Capítulo I

EVOLUCIÓN CONTRA PERMANENCIA

Antes de entrar en discusión sobre el problema básico del origen de nuestro universo, debemos preguntamos si esta polémica es necesaria. ¿No podría ser verdad que el universo existió desde toda la eternidad, variando ligeramente, de un modo u otro, en sus detalles, pero permaneciendo siempre en esencia el mismo, tal y como lo conocemos hoy? La mejor manera de responder a esa pregunta es la de acumular datos sobre la edad probable de las distintas partes fundamentales y hechos que caracterizan el estado presente de nuestro universo.

LA EDAD DE LOS ÁTOMOS

Por ejemplo, podemos preguntarle a un físico o a un químico: «¿Qué edad tienen los átomos que forman el material del que está construido el universo?» Esta interrogación nuestra no habría tenido mucho sentido hace sólo medio siglo, porque hasta el descubrimiento de la radiactividad y su interpretación como el espontáneo desmoronamiento de átomos inestables, estos mismos átomos habían sido considerados como partículas básicas, indivisibles, que habían existido así a través de un período indefinido de tiempo. No obstante, se hizo bien patente, apenas estudiada la radiactividad natural de determinados elementos, que éstos habrían debido tener por fuerza algún origen en el tiempo, porque, de otra forma, sería lógico que hubieran desaparecido por completo, desintegrados en su continua evolución radiactiva. Así, la observación de las abundancias relativas de varios elementos radiactivos puede damos algún indicio sobre el tiempo en el que fueron originados. Ante todo, observamos que el torio y el isótopo común del uranio (U238) no son mucho menos abundantes que los otros elementos pesados, tales como, por ejemplo, el bismuto, el mercurio o el oro. Y como el período de vida media[3] del torio y del uranio común es de 14 billones[4] y 4,5 billones de años respectivamente, podemos asegurar que estos átomos se formaron no hace mucho más de unos cuantos billones de años. Por otro lado, como es del dominio común en el día de hoy, es muy raro el isótopo fisionable del uranio (U235), constituyendo sólo el 0,7 por 100 del isótopo principal; de no ser así, el proyecto Manhattan habría sido tan sencillo como pescar en una palangana. La vida media del U235 es considerablemente más corta que la del U238, puesto que la de aquél alcanza únicamente alrededor de 0,9 billones de años; de aquí podemos deducir que si la cantidad de uranio fisionable se reduce a la mitad cada 0,9 billones de años, debe corresponder a siete de tales períodos,[5] o sea alrededor de unos seis billones de años, para que el isótopo se presente con su rareza actual, si es que éste y el otro estuvieron originariamente presentes en cantidades comparables.

Similarmente, en otros pocos elementos radiactivos, tales como el potasio radiactivo que se encuentra en la naturaleza, se hallan también siempre isótopos inestables en cantidades relativamente muy pequeñas. Esto sugiere el que estos isótopos se redujeron en realidad considerablemente por lenta desintegración efectuada durante un período de unos pocos billones de años. Sin duda que no existen razones a priori para afirmar que todos los isótopos de un elemento dado se produjeron al principio en cantidades exactamente iguales; pero la coincidencia de los resultados es significativa, por cuanto nos indica la fecha aproximada de la formación de estos núcleos. Además, los elementos no radiactivos con períodos de vida media más cortos que una parte sustancial de un billón de años, se encuentran de forma natural, aunque puedan ser producidos artificialmente en la pila atómica. Esto indica también que la formación de las especies de átomos debió de ocurrir no mucho antes de unos cuantos billones de años antes de la era actual. De todo ello deducimos que existen fuertes argumentos para presumir que los átomos radiactivos, y acompañándolos otros estables, se formaron en alguna circunstancia extraña que debió de existir en el universo hace unos cuantos billones de años.

LA EDAD DE LAS ROCAS

Si conforme antes preguntábamos al químico por la edad de los átomos, interrogáramos ahora a un geólogo sobre la edad de las rocas que forman la corteza de nuestro globo, este especialista nos diría que la edad de varias rocas —esto es, el tiempo transcurrido desde su primitivo estado de fusión hasta su estado de solidificación— puede ser estimada con gran precisión por el llamado «método del reloj radiactivo». Este método, originariamente desarrollado por lord Rutherford, está basado en la determinación del plomo contenido en varios minerales radiactivos, como la pecblenda y la uraninita. El hecho importante es que la desintegración natural de los materiales radiactivos da por resultado la formación de los llamados isótopos radiogenéticos del plomo. La desintegración del torio da lugar al isótopo del plomo Pb208, mientras que los dos isótopos del uranio producen Pb207 y Pb206. Estos isótopos radiogenéticos del plomo se distinguen de su compañero el plomo natural, Pb204, en que éste no es el producto de la desintegración de ningún elemento natural radiactivo.

Conforme el material rocoso se fundió hasta llegar al estado actual en que hoy lo encontramos en el interior de la tierra, se fueron produciendo varios procesos físicos y químicos que pudieron separar el plomo recientemente formado de la sustancia madre, aunque, una vez que se solidificó este material y se formó la ganga mineral, el plomo radiogenético permaneció en el lugar de su origen.

Y por esto a un período mayor de solidificación de las rocas debe corresponder una mayor cantidad de plomo depositado para una determinada cantidad de sustancia radiactiva. De aquí deducimos que si se miden las cantidades relativas de los isótopos radiogenéticos del plomo y las de aquellas sustancias radiactivas que son capaces de producir plomo (es decir, las relaciones Pb208/Th232, Pb207/U235 y Pb206/U238), se puede calcular el tiempo que ha tardado un mineral radiactivo en formarse conociendo aquellas velocidades de desintegración, bien sea con una sola fórmula, bien con las tres que suelen coincidir. Al aplicar este método a los depósitos de rocas radiactivas que pertenecen a diferentes eras geológicas, se alcanzan resultados como los que se muestran en el cuadro siguiente:

Los dos minerales últimos son los más viejos que se hallaron hasta la fecha, y por su edad podemos deducir que la corteza terrestre cuenta por lo menos con una antigüedad de 2,7 billones de años.

Un método mucho más perfeccionado fue propuesto recientemente por el geólogo británico Arthur Holmes, con el que, dice, puede ir más allá del tiempo de formación de los diferentes depósitos radiactivos y dar una cifra exacta para los materiales que forman la Tierra. Quizá el procedimiento más sencillo para darse idea de este método sea traer a colación la historieta del granjero olvidadizo del Oeste, que recordaba que cierto día de primavera había dejado el ganado al aire libre en las praderas, pero no se acordaba exactamente de la fecha en que lo hizo. Recordaba asimismo que durante el verano había estado reuniendo el ganado de los diferentes prados, alojándolo en corrales recientemente construidos (un corral para cada uno de los prados), pero la fecha de esto también la había olvidado. ¿Existiría para él alguna manera de reconstruir todo lo que había hecho?

Desde luego, existiría una manera de que el granjero recordara todo lo hecho, siempre y cuando que éste hubiera tenido la precaución de conservar en los corrales y las praderas el estiércol producido en ellos por el ganado. El lector habrá adivinado probablemente que el estiércol simboliza en este caso el plomo producido por la desintegración del uranio, y que el ganado de los corrales representa la formación de depósitos radiactivos en las rocas solidificadas. Se ve bien que en el caso del estiércol se podrían calcular las fechas aproximadas en que fueron ocupados los diferentes corrales, midiendo la cantidad total de los detritos acumulados y dividiendo luego esta cantidad por el estiércol producido por el correspondiente rebaño; lo cual es exactamente lo mismo que el método del reloj de la radiactividad que ya vimos para determinar la edad de las rocas. Pero nos quedamos a oscuras en cuanto a la fecha primera o inicial en la que se dejó el ganado en los pastizales o, lo que es igual, en la que se formaron los átomos radiactivos.

Vista la cosa superficialmente, podría parecer posible en este caso un método análogo, reuniendo todo el estiércol producido por el ganado mientras pastaba al aire Ubre; pero podríamos engañarnos si hubiese algún estiércol anterior o primitivo, no correspondiente al ganado que se dejó fuera por primera vez y que representaría al plomo originado simultáneamente con el uranio en la época en la que todos los átomos se formaron. Claro que la misma objeción se podría hacer contra el empleo del método del estiércol en el cálculo de las edades de los prados por separado, pero como éstos son relativamente de un área pequeña, la cantidad de estiércol primario podría descontarse con facilidad comparándola con la que el ganado produciría en el curso de unos cuantos días. Por otro lado, en campo abierto, la situación es en absoluto diferente y la existencia de estiércol primario puede influir en el resultado de un modo notable.

Entrando ahora en detalles sobre el asunto, podemos comprobar —admitiendo que la cantidad de estiércol primario en las praderas fuera siempre la misma en todas (hipótesis de la uniformidad en la formación original del átomo)— que existe menos estiércol en aquellos pastizales desde los que el ganado se condujo a los corrales en las fechas más lejanas; lo cual coincide en la práctica con la experiencia de los geólogos al encontrar menos plomo radiogenético en las rocas de más alta edad geológica. En cada pradera podemos partir de la cantidad de estiércol que no cambió desde que el ganado se encerró en el corral, e ir retrocediendo en el tiempo, sustrayendo diariamente la producción del detrito. Procediendo así, llegaremos a un día (en la primavera) en que el estiércol en los

campos haya desaparecido del todo, es decir, en que se coloque en la cifra cero. En el caso de que no estuviera presente también el estiércol primario, aquel día representaría la primera fecha olvidada por el granjero. Pero si el estiércol primario estuviera presente (desde luego en cantidades desconocidas), este procedimiento aplicado a praderas determinadas podría marrarnos en la respuesta. Otra cosa muy diferente ocurre si comparamos las fechas suministradas por varias praderas: entonces las curvas que representan el historial de los depósitos de estiércol en los diferentes pastizales serán, en general, diferentes, puesto que dependen de la extensión de los campos, el número de las cabezas de ganado, la fecha de construcción de los corrales, etc. Pero si trasladamos todas estas curvas a un diagrama (como en la fig. 1), se interfieren en el mismo punto, facilitándonos los dos datos olvidados: la fecha en la que el ganado se dejó fuera pastando y la cantidad de estiércol primario que ya había en aquel tiempo. Aplicando este método (ampliado con la introducción simbólica de rebaños de ovejas y su estiércol correspondiente, para la contabilidad de los dos isótopos del uranio U238 y U235 y los dos isótopos radiogenéticos del plomo Pb206 y Pb207) a las cantidades relativas de isótopos del plomo encontrado en las diferentes edades geológicas, el geólogo inglés Holmes halló que todas las curvas coinciden cerca de un punto correspondiente a la edad total de 3,35 billones de años,[6] que debe de representar la edad correcta de nuestra Tierra. «¡Desde luego, mi querido Watson!»

LA EDAD DE LOS OCÉANOS

Y puesto que con la observación de los depósitos sólidos empleados en sus investigaciones por los geólogos hemos recibido tanta ayuda, permitidnos que nos dirijamos una vez más a ellos con esta pregunta: «¿Qué edad tienen los océanos que cubren gran parte de la Tierra?» Aquí la respuesta no puede ser tan exacta. Fue Edmund Halley, el

mismo astrónomo que predijo la periodicidad del cometa que lleva su nombre, el primero que, basándose en el hecho de que la concentración en sales del agua de los océanos es debida principalmente a las sales aportadas por los ríos, propuso un método para determinar esta edad de los mares, hace ya más de dos siglos. En efecto, todo el mundo sabe que el agua de río contiene pequeñas cantidades de sales en solución que le dan un gusto diferente al agua de lluvia. Estas sales fueron arrastradas desde la superficie rocosa de la Tierra, la mayor parte de ellas por medio de arroyuelos y corrientes que se precipitan por las laderas montañosas hacia los valles. El agua de río almacenada en las hondonadas del océano se evapora; el vapor forma nubes que caen de nuevo transformadas en lluvia sobre los continentes en un ciclo constante. Y como las sales no se evaporan, continúan acumulándose en los océanos, que van gradualmente aumentando su salinidad. El método de Halley consiste en dividir la cantidad total conocida de sal disuelta en la actualidad en los océanos por la cantidad también conocida de sal aportada anualmente a los mares por los ríos: de esta manera encontramos que la concentración en sal de los océanos se incrementa en la millonésima parte del 1 por 100 en cada siglo. De aquí se deduce que, si las condiciones de la actualidad no cambian en el futuro, todos los océanos estarán saturados de sales (siendo este límite de saturación el de 36 por 100) en unos 3,5 billones de años, y entonces serán todos los mares iguales al mar Muerto o Gran Lago Salado, deduciéndose asimismo que los ríos deben de haber estado corriendo alrededor de unos trescientos millones de años, a juzgar por la cantidad de sales recogidas en los océanos (3 por 100).

Este número parece, no obstante, demasiado pequeño, porque es sabido que la velocidad de depósito de las sales es, por lo menos ahora, muy alta. La razón de esto hay que buscarla en el hecho de que durante la mayor parte de la historia de nuestro globo la superficie de los continentes fuera muy lisa. Las viejas montañas habían quedado sumergidas por completo en el fondo de los océanos, y las nuevas todavía no se habían formado por la gradual contracción de la corteza terrestre, en la que los geólogos cuentan al menos diez de tales períodos sucesivos de levantamiento de las montañas. Y conforme a esto, se calcula, aunque muy por encima, que la acción erosiva de los ríos durante este período de aplanamiento terrestre, no debió de ser mayor del 1 por 100 de lo que es en la actualidad. Esto arrojaría una cifra para definir la edad de los océanos de unos cuantos billones de años, cifra que concuerda con la que se da para la edad de las más antiguas rocas.

LA EDAD DE LA LUNA

Después de agradecer a la geología toda esta valiosa información, permitidnos que volvamos ahora la vista a la astronomía para preguntarle por la edad de varios cuerpos celestes, empezando con esta interrogación: «¿Qué edad tiene la Luna?» Desde un principio aprendimos que nuestra reina de la noche no siempre estuvo donde ahora, sino que en un lejano pasado se hallaba tan cerca de la Tierra, que casi hubiera podido uno tocarla alargando el brazo por encima de la cabeza, en el caso de que en aquella época, claro está, hubiesen podido existir algunos animales que tuvieran manos y cabeza. Como demostró el astrónomo inglés George Darwin (hijo del célebre biólogo Charles Darwin) en su trabajo, la Luna está alejándose constantemente de la Tierra. Su distancia a ésta aumenta en la proporción de 12 centímetros cada año. Ni que decir tiene que ni aun con los más precisos instrumentos sería posible medir tan pequeñísimo aumento en una distancia como la que hay de aquí a la Luna y que esta conclusión se logró por un camino indirecto, pero, no obstante, perfectamente seguro.

Para comprender bien todo, debemos recordar que las interacciones entre la Luna y la Tierra, donde son más evidentes es en el fenómeno de las mareas, debido a la atracción que ejerce la Luna sobre los océanos terrestres. A su vez, las mareas, moviéndose en tomo a nuestro globo, encuentran resistencia en las orillas de los continentes que hallan a su paso. Si pudiéramos observar el conjunto Tierra-Luna desde un punto fijo del espacio, se nos aparecería el volumen de la Tierra girando entre dos pleamares en forma parecida a como el eje de una rueda gira entre las dos zapatas del freno. Podríamos esperar, pues, según esta imagen, que la velocidad de la rotación terrestre fuese disminuyendo gradualmente y que esto, a su vez, provocase un gradual crecimiento en la duración de nuestro día, lo cual, de acuerdo con una ley fundamental de la mecánica, que se conoce con el nombre de ley de conservación del momento angular, daría lugar a un período mayor de rotación de la Luna (mes) y a un gradual incremento de la distancia de ésta a la Tierra.

Se ha calculado que la fricción de las mareas producirá un alargamiento del día de alrededor de una milésima de segundo por siglo, y la del mes en un octavo de segundo por siglo, aparte del aumento de la distancia entre la Tierra y la Luna que acabamos de ver. Por muy poca cosa que estas cifras puedan parecer, lo cierto es que estos cambios en las duraciones del día y del mes pueden comprobarse directamente por la observación astronómica. Debido a ellos, la posición del Sol entre las estrellas fijas se adelanta en 0,75 según dos de arco, y la posición de la Luna en 5,8 segundos de arco cada siglo. Las observaciones actuales dan los valores de 1,5 ±0,3 y 4,3 ±0,7, cifras que coinciden razonablemente con el efecto calculado. En consecuencia, poca duda puede cabemos sobre la seguridad del aumento medido entre la distancia de la Tierra y la Luna.[7]

Si dividimos la distancia actual a la Luna (365 000 km) por la velocidad de alejamiento que acabamos de calcular (12 cm por año), encontraremos que la Luna debió de haber estado prácticamente en contacto con la Tierra hace unos cuatro billones de años. Y un resultado sorprendente de estos cálculos es que, por aquella época, la duración de un mes, o sea la del período de la órbita lunar, era igual a la longitud de un día, es decir, el período de la rotación terrestre, y lo más sorprendente todavía es que ambos ¡sólo equivalían a siete de nuestras horas actuales!

En aquellas primeras épocas, la Luna debía de pender inmóvil sobre el mismo punto de la superficie terráquea en que había nacido, arrancada de la superficie materna por la fuerza de las mareas del Sol. Podemos, con toda propiedad, llamar a este estado primitivo de nuestro satélite Luna hawaiana, puesto que pasó toda su juventud en su lugar de nacimiento, que fue el océano Pacífico. Parece, en efecto, que existe la evidencia de que la cuenca del Pacífico no es sino una gigantesca cicatriz en la piel granítica de la madre Tierra que recuerda constantemente el nacimiento de su primera y única hija.

LA EDAD DEL SOL Y LA DE OTRAS ESTRELLAS

¿Qué decir sobre la edad del Sol y la de otras estrellas? ¿Qué edad tienen? Podemos entrar en el cálculo sobre la edad de la Vía Láctea y la de la gigantesca familia estelar de la que nuestro Sol es un miembro humilde, investigando en los manantiales de energía que mantienen a estas mismas estrellas ardientes y luminosas. Es un hecho establecido que la energía generada en las estrellas es producida por la transformación gradual de su hidrógeno primitivo en helio. (Este punto se trata con más extensión en el capítulo V.) Se sabe que la transformación nuclear del hidrógeno en helio libera 2 x 10-13 calorías por cada átomo de hidrógeno empleado. Y como nuestro Sol, por ejemplo, libera 1026 calorías por segundo, debe consumir, por tanto, 5 x 1038 átomos, o sea alrededor de 800 millones de toneladas de hidrógeno por segundo. Por otra parte, también sabemos que el hidrógeno constituye por lo menos el 50 por 100 de la masa total del Sol, que es de 2 x 1027 toneladas. De aquí que deba

años para consumir todo su contenido de hidrógeno. Parece, sin embargo, que el Sol puede usar sólo alrededor del 20 por ciento de su hidrógeno, la cantidad contenida en su núcleo central convectivo. Esto rebaja su período vital total a 10 billones de años. Pero debemos recordar que las estrellas tienen diferentes ciclos vitales según su tamaño y que pueden existir algunas que, teniendo la misma edad cronológica, estén, no obstante, en muy diferentes etapas en su evolución. En efecto, una estrella pequeña, una mediana y una grande nacidas en la misma fecha pueden haber alcanzado en el presente diferentes grados de desarrollo, comparables, por ejemplo, a los que alcanzan un ratón, un perro y un ser humano, todos de un año de edad.

La razón del diferente ciclo vital de las estrellas puede hallarse en el hecho de que el brillo estelar crece proporcionalmente al cubo de la masa de la estrella; de este modo, una estrella que posea una masa doble de la de nuestro Sol consume su combustible con una velocidad ocho veces mayor; y como este combustible es solamente dos veces el del Sol (en proporción con la masa total), el ciclo vital de tal estrella será solamente de 1/4 del ciclo del Sol. Esta diferencia en los lapsos vitales de las estrellas presta un método muy adecuado para calcular las edades de la población estelar de nuestra galaxia. Por primera providencia, la observación demuestra, de manera inequívoca, que existe una profunda diferencia entre aquellas estrellas que son menos pesadas que cuatro veces la masa solar y aquellas que aventajan esta cifra. Las estrellas del primer grupo constituyen el volumen principal de la población estelar y son miembros muy tranquilos de esta sociedad. Pero en cuanto cruzamos el límite de las que contienen una masa mayor que cuatro veces la del Sol, nos hallamos con que el número de estrellas de esta clase se reduce drásticamente, y las pocas que entran en esta categoría se conducen de una manera más bien extraña, girando muchas de ellas alocadamente alrededor de sus ejes, lanzando corrientes de material caliente de sus franjas ecuatoriales.[8] Entre estos dos grupos principales están las estrellas que, al menos en apariencia, tienen un estado muy inestable y son capaces de toda clase de juegos celestiales. Algunas de ellas se hinchan hasta alcanzar un enorme tamaño y empiezan una especie de pulsación periódica con cambio en su brillo: son las llamadas cefeidas variables. Otras sufren fenómenos de explosiones alternas, que pueden ser desde destellos secundarios, como los de las explosiones periódicas de las estrellas U de los Gemelos, hasta las

erupciones grandiosas de las supernovas, que se transforman temporalmente en una sola estrella, tan luminosa como toda la galaxia entera a la que pertenecen.

En el capítulo V se entra en un examen más detallado de estas pulsaciones y explosiones de estrellas, que parecen ser los síntomas de su decadencia, las convulsiones finales de las que ya casi han consumido sus primeras reservas de combustible. Utilizando, pues, las relaciones anteriormente mencionadas entre las masas estelares y el ciclo vital de las estrellas, encontramos que la edad media de las que ahora se aproximan a su muerte térmica oscila alrededor de los cinco billones de años. Llegamos, por tanto, a la conclusión de que la mayor parte de las estrellas que forman el sistema de la Vía Láctea nacieron hace unos cinco billones de años, y que las otras pocas de mayor tamaño observadas en el cielo, son de origen más reciente. Como se explica con más minuciosidad en el capítulo V, la rápida velocidad de rotación observada en las de mayor tamaño debe ser atribuida en parte a su relativa juventud. Conforme el tiempo pasa y nuestro universo estelar se hace más y más viejo, estrellas de masa cada vez más pequeñas se aproximarán gradualmente al fin de su vida natural y, hacia el año 5. 000.000.000, nuestro propio Sol tendrá asegurada su muerte.

LA EDAD DE LOS CÚMULOS GALÁCTICOS

Otro sistema de calcular la edad de la población estelar de nuestra galaxia se basa en el estudio de la conducta puramente mecánica de las estrellas que forman los denominados cúmulos galácticos; éstos son grupos íntimamente entrelazados de estrellas que se mueven juntos a través de los enjambres de otras estrellas en la Vía Láctea. Uno de esos grupos, encontrado en la constelación del Toro, se muestra en la figura 2. Las flechas indican el desplazamiento de los miembros del grupo al cabo de quinientos siglos. Observamos que el movimiento muestra un efecto parecido al de un carril ferroviario, lo que indica que este grupo particular de estrellas se está moviendo bastante descentrado del Sol y alejándose de él. Podemos deducir de esto que tales grupos estelares, que aparentemente se formaron en el origen común de una gigantesca y única nube de polvo, no pueden mantenerse unidos durante un período infinito de tiempo: como consecuencia de la interacción de sus fuerzas de gravedad y las de otras estrellas, deben disiparse y dispersarse poco a poco al encontrarse unas masas de estrellas en el camino de otras. Cálculos llevados a cabo por B. T. Bock en Harvard demuestran que el término medio de la vida de tales cúmulos estelares debe andar entre uno y diez billones de años. Y puesto que existen aún varios cientos de estos cúmulos en nuestro sistema, la edad de la Vía Láctea no puede ser mayor de unos cuantos billones de años.

LA EDAD DE LA VÍA LÁCTEA

Un método algo más general para determinar la edad de todas las estrellas que forman la Vía Láctea es el que se basa en el estudio de la distribución de la energía entre ellas. Como es sabido, todas estas estrellas tienen dos clases de movimientos: uno, el movimiento regular y vertiginoso de cada una de ellas alrededor de nuestra galaxia, y otro, irregular o desordenado, parecido al movimiento producido por el calor en las moléculas de un gas. Debido a las interacciones gravitatorias entre los miembros de este enjambre gigante, se afectan y varían los movimientos de unas y de otras; pero puede esperarse que después de cierto período de tiempo se llegue a una distribución bien definida de velocidades. De acuerdo con las leyes de la mecánica estadística, esta distribución final de velocidades debe corresponder a la llamada equipartición de la energía cinética, siendo la velocidad de cada estrella inversamente proporcional a la raíz cuadrada de su masa.

Estas leyes rigen particularmente la distribución de la velocidad (de las diferentes moléculas) en una mezcla de gases. Así vemos que en una mezcla de hidrógeno y oxígeno la velocidad media de las moléculas del oxígeno equivale a una cuarta parte de la de las moléculas del hidrógeno, mientras que la masa de éste es dieciséis veces mayor que la de aquél. No obstante, en tanto que en un gas ordinario ese reparto de energía se establece en una fracción despreciable de segundo, el proceso similar en un gas de estrellas emplea un tiempo considerablemente más largo. F. Gondolatsch, astrónomo alemán, ha demostrado en un trabajo reciente que en el momento actual tal reparto de energía cinética entre las estrellas vecinas del Sol no se ha podido establecer aún de una manera definitiva, aunque sí llegar a la conclusión de que sólo falta alrededor del 2 por 100 del punto definitivo para este establecimiento, lo que significa que, de acuerdo con esta teoría, este sistema estelar cuenta con una existencia comprendida entre dos y cinco billones de años.

Observamos, pues, que cuantas veces tratamos de investigar la edad de alguna parte o propiedad del universo, siempre obtenemos la misma respuesta aproximada: UNOS CUANTOS BILLONES DE AÑOS.

Es cierto que las respuestas se diferencian algo en cuanto al número exacto de billones, pero todas están de acuerdo en lo que respecta al orden general de magnitud. De ello parece deducirse que debemos rechazar la idea de un universo inmutable y admitir que los hechos básicos que caracterizan al universo tal cual lo conocemos hoy son el resultado directo de algún proceso evolutivo que debe de haber comenzado hace unos pocos billones de años. Asimismo, podemos admitir también que en un remoto pasado nuestro universo era considerablemente menos diferenciado y complejo que lo es ahora, y que el estado de la materia de entonces quedaría bien reflejado en el concepto ya clásico de caos primitivo. Y, en efecto, existen muchos signos evidentes, aunque empíricos, como se mostrará en los próximos capítulos, que subrayan la dirección que acabamos de indicar. De esta manera el problema de la cosmogonía científica, después de adoptar esta hipótesis, se puede formular en el sentido de un intento de reconstruir el proceso evolutivo que permitió llegar de la sencillez de los primeros días de la Creación a la inmensa complejidad actual del universo que nos rodea. En estas investigaciones nos ayudará mucho la teoría de la expansión del universo, que se estudia en el capítulo II.

La creación del universo
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