Capítulo IV

LA JERARQUÍA DE LAS CONDENSACIONES

PRIMERAS NUBES

Tras completar totalmente las especies atómicas que se habían formado durante la primera hora de expansión, nada de particular interés ocurrió en los siguientes treinta millones de años. El gas caliente constituido por los átomos recién formados continuó expansionándose, y gradualmente la temperatura fue descendiendo. Cuando ésta pasó de los billones de grados originales a tan sólo unos cuantos miles de grados, aquella porción de gas formada por vapores de varios elementos con altos puntos de fusión se condensó en forma de polvo fino que continuó flotando en la mezcla primitiva de hidrógeno y helio. Esta mezcla de gas y polvo (un miligramo de gas y varios microgramos de polvo por cada millón de kilómetros cúbicos de espacio) existe aún en el espacio interestelar, siendo causa de las llamadas líneas de absorción interestelar y del enrojecimiento de las estrellas más lejanas. Algunas veces este material interestelar se acumula en nubes gigantescas de formas irregulares, que se conocen como nebulosas luminosas o nebulosas oscuras, según estén iluminadas o no por las estrellas vecinas (láms. IV y V); si este estado de cosas hubiera continuado indefinidamente, el universo de hoy no contendría nada que no fuera esta mezcla de gas y polvo muy diluida, con temperatura próxima al cero absoluto. Sabemos, no obstante, que ahora la materia del universo se halla grandemente diferenciada, formando galaxias, estrellas y planetas. ¿Cuándo y por qué se produjo esta diferenciación? La respuesta a este problema radica en la relación entre las densidades de la radiación y las densidades del gas estudiadas en los capítulos anteriores. Hemos visto que durante las etapas primitivas de la expansión la densidad-masa de la radiación contenida en cualquier volumen de espacio superaba con mucho a la densidad de la materia ordinaria. En este período la energía radiante era el agente rector de la evolución del universo; los átomos eran sacudidos con facilidad al chocar con los poderosos cuantos de luz; y como ésta, por su naturaleza radiante, había de ocupar el espacio uniformemente, la distribución de la materia ordinaria también hubo de ser realmente uniforme. Pero, como también hemos visto, la expansión del universo iba poco a poco disponiendo las cartas en favor de la materia, y hubo de llegar ocasión en que la masa-densidad de la energía radiante se situara por debajo de la densidad de la materia ordinaria. A partir de entonces la materia tomó sobre sí el papel directivo del proceso evolutivo, y es lógico suponer que el presente estado de alta diferenciación del material universal es el resultado de este cambio de dirección. Es difícil que nadie ponga en duda que el primer papel en lo acontecido cuando la materia se adueñó de todo fue representado por la fuerza de la gravedad newtoniana, actuando sobre las partículas materiales esparcidas casi uniformemente a través del espacio. Como demostró el famoso astrónomo británico James Jeans, hace casi medio siglo, un gas sometido a las fuerzas de

gravitación y que llena un espacio ilimitado es intrínsecamente inestable y tiende a romperse en gigantescas nubes separadas (figura 18). Esta inestabilidad proviene del hecho de que las condensaciones locales embrionarias, que se formaron en aquel gas por causas puramente accidentales, se preservaron de una nueva disolución mediante la acción de las fuerzas gravitatorias. Tales condensaciones ocasionales ocurren en menor escala en el aire atmosférico ordinario, pero las fuerzas de la gravedad son demasiado débiles para mantenerlas unidas. Sin embargo, para mayores masas de gas, las fuerzas de la gravedad llegan a ser cada vez más importantes, y en las condensaciones en gran escala que se pueden formar en el espacio ilimitado, estas condensaciones no serán capaces de disolverse otra vez por sí mismas. El resultado es que el gas se fragmenta en grandes nubes individuales con un vacío casi completo entre ellas.

El tamaño de estas condensaciones está determinado por la condición de que la fuerza potencial de la gravedad en su superficie debe ser mayor que la energía del movimiento térmico de las partículas gaseosas, de tal modo que, una vez constituida la condensación, las partículas que la forman no pueden escapar de su campo de gravedad. Éste es el mismo importante concepto de velocidad de escape que aplicamos antes al problema de la expansión ilimitada del sistema de las galaxias. Es fácil calcular[21] los radios y masas de tales condensaciones en un gas originalmente uniforme, de densidad y temperatura dadas, mediante las fórmulas:

Si, por ejemplo, aplicamos estas fórmulas al aire atmosférico, empleando una temperatura de 300 grados absolutos y una densidad de 10~3 gramos por centímetro cúbico, obtendremos para el radio de las condensaciones el valor

2x1010 cm = 2 x 105 km, lo que es mucho mayor que el diámetro de la Tierra. Por esto nuestro aire atmosférico no se fracciona en bolas de aire, simplemente porque la capa atmosférica es demasiado delgada.

Tales limitaciones no existieron en el gas primitivo que ocupaba el espacio ilimitado del universo en expansión, y podemos calcular el tamaño de las masas de condensación que se formarían durante varias etapas de su evolución. Empleando la fórmula para los cambios en función del tiempo, de la temperatura y densidad en el universo en expansión[22] y sustituyéndolas luego en la expresión para la masa, encontramos que se elimina el factor tiempo. Así, la masa de las nubes gaseosas primitivas que se formaron en el proceso de fraccionamiento gravitatorio de un material uniforme en su origen, sería siempre la misma, sin que importe en qué etapa de la expansión se desarrolló este proceso de condensación. Sustituyendo por valores numéricos, hallamos que la más pequeña cantidad posible de masa de estas condensaciones es de 1040 gramos, lo que excede de la masa de nuestro Sol en varios millones de veces. Aunque la masa mínima calculada de las nubes de gas primitivo es más pequeña que los valores corrientemente aceptados para las masas de las galaxias individuales, el resultado es aún muy satisfactorio. En realidad, como los valores para la densidad y la temperatura empleados en nuestros cálculos se basaron en los datos puramente nucleares, podemos decir que tenemos aquí un puente o, más bien, un viaducto que une el microcosmo de las partículas nucleares con el macrocosmos de los sistemas estelares.

Se pueden alegar varias razones de por qué el valor calculado para la masa de las condensaciones resulta más corto que el observado para las masas galácticas. En primer lugar, nuestra fórmula nos da solamente la masa mínima, y las condensaciones actuales pueden haber sido fácilmente mucho mayores. Una segunda y mucho más importante razón radica en el hecho de que la fórmula original de Jeans empleada en nuestro cálculo es estrictamente aplicable sólo en el caso de un gas que no esté en expansión. Si, como ocurre realmente en este caso, se efectúa la expansión, se debe hacer la corrección para la energía cinética de las masas de gas que se expanden, y la masa mínima que se mantendría unida por la gravedad debe ser, con toda seguridad, considerablemente mayor. Estos y otros problemas esperan ulteriores estudios más detallados para su solución.

Aunque la masa de las nubes gaseosas primitivas que resultaron de la fragmentación de la distribución originalmente uniforme de la materia, se hizo independiente de la época de su formación, sus dimensiones geométricas dependen, sin duda alguna, de aquellas épocas. En efecto, las nubes formadas durante las etapas primeras de la expansión habrían sido más bien pequeñas y muy densas, mientras que las constituidas más tarde serían mucho mayores y más bien diluidas. El hecho observado de que las diferentes galaxias, aunque no sean iguales, no muestran diferencias apreciables en sus diámetros, indica que debieron de tener todas la misma fecha de formación aproximada. Y sólo es lógico suponer que la época de su formación coincidió con el tiempo en el que la materia sucedió a la energía radiante como factor decisivo y la fuerza de gravedad newtoniana se hizo de importancia fundamental. Podemos obtener la fecha de este acontecimiento suponiendo que, una vez formadas las nubes, su densidad continuó invariable y sólo cambiaron las distancias de unas a otras, creciendo con el tiempo. Como por las pruebas que nos suministra la observación sabemos que el término medio de las distancias entre las galaxias vecinas es alrededor de un ciento de veces mayor que el de sus diámetros

medios, debemos situar la era de la separación en poco más o menos a un centésimo de la edad presente del universo, y su fecha aproximada, cuando el universo tenía unos treinta millones de años. En aquellos tiempos la densidad media de la materia universal debe de haber sido igual a la densidad media dentro de las galaxias individuales, que es del orden de 10~24 gramos por centímetro cúbico. Por otra parte, empleando la fórmula para la variación de la temperatura que se da en el capítulo III, hallamos que a la edad de treinta millones de años, el universo tuvo una temperatura de alrededor de los 300 grados absolutos, en tanto que la densidad de la masa radiante era también de 10~24 gramos por centímetro cúbico.[23] Este resultado confirma nuestra idea de que la formación de las primeras nubes fue en la época en que la densidad masiva de la energía radiante estaba descendiendo por debajo de la densidad de la materia ordinaria.

Si pudiéramos tener en nuestras manos la máquina del tiempo de H. G. Wells y hacer retroceder aquél hasta el año 30.000.000 después de la creación, nos encontraríamos flotando en un vacío casi completo, comparable al que existe hoy en el espacio entre las estrellas en el interior de nuestra galaxia. A nuestro alrededor todo yacería oscuro como la pez, ya que el brillo tremendo de los primeros días de la creación (comparable al centro de una explosión de bomba atómica) habría sido por entonces completamente oscurecido por el proceso de expansión, y las estrellas que hoy iluminan el universo no se habrían formado todavía. No obstante, dispondríamos de un calorcillo confortable, puesto que la temperatura media que prevalecía en aquella época era de unos 300 grados absolutos poco más o menos, próxima a lo que se puede llamar temperatura de habitación.

Antes de abandonar el tema de la formación de las protogalaxias gaseosas, debemos mencionar otro factor que indudablemente desempeñó un importante papel en su constitución. Como hemos visto en el capítulo II, la energía potencial de la gravedad newtoniana entre las galaxias de hoy ascendía sólo, poco más o menos, al 1 por 100 de su energía cinética de movimiento. En otras palabras, las galaxias están hoy completamente desvinculadas de sus atracciones gravitatorias mutuas. No obstante, echando una ojeada retrospectiva en el tiempo, hallamos que en la época de la separación galáctica, las distancias mutuas entre las galaxias eran tan sólo del 1 por 100 de las actuales, y consecuentemente sus mutuas energías gravitatorias debían haber sido cien veces mayores. Tenemos, pues, que en aquellos tiempos la mutua repulsión de las galaxias estaba todavía fuertemente entorpecida por su atracción recíproca de la gravedad. Esta situación es parecida a la de un cohete que tiene velocidad mayor que la de escape, pero que en el momento en que se considera, está todavía trepando a través del campo gravitatorio de la Tierra y perdiendo velocidad durante esa marcha.

De este modo, el rompimiento en su origen y fraccionamiento subsiguiente del material del universo que se expandía de una manera uniforme, se produjo en cuanto este material cesó de ser «gravitatoriamente coherente». Si la teoría de la separación galáctica es cierta, difícilmente puede existir duda de que este fenómeno tiene que haber estado estrechamente vinculado con la desaparición de la coherencia que presta la gravedad a las masas en expansión, así como con la pérdida del principal papel de la energía radiante.

ROTACIÓN GALÁCTICA Y TURBULENCIA

Cuando un volumen de material continuo se rompe violentamente en varios fragmentos, éstos se separan girando rápidamente como lo hacen las piezas de una granada de artillería que estalla en el aire. Partiendo de consideraciones basadas en la mecánica general, se puede esperar que la energía utilizable sea más o menos uniformemente distribuida entre los movimientos traslatorios y rotatorios de los fragmentos. Y en realidad sucede, como mostramos en los comienzos del capítulo II, que las energías rotatorias y de traslación de las galaxias son del mismo orden de magnitud.

En relación con el grado de rotación obtenido por varias protogalaxias durante el proceso de separación, sus cuerpos gaseosos deben de haber tenido diferentes formas. Los pocos de ellos que por pura casualidad recibieran sólo cantidades pequeñísimas de energía rotatoria adoptarían forma aproximadamente esférica, mientras que otros tomarían figura de elipse, con más o menos grados de alargamiento, según su velocidad rotatoria (fig. 19). Sin embargo, la mayoría de

estos fragmentos originalmente gaseosos tuvieron tan altas velocidades de rotación que sus cuerpos se aplastaron en forma de lentes y empezó a fluir material por los bordes agudos para constituir el cuadro familiar de los brazos en espiral. A pesar de la gran cantidad de trabajos que se han realizado para comprender las diversas formas de brazos en espiral y los detalles sobre sus orígenes, nuestro conocimiento sobre tales problemas todavía dista mucho de ser completo. No obstante, recientes estudios indican que los brazos en espiral desempeñan en la estructura general de las galaxias un papel considerablemente menos importante de lo que se podría creer a primera vista. El principal volumen del disco galáctico parece estar constituido por una multitud de estrellas que giran en órbitas regulares y circulares alrededor del centro de la galaxia, en tanto que los brazos están formados por corrientes de gas pulverulento muy diluido que son capturadas por la rotación general del sistema y arrolladas en forma de espirales (fig. 20).

Las protogalaxias originales estaban formadas enteramente por gas frío, sin ninguna estrella todavía. ¿Cómo aparecieron éstas? Para responder a esta pregunta debemos partir de la observación de que la rotación de las masas de gas que en un principio constituían las protogalaxias, no se efectuaría posiblemente de una manera suave y uniforme. Las masas gaseosas próximas al borde han debido de tener una tendencia a rotar con menor velocidad angular, o sea con períodos de rotación más largos que las estrellas colocadas más en el interior. En nuestro sistema planetario, los períodos de rotación aumentan con las distancias suponiendo al Sol en el centro, alcanzando desde tres meses para Mercurio hasta ciento sesenta y cinco años para Neptuno. Pero mientras los planetas están separados por una gran porción de espacio vacío y no se estorban en sus movimientos, la situación en un disco rotatorio gaseoso será más parecida a la de un río rápido cerca de una curva. El flujo regular (laminar) del agua se ve forzado a fragmentarse en multitud de movimientos irregulares en pequeña escala y llevados todos por la corriente principal hacia adelante. Esta irregularidad del movimiento, que se conoce con el nombre de turbulencia, es

un factor muy importante en todos los campos de la dinámica de los fluidos desde el diseño del ala de un avión a la explicación del origen de las estrellas y los planetas. Podemos ver el movimiento turbulento en la superficie de un río que fluye rápidamente cuando lo miramos desde un puente; de manera parecida podemos sentir esta turbulencia en nuestro rostro, azotado por rachas discontinuas de aire. La turbulencia en un medio fluido es un movimiento muy complejo y completamente desordenado, que no es fácil representar mediante un sencillo esquema o diagrama. Quizá la representación más aproximada de lo que es realmente la turbulencia nos la dé la figura 21, en la que las corrientes turbulentas individuales están representadas esquemáticamente por flechas de diferentes tamaños. Si observamos este diagrama desde cierta distancia, vemos primero las flechas grandes como entrelazadas. Una observación más detenida nos mostrará, sin embargo, cómo las flechas grandes están constituidas por un gran número de otras más pequeñas, que a su vez se hallan formadas por otras de menor tamaño aún. Extendido este cuadro en las dos direcciones, de tal manera que las flechas mayores sean casi tan grandes como el volumen total del fluido, y las menores casi tan pequeñas como las moléculas individuales, tendréis un reflejo bastante claro de lo que es realmente el movimiento turbulento. L. F. Richard— son lo describe de forma elegante en estos versos:

Grandes remolinos con pequeños remolinos, que se alimentan de su velocidad; y pequeños remolinos con remolinos más pequeños, y así sucesivamente hasta la viscosidad.

Para dibujar todo esto, las flechas de cada categoría se muestran en la figura 21 casi del mismo tamaño. En realidad, la jerarquía de las corrientes turbulentas igual incluye todos los tamaños de flechas que todas las direcciones del movimiento. El movimiento turbulento dentro de un fluido lo mismo incluye el movimiento rotatorio que los movimientos traslatorios de sus diferentes elementos, y debido precisamente a su tipo de movimiento rotatorio las corrientes turbulentas son conocidas, por lo común, con el nombre de remolinos. Sería falso pensar que los remolinos turbulentos mantienen su individualidad durante largo tiempo, permitiéndonos representar al movimiento turbulento, una vez dada la posición de los remolinos diferentes, en intervalos de tiempo adecuadamente escogidos. La realidad es que la vida del remolino individual es muy corta; corrientemente desaparece tras recorrer una distancia comparable a la de su propio diámetro, dando lugar a nuevos remolinos, que se pueden mover en una dirección por completo diferente. La presencia del movimiento turbulento en un fluido que se mueve, hace que éste aumente su fricción interna, conocida con el nombre de viscosidad turbulenta. Si, por ejemplo, la hélice de una lancha motora no fuese a producir más que un flujo laminar detrás de su popa, la lancha difícilmente sería impulsada, y se movería a paso de tortuga. Lo mismo podemos decir de la hélice de un avión; por otra parte, las alas deberían estar diseñadas para evitar el movimiento de turbulencia de su superficie, permitiéndoles deslizarse a través del aire por la menor resistencia posible.

De una primera ojeada, parece imposible desarrollar una teoría de cierta consistencia sobre un movimiento tan complejo e irregular como el que presenta un flujo turbulento, y hasta muy recientemente, el estudio de la turbulencia fue llevado a cabo (la mayor parte de las veces con fines de ingeniería) sobre bases puramente empíricas. Pero durante los años recientes la teoría de la turbulencia se ha trasladado a bases estrictamente matemáticas, debido en gran parte a los trabajos de G. I. Taylor en Inglaterra, Theodore von Karman en los Estados Unidos, A. N. KolmogorofF en Rusia y Wemer Heisenberg en Alemania. Uno de los principales resultados de esta investigación fue la deducción del llamado espectro de energía del movimiento turbulento. El movimiento de los remolinos implica grandes cantidades de energía cinética, que está continuamente siendo transferida desde los remolinos mayores a los más pequeños, en todo el sistema que va desde el movimiento en gran escala del fluido, al movimiento molecular de las partículas que componen éste. Sabemos que en toda clase de fricción, la energía cinética del movimiento se transforma en calor; en el caso particular de la fricción turbulenta, esta transformación se lleva a cabo por medio de los remolinos en jerarquía, que van disminuyendo de tamaño. El problema que podemos plantear aquí es el siguiente: ¿Cuánta energía se almacena en los remolinos de diferente tamaño? (¿cuál es su espectro de energía?); o, en otras palabras, ¿cuáles son las velocidades de las distintas corrientes irregulares que constituyen el movimiento turbulento? Consideraciones teóricas, demasiado complicadas para ser ni siquiera apuntadas aquí, permiten llegar a la conclusión de que la velocidad de distribución entre los remolinos de diferente tamaño se halla gobernada por la llamada ley de KolmogorofF, que puede escribirse así:

A menor tamaño de un remolino corresponde velocidad más pequeña. Imaginemos, por ejemplo, una gran corriente turbulenta de agua en un canal de

10 metros de ancho. Los remolinos de tamaño comparable a la anchura del canal tendrán velocidad comparable a la velocidad total del flujo. Los remolinos de un centímetro de diámetro tendrán una velocidad aproximada de una décima de esta velocidad:, y los remolinos que tengan solamente diez micrones tendrán una centésima de la velocidad de la comente principal.

Llegamos ahora a un problema muy importante: el de las condiciones en que un flujo laminar irregular de fluido se romperá en remolinos turbulentos. Estas condiciones fueron establecidas en forma puramente empírica por el físico británico Osborne Reynolds, quien estudió la corriente de varios líquidos a diferentes velocidades a través de tubos de diferentes diámetros. Halló que el flujo laminar regular de un líquido siempre se fragmenta en remolinos turbulentos cuando la velocidad de la corriente rebasa un cierto límite, que es menor para los tubos más anchos y para los líquidos de viscosidad más pequeña. Estos hallazgos, que se ilustran en la figura 22, se pueden resumir mediante una sencilla fórmula empírica:

donde el coeficiente sin dimensiones R es conocido como el número de Reynolds. Si la densidad y viscosidad del fluido y la velocidad y anchura de la corriente son tales que el número definido por la ecuación anterior es menor que alrededor de 1000, la corriente continuará siendo laminar; si el número es mayor que 1000, aparecerá el movimiento turbulento. Wemer Heisenberg, en un reciente trabajo, da el fundamento teórico de la condición empírica para la aparición del movimiento turbulento obtenida por Reynolds; pero de nuevo tenemos que renunciar aquí a describir tal teoría por ser demasiado complicada.

SURGEN LAS ESTRELLAS

Podemos aplicar ahora el concepto del movimiento turbulento, al tratar de lo que debió de suceder en las protogalaxias gaseosas como resultado de su rotación, adoptando la tendencia de las ideas expuestas por el físico y cosmólogo, alemán Cari von Weizsácker. Merced a la teoría cinética de los gases, se encuentra que la viscosidad gaseosa (o fricción interna) está dada por el producto de la densidad del gas, la velocidad térmica de las moléculas gaseosas y su recorrido libre entre los choques sucesivos. Incluyendo estos símbolos en la fórmula de Reynolds, obtendremos

Las diferencias de velocidad entre las distintas partes de las galaxias gaseosas que giraban debe haber sido, por lo menos, de 10 km por segundo, mientras que la velocidad térmica de las moléculas gaseosas a las bajas temperaturas que imperaban por aquellos tiempos, era desde luego de menos de 1 km por segundo. El recorrido libre medio de las moléculas en el gas muy diluido que formaban las galaxias primitivas debe de haber sido de 1016 cm. Sin embargo, esta distancia significa tan sólo la recorrida por una centésima parte de un año-luz y, por tanto, es sensiblemente pequeña en comparación con las dimensiones geométricas de las galaxias. Vemos, pues, que el número de Reynolds adquiere un valor demasiado grande, mucho mayor que el valor crítico 1000, de tal manera que el movimiento del gas en las protogalaxias primitivas debe de haber sido necesariamente turbulento, provocando la ruptura de aquél en remolinos de todos los tamaños. El movimiento turbulento de los gases se distingue del de los líquidos ordinarios por el hecho de que los materiales gaseosos poseen un alto grado de compresibilidad, por lo que la jerarquía de los remolinos, empujándose y echándose los unos contra los otros, provocará una jerarquía de compresiones locales y temporales del material gaseoso. Estas compresiones locales son especialmente pronunciadas cuando las velocidades de la corriente son mayores que la velocidad del sonido en el material en cuestión (flujo supersónico), que es exactamente lo que acontece en este caso. En cualquier gas la velocidad del sonido es igual a la velocidad térmica de sus moléculas, y ya se ha comprobado que las velocidades del flujo en las protogalaxias (así como en el del gas interestelar de hoy) fueron considerablemente mayores que la velocidad térmica del movimiento molecular.

Si no existieran las fuerzas de la gravitación, las condensaciones locales causadas por el movimiento turbulento se formarían y resolverían sin resultados permanentes de ninguna clase. Sin embargo, la presencia de la gravedad newtoniana impedirá la resolución de tales condensaciones, que llegarán a ser tan grandes como para satisfacer la opinión de Jeans sobre la inestabilidad gravitatoria. En lugar de expansionarse de nuevo y mezclarse con otras masas gaseosas, tales grandes condensaciones locales deben de haber continuado contrayéndose bajo su propio peso en esferas individuales de gas denso. Como resultado de la contracción, la temperatura de estas esferas gaseosas se eleva rápidamente y sus superficies calentadas empiezan a emitir primero rayos caloríficos y poco después otros de más corta longitud de onda que corresponden a la luz visible. En cierta etapa de su contracción, la temperatura central de estas protoestrellas alcanzó el punto de ignición de las reacciones termonucleares, y de este modo se puso en acción el poderoso manantial de la energía nuclear, quedándose las estrellas en el estado en que las conocemos actualmente. Todo este proceso de formación estelar no puede haber durado más allá de unos cuantos centenares de millones de años, es decir, una pequeña fracción de la presente edad del universo. Cuando este proceso concluyó, las en un principio frías y oscuras masas gaseosas de las protogalaxias se transformaron en los familiares gusanos de brillantes estrellas.

Pero aun cuando esta transformación de las protogalaxias gaseosas originarias en las galaxias estelares de hoy ocurrió hace billones de años, las galaxias todavía conservan señales de su primera juventud. En efecto, sin la hipótesis de que en algún tiempo las galaxias estuvieran constituidas enteramente por gas, no podrían tener explicación sus actuales formas regulares de cuerpos fluidos que giran. Las estrellas que forman las galaxias actuales están esparcidas a través del espacio tan tenuemente que con dificultad puede haber alguna ocasión en la que el movimiento de una influya sobre la otra. Se ha calculado que durante la vida total de una galaxia han existido muy pocos casos de dos estrellas que se aproximen lo suficiente para desviarse en sus trayectos originales merced a las fuerzas de mutua atracción gravitatoria, y no ha existido probablemente ningún caso de choque frontal en la actualidad. En tales circunstancias, los enjambres de estrellas que forman las galaxias nunca hubieran podido adquirir las formas elipsoidales regulares y habrían permanecido como nubes estelares irregulares y sin forma para siempre jamás. El hecho de que, con muy pocas excepciones, tales como las de las dos Nubes de Magallanes, las galaxias posean las formas regulares de los cuerpos fluidos en rotación, puede comprenderse sólo suponiendo que estas formas galácticas se originaron cuando las galaxias estaban todavía en estado gaseoso y que la configuración general no ha cambiado por la condensación de las masas gaseosas en estrellas. Podemos hablar de ellas como de formas galácticas fosilizadas, por analogía con los fósiles geológicos, tales como la madera petrificada, que conserva la forma exacta y la estructura de un organismo vivo, aunque los compuestos inorgánicos fueran sustituidos por el material original hace mucho tiempo.

La teoría de las formas fosilizadas tiene considerable interés desde el punto de vista de la historia de la evolución galáctica. El autor de esta obra, aplicando dicha teoría en un trabajo en colaboración con G. Keller y J. Beltzer, consiguió explicar varios hechos desconcertantes. La teoría explica, por ejemplo, por qué los cuerpos centrales de las galaxias en espiral, así como los de las galaxias elípticas, parecen dar vueltas como los cuerpos rígidos, es decir, con velocidades lineales proporcionales a las distancias de los ejes de rotación. Este hecho fue establecido primero mediante la observación, midiendo el corrimiento Doppler

de la luz emitida desde las diferentes partes de las galaxias en rotación, como se muestra en la figura 23. La ranura de un espectrógrafo se colocó en diferentes posiciones a través de una galaxia elíptica vista de canto, y se midió el desplazamiento Doppler de una línea del espectro. En todos los casos, este corrimiento, que nos da la velocidad lineal de las masas galácticas a lo largo de la visual, fue directamente proporcional a la distancia desde los ejes. ¿Cómo pueden las galaxias, constituidas por estrellas que prácticamente no presentan interacción mutua, poseer una rotación igual a la de los cuerpos rígidos? La

explicación de esta paradoja parte de la teoría de las formas fosilizadas que se ilustra en la figura 24. El grabado de a izquierda representa la protogalaxia gaseosa con un volumen de gas que se mueve a lo largo del resto de su cuerpo gaseoso en una órbita circular alrededor del centro. Cuando este volumen gaseoso, que ocupaba primitivamente varios años-luz cúbicos, se condensó en una estrella, la presión del gas restante no pudo soportar por más tiempo su masa, y la nueva estrella comenzó a caer hacia el centro con velocidad siempre creciente. Pasando cerca del centro a la máxima velocidad, retomó a su distancia original antes de hacer otra zambullida. De este modo, el movimiento circular original del volumen de gas diluido se hizo movimiento elíptico en la estrella recién nacida.[24] Cuando las masas de gas de las protogalaxias originales se estaban condensando rápidamente, debieron de estar «lloviendo» estrellas como antorchas a través de toda la galaxia. El proceso es actualmente comparable a la lluvia ordinaria originada por la condensación del vapor de agua atmosférico, salvo que las gotitas de lluvia son detenidas por la superficie de la Tierra, mientras que las gotitas de la lluvia estelar están destinadas a viajar eternamente por el espacio sin tropezar con ningún terreno sólido. Aun cuando estas estrellas «zambutientes» alcanzasen sus máximas elongaciones en sus vuelos, era de esperar siempre que poseyeran velocidades tangenciales iguales a las del volumen gaseoso primitivo de las que nacieron. Así, mediante la observación de la luz de las estrellas que llegan desde su lugar de nacimiento en la galaxia, medimos en la actualidad la velocidad fosilizada con la que la protogalaxia gaseosa original estaba girando. Y es lógico esperar que la protogalaxia gaseosa estuviera girando ahora más o menos como los cuerpos rígidos.

ESTRELLAS VIEJAS Y ESTRELLAS NUEVAS

Como hemos visto anteriormente, la mayoría de las estrellas parecen haberse formado casi de una manera simultánea durante el período primitivo de la evolución galáctica, aun cuando probablemente todavía, en pequeña escala, se está formando alguna estrella en los espacios interestelares. Pero si la formación de las estrellas fue tan fácil como indican las reseñas anteriores, ¿cómo es que no se condensó todo el gas de las protogalaxias en estrellas, dejando vacío y hueco el espacio interestelar?, ¿cómo es que existe todavía parte de polvo y gas en el espacio interestelar, tanto en nuestra propia galaxia como en las otras?

Permitidnos revisar primero unos cuantos hechos que se refieren a la distribución del material interestelar. Es verdad que en las proximidades de nuestro Sol, y en realidad en el volumen total de las espirales con brazos, existe una gran parte de gas y polvo que por alguna razón no se condensó en estrellas. Pero lo que es cierto para las espirales con brazos, no lo es para los principales cuerpos centrales de las galaxias en espiral, ni lo es para las galaxias esféricas y elípticas que no tienen ninguna clase de brazos. Recientes estudios, efectuados la mayor parte por Walter Baade de los Observatorios de Monte Wilson y Monte Palomar, han llegado a la conclusión de que existen dos tipos diferentes de población estelar, correspondientes a las dos partes diferentes de la estructura galáctica:

I Los brazos espirales (incluidas las vecindades de nuestro Sol) contienen estrellas y material interestelar casi en la misma proporción. Existen grandes cantidades de enormes nubes de polvo y gas, como la gran nebulosa de Orion, y el espacio generalmente está tan polvoriento que no se puede ver desde una orilla a otra del disco galáctico. La población estelar de estas regiones está caracterizada por la presencia (si bien en pequeño número) de estrellas gigantes azules cuyo lapso vital es tan corto que deben de haberse formado, en comparación, en una época reciente, mucho más tarde que la masa principal de las estrellas. Ésta es la llamada población estelar del tipo 1.

II Los cuerpos centrales de las galaxias en espiral y todas las galaxias sin brazos están constituidos enteramente por estrellas, sin presencia de gas ni polvo. En estas regiones el espacio entre las estrellas está tan claro que se puede ver a su través— sin el más mínimo oscurecimiento. La población estelar de estas regiones limpias de polvo pertenecen a la población estelar del tipo II y parecen constituir el 100 por 100 del lote primitivo, sin advenedizas tales como las gigantes azules actuales que acabamos de mencionar.

En posesión de esta información, podemos ahora responder a una de nuestras preguntas anteriores diciendo que donde encontramos una población estelar de tipo II el proceso de la formación de estrellas continuó, al parecer, hasta que todo el material interestelar se agotó por completo. Pero entonces, ¿qué pasa con el gas y el polvo todavía presentes dentro de la espiral con brazos? En la actualidad es difícil responder a esta pregunta, ya que ni siquiera sabemos cómo se originó este material ni cuánto tiempo ha permanecido allí.

Deberíamos mencionar aquí una interesante idea adelantada por Von Weizsácker, porque por lo menos da una respuesta a una pregunta relacionada con esta cuestión: ¿Por qué el material interestelar que existe todavía en los brazos en espiral no se condensa en estrellas en igual elevada proporción que el otro material lo hizo durante la formación de estrellas en la era de hace billones de años? La respuesta parece ser la de que la formación de nuevas estrellas es impedida por la existencia de las otras que ya están allí. Para probar este punto empleamos de nuevo la fórmula de Jeans sobre la inestabilidad gravitatoria, dando a la densidad media del material interestelar el valor de 10-24 gramos por centímetro cúbico y a la masa de una gran estrella el valor 1034 o 1035 gramos, correspondientes de cinco a cincuenta veces la masa del Sol. De aquí deducimos que la temperatura del gas a la que estas condensaciones debieron producirse sería entre 1 y 5 grados absolutos. Pero sabemos que la temperatura que en la actualidad se mantiene en el espacio interestelar, merced a la radiación de las estrellas que existen ahora, anda por las proximidades de los 100 grados absolutos. ¡Luego las estrellas existentes impiden la condensación del material interestelar en nuevas estrellas porque lo calientan demasiado!

Otra cuestión es ésta: si el proceso que originó la formación del volumen primitivo de estrellas no se produce en la actualidad en los brazos en espiral, ¿cuál es el origen de las escasas estrellas azules gigantes en aquellas regiones? Existen dos teorías que tratan de explicar la formación de este número limitado de estrellas gigantes en las regiones pulverulentas de los brazos en espiral: una, propuesta por Fred Hoyle y R. A. Lyttleton, se basa en la llamada acreción de materia interestelar por las estrellas que se mueven a su través. Para comprender este proceso es mejor considerar que la estrella se encuentra en reposo e imaginar que el material interestelar pasa a su alrededor como una corriente que fluye (fig. 25).

Bajo la acción de las fuerzas gravitatorias, estas corrientes de material serán desviadas de su camino inicial y entrarán en la atmósfera de la estrella, aumentando la masa de ésta continuamente. Es fácil observar que cuanto más elevada sea la velocidad del gas que fluye (o, como sucede en la realidad, cuanto más alto sea el movimiento de la estrella a través del gas), será más pequeña la cantidad de material que pueda ser desviado y finalmente capturado por la estrella. Cálculos exactos demuestran que una estrella de tamaño medio (comparable a nuestro Sol), que se moviese a la velocidad normal estelar de 10 km por segundo, aprehendería sólo una cantidad muy pequeña de material interestelar mediante este proceso de acreción. Tan pequeña sería la cantidad de material interestelar aprehendida, que ni aun durante intervalos de billones de años cambiaría la masa de la estrella en una extensión apreciable. Pero aunque el proceso de acreción de Hoyle y Lyttleton no parece tener mucha importancia en el esquema general de la evolución estelar, en especiales circunstancias puede tener algunas consecuencias interesantes. Si una estrella pasa a través de una nube de gas y polvo relativamente densa, o entra accidentalmente en una región donde su velocidad es casi igual a la velocidad del gas fluente (siendo relativamente pequeñas las velocidades tanto de la estrella como del gas), puede esta estrella aumentar rápidamente su tamaño original. Así, no es imposible que las estrellas gigantes azules de vida breve que se encuentran en los brazos en espiral sean en realidad viejas estrellas constituidas durante el proceso primitivo, pero que fueron rejuvenecidas por acreción de grandes cantidades de material adicional a partir de alguna nebulosa «gruesa» a través de la que pasaron recientemente.

Otro proceso gracias al cual nuevas estrellas, realmente nuevas, se formarían en las circunstancias que en la actualidad existen en el espacio interestelar, fue sugerido por Lyman Spitzer y Fred L. Whipple. A pesar de que, como acabamos de ver, la presencia de estrellas parece inhibir la formación de más estrellas mediante el proceso ordinario de condensación, el mecanismo sugerido por Spitzer y Whipple emplea la radiación de las estrellas actuales. Consideremos una partícula de polvo flotando libremente en el espacio interestelar; esta partícula es iluminada desde todos lados por las estrellas que forman la galaxia. Cuando la luz cae en la superficie de un cuerpo material (siendo reflejada o absorbida), se origina una fuerza que se conoce con el nombre de presión luminosa. Podemos visualizar esta fuerza como el resultado del

bombardeo por multitud de cuantos de luz que, o bien rebotan hacia atrás, o bien son detenidos por la superficie a que embisten. Esta presión de la luz es muy débil cuando se consideran cuerpos de tamaño normal. Aun con la más brillante iluminación en una cancha de tenis, la presión de la luz que puedan experimentar las pelotas que van y vienen no afecta en absoluto al movimiento de éstas, y para demostrar la existencia de esta presión luminosa como una fuerza se necesita el empleo de equipos extrasensibles. No obstante, cuanto más pequeño sea el cuerpo, mayor es el efecto de esta presión, y este efecto no puede ser despreciado en las partículas de polvo interestelar que sólo tienen unos cuantos micrones de diámetro. Puesto que las partículas en el espacio interestelar son iluminadas aproximadamente igual por todos lados, el efecto de la luz se neutraliza corrientemente. Pero existirá también un efecto de sombreado mutuo que habrá que tener en cuenta. Si se consideran dos de tales partículas de polvo (fig. 26) en el campo de la radiación isotrópica que proviene de las estrellas de los alrededores, encontramos que cada partícula recibirá menos impactos por los cuantos luminosos que llegan desde la dirección en la que se halla la otra partícula, que por los que arriban en todas las otras direcciones a esta misma partícula. Como resultado de este sombreado mutuo, las dos partículas serán empujadas la una sobre la otra como si existiera en realidad una fuerza de atracción entre ellas. Es fácil demostrar que esta seudofuerza de atracción variará en razón inversa al cuadrado de la distancia entre las dos partículas, siendo similar en este sentido a la fuerza newtoniana de la gravedad.[25] Para partículas relativamente grandes, o sea de unos cuantos milímetros de diámetro, esta gravedad de juguete es muy pequeña, comparada con las verdaderas fuerzas gravitatorias. No obstante, para partículas muy pequeñas, la situación se invierte y las fuerzas de esta gravedad de juguete llegan a ser mucho más fuertes que las de la gravedad ordinaria. Éste es en la actualidad el caso para las partículas de polvo interestelar; de ahí que en el espacio interestelar estas fuerzas de radiación lanzarán al polvo contra el polvo, produciéndose su acumulación en grandes nubes. Una vez que se ha formado tal embrión de nube, llegará más polvo hacia ella, ya que todas las partículas de su vecindad estarán a su sombra con respecto a la luz de las estrellas colocadas al otro lado. Cuando la nube de polvo se hace lo suficientemente grande y pesada, comenzará a hacer sentir su atracción gravitatoria verdadera y a atraer al gas interestelar y a más polvo sobre sí misma, convirtiéndose finalmente en el núcleo de una nueva estrella en desarrollo. Detallados estudios de este mecanismo de formación estelar permiten llegar a la conclusión de que sólo funcionará con éxito bajo una serie de condiciones particulares que comúnmente se encuentran en su mayoría dentro de las nebulosas gigantes intergalácticas. Así es que la formación de nuevas estrellas por este camino constituirá más bien una excepción que la regla.

Tanto la formación de nuevas estrellas por el método sugerido por Spitzer y Whipple como el rejuvenecimiento de las viejas de acuerdo con la teoría de Hoyle y Lyttleton tendrían que ser considerados como fenómenos poco corrientes en las circunstancias actuales. Y, en efecto, la observación muestra que tales estrellas recién nacidas son excepcionalmente raras dentro de nuestra galaxia.

ACUMULACIONES DE GALAXIAS Y DE ESTRELLAS

Como hemos visto anteriormente en este capítulo, deben de haber existido dos procesos fundamentales de diferenciación en la historia de nuestro universo: la ruptura original del gas primitivo en expansión uniforme en billones de galaxias separadas, y la condensación de este material dentro de cada una de las galaxias en billones de estrellas individuales. La observación muestra, no obstante, que, aparte de estos dos acontecimientos principales, deben de haber existido también otros menores y etapas intermedias.

La mayoría de las galaxias observables parecen haberse esparcido en el espacio más o menos al azar, pero existen numerosos casos de acumulaciones de galaxias en grupos que pueden contener algunos centenares de miembros galácticos individuales. Uno de los más próximos y más directamente estudiados cúmulos de galaxias pertenece a la constelación de la Virgen. Está situado solamente a ocho millones de años-luz de nuestro sistema y cubre la mayor parte del área celeste perteneciente a las constelaciones de la Virgen, la Cabellera de Berenice y el León. A esta distancia, la velocidad de alejamiento debida a la expansión del universo equivale tan sólo a 1.120 km por segundo, y como las velocidades fortuitas de las galaxias individuales que forman ese cúmulo alcanzan a veces a 2.400 km por segundo, muchos de sus miembros se mueven hacia nosotros, mostrando un corrimiento de las líneas espectrales hacia el azul. Éste es uno de los casos, ya mencionados, donde las velocidades casuales de los miembros individuales superan a la velocidad regular del alejamiento debida a la expansión. En efecto, el cúmulo de la Virgen está tan cerca de nosotros que se ha suscitado la cuestión de si nuestro propio sistema de la Vía Láctea no podría considerarse como uno de sus miembros. Pertenezcamos o no a aquella gigantesca familia de galaxias, de lo que no hay duda es de que el sistema de la Vía Láctea no es un lobo solitario en el espacio. En efecto, es un miembro del llamado grupo local, constituido por tres espirales (siendo una de ellas la nebulosa de Andrómeda), seis galaxias elípticas y cuatro irregulares o sin forma (incluyendo las Nubes de Magallanes, la Grande y la Pequeña).

Sólo conocemos un par de docenas de otros cúmulos de galaxias que contienen tantos miembros como el cúmulo de la Virgen (uno de ellos, localizado en la constelación de la Corona Boreal, aparece en la lámina VI), pero existen alrededor de un centenar de grupos menores similares a nuestro grupo local, y virtualmente miles de asociaciones todavía más pequeñas, a veces limitadas a ternos o pares de galaxias. Pero ¿cuál es la razón física de tales agrupaciones?

Existen dos caminos posibles mediante los cuales pueden haberse originado las asociaciones galácticas. Podemos suponer, como lo hace Von Weizsácker, que el gas primitivo en un universo original en expansión no era tan homogéneo como hemos imaginado en nuestras anteriores consideraciones. Se podría realmente suponer que el proceso de la expansión regular llevaba aparejada cierta clase de turbulencia, y que el movimiento regular de las masas de gas era roto y disgregado en gran número de remolinos turbulentos de diferente tamaño. El tamaño normal de una galaxia correspondería, de acuerdo con tal creencia, al tamaño menor de un remolino que pudiera sostenerse merced a su propia gravedad, y el proceso de la formación galáctica sería similar al que permite la formación de las estrellas en el interior de las galaxias individuales. Las acumulaciones de galaxias podrían considerarse entonces como el resultado de remolinos más grandes que existieron dentro del material gaseoso primitivo. La única parte que falla en tal explicación es que hemos postulado la existencia de la turbulencia en el material primitivo, en lugar de deducir esta turbulencia como una consecuencia natural del proceso de expansión. Tal postulado bien puede convertirse en la única manera de dar cuenta de la presencia del movimiento turbulento en etapas posteriores de la expansión.[26] Sería éste un caso en el que tendríamos que ceder en nuestras necesidades respecto a la simplicidad de las hipótesis iniciales.

Otra posible explicación de las acumulaciones de galaxias que se observan es la suposición de que en el momento de su origen estaban diseminadas caprichosamente por el espacio y que se agruparon en cúmulos en una fecha más tardía, bajo la acción de la gravedad mutua. El problema matemático que trata de la conducta en el tiempo de una multitud de puntos de gravitación originalmente esparcidos al azar por el espacio infinito, es extremadamente complicado. Fue abordado recientemente por S. Ulam, el cual fue capaz de demostrar que, en el caso de un modelo simplificado de una sola dimensión (con los puntos de gravitación distribuidos sobre una recta), se podría esperar la acumulación de puntos en grupos de varios tamaños. Sin embargo, la extensión del resultado de Ulam a espacios bidimensionales o tridimensionales parece presentar dificultades matemáticas insuperables.

También se ven agrupaciones intermedias de las estrellas dentro de una galaxia. Ya hemos mencionado los cúmulos galácticos[27] de estrellas (tal como el cúmulo de Toro que se ve en la figura 2), que contienen muchas estrellas con el mismo movimiento propio a través del espacio. Parece muy probable que todos los miembros de este tipo de grupo provengan de la condensación de una gigantesca nube de gas y polvo (uno de los turbulentos remolinos en gran escala que existen dentro de nuestra galaxia) y que todos se estén moviendo con la misma velocidad que tenía la nube original. Debido a perturbaciones causadas por otras estrellas y al efecto de la rotación diferente en la región de los brazos en espiral, tales nubes y los cúmulos de estrellas que de ellas provienen no fueron nunca capaces de adquirir una forma regular cualquiera, y están siendo disueltos gradualmente conforme las galaxias se hacen más viejas.

Existen, no obstante, otros cúmulos de estrellas que se hallan localizados en las serenas regiones del espacio, lejos del tráfico estelar principal de las superficies galácticas. No siendo perturbados por otras estrellas, adquieren formas esféricas regulares y son conocidos con el nombre de cúmulos globulares. Uno de éstos, que se encuentra en la constelación de Hércules, se ve en la lámina VII. En tales cúmulos las distancias entre las estrellas individuales son relativamente pequeñas, tanto que las mutuas fuerzas gravitatorias tienen una buena ocasión para cambiar sus movimientos y para disponer todo el sistema en un bello modelo esférico en forma igual a la que adoptaría una gran masa de gas que flotara libremente en el espacio vacío.

En la figura 27 se muestra un esquema general de nuestra galaxia indicando la situación de los cúmulos galácticos y globulares con respecto a las regiones caracterizadas por los dos tipos de población estelar anteriormente descritos.

SISTEMAS PLANETARIOS

Vamos ahora a considerar la evolución y propiedades de las estrellas individuales, que son, después de todo, las unidades singulares más importantes de nuestro universo. De todas ellas, el Sol es la principal para nosotros, porque es la más próxima. Otro factor igualmente importante de esta estrella es que posee un sistema de planetas. En efecto, hace tan sólo unos cuantos siglos, el Sol con su sistema planetario era casi todo lo que la astronomía estudiaba con detalle; en consecuencia, las teorías cosmogónicas se limitaban al problema del origen de la familia solar. La cosmogonía científica arranca históricamente con las opiniones expresadas en un principio por el naturalista francés Buffon, quien imaginó el nacimiento de los planetas como el resultado de un choque oblicuo de nuestro Sol y un cometa errante. Otra hipótesis algo diferente y más elaborada fue expresada un poco más tarde por el filósofo alemán Kant y por el matemático francés Laplace. Según sus teorías, el nacimiento de los planetas no sería el resultado de un encuentro accidental, sino que más bien formaría parte de un proceso normal que se opera en la vida de casi todas las estrellas. Lo mismo Kant que Laplace, supusieron que el joven Sol estuvo rodeado por una envoltura gaseosa tenue en forma de lente (nebulosa solar), que más tarde se condensó en planetas individuales como los conocemos hoy día. Tal hipótesis está de perfecto acuerdo con las modernas opiniones sobre la formación de las estrellas a partir del material interestelar difuso, y realmente es lógico suponer que algunas porciones del material que constituye los remolinos turbulentos que llegaron a ser nuestro Sol, evitarían caer en su centro merced a su gran velocidad angular. Una envoltura giratoria casi esférica, de la categoría de la que debe de haber rodeado primero a nuestro Sol recién nacido, se aplastaría rápidamente, a consecuencia de las colisiones entre sus diferentes partes en movimiento y en diferentes planos (figura 28). Debido a la atracción gravitatoria entre las diferentes partes de este disco difuso, el material pudo entonces condensarse en planetas separados.

La hipótesis Kant-Laplace, que dominó el pensamiento científico alrededor de un siglo, fue, no obstante, severamente criticada por el físico inglés James Clerk Maxwell, que creyó que había probado que tal condensación nunca pudo realizarse. La condensación gravitatoria imaginada por Kant y Laplace fue un caso especial de una teoría más moderna, la llamada de la inestabilidad gravitatoria, de Jeans, que ya hemos examinado varias veces en este libro. Hemos visto que, para cualquier temperatura y densidad dadas de un gas, existe siempre un tamaño mínimo para las condensaciones, que se agruparían merced a su mutua atracción gravitatoria. Pero en el disco gaseoso giratorio que constantemente rodeaba al joven Sol, la situación se complicó por el hecho de que, de acuerdo con las leyes de Kleper, diferentes partes del disco giraban con distintas velocidades angulares. De modo que si la condensación en ciernes fue demasiado grande, sus diversas partes pudieron haber sido separadas por las fuerzas de deslizamiento de la diferente rotación, y de nuevo se habría disuelto. Tal proceso de desintegración y deslizamiento lo vemos en la figura 29.

Las velocidades relativas de la rotación diferencial no dependen de la densidad del disco giratorio, pero las fuerzas de la gravedad que tratan de conservarlas juntas son proporcionales a esta densidad. En consecuencia, debe de existir un cierto valor crítico para la densidad, por encima del cual las condensaciones rudimentarias podrían mantenerse aun a despecho de las fuerzas destructoras de la rotación.[28]

Suponiendo que la densidad media del disco primitivo fuera igual a la obtenida esparciendo uniformemente la masa combinada de todos los planetas (alrededor de 0,001 de la masa del Sol) sobre el plano de la elíptica (1CH1 gramos por centímetro cúbico), Maxwell encontró que las fuerzas de la rotación diferencial romperían cualquier condensación tan pronto como ésta comenzara a iniciarse. Logró demostrar que ninguna condensación gravitatoria pudo haber aparecido nunca, a menos que la cantidad de material en el disco fuera, como mínimo, de cien veces la masa total de todos los planetas.

Esta aparente contradicción forzó a los cosmogonistas a abandonar las opiniones de Kant y Laplace y a volver a la hipótesis original de los choques de Buffon, sustituyendo la estrella errante por un cometa. Sin embargo, esta hipótesis rejuvenecida de la colisión, desarrollada simultáneamente por James Jeans en Inglaterra y por Forest Ray Moulton y Thomas C. Chamberlin en los Estados Unidos, sufrió aún más graves dificultades y nunca pudo hacer muchos progresos. Finalmente fue resuelta la paradoja hacia fines de la segunda guerra mundial por Weizsácker, quien indicó que la antigua objeción de Maxwell no podía ser por más tiempo válida conforme a nuestro mejor conocimiento de la constitución química de la materia cósmica. Por falta de información en contrario, era corriente admitir que el Sol, las otras estrellas y el material interestelar estaban constituidos en su mayor parte por hierro, sílice y otros elementos terrestres, igual que la Tierra. Estas creencias han cambiado ahora por completo (véase cap. III) y sabemos que los elementos terrestres alcanzan tan sólo alrededor del 1 por 100 de toda la materia, siendo el resto esencialmente una mezcla de hidrógeno y de helio. El material del que fueron construidos los planetas representa únicamente alrededor de una centésima parte del material original del disco, elevándose su masa primitiva desde un milésimo de la masa solar a un décimo; esto hace que la densidad media del disco original alcance exactamente el valor en el que, de acuerdo con Maxwell, se lograrían las condensaciones gravitatorias a pesar de las fuerzas de la rotación diferencial.

Esta diferencia entre la vieja teoría de Kant— Laplace y la versión moderna propuesta por Weizsácker radica en el reconocimiento de la conducta esencialmente diferente de la parte gaseosa del disco (hidrógeno y helio) y la porción de polvo constituida por pequeñas partículas sólidas de materiales terrestres idénticos a los que ahora hallamos en las nubes de polvo interestelar (fig. 30). Debido a la viscosidad del gas, la envoltura gaseosa primitiva tendría una tendencia a girar como un cuerpo rígido, o sea con velocidades lineales proporcionales a su distancia al Sol. Esto comunicaría velocidades tan altas a sus otras partes, que no podrían por más tiempo sujetarse a las fuerzas de la gravedad del Sol y serían arrojadas al espacio.

Por otra parte, las capas más interiores del disco marcharían más despacio y su material caería dentro del Sol siguiendo trayectorias espirales.

Consecuentemente, la envoltura gaseosa primitiva debe de haberse disipado de un modo gradual; se puede calcular que su masa se quedaría en la mitad cada cinco millones de años. Esto reduciría su densidad desde el valor original de 10-9 gramos por centímetro cúbico al valor mucho más pequeño de 10-22 por centímetro cúbico en unos 2 x 108 años. Podemos observar, pues, que la envoltura gaseosa del Sol, aunque desempeñó un papel importante en el proceso de la formación planetaria, debió de evaporarse completamente mucho antes de nuestra época.

El destino de las partículas de polvo en el disco primitivo fue, no obstante, completamente diferente al de las moléculas de gas. Al ser pequeñas y densas, estas partículas deben de haberse estado moviendo de forma parecida a los planetas de hoy, describiendo varias órbitas elípticas alrededor del centro del Sol. Sin embargo, como debió de existir un número tremendo de tales partículas (1030, si cada una de ellas pesó unos cuantos gramos), el tráfico debió de ser extremadamente apretado y los choques entre las partículas muy frecuentes. Cuando dos partículas que tuvieran aproximadamente el mismo tamaño sufrieran una colisión a velocidades meteóricas, podría ocurrir que o bien quedasen enteramente pulverizadas, o bien se transformasen en vapor que más tarde se condensaría de nuevo en microscópicos corpúsculos de polvo. Pero cuando una pequeña partícula golpea a otra grande, queda pegada a ésta, sumándose así a su masa. El resultado de estos procesos debe de haber sido la formación de trozos cada vez más grandes de material sólido que se mantuvieron barriendo el espacio que los rodeaba y absorbiendo los trozos más pequeños. En tanto que estos agregados primitivos de polvo eran originados exclusivamente por los choques directos frontales de polvo, las piedras que tuvieran ya un tamaño respetable empezarían a atraer a las partículas más pequeñas mediante la verdadera gravedad, acumulando así material procedente de una gran extensión de espacio.

La situación era semejante al crecimiento de los grandes monopolios industriales que se engullen a todas las compañías más pequeñas, y como en el cosmos no existe ley alguna contra los monopolios, el proceso continúa hasta que sólo quedan unos cuantos «grandes camaradas», lo suficientemente alejados para no interferirse unos a otros.

El proceso de la agregación de polvo debe de haber estado en concurrencia con el de la disipación del disco gaseoso primitivo, y en efecto, los dos procesos presentan escalas temporales comparables. Debe de haberse tardado unos cuantos años para que las partículas microscópicas de polvo creciesen hasta el tamaño de guijarros (de 1 cm de diámetro), y se tardaría alrededor de 108 años para construir un gran planeta como Júpiter. La masa de los planetas individuales debe de haber sido determinada por la cantidad total de material presente en las regiones donde se formaron, de tal modo que podríamos esperar que los grandes planetas se desarrollasen sobre la mitad de camino entre el Sol y el borde exterior del disco, ya que cerca del Sol la densidad podría ser elevada; pero el volumen utilizable de espacio era mucho más pequeño, mientras en el borde existía plenitud de espacio y en cambio la densidad era mucho más baja. Esta idea concuerda perfectamente con el hecho observado de que los planetas más interiores y más exteriores (Mercurio, Venus, la Tierra, Marte y Plutón) son mucho más pequeños que los intermedios (Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno).

Volviendo a los detalles de la formación planetaria, naufragamos pronto, ya que el movimiento combinado de las masas gaseosas y el crecimiento de las partículas de polvo deben de haber sido necesariamente complicados. El gran mérito de la teoría de Weizsácker está en que reconoce el importante papel desempeñado por el movimiento turbulento; las condiciones para una comente laminar estaban lejos de ser satisfactorias en el material del disco, y por tanto, aquel movimiento debió de quebrarse en una multitud de remolinos. La situación era parecida a la que permitió la formación de estrellas dentro de las protogalaxias gaseosas primitivas, pero con una importante diferencia: los remolinos en las protogalaxias medían tan sólo una fracción del 1 por 100 del espesor total galáctico. En la nebulosa solar, sin embargo, los remolinos más pequeños estables ante la fuerza de la gravedad tenían que haber sido comparables en su tamaño al espesor total del disco gaseoso. Por eso las nubes galácticas primitivas se transformaron en billones de estrellas, mientras que el material del disco solar dio nacimiento a menos de una docena de planetas.

Von Weizsácker y, después de él, Ter-Haar, Chandrasekhar y Kuiper llevaron a cabo considerables avances en la comprensión del movimiento turbulento dentro de la nebulosa solar. Sus resultados sólo pueden describirse aquí de forma muy general.

La clave para comprender el movimiento complejo que se produce consiste en separar un grupo de partículas con casi los mismos períodos de rotación (lo que también significa las mismas distancias medias al Sol) y considerar su movimiento en un sistema de coordenadas que giran alrededor del centro del Sol con el mismo período. Vistas desde tal sistema de coordenadas rotatorias, estas partículas, moviéndose con velocidad constante a lo largo de sus órbitas circulares, estarían en reposo. Pero las partículas que se mueven en órbitas elípticas alargadas corren mucho cuando pasan cerca del Sol y se emperezan cuando ya se alejan de él. Observadas desde el sistema de coordenadas, estas partículas describen ciertas curvas cerradas, tanto mayores en tamaño cuanto más alargadas son las órbitas. La situación, que recuerda a la del famoso sistema de epiciclos de la antigua astronomía, se observa en la figura 31. En el transcurso del tiempo el movimiento de la multitud de partículas de polvo tiende a un estado caracterizado por un número mínimo de colisiones.

Tal estado puede ser representado en nuestro sistema de coordenadas giratorio mediante un modelo de epiciclos que no se interfieren, algunos de los cuales se hallan unos dentro de otros. Cada grupo de partículas que pertenecen a un sistema concéntrico de epiciclos representa un vórtice en el medio de la nebulosa solar o, en otras palabras, un remolino turbulento. Y como hemos elegido las partículas que poseen los mismos períodos e iguales distancias respectivas del Sol, este modelo parece algo así como un collar hecho de conchas marinas aplastadas. Existen muchos de tales collares circulares colocados unos dentro de otros y girando con diferentes períodos: más cortos los de los que se encuentran más cerca del Sol y más largos los de los que se hallan lejos de éste. La figura 32 muestra el dibujo original de Von Weizsácker (parte superior) y el mucho más complicado sistema construido por Kuiper con los tamaños de los remolinos fortuitos distribuidos de acuerdo con la ley sobre la turbulencia de Kolmogoroff (parte inferior). Solamente los remolinos mayores se mantendrán unidos por la fuerza de gravedad de Newton, y sólo ellos escapan, por lo tanto, a la disolución. Dentro de estos remolinos, el proceso de la agregación de polvo continuará en rápida proporción, con el resultado final de desarrollar los planetas. Estudiando con detalle las propiedades de la nebulosa solar primitiva y el movimiento turbulento producido por su giro, es posible obtener los tamaños correctos de los diferentes planetas del sistema solar. También fue posible dar una explicación razonable de la famosa ley de las distancias planetarias de Bode-Titius, que establece que, dentro de la familia planetaria (considerando al asteroide que da vueltas a Marte y Júpiter como el recuerdo de un viejo planeta), la distancia de cada uno de los miembros al Sol es aproximadamente el doble de la distancia del anterior.

No es éste sitio para entrar en más detalles sobre la teoría; por ello nos limitaremos a indicar, solamente de pasada, unas cuantas de sus más interesantes consecuencias. En primer lugar, como fue mencionado en el capítulo III, tal proceso de formación determina unas constituciones químicas diferentes de los planetas más pequeños y de los más grandes. Mientras que los planetas marginales (de Mercurio a Marte, por la parte interior, y Plutón, por la exterior) nunca crecieron de forma masiva lo suficiente para atraer mucho gas interestelar, y así siguieron esencialmente con sus estructuras rocosas, los planetas intermedios (Júpiter, Saturno y, en menor grado, Urano y Neptuno) se desarrollaron más allá de este tamaño límite y pudieron capturar, mediante la gravedad, una parte del material de la envoltura gaseosa original antes de que se evaporara en el espacio circundante (véase lámina III, en la que está indicada la estructura interna de Júpiter).

El planeta que debió de existir en otra época entre Marte y Júpiter fue probablemente despedazado en algún tiempo pasado (probablemente por las fuerzas de marea de Júpiter) y sus fragmentos se están ahora moviendo en las vecindades de la órbita antigua, donde forman el anillo de asteroides. Algunas piezas pertenecientes a este anillo se aventuran a alejarse demasiado de sus dominios, cayendo en ocasiones en la superficie de la Tierra en forma de meteoritos. La constitución química de los meteoritos sugiere fuertemente que su material se debió de solidificar bajo presiones muy altas, tales como las que se registran en el interior de los planetas.

No existen relaciones tan evidentes en el otro grupo de miembros del sistema solar: los cometas. Aunque éstos son casi los objetos más espectaculares que se pueden ver en el cielo a simple vista, constituyen una parte muy insignificante del sistema solar. Es probable que se formaran en la franja más externa de la nebulosa solar primitiva, y la mayoría están compuestos de combinaciones químicas de elementos ligeros, tales como el agua, el amoniaco y diversos hidrocarburos. Quizá unos veinte billones de cometas se están moviendo (la mayoría más allá de la órbita de Plutón) dentro de una esfera que tiene un diámetro de alrededor de tres años-luz. Pero como la masa de un cometa intermedio es solamente de 1016 gramos, todos juntos sólo representarían una décima parte de la masa de la Tierra. A veces, los cometas de este gran depósito se acercan mucho al Sol y, bajo la acción de sus radiaciones, desarrollan bellas colas que difunden el horror entre los supersticiosos nativos de África e inspiran tan fantásticas historias sobre los maleficios de los cuerpos celestes como la que cuenta Velikovsky.

Por último, aunque no es menos importante, señalaremos que, con la posible excepción de nuestra Luna (véase cap. I), los sistemas de los satélites planetarios se desarrollaron mediante un proceso muy parecido, si no idéntico, al de la formación de los planetas mismos. De acuerdo con estas ideas y en contraste con la vieja teoría de las colisiones, podríamos esperar que a cualquier estrella se le puede presentar una ocasión buena para procurarse por sí misma un sistema planetario. Y, en efecto, la observación parece indicar que éste puede ser muy bien el caso. Los estudios detallados del movimiento propio de las estrellas vecinas, tales como la estrella de Bamard (a 6,1 años-luz de distancia) y 61 del Cisne (a 11 años-luz de distancia), llevados a cabo por P. van der Kamp del Observatorio Sproul y K. A. G. Strand de la Northwestern University, muestran que su movimiento a través del espacio no es una línea perfectamente recta. Este hecho indica la presencia de un compañero invisible, pero las desviaciones observadas de la línea recta son tan pequeñas que la masa del compañero no puede ser mucho más grande que la de Júpiter. Este orden de magnitud es planetario más bien que de una escala estelar. En realidad, también es posible que estas estrellas posean un cierto número de planetas más pequeños, similares a nuestra Tierra, pero que la precisión de las medidas que en la actualidad se pueden obtener no sea lo suficientemente alta para detectarlos.

La creación del universo
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