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Aquel sábado por la mañana de principios de
diciembre, Kent Murdock había recogido el ejemplar del Courier que
el repartidor le dejara junto a la puerta y se puso a ojearlo sin
preocuparse más que de las fotografías. Como jefe de los servicios
gráficos, su interés siempre iba en primer lugar hacia los
testimonios obtenidos por su gente y le agradó ver que el
porcentaje de fotografías era más abundante de lo corriente,
incluyendo dos estupendas sobre el incendio de un almacén, suceso
ocurrido cuando él ya había vuelto a casa.
Ahora se encontraba de pie ante el mostrador
de la cocina, bebiendo un zumo de naranja, mientras esperaba que
estuviese listo el bollo que había metido en el tostador. Ya había
echado agua hirviendo en la taza con café instantáneo y, una vez
que su bollo estuvo bien cubierto de mantequilla, dio la vuelta al
periódico y comenzó a mirarlo desde el principio, esta vez más
atento a los artículos, hasta que algo le llamó la atención en la
página 3. Lo tuvo que leer nuevamente para asegurarse de que no se
trataba de una equivocación. No es que fuese algo sensacional, sino
que mencionaba un nombre conocido.
A una columna se decía que se habían
producido tres robos en las últimas veinticuatro horas y los
relacionaban por orden de importancia. En un piso de Fenway habían
sustraído dos abrigos de pieles y el equivalente a doce mil dólares
en joyas, mientras los dueños de la casa se encontraban en el
teatro; una tienda de repuestos de automóviles había sido forzada
por una puerta que daba a un callejón, con la consiguiente pérdida
de neumáticos, accesorios y una cantidad de dinero que no
mencionaban. El tercer suceso merecía tan sólo unas líneas al final
de la columna: alguien había penetrado en una oficina de la Calle
Shaw, propiedad de un detective privado que se llamaba John Fenner.
No decían si se habían llevado algo.
Este breve párrafo llegaría a convertirse en
tragedia, pero en ese momento la reacción de Murdock fue a la vez
humorística y escéptica. Hacía mucho que conocía a Fenner y
respetaba su reputación como uno de los mejores detectives privados
de la ciudad, cosa que había podido comprobar en más de una
ocasión. Había estado en la pequeña oficina consistente en dos
despachitos y lo primero que se le ocurrió en ese momento es que el
ladrón se había equivocado.
—Jack Fenner —murmuró casi en voz alta—.
¿Qué diablos podía tener allí que interesara a nadie?
No se le ocurría nada, pero después de
fregar los cacharros y poner la mantequilla en el frigorífico, miró
otra vez la noticia. La leyó con cuidado esta vez, especulando con
la idea. Se llevó el periódico consigo al dormitorio, luego se
colocó la corbata y la chaqueta de lana Shetland y comprobó los
bolsillos. Del armario de la entrada cogió un abrigo y un sombrero
marrón oscuro y se quedó un momento mirando la habitación sin verla
realmente. Murdock era un hombre bastante alto, de constitución
delgada y atlética, cuyo cabello oscuro y espeso empezaba a
encanecer en las sienes. Se veía preocupación en los oscuros ojos y
en el fruncido ceño al llegar a la calle y abrir la puerta de su
coche. Conforme se retiraba de la acera se sentía ya tan intrigado
por sus propios pensamientos que decidió dar un rodeo antes de
dirigirse a su oficina.
Eran las nueve y cuarenta cuando encontró un
sitio donde dejar el coche en la calle Shaw y retrocedió hasta la
puerta, que se abría entre una ferretería y una tienda donde
vendían aparatos de televisión. El sitio, aunque apropiado, se
encontraba fuera del distrito de alquileres altos y los edificios
de tres pisos, algo decrépitos, que se alineaban en aquel lado de
la calle, se habían resignado a albergar una clientela de pequeñas
oficinas de prestamistas, especialistas en numismática y filatelia,
abogados, receptores de apuestas y algunos otros de más difícil
clasificación.
No había ascensor, de forma que Murdock
subió un tramo de escaleras y al llegar al segundo piso se dirigió
hacia una puerta en el lado izquierdo. Sobre un cristal esmerilado
se leía: John Fenner, sin dar más datos sobre actividades. Entró en
una habitación cuadrada provista de una ventana y que ofrecía a los
visitantes revistas y dos ceniceros de cristal.
La puerta interior estaba abierta mostrando
el despacho de Fenner. Había dos hombres con él que precisamente
parecían a punto de marcharse. Ambos se volvieron al oír que se
cerraba la puerta e, incluso desde el punto en que se encontraba
Murdock, su amplia experiencia como periodista le dijo que se
trataba de policías de paisano, aparentemente de la comisaría del
distrito. El más joven se le quedó mirando mientras el otro se
despedía de Fenner.
—Está bien —dijo—. Si es así como lo
prefiere... No podemos impedirlo. Si cambia de idea,
llámenos.
Se aproximaba a Murdock, el más joven no le
quitaba ojo. La mirada del de más edad brilló al reconocerle y
Murdock encontró que aquella cara rechoncha le resultaba algo
familiar al saludarle.
—Hola —dijo.
—Hola. Usted es Murdock, ¿no? Aquí no va a
encontrar nada para el Courier. Este hombre quiere que le deje en
paz.
Se marcharon y Murdock entró en el despacho.
Se apoyó en el quicio de la puerta mientras sus ojos recorrían el
recinto. Dos ventanas, una mesa colocada diagonalmente entre ellas,
dos sillas, el armario, la estantería, el archivador de acero.
Rápidamente se dio cuenta de que el cajón superior, con su
mecanismo de seguridad, estaba retorcido y que la superficie del
mueble aparecía cubierta por el polvillo de detectar huellas.
Jack Fenner estaba sentado inmóvil detrás de
su mesa. Era un hombre de aspecto nervioso y fuerte, casi de la
misma edad de Murdock. Tenía la cara angulosa, los labios finos,
orejas muy pegadas y agudos ojos de color ágata que no se quedaban
parados ni un momento. Con su liso cabello oscuro y el «pico de
viuda» en la frente, tenía un aspecto algo mefistofélico que
pareció acentuarse al levantar la mirada hacia el visitante sin
alzar la cabeza.
—¿Qué quieres? —preguntó.
Murdock hizo como si no se diese cuenta del
tono.
—¿Es así como recibes a un amigo?
—No —contestó Fenner después de haberlo
pensado, y sin cambiar la expresión de su rostro—. Olvídalo.
Empezaré otra vez. Buenos días, señor Murdock. ¿En qué puedo
servirle?
Murdock se quitó el abrigo y se sentó.
Continuaba mirando los restos de polvo del archivador.
—¿Quién estuvo buscando huellas?
—Algunos sabuesos del cuartel general.
—¿Han encontrado algo?
—No dijeron nada —Fenner se agitó un poco en
su silla—. ¿Cómo te enteraste?
—He visto la noticia, muy pequeña, en el
Courier. No me lo creía; es por eso por lo que he venido. ¿Qué se
llevaron?
—Nada.
—¿Qué buscaban?
—¿Quién sabe?
—Vamos, vamos —Murdock esperó un rato sin
obtener de Fenner más que un agrio silencio—. Ya sé que no buscaban
dinero.
—¡Ja! —contestó Fenner—. Todo lo que poseo
lo llevo en el bolsillo.
—Eso tengo entendido. Pero no me convence
que estés tan serio porque alguien te estropeó tu archivador.
—Me costó mucho dinero.
—¿De veras? —hizo otra pausa antes de volver
a preguntar—. ¿Cómo es que vino la Policía?
—Fue ese idiota de vigilante nocturno.
Supongo que se le puede llamar así —Fenner se incorporó para coger
un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa y ofreció uno a
Murdock—. Se trata de un viejo que se llama McLain. Se cuida de
tres o cuatro de estos edificios en este lado de la calle.
Comprueba las puertas y cosas así (no hay nada que merezca la pena
robar en ninguna de estas oficinas realmente). Viene cada dos
horas, desde las ocho de la tarde hasta las cuatro de la madrugada
—inhaló y expulsó el humo contra la ventana más próxima, su ceño se
hacía más profundo—. De forma que comprobó la puerta del vestíbulo
a eso de las diez de la noche y la encontró abierta. Entró,
encendió la luz y vio que esta puerta se encontraba abierta
también. Pensó que eso no era correcto, se asomó y vio el
archivador reventado y los cajones de la mesa revueltos. En vez de
llamarme a mí, llamó a la comisaría de donde enviaron un par de
chicos y uno de ellos supongo que estaba intentando ascender a
sargento.
Dejó de hablar un momento y apuntó a Murdock
con su cigarrillo como para dar más énfasis a sus palabras:
—La mayoría de los policías, en estos casos,
a menos que se trate de algo relacionado con seguros, o que crean
que merece la pena, no se lo vayas a decir a ninguno de tus buenos
amigos en la Policía, como el Teniente Bacon, que te he dicho esto,
ni se preocupan de mirar y comprobar puertas y ventanas. Pero llegó
un chico listo con un especialista en huellas, mientras a mí me lo
estaban contando. Cuando llegué aquí se encontraba empolvado el
mueble. Lo que no me explico es cómo llegó el asunto al
Courier.
—Somos muy activos.
—Ya veo —contestó Fenner, todavía
cavilando.
—¿Quieres decir que no hubieras dado
parte?
—No. ¿Para qué quiero a la Policía husmeando
en mis cosas?
Esta contestación dejó a Murdock pensativo y
en el silencio que se produjo recordó algunas cosas que estimularon
más su curiosidad. Durante mucho tiempo, Fenner había trabajado
solo, aunque para muchos de sus trabajos necesitaba ayuda. No tenía
más gastos de administración que un servicio que le recogía recados
telefónicos y los trabajos esporádicos de una mecanógrafa del mismo
edificio, cuando se cansaba de hacerse él mismo los informes.
Hubiera tenido trabajo para dos hombres casi siempre, pero como no
quería la obligación de tenerles que pagar cuando no hubiese nada
que hacer, los contrataba por horas y enviaba la factura al
cliente. Cuando le hacían falta ayudantes más especializados de los
que se podían conseguir localmente, los traía de fuera de la
ciudad.
Pensando esto, Murdock recordó que en el mes
anterior había visto a Fenner un par de veces comiendo con dos
hombres desconocidos y pensó que quizá estuvieran trabajando para
él. Si se trataba de eso, todo parecía indicar que se había
empleado un tiempo considerable en llegar a un acuerdo y que
alguien había invertido una buena cantidad en contratar los
servicios de Fenner. Pensando que no hacía ningún daño en
preguntarlo, dijo:
—Esos hombres que estaban comiendo contigo
en Kelly la semana pasada ¿trabajaban para ti?
Fenner consideró la pregunta. Se tomó tiempo
en acabar el cigarrillo y Murdock amplió lo dicho:
—Esa fue la segunda vez que los he visto.
Eran forasteros, ¿no?
—De Nueva York.
—¿Han trabajado mucho tiempo contigo?
—Casi cinco semanas. Eso es lo que me pone
furioso. Tenía el asunto ya preparado. Iba a entregarlo hoy o el
lunes y... —miró con amargura el destrozado archivador y soltó un
taco.
—Es mucho tiempo —dijo Murdock—. Mucho
dinero. ¿Qué pensará tu cliente de todo esto?
—¿Cómo diablos lo voy a saber? Probablemente
me echará de su oficina y me dirá que no me paga el resto de la
minuta —soltó otro taco—. No puedo decir que se lo reproche.
—¿Se lo has dicho?
—Todavía no.
Murdock se levantó y se abrochó la chaqueta.
Resultaba obvio que alguien que conocía las actividades de Fenner
le había robado algunos informes. Sabía que no merecía la pena
preguntar de qué se trataba ni la identidad del que le había
contratado para ese trabajo.
—¿Qué vas a hacer?
—Empezaré a buscar.
—¿Yendo por las calles?
—Tengo algunas pistas —dijo Fenner—. Tres,
en realidad. No sé si sacaré algo en limpio, pero voy a tratar de
empezar tan pronto salgas de este despacho.
—Pero sin la ayuda de la Policía.
—Eso mismo.
Murdock se paró en el umbral y, pensando que
el asunto estaba cerrado de momento, cambió a un tema más
agradable.
—¿Vas al partido mañana?
Los reflejos metálicos de los ojos de Fenner
parecieron alejarse al ajustarse su mente a esta otra pregunta.
Sabía a qué partido se estaba refiriendo Murdock. Para los muchos
miles de aficionados al fútbol profesional en esa parte del país
solamente existía uno: el de los Spartans (el nombre que habían
elegido para el equipo local los propietarios del mismo) y los
Bisons. Uno de los dos tendría que jugar como representante de la
parte oriental, contra el equipo ganador de la parte occidental la
semana entrante, para ver quien se alzaba con el título de la Liga.
En los últimos tres años, desde que había empezado la nueva
organización de la Liga, esta era la primera vez que los Spartans
habían llegado tan cerca del título y los aficionados estaban
emocionados y a la vez llenos de esperanza, a pesar del hecho de
que el equipo se encontraba con tres puntos negativos.
—Sí —contestó Fenner.
—¿Tienes entrada?
—Voy a ir con un amigo a un palco. ¿Y
tú?
—Estaré en la tribuna de prensa.
—¿Con una cámara?
—Simplemente como espectador —antes de
marcharse, Murdock señaló el archivador—. Buena suerte en este
asunto, Jack. Si hay algo en lo que yo te pueda ayudar, no tienes
más que decírmelo.
Fanner le dio las gracias. Le contestó que
lo tendría en cuenta, pero se le veía poco convencido. Seguía
hundido detrás de su mesa con mirada fija y resentida cuando se
cerró la puerta de entrada.