8
Kent Murdock se tomó bastante tiempo en
colocar el sombrero y el abrigo en el armario del vestíbulo. No dio
contestación inmediata a la sugerencia de Townsend y el abogado
permaneció en el sofá sin moverse, siguiendo a Murdock con la
mirada, en medio del silencio que se había producido entre ellos.
Murdock sabía el motivo que había tenido Townsend para venir, pero
no se encontraba todavía preparado para hablar de ello. Se sentía
cansado y con la moral baja, y tenía una sensación de vacío. Cuando
se dio cuenta de que el vacío era más bien de tipo físico y no
psíquico, se plantó delante del sofá.
—Está bien, George —dijo—. Si no tenemos más
remedio que hablar vamos a hacerlo en la cocina. Tengo
hambre.
Se dio la vuelta a la vez que hablaba y oyó
el profundo suspiro del abogado, que se puso de pie sin protestar y
le siguió, a lo largo del corto pasillo interior, hasta la cocina.
Murdock encendió la luz y sacó un taburete de metal con asiento
tapizado para ofrecérselo a su visitante.
—¿Estás seguro de que no quieres una copa,
George?
—No —Townsend se echó el abrigo hacia atrás
al sentarse en el taburete—. No quiero nada.
—Yo tampoco. No he comido nada desde
mediodía, excepto un par de sandwiches en vuestra fiesta —Murdock
abrió el frigorífico y encontró dos bollos. Abrió uno por la mitad
y lo metió en el tostador—. ¿Quieres uno? ¿La mitad? Es por no
comer yo solo.
Sin esperar respuesta sacó un cartón de
leche y cogió dos vasos de la repisa. Tomó la mantequilla y la untó
generosamente cuando el bollo estuvo bien tostado. Le dio la mitad
a Townsend y uno de los vasos. El se sentó en el mostrador de la
cocina y empezó a comer. Townsend dio un mordisquito y luego, bien
porque descubrió que tenía hambre, o porque no se sentía con ganas
de discutir, empezó a comer con algo más de entusiasmo.
Esto dio a Murdock un respiro para pensar, y
al hacer un repaso mental sobre los datos que poseía sobre su
huésped, se dio cuenta de que jamás le había visto tan sumiso, tan
preocupado, tan dócil.
Según su propia experiencia, George Townsend
no poseía ninguna de esas cualidades. Incluso su aspecto físico
daba la impresión de que, cualquiera que fuesen sus faltas, no se
encontraba entre ellas un complejo de inferioridad. El tamaño de
Townsend ayudaba a su carácter. Era grande y, aunque ya no poseía
los músculos firmes, estaba bien proporcionado. Tenía un aire
próspero, cuidado, una manera cordial y una risa pronta quizá más
rápida que sincera. Su extracción social, si bien no se podía
colocar en el más alto escalón, era adecuada. Había recibido una
buena educación y era licenciado por la Facultad de Derecho de
Harvard. Un tío suyo, abogado de gran prestigio, le había tomado
bajo su protección al licenciarse y Townsend había prosperado. Al
morir su tío unos años atrás, Townsend había seguido con el negocio
él solo y si había dejado su incesante actividad en la profesión
recientemente, había sido debido en parte a falta de esfuerzo y en
parte a su debilidad por las mujeres, por una en particular.
Había mariposeado hasta bien pasados los
treinta y se había casado con una atractiva viuda que era muy amiga
de Murdock. Ahora, a los cuarenta y cinco años, el matrimonio no
iba nada bien y Murdock, que conocía la auténtica razón, recordó el
partido y el palco que había podido inspeccionar gracias a los
prismáticos, cuando intentaba localizar a Jack Fenner.
Laura Townsend había estado en el palco con
Ross Carlin y Beverly Gordon. Pero los cuatro no componían las dos
parejas convencionales que cualquiera hubiera podido suponer. Se
sabía que Townsend estaba loco por Beverly Gordon desde hacía
tiempo y Carlin, cuya esposa inválida había muerto unos seis meses
antes, se decía que estaba interesado por Laura Townsend, pero de
forma discreta...
—La razón de haber venido —dijo Townsend,
interrumpiendo el curso del pensamiento de Murdock— es que
yo...
—Termina de comer —dijo Murdock—, ¿quieres
un poco más de leche? —vio como Townsend negaba con la cabeza y
continuó—. Te vi en el partido. Con Laura, Ross Carlin y Beverly.
Dijiste que Laura no había querido ir a la fiesta.
—Le dolía la cabeza. Siempre le duele a
cabeza después de los partidos. Supongo que será la emoción.
—¿La acompañó Carlin a casa?
—Claro. Yo tenía que hacer demasiadas cosas
para preparar la fiesta.
—¿Quién invitó a Jack Fenner al
partido?
Townsend, que iba a dejar el vaso, se quedó
parado con la mano en el aire. Se volvió despacio para mirar a
Murdock de reojo y más directamente después.
—Se trataba de mi palco. ¿Por qué?
—Estaba pensando —dijo Murdock—. So sabía
que os conocíais tanto —lavó los vasos, sacó un cigarrillo y apoyó
las caderas contra el mostrador—. ¿Por cuánto tiempo crees que te
va a seguir aguantando Laura?
—¿Qué quieres decir con eso?
Murdock encendió el cigarrillo y sopló a
cerilla que lanzó hacia el fregadero con un gesto lánguido.
—En mi profesión oyes muchas cosas. Cuando
oyes algo muchas veces, empiezas a pensar que tiene que haber algo
de verdad en ello. No sé de dónde salió Beverly Gordon, pero me han
dicho que estuvo casada un par de veces antes de llegar a este
lugar. Solía ser una rubia cantante de folk en los círculos locales
hasta que se encontró contigo. Cualquiera que esté con ella unos
quince minutos se dará cuenta de que se trata de una mujer
ambiciosa; muy atractiva desde luego. Quizá tiene mucho que
ofrecer, pero eso yo lo ignoro, naturalmente.
Townsend estaba un poco inclinado hacia
adelante, los oscuros ojos sombríos y con expresión de pocos
amigos.
—¿A dónde diablos quieres llegar?
—Me han dicho que tú le has regalado las
joyas que luce —continuó Murdock, haciendo como que no había oído
la pregunta—. Igualmente las pieles. También se dice que
adelantaste el dinero del club Beverly a un interés muy bajo. No sé
si estarás sacando algo por ese dinero y realmente no me importa,
pero si quieres que te dé mi parecer...
—Me importa un bledo lo que pienses
—interrumpió Townsend.
—...te diré que —añadió Murdock— te tiene
cogido en el anzuelo y tú estás encantado, de otra forma no
estarías aquí ahora mismo. Se trata de eso, ¿verdad, George? Ella
está preocupada por lo de esta noche y es natural que lo esté. De
forma que tú has venido en representación, ¿no es así?
Townsend se bajó del taburete y avanzó
apretando las mandíbulas, con ademán amenazador. Tenía casi la
misma estatura de Murdock, pero era más grueso. Se acercó,
adelantando la barbilla, indignado. Murdock continuó apoyado en el
mostrador con los pies cruzados. No se sentía impresionado por la
actitud de Townsend, ni temía que pudiese intentar pegarle. Se
quedó mirándole con fijeza hasta que el otro explotó.
—¿Quién eres tú para decirme lo que tengo
que hacer respecto a Beverly Gordon? ¿Es algo de tu
incumbencia?
—No —contestó Murdock—, si a Laura no le
importa, a mí tampoco. ¿Sabes? Resulta que tu mujer me cae
bien.
Díselo a ella entonces. Claro que quizá
deberías decírselo también a Ross Carlin.
Murdock se retiró del mostrador haciendo que
Townsend retrocediese un paso.
—Se está haciendo tarde, George. Estoy
rendido. Creo que ya sé porque has venido a mi casa, pero me
gustaría que lo contases tú mismo.
Townsend se humedeció los labios y pareció
pasársele algo de la rabia contenida.
—Quiero pedirte que olvides que te
encontraste a Beverly en el apartamento de Bailey. De todas formas,
no puedes probar que ella estaba allí, es su palabra contra la
tuya, ¿para qué vamos a armar jaleo entonces?
—¿Cómo consiguió las llaves de Bailey?
—¿Quién ha dicho que tenía llaves?
—Los hombres no llevamos las llaves en el
bolsillo del abrigo. Bacon las encontró allí y tuvo que ser Beverly
la que las colocó en ese sitio. No puede ser de otra manera. Me la
encontré metida en el armario de Bailey con su pistolita en la
mano. Había registrado el apartamento a conciencia.
—Tú lo sabes —dijo Townsend— y yo lo sé
también. Si le cuentas eso al teniente Bacon o al Fiscal del
Distrito puede resultar un poco incómodo para ella, pero nada más.
No tienes pruebas, ¿para qué complicar las cosas?
—Me dijo que no había encontrado lo que
buscaba. ¿Qué era en realidad?
Townsend movió la cabeza y suspiró.
—No te lo puedo decir.
—Viniste a solicitar mi cooperación, pero no
ofreces la tuya.
—Lo siento —contestó Townsend y daba la
impresión que lo decía sinceramente.
—¿Por qué pensaste que Bailey lo
tenía?
—Tenía, ¿qué?
—Lo que buscaba Beverly.
—Por lo que dijo en la fiesta.
—¿No crees que podía haber estado
fantasmeando? Era de esa clase de gente, ya sabes.
—No lo creo —contestó Townsend—. No podría
haber hablado como lo hizo si no supiera algo, o no tuviera alguna
prueba de ello. Te puedo decir una cosa, si eso llega a caer en
ciertas manos, va a sufrir mucha gente.
Murdock lo creyó. La sinceridad de Townsend,
así como su disgusto eran obvios, pero no dejaba de especular y
probó a hacer otra pregunta.
—¿Tiene algo que ver con el Spartans?
—Sí. Lo negaré si se lo dices a alguien;
pero si Bailey estaba diciendo la verdad, si tenía en su poder lo
que estaba insinuando, podía haber provocado bastantes más
problemas de los que la Liga podría soportar.
—¿Se trataba de alguno de los trabajos que
estaba realizando Jack Fenner?
—No sé nada de Jack Fenner.
—¿No le habías contratado tú?
—No.
Murdock no se sintió convencido, pero se
daba cuenta de que no iba a sacarle más.
—Está bien, George —dijo y le cogió del
brazo para llevarle hasta el salón—, creo que no es cosa mía, pero
alguien mató a Bailey. No puedo remediar el sentirme un poco
culpable de su muerte, estoy metido en esto aunque no quiera.
Incluso si me hubieras hablado antes, no creo que hubiera podido
ser diferente, pero ahora ya no es posible cambiar las cosas.
Townsend se quedó parado en el centro del
salón.
—¿Quieres decir que no nos vas a ayudar?
—preguntó entrecortadamente y con resentimiento.
—Quiero decir que no puedo. Es demasiado
tarde. Ya le he contado a Bacon lo de Beverly.
—No te creo —dijo Townsend—. Si se lo
hubieras contado a Bacon ya nos habría comunicado algo.
—Te lo dirá por la mañana probablemente. Le
acabo de dejar en el apartamento de Bailey.
Townsend le dirigió una dura mirada y
pareció darse cuenta de que acababa de oír la verdad. Se le oyó
inhalar aire y el cansancio se reflejó en su rostro flácido. Se
dirigió hacia la puerta, abrochándose el abrigo. Dijo una última
frase cuando ya se encontraba en el vestíbulo.
—Si las cosas son así, está bien. Ella lo
negará naturalmente y yo haré lo mismo. También negaré haber estado
aquí. No te he visto.
—Como tú quieras, George —dijo Murdock—. No
creo que lo que yo haga o deje de hacer suponga una gran
diferencia. Se trata del caso del teniente Bacon y él lo llevará
como crea más conveniente.
Se quedó allí de pie hasta que oyó que
Townsend empezaba a bajar las escaleras, luego cerró la puerta y
echó el cerrojo. Al atravesar el salón apagando luces pensó que
debería haberse tostado el otro bollo. Durante un segundo o dos
estuvo tentado, pero luego, sintiéndose más cansado que hambriento,
se marchó camino del dormitorio.