CAPÍTULO VI
RÍO TENEBROSO
El sol andaba bastante alto sobre el horizonte cuando los destructores Navarra, Galicia, Aragón y León, después de volar más de 4.000 kilómetros sobre el océano, sobrevolaron las costas de Saar. El territorio de Saar era un país vastísimo, separado por una alta cordillera del resto del continente; un río muy caudaloso: el río Tenebroso, surcaba el país de Oeste a Este constituyendo la principal arteria de las comunicaciones, el comercio y la vida del país.
Innumerables afluentes, bajando a derecha e izquierda de las montadas, venían a desaguar en río Tenebroso acrecentando su ya considerable caudal. Río Tenebroso era navegable casi hasta sus mismas fuentes, y casi todos sus tributarios lo eran también en parte o en su totalidad. Río Tenebroso, después de serpentear a través de más de 3.000 kilómetros, venía a desembocar en un lago, junto al cual se levantaba la capital del reino. De este remanso, río Tenebroso pasaba a desembocar en el mar a unos 900 kilómetros de Umbita. Pero a partir de Umbita, el río dejaba de llamarse Tenebroso. No todas sus aguas iban a verterse en el mar. Un pequeño brazo se desgajaba del lago, tomaba la dirección Sur e iba a desaparecer, tragado por la tierra, en la Gruta Tenebrosa. Éste era el verdadero río Tenebroso, y por esta ruta, navegando centenares de kilómetros por los afluentes hasta llegar al primario, era por donde se internaban, camino del sacrificio, las víctimas inmoladas en honor a Tomok, el rey de las Tinieblas.
En su vuelo sobre el río Azul, desde su desembocadura en el mar hasta el lago de Umbita, Fidel Aznar y sus compañeros pudieron ver una larga fila de canoas que, a golpe de remo, ascendían la corriente hacia la capital. Los tripulantes de estas canoas primitivas, fabricadas con enormes troncos de árbol vaciados a golpe de hacha, se adornaban las cabezas y los hombros con coronas y grandes collares de flores. Navegaban cerca de la orilla derecha, y cada vez que pasaban ante una aldea se les unían otras canoas repletas de hombres y mujeres con los mismos adornos. Los que quedaban en la orilla saludaban a los que partían agitando los brazos en el aire, como si se despidiesen de unos seres queridos a los que no volverían a ver más.
Y así ocurriría en realidad. Aquellos hombres y mujeres que remaban pausadamente aguas arriba del río Azul iban a unirse al cortejo fúnebre que, procedente de todos los puntos del territorio, se reunían en el lago de Umbita para tomar la ruta tenebrosa hacia las mandíbulas de Tomok.
Adelantando a la procesión acuática, volando sobre inmensas selvas y pequeños poblados rodeados de campos de labor, los cuatro destructores llegaron a la vista del lago de Umbita, de la capital del reino y de la Colina Sagrada. Tripulaban el destructor Navarra los mismos personajes del día anterior, a excepción del profesor Ferrer que había quedado en la colonia siendo sustituido por Verónica Balmer, hermana de Ricardo.
Tanto había insistido Verónica en acompañar a la expedición, ansiosa de curiosear las extrañas costumbres de los indígenas del continente, que Fidel había accedido a llevarla consigo, juntamente con Woona. Ahora, al llegar en vuelo reposado sobre la capital, Verónica insistió en echar una mirada más arriba del lago, sobre el ya famoso río Tenebroso.
La ciudad parecía en grandes fiestas. La meseta de la Colina Sagrada estaba completamente desierta. Todo el gentío habíase trasladado a orillas del lago, concentrándose en una playa que tenía tres kilómetros de extensión. Una muchedumbre en la que predominaba el color blanco y gris hormigueaba sobre las rubias arenas, formando aquí y allá anchos corros de danzarines que se adornaban con coronas y collares de flores. Batían sin cesar los tambores, animando a los que bailaban. Bajo los grandes árboles contiguos a la playa se celebraban grandes banquetes de despedida a las víctimas de Tomok. Largas filas de hombres cortaban y acarreaban troncos de árbol desde el bosque a la playa para construir grandes almadías, plataformas flotantes que serían utilizadas para los peregrinos.
—Es asombroso —murmuró Verónica Balmer mirando hacia la playa—. Diríase que estas gentes sienten gran alegría por su trágico destino.
—No lo crea —opuso el profesor Castillo—. Nadie puede sentir alegría ante la muerte, y menos aún ante una muerte horrible, injusta e involuntaria. Este pueblo puede haber acabado por aceptar con resignación su fatal destino. Están, sin duda, familiarizados desde niños con la idea de que, más pronto o más tarde, la suerte ciega les señalará con el dedo para lanzarlos entre las mandíbulas de Tomok, pero no pueden sentirse felices ante este sangriento final. Sobre lodo porque aquí, el rico se diferencia del pobre en que puede comprar incluso su vida.
—¿Es que los ricos de este pueblo no son sacrificados a Tomok?
—Los ricos, según tengo entendido, entran también en el sorteo, pero el rito de esta deidad caníbal no exige que se sacrifique precisamente el que designa la suerte. Uno puede salvar el pellejo mientras tenga a quien enviar en su lugar, ya que lo que cuenta es el número y no la calidad de las víctimas. Parece ser que estas gentes pasan la mayor parte de su tiempo haciendo incursiones por los países vecinos para capturar esclavos. Quien tiene un esclavo puede mandarlo en su lugar cuando le toque la vez de comparecer ante Tomok, o si no lo tiene lo compra. Sólo los más pobres, los que no tienen esclavos ni dinero para comprarlo, son los que emprenden la ruta tenebrosa hacia el reino de las Tinieblas.
—¡Que injusticia más horrible! —protestó Verónica.
—La historia de la humanidad, en cualquier latitud está llena de esta clase de injusticias, señorita Verónica —repuso gravemente Castillo.
El Navarra, seguido de los destructores Galicia, León y Aragón, dejó atrás la capital de Saar y voló sobre el río Tenebroso siguiendo su curso hacia el Oeste. A pocos kilómetros de distancia del lago vieron los terrestres una flotilla de canoas y almadías repletas de gente que descendían aguas abajo rodeada de flores deshojadas, de ramos flotantes y coronas. Era la avanzadilla de la larga procesión fluvial que vertería su contenido humano sobre el lago Umbita para emprender a continuación el camino de la Gruta Tenebrosa.
Poco más tarde, desde mil metros de altura veían una segunda flotilla descender por uno de los afluentes del río Tenebroso. Luego, la hilera de canoas y almadías se hizo tan nutrida que formaba un cordón casi sin interrupción aguas abajo del caudaloso río. Por la derecha y la izquierda, nuevas flotas se unían a la procesión engrosándola. Todas estas flotillas navegaban rodeadas de grandes extensiones de flotantes flores. Desde las orillas, los indígenas saludaban a estas víctimas de Tomok con gritos y canciones, nutriendo las claras aguas del río con nuevas lluvias de flores.
—Volvamos atrás —dijo Fidel—. Hemos de detener a estos desgraciados en Umbita.
La escuadrilla viró en redondo y volvió aguas abajo hacia el lago dando alcance a la larga procesión fluvial. Desde sus balsas y canoas, los indígenas alzaban sus cabezas hacia estos extraños humanos voladores dando muestras de gran extrañeza. La vanguardia de la formación quedó atrás y el Navarra llegó a la vista de la playa donde estaban celebrándose los bailes. Fidel dio instrucciones por radio a los demás destructores para que acuatizaran con él sobre las aguas del lago, enfrente de la playa.
Mientras los aparatos descendían sobre el lago, Fidel se enfundó en su sólida armadura de titanio y cristal, aconsejando a sus compañeros que le imitaran.
—¿Crees que nos recibirán de mala manera? —preguntó Verónica.
—Seguro. Ayer nos despidieron a pedradas, y hoy pueden recibirnos a flechazos. Lo más prudente es bajar bien preparados.
Los cuatro destructores se posaron suavemente sobre el lago y navegaron a poca velocidad hendiendo las aguas con sus afiladas proas hasta encallarlas en la playa. Abandonando sus danzas y echando a rodar sus tambores, los indígenas corrieron por la playa y se metieron en el lago con agua hasta los sobacos para amenizar a las aeronaves con puños y lanzas.
Fidel Aznar se ciñó al cinto la pistola eléctrica, tomó unas bolas blancas y abrió la portezuela. Un espantoso griterío saludó la aparición del terrestre. Los indígenas que rodeaban la proa de la nave encallada retrocedieron no obstante cuando Fidel salto al agua seguida de sus compañeros. La ola humana se echó atrás, pero una nube de flechas y lanzas arrojadas por manos diestras cayeron en torno a los españoles o rebotaron sobre sus impenetrables armaduras.
Fidel y sus amigos, con agua hasta las rodillas, salvaron la corta distancia que les separaba de la playa y hollaron las rubias arenas. Su invulnerabilidad pareció impresionar a los indígenas tanto como su imponente aspecto. Los terrestres avanzaron y la marea humana retrocedió dejando una ancha faja de terreno libre ante ellos.
A la linde del bosque había media docena de tiendas de campaña sostenidas por largas lanzas. Por el palanquín, aún antes de ver a la princesa, Fidel comprendió que se trataba del campamento real. Al acercarse a las tiendas, los umbitanos siguieron retrocediendo hasta introducirse en el bosque. La playa quedó sembrada de lanzas y flechas, Tinné-Anoyá, pálida y hermosa en su cólera, salió al encuentro de los terrestres, seguida a unos pasos de distancia por Shima y algunos más de sus ministros y jefes de armas.
—¡Salud, princesa! —saludó Fidel alzando una mano.
Tinné-Anoyá dio muestras de intranquilidad, no reconociendo a Fidel por la voz de su tornavoz ni a través del cristal azulado que le cubría la cara.
—Soy Fidel Aznar, el hijo de la Tierra que ayer tuvo el honor de compartir tus alimentos —dijo el terrestre—. Te dije que volvería y aquí estoy.
—¿A qué has venido, extranjero? —interrogó Tinné altanera—. ¿No has causado ya bastante daño a este pueblo que ningún daño os hizo? ¿Qué buscas ahora?
—He venido a impedir la consumación de vuestro estúpido sacrificio, a salvar a esas veinte mil víctimas de la muerte.
—Nadie podrá impedirlo —afirmó Tinné—. Vuelve a tu territorio, extranjero. Nadie te ha pedido que salves a los elegidos de Tomok. El dios los ha llamado a su lado y los elegidos deben acudir.
—No seas obcecada, Tinné. Tomok es un dios falso. Lo que vosotros llamáis “espíritus” de Tomok son unas simples criaturas mortales como tú y como yo, aunque por ser de una materia distinta no se parezcan a nosotros absolutamente en nada. Esas criaturas, más inteligentes y cultas que vosotros, os han atemorizado con una serie de prodigios que, como los que ayer me viste realizar ante tus ojos, nada tienen de sobrenaturales. Créeme, princesa. El poder de los hombres de cristal no es mayor que el nuestro y, enfrentados ellos y nosotros, les venceremos con el peso de nuestras armas… No consientas que esos veinte mil desgraciados emprendan el camino de la muerte. Si los hombres de cristal vienen personalmente a cobrar su tributo humano, nosotros les aniquilaremos y nunca jamás volverán a exigirnos víctimas.
—Tinné-Anoyá miró a Fidel con expresión de asombro.
—Conozco tu poder sólo por las cosas que me cuentas, y el de Tomok por la historia de mis antepasados escrita en muchos pergaminos. Sabemos cómo se venga Tomok en los rebeldes, y por nada del mundo osaríamos atraer sobre nuestras cabezas los rayos de su cólera. Déjanos en paz, extranjero. A ti, ¿qué te importan nuestros asuntos? Los elegidos de Tomok van a emprender el camino tenebroso. Nadie podrá detenerlos.
—Yo los detendré —aseguró Fidel—. Bloquearé con mis naves la entrada de la gruta y nadie podrá pasar adelante.
Tinné-Anoyá miró sobre el hombro a Fidel a los cuatro destructores y sonrió sin decir palabra. Esta sonrisa y la expresión irónica de las glaucas pupilas de Tinné desagradó extraordinariamente al terrestre.
—¿Qué me contestas a esto? —preguntó impaciente.
—Nada —repuso la princesa—. Y volviendo sus espaldas a Fidel fue a reunirse con sus ministros y cortesanos.
Al quedar solos los españoles en la playa, volvió a caer sobre ellos una lluvia de lanzas y de flechas. Un grupo de indígenas, envalentonados por la actitud pacífica de los hombres de hierro, se acercó formando un círculo alrededor. Fidel, irritado, les tiró las bolas que llevaba en la mano. Eran gases lacrimógenos. Los indígenas se pusieron en fuga tosiendo y llorando, pero una ligera brisa barrió en seguida los gases y los adoradores de Tomok volvieron, apedreándoles entre gritos e insultos.
—Estos idiotas ya me están agotando la paciencia —gruñó Ricardo Balmer—. Hacen indiscutibles méritos para que les envíe una docena de proyectiles atómicos.
—Nadie disparará ni una pistola eléctrica contra esta gente —refunfuñó Fidel—. Hemos venido a salvarles de los hombres de cristal, no a matarles.
En este momento desembocó en el lago la vanguardia de la flota fluvial que descendía el río Tenebroso. Los tripulantes de las canoas y almadías saludaron con gritos a los umbitanos. Éstos contestaron con un aullido gutural. Entre los árboles empezaron vibrar los tambores y, respondiendo a su llamada, una turba vociferante irrumpió del bosque cubriendo la enorme playa en una incontenible ola de carne que se abalanzó sobre las canoas y almadías varadas en la arena y las botó al agua.
Los terrestres fueron rodeados y rebasados por este alud humano. Los indígenas ya no se ocupaban de ellos, sino de embarcar a las víctimas de Tomok. Muchas de éstas eran esclavos maniatados en cuyas pupilas se leía el horror que les causaba su inmediato y trágico fin. Los umbitanos les metieron a viva fuerza en las canoas y almadías. Inesperadamente apareció junto a los terrestres el ministro de justicia, Shima, con una corona de flores en torno a la cabeza y otro florido collar sobre los hombros. Iba hacia el lago con evidente propósito de embarcarse también. Fidel le asió de un brazo y le detuvo.
—¿A dónde vas, Shima?
—Voy a emprender la ruta tenebrosa, extranjero.
—¡Cómo! ¿También tú? ¿Tan pobre eres que no puedes comprar un esclavo?
—Soy rico —resupo Shima impacientado, mirando hacia el lago—. Si voy al encuentro de Tomok es por vuestra culpa. Para que alguien con autoridad apaciguara las cóleras de Tomok contándole la verdad de lo ocurrido ayer sobre la Colina Sagrada, sorteamos entre los altos jerarcas para ver quién le correspondía llevar nuestro mensaje de fidelidad a Tomok. La suerte recayó en mi persona.
Shima hizo un movimiento hacia el lago, donde empezaban a flotar almadías y canoas repletas de gente.
—¡Espera! —dijo Fidel reteniéndole—. ¿A qué tanta prisa? ¿No son los umbitanos los últimos en emprender la ruta tenebrosa?
—Esta vez no. Como Tomok ha sido afrentado por no impedir vuestro sacrilegio, los umbitanos abriremos la marcha. Debo llegar de los primeros para referirle a Tomok lo ocurrido a su divina efigie.
—¡Estúpido! ¿Pero crees que esos horribles monstruos te darán la menor oportunidad de hablarles? —rugió Fidel.
Shima le miró con odio, desasióse de un tirón de la garra del terrestre y echó a correr hacia la playa. Esta vez no intentó detenerle Fidel, quien volvió sus ojos hacia el lago para presenciar durante unos minutos, sombrío y silencioso, el extraordinario bullicio reinante en la playa. Allí, muchas balsas flotaban ya rodeadas de un ondulante tapiz de llores. Los que se iban despedíanse de los que quedaban con grandes gritos y recomendaciones de última hora. Los de la playa vociferaban y se agitaban acompañándoles lago adentro hasta que el agua les llegaba a los hombros. Muchos de los inmolados estaban completamente borrachos, y sus familiares y amigos tenían que ayudarles a embarcarse. Lindas muchachas en la flor de la juventud, designadas para el sacrificio con el inexorable dedo de la fortuna, abrazábanse llorando a jóvenes contritos y graves; sus novios tal vez. Las madres despedíanse de los hijos talludos, y los padres de sus esposas y la caterva de niños que, con expresión de asombro y aturdimiento, se apiñaban en la playa sin comprender en ley de qué ineludible deber perdían al autor de sus días.
No todos se mostraban tristes, sin embargo. Por el contrario, era mayor el número de los que aceptaban el sacrificio de sus vidas con resignación fatalista, mostrando gran serenidad en los últimos instantes, como si largos años de esperar la llamada fatal les hubiera familiarizado con la idea de tener que abandonar todo lo terreno para servir de pienso a los diabólicos hombres de cristal. Gran parte de la flota estaba ya navegando a la altura de la playa hacia el río Tenebroso, unida a las embarcaciones procedentes del interior que desembocaban cada vez en mayor número en el lago de Umbita.
—Bueno —farfulló Fidel—. Vamos hacia la gruta. Nada nos queda por hacer aquí.
El grupo alcanzó el lago, se metió en él con agua hasta la cintura y se introdujo en el destructor Navarra. La escuadrilla alzó inmediatamente el vuelo y puso rumbo al Sur, siguiendo desde poca altura el curso del río Tenebroso, por donde navegaban ya algunas canoas y almadías rodeadas de un flotante tapiz de flores.
No era larga la distancia. Dos kilómetros más abajo de Umbita, el río desembocaba en una segunda laguna, uno de cuyos lados estaba formado por un enorme acantilado de basalto. Bastó a Fidel una sola mirada a este acantilado para comprender la enigmática sonrisa de Tinné-Anoyá al decirle él que bloquearía la entrada a la gruta con sus aeronaves. La Gruta Tenebrosa no tenía una sola y angosta entrada como Fidel había supuesto, sino diez o doce. Todo el acantilado parecía estar hueco, alojando en sus entrañas parte de la laguna formada a su sombra.
—¡Válgame Dios! —exclamó el capitán Fernández—. ¡No vamos a poder cubrir todas las bocas!
—Fuimos unos tontos al no explorar antes esta gruta —refunfuñó Fidel—. De haberla visto antes hubiéramos traído algunos explosivos atómicos para volar el acantilado entero.
Por una ironía de la era supermodernizada que había producido estos destructores intersiderales, maravilla de la técnica, Fidel Aznar se encontraba ahora ante la imposibilidad de cegar aquella gruta, cosa muy sencilla de realizar con una simple bomba atómica o, a falta de ésta, con unos cuantos proyectiles-cohete de carga nuclear. Pero los destructores no llevaban cañones de este tipo. Su armamento consistía en proyectores de “Rayo Z”, dardos eléctricos con las mismas propiedades penetrantes de los rayos Láser y que sometían a los metales a una vibración tan violenta que dispersaba sus moléculas en breves segundos.
Para los modernos destructores intersiderales, creados para combatir en pleno vacío cósmico a terribles velocidades, un cañón que disparara proyectiles atómicos era un arma completamente inútil. Ningún proyectil salido de un cañón, ni siquiera un proyectil dotado de alta velocidad, podía competir en rapidez con los 300.000 kilómetros por segundo (la velocidad de la luz) con que se propagaban los mortales “Rayos Z”. Los mismos destructores eran tan veloces como un proyectil cohete de carga nuclear, con la ventaja de poder ir muchísimo más lejos. Únicamente las “zapatillas volantes”, pequeños y meteóricos aviones de caza, iban armados con dos cañones lanzacohetes de carga nuclear para objetivos situados en tierra firme en vuelo raso. Pero las “zapatillas volantes” estaban en la colonia, a más de 4.000 kilómetros de distancia, y la flotilla de devotos del dios de las Tinieblas se acercaba rápidamente a la laguna.
—¿Y si probáramos a hundirla con nuestros fusiles atómicos? —propuso el Capitán Fernández.
Las posibilidades de derrumbar aquella masa roqueña con los diminutos proyectiles atómicos eran muy remotas, pero no costaba nada probarlo. Fidel ordenó maniobrar al Navarra hasta quedar de costado y a respetable distancia del acantilado, abrió la portezuela y, echándose el fusil a la cara, disparó una corta ráfaga contra las bocas de la pavorosa gruta.
Un puñado de cegadoras llamaradas azules se abrió en un corto sector del gigantesco acantilado. Volaron enormes pedazos de roca y estalactitas que pesaban varias toneladas. Colosales bloques de basalto se desprendieron de lo alto chapuzándose en el lago con gran estruendo, alzando surtidores de agua de 20 metros de altura. Pero cuando Fidel dejó de disparar y miraron hacia el acantilado vieron que nada había conseguido, excepto agrandar una de las bocas de la gruta.
—Es inútil —murmuró Fidel con acento irritado—. Ese acantilado es de formación volcánica, y el basalto demasiado duro para nuestros proyectiles de pequeño calibre.
—Bien —suspiró Verónica—. En tal caso, ¿qué podemos hacer para impedir que estos desgraciados vayan al encuentro de Tomok? ¿Hundirles las canoas y almadías a tiros?
—¿Qué diferencia hay entre que les matemos nosotros o que los devoren los hombres de cristal? —preguntó Fidel—. Vedlos, ya están desembocando en la laguna. Nadie les detendrá. Amenazarles de muerte cuando van en busca de ella es estúpido; incluso es muy probable que prefieran morir a nuestras manos que a las de Tomok, y nosotros no podemos convertirnos en verdugos de veinte mil desdichados.
Desde la altura en que se encontraban, los terrestres miraron hacia el río Tenebroso que, con sus 400 metros de anchura, vertía en el lago los primeros tapices de flotantes pétalos.
—Sólo podemos hacer una cosa —dijo Fidel. Y todos los ojos se volvieron hacia él—. Vamos a llamar por radio a las “zapatillas” y a meternos dentro con esa gente.
—¿Entrar en el reino de las Tinieblas? —preguntó Woona estremeciéndose de pies a cabeza.
—¿Por qué no? —apoyó Ricardo Balmer—. Una vez u otra tendremos que hacerlo y la oportunidad es magnífica. Podemos acompañar a los adoradores del dios en su peregrinación, y cuando los hombres de cristal salgan de sus madrigueras para cogerlos… ¡zis zas! Les hacemos polvo con nuestros fusiles atómicos. Esto convencerá a los indígenas de que los tales “espíritus” son unos farsantes.
El grupo contempló pensativamente a la flotilla indígena próxima a desembarcar en la laguna.
—Bien —dijo el profesor Castillo—. Por mí que no quede. Siento una tremenda curiosidad por ver cómo son esas criaturas de silicio y echar una mirada sobre su extraordinario mundo.