CAPÍTULO IV

EL servicio telegráfico entre la Tierra y Venus empezó a funcionar a las 96 horas de haberse producido la catastrófica transmutación solar.

Venus, que no había sufrido alteraciones en su movimiento de rotación, que no tuvo terremotos ni inundaciones, atravesaba no obstante por una apurada situación. La radiación solar era mucho más intensa en Venus que en la Tierra por encontrase 60 millones de kilómetros más próximo al sol. Y en estos momentos con el súbito aumento de la actividad solar, el clima tropical de Venus habíase convertido en algo más tórrido.

De los lagos, ríos, mares y océanos venusinos, se levantaban densas nubes de vapor que formaban una niebla espesísima y hacía irrespirable la atmósfera.

Los venusinos, hacinados en los refugios subterráneos, se encontraban relativamente seguros, en tanto esperaban la decisión del gobierno.

El gobierno venusino, después de consultar a los sabios más eminentes de la nación, había llegado a las mismas conclusiones que el gobierno terrícola. Así, cuando el Presidente terrícola invitó a su colega venusino a celebrar una reunión con el Presidente marciano, el jefe del gobierno del Estado Venus, aceptó inmediatamente.

Se convino en que la reunión tendría lugar en un punto del espacio equidistante de los tres planetas confederados, a bordo de un autoplaneta de la Flota Terrícola, y que a ella asistirían además del gobierno de los tres planetas, los Estados Mayores de las Fuerzas Armadas de los tres países.

Diez horas más tarde, Marte quedaba también enlazado con la Tierra por una cadena de buques.

En Marte, la transmutación solar había obligado a sus habitantes a buscar protección en los refugios antiatómicos. La temperatura media del planeta se había elevado considerablemente, pero esto, teniendo en cuenta que Marte era un mundo bastante frío, no representaba para los marcianos motivo de preocupación, como ocurría a los achicharrados venusinos.

El Presidente del Estado Marte, enterado de la reunión que iban a celebrar sus colegas de la Tierra y Venus, contestó a la invitación asegurando que se ponía en camino inmediatamente.

El gobierno terrícola y el Estado Mayor Combinado volaron con su numeroso séquito hasta la Base de autoplanetas, la cual estaba situada en los Grandes Lagos; Superior, Michigan, Hurón, Ontario y Erie, quienes por constituir prácticamente mares interiores se presentaban idealmente para servir de estuario a los gigantescos discos voladores conocidos por el nombre de “autoplanetas”.

Los autoplanetas, por lo común, se pasaban años y aun siglos sin moverse de su ancladero. Eran las máquinas más costosas del mundo, a la vez que más grandes y perfectas en todos los órdenes.

Un autoplaneta no era una astronave corriente; no era un aparato para ser utilizado en los viajes interplanetarios cortos entre los planetas que giraban alrededor del sol, y se les consideraba demasiado valiosos para exponerlos en apoyo de la Armada. Los autoplanetas habían sido construidos y equipados para las travesías largas del espacio; viajes siderales en los que se invertían hasta ahora “dos mil años luz”.

La nación, siempre que encontraba un espacio entre sus múltiples actividades, construía uno o dos de esos gigantescos autoplanetas, y el mundo se sentía un poco más orgulloso de sus propios adelantos y otro poco más tranquilo respecto a su porvenir.

Porque los autoplanetas, llegado un momento de apuro, podían servir y de hecho servirían para evacuar a la Humanidad terrícola —entendiéndose también por terrícolas los habitantes de Venus y Marte.

Lo malo que ocurría con los autoplanetas, era que no se construían tan aprisa como aumentaba la población del mundo.

Como ayudantes del Almirante en Jefe de la Armada Terrícola, Miguel Ángel Aznar y Sofía Medina se embarcaron también con el Estado Mayor Combinado en un crucero sideral que les llevó volando a través de la noche hasta una isla de unos doce kilómetros de longitud, cuyas costas acantiladas se levantaban cortadas a pico a dos mil metros de altura sobre las oscuras aguas del lago Erie.

Lo que parecía una isla, no era otra cosa que el autoplaneta a bordo del cual iban a reunirse los gobiernos de la Confederación de Planetas Terrícolas. El nombre del buque, “MACON”, aparecía y desaparecía formado por gigantescas letras luminosas en el férreo costado que se alzaba hasta las nubes.

El crucero sideral voló sobre esta “isla” y fue a posarse en la cubierta de vuelos. Esta “cubierta” tenía 113 kilómetros cuadrados y habría bastado para echar sobre ella los cimientos de una gran metrópoli. Dada la altura a que se encontraba la cubierta sobre el nivel del lago, soplaba un viento fuerte y frío en aquel lugar. Una caravana de automóviles se detuvo junto al buque para tomar a los parlamentarios y conducirlos al interior del “disco” por una larga rampa que quedaba interrumpida por una sólida compuerta.

Al transponer la compuerta, los ojos de los pasajeros contemplaron el fantástico espectáculo que ofrecía la ciudad-concha bajo la potente luz de los focos suspendidos del techo.

La ciudad, desierta y silenciosa, lanzó al rostro de los visitantes un sutil olor a acero frío, a cosa nueva, limpia y deshabitada. Era un olor especial, como sólo podía percibirse a bordo de un autoplaneta vacío; en la ciudad encerrada en el interior del formidable disco hueco. Una ciudad de más de treinta y cinco kilómetros de perímetro. Una ciudad completa, con sus avenidas enormemente anchas y escrupulosamente rectas, sus plazas, sus monumentos, sus fuentes públicas, sus estaciones de “metro”, su lago-piscina, sus estadios y todo cuanto pudiera exigirse a una ciudad moderna y magníficamente acondicionada. Una ciudad con tierra, árboles y plantas, excepto habitantes.

Todo cuanto veían los ojos estaba hecho de acero, de aluminio, de cristal o de materiales plásticos. Nada combustible.

Era una ciudad magnífica, y que sin embargo, contristaba el ánimo. Quizá fuera debido a su silencio, su soledad y sus mismas aplastantes proporciones.

Quizá lo sintiera así Miguel Ángel al pensar que en esta ciudad, y en otros varios miles de ciudades idénticas a ésta, estaba condenado a vivir el terrícola durante muchos años; condenado a no ver un cielo azul surcado de nubes, a no ver la majestuosa inmensidad de un océano, ni el verdor de los campos, los bosques y las praderas.

Condenado a no sentir la caricia de la brisa, a no oír el batir de las olas, ni el murmullo del viento al pasar entre los árboles…

Un autoplaneta era como una cárcel. Las personas que vivían allí tenían los mismos medios de distracción que los habitantes de las grandes ciudades enclavadas en el suelo firme de un planeta.

Pero no era lo mismo. Al habitante de las grandes ciudades terrestres le bastaba saber que podía salir de ellas aunque pasara años sin realizar una gira campestre o una excursión al mar.

Para el tripulante de un autoplaneta lo terrible era saber que no podía pasar más allá de las férreas paredes que limitaban el contorno de la ciudad, ni tender la mirada más lejos del techo metálico que era su cielo.

Además; el hombre moderno había vuelto a buscar el íntimo contacto con la Naturaleza en que vivieron sus remotos primeros padres. En sus ciudades actuales todavía quedaban núcleos donde la gente habitaba en aquellas colmenas abominables llamadas “rascacielos”. Pero la mayoría de la humanidad vivía en casas pequeñas, en pleno campo, formando extensas colonias que ocupaban millares de kilómetros cuadrados y recibían el nombre de ciudad.

Este hombre era el condenado a vivir durante medio siglo entre las férreas paredes, los férreos pisos y el férreo techo de aquel inmenso ataúd llamado “autoplaneta”. No a vivir en el relativo desahogo de los inquilinos de un rascacielos, sino peor aún. Los autoplanetas de que se disponía eran insuficientes para acomodar con holgura a los millones de almas de la Confederación Terrícola.

Como dijo el señor Aznar, que formaba parte de la comisión terrícola; “los desdichados hijos de la Tierra iban a tener que sentarse los unos sobre los otros”.

El autoplaneta “MACON” cerró sus compuertas. Luego abandonó las aguas del lago y se remontó lenta y majestuosamente en el espacio.

La comisión terrestre se alojó a sus anchas en el inmenso edificio donde estaba emplazado el ayuntamiento de la ciudad.

Acompañaba al autoplaneta “MACON” una flota de cruceros siderales que tenían la doble misión de escoltar al “disco” e ir dejando atrás, a distancias regulares una cadena de buques mediante los cuales se mantendría un contacto telegráfico continuo con la Tierra. Las comunicaciones directas por radio entre los planetas seguían paralizadas a causa de la violenta erupción solar.

Se seguía sin tener noticias de las Bases Siderales de Júpiter y Saturno, donde una parte considerable de la Armada había quedado incomunicada del resto del sistema planetario. Se temía que los sadritas, aprovechándose de la interrupción de las comunicaciones, se hubieran lanzado contra las flotas terrícolas destacadas en los satélites de Saturno y Júpiter.

Sin saber lo que ocurría en aquellas lejanas bases, el “MACON” surcó el espacio y alcanzó el punto de reunión a la hora prevista. Allí se detuvo, esperando a las comisiones de Marte y Venus. Los venusinos todavía tardaron una hora en llegar y poco después era avistada la flota que escoltaba al Presidente marciano.

Lo más notable de la delegación marciana, era que, siendo el Presidente una mujer, la mayor parte de los miembros de su gobierno e incluso muchos de los altos jefes del Ejército y la Armada de Marte, eran también mujeres.

Y no era menos notable la prodigiosa estatura de los marcianos ya que, aunque de origen terrestre, la raza se había agigantado en el transcurso de varias generaciones nacidas en el pequeño planeta.

Lo primero que hicieron las tres delegaciones fue reunirse en un almuerzo de confraternidad. Luego, las delegaciones se trasladaron en grupo al salón de sesiones del Ayuntamiento de Macon, donde dio comienzo la asamblea.

Primero hablaron los astrónomos, astrofísicos, bioquímicos y demás científicos, los cuales resumieron lo ocurrido y bosquejaron con los más sombríos colores el porvenir que aguardaba a la naturaleza terrícola, bajo los ardores de un sol de helio.

Según los sabios, la alternativa era evacuar o morir.

Los presidentes decidieron por unanimidad la evacuación inmediata de los planetas.

El segundo tema a tratar; el punto donde ir, era lo más difícil de decidir. Los planetas “redentores”, donde una importante rama nacida del tronco terrícola había fundado un rico y floreciente imperio, parecía a primera vista el lugar más indicado; aquel donde la nación terrícola encontraría una Humanidad vinculada a la suya por la sangre, la cultura y la lengua.

—Pero los planetas “redentores” estaban ya superpoblados cuando llegó a la Tierra el último de sus correos —apuntó la señora Presidente del Estado Marte—. Como la noticia tardó dos mil años en llegar a nosotros, y nosotros invertiremos otros dos mil años en el viaje hasta Redención, los redentores habrán tenido más de cuatro mil años para doblar y hasta triplicar su población desde la última vez que nos mandaron sus saludos.

El Presidente del Estado Tierra sonrió.

—Yo no creo en la “superpoblación” —aseguró—. No puedo imaginarme al gigantesco Redención cubierto interior y exteriormente por una sola ciudad de rascacielos, ni a los redentores pululando como hormigas y viviendo en tiendas de campaña incluso en medio de las calles de esa inmensa ciudad. Lo que ocurre es que tanto los redentores como nosotros, nos hemos acostumbrado a vivir en casas familiares de una sola planta, rodeados de una parcela de terreno que hemos dado en considerar “vital”. No creo, en fin que los redentores tuvieran que imponerse un duro sacrificio para dar cabida en sus gigantescos planetas a los cincuenta mil millones de terrícolas que llegáramos allá en demanda de asilo.

—Eso sin contar —añadió el Presidente del Estado Venus— que nosotros llegaremos allá con nuestros autoplanetas. En el peor de los casos seguiríamos habitando en nuestras ciudades “concha”; bien haciéndolas flotar como islas sobre los océanos de Solima o suspendiéndolas en el espacio a modo de ciudades aéreas.

La Presidente marciana se encogió de hombros e hizo una mueca, como vencida por sus dudas y temores. Pero don Miguel Ángel Aznar saltó en pie y dijo:

—Señoras y caballeros. ¿No estamos enfocando este asunto desde un punto de vista completamente equivocado? Lo que la nación terrícola necesita es una nueva patria donde podamos crecer y multiplicarnos sin ahogo ni limitación de espacio, hacer las cosas a nuestra manera y reanudar nuestra existencia según las leyes y costumbres tradicionales. ¿Por qué ir a Redención? A la misma distancia, ¿no tenemos los planetas thorbod completamente deshabitados?

—¡Los planetas thorbod! —exclamó el Presidente venusino—. Usted estuvo en ellos. ¿Cómo son?

—No existe diferencia apreciable entre los planetas thorbod y los terrícolas. Como aquí, aquellos mundos tienen sus atmósferas, sus océanos y sus continentes donde prosperan plantas de carbono semejantes a las nuestras. Hay por lo menos cinco globos de proporciones, presiones, densidades y temperaturas análogas a las de la Tierra. El sol que alumbra y calienta aquellos mundos tiene la misma edad y composición que nuestro sol. Nada se opone a que tomemos posesión de ellos… y eso es lo que debemos hacer.

—Pero aquellos mundos ¿están realmente deshabitados? La Bestia vivía todavía allí cuando usted los visitó.

—En efecto —contestó el señor Aznar—. La Bestia trabajaba afanosamente en un intento desesperado por rehacer su antiguo poderío. Pero dudo que lo consiguiera. Cuando dejé Nahum las repúblicas nahumitas se preparaban para marchar con todas sus fuerzas contra los thorbod. Además; nosotros mandamos allá el autoplaneta “Valera” hace cincuenta años para que comprobara si la Bestia había dejado de existir y la rematara en caso contrario. “Valera”, probablemente, habrá vencido a los thorbod y dejado en aquellos planetas una colonia terrícola. Si nosotros nos dirigiéramos ahora a los planetas thorbod llegaríamos cincuenta años después que “Valera”, justo a tiempo de tomar parte de la colonización que ya habrán emprendido los valeranos.

El Presidente venusino miró a sus colegas terrícolas y marciano.

—Verdaderamente —dijo— las perspectivas son inmensamente más amplias dirigiéndonos a los planetas thorbod que a Redención.

A lo que el Presidente de la Tierra contestó:

—También los riesgos son mayores. Figúrense que llegáramos allá y nos encontráramos que la Bestia dominaba sobre sus planetas y los planetas nahumitas. ¿Qué haríamos?

—Si la Bestia hubiera logrado rehacer su Imperio nosotros lo volveremos a aplastar con el arma que tenemos ahora. Los thorbod, estoy seguro, no conocen todavía los rayos perforantes de “luz sólida” —dijo don Miguel Ángel Aznar.

El presidente dio inequívocas muestras de impaciencia golpeando su carpeta con un lapicero.

—Señor Aznar —dijo—. Un pueblo lanzado en forzado éxodo no es una expedición de guerra. No podemos arriesgar cincuenta mil millones de almas en los azares de una guerra. Además; el pueblo no lo desea. Lo que el pueblo quiere es una seguridad de que tras cuarenta años de viajar por el espacio encontrará unos mundos donde habitar entre amigos.

—El pueblo es egoísta por naturaleza, lo sé —contestó el Almirante Mayor con amargura—. Si le damos a escoger se decidirá por lo más cómodo. Y lo más cómodo y seguro es ir a Redención. Quizá lo que debiera hacerse en este caso es no darle opción a escoger. La masa es ciega, no ve más allá del presente. Pero los hombres y las mujeres que estamos aquí, con mirada clarividente e instinto más certero, sabemos qué conviene más al pueblo.

Un profundo silencio siguió a las audaces palabras del Almirante Mayor Honorario.

—¿Imponer al pueblo un punto de destino distinto al que desea tomar? —exclamó el Presidente terrícola entre sorprendido e indignado. Y dando una fuerte palmada sobre la carpeta gritó—: ¡Nunca! ¿Qué se ha creído usted, señor Aznar? Ya están muy lejos los tiempos en que usted mandaba a su capricho sobre estos planetas. Aquello no puede repetirse, ¡y no se repetirá! La nación irá donde le plazca y nosotros iremos con ella porque somos sus representantes y porque jamás traicionaremos la confianza que depositaron en nosotros. ¿Se ha enterado?

—Perfectamente —contestó el Almirante Mayor sin perder la calma, y volvió a su asiento.

El Presidente terrícola lanzó una mirada furiosa. Luego se volvió hacia sus colegas y dijo:

—Creo que ustedes están conmigo respecto a este punto. No podemos obligar al pueblo a hacer lo que no le gusta.

—Desde luego —contestó la señora Presidente marciana—. La nación tiene derecho a escoger su propio destino. Formaremos dos flotas; una para los que deseen ir a Redención, y otra para aquellos que se sientan atraídos hacia la aventura y opten por marchar en busca de los planetas thorbod.

—¡Cómo! —exclamó el Presidente terrícola, abriendo los ojos de par en par—. ¿Cree usted que habrá un solo terrícola, que prefiera la incertidumbre de los planetas thorbod a la seguridad que ofrece Redención?

—Conozco al menos a uno que lo preferirá —contestó la dama con marcada ironía—. Yo.

Declaración ésta que originó un murmullo de risas sofocadas y dejó completamente confuso al Presidente terrícola.

A través de la mesa, los ojos de la primera dama marciana y el Almirante Aznar se encontraron. Fue como un intangible apretón de manos.

Un ministro marciano exclamó:

—No irá usted sola, señora Presidente.

Y de diversos puntos del salón surgieron voces que gritaban:

—¡Cuente conmigo!

—¡Bueno, bueno! —dijo el Presidente terrícola—. No vamos a hacer ahora la inscripción de todos los que desean participar en uno u otro bando. Naturalmente, así como no podemos obligar a todo el mundo que vaya a los planetas thorbod, tampoco podemos forzar a todos para que sigan a la mayoría hasta Redención. La cosa tiene fácil arreglo. Se abrirán dos listas. El que quiera ir a los mundos thorbod, que vaya. Y el que prefiera ir a Redención, que vaya también. ¿Estamos de acuerdo?

La solución era satisfactoria para todos. Se discutieron rápidamente los trámites para formar las dos flotas expedicionarias.

—Y ahora podremos hablar un poco de los sadritas —apuntó la Presidente del Estado Marte—. Si nos marchamos dejándoles disfrutar de lo que nos han quitado, algún día no muy lejano vendrán a quitarnos también Redención, Nahum y la galaxia Thorbod.

—Ciertamente —aprobó el Presidente del Estado Venus—. Rehuirles ahora no haría sino aplazar un encuentro que es fatalmente inevitable. Mejor que les ataquemos ahora, antes de que se hagan más fuertes.

Y los dos se volvieron a mirar al Presidente terrícola, el cual se encogió de hombros y dijo:

—Si Marte y Venus optan por la guerra, la Tierra se sumará a la decisión de la mayoría.

—Marte opta por la guerra —dijo la Presidente alzando la mano.

—Venus opta por la guerra —dijo el venusino imitando el movimiento de su colega.

—La Tierra opta por la guerra condicionada —dijo el Presidente terrícola—. La lucha no debe comenzar antes que los planetas confederados hayan sido completamente evacuados. Se dará un plazo de tiempo hasta que las flotas de autoplanetas hayan tenido tiempo de alejarse. Luego, la Armada tendrá carta blanca para actuar como mejor le parezca.

Los marcianos y los venusinos aceptaron las reservas del gobierno terrícola. Se convino que la Armada escoltaría a la flota de autoplanetas hasta un punto del espacio lejano a las fronteras del Reino del Sol. Luego, la Armada regresaría para atacar a Urano. Si la flota sideral sadrita era derrotada, el Ejército Autómata Terrícola desembarcaría en Urano procediendo al sistemático aniquilamiento de la humanidad de Titanio.

Después, los buques de la Armada abandonarían el Reino Solar para seguir a los autoplanetas que ya estarían volando en dirección a Redención y a Nahum.

Quedaba a gusto de los hombres de la Armada escoger el destino que tomarían cuando terminara la batalla.

La “Operación Exilio” empezaría al transcurrir veinticuatro horas después del acuerdo firmado por los presidentes de la Confederación y estaría completamente terminada en el plazo de noventa días.

* * *

La melancolía, la desesperación y la rabia eran los sentimientos predominantes entre los miembros de la delegación que regresaba a la Tierra.

La situación era la misma que al dirigirse al encuentro de las delegaciones marciana y venusina. Nada había cambiado. Y sin embargo, los tripulantes del “MACON” sentíanse más descorazonados que antes, más desconsolados, como defraudados del resultado de unas conversaciones en las que, sin haberlo confesado, todos esperaban surgiera alguna solución tan imprevista como imposible.

La realidad, triste y amarga, era que no existía solución alguna.

El terrícola tenía que saltar de sus planetas, marcharse en busca de otros mundos donde poder continuar su azarosa existencia. Podía quizá vengar el asesinato del sol en la mezquina humanidad que lo había cometido. Pero la venganza no repararía el mal.

Esto lo sabían los terrícolas, y sin embargo, deseaban vengarse. Lo deseaban especialmente los hombres de la Armada Sideral, aquellos que una y otra vez habían defendido a la patria de las acechanzas, el rencor o la codicia de cuantos extranjeros intentaron conquistarla o destruirla.

Para estos hombres, la forma artera en que los sadritas se habían apuntado la victoria era de lo más indignante, intolerable y despreciable. Algo así como una imperdonable falta de caballerosidad, un atentado contra las reglas de la moral, el honor y las leyes de la guerra que incluso la misma Bestia Gris había respetado algunas veces.

Los sadritas habían verificado la transmutación solar antes de saber si les sería permitido disfrutar del nuevo sol. Era como vengarse por anticipado de una posible derrota. Aunque los terrícolas echaran de sus planetas a los sadritas, no podrían seguir habitando en los mundos asesinados por el inclemente sol de helio.

Esto era lo que sublevaba a los hombres de la Armada. ¿Serían tan estúpidos aquellos sadritas como para creer que con forzar a los terrícolas al abandono de sus planetas habían ganado una guerra sin entablar batallas?

—Esos tipos no nos conocen —solían decir los miembros de la Armada Sideral.

Y tenían razón.

Los sadritas no conocían a la humanidad terrícola, de la misma forma que los terrícolas lo ignoraban casi todo respecto aquellos extraños pulpos que se titulaban a sí mismos “sadritas”.

Las escasas relaciones existentes entre estas humanidades tan dispares entre sí databan sólo de medio año atrás.

El primer contacto entre los terrícolas y los intrusos revistió el carácter de un acontecimiento dramático. Al presentarse por primera vez a los sorprendidos ojos del terrícola, los sadritas iban tripulando unos extraños aparatos en forma de herradura, los cuales surcaban el espacio a tremenda velocidad impulsados por un rayo de “luz sólida”.

Los “Omega”, llamados así por un curioso parecido con esta letra del alfabeto griego, iban armados de un movible haz de estos mismos rayos de “luz sólida”, los cuales perforaban las corazas de “dedona” de cruceros terrícolas como si fueran papel.

Las consecuencias que se derivaron de este primer encuentro fueron tremendas y, a la larga, decisivas para los planetas que giraban alrededor del sol. La flota terrícola se retiró a sus Bases de Júpiter después de sufrir humillante derrota a manos de los pequeños “Omega” del enemigo, y el terror cundió en los mundos al tenerse noticia de la existencia de unos rayos que atravesaban las corazas de “dedona”.

Hasta este momento, la técnica guerrera de la Confederación de Planetas Terrícolas se resumía en la frase: “Torpedo contra torpedo, coraza contra coraza”. Lo cual venía a querer decir que, el torpedo era el arma esencialmente ofensiva, así como la coraza lo era en el aspecto defensivo.

Pero con el advenimiento de la “luz sólida”, traída por los intrusos, estas reglas fundamentales fueron profunda y completamente transformadas. El rayo de “luz sólida” destruía los torpedos terrícolas tan pronto como los tocaba. ¡Y la Confederación había estado acumulando fantásticas cantidades de aquellos torpedos en los últimos siglos!

El mundo se vio inerme frente a esta arma terrible, contra la que no existía defensa conocida. Y aunque los sadritas enviaron sus parlamentarios y éstos aseguraron que sólo deseaban colonizar el planeta Urano para establecerse en él y mantener relaciones de buena amistad con la Confederación, los terrícolas comprendieron que jamás estarían en condiciones de discutir de igual a igual con los intrusos en tanto la Armada Sideral no poseyera también aquellos mortíferos rayos de “luz sólida”.

Fue entonces cuando Miguel Ángel Aznar, al frente de un comando del que también formaba parte Sofía Medina, realizó una audaz incursión en Urano regresando a la Tierra con un ejemplar de los misteriosos y codiciados proyectores de “luz sólida”.

La “luz sólida”, estudiada, copiada y experimentada en la Tierra, ya no era un secreto exclusivo de los sadritas. La industria electrónica de la Confederación en peso se lanzó a la fabricación de proyectores para armar a todos los buques de la flota en seis meses.

Desgraciadamente, no se había llegado a tiempo para impedir aquella temida transmutación solar. Y esto era natural, en cierto modo. Si los sadritas hubieran considerado a los terrícolas capaces de hacer fracasar su plan, lo lógico habría sido que atacarán a los Planetas Confederados antes que éstos estuvieran armados de los rayos de “luz sólida”.

Los terrícolas tenían ahora la réplica a la pregunta que tanto les había inquietado: ¿Por qué no atacaron los intrusos cuando sus rayos perforantes les daban una neta superioridad sobre la Armada Terrícola?

Sencillamente; porque los sadritas tenían ya formado su plan y no consideraban necesario arriesgar una vida ni un aparato en una lucha por expulsar a los nativos. Los terrícolas tendrían que marcharse obligatoriamente o morir bajo los rayos de un sol que era altamente perjudicial para su salud.

Si los sadritas pensaron que los terrícolas se marcharían sin luchar era cosa que se ignoraba. Posiblemente lo pensaran así. ¿Quién era capaz de penetrar los pensamientos de una humanidad en donde el ser superior estaba representado por un pequeño pulpo?

¡Un pequeño pulpo!

La rabia del terrestre subía de grado al considerar la pequeñez del enemigo que tenía enfrente. No podían creer que unos “asquerosos bichos” fueran capaces de expulsar ¡a ellos! que sólo treinta años atrás habían hecho morder el polvo a la Abominable Bestia Gris en estos mismos lugares.

Tan ufanos estaban de sí mismos los terrícolas, tan seguros de su superioridad neta sobre los pulpos, que incluso después de ver por su propios ojos la transmutación solar se creía en la réplica pronta y adecuada del inagotable ingenio del hijo de la Tierra.

“Nuestros científicos encontrarán la manera de reparar esto” —se oía por doquier.

Así causó conmoción general el anuncio que pocas horas después de haberse reunido los Presidentes de la Confederación lanzaron al éter todas las estaciones de radio y televisión del mundo:

“La evacuación es cosa decidida; así lo anuncian nuestros corresponsales que asistieron a la entrevista celebrada en el espacio entre los Presidentes de la Tierra, Marte y Venus. Aunque todavía no se ha facilitado el comunicado oficial, se sabe que la “Operación Exilio” comenzará dentro de unas horas debiendo estar completamente terminada en el plazo de noventa días…”

El mundo, estupefacto, no podía creer en lo que oía. Ignoraba que el Gobierno había retrasado facilitar el comunicado oficial para que el público viviera unas horas en la incertidumbre y estuviera preparado para recibir el golpe definitivo.

Y este golpe no se hizo esperar. En un momento sabiamente escogido cuando el público exasperado exigía detalles más concretos y definitivos, el comunicado oficial echó por el suelo las últimas esperanzas.

Iba a comenzar la “Operación Exilio”. El hombre de la Tierra tenía que abandonar aquellos planetas donde viera por vez primera la luz del sol. La sentencia estaba echada.