Parte 2
Las puertas de bronce se abrieron deslizándose, y Krogh penetró en el patio circular; Krogh en el centro de la Casa Krogh. El cielo de una tarde clara y fría coronaba el macizo edificio cúbico de acero y vidrio. La totalidad del piso inferior se ofrecía a su vista; podía ver a los contables trabajando en la planta baja, a través del vidrio irisado por efecto de las luces eléctricas. Se dio cuenta en seguida de que la fuente estaba ya terminada; sus formas verdosas le preocupaban con intensidad insólita en él; le acusaban de cobardía. Se había decidido por una moda que no comprendía; hubiese preferido poner en la fuente una marmórea diosa, un chiquillo desnudo, o una ninfa en pudorosa actitud. Se detuvo a examinar el bloque pétreo. Ningún instinto le decía qué obra de arte era válida y cuál no; y se encontraba impotente y al propio tiempo molesto, aunque intentaba no demostrarlo. Su gran cabeza calva ofrecía a la vista solamente unas facciones decididas, pero las pequeñas sutilezas, los temores indefinidos, eran invisibles.
Se dio cuenta de que era observado; observado a través del vidrio por un contable inclinado sobre su máquina, por un jefe de sección desde su tarima de barandas cromadas, por una camarera que subía las persianas de cuero en el restaurante para los empleados.
El día se desvanecía rápidamente sobre su cabeza, y las luces empezaban a encenderse tras las paredes de vidrio curvado, mientras él perdía el tiempo junto a la estatua verdosa.
Krogh subió los escalones de acero que llevaban a la entrada. Cuando su pie tocó el escalón superior, funcionó un resorte y las puertas se abrieron. Inclinó el cuerpo al entrar; era una costumbre que nunca había roto, porque con sus seis pies y dos pulgadas de estatura y su enorme espalda, se había visto forzado durante años y años a inclinarse para entrar en su pequeño dormitorio, en su pisito, en sus primeros sitios de trabajo. Mientras esperaba el ascensor, procuró apartar la estatua de su pensamiento.
El ascensor no era conducido por nadie, pues a Krogh le gustaba estar solo. Ahora estaba encerrado en una doble pared de vidrio: la del ascensor y la del edificio. La oficina parecía acentuar su transparencia, como un hombre que quiere inspirar confianza.
Mientras ascendía en silencio y con lentitud hasta el piso más alto, Krogh seguía viendo la fuente, que se difuminaba y se iba reduciendo. Cuando las luces indirectas se encendieron, los violentos contornos de la estatua proyectaron una sombra delicada, como un dibujo hecho en porcelana, sobre el brillante pavimento circular.
«Me he olvidado de algo —pensaba Krogh—, estoy seguro de que me he olvidado de algo».
Entró en su despacho y cerró la puerta; los papeles que había pedido estaban cuidadosamente dispuestos sobre un escritorio, que se adaptaba perfectamente a la forma curvada de las vítreas paredes.
En la ventana se veía el reflejo del fuego de leña que ardía en la chimenea; un tronco se partió y cayó produciendo un surtidor de chispas que se estrellaron contra el vidrio. Era la única habitación del edificio que no estaba calentada por electricidad. Las llamas parecían hacer compañía a Krogh en su despacho inaccesible a los sonidos exteriores en su aislamiento ártico. La noche penetraba en el patio como un chorro de tinta dentro de un líquido luminoso, y Krogh pensó de nuevo si se habría equivocado con la fuente.
Se acercó a su mesa y llamó a una de sus secretarias.
—¿Cuánto estará Miss Farrant de vuelta?
Una voz repuso por el micrófono:
—La esperamos hoy, señor.
Se sentó a su mesa y extendió las manos con indolencia. Los hombres nacen con las cualidades que llevan marcadas en la palma izquierda; en la derecha está lo que obtendrán de la vida. El sabía bastante sobre la dudosa ciencia que descubre el éxito y el alcance de la vida.
Éxito. Estaba seguro de haberlo alcanzado, pues hablaban por él aquellos cinco pisos de acero y cristal, la fuente murmurando bajo las luces indirectas, los dividendos, las nuevas instalaciones. Le complacía pensar que ningún otro hombre había contribuido a su éxito. Si él muriera mañana, la compañía quebraría. La intrincada organización de las compañías subsidiarias podía tener realidad gracias a su crédito personal. Honradez era una palabra que nunca le había preocupado: un hombre es hombre mientras su crédito sea bueno, y su crédito, se decía a sí mismo con orgullo, estaba mucho más alto que el crédito del Gobierno francés. Durante algunos años había podido tomar dinero a préstamo al 4% para prestarlo a su vez al Gobierno francés al 5%. Esto era la honradez, algo que se podía expresar en cifras. Únicamente podía apreciar que en los últimos tres meses, su crédito, si bien no había sufrido ninguna sacudida, se había contraído imperceptiblemente. Pero no tenía miedo. En un período de pocas semanas, sus factorías de América estabilizarían la situación. El no creía en Dios, pero creía en las líneas de su mano, y su palma le decía que su vida sería larga, y él estaba seguro de que su vida no sería más larga que la de la compañía, porque si ésta fracasaba, no dudaría en suicidarse. Un hombre de su crédito no iba a la cárcel. Kreuger, muerto de un tiro en un hotel de París, era su ejemplo. Le inquietaba un poco su valor para el acto final como su honradez actual.
De nuevo se sintió preocupado por la idea de que había descuidado algo, y la estatua del patio volvió a atormentarle. En aquel edificio había empleado hombres que le habían dicho eran los mejores arquitectos, escultores y decoradores de Suecia. Paseó la mirada del escritorio curvado de madera de tuya a las paredes de vidrio, y del reloj sin números a la estatuilla de una mujer encinta colocada entre las dos ventanas. No comprendía nada de aquello, ni le proporcionaba placer de ningún género. Se había visto forzado a aceptarlo contra su voluntad, y no se preocupaba en absoluto por comprenderlo, así como el reloj no se esfuerza en tocar la media hora, para lo que nunca se ha entrenado.
Incluso debía llenar las noches con algo, a pesar de que su deseo fuese dormir. Abrió un cajón de su mesa y extrajo un sobre. Contenía entradas para la ópera de aquella noche, de la siguiente, de toda la semana. Era Krogh y, por lo tanto, sus gustos en materia musical debían ostentarse en Estocolmo. Para evitar que los inoportunos pudieran preguntarle su opinión sobre música, se sentaba siempre en un aislamiento organizado por él mismo, con un asiento vacío a cada lado. Así, se advertía siempre su presencia y quedaba protegida su ignorancia. Además, si se quedaba dormido un rato, no se notaba.
Llamó a su secretaria.
—Si me buscan —dijo—, estaré en la Legación inglesa tomando el té. Avíseme si hay conferencias del extranjero.
—¿Y los valores de Wall Street?
—Estaré de vuelta a tiempo para eso.
—Su chófer ha telefoneado, Herr Krogh. Dice que el coche tiene avería.
—Bien, no importa. Iré a pie.
Se levantó, y su abrigo arrastró un cenicero tirándolo al suelo. En él se veían sus iniciales, E. K. El monograma había sido proyectado por el más famoso artista de Suecia. E. K., las mismas iniciales, repetidas incesantemente formaban el dibujo de la alfombra que atravesó dirigiéndose a la puerta. E. K., en los salones de espera; E. K., en el salón de sesiones; E. K., en el restaurante; el edificio estaba coronado por sus iniciales. E. K., en las luces eléctricas sobre la entrada, sobre la fuente, sobre la reja del patio. Las letras le parecían las luces de un semáforo enviándole un mensaje por encima de las enormes distancias que le separaban de otros hombres. Era un mensaje de admiración; observando las luces casi olvidó que habían sido instaladas por sus propias órdenes.
—Bien, Herr Krogh, por fin está terminada.
Krogh bajó los ojos, y con ello desapareció de ellos el reflejo de las luces eléctricas. Ahora miraban con atención la figura del portero, que sonreía y se frotaba las manos.
—Me refiero a la estatua, Herr Krogh; está completamente terminada.
—¿Y qué la parece?
—Verá, Herr Krogh, es un poco rara. No la entiendo. Oí decir a Herr Laurin…
Irritaba a Krogh que un hombre joven e inexperto, y que además se lo debía todo a él, el pálido e ineficaz Laurin, viniese a molestarle con sus dudas.
—¡Entender! —Vio cómo se desvanecía la exuberancia del hombrecillo—. Esta estatua es obra del escultor más grande de Suecia. No corresponde a un portero entenderla; en cambio, debe decir a todos los visitantes que es obra de, de… pregúntele el nombre a mi secretaria; pero que no le oiga yo sugerir a nadie que el grupo es difícil de comprender. Es una obra de arte. Recuérdelo siempre.
Atravesó el patio. La luz de su monograma brillaba a través del surtidor. «Si no fuese una obra de arte, no habría sido adquirida por la Casa Krogh».
Sobre el cielo destacaban las luces de las colinas de Djurgarden, los restaurantes, la elevada torre de Skansen, las torrecillas y las montañas rusas del Tívoli. Una vaga niebla azulada se desprendía del agua, cubriendo las lanchas motoras, y se elevaba hasta media altura de las luces de posición de los vapores. Un trasatlántico inglés estaba atracado frente al Grand Hotel, con su flanco pintado de blanco brillando a la luz de los faroles del alumbrado público, y por encima de la barrera Krogh pudo ver las mesas puestas, los camareros llevando flores, y más lejos, la línea de taxis.
En la terraza del Palacio Real, un centinela pasaba y repasaba, reflejando de vez en cuando destellos de luz en el acero de su bayoneta. La niebla arremolinada a sus pies llevaba prendida en sus pliegues la música que se desprendía de todos los rincones de la ciudad, un esqueleto de música por encima de un ambiente de decadencia otoñal.
En el puente Norte, Krogh se subió el cuello del abrigo. La brisa soplaba, húmeda, a su alrededor. El restaurante al pie del puente estaba cerrado, y sus puertas de grandes cristales empañadas de humedad. Ante ellas unas cuantas plantas en tiestos volvían sus hojas moribundas hacia la oscuridad y hacia los vapores anclados. El otoño podía apreciarse en todos las cosas: se desprendía en forma de vapor de los muslos desnudos de una estatua. Pero oficialmente, aún era verano (el Tívoli no había cerrado), pese al frío y al viento y a los paraguas abiertos que circulaban alrededor del monumento al rey Gustavo. Una mujer anciana pasó arrastrando a un chiquillo; una joven estudiante tocada con una gorrita puntiaguda se apartó ágilmente del camino de un taxi que marchaba rozando el bordillo; un hombre caminaba por el puente empujando un carretón de castañas tostadas.
Desde donde se hallaba, podía Krogh ver las luces encendidas en las casas de balcones cubistas que daban al Norr Malarstrand. Toda la anchura del lago Malar le separaba de los barrios obreros de la orilla opuesta. Desde la ventana de su salón podía ver llegar los trasatlánticos que venían de Gothenburg con su cargamento de forasteros. Habían pasado por el lugar donde él nació, y emergían ahora en la oscuridad con recuerdos del corazón de Suecia, de los bosques de troncos plateados que rodeaban el Vatten, de las quintas de madera pintada, de habitaciones pequeñas, y las gallinas picoteando el grano esparcido sobre las rocas. Krogh, el cosmopolita, que había trabajado en innumerables fábricas de América y Francia, que hablaba inglés y alemán tan bien como el sueco, que había prestado dinero a todos los gobiernos europeos, los veía pasar en la noche para ir a atracar frente al Ayuntamiento, con la sensación de haber perdido algo muy querido, alguna cosa amistosa y llena de vida.
Krogh se apartó de la ribera. Las tiendas de Fredsgaten estaban cerradas, y se veía muy poca gente por la calle; hacía demasiado frío para pasear, y Krogh miró a su alrededor buscando un taxi. Vio un coche que entraba en la estrecha calle de la derecha y se paraba en la esquina. Los tranvías se veían pasar por Tegelbacken y el silbido de un tren se oía por encima de los tejados. Un coche que iba demasiado veloz para ser un taxi casi rozó la acera en el lugar donde se hallaba Krogh, y segundos después había desaparecido entre los tranvías y demás vehículos de Tegelbacken, dejando tras de sí una impresión de arrojo y decisión, el sonido de una explosión, y un persistente olor a gasolina. En una calle adyacente, un taxista arrancó su coche y se dirigió hacia la esquina que ocupaba Krogh. La explosión del encendido le hizo rememorar el lago Vatten y el pato salvaje que se remontaba con cansado aleteo; él permanecía sentado, con los oídos atentos, mientras su padre disparaba; tenía hambre y su almuerzo dependía de aquel tiro. El olor acre de la pólvora se extendía sobre el bote, mientras el pato se tambaleaba en el aire como bajo el golpe de una mano poderosa.
—Taxi, señor Krogh.
Podría haber sido un disparo, pensó Krogh, si esto fuese América, y se volvió agriamente hacia el conductor.
—¿Cómo sabe usted mi nombre?
El hombre le miró con aire algo estúpido.
—¿Quién no le conocería, señor Krogh? Es usted idéntico a su retrato.
El pato se precipitó agitando débilmente sus alas, como si el aire se hubiese vuelto demasiado liviano para sostenerlo. Cuando llegaron a él estaba muerto, con su pico bajo el agua y un ala sumergida, igual que un aeroplano derribado y abandonado.
—Lléveme a la Legación inglesa —dijo Krogh.
Se recostó en el fondo del coche y vio a través del cristal de la ventanilla los rostros de los transeúntes, como si nadasen en la niebla, esfumándose después. Ellos eran felices en su anonimato dirigiéndose a las atracciones del Tívoli, los cines baratos, el amor en cuartitos recatados y silenciosos. Bajó las cortinillas y en el oscuro asiento trató de pensar en números, informes y contratos.
«Un hombre de mi posición debería tener protección —se dijo—, pero la policía pregunta demasiado. De ese modo se enterarían del monopolio de América, que incluso sus directores creían se hallaba aún en fase de negociación; se enterarían de demasiadas cosas, y lo que la policía sabe un día, al siguiente la Prensa lo publica». Vio que no podría estar nunca protegido y mientras pagaba al taxista, se dio cuenta de su soledad y se sintió débil por vez primera.
Podía oír la sirena de un buque en el lago y el rumor profundo de sus máquinas. Hasta él llegaban voces a través de la niebla, con su vigor humano algo debilitado, como el sonido de los motores de un barco anegado que se hunde.
* * *
Krogh no era un hombre que analizara sus sentimientos; únicamente era capaz de decirse a sí mismo: «En tal o cual ocasión yo era feliz; ahora soy un desgraciado». A través de los cristales de la entrada pudo ver cómo el criado inglés descendía pausadamente la escalera de mármol.
¡Qué feliz había sido aquel año en Chicago!
—¿Está el ministro?
—En efecto, Herr Krogh.
Escaleras arriba pisando los talones al criado, pensaba Krogh en lo feliz que había sido en España. Sus recuerdos no se referían en ningún momento a mujeres. Cuando él pensaba en su felicidad de entonces, recordaba la pequeña máquina que empezó a estudiar con ahínco sobre la mesa de su alojamiento, y cómo la contempló toda aquella noche, sin comer ni beber, tendido de espaldas en la cama, e incapaz de dormir, repitiendo una y otra vez para sí: «Yo tenía razón. No hay rozamientos considerables».
—El señor Erik Krogh.
La sala estaba llena de mujeres, pero él no experimentó ningún placer cuando se volvieron a observar la puerta con curiosidad y furtiva avidez (el hombre más rico de Europa), pintados sus ajados rostros con llamativos colores, como el miniado de un antiguo misal de los que se guardan en una vitrina, mostrando siempre la misma página a los visitantes.
El ministro atraía a las mujeres de mayor edad. En aquel momento acaparaba su atención el pequeño hornillo de alcohol colocado bajo la marmita (siempre se encargaba personalmente de distribuir el té), y un momento después, habiendo saludado a Krogh con la cabeza, estaba cogiendo rodajas de limón con un par de pinzas de plata.
—Hoy es un gran día, Mr. Krogh —dijo una señora de perfil de ave de rapiña.
Muy a menudo la había hallado en la Legación, y creía que era alguna pariente del ministro, pero su nombre no lo retenía.
—¿Un gran día?
—Se trata del nuevo libro de poesías.
—Ah, el nuevo libro de poesías.
Le cogió de un brazo y le condujo a una frágil mesa Chippendale, en el rincón más alejado de donde el ministro escanciaba el té. Toda la habitación estaba amueblada estilo Chippendale y decorada en plata; estilo completamente ajeno al gusto de Estocolmo; era la mansión de un culto extranjero que hablaba maravillosamente bien e incluso se había imbuido de muchos prejuicios y costumbres indígenas, pero no las suficientes para que Krogh se sintiera como en su casa.
—No entiendo nada de poesía —dijo de mal talante.
No le gustaba admitir que hubiese algo que no entendía: prefería esperar hasta oír la opinión de un experto para poderla adoptar como propia, pero una mirada al salón le convenció de que esperaría en vano. Las mujeres más viejas de la colonia inglesa gorjeaban como estorninos alrededor de la mesa del té.
—Se disgustará tanto el ministro si no lo mira usted…
Krogh lo miró. Una fotografía del retrato pintado por Laszle ornaba la cubierta: el cabello plateado, los ojos de mirada fría e inexpresiva rodeados de arrugas, las pequeñas mejillas redondeadas como manzanas, y un lema: «Viola y Vino».
—«Viola y Vino» —dijo Krogh—. ¿Qué significa?
—¡Cómo! —exclamó la señora de cara de halcón—. La viola de gamba, ya sabe usted y… y vino.
—Siempre he encontrado muy difícil la poesía inglesa —repuso Krogh.
—Pero debe usted leer un poco de él.
Puso el libro en sus manos y él la obedeció con el profundo respeto que guardaba con las extranjeras, y contempló con atención el libro mantenido a poca distancia de sus ojos, y al nivel de éstos.
«A la memoria de Dewson», leyó, y oyó la voz del ministro, entre el sonido de la vajilla.
Yo, quien ha derramado, triste, las mismas rosas
y, quien, desesperado, ha abierto paso al llanto,
hallo, cuando me acerco al sitio en que reposas,
sombras de las mujeres que hemos gozado tanto.
—No —dijo Krogh—. No lo entiendo.
Sentíase molesto. La corrección era la cualidad a que más valor atribuía: la corrección en las máquinas, la corrección en los informes. A veces es indispensable, para los hombres, pensó fríamente, entrar en tratos con ciertas mujeres, pero siempre hay manera de hacer estas cosas manteniendo las apariencias y sin revelar jamás el verdadero valor de algunas intimidades. Pero por otra parte, hay veces que se incurre en exageración; y observaba con asombro el gesto con que el ministro mordisqueaba un almendrado. Le molestaban aquellas maneras cuya fineza no era capaz de apreciar y aquellas palabras que no entendía. Y de nuevo volvió a pensar en aquella noche en Barcelona, pasada al borde de la cama, junto al modelo mecánico que le arrojó en brazos de la suerte, la riqueza, la influencia, el aburrimiento y la inquietud. Y ahora que penetraba en el mercado americano, debía prepararse a los métodos americanos. Pensó en Chicago. Había sido feliz aquellos días en Chicago, en un Chicago intocado aún por la guerra de gangsters. Esto había sido algún tiempo antes de lo de Barcelona, y no podía recordar por qué había sido feliz. Sólo podía acordarse de lo siguiente: hielo en el lago, una habitación en una casa de huéspedes con una hamaca por lecho, el puente en el que trabajaba, y cómo una noche de nieve había comprado un hot-dog en la esquina de una calle y se lo había comido bajo una arcada, huyendo del viento. Seguramente había tenido amigos, pero no los recordaba; muchachas… también, pero no quedaba ningún rostro en su memoria. En aquel entonces aún era un hombre a quien su personalidad no le imponía limitaciones de ningún género.
¡Cuán diferente era ahora! Incluso en este gracioso salón de blancas paredes, en que el ministro prodigaba sus cuidados a la marmita del té. Sabía que dentro de unos instantes comenzaría el interrogatorio. ¿Veía alguna esperanza de que subiera el caucho? ¿Había probabilidades de un súbito auge en el arroz? El café de Sao Paulo, los ferrocarriles mejicanos, el progreso de Río de Janeiro, etc., y finalmente la demanda de agradecimiento, el gesto protector. «He ordenado a mi agente de bolsa que compre doscientas de su última emisión», como si Erik Krogh pudiese estar agradecido al autor de «Viola y Vino» por la aportación de doscientas libras.
Las voces llegaban a él como las olas, rompiendo donde el ministro se inclinaba sobre el servicio de té y avanzado suavemente hacia él, pero morían a algunas yardas de distancia y retrocedían, para alzarse de nuevo y volver a caer sobre la mesa. Incluso la señora de rostro aquilino se había retirado, pues no se sentía capaz, como ninguna de las damas, de hablar sobre finanzas. Ni sus pacientes vigilias en la Ópera, ni sus tertulias nocturnas, ni sus fox-trots con Kate en lugares escondidos, le habían servido para convencerse de que era un hombre que se interesaba por las mismas cosas que los demás. «Ciertamente —pensó abriendo “Viola y Vino” de nuevo—, tienen razón: no entiendo estas cosas. Si al menos Kate estuviera aquí».
El criado abrió la puerta y se le acercó.
—Una conferencia desde Amsterdam, señor.
La frase le reanimó, y momentáneamente sintióse dichoso siguiendo a través del policroma del pasillo hasta el despacho del ministro. Esperó a que el criado se alejase para coger el auricular.
—Diga —preguntó—. ¿Es Hall?
Una voz clara y débil, limpia y pulida por el viaje de tantas millas, contestó:
—Yo soy, Mr. Krogh.
—Hablo desde la Legación inglesa. Dígame. ¿Cómo van los cambios?
—Aún están bajando.
—¿Habrá comprador, verdad?
—Sí, Mr. Krogh.
—¿Procura usted mantener los precios?
—Sí, pero…
«Sí, pero…». Era la misma voz dubitativa, con ligero acento cockney que había sonado en el cuartito de Barcelona. «Le digo a usted que no hay rozamiento considerable».
—Sí, pero…
Pensaba en Hall con cierta irritación; su única cualidad era la fidelidad, ya que hubo época en que ellos habían sido Jim y Erik (no Hall y Mr. Krogh), prestándose mutuamente el traje de faena y bebiendo juntos en la taberna cercana a la Plaza de Toros.
—Siga usted comprando. Y no deje que el precio descienda más de medio entero.
—Sí, Mr. Krogh, pero…
Si Hall hubiese sido menos desinteresado, sería ahora director en lugar de Laurin. Verdadera confianza sólo podía tenerse en Hall y en Kate. Sólo Kate y Hall.
—Oiga —decía Krogh—, el stock apenas tiene valor, pero es preferible que esté en nuestras manos. Y procure evitar explicaciones.
Uno tenía que explicar las cosas a Hall igual que si se tratase de un chiquillo.
—Si la I.G.S. cuenta con medios para ello…
—Claro que sí. Ahora ya tenemos Rumanía en nuestras manos, y en una semana o dos podremos decir lo mismo respecto a América.
—Hace falta dinero.
—Yo siempre puedo conseguir dinero.
—Ya han pasado los tres minutos —avisó la telefonista.
—Un momento —agregó Hall—, algo más aún.
—¿Qué es ello?
—Pasan de los tres minutos.
—Dongen ha… —La voz de Hall quedó cortada en dos; el teléfono silbó y gruñó, y una voz que se debilitaba exclamó: «Une femme insensible», y luego silencio, y unos golpecitos suaves a la puerta.
—Adelante.
—Mi querido amigo —el ministro introdujo su cabeza primero, y entró de puntillas—, no quiero molestarle a usted, pero debo alejarme un momento de esas arpías. Una mujer desagradable acaba de romperme una de mis tazas. Oh, está usted todavía telefoneando.
—No, he terminado en este momento —y colgó el auricular.
—¡Qué vida! —dijo el ministro—. Pegado siempre al teléfono. Dinero, cifras, acciones; y eso día y noche. Ni siquiera estuvo usted anoche en la Ópera, ¿verdad?
—No, tenía proyectado ir, pero algo imprevisto ocurrió.
—¿Sabe usted? El otro día adquirí algo de su última emisión.
—Peor lo podía usted haber hecho.
—Desde luego, nunca creí que fuera capaz de ello. Soy tan lento para esas cosas. Me quedé asombrado, amigo mío, cuando vi que las listas continuaban abiertas después de doce horas.
—Hay menos dinero disponible que antes.
—Claro está; no quiero especular. Realmente, es que siempre he considerado todo lo de Krogh recubierto de oro…
Se paseaba, como un fantasma gris y preocupado, de la puerta a la ventana, y de ésta a la librería. Tenía algo que le atormentaba.
—Pero no recubierto de oro al diez por cien, sir Roland.
—Lo sé, lo sé, amigo mío, pero siempre tiene uno confianza en usted. Es un hecho que yo… ¿quiere usted un whisky…? que yo he llevado a cabo algo que unos cuantos años atrás hubiese considerado temerario: he puesto una gran cantidad de dinero, una enorme cantidad de dinero, para mí, en esta última emisión. Puede parecer tonto que le hable a usted de este modo, pero nunca hasta ahora había puesto tantos huevos en un mismo cesto. ¡Qué caramba! Krogh, un hombre de mi edad no debiera preocuparse tanto del dinero. Mi padre nunca tuvo que preocuparse en este sentido, ya que los consulados fueron siempre bastante buenos para él. Pero hoy día no puede uno fiarse ni siquiera de la Deuda Pública. La labor de los gobiernos, las moratorias, es todo tan incierto. Sabrá usted, Krogh, que el año pasado, dos amigos míos se arruinaron. Pero realmente arruinados. No una cuestión de verse obligados a vender el coche o los perros de caza, sino quedarse sólo con diez libras a la semana. Lo cual me hace pensar, Krogh, me hace pensar.
—Tiene usted algunas Industrias Metálicas, ¿verdad, sir Roland?
—Sí, un par de miles. Y me dan bastante. No tanto como las Krogh, desde luego, pero bastante.
—Si me permite un consejo, le diré que si yo fuese usted, lo primero que haría mañana sería ponerme en contacto con su agente de Bolsa. Creo que subirán mañana a ciento veinticinco chelines, y que aún han de subir más, hasta ciento treinta, pero dígale que venda en cuanto alcancen los ciento veinticinco. Porque antes de que termine la semana bajarán a ochenta.
—Esto es una gran amabilidad por su parte, ciertamente. Y si su emisión aún no está cerrada, creo que unos cuantos huevos más en esa cesta…
—Llame mañana a mi secretaria, miss Farrant. Creo que aún se le pueden reservar a usted un millar o así, a la par. Por nuestra amistad —brindó, con un frío intento de genialidad.
El ministro se paseaba de arriba abajo en la habitación, excitado, balanceando su monóculo, hablando de goma, de Río de Janeiro, y volviendo una y otra vez sobre las Industrias Metálicas; parecía un cervatillo voraz, cuya codicia perdía la mitad de su importancia a causa de su actitud, infantil e inexperta. Krogh miraba y escuchaba con cierta irritación; permanecía en pie, tieso, junto a la librería que contenía algunas de las obras de sir Roland: «Punto plateado», «Había una vez una sirena» y «Un peregrino en Tesalia». Parte de su tiesura era orgullo; parte, el desagrado que no podía disimular respecto al amateur en finanzas, y parte, era simplemente el considerar la rudeza de su pobre pasado: la cabaña de madera y las noches en el lago, los patos salvajes y el puente de Chicago.
—¿Cuándo ha visto usted al príncipe por última vez? —preguntó sir Roland.
—El príncipe… El príncipe —dijo Krogh—. Oh, sí, la semana pasada, creo.
Un pequeño y armonioso reloj dio la hora.
—Debo irme —dijo—, ya deben haber llegado los valores de Wall Street.
Pero después de veinte años de prosperidad aún se sentía incómodo, aún tenía miedo de que algún desliz en sus modales dejara traslucir su humilde nacimiento. Observó al otro con ansiedad, sin saber si inclinarse, estrecharle la mano o simplemente sonreír; pero el otro estaba absorbido en sus asuntos financieros.
—Así, si telefoneo… —dijo el ministro, jugando con el monóculo.
De súbito, de un lejano pasado que Krogh no era capaz de determinar, emergió el recuerdo de un chiste de la más cruda indecencia; llegó con el calor de una vieja amistad renovada. Sir Roland sorprendió a Krogh riendo con una sonrisa raramente humana.
—¿De qué se ríe, amigo mío? —preguntó asombrado.
Pero el chiste, igual que un viejo amigo, no podía compartirse: pertenecía a un período diferente, más áspero, más campechano, más íntimo. Ahora Krogh se sentía avergonzado, pues no podía relatarlo a sus nuevos amigos, ni al ministro, ni al príncipe, ni siquiera a Kate: era un amigo a quien debía alimentar en secreto, darle dinero, y facturarlo de nuevo; al fin y al cabo, no volvería jamás para practicar con él el chantaje; pero le dejaba una sensación de abandono y sequedad, como si su vida se hubiese estrechado en lugar de ampliarse infinitamente.
—Nada, nada. Sólo un pensamiento. Debo irme.
Pero sonó el teléfono. El ministro cogió el auricular, y se lo pasó a Krogh.
—Es para usted. Le dejaré solo.
Toque la campanilla cuando haya terminado, y Calloway le acompañará a la salida.
Apretó afectuosamente un brazo de Krogh, y se alejó de puntillas. Sólo una vez se volvió para recordarle:
—Llamaré mañana a las once.
—Pero eso es imposible —estaba ya diciendo Krogh—. Hemos tenido informadores en todos los departamentos. ¿Qué han estado haciendo todo este tiempo? —Cuando oyó que el ministro le hablaba, dijo—: Estaré de vuelta inmediatamente. Búsqueme usted al señor Laurin; él sabe cómo hablar a esa gente.
Estaba impaciente, y se dirigió a la puerta, sin esperar al criado; pero ya en el pasillo, el sonido de las delicadas tazas de té y la imagen de tan distinguidos invitados le hicieron volver sobre sus pasos para tirar del cordón de la campanilla.
—No hace una bonita noche ciertamente, señor —dijo Calloway ayudándole a ponerse el abrigo.
—Un taxi, por favor.
Observó a Calloway de pie en medio del arroyo con dos dedos en alto, y pensó: «Quería hablarme; incluso Calloway, supongo, compra acciones. O acaso su única intención era comentar el tiempo. ¿Cómo debe uno dirigirse al pueblo? ¿En qué términos debe hablarse a un hombre con intereses diferentes, con ideales opuestos?». Un escuadrón de caballería se interpuso entre él y Calloway; el calvo criado de frac quedó oculto momentáneamente por una agitada masa de entorchados y plumas. El oficial vio a Krogh en los escalones de la Legación y le saludó agitando su mano enguantada de blanco; los caballos cabeceaban airosamente y pisaban ágiles la calle bajo la luz de los faroles, ondeando sus largas colas. Todo el público que deambulaba por las aceras los miraba pasar, sonriendo a los soldados, como si pasara algo joven, atrayente e irresponsable.
* * *
El monograma a la entrada del patio estaba apagado. Preguntó al portero:
—¿Por qué no están encendidas las luces?
—Herr Laurin envió una orden el otro día de que las luces debían estar apagadas después de las seis.
—Enciéndalas inmediatamente —ordenó Krogh.
Sobre su escritorio había una lista a máquina de los valores con que Wall Street había cerrado.
—¿Ha regresado Miss Farrant?
—Aún no, Herr Krogh —contestó su sustituta, delgada, gris, con un tic nervioso en un párpado, de pie junto a la mesa.
—Esta huelga, ¿cuándo han llegado noticias de ella?
—En cuanto dejó usted la oficina, Herr Krogh.
—¿Avisan que se iniciará mañana?
—Mañana a mediodía.
—¿En cuántas fábricas?
—En tres.
—¿El organizador?
—Nuestro informador en Nyköping dice que un tal Anderson.
—¿Motivada por un despido, o una simple cuestión de jornales?
—El informe de Nyköping (ahí está, Herr Krogh, junto a las flores), sugiere que hay algo de influencia de América…
—Desde luego —afirmó Krogh—, eso es obvio. Pero ¿con qué pretexto?
—Cuentan cierta historia sobre las pagas tan bajas que está usted ofreciendo en América; la desmoralización que esto crea allí: paro.
—¿Por qué han de preocuparse de lo que ocurra en América?
—Ese Anderson es socialista…
—Haga venir aquí a Herr Laurin inmediatamente. No podemos perder tiempo. El sabe cómo hablar a esa clase de gente.
Era para lo único que Laurin servía; él lo había promovido a la Dirección sólo por eso: había ocasiones en que se necesitaba un hombre cuya cualidad principal fuese la amabilidad, el poder de hacerse con las voluntades de los obreros.
—Ya he intentado encontrar a Herr Laurin. Pero no está en Estocolmo.
—¿Pero volverá?
—He llamado a su casa, y dicen que está enfermo en cama. ¿Llamo a Herr Asplud o a Herr Bergsten?
—No —dijo Krogh—, no me servirían para nada. Si al menos estuviese Hall aquí.
—¿Debo enviar un coche a Anderson? Así podría usted entrevistarse personalmente con él, Herr Krogh. No tardará diez minutos.
—Sus sugerencias —espetó Krogh con aspereza— son inútiles. Iré yo mismo a buscar a ese hombre. Téngame listo el coche dentro de cinco minutos.
Volvió la vista a los valores de Wall Street e intentó leer. No tenía idea de lo que diría Anderson. E. K. en el cenicero; E. K. en la alfombra; E. K. destacando por encima de la fuente, mientras él meditaba; E. K. sobre la entrada; estaba rodeado de sí mismo, y le parecía que eso era lo que le había ocurrido siempre. ¿Qué podría decir a Anderson? Podía ofrecerle dinero; pero ¿y si no era dinero lo que quería?… Tendría que mostrarse amistoso, animado, hablándole de hombre a hombre. Parecía una cruel injusticia el hecho de que Laurin, el hombre a quien ayer mismo había olvidado tan fácilmente, Laurin el despreciado, no hallase dificultad alguna en hablar con tales gentes. ¿Cómo empezaría Laurin? Seguramente con un chiste, y así es como se los metía en el bolsillo.
«Yo también —pensó Krogh— debo hacer algún chiste». Arrancó una hoja del bloc de notas y escribió: «un chiste». ¿Qué chiste? ¿Aquel que en casa del ministro le había hecho sonreír? Había surgido de un secreto pasado y llevaba consigo la ternura y la belleza que va unida siempre a los recuerdos de una juventud desgraciada que no puede olvidarse nunca. Pero vio que ya no podía volver a sonreír, que estaba en un momento de melancolía, por lo que tuvo que renunciar al empleo de su chiste para salvar la situación. Y no sabía ningún otro.
«¿Y después —pensó— qué más? ¿Qué habría dicho después Laurin? Quizá podría preguntarle por su familia…». Llamó a su secretaria, y junto a la palabra chiste escribió: «una esposa, dos hijos, uno en la fábrica y una hija de diez años». Escribió las palabras cuidadosamente, casi las dibujaba, pero luego rompió el papel y arrojó los pedazos al suelo. No era posible trazar una relación entre seres humanos del mismo modo que una gráfica de producción. Intentó envalentonarse: «Esto me conviene. Me he dedicado demasiado a las finanzas, y ahora he de aumentar mi experiencia. Vayamos al aspecto humano». Pero agregó: «Sin duda hubo una época en que yo vivía en medio de otros hombres». Pero cuando intentó recordar algo, sólo vino a su memoria el agua goteando de los remos, su padre sentado y silencioso, la luz del alba y el retorno cansado.
¿Y los remachadores en el puente? ¿No eran amigos míos? Sin embargo, cuando comía el hot-dog en aquella esquina, había estado solo, solo también en aquella hamaca (no podía recordar ni un solo rostro femenino); de aquellas amistades sólo quedaba un chiste obsceno. Pero luego apareció Hall. Habíamos bebido vino tinto barato juntos cerca de la Plaza de Toros y hablado. En otro tiempo Hall desempeñaba un buen papel durante una fiesta. Hablábamos desde media noche al amanecer. ¿De qué? La máquina, la fricción, la expansión de los metales…
Reducción Aérea | 94 ½ | 94 ½ |
Alaska Juneau | 20 ¼ | 20 ½ |
Alianza Química | 148 | 148 |
Lanas Americanas | 13 ½ | 14 |
Aceros BetWehem | 40 ? | 41 ¾ |
Apenas se enteraba de lo que leía.
—Su coche, Herr Krogh.
—Ya lo he oído. Voy en seguida.
Cobre de Chile… | 14 | 14 |
Colgate, Palmolive | 15 ½ | 16 ? |
Conservas Continentales | 76 | 77 |
Pasó al final de la lista: Alcohol Industrial de EE. UU., Goma de EE. UU., Aceros de EE. UU…
Compañía Woolwerh | 49 ¼ | 50 ? |
Bombas Worthington | 24 ½ | 25 ½ |
Láminas y Tubos Youngtown | 26 ½ | 27 ½ |
Pensó con desagrado que era un hombre tímido.
Ya no le proporcionaba satisfacción la idea de que pronto una compañía bajo su dirección estaría en aquella lista, como en Estocolmo, Londres, Amsterdam, Berlín, París, Varsovia y Bruselas.
Una broma, unas preguntas acerca de la familia; ¿… quizá ofrecerle un cigarrillo?
* * *
—Oye —dijo Kate—, éste es el ascensor.
No podía ocultar su ansiedad; lo había planeado todo, pero se decía que tratándose de Krogh no se podía estar seguro del resultado.
—¿Qué harás —preguntó Anthony— si no me acepta?
—¿Y tú que harás?
—Oh, me largaré. ¿Por qué tiene uno que preocuparse?
Era un vagabundo innato acostumbrado a viajar largas distancias con el estómago vacío. Ni flaqueaba ni se moría; combatía en un tipo de guerra en que la supervivencia era la mayor victoria. Kate permanecía de pie, pálida, entre la biblioteca de Krogh y la puerta de su cuarto, y Anthony sabía que temía por él. A él le hubiera gustado explicarle la falta de fundamento de sus temores, pero le faltaban las palabras apropiadas.
—Ya he estado otras veces en el arroyo antes de ahora —dijo, pero incluso a él le pareció que eso no servía para conseguir el éxito; aunque constituyera una victoria la prueba de haber resistido.
La felicidad era una diversión incidental: la muchacha o la copa inesperada. Era acaso la única lección bien aprendida en la escuela, la lección enseñada por los trece años de hastío, cansancio y miedo. Pasó algún tiempo y los males llegaron a su fin; había cambios súbitos, momentos de dicha, enfermedad, té en la habitación de la patrona, pruebas que llevaban consigo popularidad pasajera. Incluso se adaptaba uno a las circunstancias después de cierto tiempo, y aprendía el secreto para ser tolerado, y llevar con convicción tan común uniforme.
Pero consideraba que Kate era diferente; tenía ambición y quizá la mayor diferencia (ya que él también tenía ambición; dígalo si no el calentador del puño del paraguas: la ambición de gastar dinero) era que ella tenía esperanza. En cambio, en él, bajo la radiante bonhomie de su mirada, en su fuerte apretón de manos o en las fáciles bromas, se ocultaba un profundo nihilismo.
Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono de protección, como si hablara a una chiquilla irresponsable, a una chiquilla imaginativa, con ideas propias.
—No te preocupes, Kate, por lo que Krogh diga. En realidad sabes muy bien que no tiene mucha importancia. Entretanto podemos divertimos, ¿no te parece? Enséñame todo esto. ¿Son suyos estos libros?
—Sí.
—¿Los lee?
—No creo.
—¿Qué hay aquí?
—Su dormitorio.
Ella estaba incómoda; él, en cambio, se sentía mayor, más seguro de sí, y con más experiencia que ella. Se hallaba en su elemento, acostumbrado como estaba a matar el tiempo, y más capaz que cualquier otro de ahuyetar aprensiones. Había habido una época en que dormía en incómodos e improvisados lechos, viajando de polizón en los trasatlánticos, esperando con temor que una mano le cogiera por la solapa, la mano del oficial vestido de blanco dril. Pero los años le habían acostumbrado a ser agradecido con la fortuna momentánea, y a no preocuparse del futuro. Empuñó la puerta corrediza del gran armario y descubrió un bosque densísimo de trajes.
—Lo mismo que una tienda de ropas usadas —comentó—. ¿Los compra al por mayor? —Y empezó a contarlos; pero cuando llegó a los veinte se detuvo—. El género es bueno, pero el corte… Este rojo es un poco fuerte, ¿no crees? Y las corbatas; parece tener muchas, pero los colores… —Pendían unas junto a otras, como abigarrados peces tropicales muertos—. No quisiera ser visto con ninguna de ellas. Estos extranjeros no saben vestir. ¿Tú no le habrás ayudado a escoger?
—No, tiene un encargado de compras.
—He ahí un trabajo apropiado para mí. ¡Y qué magníficas comisiones podría conseguir! ¿Pero él no ve las prendas antes de que las compren?
—No tiene ni una que le venga bien. Sus medidas hace dos años que no se las han tomado. Los trajes vienen en partidas como ésta. Dos veces al año.
—Pero ¿y por qué?
—El siempre había comprado ropa hecha antes de ser quien es, y creo que no ha ido jamás a un sastre. Me parece que les tiene miedo. —Se paró dubitativa—. Es un hombre tímido. Y además, tiene tantas preocupaciones.
—Hay que ayudarle. En primer lugar, le libraremos de esas corbatas.
—No —interpuso Kate de súbito—, no.
Continuaba de pie entre las dos habitaciones; no estaba de acuerdo con sus deseos de inspeccionarlo todo. Anthony notó que sus labios necesitaban ser pintados, pues estaban demasiado pálidos; no hacían juego con su vestido. Y pensó: «¿Es Krogh uno de esos hombres que no encuentran bien la pintura ni los polvos? ¿Qué derecho tiene a exigírselo así?». Y agregó en voz alta, con cierta rabia:
—Barreremos toda esta porquería.
—Déjalo tranquilo.
Su enfado desapareció con la misma rapidez con que había empezado.
Escuchó con melancolía su voz, que se alzaba en defensa de Krogh, como si alguien a quien conociera íntimamente años atrás no le hubiese reconocido en la calle, como si este amigo hubiese pasado a un mundo distinto en el que ya no tenían recuerdos en común. La Kate que se quedaba junto a su cabecera mientras los demás iban a tomar el té, la que le despedía diciéndole: «Debes irte, o perderás el tren», la que había pedido dinero prestado para él, la que planeaba, la que decidía, estaba ahora muy lejos de esos recuerdos y en su lugar estaba Krogh.
Miró los trajes, las corbatas, el acero y el vidrio de la cama; y luego se dio cuenta por primera vez del reloj de platino y los valiosos pendientes que ella llevaba.
—Bien —dijo—, podrá arreglarse sin mí. Mañana me procuraré el billete de regreso.
—Tendrá que contratarte —afirmó Kate.
—¿Porque tú le quieres?
—No, porque yo te quiero.
—Querida, no he encontrado nunca a nadie como tú. No hay duda de que la sangre es algo más densa que el agua. ¡Cuánto me odiarías si no fuese tu hermano!
—Eso no es cierto.
—No tienes más que pensar un poco: los pisos baratos, los prestamistas, los empleos perdidos, los horribles amigos que llevaría a casa para que compartiesen mi pobre cena de arenques ahumados. No, no; no sabes lo que es el mundo, ni sabes lo que es querer cuando dices que me quieres.
Rompió a reír al ver cómo le escuchaba atentamente.
—Es simplemente afecto familiar.
—No; yo te quiero. Y volvería mañana a Londres contigo si no te diera trabajo.
—Yo no te dejaría. Te pelearías con las patronas. Y, ¿qué hay detrás de esta puerta? ¿Su despacho?
—No, ése es mi dormitorio.
Anthony hizo balancear la masa de trajes. ¡Dios mío! Ese traje rojo molesta a la vista. Y esas corbatas. ¿Cómo puede nadie llevar esas cosas?
—Si yo fuese un accionista, ya no volvería a confiar en un hombre así.
—Y de Erik… —dijo ella, con un enfado súbito, como una cerilla que se inflama entre los dedos—. ¿Esperas acaso que confíe en un hombre con una corbata engañosa, y que ha sido echado a la calle de más empleos de los que jamás podía contar?
—Alto ahí —interrumpió Anthony—. Alto ahí. —Se acercó a ella—. Si hubiese querido, hubiera hecho muchísimo dinero, usando tu sistema.
Ella inició una rápida bofetada con su mano crispada, pero él cogió al vuelo su muñeca con una presteza que le venía de una larga práctica, y pensó: «¿Cuántas veces ha pasado ya esto? ¿Cuántas veces, y con quién?».
—Tienes toda la razón —murmuró, soltando su mano—, existe Maud.
Admitía que se había equivocado, de acuerdo con la fórmula que siempre tenía a punto. —Estaba celoso de ese antipático. Debe quererte sin duda, Kate. Es la única explicación.
—Afecto familiar —comentó Kate.
Y él pasó por alto el inciso. La vida era demasiado corta para entretenerse en discusiones, y por ello ya estaba dedicando a su hermana toda su técnica en el arte de la reconciliación. Se olvidó de Krogh, incluso podría decirse que se olvidó de Kate, que para él, en aquel instante, era tan sólo una figura barroca: era Maud, Annette, la dependienta del bar Corona y Ancora, la americana que conoció a bordo del Ciudad de Negpur, la hija de su patrona en aquella aventura de la calle Edgware.
—Querida —dijo—, me gusta mucho el tono de tus labios. ¿Es una nueva creación, no?
Y al instante recordó que no los llevaba pintados; lo había dicho automáticamente; lo mismo podría haberse referido a su vestido o a su perfume.
Pero Kate contestó:
—Sí, sí. Es una creación nueva. Me alegro de que te guste.
—Kate, eres sorprendente.
Pero el sonido de una llave en la cerradura del recibidor le hizo perder su aire de confianza. Esto le ocurría siempre a su frescura, a su aire de chiquillo que sabe un par de cosas; vivía para el momento y nunca se hallaba preparado para la crisis súbita, el rostro desconocido o la nueva ocupación. Antes de seguir a Kate hasta el salón, miró a su alrededor como si buscase un escondite en la cama, el armario o la puerta.
Pero recobró su compostura en cuanto vio a Erik Krogh; incluso sus celos desaparecieron. El hombre era un infeliz extranjero, al fin y al cabo; llevaba un traje con un dibujo excesivamente llamativo, y su corbata no encajaba. Y en su aspecto físico nada había que pudiese rivalizar con Anthony. Era alto y hubo sin duda un tiempo en que poseyó buena figura, pero había adquirido ya una obesidad poco elegante; sin duda falta de ejercicio. Era uno de esos hombres que lucen más vistos en público que en privado. Anthony consideró asombroso, casi increíble, que ése fuese Erik Krogh, y de nuevo acudió a su mente la idea de todas las veces que había fracasado, de todas las veces que había perdido la ocasión del éxito: sólo se trataba de suerte. Allí estaba el ejemplo.
—Me alegro de que estés de vuelta, Kate —empezó Krogh, sin quitarse siquiera el sombrero.
Miraba a Anthony con recelo, y se veía que estaba demasiado cansado para ser cortés. El cansancio fluía de su persona como un ectoplasma visible en la penumbra. Ligeros ruidos llegaban por el pasillo y se filtraban a través de la puerta, ruidos de pasos, de las puertas de los ascensores, alguien tosía, y un pájaro marino graznaba al otro lado de la ventana.
—¿Dónde has estado, Erik?
Él cerró la puerta cuidadosamente, cortando así el hilillo de luz que entraba del pasillo.
—Hay un periodista espiando ahí fuera —explicó.
—¿Qué es lo que quiere?
—No lo sé —contestó, mientras buscaba un sitio en que dejar el sombrero.
—Éste es mi hermano. Ya recuerdas. Te cablegrafié algo…
Volvió a colocarse en la parte iluminada de la habitación, y Anthony pudo ver cómo sus cabellos se apartaban de las sienes, dando una falsa impresión de mucha más frente de la normal.
—Encantado de conocerle, Mr. Farrant; mañana hablaremos. Esta noche debe usted excusarme, porque hoy ha sido para mí un día agotador.
Y se quedó esperando que Anthony se fuese. Más que de rudeza, daba impresión de torpe desmaña.
—Bien, así me iré al hotel.
—Deseo que haya tenido usted un buen día.
—Bien, buenas noches.
—Buenas noches.
—¿Podrás entretenerte solo, Tony? —preguntó Kate.
—Oh, ya encontraré algo… quizá los Davidge.
Salió al pasillo y cerró la puerta con lentitud. Tenía curiosidad por saber cómo se saludarían una vez solos, pero todo lo que oyó decir a Krogh, al cabo de una pausa, fue:
—Laurin está enfermo.
A través de las paredes de vidrio del ascensor pudo ver bajo él el gran patio, espléndidamente iluminado, la cabeza calva del portero inclinada sobre el libro de visitas y dos hombres sentados uno a cada lado del vestíbulo, Indistinguibles hasta que pudo ver sus chalecos, sus piernas, sus zapatos, hasta que los tuvo frente a frente a través de la puerta del ascensor. Salió de éste y cerró la puerta, y cuando se volvió, ellos se habían puesto de pie y le miraban. Uno de ellos, joven, se adelantó hacia él y le dijo algo en sueco.
—Soy inglés —repuso Anthony—. No le entiendo.
Y por encima del hombro de su interlocutor pudo ver cómo aparecía una sonrisa en el rostro del otro. Este, pequeño, arrugado, de aspecto casi mísero, con una colilla de cigarro entre sus labios, se adelantó ofreciéndole la mano.
—De modo que es usted inglés, ¿no es eso suerte? Yo también lo soy.
Había algo en sus modales, algo desagradable que Anthony recordaba muy bien. Eran los modales de cierta profesión, inconfundibles, como aquella maleta de golf que guardaba las piezas principales de un aspirador de polvo.
—No quiero comprar nada —se apresuró a decir.
El sueco continuaba a su lado, con la cabeza inclinada, escuchando atentamente con la esperanza de entender algo.
—No, no, se equivoca usted —dijo el otro—. Mi nombre es Minty. Venga a tomar una taza de café. Yo no soy ningún extranjero aquí; puede preguntarle al portero o a Miss Farrant.
—Miss Farrant es mi hermana.
—Debiera haberlo imaginado. Tiene usted su mismo aire.
—No quiero tomar café. ¿Y quién es usted a fin de cuentas?
El hombre arrojó su colilla; estaba tan dura y apretada como un trozo de yeso, y dejó tras de sí unas cuantas chispas amarillentas. Aplastó con el tacón sus restos sobre el suelo de vidrio negro.
—Ah —dijo—, es usted desconfiado. Veo que no se fía de Minty. Pero de nadie más en Estocolmo podrá usted obtener tan estupendas historias a los precios que ofrezco.
—¡Oh! ¿Son ustedes periodistas, no? ¿Siempre le están siguiendo? ¿Un cigarrillo?
—Todo él es noticia —repuso el mísero hombrecillo, cogiendo dos pitillos—. Y si supiera usted cuán pocas noticias hay en este lugar, comprendería todo el esfuerzo que me veo obligado a hacer. Éste es Nils, que tiene el asunto resuelto, porque está en la dirección, pero yo no puedo permitirme el lujo de dejar escapar nada. —Tosió con una tos prolongada, saturada de hedor a tabaco—. Krogh lo es todo para mí; es la pensión, es el café, es los cigarrillos. Mi único temor es que muera antes que yo; un par de columnas para el funeral, las coronas, etc.; media columna de tributo a su memoria todos los días durante una semana, y después se acabó, y adiós a Minty.
—Bueno —dijo Anthony—, debo irme. ¿Viene usted conmigo?
—No me atrevo. Puede salir otra vez. Ha estado esta tarde en la Legación inglesa y salió temprano de allí, extraordinariamente temprano, y me cogió desprevenido. Yo me había ido al otro lado del puente, y ya no puedo perderle por segunda vez en el mismo día.
—No volverá a salir porque está rendido.
—¿Rendido? Quisiera saber la razón.
—¿Acaso porque Laurin está enfermo?
—Oh, no. No sería por eso, Laurin no tiene importancia; nadie se preocupa de él. ¿No dijo nada sobre una huelga? Hay algunos rumores…
—Estaba demasiado cansado —dijo Anthony— para discutir nada conmigo. No obstante, le veré mañana.
—Quizá podríamos —sugirió Minty—… ¿tiene usted una cerilla…?, llegar a un acuerdo. Me interesan bastante las pequeñas historias íntimas. ¿Qué es usted realmente? ¿Es nuevo aquí, sin duda?
Fumaba mientras iba hablando, sin quitarse el cigarrillo de la boca; su rostro se veía gris entre las bocanadas de humo que de vez en cuando quemaban sus ojos.
—Sí, acabo de llegar, voy a tener un puesto de confianza.
—Estupendo, trabajaremos juntos. Dé un cigarrillo a Nils; es un buen muchacho. —Se puso a buscar algo por los bolsillos de su estropeado traje—. Bien veo que me he venido sin tarjetas, pero escribiré mi dirección en este sobre. —Mientras sacaba un trozo de lápiz fijó su vista en la corbata de Anthony con súbito interés, como una chispa en medio de impenetrable negrura—. Veo que ha estudiado usted en aquellos viejos sitios. ¿Qué días aquellos, eh? Pero sin duda Henriquez es de los tiempos anteriores a usted, lo mismo que Patterson. No podrá usted recordar al viejo Tester. Me hubiera gustado quedarme con ellos. ¿A qué sección pertenecía usted?
—¡Oh! —exclamó Anthony—. El encargado debe ser posterior a los que usted conoce. Le llamábamos… Stedger. —Y añadió—: Pero no esperará usted aquí toda la noche, ¿verdad, Minty?
—Me iré a medianoche. A casita y a la botella de agua caliente. ¿Ha vuelto usted por allí últimamente, Mr. Farrant?
—¿Volver? ¡Ah! Se refiere usted a Harrow. No, hace mucho tiempo que no. ¿Y usted?
—No he vuelto desde los años de Matusalén. —Sus ojos estaban nublados por el humo del cigarrillo, y se veían sanguinolentos y llenos de lágrimas—. Pero siempre mantengo contacto. De vez en cuando organizo una comida. Cuento con el ministro, que es de Harrow, y además poeta.
—Se ven ustedes a menudo, entonces.
—Sí; pero intenta no reconocer a Minty.
—Estoy cansado —interrumpió Anthony—. Debo irme. Espero volverle a ver de nuevo.
Le alargó la mano y vio cómo Minty se daba cuenta de los remiendos en los puños de su camisa.
—Tratándose de una historia interesante —dijo Minty—, debiera pagarle por adelantado, pero de todos modos tendrá que concederme la exclusiva. Va usted a tener mucha gente a su alrededor pidiéndosela, en cuanto ingrese en Casa Krogh. Pero no les haga caso; son un montón de extranjeros detestables. He vivido aquí veinte años y sé lo que me digo. Además, creo que los de Harrow debemos ayudarnos mutuamente.
Se volvió con rapidez al oír que desde un piso superior alguien reclamaba el ascensor, y se quedó mirando cómo la celda de cristal ascendía. El joven sueco permanecía de pie a su lado mirando lo que él miraba, volviéndose adonde él se volvía, con la devoción de un paje del período isabelino que ha seguido a su monarca a la pobreza y al destierro.
Anthony los dejó, y atravesando las puertas del edificio se encontró en la calle Visby. El lago Mälar acariciaba dulcemente los últimos escalones de piedra, y la amura de un vaporcito rebasaba un poco el nivel de la calle. La luz de un farol alcanzaba a iluminar el agua ondulante junto a la piedra. En el puente, dos marineros jugaban a las cartas.
«Cartas —pensó Anthony—, me gustaría jugar a las cartas». Hizo sonar las escasas monedas que guardaba en el bolsillo y se puso a observar, intentando dilucidar a qué jugaban. El barco rozaba el borde de la calle, y un gato negro se paseaba por cubierta, afilándose las uñas en las junturas de las tablas. Podía oír los tranvías que pasaban junto al Ayuntamiento, y mientras contemplaba a los jugadores, uno de éstos le miró y le sonrió. Se subió el cuello de la chaqueta y echó a andar hacia un hotel. «Este lugar —iba pensando— es tan bueno como otro cualquiera; por lo menos, es mejor que Shanghai, y creo que entendiéndome con Minty podré ganar lo suficiente para mantenerme durante una temporada». «De momento, permaneceré aquí una semana, aun cuando Krogh no me contrate», se dijo, al llegar a su alojamiento, y abriendo la ventana, se inclinó hacia fuera en el aire frío y húmedo de la noche. Viendo una gaviota que planeaba con sus largas alas extendidas, a través de la estrecha calle, pensó de pronto en el martes, y en la necesidad imperiosa de pedir dinero a Minty, a Kate o a Krogh. «¿Qué haré con ella? Ah, sí, le regalaré el tigre. Se creyó todo lo que le dije en Gothenburg. Será necesario que busque un parque o un lugar barato de diversión. Se llama… se llama… Davidge, y viene de Coventry, me dijo».
La gaviota plegó sus alas y fue a posarse en el depósito de basura del hotel.
«Bien; Kate no quiere el tigre, y además el jarrón está roto».
«Kate y Krogh —pensó—, y yo y Maud». Cerró los ojos un momento, y cuando volvió a abrirlos, la gaviota se había ido. «Estábamos en la era y me dijo: Vuelve. Tenía razón, porque hacía dos años que era el alumno más aventajado».
«Y cuando estaba junto a mi cama, yo era feliz, aunque corría el peligro de perder el ojo». «Y el día de la despedida estaba yo tan excitado que al volverme a coger las maletas me arañé con un clavo y no sentí nada. En cambio, cuando estaba en Aden, le envié tan sólo una postal».
«Nunca más volvimos a estar juntos; ella, que sabía descubrir cuándo algo me atormentaba; yo, que adivinaba siempre sus preocupaciones. Dicen que eso es lo malo de ser hermanos gemelos, pero yo opino, por el contrario, que éramos felices conociéndonos tan a fondo. Esta es ahora la maldición, el desconocernos».
«Y ahora Krogh está con ella».
Empezó a desempaquetar sus cosas con rapidez. Todo cuanto iba sacando de la maleta que ella le había comprado en Gothenburg, le confirmaba en su idea de que hay cosas inevitables, de que muchas ilusiones han de considerarse perdidas en el pasado y de que la vida hay que tomarla como presente, con éxito o con fracaso. La arrugada fotografía de Annette que arrancó de su marco, las corbatas que se había guardado en los bolsillos al abandonar el piso, sus nuevos pantalones, sus nuevos chalecos, sus nuevos calcetines. «Los cuatro hombres juntos» de la edición Tauchnitz, su pijama azul, y un número de «Humor en el Cine». Volvió sus bolsillos: un lápiz, una estilográfica de media corona, un estuche de naipes, vacío; un paquete de cigarrillos de Rezcke; y como último efecto de sus bienes, el traje que llevaba puesto.
Había comprado un molde para planchar corbatas, y con cuidado lo introdujo en su corbata de Harrow; las demás podían esperar turno. Colgó su chaqueta en una silla, extendió los pantalones debajo del colchón y se tendió en la cama sin quitarse la camisa; estaba cansado, había pasado por la terrible prueba de las caras nuevas y se hallaba ahora en el momento de estudiar qué era lo que le convenía. Había yacido en una cama desconocida muchas más veces de las imaginables; pero nunca había quedado tan cansado de tanto pensar y levantar castillos en el aire, como ahora, con tan escaso resultado.
«Debo ir a medias con Minty hasta que consiga un buen empleo». Cerró los ojos y de súbito, sin previo aviso, surgió en su cerebro aquella claridad que le permitía adivinar los pensamientos de Kate. Era como si en la «tierra de nadie» que les separaba, a través de los pueblos hostiles y más allá de todas las intrigas, se hubiese arrastrado un abnegado escucha, y llegando a la frontera, hubiese empalmado los dos cables, restableciendo la comunicación entre ambos. Ahora ella le decía que todo iría bien, que estaba organizando algo y, sobre todo, que seguía queriéndole.
«Pero esto último —pensó él—, esto último sólo ocurre conmigo y Maud, contigo y Krogh». «Este es mi dormitorio», había dicho ella al señalar él una puerta, y poco después había intentado abofetearle.
Anthony saltó de la cama y continuó desnudándose. Pero la habitación era fría y apenas tenía muebles. Cerró la ventana, arrancó la policroma portada de «Humor en el Cine» y la pegó en la pared con un trozo de jabón: una muchacha, de piernas esbeltas, sentada en un columpio, vestida con un bañador verde. Arrancó asimismo una fotografía de Claudette Colbert en el baño romano y la colgó de una percha. Con un poco más de jabón puso sobre su cabecera dos mujeres desnudas jugando al póker.
«Bueno —pensó—, esto ya es un poco más confortable», y se quedó en el centro del cuarto pensando qué haría para conseguir que aquello pareciese un verdadero hogar, mientras escuchaba los gemidos extraños que al otro lado de la pared hacían las tuberías de la calefacción.
* * *
Estoy despierta y Erik duerme apoyando su mano, tan fría en mi costado.
Todo calla. Sólo me dijo: «Laurin está enfermo», pero sé que no es eso lo que le preocupa. ¡Estaba tan cansado! Nunca lo ha estado tanto, ni su mano tan fría. Ahora Anthony debe dormir… con aquella cicatriz bajo el ojo, que le hizo el cuchillo al resbalar en la piel de conejo; ¡cómo gritaba!
Me desperté a medianoche sintiéndole a cinco millas de mí, y sabiendo que se hallaba en un apuro. Papá estaba enfermo, ese día tenía un extenso examen de francés de verbos irregulares y dos veces la profesora salió conmigo a los lavabos, yo le hablé y ella me dijo:
—No puede usted hablar hasta que haya finalizado su ejercicio.
Erik me ha dicho: «La huelga está resuelta. Lo he solucionado tan bien como podría haberlo hecho Laurin. Le expliqué un chiste, le pregunté por su familia, le di un cigarro. Y le he ofrecido la garantía de que los sueldos en América no bajarán más. Pero se lo he dicho de palabra». Estaba cansadísimo.
Continúo despierta, sintiendo su mano tan fría y todo en silencio.
Me ha preguntado qué es capaz de hacer mi hermano… Tarjetas postales desde Aden, aspiradores de polvo, las camareras del bar, era lo que rodaba por mi mente, pero le he dicho que siempre ha estado fuerte en Aritmética. Y me ha contestado que no podía hacer nada por él. Le he explicado cómo vació las barracas del tiro al blanco en Gothenburg aquella noche. Nunca creí que esto le llamara la atención a Erik. «Le daré trabajo», me ha dicho.
Trabajo; como el de la polvorienta oficina de Leather Lane. En la que él se sentaba en una única silla de la habitación con los guantes puestos, mientras Hammond le ponía dificultad tras dificultad, con los lentes que resbalaban de su nariz puntiaguda, en su cara ratonil, mientras se escuchaba su voz de falsete. Aquel negocio se liquidó, y quedó en manos de los acreedores.
Cuando dejé Inglaterra, me dijo mi padre que desearía verme junto a Anthony. Me dijo también que debería ir con cuidado por el mundo, donde siempre hay tentaciones. Pero él nunca había sido tentado, y no sabía lo que la palabra significaba. Eran sus últimos días, en aquel ambiente que olía a medicinas, con la enfermera a la puerta de su cuarto. En la librería de caoba tenía la colección completa del «Punch», encuadernada en tela azul; su tío había conocido a De Maurier y él explicaba siempre el efecto que «Trilby» había hecho al público. Una vez me dijo: «No me gusta Miss Mollison. Una muchacha no debe dejarse ver en compañía de un jefe de oficina». Ésas eran sus normas morales: No muestres tus sentimientos. No ames inmoderadamente. Sé casta, prudente, paga tus deudas. No compres a crédito. Cuando tratamos de la inscripción para su última morada, pensé que devotos, devotos hijos era demasiado fuerte. Pero Anthony opuso que devotos era cuatro letras más barato, y resultaba igual que lo que yo sugerí para sustituirlo.
En cambio, el su amante esposo sobre la tumba de mamá, indicaba que él no se había preocupado por seis letras en favor de la economía.
Leía a Shakespeare, Scott y Dickens y estuvo haciendo crucigramas toda su vida. Muy inglés. Era un hombre de honor, y su mano estaba siempre tan caliente como la mía. ¿Por qué no podía estar yo de acuerdo con sus aferradas opiniones?
Había dos razones. Quería precisar y recordar claramente, porque es en las horas muertas de la noche cuando los sepulcros dejaban escapar a los difuntos.
No le interesaba «La novia de Lammermoor», objetando que era exagerada, y en realidad la obra de un enfermo. Y estaba seguro de que «Troilo y Cresida» no era de Shakespeare, porque Shakespeare no era un cínico. Tenía una profunda confianza en la bondad de la naturaleza humana. Sé casta, prudente, paga tus deudas y no ames inmoderadamente.
Había dos razones, Anthony aprendió (las palizas en su cuarto, las lágrimas ante la puerta de la escuela) a guardar silencio cuando se le exigía; Anthony aprendió (la paliza en el despacho cuando trajo a casa aquel libro obsceno) a respetar a las hermanas de los demás. Y Anthony en Aden, en Shanghai. Anthony cada vez más lejos de mí; él quería a Anthony, pero él arruinó su vida, y, a su vez, estuvo atormentado por Anthony hasta el fin.
Estoy sumida en la oscuridad. Erik duerme, con su mano fría en mi costado. Todo calla; sólo el Strand (un poco de agua y una calle entre nosotros) parece estar más oscuro que nunca.
No puedo comprender por qué piensa darle trabajo. Quisiera despertarlo y preguntárselo, pero ¡está tan cansado!, además, se creería que le necesito. Sólo una vez le he necesitado: aquel día que vino a comer un embajador, y yo me emborraché. El primer secretario me tiraba del vestido mientras ellos hablaban de negocios en la otra estancia. Yo decía: «¿Para qué? ¿Qué podemos hacer? ¿No ve usted que van a entrar de un momento a otro? Tenga, más coñac…». Era tan alto como Anthony, y con la cicatriz de un duelo bajo el ojo derecho (visto en el espejo del comedor era bajo el izquierdo), me enseñó frases en su lengua y nos estuvimos riendo. Mientras los otros hablaban y hablaban en el cuarto inmediato, le pregunté si sabía degollar conejos, y creyó que estaba loca.
Aquella noche necesitaba a Erik, a Erik que decía incesantemente «van a aprobar el empréstito, van a aprobar el empréstito», y no podía dormir. Tampoco yo, y pronto ambos estuvimos igualmente cansados, a causa de la cicatriz del uno y del empréstito del otro. Aquella noche…
Cuando papá agonizaba, Anthony estaba en las proximidades de Marsella, y yo miraba la luz eléctrica encendida hasta las siete de la mañana, debilitada por una espesa pantalla para no molestar al enfermo. La enfermera leía, las teteras hervían, los paños esterilizados estaban preparados en un pote, cubiertos con gasa. Era el año que pasé en el hospital poniendo siempre el yodo donde debiera poner la vaselina.
El jarrón azul se rompió y Anthony dijo que aún nos quedaba el tigre. «Le daré trabajo», ha dicho Erik, y ahora apoya su mano en mi costado y sus pies tocan los míos.
En todas partes miraban las mujeres a mi hermano; cuando se volvía, cuando sonreía. En Gothenburg los ojos de aquella muchacha no se apartaban de él, aquella cara mal pintada, con una inocencia y una confianza que piden ser traicionadas. Olvidamos a los que amamos, y siempre recordamos a quienes traicionamos. Me ha dicho: «Le daré el tigre».
El día de mi decimosexto cumpleaños me llevó al teatro. Yo miraba el reloj, y cuando marcó las 6.43 exclamé: «Es mi cumpleaños». Un cómico salió a las tablas con un cordero dibujado en los pantalones.
Es como los recuerdos de una anciana pareja que ha compartido los primeros secretos, los primeros engaños, las primeras bebidas. Íbamos a beber bitter. El no podía beber cerveza, pero yo, aguantando la respiración, conseguí acostumbrarme al jerez. Después nos íbamos a comer manzanas a Mornington Crescent para que no se nos notase el olor de la boca.
Siempre engañando a papá. Y luego, sus devotos hijos.
El año que yo hacía mis prácticas en el hospital vino Anthony a verme e intentó convencer a la encargada de que le comprase un aspirador. Abandoné el hospital, las mesas desinfectadas con éter, los algodones, la gasa, las luces con pantalla, para irme con Anthony, que silbaba una nueva melodía. Yo tenía quince chelines, y él tenía cinco. Nos fuimos al cine, luego al club de la calle de Gerard, a beber la última copa, ya que él no me dejó beber ninguna otra, porque decía que las muchachas como Dios manda, no beben. Cuando se fue al extranjero yo me fui a Leather Lane, a trabajar en contabilidad y taquigrafía, junto al ratonil Hammond. Desde aquel momento, podría decir a mis biógrafos, ya no me preocupé más de lo que dejaba tras de mí. Todos los esfuerzos que empecé a hacer conducían hacia nuestro encuentro.
El mercado no presenta variaciones. La primitiva firmeza se mantiene, la proporción es más alta, hay más interés, se sube, se sube…
Ahora debe dormir. Anthony, no te preocupes, nuestro futuro se mantiene firme. Subimos, subimos. No tengas miedo, no dudes. No hay motivo, duerme. Vamos subiendo, vamos subiendo. Dios, que hizo el cordero, hizo a Whitaker, hizo a Loewenstein. «Pero usted es afortunada —dijo Hammond aquel día en Leather Lane—, porque Krogh es una casa segura. Allí donde haya gente siempre se comprarán productos Krogh». El mercado se mantiene. El Strand, el agua y una calle entre nosotros. Dormir, dormir, dormir. Hemos cerrado a buen precio, y subimos, subimos.