* Lo que ocurrió fue que habían filmado aproximadamente media película (y gastado dos tercios del dinero) en Tallin, Estonia, en la primavera y el verano de 1977 cuando se hizo evidente, en otoño, que la película Kodak experimental que habían empleado estaba mal o se había almacenado o procesado mal. Según el diseñador de sonido, Vladímir Sharun, se dieron cuenta en una proyección a la que asistieron Tarkovski, su mujer Larissa, Rerberg y Borís y Arkadi Strugatski, que había adaptado el guión a partir de su libro El picnic junto al camino. «De pronto uno de los Strugatski se volvió hacia Rerberg y le preguntó cándidamente: “Gosha, ¿cómo es que no veo nada?”. Rerberg, que siempre se consideraba por encima de cualquier reproche en todo lo que hacía, se volvió hacia Strugatski y dijo: “¡Tú calla, que tampoco eres Dostoievski!”.» Y con la misma, se marchó y no volvió a pisar el set. Por su parte, Rerberg insiste en que no se fue voluntariamente, que Tarkovski le prohibió aparecer en el rodaje. Todos culparon a todos, pero todos coincidían con Tarkovski en que era «un desastre absoluto», en que la película estaba condenada. Se propuso considerarlo todo un accidente creativo para que Tarkovski pudiera abandonar Stalker y dedicarse a otra cosa. Tarkovski se negó a rendirse, siguió buscando la manera de sacar a flote la película maldita. Su intransigencia valió la pena: tras mucho discutir y negociar se acordó que Stalker tendría dos partes, que encontrarían otros trescientos mil rublos para rodar la segunda parte aunque –se entendía– parte de ese dinero extra se necesitaría para cubrir el coste de volver a rodar lo que se había perdido. El paréntesis tuvo sus ventajas. Tarkovski siempre tuvo «una idea rígida de lo que quería», según Evgeni Tsimbal, «pero la idea cambiaba todo el tiempo». El retraso obligó a Tarkovski a aclarar lo que intentaba conseguir, le dio la oportunidad de replantearse el personaje de Stalker, de convertirlo de «bandido» en creyente (un creyente, como el director, en que, pese a todos los contratiempos, la película sobre él se haría, en que la Zona existiría). También fue durante este intervalo cuando Tarkovski desechó el elemento de ciencia ficción del film. Más exactamente, Tarkovski convenció a Arkadi Strugatski –cansado ya y frustrado por reescrituras sin fin– para que propusiera desechar la ciencia ficción de su historia de ciencia ficción: «¡Ya está! ¡Lo has propuesto tú, no yo! –dijo Tarkovski–. Hacía mucho que quería, pero me daba miedo proponerlo, por si te ofendías». (En cierto sentido esto parece indicar que la extravagante afirmación de Rerberg en el documental The Reverse Side of «Stalker» de que Tarkovski se equivocó al elegir el libro que quería adaptar tenía algo de verdad.) Y así una Stalker completamente nueva comenzó a tomar forma. («Todo va a ser diferente», anunció Tarkovski en su diario.) Despojado de su esqueleto, el guión devino una parábola con Stalker de apóstol, un tonto sagrado. Un nuevo director de fotografía, Leonid Kalashnikov, cogió el testigo de Rerberg pero, según Sharun, «no entendía lo que Tarkovski quería de él. Kalashnikov dejó la película por decisión propia y Tarkovski le agradeció una decisión tan valiente y sincera». Tarkovski es más conciso y, en su línea, menos comprensivo: «Kalashnikov se negó a continuar trabajando y se marchó», escribe en abril de 1978. «No tuvo el valor de decir nada.» A su vez Kalashnikov fue sustituido por Alexander Kniazhinski, que rodó la versión final. Es imposible saber hasta qué punto dicha versión de Stalker difirió de la vieja versión estropeada y abandonada (conservada por la editora Liudmila Feiginova en su piso hasta que la película y ella perecieron en un incendio). La ayudante de Tarkovski, Maria Chugunova, afirma que eran «casi idénticas visualmente». Tsimbal opinaba que el metraje de Rerberg era «extraordinario» e «incluía efectos asombrosos». Tarkovski, por otro lado, creía que «le faltaba simplicidad y magia interna». Alexander Boim, entretanto, apoya la opinión de Rerberg de que Tarkovski recurrió a numerosos obstáculos administrativos y contratiempos técnicos como pantalla de humo de sus inseguridades megalomaníacas. Lo que quizá no sorprenda –que no es lo mismo que decir que no sea cierto– porque Boim también fue despedido («por borracho»). Tarkovski asegura en su diario que los dos eran «personas de poca monta, superficiales, sin amor propio. […] Degenerados infantiles. Cretinos». Shavkat Abdusalamov entró como director artístico pero enseguida lo echaron «¡por comportarse como un hijo de puta!», dejando a Tarkovski como el director artístico que aparece en los créditos de la versión acabada. Entre tanta agitación, tensión y conflicto, Tarkovski se enfrentó a otro problema en abril de 1978, cuando sufrió una trombosis coronaria. Stalker, concluyó, estaba «embrujada».

Quizá resulte difícil, con tantas acusaciones, recriminaciones y contraacusaciones y desmentidos, saber qué estaba pasando exactamente, pero lo que está claro es que el rodaje de Stalker distaba mucho de ser un barco feliz. Como explicó Rerberg con su vehemencia característica, puede que en última instancia Tarkovski consiguiera la película que quería, «pero al precio de un montón de cadáveres y triples repeticiones». Como ocurre a menudo en ambientes de semejante acritud, en algo se está de acuerdo: tras el desastre del metraje estropeado Tarkovski consideraba a Rerberg «un cadáver».

* Creo que fue más o menos aquí cuando, la tercera vez que vi Stalker –en el Academy de Oxford Street, el 4 de febrero de 1982–, el proyeccionista lió los rollos y de pronto saltamos no unos cuantos fotogramas, sino unos veinte o cuarenta minutos. Fui el único en percatarse. (Sí, ya por entonces era bastante experto en Stalker.) Cabe suponer que nadie más en la sala había visto el film. Salí corriendo a la taquilla, expliqué lo que ocurría y conseguí que cancelaran la proyección. Mi novia y yo salimos del cine y fuimos a un baile de tarde (una moda pasajera), regresamos al cabo de dos días y vimos la película entera otra vez.

* Vladímir Sharun, sonidista del rodaje, recuerda: «Río arriba había una planta química que vertía líquidos tóxicos al agua». Lo que causó numerosas reacciones alérgicas entre el equipo y el reparto y, según cree Sharun, el fallecimiento por cáncer de Tarkovski, su esposa Larissa y Solonitsin.

* Pero quizá mi paso por la universidad ayudara a prepararme para este primer aspecto del arte de Tarkovski. Un famoso pasaje –idéntico en ambas versiones, la de 1805 y la de 1850– de El preludio de Wordsworth se parece mucho a lo que Tarkovski hace una y otra vez (¿qué es El espejo sino un reflejo visual del crecimiento de la mente del director?):

 

A toda forma natural, flor, fruto o roca,

incluso a la grava que cubría la calzada,

les conferí consciente vida: les vi sentir,

o los uní a un sentimiento: la inmensa masa

yacía aposentada en un espíritu que la animaba

y todo lo que yo veía pulsaba con sentido interno.

 

Como hemos visto, la lenta contracción y expansión del encuadre crea la impresión de que la Zona respira y el pasaje en su conjunto encaja perfectamente con la idea de Tarkovski como artista romántico, como poeta del cine. No obstante, habiéndolo comparado con Wordsworth, habiéndolo llamado poeta del cine, me doy cuenta de que los poetas son las únicas personas que quiero que sean poetas, de que quiero que los poetas sean poetas solo de la poesía. Y Tarkovski es a la vez más y menos que romántico. Las cosas sencillas en las que se fija y a las que imbuye de una magia que respira continúan siendo siempre solo lo que son. ¿Poseen vida moral? Si la poseen, no es una que les haya dado el artista; más bien el artista responde a la arbolidad del árbol y a la ventosidad del viento que es la única «vida moral» que podemos esperar de un paisaje. Es cuando existe algún tipo de interacción humana con el paisaje, cuando este, manufacturado o alterado, se encuentra en el proceso de ser reclamado por la naturaleza –fuente de fascinación permanente para Tarkovski– cuando con más fuerza se siente su «sentido íntimo».

De hecho hay otro momento en que Wordsworth parecía todavía más prototarkovskiano al respecto. Ocurre en uno de los borradores para «La casa en ruinas», cuando el poeta se encuentra con su viejo amigo Armytage, quien describe sus reacciones al toparse con paredes rotas, jardines asilvestrados y un pozo medio tapado en la casa de campo y, más concretamente, los numerosos objetos insignificantes que pasan desapercibidos –«Veo aquí a mi alrededor / cosas que no puedes ver»– desperdigados y sin uso:

 

… hubo un tiempo

cuando a diario el roce de la mano humana

alteraba su tranquilidad, y atendían

a las comodidades humanas. Cuando me detuve a beber

una telaraña pendía del borde del agua,

y en la roca mojada y viscosa a mis pies

descansaba un trozo de inútil cuenco de madera roto.

Me llegó al mismísimo corazón.

 

¿No es exactamente la cualidad de tranquilidad absoluta lo que otorga un aura especial a la arqueología fílmica del desecho de Tarkovski?

* Como todos los niños, adoraba las arenas movedizas. De las películas que transcurrían en el desierto, en especial en el desierto del norte de África durante la Segunda Guerra Mundial, lo único que quería ver era los todoterrenos y los hombres succionados por el abrazo de las arenas. No porque quisiera ver morir a gente, sino porque no concebía que algo semejante existiera de verdad (desde luego en Gloucestershire, donde me crié, no había arenas movedizas y, por lo que yo sabía, tampoco en ningún otro lugar de Inglaterra), porque no tenía sentido. En otras palabras, las adoraba porque eran un fenómeno exclusivo del cine y la televisión. Las arenas movedizas eran cine.

* No fue solo una fase LSD; fue también una fase de ir mucho al cine y no me cabe duda de que mi alta consideración de Stalker… No, lo diré de otro modo. El lugar destacado que Stalker ocupa en mi conciencia casi con total seguridad guarda relación con el hecho de que la viera en una época particular de mi vida. Sospecho que para cualquiera es raro ver sus grandes películas –las que él o ella considera las grandes películas– superados los treinta años de edad. Después de los cuarenta es extremadamente improbable. Tras los cincuenta, imposible. Las películas que ves de niño y adolescente (El desafío de las águilas, Un trabajo en Italia) son tan especiales entre nuestros afectos que resulta más que imposible considerarlas con objetividad (además, tampoco te apetece). Intentar separar sus méritos o deficiencias individuales, verlas como un adulto desinteresado, es como intentar poner nota a tu niñez: imposible porque lo que contemplas o intentas evaluar es una parte formativa de la persona que trata de evaluarlo. Gradualmente, por lo general entre el final de la adolescencia y los veintipocos, empiezas a ver las grandes obras del medio. Al principio cuesta entender esas supuestas obras maestras: son demasiado diferentes, a menudo demasiado aburridas y difíciles. La mayor parte de las películas serias que conozco las vi mientras estudiaba en Oxford, en el Penultimate Picture Palace y el Phoenix, en la época en que había sesión golfa todas las noches. Para cuando vi Stalker estaba preparado para aguantar la proyección aunque fuera incapaz de disfrutarla. Comprendía suficiente –apenas– la gramática y la historia del cine para saber que Tarkovski las agrandaba, adaptaba y extendía. Aunque la experiencia no podía reducirse al compartimento o archivo denominado «cine». Mi capacidad para maravillarme también estaba siendo sutilmente agrandada y alterada. Sin embargo, al mismo tiempo esa capacidad se limitaba o definía permanentemente de igual modo que leer a Tolstói te agranda y, al hacerlo, definitivamente limita tu capacidad de futuro crecimiento, revelación y asombro en el reino de la ficción. Por supuesto, después de Tarkovski todavía puedes disfrutar con Tarantino, puedes ver que está haciendo algo nuevo; puedes ver que Harmony Korine está haciendo algo nuevo con Gummo o Andrea Arnold con Fish Tank. Por supuesto, por supuesto. Pero para cuando cumplí los treinta, unos ocho años después de ver Stalker por primera vez, el potencial del cine para expandir la percepción –o al menos mi potencial para apreciar y responder, para percibir dicha expansión– se había reducido hasta resultar irrelevante. La gente mayor que yo alcanzó la expansión mediante Godard; la generación de Godard con Welles o (aunque ahora cueste creelo) Samuel Fuller… La gente más joven que yo podría alcanzarla con Tarantino o los tontos de los hermanos Coen. Para ellos Tarkovski puede parecer ligeramente anticuado u obvio como me ocurría a mí con Godard.

Este punto exige un mayor detalle o elaboración. Ocurre que la fase en que me introduje en el cine serio –a finales de la adolescencia y principios de los veintipico, de mediados de la década de los setenta en adelante– se solapó con el período intensamente creativo de lo que podría llamarse el cine independiente generalista, cuando los directores estadounidenses, tras asimilar las influencias de los autores europeos, se labraron la libertad para cumplir sus ambiciones cinematográficas. Vi Taxi Driver cuando la estrenaron, y Apocalypse Now (y Tiburón y Star Wars, que, junto con la catástrofe económica de La puerta del cielo, abanderaron el final de esta fase).

Vi Stalker poco después, pero la vi cuando se estrenó, a los pocos meses, cuando Tarkovski estaba en su cumbre artística. La vi, por así decirlo, en directo. Lo que significa que la vi de un modo algo distinto a como ahora, en 2012, podría verla por primera vez un joven de veintidós años. Sobre todo porque la película que yo vi diferiría ligeramente de la que vería ahora, en 2012, el chaval de veintidós años. Obviamente la diferencia no es tanta como si ahora viese a un grupo que estuvo en la cumbre hace veinte años. La cosa, el producto, la obra de arte permanece inalterable, pero subirlo al escenario lo envejece… lo cambia. Ahora existe por su reputación, no exactamente como Ciudadano Kane, no solo como monumento a sí mismo, sino en la estela de su gloria. Y también existe a la estela de todo lo que ha seguido sus pasos, tanto las películas en las que ha influido (por eso por Ciudadano Kane no pasan los años y al mismo tiempo parece antiquísima; se diría que todo ha seguido sus pasos) como las que la tratan con desdén y desprecio tácitos (la tediosa Lock and Stock). Los hechos son inalterables. La primera vez que vi Stalker era nuevecita, lo último. También vi Pulp Fiction en directo, en cuanto la estrenaron, pero no la vi como vi Stalker, cuando me encontraba en el punto álgido de respuesta y alerta, cuando mi capacidad para reaccionar al medio todavía era muy vulnerable y susceptible de ser cambiada y moldeada por lo que veía. Llega un punto, incluso si estás al día de los nuevos estrenos (libros, discos, películas), incluso si sigues ampliando tus horizontes, incluso si consigues mantenerte al tanto de las novedades, en que comprendes que dichas novedades nunca pasarán de eso, que prácticamente no tienen la menor oportunidad de convertirse en la última palabra porque hace ya unos años que escuchaste –o leíste o viste– tu última palabra.

* O, por supuesto, al propio Herzog, en concreto al famoso epígrafe –«¿No oyes esos gritos terribles a tu alrededor? Los gritos que los hombres llaman silencio»– y al plano del trigo mecido por el viento al principio de El enigma de Kaspar Hauser.

* Saqué la expresión de un flipado ya mayor de Santa Cruz, cuyo primer viaje de ácido se remontaba a los días en que el LSD todavía era legal. La diferencia entre el ácido entonces y ahora, me dijo, es que sus encarnaciones tempranas producían «alucinaciones de ojos abiertos» (por oposición a alucinaciones de ojos cerrados y distorsiones de ojos abiertos). Una alucinación de ojos abiertos: hay definiciones peores del cine.

* En El espejo la madre lee un poema del padre de Tarkovski:

 

Todo en la tierra fue transfigurado, incluso

las cosas sencillas: el tazón, la jarra…

 

Es exactamente lo que pasa en las películas de Tarkovski y en… Pero retrocedamos un poco, hasta el momento en que el Escritor dice, a lo Tarkovski, que estamos aquí –en el mundo– para crear obras de arte. Súmese esto a los versos del padre de Tarkovski y se obtendrá algo muy parecido al pasaje de la novena elegía de Duino donde Rilke se pregunta:

 

¿Quizá estamos aquí para decir: casa,

puente, manantial, puerta, cántaro, frutal, ventana,

y todo lo más: columna, torre…; pero decir, compréndelo,

decir así, como las mismas cosas nunca creyeron

ser tan entrañablemente?

 

El poeta «dice» las cosas; Tarkovski las muestra, nos permite verlas más intensamente que a simple vista, que con el ojo no cinematográfico. Rilke continúa, esbozando su poética de la Zona:

 

Aquí es el tiempo de lo decible, aquí su hogar.

Habla y proclama. Más que nunca

caen allá las cosas, las visibles, pues

lo que las desplaza sustituyéndolas es un hacer sin imagen.

 

Tarkovski preserva o hace visible exactamente lo que Rilke asegura que está desapareciendo; irónicamente, como consecuencia de la asombrosa ubicuidad de la imagen («nuestra mirada abarrotada», en palabras del poema unos versos antes). La Zona: refugio de significado, esperanza de lo que no ha desaparecido. (Esta superposición de Tarkovski y Rilke no es tan arbitraria como podría parecer. Rilke, tras sumergirse en la literatura y el pensamiento rusos después de recorrer sus tierras entre 1889 y 1900, en palabras de un comentarista, «sentía que podía ser la voz de ese país. Como diría más de una década después: “Todo el hogar de mi instinto, todo mi origen interior está allí”».

* Parece ser que esta secuencia motivó que un funcionario de Mosfilm que estaba visionando la primera versión malograda de la película, rodada por Rerberg, se quejara de que estaba desenfocada: una queja extraña puesto que no había nada que enfocar.

* Véase Bresson: «Rodar es salir al encuentro de algo. Nada inesperado que no esperes en secreto».

* El personaje de Tilda Swinton –peluca blanca, gafas de sol blancas, sombrero de vaquero blanco, impermeable blanco– menciona esta secuencia en la insustancial Los límites del control de Jim Jarmusch. Por lo visto bebía de su propia experiencia como estudiante de Cambridge en los años ochenta: «Vi Stalker de Tarkovski y hay una escena de esa imagen… de un pájaro volando en una habitación de arena. Y llevo soñándolo toda la vida o, probablemente, desde antes de cumplir diez años. He dejado de tener ese sueño desde que vi la película, pero realmente me flipó que otra persona no sé cómo empleara exactamente la misma imagen y la metiera en una película. De verdad que conformó mi relación con el cine: la idea de que el cine es lo inconsciente».

* Puede que tuviera ganas de verla inmediatamente pero fue imposible. Tuve que esperar a que volvieran a darla en el cine. Por supuesto es muy práctico poder ver Stalker –o al menos consultarla– en casa, en DVD, cada vez que uno siente la necesidad. Pero me gustaba cómo mis visitas a la Zona quedaban a merced de la cartelera cinematográfica y los programas de los festivales de cine. En Londres o en cualquier otra ciudad en la que viviera siempre consultaba el Time Out o el Pariscope o el Village Voice con la esperanza de que estuvieran pasando Stalker. Si la daban en algún lado, verla se convertía en una prioridad, un acontecimiento que conformaba el resto de la semana. Así, la Zona se conservaba especial, ajena a la cotidianeidad (de la que, al mismo tiempo, seguía formando parte). Llegar allí era siempre una pequeña expedición, un peregrinaje cinematográfico. De forma totalmente apropiada a la Zona, la película cambiaba ligeramente, se manifestaba según dónde la encontrara: el hecho de que estuviera viendo Stalker en un cine minúsculo del Quinto Arrondissement parisino –el mismo cine, de hecho, donde me chupé La aventura– la convertía en una experiencia ligeramente distinta de verla durante una retrospectiva de Tarkovski en el Lincoln Center de Nueva York. Pero ¿y la posibilidad de un cine como lugar de peregrinaje semipermanente? Bresson creía que las bondades de ciertas películas eran tan inagotables que «en París tendría que haber un cine muy pequeñito y bien equipado donde solo se pasaran una o dos películas al año». Llevándolo un paso más allá, ¿qué tal un cine dedicado en exclusiva a Stalker? (Para una visión menos extasiada de dicha posibilidad véase David Thomson, página 130.)

En varias ocasiones antes del advenimiento del DVD pasaron Stalker por televisión y la grabé para asegurarme de tener una copia de la película pero, a diferencia de Mahmut en Uzak, nunca la vi en la tele. La lista de cosas y personas que no veo en televisión no acaba con Top Gear y Jeremy Clarkson. También incluye… Stalker. Stalker no puede verse en la televisión por la sencilla razón de que la Zona es cine; en la tele ni siquiera existe. La prohibición se extiende más allá de Stalker, abarca cualquier cosa con algún valor cinematográfico. No importa si el televisor es de alta definición: el buen cine debe proyectarse. Es la diferencia, como explica John Berger, entre contemplar el cielo («¿de dónde iban a venir las estrellas del cine más que del cielo?») y fisgar dentro de un armario. Me mantuve tan firme en esta norma, en una época en que cada vez se pasaban menos películas clásicas en el cine, que corría el riesgo de eliminar de mi vida gran parte de la historia del cine. En casa solo permitía que se vieran comedias románticas, películas cuya característica definitoria es una carencia absoluta de valía cinematográfica. De modo que compramos un proyector de DVD y fue maravilloso, a pesar de que montarlo cada vez que queríamos ver una película –elegir la relación de aspecto, trepar por las complejidades del árbol del menú, cambiar los altavoces estéreos, bajar las persianas para bloquear la luz de la calle– a menudo me ponía de tan mal humor que teníamos que abortar la proyección. Todo lo cual, quizá, era de esperar. El problema inesperado fue que muchos de los clásicos del pasado resultaron ser bastante malos. El discreto encanto de la burguesía y Belle de Jour de Buñuel daban asco. Al final de la escapada de Godard no podía ni verse, y no solo por el tabaco. La doble vida de Verónica de Kieslowski conseguía que, por comparación, el porno más franco pareciera de buen gusto. También me costó aguantar El diario de un cura de campo de Bresson. Con todo, al menos podíamos ver Tarkovski. Salvo Nostalgia, una película que vi y me decepcionó y me aburrió cuando se estrenó, y que era todavía peor de lo que recordaba, tan mala –tan sobrada– que me pareció mejor dejar El sacrificio en las estanterías de la memoria del videoclub.

* Permitiría también una reedición referencial al estilo YouTube: El Profesor contesta el teléfono y dice: «¡Ah, Michelangelo!».

* Tarkovski barajó la idea de una «película subsiguiente» en la que Stalker desarrollase alguna de dichas tendencias y «comenzase a arrastrar a gente a la Habitación por la fuerza y se convirtiera en un “devoto” y un “fascista”. Obligándoles a ser felices».

* Igual que la película. Desde hace tiempo Stalker es sinónimo tanto de las pretensiones del cine de ser un arte elevado como de una prueba de la habilidad del espectador para apreciarlas. Cualquiera que comparta el entusiasmo de Cate Blanchett –«tengo grabado en la retina cada fotograma de la película»– atestigua no solo la pureza de propósito de Tarkovski, sino su propia capacidad para sobrevivir a las retadoras cumbres de los grandes logros de la humanidad. Por tanto, cierta fuerza de retroceso es inevitable y deseable. David Thomson, después de darle para el pelo mezquinamente a Tarkovski en las diversas ediciones de su Biographical Dictionary of Film, en 2008 incluyó Stalker (mencionada pero no analizada en el Dictionary) en su panteón de las mil mejores películas Have You Seen…? Pero dudaba de la famosísima Habitación en el centro de la Zona, sospechaba que resultaría ser «un recinto infinito, húmedo y oscuro, donde un número indeterminado de desconocidos ve las obras de Tarkovski. De la misma manera podría ser que mientras una disfunción u otra domine el mundo, nos cueste distinguir la Habitación, la Zona y el multicine local». Esto es preferible con mucho a la reverencia que Tarkovski tiende a despertar en sus admiradores, entre los que me cuento. Tengo escaso instinto para la reverencia personal y, aunque no me llueven precisamente las ofertas, sé que detestaría que me reverenciaran. Una de las cosas que creía que me gustaría de ser escritor, una de las ventajas del oficio, era que la gente se acercaría para decirme que les encantan mis libros. Y me gusta. Durante diez segundos. Después me muero de ganas de cambiar de tema. En realidad, debería puntualizar mínimamente lo que acabo de decir acerca de mi capacidad para la reverencia. Tengo una capacidad considerable para admirar la obra de otros, pero sospecho que el verbo «reverenciar» describe una relación con personas, no con cosas. Pongamos que admiro muchísimo tu trabajo y, un día, tengo ocasión de conocerte. Me llevaría una gran alegría y no me avergonzaría expresar mi admiración. Pero en breve, si te intuyera interesado en esa admiración como base para cualquier clase de interacción, si quisieras extender la reverencia más allá de lo que se considerara necesario por educación, si, en otras palabras, no te aburrieras de ser reverenciado tan rápido como yo me aburriría de reverenciarte, entonces empezaría a pensar que eres imbécil.

* Leyendo sobre Stalker o Tarkovski uno no tarda en toparse con la palabra «milagro». «Descubrir mi primera película de Tarkovski fue como un milagro», dijo Bergman. Se refería a La infancia de Iván, pero continuó de una manera que no podía mas que hacerte pensar en Stalker, como si sus deseos cinematográficos más íntimos se hubieran cumplido. «De pronto me encontré a las puertas de una habitación cuyas llaves hasta entonces nunca me habían dado. Era una habitación en la que siempre había querido entrar y por la que él se movía con libertad y absoluta soltura.» Kris, hacia el final de Solaris, también parece adelantarse al siguiente paso del director: «Solo me queda esperar. ¿Qué? No lo sé. ¿Un nuevo milagro?». Tarkovski ofrecería nuevos milagros, aunque ninguno adoptaría la forma de más trabajo para Donatas Banionis, que interpretó el papel de Kris. El texto al principio de Stalker describe la Zona como «un milagro». Tarkovski resumía un fotograma de Sacrificio en la edición actualizada de Esculpir en el tiempo con las siguientes palabras: «“Hombrecillo” riega el árbol que plantó su padre, esperando con paciencia el milagro que no es sino la verdad». Y lo milagroso, por lo visto, no se limitaba a los efectos creados en pantalla, sino que formaba parte del proceso de conseguirlos. El diseñador de producción Rashit Safiullin, rememorando los numerosos obstáculos que tuvieron que superar en tantos planos y montajes, dijo: «Fue como hacer un pequeño milagro cada vez».

El predominio de los milagros y lo milagroso cotidiano en Tarkovski quizá apunte a algo más general acerca de la sociedad y la historia de las que era un producto. Uno de los objetivos del marxismo-leninismo o del materialismo histórico es acabar con la categoría de lo milagroso; en historia, como en lógica, no existen las sorpresas. A medida que la promesa de la Revolución soviética se afianzó en la forma de la implacable burocracia estalinista, ocurrió justo lo contrario. La rigurosidad con la que todo el mundo estaba atrapado en el mecanismo del sistema totalitario significaba que cualquier escapatoria o exención adquiriese la cualidad de milagro. «Cuanto mayor el grado de centralización –escribe Nadezhda Mandelstam en Contra toda esperanza–, más impresionante el milagro.» Cuanto más intolerable se volvía la vida, más «imposible» se hacía vivir sin milagros. Escribir a Stalin pidiendo clemencia o que conmutara una sentencia –«¿qué es semejante carta sino suplicar un milagro?»– significaba que la gente vivía a la espera rutinaria de milagros: «Habían pasado a formar parte de nuestra vida». En las ocasiones en que tales plegarias eran atendidas –como le ocurrió a Osip Mandelstam en 1934– la gente «rebosaba de alegría». Pero, continúa Nadezhda en términos curiosamente apropiados para Stalker, «no debe olvidarse que incluso si conseguían sus milagros, quienes escribían las cartas estaban condenados a una amarga decepción. Para lo cual no estaban nunca preparados, pese a la advertencia de la sabiduría popular según la cual los milagros nunca son más que flor de un día, no tienen efecto prolongado. ¿Con qué se queda la gente en los cuentos después de que se les concedan sus tres deseos? ¿Qué es por la mañana del oro obtenido en la noche por el tullido? Se convierte en un trozo de arcilla o un puñado de polvo. La única buena vida es aquella en la que no se necesitan milagros».

* Una opinión refrendada de vez en cuando por Tarkovski, como por ejemplo en una entrevista de 1981: «Estoy completamente de acuerdo con la sugerencia de que Stalker creó el mundo de la Zona para inventarse una especie de fe, una fe en la existencia de dicho mundo». Y también en 1986: «La Zona no existe. Es Stalker quien se inventó su Zona».

* Desde luego esa parece la lección de El regreso y El destierro de Andréi Zviáguintsev. El regreso (2003) comienza espectacularmente con un grupo de chicos saltando al agua desde una alta torre de vigilancia. Iván, el más joven de un par de hermanos, tiene miedo de saltar, de modo que su hermano, Andréi, y los otros le dejan atrás, tembloroso y avergonzado. Al día siguiente se enteran por la madre de que el padre ha regresado tras doce años de ausencia. Interpretado por Konstanin Lavronenko (que parece la respuesta rusa a George Clooney y José Mourinho), salta a la vista que es un gángster. Los tres, el padre y los dos hijos, salen de viaje en coche pero semeja más la versión rusa pirateada del programa para jóvenes necesitados Duke of Edinburgh’s Award que unas vacaciones. El padre es un jefe exigente; tiene la dureza implacable del que ha pasado una temporada en prisión y ha aprendido a sobrevivir en el brutal mundo del sistema carcelario ruso. Intimida y asusta a sus hijos y la cosa empieza a parecer una prueba para la virilidad de los chicos. El botín enterrado o tesoro escondido o lo que sea que el padre está intentando recuperar les conduce, tras numerosos contratiempos, pruebas y desvíos, a una isla remota –el padre les obliga a remar hasta allí cuando el motor del bote se estropea– dominada por otra torre vieja y destartalada. Vania trepa a la torre, el detestado padre sube detrás de él, se cae y muere. Como resultado de las habilidades que el padre les ha enseñado durante el viaje, los chicos son capaces de regresar a casa, sin el cadáver del padre, que se hunde con el bote al volver de la isla.

El regreso pide ser interpretada como un regreso a la Zona –y una extensión de la misma–, a la clase de espacio cinematográfico o visión que descubrió Tarkovski. (Hasta las paredes del edificio abandonado donde juegan y pelean los niños en las escenas iniciales parecen de la Zona; en la isla hay una pradera verde con una cabaña abandonada en el centro.) Tarkovski legó a su progenie un sentido del potencial visionario de la película, del espacio. Pero es un jefe duro y agotador. Si quieres seguir su ejemplo también tienes que matarlo. Hecho lo cual puedes abrirte tu propio camino hacia terrenos cinematográficos nuevos, inexplorados. Pido disculpas por esta explicación –un poco Harold Bloom y un poco psicoanálisis mal digerido–, pero ya me entendéis.

El problema –aunque solo se evidencie plenamente en la siguiente película de Zviáguintsev– es que no ha matado al padre, no se ha desprendido de la inmensa y paralizante deuda con el maestro. O quizá, después de matarlo en El regreso, Zviáguintsev dedica todo El destierro (2007) a expiar el crimen. De la primera media docena de planos, tres evocan respectivamente Nostalgia (coche circulando por un paisaje, saliendo de plano y volviendo a entrar), Stalker (tétrica zona industrial, tren de mercancías) y Solaris (coche que se abalanza hacia el abismo urbano). Por consiguiente resulta imposible no sucumbir a buscar alusiones y referencias a Tarkovski: niños hojeando libros o mirando una hoguera naranja (aunque en una chimenea); Bach; Leonardo (en forma de un rompecabezas de La anunciación que completan los niños). El legado de Tarkovski es tan evidente que cuando Vera, esposa y madre, bebe un sorbo y deja el vaso en la mesa, uno casi espera que el vaso empiece a moverse por telequinesia. Está embarazada, pero no de su marido (de nuevo Lavronenko, de vuelta de entre los muertos o, si lo preferís, de regreso de El regreso); el niño –es decir, la película– es de Tarkovski. La casa donde ocurre todo está en un paisaje árido y bello, como el más fecundo de El espejo, cargado de recuerdos de infancia. «¿Por qué no fluye el arroyo?», pregunta Kir, el niño, a su padre, Lavronenko. Porque, me descubro respondiendo en silencio, el tío Andréi lo ha secado. «¿Lo viste fluir?», pregunta otra vez Kir [¿viste fluir imágenes por el arroyo del tío Andréi?]. «No vi otra cosa», contesta Lavronenko, quitándome las palabras de la boca. Huelga decir que al final la lluvia vuelve a llenar el arroyo, que comienza a fluir, convertido en una corriente de la Zona, complementado con los detritos cotidianos consagrados por el hecho de ser filmados. El destierro es algo más que amor por Tarkovski. Sin duda soy culpable del delito del que acuso a Zviáguintsev: estar tan absorbido por Stalker que solo veo Tarkovski, tan metido en su visión del mundo que lo confundo con el mundo. Ciertamente Tarkovski no es el único director cuya obra se cita, como suele decirse, pero es la fuerza dominante y no se me ocurre otra película tan dominada –hasta el punto casi de la inmolación– por la obra de otro director.

El final de El destierro remite al principio con un plano de un almendro y un coche serpenteando por la carretera que lo bordea. Salvo que no es exactamente como al principio, puesto que la cámara luego avanza a un lado, a unas campesinas, que parecen salidas de un cuadro de Brueghel (lo que comporta la sugerencia tácita de que también han salido de una película de Tarkovski, eliminada al instante). De pronto estamos en otra película. Es como si, en paralelo a la película que estábamos viendo, pasaran otra que ahora tenemos ocasión de ver.

Este cambio a otra película, artístico, pero que distrae, me alertó de algo sobre Tarkovski que, por así decirlo, sabía sin darme cuenta. Como todos los grandes cineastas Tarkovski te sumerge hasta tal punto en su mundo que nunca se te ocurre –a menos que así esté planeado, como al final de El desprecio (una restricción deliberada que también sirve de mayor inmersión)– que el mundo de la pantalla deja de existir al borde de la misma. Todos los mejores directores subvierten la afirmación de Coriolano de que hay un mundo en otra parte. No, el mundo más allá de la pantalla es solo una continuación del mundo que estamos viendo. A ambos lados o detrás hay más de lo mismo. Ni siquiera estamos en un cine; estamos en un mundo. O, mejor dicho, no hay nada salvo el cine; solo existe la Zona.

* Si me lo hubiera preguntado a mí habría respondido que sí al instante. Me encantaría tener un perro. ¿O no? El hecho de que mi mujer y yo no tengamos perro pese a no haber pensado, reflexionado y hablado sobre otra cosa durante cinco años sugiere que tal vez no queramos uno. Aunque en cierto modo ese perro –un perro que recuerda más a la idea concentrada de un perro que a una raza en particular– está ahí para recordarme que quiero un perro, que no es por nada que dedicamos nuestro tiempo a hablar de conseguir uno y a mirar páginas web de perros y que ya tengamos nombre para el perro que todavía no hemos conseguido: Monkey, en honor a la hija de Stalker, a pesar de que pueda dar lugar a confusión, igual que lo darían Gato o Pez. Pero –por eso estamos siempre dando vueltas a lo mismo– también sabemos que la razón por la que todavía no tenemos perro es porque solo hay un perro que queramos, Dotty, el perro de caza de unos amigos. Ese sería mi mayor deseo: que de pronto nuestros amigos dijeran: «Habéis sido tan buenos amigos estos años que hemos decidido regalaros a Dotty, a pesar de que un perro cazador necesita espacios abiertos y vosotros ni siquiera tenéis jardín y de que nos echará tanto de menos, a nosotros y la campiña de Kent, que probablemente en menos de dos semanas le consumirá la añoranza y morirá».

* Al rememorar la secuencia en que Stalker se tumba en el agua y el perro se le acerca, el director de fotografía Kniazhinski recuerda con cariño que aquel «perro fantástico», que solo entendía las órdenes en estonio, «literalmente hacía milagros»: ¡un auténtico perro de la Zona!

* En cierto modo la colección de libros de Stalker es también la de Tarkovski: «Solo lo que me gustaría tener en casa tiene derecho a salir en un plano de una de mis películas –dijo en una entrevista–. Si los objetos no son de mi gusto, sencillamente no puedo permitirme dejarlos en la película». (Bresson pone el énfasis en las cosas: «Haz que parezca que los objetos quieren estar ahí».)

* Otra prueba más de lo que dijo Tarkovski acerca de usar en sus películas solo cosas que tendría en su casa: el mismo reloj de cuco se oye en El espejo cuando los niños salen corriendo de casa para ver el incendio.

* Una oferta encantadora, me recuerda a la que mi madre me hizo una vez en nombre de mi padre. Debido a un desafortunado giro de los acontecimientos en la escuela parece ser que en el curso de preparación para la universidad no tenía amigos. No tenía con quién ir al pub y mi madre me dijo que mi padre iría a beber conmigo, una idea que yo sabía que a él no le apetecería puesto que implicaba gastar dinero, cosa que odiaba, e ir al pub, que nunca le gustó.

* Que Tarkovski intentara algo así –Stalker y su mujer como dobles de su sensación de persecución y devoción– parece particularmente probable dado que quería que Larissa interpretara el papel pero lo disuadieron Rerberg y compañía, quienes presionaron con éxito a favor de Alisa Freindlikh. El monólogo a cámara de la mujer originalmente iba al principio; solo avanzado el rodaje de la tercera versión Tarkovski decidió ponerlo donde va, a modo de epílogo.

Si bien es posible que Tarkovski se viera como un stalker –un mártir perseguido que nos lleva de viaje a la Zona donde se revelan verdades absolutas– también terminó identificándose con el destino. Hay un momento conmovedor en una entrevista con el diseñador de producción Rashit Safiullin, enfermo terminal, cuando al ser preguntado por la Zona recuerda la época que pasó viviendo, trabajando y conversando con Tarkovski: «Aquí vives siendo tu yo más profundo […] es un sitio donde se puede hablar, algo impensable». El entrevistador le pide que lo aclare. ¿Se refiere…? «Sí, a hablar con dios. Cuando Andréi ya no estaba me quedé sin la persona con la que podía hablar de las cosas más importantes. La habitación se desvaneció.» «O sea ¿que para usted Tarkovski era la Habitación?», pregunta el entrevistador. «Sí.»

* Björk sacó la letra de su canción «The Dull Flame of Desire», del álbum Volta, de la traducción al inglés de este poema, reconociendo que tenía su origen en Stalker.

* Es extraordinario cómo esta película continúa colándose en mi vida de las formas más inesperadas. En los últimos años me he habituado a escuchar música ambient –William Basinski, Stars of the Lid, esas cosas– mientras trabajo (el zumbido, la ausencia de ritmo, me ayudan a concentrarme). Había escuchado el disco The Tired Sounds de los Lid docenas de veces y siempre me había gustado ese momento en «Requiem for Dying Mothers, part 2» en que un perro comienza a gañir (igual que me gusta el perro que ladra en una de las grabaciones de «Every Grain of Sand» de Dylan). Suponía que el perro se había colado en el estudio y los Lid habían decidido conservar la intromisión como coros caninos casuales. Más tarde, mientras lo escuchaba para escribir sobre esta escena, me di cuenta de que los gañidos del perro venían precedidos por un leve arañazo. Volví a escuchar el tema otra vez. Y otra. No había duda, no tenía nada de casualidad: ¡los Lid habían sampleado el gañido con el que el perro responde al desplazamiento del vaso por la mesa!

* Por lo visto, Tarkovski en persona lo arrastró con un cordel pintado.

* El técnico de sonido Vladímir Sharun nos explica detalladamente por qué la película acaba así: «Gracias a la pasión de Tarkovski por todo lo extraordinario, no sé cómo un tal Eduard Naumov terminó en nuestro círculo. […] Una vez Naumov nos pasó una de sus películas. En la película Ninel Sergeievna Kulagina descubría que tenía telequinesia: movía objetos con la vista. Kulagina, rodeada de un grupo de personas con pinta de científicos, estaba sentada detrás de una mesa con tablero transparente, para que no pudieran acusarla de ningún truco. Sobre la mesa había un mechero, una cuchara y otros objetos. Kulagina contraía la cara del esfuerzo, fijaba la mirada sin pestañear en el mechero y este seguía su mirada. Tarkovski miró con atención la película de Naumov y nada más terminar exclamó: “¡Mira tú por dónde, ya tenemos el final de Stalker!”».