CAPÍTULO VII
¡VICTORIA!
Solamente diecisiete segundos habían transcurrido desde que los dos bandos entraron en el alcance de sus respectivos cañones “Z”. En este breve espacio de tiempo habrían sido derribados unos cinco mil aviones por bando, de modo que se encontraron sobre el cielo de la antigua provincia canadiense de Ontario unos treinta mil aviones. El caso, ahora, era esquivar con rapidez el fulminante rayo del enemigo y procurar colocar uno de los propios en el contrincante.
La batalla aérea quedaba reducida así a un encuentro parecido al de las escuadrillas del siglo XX, solamente que ahora se apreciaba de más espacio para evolucionar a la fantástica velocidad de cuatro millas por segundo. El choque fue espantoso. Centenares de aviones entraron en colisión estallando al mismo tiempo en el vacío. La formación en rueda de los aparatos del autoplaneta se había roto y cada destructor andaba revuelto con un centenar de aviones americanos y más de cien aeronaves asiáticas.
Miguel Ángel contemplaba aquel apocalíptico encuentro con los ojos desmesuradamente abiertos de espanto. No tenía nada que hacer. Hasta sus oídos llegaba el repiqueteo del Morse y las exclamaciones de los aviadores norteamericanos, el incansable zumbido de los cañones “Z” y el intermitente repiquetear del timbre.
Ina Peattie se agarraba con fuerza a la mesa, pero su movimiento de precaución era inútil. Aunque el España volara en posición invertida, ella y Miguel Ángel seguían con los pies pegados al suelo y la sangre afluyendo por sus venas con absoluta normalidad. Esto ocurría así porque el centro de gravedad del España lo fabricaba el destructor para su propio uso, sin tener en cuenta para nada la fuerza de atracción de la Tierra.
Las “zapatillas volantes” del autoplaneta estaban portándose maravillosamente en aquella colosal batalla. Parecían estar en todas partes, lo estaban en realidad, y se las veía subir y bajar, virar y brincar en el aire como seres vivos. Tras ellas dejaban un rastro de explosiones azules indicando el aniquilamiento de otros tantos aviones enemigos. Era maravillosa la habilidad de sus pilotos electrónicos. Enfilaban recto contra el enemigo, sin vacilación ni pérdida de tiempo, lo derribaban y se lanzaban sobre otro con la velocidad del rayo. Apenas si se las veía. Las más próximas pasaban junto al destructor España como una ráfaga de luz plateada, y sólo las más lejanas podían ser seguidas a simple vista.
Los aviones norteamericanos y los asiáticos eran derribados a tal velocidad que el cielo estaba siempre cubierto de explosiones, como si volaran entre el fuego concentrado de mil piezas de artillería antiaérea. Estas explosiones conmocionaban al España, haciendo vacilar a sus tripulantes humanos por unos segundos.
En cuanto al España, seguía funcionando con la precisión y velocidad de una máquina bien construida. No había allí ningún resorte que fallara, ni tampoco ninguna voluntad que flaqueara o se aturdiera en el fragor del combate. Ni los pilotos ni los artilleros electrónicos vacilaban. Mataban con indiferencia de máquina, guiaban con precisión de máquina y morirían, si llegaba el caso, con indiferencia de máquina. El destructor era a modo de un meteoro siguiendo una órbita de precisión matemática.
No había miedo de que chocara con ningún avión amigo o enemigo, pero sí lo había de que los amigos y enemigos chocaran con ellos. La inteligencia humana, sometida a la dura prueba de este torbellino, flaqueaba donde la exactitud electrónica se mostraba insensible e infatigable. Miguel Ángel pudo ver por sus propios ojos cómo un caza norteamericano se estrellaba contra un destructor. El caza estalló en mil pedazos, pero el durísimo casco del destructor salió indemne de la colisión.
La confusión, tremenda en un principio, fue aclarándose al cabo de quince minutos de combate. Los combatientes llenaban todo el espacio visible, de Norte a Sur y de Este a Oeste, pero su número se había clareado considerablemente. No era posible calcular a simple vista quién ganaba ni quién perdía. Los aviones más próximos volaban demasiado aprisa para poder ser identificados, y los más lejanos se movían con tanta rapidez que tan pronto se presentaba a la mirada del observador un casco verde como uno azul celeste.
Al cabo de media hora de combate todo quedó súbitamente en paz. Como cuatro millares de aviones evolucionaban desperdigados por el espacio. Parecían errabundos y vacilantes, cansados y nerviosos. La radio, que en el último cuarto de hora había quedado casi completamente silenciosa, empezó a llenarse con la llamada de los comandantes de las flotas.
Miguel Ángel se pasó una mano ante los ojos y dejó escapar un suspiro.
—Bueno —murmuró—. Parece que la batalla se terminó a nuestro favor. Realmente, ha sido terrible. Los aviadores como usted deben de tener unos nervios de acero.
—Ha sido un combate maravilloso —suspiró a su vez la muchacha—. Sobre todo porque podemos contarlo. Sus aparatos son invencibles, mister Aznar. ¡Mire, ya vuelven!
En efecto, diez destructores y medio centenar de “zapatillas volantes” se acercaban por la derecha a poca velocidad. Ángel miró a su alrededor y vio que por la parte opuesta todavía lejanos, pero acercándose a gran velocidad, asomaban otros doce destructores rodeados por un enjambre de “zapatillas volantes”.
Para que los restos desperdigados de la flota pudieran localizarles, Miguel Ángel puso en marcha el aparato automático de señales quien se encargó de lanzar al éter los pitidos de contraseña.
Pronto empezaron a dejarse oír las voces sonoras y tranquilas de los comandantes saissais y las alborozadas de George Paiton y Thomas Dyer.
—¡Ha sido un combate estupendo! —proclamó George—. Aunque por nada del mundo intervendría en uno así si tuviera que ser yo quien pilotara un avión. ¡Caramba!
Un momento después estaban reunidos todos los aparatos. Con gran sorpresa por parte de la coronela Ina Peattie y satisfacción de Miguel Ángel Aznar no se había producido una sola pérdida. Esto sólo podía atribuirse a las magníficas cualidades del material de que estaban construidos los aparatos del autoplaneta.
La escuadra, en formación de cuña, reemprendió el regreso hacia el autoplaneta dejando a sus espaldas a los aviones norteamericanos, que esperaban la llegada de otros tantos aviones más para aprovechar la derrota infligida al Imperio Asiático, avanzando hacia el Norte.
Media hora más tarde el destructor España rodaba sobre el pulimentado piso del autoplaneta y Bárbara Watt suspiraba al ver apearse a su marido seguido de la esbelta coronela Ina Peattie.
* * *
Mientras comían, sentados alrededor de la larguísima mesa del comedor comunal y con la asistencia de todos los hombres azules, los que habían tomado parte en la batalla aérea de la tarde relataron sus aventuras a los que se quedaron en el autoplaneta. Cuando apuraban sus tazas de café y chupaban de sus aromáticos cigarrillos sonó el zumbador del televisor y se iluminó la pequeña pantalla encuadrando la cabeza de Thomas Dyer, quien había quedado de guardia en la sala de control.
—Un cierto general Duxon, acompañado por medio centenar de giróscopos, solicita ser recibido en el autoplaneta y hablar con su comandante —anunció Thomas con su voz de trueno—. ¿Qué contesto?
—Manda acá su imagen para que le veamos la cara, Thomas —repuso Miguel Ángel poniéndose en pie y acercándose al televisor.
El rostro de Thomas fue sustituido por otro enjuto, de finos labios, prominente nariz y ojos verdes.
—Es el general Duxon, no cabe duda —aseguró Ina Peattie—. El general Duxon es el jefe supremo de las fuerzas de Tierra y Aire.
—Perfectamente, Thomas —dijo el español—. Recibe al general con los honores debidos… pero sólo al aparato del general.
La pantalla quedó a oscuras coincidiendo con un gruñido de Thomas.
—¿Qué puede querernos el general Duxon? —murmuró Ángel.
—Algo muy importante será cuando se decide a venir por sí mismo en vez de mandarnos llamar —aseguró Ina Peattie—. ¿No piensa salir a recibirle?
—Vaya usted a buscarle y tráigale aquí, ¿nos hace el favor?
Ina salió del comedor. Volvió unos minutos más tarde acompañada de tres militares. Uno de ellos era el general Duxon, y los otros dos un general de dos estrellas y un mariscal del Aire. El general pasó su mirada sobre la numerosa concurrencia y preguntó:
—¿Quién de ustedes es el comandante de este aparato?
—No hay jefe supremo a bordo del Rayo, general —anunció Ángel poniéndose en pie.
—¿Quién comandaba entonces los aviones que esta tarde tomaron parte en la batalla aérea de Ontario?
—Yo era el comandante.
—Permítame entonces que le estreche la mano, caballero —dijo Duxon ofreciendo la suya—. Se ha portado usted como un verdadero héroe. La estrepitosa derrota infligida a la aviación del Imperio Asiático resuena a estas horas por todos los ámbitos del globo. He querido venir personalmente a felicitarle y a charlar un momento con ustedes de paso que me traslado al Sur. Si pudiéramos contar con unos millares de aparatos como los de ustedes, la victoria sería nuestra sin duda alguna. Dígame, mister Aznar, ¿cuántos aviones tienen ustedes? ¿Son muchos?
—Solamente medio centenar de destructores y doscientas “zapatillas volantes”.
—¡Oh, qué lástima… qué lástima…! —lamentóse el general dejándose caer en un sillón—. Naturalmente, poseen ustedes una fuerza de inmejorable calidad, pero muy escasa en número. Así y todo, si ustedes pusieran su diminuta, pero invencible potencialidad bajo el mando del Estado Mayor General norteamericano, todavía podríamos lograr alguna superioridad de peso contra el Imperio Asiático.
—No podemos comprometernos a tal cosa, general —aseguró von Eicken—. Necesitamos tener las manos libres por la siguiente razón: Si el imperio Asiático derrota a los Estados Unidos y a la Federación Ibérica, nos proponemos escapar de la hecatombe con nuestro autoplaneta llevándonos algunos millares de jóvenes para perpetuar nuestra civilización en otro mundo lejano.
—Antes, no obstante —añadió Miguel Ángel—, estamos dispuestos a pelear al lado de la raza blanca hasta el último momento. Aunque pocos en número, somos más fuertes de lo que usted cree. Este mismo autoplaneta es, en realidad, una fortaleza casi inexpugnable. Podemos llevarlo a cualquier parte, defendernos con nuestros proyectores de rayos “Z” o formar a nuestro alrededor una coraza eléctrica de alta potencia contra la que se estrellen todos los proyectiles enemigos.
Podernos, por último, pasar al ataque con los cañones “Z” del autoplaneta y los que van montados a bordo de los destructores y “zapatillas”, arrasar una provincia con nuestros proyectiles teledirigidos y hasta hacer saltar a Nueva York con nuestros torpedos terrestres. El resultado de la batalla de esta tarde hubiera sido el mismo si en vez de llevar nuestras escuadrillas contra los aviones amarillos hubiéramos llevado a nuestro autoplaneta. Desde estos sillones, sin movernos, hubiéramos presenciado una hecatombe de aparatos asiáticos como jamás se ha visto hasta ahora.
—He presenciado la batalla aérea de esta tarde por televisión, mister Aznar —respondió el general Duxon—. Creo a pies juntillas que sean ustedes capaces de hacer lo que dice, pero la efectividad de sus elementos sería mucho mayor si coordinara sus operaciones con las del Estado Mayor. El control de nuestro Estado Mayor, sobre todas las fuerzas, es indispensable para conseguir que la victoria se incline a favor de las armas norteamericanas. No quiero ocultarle que he venido aquí, entre otras cosas, para ver de convencerles a ustedes de que deben entrar en combate cuándo y dónde el Estado Mayor General juzgue oportuno.
—Ni el autoplaneta ni nuestros aparatos van a tomar parte en ninguna otra batalla aérea, general Duxon.
—¡Oh! —exclamó Duxon con desencanto—. ¿Quiere decir que nos retiran su apoyo? ¡Yo creí…!
—Acabo de descubrir que necesitaríamos cien veces el número de aviones que tenemos y no menos de diez autoplanetas como el Rayo para derrotar al Imperio Asiático de una forma rápida y rotunda. En consecuencia, he decidido no perder el tiempo derribando aviones asiáticos a tontas y a locas. Hay una manera de poner fin a esta guerra y voy a tratar de ponerla en práctica.
—¡No será convenciendo a Tarjas-Kan para que firme la paz! —exclamó el mariscal con burla.
—Creo que Tarjas-Kan se dejaría desollar vivo antes de acceder a firmar una tregua con las naciones cristianas —repuso Ángel sin mostrarse ofendido.
—Se ve que le han hablado bien de él —sonrió el mariscal.
—Sí. La coronela Ina Peattie ha estado hablándome de Tarjas-Kan, y por lo que ella me ha contado he sacado la deducción de que Tarjas es el cerebro supremo de este movimiento anticristiano. Él encarna el Anticristo, ¿no es cierto?
—Ese título le damos nosotros.
—Luego si se quitara de enmedio a Tarjas-Kan…
—Sé a dónde quiere usted ir a parar, mister Aznar —le interrumpió el general—. Lo que está pensando usted lo hemos pensado ya nosotros también. Evidentemente, el defecto de todo sistema dictatorial reside en la centralización del poder. Tarjas-Kan no tiene gobierno alguno. Él es el único mando en el Imperio Asiático. Los ayudantes que le rodean son meros títeres que periódicamente son suplantados por otros. Si Tarjas-Kan muriera hoy mismo, la guerra tal vez continuara, pero también es muy probable que el Imperio Asiático fuera derrotado. Los buitres que rodean a Tarjas-Kan se pelearían entre sí por el poder sobre el cadáver del caído ídolo. La guerra pasaría a ser un elemento de segunda importancia para los asiáticos, y nosotros aprovecharíamos esa oportunidad para hacerles retroceder… Sí, todo eso lo hemos pensado nosotros antes, así como en la posibilidad de que la antigua Europa, donde la raza blanca sojuzgada y absorbida por la amarilla suspira por la libertad, se rebelara contra el Imperio creando una escisión interior que nos favorecería…
—Puesto que lo han pensado, también habrán intentado capturar o quitar de enmedio a Tarjas-Kan.
—Lo hemos intentado algunas veces, pero en todas fracasamos. Como es lógico, Tarjas-Kan se hace rodear de un ejército de fieles servidores. Habita en Jakutsk. Ésta es quizás la mejor ciudad subterránea del globo y está situada en la Siberia, junto al lago Jege. En la ciudad sólo habitan militares adictos a Tarjas-Kan. Allí tiene el caudillo amarillo su Estado Mayor. Raramente sale Tarjas de su fortaleza. Desde sus profundos subterráneos dirige la guerra y la política del mundo y de los planetas vecinos. Jakutsk es, a la vez, el centro del poder asiático y la mejor de las bases militares. El lago Jege sirve de amaradero a los mejores aparatos de la Flota Imperial. Las defensas antiaéreas son las más poderosas del mundo… No. No es posible alcanzar a Tarjas-Kan.
—Hábleme acerca de esa imposibilidad —rogó Miguel Ángel.
—¿Quiere que le diga más? No hay manera de destruir Jakutsk. Podríamos tal vez dejar caer sobre la ciudad de Tarjas una lluvia de proyectiles dirigidos, pero ¿y qué? Arrasaríamos todo el territorio y el viejo zorro siberiano se reiría a carcajadas de nosotros a cinco mil metros de profundidad, en sus subterráneos de acero.
—¿Pero todavía no han encontrado ustedes un medio de bombardear las ciudades subterráneas? —preguntó el profesor Stefansson.
—¿Lo ha inventado usted acaso? —preguntó a su vez el mariscal del Aire mirando agresivamente al pequeño profesor.
—Es muy fácil —sonrió mister Stefansson—. Se coge un torpedo, se le pone un taladro en la punta y ya está.
Duxon se volvió hacia Miguel Ángel.
—¿Qué broma es ésta? —preguntó enrojeciendo—. ¿Pretende este hombre burlarse de mí?
—Nada de eso, general. Es verdad lo que mister Stefansson dice. Nosotros tenemos esa clase de torpedos. ¿No les dije antes que podíamos volar el actual Nueva York con nuestros torpedos terrestres?
—Me gustaría verlos con mis propios ojos —gruñó Duxon—. Hace siglos que buscamos nosotros un medio de construir un torpedo semejante.
—No es difícil de fabricar… teniendo “dedona” a mano. La “dedona” es el metal de que está construido este autoplaneta y las corazas de nuestros aviones —explicó Miguel Ángel—. Es cien veces más duro que el diamante cuarenta mil veces más pesado que el hierro. El más fuerte atleta no podría levantar del suelo un solo tornillo hecho de este metal. El torpedo terrestre es un huso de veinte metros de largo y cuatro y medio de grosor. A lo largo del fuselaje corren varias aletas de un metro de altura. Tiene en la proa un disco armado de algunos centenares de puntas de “dedona”. El disco gira como un taladro velozmente y el polvo de roca sale por entre las aletas del fuselaje y es proyectado hacia atrás con gran fuerza por los gases que empujan al torpedo hacia adelante.
—¿Y “eso” es capaz de llegar hasta una ciudad subterránea?
—¡Ya lo creo! El torpedo es, en realidad, una bomba atómica. Los instrumentos de a bordo le guían bajo tierra hacia el objetivo que se le ha señalado. Cuando tropieza con roca la progresión del torpedo no pasa de un metro por minuto, según la dureza del granito. Cuando el terreno es de roca caliza avanza a razón de un metro por cada dos segundos, y si el subsuelo es de tierra pura, avanza a mucha mayor velocidad —dijo el profesor Stefansson.
—Me propongo presentarme por sorpresa sobre Jakutsk, dar la batalla a las baterías antiaéreas y a las fuerzas aéreas y soltar unos cuantos de nuestros torpedos terrestres para que corten en seco las carcajadas de Tarjas-Kan. Si el viejo zorro siberiano está en Jakutsk no es fácil que escape. La dificultad, naturalmente, consiste en saber si Tarjas-Kan estará en su fortaleza en el momento que la ataquemos. También necesitamos un plano detallado de la ciudad subterránea para localizarla y situar su profundidad. ¿Querrá el Estado Mayor norteamericano colaborar con nosotros?
—¿Solamente necesita un plano de Jakutsk y una buena información sobre el paradero del dictador Tarjas-Kan?
—Otra dificultad será abrirnos paso hasta el lago Jege. Sería conveniente que nos acompañaran algunas fuertes escuadras de aviones de caza y bombarderos norteamericanos.
Duxon se acarició la barbilla reflexionando.
—Creo que puede contar con el apoyo del Estado Mayor General —dijo finalmente—. La empresa no es tan sencilla como parece. Es un golpe de mano en el que vamos a jugarnos la flor y nata de nuestras fuerzas aéreas, pero la consecución del fin bien merece que corramos algún riesgo.