del despacho y en un tren repleto de movilizados regresaron a Richmond, donde les esperaba el destructor España. Mientras volaban hacia el autoplaneta, Ina Peattie preguntó a Miguel Ángel qué pensaba hacer.
—¡Toma! —exclamó éste con sorpresa—. Pues ir inmediatamente a España y proponer a mis paisanos la aventura que los de usted no han querido apoyar.
Efectivamente, dos horas más tarde el autoplaneta Rayo surcaba el espacio e iba a inmovilizarse sobre Madrid. Inmediatamente el Rayo se vio rodeado de esbeltos y rápidos aviones, en cuyos fuselajes campeaba el fiero león ibero.
* * *
Naturalmente, en Madrid se conocía la intervención de Miguel Ángel Aznar en la batalla aérea de Ontario. Incluso se le atribuía mucho más mérito del que en realidad le correspondía, porque los Estados Unidos, al difundir la noticia de la arribada a la Tierra de un extraño mundo autónomo tripulado por terrestres que habían salido de Norteamérica cuatrocientos treinta años antes, habían cuidado de exagerar la nota, rodeando al curioso autoplaneta y a sus ocupantes de una aureola de misterio y sobrenatural poder, con el loable fin de asustar a los aviadores asiáticos.
Nuestros amigos fueron llevados inmediatamente a la capital española, emporio de la ciencia, las artes y las letras de todo el orbe hispánico.
Los españoles continuaban siendo tan vehementes y ruidosos como siempre en sus explosiones de alegría popular. En Nueva York, Miguel Ángel habíase sentido como un forastero al que todos miraban con la fijeza que se observa a un bicho raro. En Madrid, Ángel sintió por primera vez el calor del cariño y respeto popular y la agradable sensación de encontrarse “en casa”, entre hermanos, entre gentes de su misma ideología y temperamento. Los madrileños habían organizado precipitadamente un magno recibimiento levantando carteles donde se leía: “Bienvenido a tu patria, Miguel Ángel Aznar”.
El alcalde de Madrid y un grupo de altos oficiales del Ejército y la Aviación españolas, encabezado por el general Cervera, en representación del Generalísimo Ávila, importándoles un ardite la posibilidad de que los asiáticos arrasaran de un momento a otro el bello exterior madrileño con proyectiles dirigidos, habían salido también a recibir a Miguel Ángel Aznar, a su esposa y a sus amigos. Éstos, después de estrechar confusos las manos de todos los altos personajes civiles y militares, fueron obligados a subir en tres automóviles descubiertos. Los automóviles, precedidos por una escolta de motoristas y seguidos por una interminable caravana de coches, atravesaron las principales vías de la populosa ciudad recibiendo los aplausos y vítores del apretujado público.
Como en volandas fueron después apeados de los coches, subidos a una enorme terraza del estilo de las que habían visto en Nueva York y agasajados con uno de los tradicionales vinos de honor donde, cosa por demás extraordinaria, el vino era auténtico Jerez, procedente de uvas naturales. España, indudablemente, había vuelto a escalar la altura de su primitivo Imperio. Por todos lados se veían muestras de su riqueza, esplendor y poderío. Una densa formación de diez mil aviones pasó en cierto momento sobre las cabezas de nuestros asombrados amigos relampagueando al espléndido sol de la tarde. Tras aquella formación pasó luego otra de más de treinta mil aparatos de los llamados “acorazados del aire”. Aquella fuerza considerable se dirigía hacia los campos de batalla de la torturada Europa para disputar la supremacía del cielo al Imperio Asiático.
Entre las dos luces del atardecer aullaron las sirenas. El profesor Erich von Eicken y Edgar Ley levantaron la vista hacia el cielo.
—No se alarmen —les dijo el general Cervera en correcto inglés:
—No se trata de ninguna señal de alarma, sino del toque de queda. Estamos en guerra, la noche sigue siendo propicia para los ataques aéreos y todos debemos encerrarnos en la ciudad subterránea.
El toque de queda dispersó al público. Muchos de los altos personajes también se marcharon a cumplir con sus obligaciones. El general Cervera y un nutrido grupo de oficiales del Ejército y la Aviación acompañaron a nuestros amigos hasta las habitaciones que les habían preparado en el propio edificio del Gobierno. Una vez estuvieron solos el general Cervera se volvió hacia Miguel Ángel y le preguntó:
—¿Van ustedes a quedarse muchos días entre nosotros?
Ángel explicó brevemente a Cervera el motivo que les había traído a España.
—El Generalísimo está demasiado ocupado para recibirle ahora —se excusó Cervera—. Pero estoy seguro que apoyará su plan en cuanto yo se lo comunique… que va a ser ahora mismo.
Cervera se marchó y nuestros amigos se dispusieron a cenar. Al sentarse a la mesa, una hora más tarde, entró de nuevo el general Cervera y se dirigió sin pérdida de tiempo hacia Ángel. Éste no confiaba en conseguir la colaboración de la Aviación española y estaba preparado para recibir una negativa. Su asombro fue mayúsculo al decirle Cervera:
—Va está todo arreglado. He hablado un momento con el Generalísimo y me ha conferido carta blanca. ¿Cuándo quiere que ataquemos a Jakutsk?