Parte 1
Probablemente estaba esperando a su amado. Durante media hora había estado sentada en el mismo taburete, algo apartada del mostrador, observando la puerta giratoria. Ante ella se apilaban los sándwiches de jamón bajo una campana de vidrio, las teteras humeaban alegremente. Cada vez que la puerta giraba penetraba el humo de las locomotoras, dejando sabor de cobre en la lengua.
—Otro gin.
Era ya el tercero. «Tengo hambre», pensó, ingiriéndolo de un trago. Se veía que estaba acostumbrada a beber.
Un hombre con sombrero hongo ponía sus pies en la barra metálica del mostrador, y apoyado de codos en éste, bebía su bitter, charlaba, volvía a beber, se atusaba el bigote, y seguía charlando, sin quitarle la vista de encima.
Ella miraba más allá de la sucia puerta, hacia la oscuridad llena de ruidos.
En el aire denso saltaban y desaparecían chispas; chispas de las locomotoras, chispas de los cigarrillos, chispas de las ruedas de las vagonetas de equipajes traqueteando sobre el empedrado. Una mujer vieja y cansada empujó la puerta y miró hacia dentro: buscaba a alguien que no estaba allí.
Se bajó de su taburete; la observaba el hombre del sombrero hongo. Las camareras dejaron de secar vasos un momento y la miraron. Las miradas de ellas golpeaban contra su espalda: ¿Lo dejará plantado? ¿Cómo será él? Se detuvo en la puerta y les dejó pensar: le divertía el profundo silencio de los que la observaban. Miró los raíles azulados, las luces del andén y del quiosco de revistas, y luego se volvió a su asiento, dándose cuenta de los pensamientos que flotaban en el ambiente humeante alrededor de las teteras, mientras el hombre del sombrero hongo bebía su bitter.
—Otro gin.
Pero dejó su vaso sobre el mostrador después de haberlo tocado apenas con los labios, y empezó a rememorar precipitadamente, como si fuera un deber que hubiera descuidado. Ahora, con el convencimiento de que él no vendría, tenía una hora solitaria para recordar todo lo que había olvidado: boca, nariz, mejillas, cejas.
—¡Condenado muchacho! —exclamó, sin importarle el verse rodeada de nuevo por la curiosidad, ajena e indiferente.
Era como si hubiese roto un espejo: se sentía infeliz, ineficiente, la confianza en sí misma había desaparecido. Y empezó a pensar si reconocería a su hermano si, a pesar de todo, viniese.
Pero lo reconoció al instante, por la pequeña cicatriz bajo el ojo izquierdo, por el rostro redondeando que parecía haber perdido poco antes su frescura, como un rostro de chiquillo curtido, y por la bonhomie que no engañaría ni a un extraño.
—Kate. —Estaba contrito—. Siento mucho llegar tarde. No es culpa mía. El caso es… —Y en seguida se preparó a no ser creído.
Y, por qué razón, pensó ella mientras lo besaba y tocaba su espalda para convencerse de que estaba allí, de que realmente había venido, de que estaban juntos; por qué razón ha de creerlo nadie, cuando no puede abrir la boca si no es para mentir.
—¿Una copita de ginebra?
Le miró mientras se la bebía con lentitud, y su mente recordó inconscientemente la pasada ansiedad.
—No has cambiado.
—Tú, sí —dijo él—. Estás más bonita que nunca.
«Y tú, atrayente —pensó ella—, atrayente como siempre».
—La prosperidad te sienta bien.
Ella lo examinó más detenidamente, buscando en su traje alguna prueba de años menos prósperos. Pero él siempre había vestido bien. Alto, fornido, esbelto y un poco curtido, con la cicatriz bajo el párpado inferior, era blanco de las miradas de las camareras.
—Un bitter, por favor.
Una camarera se precipitó a servirle, y Kate pudo ver en los ojos de él la complacencia.
—¿Dónde vamos a comer? ¿Dónde está tu equipaje?
Él se volvió del mostrador con cautela, arreglándose la corbata escolar con una mano.
—El caso… es —empezó.
—… que no vas a venir conmigo —acabó ella, con certeza desesperanzada. Y se quedó meditando en las profundidades de su desilusión.
—¿Cómo lo has sabido?
—Oh, yo siempre lo sé.
Y era verdad; siempre lo sabía; ella le aventajaba sólo en media hora de edad, y, sin embargo (a veces lo pensaba ligeramente avergonzada), le aventajaba en la posesión de cualidades más masculinas: dignidad, eficiencia, dejándole a él lo que serviría mejor a muchas mujeres, el encanto personal.
—¿No van a encargarte el asunto de Estocolmo, entonces?
Él le sonrió; apoyó ambas manos (sus guantes necesitaban un lavado) en el puño de su paraguas, se inclinó sobre el mostrador y le sonrió. Felicítame, parecía decir, y sus ojos alegres y amistosos le hicieron el efecto de los faros de un automóvil de segunda mano al que han pintado y lavado cuidadosamente para impresionar. Habría podido convencer a cualquiera que no fuese ella, de que por fin había tomado una decisión acertada.
—He dimitido.
Pero ella había oído el mismo fatal cuento demasiadas veces; había sido la cantinela anual en los oídos de su padre, que tanto había contribuido a acelerar su muerte. Había llegado a no poder contestar sin nerviosismo una llamada telefónica. «He dimitido», como si ello fuera motivo para una felicitación. Y más tarde los cablegramas de Oriente con mano trémula. «He dimitido» desde Shanghai. «He dimitido» desde Bangkok. «He dimitido» desde Aden. Acercándose cada vez más. Su padre había creído casi hasta el final en la verdad de tal expresión, firmada grandilocuentemente con todo un Anthony Farrant. Pero Kate sabía demasiado; para ella aquellos mensajes decían desmoralizadoramente: «Despedido». «Estoy despedido».
—Salgamos —dijo.
Hubiera sido feo humillarle delante de las camareras. De nuevo apareció el profundo silencio lleno de atención, los ojos que les veían ir. En el extremo lejano del andén, empezó ella a interrogarle.
—¿Cuánto dinero conservas?
—Ni un cuarto.
—Pero seguramente te habrán pagado una semana.
—En realidad —dijo él, intentando una «pose» sobre un fondo de metal gris y una luz verde de aviso al expreso de la Costa Oriental—, lo dejé en seguida. Realmente, era una cuestión de honor. No podrías comprenderlo.
—Quizá no.
—Además, mi patrona me mantendrá hasta que vuelva a tener dinero.
—¿Y cuánto tardará eso?
—Oh, en una semana ya encontraré alguna cosa.
Su valor hubiera sido admirable de estar más justificado. El dinero nunca le faltaría; y en esto no se equivocaba: en cierta ocasión, un individuo que le había conocido en la escuela, le vio en la calle, se fijó en su corbata, le paró y le dio trabajo; estuvo vendiendo aspiradores de polvo a sus conocidos; era completamente capaz de vender en el Strand un ladrillo de oro a un australiano, y cuando no, siempre existía su padre.
—Tú olvidas algo. Papá ha muerto.
—¿Qué quieres decir? Mi intención no es la de sablear a nadie.
Él creía sinceramente que nunca había sableado. Había recibido en préstamo, eso sí; las deudas para con sus parientes debían alcanzar ya alrededor de las mil libras, pero eran deudas y no limosnas; deudas que algún día, si sus proyectos tenían éxito, serían pagadas. Mientras Kate esperaba que el expreso pasara y protegía su cara del humo, recordaba algunos de sus proyectos; su plan de comprar viejas novelas y venderlas en provincias, su gran idea de una agencia para repartir paquetes de Navidad, a dos peniques el envío, y el calentador de mano patentado (un carbón encendido en el interior del puño del paraguas). Siempre habían parecido factibles cuando él las describía; no tenían fallo, excepto una pequeña dificultad. «Sólo necesito capital», explicaba con un entusiasmo nunca desmentido, a pesar de saber que nadie le confiaría nunca más de cinco libras. Entonces veíase obligado a emprender el negocio por sí solo, sin capital; visitas extrañas aparecían los sábados, hombres mayores que él, con la misma corbata de su escuela, el mismo aire de vigor entusiasta, pero todos en la misma situación económica.
Y entonces el negocio se venía abajo, y con sorpresa observaba que no había perdido más dinero del que le habían prestado. «Si hubiese tenido suficiente capital», explicaba, pero ni convencía ni tampoco pagaba a nadie. Había aumentado sus deudas, pero no había «sableado» a nadie.
«Su cara —pensó ella— es asombrosamente joven para treinta y tres años; un poco demacrada, pero sólo como si hubiese resistido un día invernal; por otra parte, no es mucho más madura que la de un estudiante». Y un estudiante es lo que parecía, como si acabase de jugar un agotador partido de fútbol. Su aspecto irritaba a Kate, porque un hombre —pensaba— debe desarrollarse y crecer; pero antes de que pudiese hablar y decir lo que pensaba, surgió en ella la ternura natural hacia la absurda inocencia de él, que estaba perdido y sin esperanzas en el mundo de los negocios, que ella conocía tan bien, donde se hallaba como en su propia casa; él tenía sólo una astucia de chiquillo, en un mundo de hombres astutos; y aunque no era honrado, todavía lo era demasiado.
Ella, después de haber compartido sus secretos durante más de treinta años y de haberse estremecido con sus mismos temores, tenía clara idea de sus incalculables reservas. Pero había cosas que él nunca lograría hacer, y esto —se dijo a sí misma— era la gran diferencia entre ellos.
—Escucha —dijo—, no puedo dejarte aquí sin dinero, ven conmigo: Erik te dará trabajo.
—Pero si no conozco el idioma, y además —se inclinó hacia adelante apoyado en el paraguas, sonriendo con la tranquilidad de quien tiene mil libras depositadas en el Banco— no me gustan los extranjeros.
—Querido —dijo ella, irritada—, desconoces el asunto. En un negocio como el de Krogh no hay extranjeros; somos internacionales, no tenemos patria. No es como una polvorienta oficina de la City que ha pertenecido a una misma familia durante doscientos años.
A veces él parecía descubrir y captar directamente la verdadera intención de sus frases.
—Pero, querida —protestó—, quizá ése es el ambiente a que pertenezco. Triste, anticuado, como yo —observó con sonrisa forzada—. Y además no puedo presentar referencias.
—¿No decías que habías dimitido?
—Bueno, exactamente no ha sido así.
—Ya lo suponía.
Retrocedieron un poco para dejar pasar una carretilla eléctrica.
—Tengo mucho apetito. ¿Puedes dejarme cinco chelines?
—Tú vienes conmigo —replicó ella—. Erik te dará trabajo. ¿Has traído tu pasaporte?
—Está en mi escondrijo.
—Lo buscaremos.
Las luces de un tren que entraba en la estación iluminaron su cara, y ella pudo contemplar con franca ternura su vacilación y su temor. Estaba convencida de que si no hubiese estado realmente hambriento y sin un céntimo, habría rehusado. Porque no se equivocaba al decir que era triste y anticuado: la pátina de Londres se veía en sus ojos, se hallaba como en su casa en los hoteles de una noche, en un ambiente de humo y niebla, en los veladores frente a los jarros de cerveza, en las oficinas instaladas en sótanos, entre el fárrago de negocios transitorios.
Ella pensó: «Si no hubiese encontrado a Erik, a estas horas sería triste y anticuada como él».
—Busquemos un taxi —dijo.
A través de la ventanilla del taxi fue él observando las tiendas de bicicletas de Euston Road; un otoño brillaba en los niquelados de las bicicletas expuestas, y se transformaba en invierno cuando estas luces se iban apagando, y las bicicletas iban siendo retiradas al llegar la noche. Otoño estaba en las hojas llevadas por el viento, desde Dios sabe dónde, hasta el pavimento de Warren Street; en el reflejo de los faroles sobre el asfalto húmedo; en el brillo del oporto en los vasos que las viejas llevaban a sus labios sobre el mostrador del Ladie’s Bar.
—Londres —dijo—, no hay nada como esto —y apoyando su rostro en el cristal, le espetó—: Que se vaya todo al diablo, Kate, no quiero ir.
Había usado una frase que le dio a conocer la magnitud de su emoción: «Que se vaya todo al diablo, Kate».
Recordaba una era, la luna asomando por encima de la valla, y su hermano con el gorro de colegial entre sus manos. Tenían tantos recuerdos en común como una pareja que celebrase su trigésimo aniversario. «Tienes que volver», recordaba que le había dicho, y le vio alejarse, antes de dirigirse ella misma a su escuela, para soportar a la maestra, las largas horas de clase y los ejercicios.
—Tienes que venir.
—Desde luego, tienes razón —repuso Anthony—, como siempre. Me acuerdo ahora de cuando nos encontramos en la era. ¿Te acuerdas?, a medio camino entre nuestras escuelas, serían las dos de la tarde y me obligaste a volver.
—¿No tenía razón? —le preguntó ella, sorprendida de que hubiera tenido el mismo recuerdo.
—¡Oh, sí! Por supuesto que la tenías.
Y dirigió hacia ella una mirada tan distraída que le hizo pensar si en realidad había oído su pregunta. Era una mirada tan inexpresiva como las últimas páginas de un libro, vueltas apresuradamente para ocultar algo demasiado trágico o demasiado inquietante.
—He aquí —dijo— mi humilde vivienda. Bienvenida seas.
Ella se sorprendió de su jovialidad mecánica, que no era natural ni hospitalaria, sino únicamente una lección aprendida en la escuela de la vida.
Cuando la patrona les sonrió y dijo en sibilante susurro que no serían molestados, empezó a darse cuenta de lo que la vida había hecho con él desde que lo vio por última vez.
—¿Tienes un chelín para el contador?
—No vale la pena —repuso ella—. No vamos a quedarnos aquí. ¿Dónde están tus maletas?
—Si he de decirte la verdad, las vendí ayer.
—No importa. Compraremos algo en el camino a la estación.
—Las tiendas están cerradas.
—Entonces tendrás que dormir con lo puesto. ¿Dónde está tu pasaporte?
—En algún cajón. No tardaré en encontrarlo. Siéntate en la cama, Kate.
Cuando se sentaba, pudo ver sobre la mesa un sencillo marco con una fotografía. «Con amor, de Annette».
—¿Quién es ella, Tony?
—¿Annette? Una chiquilla deliciosa. Creo que me la llevaré conmigo.
Y empezó a deshacer la parte posterior del portarretratos.
—Déjala aquí, encontrarás muchas como ella en Estocolmo.
Pero él estaba contemplando la carita esmaltada.
—Es encantadora, Kate.
—¿Es suyo este perfume de la almohada?
—Oh, no. No puede ser suyo, pues hace mucho tiempo que no ha estado aquí. No he tenido dinero, y ella tenía que vivir. Dios sabe dónde estará ahora. Me dejó su dirección, y la estuve buscando ayer.
—¿Después de haber vendido las maletas?
—Sí, pero ya sabes que cuando una muchacha así se pierde de vista, ya no la vuelves a ver más. Cuando has conocido tan a fondo a una muchacha y os habéis querido mutuamente, es muy triste que al cabo de un mes no sepas dónde está, ni siquiera si está viva o muerta.
—Entonces el perfume, ¿es de otra?
—Sí. De esa otra.
—¿Es vieja, verdad?
—Ha pasado de los cuarenta.
—Mucho dinero, supongo.
—Oh, es bastante rica —dijo Anthony. Cogió la segunda fotografía y rió con aire divertido—. Somos dos buenas piezas, ¿no?, tú y Krogh, yo y Maud.
Ella no contestó, viéndole buscar el pasaporte y pensando en lo liberal que se había vuelto desde que lo vio por última vez. Recordó las camareras en el bar y el silencio que les había rodeado mientras hablaban. Parecíale raro que tuviese necesidad de pagar por una mujer. Pero cuando se volvió hacia ella, su sonrisa lo explicaba todo; la llevaba como un leproso lleva su campanilla; era un constante aviso de que no debían creer lo que dijera.
—Bueno, aquí está. Pero ¿me darán trabajo? No soy tan valioso.
—No tienes necesidad de decirme —dijo ella con profunda tristeza— cómo eres.
—Kate, parecerá tonto, pero estoy un poco asustado. —Arrojó el pasaporte sobre la cama y se sentó—. No deseo ver caras nuevas, ya he visto bastantes. —Y ella pudo verlas agrupadas en sus ojos: hombres de club, hombres de los transatlánticos, hombres que montaban jacas de polo, hombres tras puertas de cristales—. Kate —dijo—, ¿no quieres dejarme escapar?
—Claro que no —contestó.
No podía. Le era imposible desprenderse de él. Era algo más que un hermano: era el fantasma que la avisaba, la visión de todo aquello de lo que ella había logrado escapar, toda la experiencia que había echado de menos, era dolor, pues ella sólo lo había conocido por su causa y por la misma razón era miedo, desesperación, desgracia. Lo era todo menos el éxito.
—Si pudieses quedarte aquí conmigo.
«Aquí» representaba las dos esferas gemelas del contador de gas, la sucia ventana, el piso tanto tiempo abandonado, las llamas de papel en la chimenea vacía. «Aquí» significaba la almohada perfumada, las fotografías familiares, las maletas vendidas, los bolsillos vacíos. El hogar.
—No puedo abandonar a Krogh —dijo ella.
—Puede darte un trabajo en Londres.
—No, no me lo daría. Me necesita allá.
Y «allá» representaba los cristales limpios, la moderna decoración, los suelos alfombrados, los dictáfonos, los elegantes ceniceros, y Erik, en su despacho silencioso, escuchando noticias de Varsovia, Amsterdam, París, Berlín.
—Bueno, iremos. Suya es la fuerza, ¿no?
—En efecto. Suya es.
—Y, ¿habrá migajas para nosotros?
—Sí, naturalmente.
Él rió. Ya se había olvidado de las caras nuevas que tanto le habían aterrado. Se encasquetó el sombrero y mirándose en el espejo se arregló el pañuelo en el bolsillo del pecho.
—Vaya un par que estamos hechos.
Ella hubiera cantado de alegría cuando la ayudó a levantarse, porque volvían a estar unidos, si no se hubiese sentido desanimada a la vista de su fingida animación, su inocencia depravada, mal disimulada con la vieja corbata escolar.
—¿Qué corbata es ésa? —preguntó—. No será…
—No, no —repuso, diciéndole la verdad tan inesperadamente, que la hizo víctima del encanto que tanto le molestaba—. Yo mismo me he ascendido. Es de Harrow.
* * *
Me pidieron que tomase otro whisky. Todos querían oírme relatar lo que había visto. Semanas antes apenas me habían dirigido la palabra, diciendo que ya tenía bastante suerte de no ser expulsado del club por haberme atribuido una jerarquía militar que no disfrutaba. El sol reverberaba en el pavimento del exterior, y un mendigo se acurrucaba en un trozo sombreado, frotando sus manos; aún hoy no encuentro una explicación al hecho de que se frotase las manos. Los capitanes me trajeron una copa y los comandantes acercaron sus sillas, mientras los coroneles me decían que me tomase tiempo. Generales no había ninguno por allí; probablemente dormían en sus habitaciones, pues era aproximadamente mediodía. Habían olvidado que no era realmente capitán, y allí todos nos sentíamos comerciantes.
Todo lo que se veía desde mi sitio era un barco pesquero meciéndose sobre las olas, con una luz amarilla en el mástil, a la altura de un hombre, y un marinero arrodillado extendiendo unas redes, con el mar a su alrededor; nosotros, y un gramófono sonando.
Les conté cómo vi al chino arrojar una bomba. Un carretón quedó destrozado y el coche del ministro saltó; pero en realidad yo no vi al coolie arrojar el artefacto, sino que oí solamente el ruido por encima de los tejados y el temblor de los cristales. Sólo quería saber cuántos whiskys estaban dispuestos a pagarme. Estaba harto de verme descartado de todo cuarteto de bridge, y no sabía adónde dirigirme para conseguir algún dinero. Por eso dije que estaba algo impresionado, y me pagaron tres whiskys, jugamos a las cartas y gané dos libras antes de que viniese el mayor Wilber, quien me conocía, y sabía que yo no había estado donde decía.
En el club todo era olor de whisky y de tabaco, con algún sabor de sal en los labios. Además, el gramófono, y… yo deseaba ver nuevos rostros.
Por eso me marché a Aden.
* * *
Tratando de desollar un conejo en medio del patio, cerré los ojos un momento, el cuchillo resbaló y se me clavó bajo el párpado. Me dijeron una y otra vez que yo debía haber cortado con la punta hacia bajo, cosa que sabía sobradamente, y todos creyeron que perdería la vista de aquel ojo. Yo estaba aterrado, y papá cayó enfermo. Recuerdo las paredes verde pálido del dormitorio y la afónica campanilla llamando al té, y yo con la cara vendada oyendo las pisadas de mi familia escalera abajo. Los oía pedir los huevos marcados con su nombre en la cáscara, y luego silencio, como en el cielo, hasta que Kate llegase.
Recuerdo ahora cuando aquel hombre corría por los tejados, mientras le disparaban desde la calle y desde las ventanas. Se escondía tras las chimeneas y se arrastraba por entre los charcos de lluvia de las azoteas. Llevaba ambas manos sujetándose los pantalones porque se los había rasgado al huir, y me parece estar viendo caer la lluvia sobre su cabeza. Era la primera lluvia que habíamos tenido, pero creía por el aspecto del cielo, la temperatura y el sudor de mis manos, que duraría varias semanas.
También recuerdo aquella era: y allí estábamos, solos.
Muchas cosas hay que recordar en treinta años, cosas vistas y oídas, cosas sobre las que se ha mentido, y cosas queridas, temidas o admiradas, cosas que se han vuelto a desear, cosas abandonadas a la marea, cosas que en la lejanía conservan la luminosidad de una estación del Metro durante la noche, cuando está vacía y los trenes pasan por ella sin detenerse.
He telefoneado con la secreta esperanza de escuchar que comunicaban, pero oía claramente el timbre de llamada. Mientras varias personas me miraban a través del vidrio de la puerta, esperando su turno, he pensado por tres veces en recobrar mi dinero. A la cuarta no lo he hecho así. Alguien ha conseguido una llamada gratis, y heme aquí sin dos peniques en el bolsillo. Podría haberlos apostado con cualquiera a cara o cruz, y ganar así una copa de licor, aunque a bordo casi todo el mundo es sueco, y ya se sabe que los extranjeros tienen menos espíritu deportivo. Además, no conozco su idioma.
Ocupaban mi mente rostros nuevos y rostros perdidos, muertos, enfermos o moribundos, cuando me acercaba a aquella casa con el letrero de «Se alquila». El timbre no sonaba, y la luz de la entrada no estaba encendida. Todo el muro estaba cubierto de avisos en lápiz: «Te veré más tarde». «He ido a la panadería». «Dejé la cerveza junto a la puerta». «Estaré fuera hasta el sábado». «Hoy no quiero leche». Difícilmente se encontraría un claro en aquella pared, cuyos mensajes estaban todos tachados. Sólo uno permanecía en vigor, y aunque parecía llevar allí ya varios meses, podía ser reciente: «He salido. Estaré de vuelta a las 12.30, querido», y yo le había escrito una postal diciéndole que llegaría a las 12.30. Por eso esperé dos horas, sentado en los escalones de piedra, sin que nadie viniese. Por último me decidí a subir al dormitorio, pero ella se había ido. Allí ni siquiera de noche podía gozarse de quietud; al otro lado del tabique de madera alguien hablaba en sueños. Yo yacía sudoroso, sin poder conciliar el sueño, olvidado el dolor del ojo, ansiando el descorrer de las cortinas, la mano solícita que arregla concienzudamente la ropa de la cama, el rumor de pies desnudos sobre el piso de madera.
Viejos rostros, rostros odiados o amados, vivos o muertos, un montón de recuerdos almacenados en mi cerebro durante treinta años, y ahora la proa remontando las olas, el viejo faro dejado atrás, y el gramófono sonando.
Con dinero en el bolsillo, pensé en ella, pero como no hay mal que por bien no venga, no estaba allí, la había perdido y estaba seguro de no volver a encontrarla más. La desgracia hace a veces más ricos a los hombres.
Llené el cuarto con fotografías de artistas de cine, recortando los retratos de las revistas y enviándolos a Hollywood. «¿Quiere usted dedicarlo para un admirador desconocido? Incluyo un chelín para gastos de correo».
Aquel día en seguida me di cuenta de qué se trataba, cuando me dijeron: «El director quiere verle». Lo había estado esperando varios días, y por eso me había puesto mi mejor traje y limpiado cuidadosamente los dientes. He olvidado quién dijo por vez primera que tenía una cautivadora sonrisa, cuando yo desconocía la larga práctica ante el espejo, el cambio constante de pasta dentífrica y las visitas al dentista caro. Un hombre debe mirar por su aspecto lo mismo que una mujer, pues a menudo es su único recurso. Por ejemplo, Maud.
Más bien cerca de los cuarenta que de los treinta, era rubia y de busto prominente. «Hay cosas que un hombre no debe hacer jamás —decía yo—, y entre ellas el aceptar dinero de una mujer». Por eso ella me tenía en gran consideración y me hacía regalos, que yo empeñaba cuando necesitaba dinero. Nos encontramos en el Metro. Durante todo el trayecto de Earl’s Court a Piccadilly nos estuvimos mirando de un extremo a otro del coche. Yo tenía un agujero en el calcetín y no podía cruzar las piernas. Lentamente, nos fuimos acercando, y nos encontramos por último en la escalera mecánica.
Con Annette fue más rápido. Llamar, esperando encontrar otra chica, y abrirme ella. Pensé: es divina.
* * *
Cuando aquel día abría la puerta, el director hizo ver que escribía; es un buen truco para hacer que uno se sienta inferior.
—Oh, Mr. Farrant —dijo—, quiero interrogarle acerca de una queja que he recibido de los armadores. No dudo de que usted podrá justificarse…
Bien, si él no lo dudaba, yo sí.
Tuve que irme a Bangkok. Leve rumor de agua, y el gramófono parado. El muelle bañado de luz, pero solitario.
¿Y reproches, Dios mío, cuántos reproches en la vida de un hombre? Sólo Kate no me los hizo nunca; se limitaba a decirme: haz esto o aquello, pero nunca me sermoneó. Como Annette, callada, alegre, cariñosa, a la media luz que filtraban los visillos. Pero Maud, y papá, y los gerentes, no hacían más que sermonearme. Por Dios santo, yo soy Anthony Farrant; y valgo tanto como ellos. Puedo sumar mentalmente dos columnas de números, multiplicar por tres, y volver a encontrar el número inicial. Eso lo sabían hasta los directores. «Maravilloso —decían—, un trabajo realmente maravilloso, Mr. Farrant», porque con ello les ayudaba a ganar dinero, pero cuando yo me hacía con alguno, entonces me pedían cuentas.
Me dediqué a vender té. Aquellos infelices no podían hacer nada con trescientos sacos mientras se tiroteaban por las calles, y por eso se los compré a un precio irrisorio, y los vendí después muy lucrativamente. Siempre hay modo de hacer dinero durante una revolución; pero a partir de entonces me miraron con desdén, y no volvieron a fiarse de mí.
Me marché a Aden.
* * *
Todo el mundo duerme; la noche está fría y el agua es invisible. Este hombre de la cubierta inferior se ha pasado toda la noche hablando un idioma que no entiendo. El amanecer es gris, y el viento tan fuerte que las hamacas de cubierta se hinchan como velas. Muy poca gente se ha presentado a desayunar; sólo veo una barba sin afeitar, los camareros y una muchacha peinada a lo Greta Garbo paseándose sola. Todo huele a petróleo, el desayuno tarda mucho, y Kate no hace más que pensar en Krogh.
¿Y cómo demonios sé que piensa en Krogh? ¿Cómo sabía aquella noche que me esperaría en la era?
Sólo me ha dicho: «Pasaremos la noche en Gothenburg», y en seguida he adivinado que estaba preocupada.
* * *
Recuerdo que pretexté ir al lavabo. Llevaba la ropa puesta bajo la bata casera, los zapatos y calcetines escondidos, y puestas las zapatillas. El frío de los escalones de piedra se notaba a través de las suelas rotas. Dejé la bata en el lavabo y escuché un momento a la puerta del director; todo era muy fácil, se había marchado a cenar, y su ventana no tenía rejas.
Pero Kate me hizo volver, y yo la obedecí a pesar de que el frío de la carretera, el perfume de las marchitas hojas y el cielo sereno, me habían hecho sentirme feliz con la sensación de que lo dejaba todo tras de mí; y todo continuó igual, las hondas roderas en el camino vecinal, las pequeñas ramas quebrándose bajo los pies, las luces de los automóviles cruzando el camino, y yo tan desgraciado y miserable como siempre.
Y pensando en Krogh: «Use productos Krogh». «Los productos Krogh son baratos y buenos». Eso era hace diez años; no, quince, o veinte, cuando iba de compras con la nurse a los grandes almacenes, y yo me paraba a contemplar sulfatadoras y máquinas de segar, mientras ella compraba productos Krogh. Ahora ya no eran los más baratos ni los mejores, ahora son los únicos. Productos Krogh en Francia, en Alemania, en Italia, en Polonia; productos Krogh en todas partes. Y pensar que yo podría ser tan famoso y rico como Krogh, si hubiesen confiado en mi como en él, si me hubiesen prestado capital; pero se limitaban a darme un billete de cinco libras y aún esperaban que les estuviese agradecido. Había una verdadera fortuna en cada uno de mis proyectos, si hubiesen confiado en mí. ¿Habría sido Krogh capaz de vender aquel centenar de sacos de té deteriorado?
Pero nunca he podido ganar la confianza de nadie. Cuando el mayor Wilber llegó ya no me pagaron más whisky en aquel club; me expulsaron, y me fui a Colombo. Mis recuerdos se amontonaron de nuevo; el mar gris, los telegramas de casa, mi ladrón escondido detrás de la chimenea, la fuga del colegio, mi intento de vender un galeón español, hundido, a un comerciante de Fleet Street, las quejas de los navieros, el estallido de la bomba sonando por encima de los tejados; un centenar de sacos de té deteriorado, el pequeño oficial chino de gafas de oro, las paredes verdes del dormitorio, otra vez el mar gris, las hamacas hinchadas por el viento, y ahora Kate pensando en Krogh; Krogh todopoderoso en todas partes; imposible hacer nada sin él; Krogh en Inglaterra, en Europa, en Asia; pero Krogh, el todopoderoso, no es, al fin y al cabo, sino un hombre de carne y hueso.
* * *
Kate oyó la voz de Anthony mucho antes de poder descubrir la mesa donde se hallaba. Oyó con cierta irritada admiración el tono entusiasmado de su charla. «De modo que ya ha encontrado amistades —pensó—; lleva sólo dos horas en Gothenburg y ya ha hecho amistades. Es una habilidad envidiable, pero desvergonzada».
Al principio le había parecido un poco impresionado por el país nórdico, nuevo para él, en el cual no le servía ninguna de sus experiencias tropicales: había andado silencioso al pie de los elevados edificios grises y al borde de los canales; mientras ella facturaba su equipaje en la estación, le vio contemplar con desdén los parterres de la entrada. En las calles cada farol de alumbrado estaba adornado con su bouquet como una prima donna. El aire era un líquido gris. Pero él estaba solamente un poco distraído; había estado en muchos más puertos de los que ella podía pensar. Cuando le dijo: «Te dejaré aquí hasta la hora de comer» y le dio algún dinero, describiéndole el restaurante en que habrían de encontrarse, se limitó a demostrar su conformidad con un movimiento de cabeza, y arreglándose la falaz corbata de Harrow, se alejó, con aquella su barbilla bien afeitada y sus anchas espaldas. Se alejó por la primera calle que encontró, probablemente sin tener idea de adónde conduciría.
Pero al parecer le había conducido entre amigos, y probablemente él había esperado de su suerte algo así. Ya había empezado a entablar relaciones con el nuevo país.
—Y entonces explotó la bomba —estaba diciendo—. El coolie la dejó caer casi a sus pies. Luego encontraron sus pedazos a mucha distancia. Mi grito le había asustado.
Kate se acercó lentamente a la terraza. Las mesas estaban empotradas en el suelo del jardín. En un terraplén contiguo un hombre barría las hojas caídas, húmedas aún. Al fondo se veía un gran tambor con el parche rasgado.
—¿Y el ministro? —preguntó una voz de muchacha.
—Ni un rasguño.
Anthony apoyaba un codo en la baranda de la terraza; nunca había tenido tan buen aspecto; se le veía juvenil, primaveral, en un mundo que se acercaba hacia el invierno. Visto desde el lugar que Kate ocupaba, parecía un colegial que no llegara a los veinte años.
Tres turistas estaban pendientes de sus palabras; sus sillas algo apartadas de la mesa, sus vasos vacíos. Eran un hombre y una mujer ya maduros, y una joven. La fuente de smörgasbord casi vacía y las migajas en los platos indicaban que la comida había terminado.
—Vaya, he aquí a mi hermana —dijo Anthony.
Llegaba cinco minutos antes de lo previsto; alguna frase de aventurero flotaba en sus labios cuando la vio. De momento perdió hasta su buena educación, porque cuando los tres forasteros se levantaron, él permaneció sentado. Por un momento sólo se oyeron frases de cortesía, manos que se estrechaban y movimiento de sillas a su alrededor.
—Mr. Farrant ha sido muy amable enseñándonos Gothenburg —dijo la señora.
—Nos ha llevado al puerto —dijo el señor—, y nos ha enseñado los depósitos.
—Y ahora nos estaba explicando —dijo la joven— cómo se infirió esa herida.
—Creíamos —terció la señora— que había sido herido en la guerra.
Parecían estar nerviosos y molestos, deseosos de demostrarle que no tenían ningún proyecto acerca de su hermano; intentaban defenderle del reproche de haberse dejado llevar de extraños.
—Pero una revolución es mucho más emocionante.
Kate la miró y pensó: «Infeliz, has caído en sus redes», y sintió compasión de ella, a pesar de que su aspecto no hablaba en su favor; tenía grandes ojos de mirada estúpida, boca mal pintada, hombros estrechos, y parches de polvos en el cuello. Le recordaba Annette, Maud, en aquel marco demasiado pequeño, y el perfume barato de la almohada. «Siempre le han gustado muy vulgares».
—Debieron haberle dado una condecoración —decía— por haber salvado la vida del ministro.
Kate sonrió a Anthony mientras acercaba un poco más su silla. Dijo:
—Pero ¿no les ha dicho? Es demasiado modesto. Le dieron la Orden del Pavo Real Celeste de segunda clase.
Seriamente lo creyeron, y ello incluso contribuyó a acelerar la despedida; no querían hacerse pesados, pues ello disminuiría las posibilidades de un nuevo encuentro, y esperaban volverlo a ver en Estocolmo.
—¿Van a estar ustedes allí mucho tiempo? —preguntó la señora.
—Vivimos allí —replicó Kate.
—Ah —dijo el señor, y tras un momento de vacilación, añadió—: Nosotros venimos de Coventry. —Era uno de esos hombres que se deciden difícilmente a franquearse con los demás. Miraba a Kate mientras hablaba, con la atención de quien observa el movimiento de una delicada balanza de laboratorio; hacía falta otro miligramo—. Nuestro apellido es Davidge.
Su esposa, algo detrás de él, aprobó con la cabeza; el equilibrio era perfecto. Suspiró con alivio al apreciar el delicado ajuste; ahora ya podía pensar en otras cosas, podía arreglarse el traje frente al espejo del fondo del restaurante, y podía arrancarse una cana que se había descubierto.
—¿Están ustedes de paso? —preguntó Kate, y apreció cómo la hija, que no compartía sus delicadezas y parecía el reverso deliberado de toda la gentileza que ellos representaban, se había dado cuenta de su hostilidad, cuando ellos sólo podían ver su cortesía.
—Se trata de un viaje de recreo familiar —aclaró la señora Davidge.
—Estoy segura —dijo Kate con vaguedad— de que volveremos a vernos.
Pero la joven se demoraba. Cuando sus padres se internaban con precauciones exageradas en el jardín, ella aún estaba obstinadamente en el mismo lugar. Era como una figurilla de madera policromada, de las que se colocan como adorno vulgar en alguna mesa; sólo le faltaba el cenicero al lado y el paquete de cigarrillos.
—Tengo libre el martes —dijo.
—Estupendo —dijo Anthony, mientras jugaba con un tenedor. Kate sintió pena de ella y de su cruda inocencia; pero no le agradaba aquella proposición que haría recordar a Anthony todo lo que acababa de abandonar. La muchacha representaba para él, en aquel momento, las luces de las bicicletas, las hojas caídas en las aceras de Warren Street, el oporto en los vasos del Ladie’s Bar.
—De modo que tiene libre el martes —dijo Kate viéndola marchar a reunirse con sus padres—. Y tú salvaste la vida del ministro.
—Algo tenía que contarles —se justificó Anthony—, y además me pagaron la comida.
—Yo te pagué esta mañana el desayuno y no me has contado nada.
—Ah, Kate —dijo él—, pero tú conoces todas mis historias. ¿No te he estado escribiendo…?
—No —dijo Kate—, muy raras veces me has escrito. Todo han sido telegramas para papá, postales, ¡cuántas postales! Postales de Siam, de China, de la India, pero no recuerdo ninguna carta.
—Debo haber olvidado echarlas al correo —dijo haciendo una mueca—. Y, ¡qué caramba!, recuerdo que te escribí una larga carta para felicitarte cuando te empleaste en casa de Krogh.
—Fue una postal.
—Y cuando papá murió…
—Un telegrama.
—Bien, más caro aún. Nunca he reparado en gastos tratándose de ti, Kate. —De pronto se puso serio—. Pobrecilla, no has comido. Era muy feo empezar a comer sin ti, pero me invitaron, y acepté para ahorrar.
—Tony —dijo Kate—, si no fueras mi hermano… —Y dejó que la frase sin acabar escapase por entre los vacíos vasos y los restos de la comida que aún quedaban en la mesa; ¿qué iba a adelantar?
—Tenías que haberte venido conmigo —dijo Anthony, dirigiéndole la mirada que ella sabía dirigía a toda muchacha: interés calculado, infantilismo medido, y un encanto cuyos ingredientes todos, habían sido ensayados y escogidos con un objeto preciso. Una idea acudió a ella: «Si yo pudiese hacer retroceder el tiempo, si pudiese quitar de mi dedo esta sortija que Krogh me dio y abolir este lugar, con el tambor y las hojas secas, y mi imagen en ese espejo… haría que todo fuese oscuro a mi alrededor, con viento y olor de establo, y teniendo a Anthony frente a mí con su antigua gorra de colegial en las manos, le diría: “No vuelvas. No te preocupes de lo que vaya a decir la gente. Huye”, y nada sería igual a partir de entonces».
—Es deliciosa —decía Anthony—. Se creyó todo lo que le dije. Incluso habría podido venderle lo que se me hubiese ocurrido.
Y Kate se lo imaginaba en seguida recorriendo innumerables barrios, llamando a todas las puertas, para ser despedido con displicencia. Y por un momento se puso de su parte, viendo su simpatía, su entusiasmo; intentando separar lo que era valor de lo que era sólo convicción de que las cosas habrían de cambiar alguna vez.
«Y soy yo la única que ha cambiado», se dijo.
La idea de todo lo que juntos podrían emprender alejó de su mente todo temor. El era listo, nadie podía negarlo, y ella estaba magníficamente situada, cosa asimismo innegable, y su posición mejoraba por momentos. Primero cinco años en la sórdida casa de banca de Leather Lane, luego la Casa Krogh, y después Krogh.
—Quiero beber algo —dijo—. Estoy sedienta. —Y cuando trajeron las copas, brindó:
—Por nuestra unión.
—No bebas, Kate —exclamó Anthony, señalando la copa, mientras se pasaba la lengua por los labios.
No estaba de acuerdo con que las muchachas bebieran, lleno de los convencionalismos de una generación mucho más vieja que él. Los dos grandes grupos, hombres y mujeres, tenían en su mente fronteras infranqueables en muchos aspectos. Ella podía ver cómo a sus labios afloraban las máximas de todos los señores mayores que había conocido, señores que dejaban al margen todas las leyes morales cuando se hallaban en lugares reservados.
—De todos modos, no conviene beber con el estómago vacío —admitió él.
Casi podía considerarse admirable el hecho de que la desgracia no hubiese modificado apenas su ligera pomposidad, más lógica en un hombre seguro de sí mismo, menos herido por un sentimiento de inferioridad; incluso parecía habérsele acentuado. Sus días más negros no habrían sido, a buen seguro, sus días menos vanidosos; Kate se lo imaginaba aconsejando moralidad a Annette y sobriedad a Maud.
Ella estaba en Estocolmo cuando murió su padre; Anthony, que volvía de Aden, gastó hasta su último céntimo en un pasaje de avión desde Marsella. Se portó con una propiedad y distinción que habrían sido aplaudidas en cualquier club de los que había sido expulsado. Ella recordaba su telegrama. «Nuestro padre pasó a mejor vida mientras dormía, el sábado», una orgía de gastos en la frase magníficamente escogida, seguida de una serie de economías y de agudezas de puntuación que dejaban incomprensible el resto del telegrama: «Lamento caja Mabel deteriorada tránsito punto y coma despedido criado molestia asunto Gouldsmith afirmativo».
Había comunicado a su padre, según supo ella después, que había dimitido, apoyado en su cabecera, sonriendo al enfermo con aire optimista. La voz humana tocaba por último el tema tanto tiempo confiado a los telegramas y a las tarjetas postales; de nuevo estaba en su casa, y había dimitido; se trataba de una cuestión de honor, pero no podía dar más explicaciones.
—Un penique si me dices en qué piensas —dijo Anthony, demostrándole que había recobrado su serenidad y que, lleno de deseos de demostrar su habilidad de comerciante, había subido un escalón más de la confianza en el éxito.
—Pensaba —contestó Kate— en papá.
—Ah, papá —exclamó Anthony—. Qué contento estaría de vernos juntos.
Es cierto, siempre le habían disgustado las largas temporadas que Anthony pasaba en el extranjero; un hermano, decía, era el protector natural de su hermana, hasta que ésta se casara. Y lo que debiera haber sabido el pobre anciano, pensó Kate, es que la habilidad de Anthony para salir bien librado de una posición peligrosa era la única que nunca había fracasado. En un garito, o en una comisaría de policía, no había mejor guía o consejero que él; conocía por instinto la mejor puerta de escape o cuál era el hombre que debía sobornarse. Nadie más que él hubiera podido salir con bien de tantas aventuras.
Ya miraba a su alrededor, animoso y esperanzado.
—¿Qué puede hacerse de noche en un sitio como éste? —Preguntó, y agregó—: Me refiero a lugares de recreo, music-halls, o algo parecido. Hay que ser muy precavido en un puerto que desconoces —y miró con aburrimiento el jardincito solitario, la terraza abandonada, el tambor roto, las hojas caídas y la escoba que las barría, dirigiendo a su hermana una mirada inocente y distraída.
—Oh, ¿no puedes ser franco? —preguntó Kate, con tristeza, sintiéndose alejada.
Lo desconocía cuando le veía intentando edificar entre ellos una muralla de falsos prejuicios, con el mismo calor con que le había visto partir en su primera salida al extranjero: el elevado asiento de un coche, la maleta protestando en sus atormentadas cerraduras, una cinta de pijama asomando fuera del equipaje, y el adiós entre el paraguas y el vidrio de la ventana del coche. Entonces no había desconfianzas, tenían sus corazones abiertos el uno para el otro, como cinco años atrás lo habían sentido en la oscuridad de la era. Ella estaba pálida, asustada y a punto de llorar, cuando le decía que se fuera o perdería el tren, y le besaba precipitadamente, sintiendo su cabeza y su cuerpo divididos, y compartiendo por unos instantes los cojines de seda negra del coche. Pero por lo menos contaba con que le escribiría, sin sospechar que se limitaría a unas postales con: «Es un lugar maravilloso», «Aquí nos bañamos», o «Mi ventana es la marcada con una cruz», ni tampoco que al final tuviese la sensación de que ya era irrevocablemente uno de esos aventureros en ciernes que no tienen suficiente valor para arrostrar la cárcel. Y ahora, pensó, extendiéndose el colorete para ocultar su palidez, una simple postal podría servir para acercarle más a ella.
—¿No puedes ser franco conmigo? —repitió, pensando qué habilidades podría ella aprender de Annette o Maud, que le ayudasen a provocar su sinceridad—. Esta noche podemos ir a Liseberg a beber un poco —dijo.
El hizo una mueca.
—¿Qué clase de sitio es ése?
—Oh —contestó Kate—, es completamente respetable y familiar. Puedes bailar, tirar al blanco o subirte a las montañas rusas. Quizá sea un poco aburrido comparado con otras cosas que hayas visto por esos mundos, pero si bebemos primero…
—Sabes —dijo Anthony— que todavía no hemos tenido una conversación seria.
—¿Sobre qué?
—Oh, cosas. Cosas. Si no quieres comer nada ahora, busquemos un sitio tranquilo —y miró el restaurante, los vasos sucios y los platos todavía con las migajas de la comida, con desaprobación. Tampoco le agradó que ella sugiriese ir al puerto, como había hecho antes con Miss Davidge, a pesar de que era un sitio también bastante tranquilo.
—Del modo que hablas de esa muchacha —protestó— parece que estés celosa. ¿No podemos apartamos algo de la ciudad?
Durante media hora estuvieron sentados en un banco de madera junto a un estanque, observando los pájaros que acudían al agua y a sus orillas, y los muchachos que con flamantes bicicletas subían la colina camino de Gothenburg. En el bloque de edificios que el parque bordeaba fueron surgiendo las luces una a una, brillantes y definidas como cerillas encendidas en la oscuridad de un cine. Ligera espuma cubría la superficie del agua, y cuando los patos nadaban sobre ella, las hojas caídas se pegaban a sus flancos.
—Me has traído aquí —murmuró Anthony— y ahora… —Súbitamente aparecía frío, hostil y descompuesto—. Hay algo que no haré nunca: sablear, sabes, nunca lo he hecho.
—Erik te dará trabajo.
—Pero tú sabes que yo no hablo sueco.
—El sueco no tiene ninguna importancia en la Casa Krogh.
—Kate —dijo Anthony—. Me vería perdido en un negocio como ése. Estoy acostumbrado a cosas de menor envergadura. Oye: cuando veníamos en el barco pensaba que no sería útil a Krogh, porque no podría ofrecerle ninguna habilidad.
Una hoja que caía en aquel momento describió un círculo a su alrededor, tocó su hombro y se posó en el banco entre ambos.
—¡Mira! —exclamó Anthony—. Es dorada, y como ves, me ha esquivado.
—Todavía es verde. No significa nada. Mira —y la levantó enseñándosela, en el aire que se iba oscureciendo—, ha sido arrancada probablemente por un pájaro.
—Oye, Kate, cuando estabas en el puerto esta mañana vi un anuncio en inglés para un almacén. Quieren un hombre con experiencia, un inglés, para llevar la contabilidad.
—Sí, tú podrías hacer eso, supongo.
—He llevado más libros de los que puedo contar.
—Pero ahí no hay ningún futuro prometedor.
Ella le había pedido que fuese franco, y ahora, cuando apenas podía ver su rostro en la fría oscuridad, y cuando se estremecía pensando: «No tiene abrigo, ¿qué ha hecho con él?», y se imaginaba las tiendas de compraventa de ropas usadas, ahora fue cuando él, cogiéndola del brazo como a un amigo a quien casi se ha olvidado, se dirigió a ella con absoluta sinceridad:
—Yo ya no tengo futuro, Kate.
* * *
Era sincero, completamente franco, todo lo que ella le pedía que fuese, y le sorprendió aun cuando ella le había provocado. Siempre le había creído inseguro, indigno de confianza, engañoso y falso, pero nunca había supuesto que se conociera a sí mismo.
—Lo sabes tan bien como yo, Kate; yo no tengo futuro —repitió.
Las bandadas de patos abandonaron el estanque, con las plumas erizadas de frío y desperdigándose como pequeñas pelotas de fútbol por los prados, fueron desapareciendo uno tras otro, haciendo crujir las hojas bajo sus palmípedas extremidades.
—Sí que lo tienes; aún lo tienes, créeme —dijo ella, contenta porque al fin, después de tantos años, estaban cara a cara y sin reservas.
«Ahora tengo conmigo al verdadero Anthony —pensó— no debo dejarle escapar». Su pensamiento y su corazón se iban con él, sentado allí sin abrigo, sin futuro, sin amigos, solo, con su eterna corbata de Harrow y una actitud forzada. Lo habría abrazado si no hubiese hablado.
—Desde luego —dijo él—, la suerte puede variar.
Y ella se dio cuenta en seguida de que el momento había pasado. Él estaba de nuevo tan lejos como cuando se encontraba en el club de Shanghai, o en el campo de golf de Aden. Más bien que un conocimiento de sí mismo, aquello había sido un claro momentáneo en la nube que le cubría eternamente la realidad de las cosas. Él no necesitaba ayuda, como ella había creído, sino solamente una idea, un recuerdo especial.
—¿Te he hablado alguna vez de los sacos de té?
—No me acuerdo. Pero hace frío. Vámonos. Lo que decías de ese almacén…
Él estaba dispuesto a admitir que se equivocaba, incluso llegar a conceder que, después de todo, podría ser que tuviese un futuro.
—Veo —dijo— que no te agrada la idea. —Y se rió con una despreocupación increíble—. Probaremos a tu amigo Krogh.
Estaba como el hombre que ha escapado por un pelo de un enorme peligro. La liberación le hacía reír, y cuando él reía, resultaba la más agradable compañía. Así continuó el resto de la noche. Pasaba fácilmente de un extremo al otro; ella se había sentido feliz captando un momento de depresión y de verdad, pero era un placer de otro género verle en sus momentos más joviales y más falsos. Estuvo contándole historias que empezaban con veracidad, pero pronto se coloreaban tanto como las que habría contado a Maud, Annette o a la joven Davidge.
—¿Te escribí lo del Fiat del director general?
—No, no —decía Kate—; en ninguna postal decías nada referente a un Fiat. —Después de dos copas ya estaba ella más predispuesta a creer todo lo que le contase. Puso su mano en la de él, y le dijo—: Me gusta tenerte aquí, Tony.
Pero antes de que él pudiese hablar, ella echó de menos su anillo (aquel anillo solemnemente regalado a ambos el día de su mayoría de edad, aunque en su caso parece ser que hubieron de enviárselo, no recordaba Kate adónde, por correo).
—¿Qué has hecho de tu anillo? ¿No lo recibiste, acaso?
Podía verse cómo él la observaba, calculando hasta dónde podría decírsele la verdad.
«Voy a aguar la fiesta —pensó ella— con esta manía de hacer preguntas. Pero es que después de tantos años de separación, me salen todas».
—No importa —continuó—. Háblame del coche del director general, pero antes vamos a tomar algo.
Le divertía guiarle enseñándole los medios de burlar, las disposiciones legales sobre bebidas (dos vasos para un hombre, uno para una mujer).
—Ahora —dijo— vamos a Liseberg.
Al otro lado del canal todo era murmullo de agua al borde de la orilla, murmullo de voces humanas (parejas perdidas en la oscuridad), la calle de arrabal sin transeúntes, y una procesión de sonidos brotando de las esquinas; ninguna música, pero sí como si alguien fuese pulsando las teclas de un piano, una tras otra, sin orden ni concierto, en un edificio muy lejano. Por encima de las casas una serie de torres se dibujaban en escorzo por medio de sus blancas luces; las notas venían juntas como una melodía que se agolpaba en la memoria, y al llegar al gran arco de entrada de Liseberg, se organizaban en forma de un conocido ritmo.
—Vamos, chiquilla, bailemos.
Cuanto más bebía más se alejaba mentalmente en el tiempo. Empezó la noche enzarzándose en una jerga chispeante e íntima como era corriente en los años inmediatos a la postguerra, contaminada del barro recogido en las trincheras por boca de ex oficiales chismosos.
Un cohete estalló en el aire; en una plaza, rodeada por las fachadas de las salas de baile y de los restaurantes, lucía una fuente de pirotecnia, colocada en el centro de un estanque de esmeralda: subía hacia arriba como el desarrollo de una planta tropical, bajo un cielo oscuro y sin nubes, y de nuevo bajaba hacia el agua coloreada de plata en sus márgenes.
—Por aquí, por aquí.
Un barco pirata construido de cajas de cigarrillos flotaba en el inmóvil estanque. Un camino bordeado de flores conducía en espiral hasta una pequeña plataforma donde dos hombres vestidos de blanco jugaban al ajedrez contra todo el que quisiera, a media corona la partida. Dondequiera que se dirigiesen, a través de patios decorados en rojo y verde, y a través de la oscuridad sabiamente dispuesta, oían la música y las explosiones y veían los insectos acudir precipitándose sobre el vidrio convexo de los reflectores.
En un rincón poco iluminado se veía una fuente viviente de piel verde pálida y turbante, haciendo brotar agua de llagas escarlatas en sus manos y pies; las barracas de la mujer gorda, de los adivinos, de los domadores de leones, y los insectos revoloteando como briznas de ceniza después de un incendio, alrededor de los grandes globos luminosos.
—Has bebido demasiado para bailar —dijo Kate.
—Escucha —dijo Anthony—, una sola copa más y haré todo lo que quieras.
—¿Tú nunca me has visto arrojando anillas?
Pelotas de ping-pong pintadas de varios colores, bailaban sobre una columna de agua.
—¿Te gustaría una muñeca? ¿O mejor un jarrón de vidrio? Conseguiré todo lo que se te antoje. ¿Qué quieres que haga?
—Ve a echar anillas. Sabes que es inútil disparar, porque sólo te darán premio si haces cinco blancos de cinco tiros, y tú nunca alcanzaste la diana en la escuela.
—He aprendido algunas cosas desde entonces. —Cogió una de las pistolas del mostrador del barracón y apuntó—. Sé deportista, Kate —rogó—, y paga por mí. —Estaba excitado. Sopesó el arma—. No sabes, Kate, cuánto me gustaría un trabajo con pistolas, instructor de una escuela o algo parecido.
—Pero, Tony —protestó ella—, tú nunca has sido capaz de dar en el blanco.
Abrió su bolso, pero antes de que pudiera encontrar dinero, él disparó.
Miró y vio una pelota amarilla hacerse añicos en la alta columna de agua.
—¡Qué suerte! —exclamó Kate.
Él movió la cabeza, demasiado serio para poder hablar, volvió a cargar, apuntó rápidamente, elevando la pistola hasta la altura de los ojos, y disparó. Antes de que la pelota desapareciera, sabía ella que la tocaría; súbitamente se dio cuenta que estaba presenciando, quizá, la única cosa que Anthony sabía hacer bien: disparar en las barracas de ferias. No veía cómo iban las bolas siendo alcanzadas, sino que observaba su rostro, grave, intenso, y sus manos anchas con dedos ágiles y habilidosos. Colocó un jarrón azul bajo su brazo, y empezó de nuevo.
—Tony, ¿qué vas a hacer con esto? —dijo Kate dejando caer a sus pies un tigre de juguete.
Él arrugó la frente.
—¿Qué decías?
—Este jarrón y este tigre, ¿qué haremos con ellos? Por Dios, no ganes más premios, Tony. Vamos a beber algo.
Él movió su cabeza lentamente; tardó mucho en darse cuenta de lo que ella quería decir; sus ojos no se apartaban de las pelotas danzando en el chorro de agua.
—Un jarrón siempre es útil, ¿no? Para flores, por ejemplo.
—Pero ¿y el tigre, Tony?
—Es un bonito tigre —contestó, sin mirarlo—; si no lo quieres, lo devolveremos.
Disparó de nuevo, y volvió a cargar; disparaba y cargaba, mientras las pelotas iban desapareciendo y la gente se agrupaba admirada.
—Daré esto a aquella chica el martes —dijo señalando una pitillera verde con la inicial A, y poniéndola en su bolsillo se alejó con el jarrón bajo un brazo y el tigre bajo el otro. Kate tuvo que correr para alcanzarle.
—¿Adónde vas? —le preguntó al llegar a su lado, y sintió como él, añoranza cuando le oyó decir:
—Oh, Kate, nunca me cansaría de hacer esto. Una vez una chica, durante unas vacaciones… No he vuelto a pasar en casa unas vacaciones.
—¿Cómo se llamaba ella?
—Lo he olvidado.
Se cogió a su brazo, y el jarrón, resbalando, cayó al suelo, donde se hizo pedazos, como una botella rota que marca el fin de una noche de orgía.
—No importa —dijo Anthony, acercándose más—, aún nos queda el tigre.